El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Victorioso Emanuel, Emancipador

NO. 986

 

SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Para que abras los ojos de los ciegos, para que saques de la cárcel a los presos, y de casas de prisión a los que moran en tinieblas”.   Isaías 42: 7.

 

En una ocasión previa vimos que el hombre inconverso está atado con las cuerdas de sus pecados. Fue un tema muy solemne y muy triste. Espero que nos haya humillado a todos nosotros y que, a quienes hemos sido liberados por el Hijo, nos haya hecho sentir una renovada gratitud por la gloriosa libertad de ser hijos de Dios. Triste fue el espectáculo del calabozo y de los grilletes, y el criminal que estaba retenido allí, un hombre, un hermano, era nuestra viva imagen.

 

Es un gran alivio referirnos ahora a otro tema que, aunque está relacionado, rebosa de alegría y de gozo. En aquella ocasión les mostramos al prisionero; ahora vamos a hablar de Aquel que vino para liberar a los prisioneros. Antes, les describimos las cadenas y las sogas del cautivo; ahora vamos a contarles acerca de Aquel cuyo toque todopoderoso libera a los esclavos y firma la Carta Magna de la eterna emancipación. El caso de la condición humana encadenada a la roca como Prometeo, y víctima de la rapiña del buitre del infierno, parecía totalmente irremediable, y peor aún porque el prisionero hacía las veces de su propio grillete y desdeñaba ser libre. Después de todo lo que han hecho por el hombre la ternura de Dios, la simplicidad del Evangelio y el claro y diáfano mandamiento, sí, y después de todos los truenos de las amenazas, seguidos por las notas seductoras de la misericordia, el cautivo sigue siendo un esclavo voluntario del pecado y su liberación pareciera ser algo completamente imposible. Pero para Dios son posibles las cosas que son imposibles para el hombre, y allí donde falla la operación humana, la operación divina se deleita en ilustrar su propia energía extraordinaria.

 

De buen grado examinamos en este momento las eficaces operaciones de Jesús, el Salvador, el verdadero Emanuel Victorioso, que viene para liberar a los hombres de la servidumbre de sus pecados, a quien sea la honra y la gloria por los siglos de los siglos.

 

I.   Mirando los primeros versículos de este capítulo, vamos a considerar QUIÉN ES EL QUE ENVÍA A JESUCRISTO PARA EFECTUAR LA LIBERACIÓN DE LOS HIJOS DE LOS HOMBRES, porque mucho dependerá de las credenciales del libertador, de la autoridad que lo legitimiza y del poder que lo respalda.

 

Cantamos con gozo de corazón al ver que el propio Dios Infinito comisionó al Señor Jesús para que fuera el libertador de los hombres, y lo hizo, primero, en Su capacidad de Creador. Lean el versículo quinto, y contemplen al grandioso autor de la comisión del Redentor: “Así dice Jehová Dios, Creador de los cielos, y el que los despliega; el que extiende la tierra y sus productos”. Aquel, entonces, que no perdonó a Su propio Hijo, sino que lo envió en la embajada de amor, es Jehová, que ha hecho de los cielos un pabellón de azur cubierto de oro por el sol y engalanado con las estrellas. Es el mismísimo Ser que lo sostiene todo y que mantiene erguidas las columnas del universo e impele a la tierra en su majestuoso circuito. Aquel que le dio su lustre a toda piedra preciosa proveniente de la mina, su vida a toda hoja de hierba, su fruto a todo árbol, su movimiento a toda bestia y a toda ave -pues podría decirse que todo eso salió de la tierra- Él es quien envió al Dios encarnado para abrir delante de Él las puertas de dos batientes y desmenuzar los cerrojos de hierro, para que los esclavos de Satanás pudieran escapar de la esclavitud de sus pecados. Jesús, el Hijo de Dios, viene armado del poder del propio Creador.

 

Regocíjense, entonces, ustedes que están perdidos, pues seguramente el poder que pronunció la palabra para crear todas la cosas de la nada, puede crearlos a ustedes de nuevo, aunque no haya nada bueno en ustedes que ayude a la obra divina. Regocíjense, ustedes, que están desfigurados y quebrados como vasijas estropeadas en la rueda del alfarero, pues su grandioso Creador aplica Sus manos a la obra una segunda vez, y resuelve formarlos para Sí, para que muestren Su alabanza. Aquel por quien fueron formados en oculto y entretejidos en lo más profundo de la tierra, por Su obra misteriosa es capaz de crear en ustedes un nuevo corazón, y de infundirles un recto espíritu. ¿Acaso no hay esperanza para el oscuro caos de su naturaleza caída y para ese corazón que está ahora desordenado y vacío? ¿Hay para Dios alguna cosa difícil? ¿Hay alguna limitación para Su poder? Si bien es cierto que tus semejantes no pueden regenerarte, por muy exaltados que merezcan ser en razón del oficio o del carácter, el simple pensamiento de que pudieran hacerlo es una blasfemia en contra de la prerrogativa de Aquel que es el único que puede crear o destruir; pero el Espíritu del Señor logra la victoria allí donde fallan la voluntad del hombre y la sangre y el nacimiento. Así dice el Señor: “Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento. Mas os gozaréis y os alegraréis para siempre en las cosas que yo he creado; porque he aquí que yo traigo a Jerusalén alegría, y a su pueblo gozo”.

