El Púlpito de la Capilla New Park Street
Menospreciar a Cristo
NO. 98
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 17 DE AGOSTO DE 1856
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN EXETER HALL,
“Mas
ellos, sin hacer caso, se fueron, uno a su labranza, y otro a sus negocios.” Mateo
22: 5.
El hombre no ha
cambiado mucho desde los días de Adán. En su estructura corporal parece ser
exactamente el mismo, pues los esqueletos que tienen una antigüedad de muchos
cientos de años, son la exacta contraparte de los nuestros; y, verdaderamente,
los hechos del hombre realizados hace siglos y que quedaron registrados en la
historia, podrían ser escritos de nuevo, pues “nada hay nuevo debajo del sol”.
Se descubre todavía la misma clase de hombres (aunque, tal vez, vestidos de
manera diferente) que existió en edades muy remotas. Hay todavía hombres que
responden al carácter que el Salvador atribuyó a otras personas en Su día: “Se
van, uno a su labranza, y otro a sus negocios”, sin valorar las cosas gloriosas
del Evangelio.
Estoy seguro de que
tenemos muchos caracteres semejantes aquí esta noche, y pido al Señor que me dé
gracia para predicarles muy solemnemente y muy explícitamente. Y debo pedirles
a quienes entienden el arte celestial de la oración, que oren para que Dios se
agrade en hacer llegar directamente al pecho en el que quiere se alojen, cada
uno de estos pensamientos, para que produzcan el fruto consolador de justicia
en la salvación de muchas almas.
“No hicieron caso”; demasiadas
personas hacen eso mismo hoy en día; y, eso mismo hará, esta noche, una buena porción
de mis oyentes. Yo creo que es pecado menospreciar a Cristo; y a riesgo de ser
falsamente llamado legalista, o partidario del libre albedrío, por quienes son
sabios por encima de lo que está escrito, yo los acusaré de lo mismo, pues espero
que no he de pertenecer jamás a esa clase de calvinistas que hacen la labor del
diablo excusando a los pecadores en sus pecados.
En primer lugar, les
diré unas cuantas palabras concernientes a qué
es aquello que el pecador menosprecia; en segundo lugar, cómo es que lo menosprecia; y, en tercer
lugar, por qué es que lo menosprecia. Después
haré una observación adicional o dos, y será todo, para no cansarlos.
I. En primer lugar, ¿QUÉ ES AQUELLO QUE EL PECADOR MENOSPRECIA? Según la
parábola, las personas aludidas menospreciaron la fiesta de bodas que un rey
había preparado, con todo tipo de manjares exquisitos, a la que habían sido
convidados generosamente, y a la que no asistieron intencionadamente. Es fácil
descubrir el significado espiritual de esto. Los pecadores que menosprecian a Cristo,
expresan su desprecio por un glorioso banquete que Dios ha provisto con motivo
de la boda de Su Hijo. El lugar en que nos encontramos tierra solemne es. ¡Oh,
imploramos las enseñanzas del Espíritu Santo!
Tomando esta
parábola como la base de nuestros comentarios, podemos señalar, primero, que el
pecador menosprecia al mensajero que le
lleva las noticias que la cena de bodas está preparada. Estos hombres
rehusaron asistir; decidieron ir, “uno a su labranza, y otro a sus negocios”, y
así, no tomaron en serio al mensajero; y cada pecador que menosprecia la
grandiosa salvación de Jesucristo, no toma en serio al ministro del Evangelio,
y esto no es un insulto insignificante a los ojos de Dios.
Si el embajador de
Inglaterra fuera tratado con indiferencia, eso no sería considerado nunca por
nuestra gran nación como una ofensa insignificante; y tengan por cierto que no
es algo sin importancia para Dios que los embajadores que envía sean despreciados.
Pero eso no es tan grave, comparativamente; los embajadores somos hombres como
ustedes, que podemos soportar el menosprecio, si eso fuera todo. De hecho, nos
daría mucho gusto perdonarlos si estuviese en nuestro poder hacerlo, y si esta
fuese toda la culpa de ustedes.
Pero estas personas desdeñaron la fiesta. Algunas de ellas
se figuraban que los animales engordados y las demás provisiones que estarían
sobre la mesa, no serían mejores que los que ellas tenían en casa. Esas
personas pensaban que el banquete real no sería algo tan grandioso como para
renunciar a sus negocios por un día, o como para renunciar a su labranza tan
solo por una hora. Despreciaron el banquete, o, al menos, parecería que así
fue, ya que no asistieron.