 

¿Qué fue lo que escribió Juan en el libro de su visión? ¿Acaso no tiene el mismo propósito? El que estaba sentado en el trono dijo: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas”. Quien hizo la luz puede abrir los ojos de ustedes. Quien ordenó que los ríos fluyeran, puede abrir torrentes de penitencia en el interior de sus almas. Quien cubrió la tierra de verdor, puede hacer que sus mentes estériles sean fructíferas para alabanza Suya. Si Él agrupó las cumbres de los Alpes, y dio equilibrio a las nubes que flotan a su alrededor, y formó los valles que sonríen a sus pies, puede crear todavía, dentro del pequeño mundo del hombre, pensamientos que aspiren al cielo, deseos que asciendan a los reinos de la pureza y buenas obras que sean hermosos productos de Su Espíritu. ¿Ha enviado el Creador a un libertador de los seres cautivos? ¡Entonces, en verdad, hay esperanza!

 

Quien envió al Señor Jesús, como Su Elegido, para que restaurara a nuestra raza caída, se describe también a Sí mismo como el dador de vida, pues regresando al versículo quinto del capítulo que estamos considerando, leemos: “El que da aliento al pueblo que mora sobre ella, y espíritu a los que por ella andan”. El Señor crea la vida animal: Él infunde aliento en la nariz de los hombres y de las bestias; Él da también la vida mental, la vida que piensa, imagina, duda, teme, entiende y desea. Toda la vida proviene de la fuente central de la autoexistencia del grandioso Yo Soy, en quien vivimos, y nos movemos y somos. Este Ser eterno, que tiene vida en Sí mismo, ha enviado a Su Hijo para que dé vida a quienes están muertos en delitos y pecados, y lo ha ceñido con Su propio poder, “Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo”. Los muertos han de resucitar por la palabra de Jesús, “Porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y… saldrán”. Ningún caso de corrupción humana puede estar más allá de la habilidad del Redentor, ya que está revestido con un poder vivificador; incluso aquéllos que se pudren, como Lázaro, saldrán cuando Él los llame, y las ataduras de la muerte y del infierno se romperán. Así dice el Señor de vida: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida”. La visión del valle de Ezequiel se ha convertido en una realidad desde que Jesús vino, y no debe maravillarnos que así sea, puesto que le ha enviado el Dios eterno que vive para siempre. Él puede infundir el Espíritu Santo en el alma que está muerta, y puede otorgar un corazón que palpite con penitencia y que salte de deseos anhelantes de Dios. Él puede darles ojos a los ciegos y pies a los cojos. Él puede otorgar todo lo que pertenece a la vida: el oído que oye, la lengua que habla y la mano que sujeta. El gran obstáculo en Su camino es la muerte espiritual y como puede quitarlo con una palabra, la salvación del hombre ya no es más una dificultad. Alégrense, oh cielos; y gózate, oh tierra; pues el Vivificador ha descendido entre los sepulcros de nuestros pecados y ha entrado en el propio osario de nuestra corrupción, y está vivificando a todo aquél a quien Él quiera.

 

Y eso no es todo pues, Quien envió al Redentor, es descrito en el versículo sexto como: el Dios fiel. “Yo Jehová te he llamado en justicia”, es decir, el Dios que envía a Cristo, el Salvador, no es alguien que juegue con palabras ni que habiendo dado una promesa hoy se retracte de ella mañana. “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta”. Sus promesas y propósitos son inmutables, pues están fundados en la justicia. Aquel que ha comisionado a Su mensajero elegido no es injusto para olvidar Su palabra. ¿Dijo y no lo hará? ¿Habló y no se cumplirá?

 

Por esta razón, amados hermanos míos, toda promesa evangélica muestra el sello de la justicia divina, para que ustedes sepan que es válida. Jesús nos asegura que si creemos en Él, seremos liberados. Dios, que no puede mentir, estampa Su sello en la promesa. “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”, no es únicamente la declaración de Cristo, sino que Dios mismo la confirma. Entonces, “¡Amén, que así sea!” El más vil pecador que crea, encontrará vida y perdón, aceptación y bendición en Cristo Jesús. Oh, trémulo ser, tú no tienes que tratar con alguien que interpretará su promesa en un nivel inferior al que tú la entiendes, sino que tienes que tratar con Uno que quiere decir más de lo que las palabras expresan, cuyos pensamientos son más altos que los pensamientos tuyos así como son más altos los cielos que la tierra, aun cuando tus pensamientos estén iluminados por Su Palabra. “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”. Quien pronuncia estas palabras es el Señor, el fiel Prometedor, que ha enviado a Cristo, no para engañarlos con pretensiones falaces, sino para traer abundancia de gracia, en realidad y en verdad, a quienes confían en Él.

 

Prosiguiendo con la lectura del mismo versículo, percibirán que el siempre bendito ‘Poderdante’ del Señor Jesús es omnipotente, pues ¿acaso no se añade: “Te sostendré por la mano; te guardaré”? Lo cual significa que Dios dará todo Su poder al Mediador. Cristo es el poder de Dios. La omnipotencia habita en Aquel que una vez fue inmolado, pero que ahora vive para siempre y puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios. En el Evangelio hay una expresión tan manifiesta del poder divino, como la hay en la creación y en el sostenimiento del mundo. Aquí está nuestro consuelo ante todos los asaltos que amenazan a la fe cristiana, y ante todas las frustraciones que la iglesia cristiana ha experimentado hasta esta fecha; Emanuel, Dios con nosotros, es todavía nuestra fortaleza. Estamos persuadidos de que la victoria final de la cruz es absolutamente cierta, pues “Se manifestará la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá; porque la boca de Jehová ha hablado”.

 

La creación fue una obra de la omnipotencia, y sin embargo, no toda ella fue realizada de inmediato. El Señor habría podido moldear este globo habitable en un segundo de tiempo, si así lo hubiera deseado, y habría podido amueblar todos sus aposentos con una sola palabra de Su boca. En lugar de eso, tenemos motivos para creer que se demoró un tiempo en su primera formación, en el principio, cuando creó los cielos y la tierra; y lo arregló y lo desarregló muchas veces antes de llegar a su constitución final en los primeros seis días de tiempo, en que lo moldeó para que fuera una habitación idónea para el hombre. Incluso entonces, cuando llegó a la obra final, no fue en un día que edificó el caos para convertirlo en un hermoso hogar para la humanidad. No fue al principio que el firmamento dividió a las aguas, o que la tierra seca apareció sobre los mares. No fue sino hasta el tercer día que la tierra produjo hierba y la hierba produjo semilla; y el sol y la luna dividieron el imperio del día y de la noche sólo hasta que hubo amanecido el cuarto día; por otro lado, las aves que vuelan en el firmamento abierto del cielo, y las criaturas vivientes que se mueven en las aguas, conocieron un nacimiento todavía posterior. Todo fue gradual. El Hacedor avanzó paso a paso y, sin embargo, nunca hubo algo menos que omnipotencia en cada paso de Su progreso.

 

Entonces, hermanos míos, el Señor pudo haber convertido muy fácilmente al mundo entero a Cristo en el día de Pentecostés, pero Sus decretos no tenían establecido eso. Se dio un avance en los tiempos apostólicos, y la luz brilló en las tinieblas; más adelante, la gran división entre lo celestial y lo terrenal se volvió marcada y clara, y la iglesia se levantó como la tierra seca sobre los mares del pecado, mientras que las plantas sembradas por la diestra del Señor produjeron su semilla y su fruto. Incluso ahora las lumbreras designadas alegran el cielo, y el tiempo se apresura cuando el Señor bendecirá más evidentemente a Sus seres vivientes, y dirá: “Fructificad y multiplicaos y llenad la tierra”; pero todo es realizado gradualmente, según Él lo ha establecido. Nuestra impaciencia gustosamente quisiera estar muy cerca del Eterno y decirle: “Maestro, completa Tu obra, y que Tus ojos contemplen al Segundo Adán en un mundo restaurado en un segundo Edén”. Pero Él se demora un poco, y espera mientras Sus grandes tardes y mañanas prefijadas llenan de un glorioso trabajo Su semana. Él se deleita en la más noble labor de Sus manos, y no es como el asalariado que desea ardientemente la sombra para poner fin a su onerosa tarea. Él se demora amorosamente, y Su mucha paciencia es salvación. Los decretos del Señor no se dilatan tanto, considerando que en el cálculo divino y de acuerdo a la propia estimación del Señor, el fin vendrá pronto, aunque para los insolentes que se atreven a decir: “¿Dónde está la promesa de Su advenimiento?”, pareciera tardarse mucho.

 

Cuán bendito será el gran final de la obra redentora; entonces las estrellas matutinas cantarán al unísono, y todos los hijos de Dios darán voces de gozo. El séptimo día de la redención eclipsará al día de reposo de la naturaleza, así como los nuevos cielos y la nueva tierra opacarán a los primeros; un río más puro que Hidekel regará al nuevo Edén; el árbol de vida que produce un fruto más rico crecerá en el centro del huerto, y entonces será cumplido lo que está escrito: “Cantad loores, oh cielos, porque Jehová lo hizo; gritad con júbilo, profundidades de la tierra; prorrumpid, montes, en alabanza; bosque, y todo árbol que en él está; porque Jehová redimió a Jacob, y en Israel será glorificado”. Al leer la promesa: “Te sostendré por la mano; te guardaré” vemos la certeza de que el Salvador, ceñido con la toda suficiencia de la fortaleza divina, consumará la obra de la salvación humana.

 

Tengan buen ánimo, oh hijos de Dios, y consuélense con la creencia de que “verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada”. Su iglesia no tiene ninguna razón para temer, antes bien, tiene toda una base de confianza en cuanto a su futuro. Regocíjate y canta, oh moradora de Sion, porque grande es en medio de ti el Santo de Israel.