¡Oh, pecador, cuando
tú desdeñas la gran salvación, sería bueno que recordaras qué es lo que
desprecias; cuando menosprecias el Evangelio de Dios, menosprecias la
justificación por fe, menosprecias ser lavado en la sangre de Jesús,
menosprecias al Espíritu Santo, menosprecias el camino al cielo, y luego
menosprecias a la fe, a la esperanza y al amor; menosprecias todas las promesas
del pacto eterno, todas las cosas gloriosas que Dios ha reservado para quienes
le aman, y menosprecias todo aquello que Él ha revelado en Su Palabra como el
don que promete a quienes vienen a Él. Desdeñar el Evangelio es algo grave,
pues en esa Palabra, ―las buenas nuevas inspiradas por Dios― está
resumido todo lo que la naturaleza humana pudiera requerir, y todo lo que
incluso los santos que están en la bienaventuranza reciben. ¡Oh, es una locura
despreciar el Evangelio del Dios bendito! ¡Es peor que una insensatez! Si
desprecias las estrellas, eres un necio; si desprecias la tierra de Dios, con
sus gloriosas montañas, con sus ríos que fluyen en sus hermosos prados, eres un
loco maniático; pero si menosprecias el Evangelio de Dios, eres el equivalente
de diez mil maniáticos en uno. Si desdeñas eso, eres mucho más necio que quien
no ve ninguna luz en el sol, no contempla ninguna hermosura en la luna ni
ninguna brillantez en el firmamento estrellado. Pisotea, si quieres, Sus obras
inferiores; pero, ¡oh!, recuerda que cuando desdeñas el Evangelio, estás
menospreciando la obra maestra de tu grandioso Creador ―eso que le costó
más que crear una miríada de mundos― la compra sangrienta realizada por
las agonías de nuestro Salvador.
Y, además, estas
personas menospreciaron al Hijo del Rey. Se
trataba de Su matrimonio, y en tanto
que no asistieron, deshonraron a ese Ser glorioso en cuyo honor fue preparada
la cena. Desdeñaron a Aquel a quien Su Padre amaba. ¡Ah, pecador!, cuando
desdeñas el Evangelio, desdeñas a Cristo, a ese Cristo delante de quien los
gloriosos querubines se inclinan, a ese Cristo a cuyos pies el excelso arcángel
considera una felicidad arrojar su corona; desdeñas a Aquel con cuya alabanza
resuena la bóveda del cielo; desdeñas a Aquel a quien Dios tiene en muy alta
consideración, pues le ha llamado: “Dios sobre todas las cosas, bendito por los
siglos.”
¡Ah!, es algo
solemne menospreciar a Cristo. Si desprecias a un príncipe, recibirás por ello
poca honra de manos del rey; pero si desprecias al Hijo de Dios, el Padre se
vengará de ti por el menosprecio de Su Hijo. ¡Oh, mis queridos amigos!, me
parece que es un pecado, no imperdonable, lo sé, pero, aun así, un pecado
sumamente atroz, que los hombres menosprecien a mi bendito Señor Jesucristo y
le traten con cruel desdén. ¡Menospreciarte a Ti, dulce Jesús! ¡Oh!, cuando te
veo cubierto con un manto de sangre, luchando en Getsemaní, me encorvo ante Ti,
y digo: “Oh, Redentor, que sangras por el pecado, ¿podría desdeñarte algún
pecador? Cuando le contemplo y veo un río de sangre que cae bañando Su hombro,
por la maldita flagelación del látigo de Pilato, pregunto: “¿Puede desdeñar
algún pecador a un Salvador como éste?” Y cuando le veo por allá, cubierto con
Su sangre, clavado a un madero, expirando en medio de la tortura, y gritando: “Elí,
Elí, ¿lama sabactani?”, me pregunto: “¿puede alguien menospreciar esto?”
Ay, si lo hicieran,
entonces, en verdad, sería un pecado que bastaría para condenarlos, aunque no
hubieran cometido ningún otro pecado: que hubieren desdeñado al Príncipe de
Paz, que es glorioso y todo Él codiciable.
¡Oh, amigo mío!, si
desdeñas a Cristo, habrás insultado al único ser que puede salvarte, al único
que puede transportarte al otro lado del Jordán, al único que puede correr los
cerrojos de las puertas del cielo y darte la bienvenida. No permitas que ningún
predicador de cosas melifluas te persuada de que eso no es un crimen. Oh,
pecador, piensa en tu pecado si es que le estás desdeñando, pues entonces
desdeñas al único Hijo del Rey.
Y, además, estas
personas menospreciaron también al Rey que
había preparado el banquete. ¡Ah!, poco sabes, oh pecador, que cuando tomas a
la ligera el Evangelio, insultas a Dios. He oído que algunas personas dicen:
“señor, yo no creo en Cristo, pero aun así estoy seguro de que procuro
reverenciar a Dios; a mí no me importa el Evangelio, yo no deseo ser lavado en
la sangre de Jesús, ni ser salvado por la gracia inmerecida; pero yo no
desprecio a Dios; ¡yo soy un religioso natural!” No, señor, tú, en verdad, insultas
al Todopoderoso, en la medida que niegas a Su Hijo. Si desprecias al vástago de
un hombre, insultas al propio hombre; si rechazas al unigénito Hijo de Dios,
rechazas al propio Ser eterno. No hay tal cosa como la verdadera religión
natural aparte de Cristo; es una mentira y una falsedad; es el refugio de un
hombre que no es lo suficientemente valiente para decir que odia a Dios, pero
es un refugio de mentiras, pues quien niega a Cristo, en ese acto ofende a
Dios, y se cierra las puertas del cielo contra sí mismo.
No se puede amar al
Padre excepto a través del Hijo; y no hay una adoración aceptable del Padre,
excepto a través del Grandioso Sumo Sacerdote, el Mediador, Jesucristo. ¡Oh,
amigo mío!, recuerda que tú no has despreciado simplemente el Evangelio, sino has
menospreciado el Evangelio de Dios. Al reírte de las doctrinas de la
revelación, tú te has reído de Dios; al ultrajar la verdad del Evangelio, has
ultrajado al propio Dios; has cerrado tu puño ante el rostro del Eterno; tus
blasfemias no han sido contra la iglesia, sino contra Dios mismo. ¡Oh,
recuerden, ustedes, que se burlan del mensaje de Cristo! ¡Oh, recuerden,
ustedes, que se alejan del ministerio de la verdad! Dios es un Dios fuerte;
¡cuán severamente puede castigar!
Dios es un Dios celoso: ¡oh, cuán severamente castigará! ¿Menospreciar a Dios, pecador? Vamos, esto, por encima
de todo lo demás, es un pecado que condena, y al cometerlo, pudiera ser que un
día firmes tu propia sentencia de muerte, pues desdeñar a Dios, a Cristo, y a
Su santo Evangelio, es destruir la propia alma, y es precipitarse de cabeza a
la perdición. ¡Ah, almas infelices, sumamente infelices han de ser ustedes, si
viven y mueren desdeñando a Jesús, y prefiriendo sus labranzas y sus negocios a
los tesoros del Evangelios!
Además, pobre amigo
mío digno de compasión, considera que cuando desdeñas todas las cosas que he
mencionado, estás menospreciando las
grandes solemnidades de la eternidad. El hombre que desdeña el Evangelio,
menosprecia el infierno; piensa que sus fuegos no son ardientes, y sus llamas
no son como Cristo las ha descrito; desdeña las lágrimas ardientes que escaldan
sempiternamente las mejillas desesperadas; menosprecia los alaridos y los
gritos que han de ser los cantos lastimeros y la música terrible de las almas
que perecen. ¡Ah, no es sabio menospreciar el infierno!
Considera de nuevo:
menosprecias al cielo, ese lugar al que los bienaventurados anhelan llegar,
donde la gloria reina sin una nube, y la bienaventuranza reina sin un suspiro.
Tú pones la corona de la vida eterna debajo de tus pies; pisoteas la rama de
palma debajo de tu pie malvado y consideras poca cosa ser salvado, y poca cosa
ser glorificado. “¡Ah, pobre alma!, una vez que estés en el infierno, y una vez
que la llave de hierro sea girada para siempre en la cerradura del destino
inevitable, descubrirás que el infierno es un algo que no es tan fácil de
despreciar; y cuando hayas perdido el cielo y toda su bienaventuranza, y sólo
puedas oír el cántico de los bienaventurados resonando tenuemente en la
distancia, aumentando tu miseria por el contraste con su dicha, entonces
descubrirás que no es algo sin importancia haber menospreciado el cielo. Todo
hombre que desdeña la religión, menosprecia estas cosas. Juzga erróneamente el
valor de su propia alma, y la importancia de su estado eterno.