 

“No temas, aunque muchos temibles enemigos

Avancen contra tus muros;

El brazo de Jehová los derribará

Para tu liberación.

Oh, tómale Su regia palabra

Esa palabra que no puede mentir;

El Señor de Israel es tu escudo y tu espada,

Soberanía todopoderosa”.

 

Yo sé que me dirás: “la mayoría de los hombres dice que el mundo llegará a su fin en unos cuantos años; ¿acaso no está escrito que el Esposo viene pronto?” Sí, pero recuerda que hace mil ochocientos años estaba escrito que Él vendría pronto, y ha habido profetas en todas las épocas que han concluido de ésto que el fin estaba cercano, mientras que muchos creyentes han sido como los tesalonicenses, a quienes Pablo escribió: “Pero con respecto a la venida de nuestro Señor Jesucristo, y nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra, en el sentido de que el día del Señor está cerca”. Hemos sido instruidos por ciertos pretendidos expositores para esperar el tiempo del fin durante los últimos siete años y, sin embargo, es posible que no llegue en los próximos setenta mil años. Tal vez la historia humana, como está escrita, no sea sino la primera estrofa de un asombroso poema que será desarrollado página por página a lo largo de muchas edades por venir; y podría ser posible que más extasiadas expresiones de la misericordia y la gracia divinas en la conversión de los hombres hayan de ser leídas todavía por los ángeles y los espíritus glorificados. Si así fuera, todavía sería cierto que viene pronto, pues ¿qué es el tiempo comparado con la eternidad? Incluso si el tiempo cubierto por la historia del mundo no fuera un breve lapso de seis mil años, sino de sesenta mil veces seis mil años, con todo, no sería sino como una gota en una cubeta comparada con los años de la diestra del Altísimo, con el tiempo de vida del Anciano de Días.

 

Continúen combatiendo, hermanos míos, y no se turben con rumores de los tiempos o las sazones, antes bien, crean esto: que Dios está en Cristo Jesús reconciliando consigo al mundo, y todos los confines de la tierra verán la salvación del Dios nuestro. Esperen cotidianamente la venida del Señor, pero, con todo, esfuércense por hacer avanzar Su imperio, pues “Dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra”. El Señor no ha retirado Su mano de Su “escogido, en quien su alma tiene contentamiento”. Él sujetará naciones delante de Él y desatará lomos de reyes para abrir puertas delante de Él. Con un libertador confirmado tan gloriosamente, no hay espacio para temer el fracaso. Nuestra esperanza y nuestra fe descansan gozosamente en Él, a quien el Eterno da Su omnipotencia con la cual sujetará a Sí mismo todas las cosas.

 

II.   Ahora, con la ayuda del Señor, vamos a adelantar un poco más. Habiendo contemplado al glorioso Ser que envió a Jesús para la obra de la emancipación del hombre, hemos de considerar, en segundo lugar, AL ENVIADO MISMO.

 

Lo tenemos descrito en el primer versículo de este capítulo, y las primeras palabras de la descripción que vamos a seleccionar nos informan que Jesús es el escogido. “Mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento”. Dios se ha agradado en apartar a Su bienamado Hijo para que sea el Salvador de los pecadores, y en todos los sentidos Él es el más apto. Como hombre, Él es supremamente apropiado para la obra; ningún otro ser nacido de mujer era idóneo para la empresa. Nacido de una manera peculiar, sin mancha ni defecto, sólo Él en la raza humana poseía la naturaleza santa que era necesaria para hacerlo el mensajero del amor de Dios. Acabo de intentar mostrarles que Dios ciñó a nuestro Señor con Su omnipotencia, y ésto debería conducir a cada pecador a sentir que Cristo puede salvarle, pues ¿hay algo que no pueda hacer la Omnipotencia? No podemos hablar de imposibilidades o ni siquiera de dificultades cuando tenemos a la Omnipotencia ante nosotros. Ningún pecador es difícil de salvar, ni hay ataduras que sean difíciles de quitar, cuando Dios, el Todopoderoso, llega para salvar. 

 

Ahora miren el otro lado del cuadro, y recuerden que Cristo Jesús era la única persona idónea en la que el Padre podía poner la plenitud de Su poder salvador. En su compleja persona Él es idóneo, en todos los sentidos, para fungir como Mediador entre Dios y el hombre. Quien puso la ayuda sobre uno que es poderoso, enaltecido y escogido de entre el pueblo, fue guiado por la sabiduría infalible en Su elección. Nadie más era tan apto como Él; de hecho no había nadie más. “Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto”. Nadie puede abrir otra puerta de esperanza que la puerta que Dios ha abierto en la persona de Cristo.

 

Oh, pecador, yo te suplico que aceptes lo que Dios sabiamente ha elegido. Haz que la elección de Dios sea tu elección voluntaria. En esta hora, constreñido por la gracia de Dios, di: “Si Dios ha elegido al Señor Jesús como la propiciación por el pecado, mi corazón lo acepta a Él como la expiación por mi pecado, sintiendo que sólo Él puede salvarme”. Si elijes así al Elegido del Señor, encontrarás que Él es precioso.