Esto es lo que los
hombres menosprecian. “¡Oh, señor!”, ―dice alguien― “yo nunca doy
lugar a palabras hostiles contra la verdad de Dios; nunca me río del ministro,
ni desprecio el día domingo.” Alto, amigo mío, yo te absuelvo de todo eso; y,
sin embargo, solemnemente te acusaré de este gran pecado de menospreciar el
Evangelio. ¡Óyeme, entonces!
II. ¿CÓMO ES QUE LOS HOMBRES LO MENOSPRECIAN?
En primer lugar, cuando los hombres van a oír la predicación pero
no prestan atención, están menospreciando el Evangelio y todas las cosas
gloriosas de Dios. ¡Cuántas personas frecuentan las iglesias y capillas para
entregarse a una siesta confortable! Consideren qué insulto tan horrendo es eso
para el Rey del cielo. ¿Acaso entrarían en el palacio de su majestad, la reina,
y pedirían una audiencia, para luego echarse a dormir en su cara? Y, sin
embargo, el pecado de dormir en la presencia de ‘su majestad’ no sería tan
grande, incluso contra sus leyes, como el pecado de dormir intencionadamente en
el santuario de Dios. Cuántas personas van a nuestras casas de adoración, y no
se duermen, pero se sientan con una mirada vacía, escuchando como escucharían a
un hombre que no puede tocar una tonada cautivante con un buen instrumento. Lo
que entra por un oído sale por el otro. Todo lo que entra en el cerebro sale
sin afectar jamás al corazón.
¡Ah, mis oyentes,
ustedes son culpables de menospreciar el Evangelio de Cristo cuando escuchan un
sermón sin prestarle atención! ¡Oh, cuánto darían las almas perdidas por oír
otro sermón! ¡Qué daría aquel pobre desgraciado que se está aproximando ahora a
la tumba, por otro día domingo! ¡Y cuánto darías tú, uno de estos días, cuando
estés a la orilla del Jordán, por poder recibir una advertencia más, y escuchar
una vez más la voz cortejadora del ministro de Dios! Nosotros desdeñamos el
Evangelio cuando lo oímos sin prestarle una solemne y seria atención.
Pero algunas
personas dicen que ellos, en verdad, ponen
atención. Bien, es posible poner atención al Evangelio, y, sin embargo,
desdeñarlo. He visto llorar a algunos hombres bajo la influencia de algún
poderoso sermón; he visto que las lágrimas ruedan unas tras otras: lágrimas,
benditas evidencias de las emociones internas. Algunas veces me he dicho a mí
mismo: es maravilloso ver llorar a estas personas bajo la influencia de alguna
palabra eficaz de Dios, que les está provocando una alarma, como si el propio
Sinaí estuviese tronando en sus oídos.
Pero hay algo más
maravilloso que el llanto de los hombres bajo la influencia de la palabra. Es
el hecho de que pronto, demasiado pronto, se enjugan todas sus lágrimas. Pero,
¡ah!, mi querido oyente, recuerda que si tú oyes acerca de estas cosas y te
deshaces de alguna solemne impresión, al hacer eso, menosprecias a Dios y
desdeñas Su verdad; y ten mucho cuidado cuando hagas eso, para que tus propios
vestidos no se manchen de rojo con la sangre de tu alma, y se diga: “Te
perdiste, oh Israel.”
Pero hay otras
personas que la menosprecian de una manera diferente. Oyen la palabra y le
ponen atención; pero, ¡ay!, le ponen
atención conjuntamente a algo más.
¡Oh, hombre que me
escuchas, tú menosprecias a Cristo, si lo colocas en cualquier lugar, salvo en
el centro de tu corazón! Aquel que da a Cristo un poco de sus afectos,
menosprecia a Cristo, pues Cristo quiere recibir el corazón entero o no quiere
recibir nada. Aquel que da a Cristo una porción, y al mundo otra porción,
desprecia a Cristo, pues cree que Cristo no merece recibir la totalidad. Y, en
tanto que dice eso, o piensa eso, tiene pensamientos rastreros y malvados
acerca de Cristo.
¡Oh, hombre carnal,
tú eres medio religioso y medio profano; tú eres algunas veces serio, pero con
frecuencia eres frívolo; algunas veces eres aparentemente piadoso, pero con
frecuencia eres perverso, pues tú menosprecias a Cristo! Y, ustedes, que lloran
el día domingo y luego regresan a sus pecados el día lunes; ustedes, que ponen
al mundo y sus placeres por encima de Cristo, tienen menor estima por Él de la
que merece; y, ¿qué es eso sino desdeñarlo? ¡Oh!, te exhorto, amigo que me
escuchas esta noche, a que te preguntes si no eres ese hombre. ¿No menosprecias
tú mismo a Cristo? El hombre con justicia propia, que se coloca a sí mismo como
socio de Cristo en el asunto de la salvación, no obstante sus buenas obras de
hojarasca, es tal cabecilla entre los despreciadores, que yo quisiera ponerlo
en la picota en el propio centro de ellos, y pedirles a todos los que son como
él que tiemblen, para que no sean encontrados ellos también menospreciadores de
Jesús.
Además, menosprecia
a Cristo quien hace una profesión de
religión, y, sin embargo, no vive de acuerdo con ella. ¡Ah, miembros de la
iglesia, ustedes necesitan una buena zarandeada!; tenemos ahora una inmensa
cantidad de cizaña mezclada con el trigo; y algunas veces pienso que tenemos
algo peor que eso. Tenemos algunas personas en nuestra iglesia que no son tan
buenas como la cizaña, pues no parecieran haber estado cerca del trigo del
todo; no son nada mejor que el tamo. Han entrado a nuestras iglesias, justo
igual que si hubieran entrado a una asociación comercial, porque piensan que su
negocio mejorará. Tomar el sacramento proporciona respetabilidad a su nombre;
haber sido bautizados o ser miembros de una iglesia cristiana los vuelve
estimables; y así, entran en grandes cantidades en pos de los panes y de los
peces, pero no en pos de Jesucristo.
¡Ah, hipócrita, tú
menosprecias a Cristo si piensas que Él es un pretexto para allegarte riquezas!
Si tú sueñas que has de poner montura y freno a Cristo, y cabalgar hacia las
riquezas en Él, cometes un grave error, pues nunca tuvo la intención de llevar
a los hombres a ninguna parte excepto al cielo. Si tú supones que la religión
tenía el propósito de dar lustre a tu hogar, de alfombrar tus pisos y forrar tus
bolsas, te has equivocado grandemente. Tiene el propósito de ser provechosa
para el alma; y aquel que piensa usar la religión para su propia ventaja
personal, menosprecia a Cristo; y en el último día, este crimen le será imputado
en su contra: que le ha “menospreciado”; y el Rey enviará a sus ejércitos para
cortarlo en pedazos, entre aquellos que despreciaron a Su Majestad, y no
quisieron obedecer Sus leyes.
III. Y ahora, en tercer lugar, les diré POR QUÉ LO HAN MENOSPRECIADO. Lo han
hecho por diferentes razones.
Algunos de ellos lo
menospreciaron porque eran ignorantes; no
sabían cuán excelente era la fiesta, no sabían cuán generoso era el rey, no
sabían cuán hermoso era el Príncipe, pues, de otra manera, habrían pensado de
manera diferente. Ahora, hay muchas personas presentes esta noche que desdeñan
el Evangelio porque no lo entienden. He oído a menudo a la gente reírse de la
religión; pero pregúntales en qué consiste, y no saben más de la religión de lo
que sabe un caballo, y todavía es peor, pues creen cosas erróneas acerca de
ella, y un caballo no hace eso. Se ríen de la religión, simplemente, porque no
la entienden; es algo que está más allá de su alcance.