 

Pero en el primer versículo también se nos informa que el Señor Jesús es ungido para esta obra, igual que fue escogido para la misma. “He puesto sobre él mi Espíritu”. Ahora, el Espíritu Santo es el más grande de todos los actores en el mundo de la mente. Él es quien puede iluminar, persuadir, y controlar a los espíritus de los hombres. Él hace lo que quiere con la mente, de la misma manera que en la primera creación, el Señor obró con la materia como quiso.

 

Ahora, si Jesucristo tiene la plenitud del Espíritu Santo reposando en Él, no es posible suponer que algún pecador esté tan desesperadamente esclavizado como para que Él no pueda liberarlo. Estamos a punto de hablar acerca de ojos ciegos que han de ser abiertos, pero en la luz del Espíritu Santo ¿qué ojos necesitan permanecer siendo ciegos? Hablaremos de cautivos que serán liberados, pero con el libre Espíritu de Dios para liberarla, ¿qué alma necesita estar atada? Hombres valerosos han enseñado doctrinas que han emancipado de la esclavitud de la superstición a las mentes de sus semejantes, pero las enseñanzas del Espíritu Santo liberan a las mentes de la servidumbre de todo tipo, y liberan a los hombres delante del Dios viviente. Trémulo pecador, acepta a Cristo como tu Salvador; Dios lo designa y Dios lo unge. ¿No bastan estas dos razones para hacerlo aceptable para tu alma?

 

Además, se describe al Redentor diciendo que es manso y humilde de corazón, lo cual debería recomendarlo mucho ante todo espíritu humilde y contrito. “No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare”. Necesitamos un Salvador que pueda conmoverse con el sentimiento de nuestras debilidades, y Jesús lo es. Las almas conscientes de pecado son muy sensibles y están agitadas por muchos temores; curar una conciencia herida no es el trabajo de un necio, sino una labor apropiada para el médico más experimentado.

 

Vean, entonces, cuán idóneo es Cristo. No ha dicho nunca todavía una palabra áspera a un alma que deseaba encontrar misericordia de Sus manos. En los registros de Su vida siempre lo podrán ver probando a algún espíritu ansioso pero nunca lo verán repeliéndolo. Cuando la fe débil sólo podía tocar el borde de Su manto, con todo, fluyó de Él el poder. Cuando el leproso le dijo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”, se trataba de una fe pobre, pero esa fe lo salvó. Aunque no puedas creer todavía como quisieras, di, no obstante: “Creo; ayuda mi incredulidad”, y Él no te rechazará. Mira al pábilo que humea que no produce ninguna luz y más bien genera mucho humo ofensivo; sin embargo, tal vez un fuego vivo permanezca allí, y por tanto, el tierno Salvador no lo apagará, sino que lo avivará hasta convertirlo en llama. ‘Y cómo desfigura la música de las flautas esa caña cascada; sácala y quiébrala’. Eso harían los hombres, mas no el Amigo del pecador. Él la hace perfecta de nuevo y difunde con ella la música de Su amor.

 

¡Oh, tú, que en tu propia estimación eres completamente indigno, que sólo eres apropiado para ser desechado, que eres incompetente para vivir e incompetente para morir! Jesucristo, el Manso, te dará la misericordia si tú lo buscas, y al dártela, no te reprochará. Oh, hijo errante, Jesús te presentará al Padre, quien te besará con besos de Su amor, y te despojará de los andrajos del pecado y te vestirá con las gloriosas vestiduras de justicia. Sólo acude a Él, pues es alguien que no puede rechazarte. “¿Cómo puedo acudir?”, preguntará alguien. Una oración te llevará; un deseo ansioso será como un carruaje para ti. Una confianza en Él te habrá llevado y Cristo es tuyo, si lo aceptas ahora. Si tu alma está realmente dispuesta a tener a Cristo, Cristo te ha dado esa disposición y ya ha comenzado a liberarte. Que estos pensamientos concernientes al grandioso Emancipador, te animen a poner tu confianza en Él.

 

Un punto más en este mismo sentido. El Cristo que ha venido para salvar a los hijos de los hombres es perseverante hasta el límite. “No se cansará ni desmayará, hasta que establezca en la tierra justicia; y las costas esperarán su ley”. Los hombres son renuentes a ser salvados; no desean salir de sus calabozos; pero Jesucristo no cesará de enseñar, no cesará de buscar y no cesará de salvar hasta que todos Sus elegidos sean redimidos de la ruina de la caída y una multitud que no se puede contar circunde el trono del Padre.

 

Alma, yo te digo que si Cristo quiere salvarte, te salvará. Rastreará tus pisadas sin importar cuánto te descarríes. Si te escaparas una y otra vez de las flechas de la convicción y te hundieras una y otra vez en el pecado, con todo, Él te buscará y te encontrará. ¡Oh, no te demores, antes bien cede a Su poder! Yo oro pidiendo que Él extienda Su brazo soberano en este momento y te rescate de ti mismo. Si tu corazón fuera tan duro como el diamante, o como la muela inferior del molino, Él puede disolverlo con un contacto. ¡Oh, que el martillo que pulveriza las rocas cayera sobre ti ahora! ¡Él es poderoso para salvar; Él puede demostrar Su poderío en ti!

 

III.   Es tiempo de que expongamos el texto mismo, y revisemos LA OBRA MISMA.

 

De acuerdo al texto, la obra de gracia del Mesías está dividida en tres partes, de las cuales la primera es: abrir los ojos de los ciegos. Aquí tenemos una notable obra que aporta mucha gloria a nuestro Señor. El entendimiento del hombre se extravía en relación al conocimiento de Dios, al verdadero sentido del pecado, al entendimiento de la justicia divina y a una recta valoración de la salvación. El entendimiento, que es el ojo del alma, está entenebrecido. Pero cuando el Salvador ungido viene, quita las escamas de nuestra oftalmia mental, y en la luz de Dios vemos la luz, y entonces el pecador es humillado y abatido pues percibe su culpa y la justicia de Dios. Además, se llena de alarma, pues ve que el sangrante Salvador es el blanco de la ira de Dios, y juzga rectamente que el pecado tiene que recibir siempre una recompensa de ira, pues si el pecado colocado sobre Cristo fue castigado, ¿cuánto más el pecado personal debe involucrar el destierro de la presencia del Altísimo? El pecador es entonces conducido a ver que el único camino en que el pecado puede ser quitado es por medio de los sufrimientos expiatorios de un sustituto. Es conducido a ver que la expiación es válida para él cuando cree. Es conducido a entender en qué consiste la fe. Él en verdad cree; confía, y luego, al confiar, es llevado a ver la integridad del perdón y la gloria de la justificación que nos viene por la fe en Jesucristo.

 

Podría pensarse que es algo fácil que los hombres vean, habiendo sido instruidos en la doctrina desde su niñez y habiéndola oído incesantemente desde el púlpito; pero, créanme, por sencillo que eso parezca, nadie la recibe a menos que le sea dado del cielo. Podríamos decirles a todos los que hayan visto todo eso: “Bienaventurado eres, porque no te lo reveló carne ni sangre”. Muchos de nosotros oímos el Evangelio desde nuestra niñez, pero mientras el Espíritu Santo no nos explicó en qué consistía ser un pecador y en qué consistía creer en Jesús, no conocíamos ni siquiera los rudimentos del Evangelio. Nosotros mismos estábamos en tinieblas, aunque la luz brillara en torno nuestro, y no podía ser de otra manera, pues nuestros ojos no habían sido abiertos. Cuando Jesús vino, lo vimos todo, y entendimos el misterio. Nuestros ojos, que una vez estaban ciegos, nos vieron claramente perdidos y vieron a Cristo sufriendo en nuestro lugar; creímos en Él, nuestros pecados desaparecieron y fuimos aceptos en el Amado.

 

Mi querido amigo, si buscas reposo, pido al Señor que abra tus ojos para que veas las cosas sencillas del Evangelio. Un roce de Su dedo te hará sabio para salvación. No hay necesidad de que estudies los veintiún volúmenes en folio de Alberto Magno, y ni siquiera los cincuenta y dos volúmenes de Juan Calvino, pues todo el secreto del Evangelio radica en estas pocas palabras: “Cree y vivirás”; sin embargo, tú no puedes abrir el ataúd a menos que el Señor te proporcione la llave secreta. Se necesitan unos ojos abiertos para poder ver incluso a través de una ventana de cristal. Así, el claro testimonio del Evangelio es oscuro para los ojos ciegos.

 

La siguiente obra del Mesías, de acuerdo al texto, es sacar de la cárcel a los presos. Ésto, pienso, se relaciona con la servidumbre bajo la cual está el hombre por sus pecados. Los hábitos de pecado, cual redes de hierro, rodean al pecador sin que pueda escapar de sus mallas. El hombre peca y se imagina que no puede evitar pecar. Cuán a menudo nos dicen los impíos que no pueden renunciar al mundo, que no pueden redimir sus pecados con justicia, y que no pueden creer en Jesús. Den a conocer a todos los hombres que el Salvador ha venido con el propósito de romper todo lazo de pecado del cautivo y de liberarlo de toda cadena del mal. He conocido a ciertos seres humanos que luchan contra el hábito de la blasfemia; otros luchan contra pasiones lascivas, y muchos más contra un espíritu altivo o un temperamento irascible; y aunque han luchado virilmente utilizando su propia fuerza aunque sin éxito, se han visto llenos de amarga desazón porque ellos mismos se traicionaron. Cuando un hombre cree en Jesús, su resolución de volverse un hombre libre se cumple en gran medida de inmediato. Algunos pecados mueren en el instante en que creemos en Jesús, y ya no nos turban más; otros se aferran a nosotros y mueren gradualmente, aunque son vencidos al punto de que no volverán a enseñorearse de nosotros nunca más.

 

Oh, luchador, que batallas por alcanzar la libertad mental, moral y espiritual, si quieres ser libre, tu única libertad posible está en Cristo. Si quieres deshacerte de los malos hábitos o de cualquier otra servidumbre mental, no te voy a prescribir ningún remedio, excepto éste: que te entregues a Cristo, el Libertador.