Nos hemos enterado
de un necio que, siempre que se mencionaba un pasaje en latín, se reía, porque
pensaba que era un chiste, o, de cualquier manera, era una manera muy ridícula
de hablar, y, por eso se reía. Lo mismo sucede con muchas personas cuando oyen
el Evangelio; no saben lo que es, y, por tanto, se ríen. “¡Oh!”,
―dicen― “ese hombre está loco”. Pero, ¿por qué está loco? Porque no
le entiendes. ¿Eres tan soberbio como para suponer que toda la sabiduría y todo
el conocimiento han de descansar en ti? Yo te sugeriría que la locura está de
tu lado. Y aunque pudieras decir de él: “Muchas letras te han vuelto loco”;
nosotros replicaríamos: “es muy fácil volverse loco cuando no se tiene ningún
conocimiento en absoluto.” Y aquellos que no poseen ninguno, y especialmente
aquellos que no tienen ningún conocimiento de Cristo, son los más propensos a
despreciarle. Bien dijo Watts:
“Si todas las naciones conocieran Su valor,
Seguramente, la tierra entera le amaría.”
¡Oh, queridos amigos!,
si ustedes supieran cuán bendito maestro es Cristo, si ustedes supieran qué
cosa tan bendita es el Evangelio, si pudieran ser conducidos a creer que Dios es
un Dios muy bendito, si pudieran tener una hora del goce que experimenta el
cristiano, si pudieran experimentar una promesa aplicada a su corazón, nunca
menospreciarían otra vez el Evangelio.
¡Oh, tú dices que no
te gusta! Vamos, ¿no lo has probado nunca? ¿Despreciaría un hombre el vino del
cual no ha dado ningún sorbo? Podría ser más dulce de lo que se imagina. ¡Oh,
gustad y ved que es bueno Jehová!; y es muy seguro que si lo pruebas una vez,
verás Su bondad. Me aventuraré a decir, otra vez, que hay muchas personas que
menosprecian el Evangelio, simplemente, debido a su ignorancia; y si eso es
así, tengo de alguna manera la esperanza de que cuando sean iluminadas un poco
por asistir a escuchar la Palabra, el Señor se agrade en llevarlos a Sí por
gracia; y entonces yo sé que nunca más menospreciarán a Cristo. ¡Oh, no sean
ignorantes, pues “el alma sin ciencia no es buena”! Busquen conocerle, ya que
conocerle rectamente es la vida eterna; y cuando le conozcan, nunca le
menospreciarán.
Otras personas le
menosprecian debido al orgullo. “¿de
qué me sirve”, ―dice alguien― “que me traigas esa invitación? Entra
en mi casa, amigo, y yo te mostraré una fiesta tan buena como cualquiera de la
que pudieras hablarme. ¡Mira esto! Aquí puedes comer opíparamente; mi mesa está
tan bien surtida como la mejor; que me perdone su Majestad, pero el Rey no
puede dar una mejor fiesta que yo; y no veo por qué he de andar arrastrando mis
huesos por allí, si no voy a conseguir nada mejor de lo que puedo conseguir en
casa.” Así que no quiso ir debido a su orgullo.
Y lo mismo sucede
con algunos de ustedes. ¡Tú necesitas
ser lavado! No, nunca fuiste inmundo, ¿no es cierto? ¡Tú necesitas ser perdonado! ¡Oh, no, tú eres demasiado bueno para
eso! Vamos, tú eres tan tremendamente piadoso en tu propia opinión, que si todo
fuera verdad, harías que incluso el ángel Gabriel se sonrojara al pensar en ti.
Tú no consideras que un ángel sea capaz ni siquiera de sostener una vela para
ti. ¡Cómo! ¿Qué tú busques misericordia? Eso es un insulto para ti. “Anda, y
díselo al borracho” ―comentas― “anda y trae a la ramera; yo soy un
hombre respetable; yo voy siempre a la iglesia o a la capilla; yo soy un buen
individuo; puedo jaranear de vez en cuando, pero lo compenso algún otro día;
algunas veces soy un poco negligente, pero, entonces, le pongo las riendas a
los caballos, y cubro la distancia después; y me atrevería a decir que voy a ir
al cielo tan fácilmente como los demás. Yo soy un tipo muy bueno.”
Bien, amigo mío, no
me sorprende que desprecies el Evangelio, pues el Evangelio sólo te dice que
estás enteramente perdido. Te dice que tu justicia propia está llena de pecado.
Te dice que, en cuanto a cualquier esperanza de ser salvado por tu justicia
propia, podrías, de igual manera, intentar navegar a través del Atlántico sobre
una hoja marchita, que llegar al cielo por medio de tu justicia propia. Y en
cuanto a que es un vestido adecuado para cubrirte, podrías, de igual manera,
tomar una telaraña para ir a la corte y considerarla un vestido apropiado para
presentarte delante de su Majestad.