 

“Las puertas de bronce ante Él se rompen,

Los grillos de hierro ceden”.

 

Ámale, y odiarás el pecado. Confía en Él, y ya no confiarás más en ti mismo. Sométete a la influencia del Dios encarnado y Él aplastará la cabeza del dragón en tu interior y derribará a Satanás bajo tus pies. Ninguna otra cosa puede hacerlo. Cristo ha de recibir la gloria de tu conquista del ego. Él puede liberarte del yugo férreo del pecado. Él no ha fallado jamás, y nunca fallará. Yo sinceramente le ruego a todo aquel que desee romper con el pecado (y debemos deshacernos del pecado o hemos de perecer por su causa), que intente este remedio divino, y compruebe que le da una santa libertad. Pregúntenles a las miles de personas que ya han creído en Jesús, y su testimonio confirmará mi doctrina. La fe en el Señor Jesús es el fin de la servidumbre y la alborada de la libertad.

 

La última parte de esta obra divina es: sacar de casas de prisión a los que moran en tinieblas. Ésto lo vamos a aplicar para quienes están verdaderamente emancipados, pero que, con todo, en razón del desánimo, permanecen en el oscuro calabozo. En nuestros deberes pastorales tenemos que consolar constantemente a personas que están libres de sus pecados, habiendo obtenido el poder sobre ellos por la gracia divina, pero que, con todo, están sumidas en la tristeza. La puerta está abierta, los barrotes han sido rotos, pero con extraña obstinación por el desánimo, permanecen en la celda del miedo en la que no tienen necesidad de continuar ni por un instante. No pueden creer que estas cosas buenas sean verdaderas para ellos. ¿Perdonados ellos? Podrían creer que cualquier otro individuo sea perdonado, pero no ellos. ¿Ser ellos hechos hijos de Dios? No; podrían tener esperanza por sus hermanas; se gozan al saber que su padre es un hijo de Dios, pero en cuanto a ellos, ¿pueden tales bendiciones caer realmente en suerte sobre seres tan indignos? Hemos hablado con cientos de esos individuos y hemos intentado consolarlos, pero sólo nos hemos dado cuenta de nuestra incapacidad en el arte de la consolación. Son ricos en invenciones para la tortura autoinfligida e ingeniosos para escapar del consuelo. Pero, ¡ah!, el bendito Señor de nuestras almas, cuyo oficio desde que cayó Adán ha sido vendar los corazones quebrantados, nunca se ve frustrado. Cuando Su eterno Espíritu viene para ungir con el aceite del gozo, cambia pronto las cenizas y las convierte en algo hermoso. El apesadumbrado centinela de las vigilias de la noche ha de regocijarse cuando despunta el día y brilla el Sol de justicia.

 

Aunque yo les hablo con un lenguaje muy común, el tema es en sí mismo muy rico. Este único pensamiento debería hacer que sus corazones dancen de gozo: pensar que el Cristo de Dios asume la tarea de levantar a los espíritus decaídos y desesperados y de llevarlos una vez más a la esperanza y al gozo. Yo sé quiénes se regocijarán al oír esto: aquella mujer que todos estos largos años ha estado en servidumbre espiritual; aquel joven que ha aguantado una carga secreta un mes tras otro; aquel anciano que anhela encontrar a Cristo antes de encoger sus pies en su lecho mortuorio, y que piensa que su hora de gracia ha pasado. Hombre, no es como tú piensas. Cristo es todavía todopoderoso para salvar. El mensaje anuncia todavía: “El que en él cree, no es condenado”. “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”. “A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche”. Prisioneros de la esperanza, su libertador está cerca, al alcance de la mano. Confíen en Él y sean libres. Aunque pareciera una fe arriesgada, arriésguense en Él. Él no puede rechazarlos y no lo hará; Él proclamará un jubileo y libertará a todo esclavo.

 

Vean, entonces, cómo nos bendijo el grandioso Redentor: Jesús, el Cristo, hace bien todas las cosas. Él aclara el entendimiento. Él rompe el poder de los hábitos pecaminosos. Él quita el peso del abatimiento. Él lo hace todo. Cristo Jesús, el hijo de María y el hijo de Jehová, es hombre, hueso de nuestro hueso y carne de nuestra carne, y sin embargo, es Dios sobre todo bendito para siempre. Aquel que murió en el Calvario, cuya sangre preciosa es la panacea para todos los males humanos, es el Libertador de nuestra raza caída, y sólo Él.

 

IV.   ¿CUÁL ES EL DESIGNIO DE DIOS EN TODO ÉSTO?

 

Esta pregunta tiene su respuesta en el versículo que está a continuación de nuestro texto: “Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria”. El gran propósito de Dios en Cristo era la manifestación de Sus propios atributos gloriosos; es una sencilla verdad, aunque es grande en consuelo, pues si el pecador que ha sido un atroz ofensor en contra de las leyes humanas y divinas se concibiera como un sujeto impropio para la gracia de Dios, yo lo tomaría de la mano, y para que la desesperación no lo condujera a pecar más todavía, pondría esta verdad claramente delante de él. ¿Dónde es más glorificada la misericordia? ¿Acaso no lo es al pasar por alto las más graves ofensas? Tú has cometido graves ofensas; entonces hay espacio en ti para que la misericordia sea manifestada grandemente. ¿Dónde es más glorificada la gracia? ¿Acaso no lo es en la conquista de las más violentas pasiones? Tú las experimentas; por tanto, la gracia puede ser glorificada en ti. Vamos, pecador de dura cerviz, en vez de ser un sujeto indigno de la gracia, me aventuraré a decir que tú eres uno de los sujetos más apropiados en todos los sentidos. Hay espacio suficiente en ti para que obre la gracia. Hay espacio en tu vacío para la plenitud de Dios. Hay en tu pecaminosidad un claro escenario para la sobreabundante gracia de Dios. Pero tú has sido un jefe en el ejército del diablo. Sí, y ¿cómo puede Dios asestar un golpe más notorio en contra de las huestes de las tinieblas que capturándote a ti? Pero tú me dices que eres un enorme pecador. ¿Cómo el Señor de amor podría alentar más a otros pecadores a venir que llamándote a ti? Pues se correría el rumor entre tus colegas pecadores: “¿Ya se enteraron que ‘Fulano de tal’ ha sido salvado?” Yo sé que se mofarían, pero aun así, en lo secreto de sus corazones, reflexionarían al respecto, y dirían: “¿Cómo es eso?”, y serían conducidos a inquirir en los caminos de la gracia de Dios.

 

Hace poco tiempo, un hermano compartió en la iglesia algo de su historia, y nos condujo a todos nosotros a regocijarnos en la gracia soberana. El había practicado habitualmente toda clase de pecados y de iniquidades; su profesión había sido durante algunos años la de un reconocido contrabandista, y en ese curso de vida fue llevado a coludirse con la escoria de la sociedad. También tenía experiencia en el arte pugilístico, y eso, todos los sabemos, es todo lo contrario de tener una tendencia a la elevación. Pero él vino al Tabernáculo, y aquí Jesús se encontró con él, y el hermano se regocija ahora enseñando a otros el Evangelio que una vez rechazó. Pero ¿qué piensan ustedes que ha acostumbrado hacer estos tres años? Algunos de nuestros hermanos predican en las calles y él los acompaña, y después de que han comentado acerca de lo que puede hacer la gracia de Dios, nuestro amigo se levanta y dice, humilde pero valerosamente: “yo soy un testigo viviente de lo que puede hacer la gracia; puedo declararles lo que el amor de Dios ha hecho por mí”. Si el sermón que precede a su breve comentario no interesó a la gente, con toda seguridad se verán impactados con su testimonio personal, pues en algunas localidades mucha gente de la calle lo conoce, y al mirarlo, dicen: “Vamos, ese es el viejo amigo ‘Fulano de tal’; y el testimonio que da, obra poderosamente entre sus viejos amigos y conocidos.

 

Entonces, si hablo ahora con alguien que haya sido un gran ofensor, o un borracho, o cualquier otra cosa, te digo que si mi Señor te libera y te alista en Su ejército, habrán voces que brotarán de las huestes de Israel que harán que resuene el cielo, mientras que los filisteos temblarán, pues su Goliat será eliminado y de su cuerpo muerto surgirá un nuevo adalid para luchar por el Señor de los ejércitos. Si el Señor salvara a los hombres por sus méritos, no habría ninguna esperanza para los grandes pecadores, ni la habría para nadie; pero si nos salva para Su propia gloria, para enaltecer Su gracia y Su misericordia entre los hijos de los hombres, entonces nadie debe desesperar. Yo predicaría el Evangelio hasta en las propias puertas del infierno, y lo proclamaría entre las fauces de la muerte. Si Dios, para glorificar Su gracia, libera a los cautivos, entonces, ¿por qué el pecador más merecedor del infierno, cuyo corazón es como acero templado, no se vuelve un monumento del poder de Cristo para salvar? Yo recuerdo a uno que solía decir que si Dios tuviera misericordia de él, esa misericordia fluiría de manera ininterrumpida, y esta podría ser muy bien la resolución de todos nosotros: que si la gracia nos salva, la tierra y el cielo han de oír continuamente nuestras alabanzas. Tal como lo expresa uno de nuestros himnos:

 

“Entonces seré yo quien cante más fuerte entre la multitud,

Mientras retumban las resonantes mansiones del cielo

Con gritos acerca de la gracia soberana”.

 

Sí, cada uno de nosotros cantará más fuerte, cada uno con una deuda mayor, cada uno, por tanto, deseando ser quien se incline más bajo y quien más alabe de todo corazón a la gracia que nos ha liberado.

 

El tiempo vuela ante nosotros; los días pasan presurosos; los años corren veloces. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que Cristo gane sus corazones? ¿Cuánto tiempo oirán acerca de Él, pero continuarán rechazando Su gracia? ¿Cuánto tiempo, ustedes, inconversos, acariciarán sus cadenas y besarán sus grilletes? “Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel?” Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar”.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Isaías 42.

 

 

Traductor: Allan Román

31/Marzo/2011

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