¡Ah, mi oyente!, yo
sé por qué desprecias a Cristo; es por causa de tu orgullo satánico. Que el
Señor te despoje de tu orgullo; pues si no lo hace, será el tizón que rostizará
tu alma para siempre. Cuídate del orgullo; los ángeles cayeron por el orgullo.
¿Cómo pueden los hombres, entonces, aunque sean la imagen de su Creador,
esperar ganar por medio de él? Evítenlo, huyan de él; pues tan ciertamente como
eres altivo, incurrirás en la culpa de menospreciar a Cristo.
Tal vez, un número
equivalente menospreció la buenas nuevas, porque no le creyeron al mensajero. “¡Oh!”, ―dijeron― “detente
un momento. ¡Cómo!, ¿será ofrecida una cena? No lo creo. ¡Qué!, ¿el joven
Príncipe se va a casar? Cuéntaselo a los necios, ya que nosotros no creemos una
cosa así. No lo creemos; la historia es increíble.” El pobre mensajero regresó
a casa y le dijo a su Señor que no le quisieron creer. Esa es precisamente otra
razón del por qué muchas personas desdeñan el Evangelio, porque no lo creen.
“¿Qué”, ―dicen― “Jesucristo murió para limpiar a los hombres de sus
pecados? No lo creemos. ¡Cómo! ¡Un cielo! ¿Quién lo vio alguna vez? ¡Un
infierno! ¿Quién oyó jamás sus gemidos? ¡Cómo! ¡La eternidad! ¿Quién regresó
jamás de esa última esperanza de todo espíritu? ¡Cómo! ¿Bendición en la
religión? No lo creemos: es una cosa entorpecedora y miserable. ¡Cómo! ¿Dulzura
en las promesas? No, no la hay; nosotros creemos que hay dulzura en el mundo,
pero no creemos que haya ninguna dulzura en los pozos que el Señor ha cavado.”
Y así, ellos desprecian el Evangelio, porque no lo creen. Pero, yo estoy seguro
de que, una vez que un hombre cree en él, nunca lo menosprecia. Si yo tengo una
solemne convicción en mi corazón, por el Espíritu Santo, de que si no soy
salvo, hay un golfo abierto que me devorará; ¿piensas que puedo ir a descansar
después de haber temblado de la cabeza a los pies? Si creo de corazón que hay
un cielo provisto para aquellos que creen en Cristo, ¿piensas que puedo dar
sueño a mis ojos, o descanso a mis párpados después de haber llorado porque no
es mío? Yo creo que no.
Pero la incredulidad
infame introduce su mano en la boca de un hombre, y le arranca su corazón, y,
así, le destruye, pues no le permitirá creer, y, por tanto, no puede sentir,
porque no cree. ¡Oh, amigos míos, la incredulidad conduce a los hombres a
menospreciar a Cristo, pero la incredulidad no permanece para siempre! No hay
infieles en el infierno: todos son creyentes allí. Hay muchos que fueron
infieles aquí, pero no lo son ahora; las llamas son demasiado hirvientes para
hacerlos dudar de su existencia. Es difícil que un hombre, en medio del
tormento de las llamas, dude de la existencia del fuego. Sería difícil que un
hombre, estando delante del ojo ardiente de un Dios, dude después de eso de la
existencia de un Dios. ¡Ah, incrédulos! Arrepiéntanse, o más bien, que el Señor
los vuelva de su incredulidad, pues esto les hace desdeñar a Cristo; y esto es
lo que les está quitando la vida, y destruyendo sus almas.
Otro conjunto de
personas menospreció esta fiesta porque
eran muy mundanos; tenían que hacer demasiadas cosas. Me he enterado de un
rico comerciante que fue visitado un día por un hombre piadoso, y cuando le
tuvo enfrente, le dijo: “bien, señor, ¿cuál es el estado de su alma?” “¡Alma!”,
―le respondió― “¡maldita sea! No tengo tiempo de cuidar mi alma;
tengo suficientes cosas que hacer cuidando mis barcos.” Aproximadamente una
semana después sucedió que tuvo que encontrar tiempo para morir, pues Dios se
lo llevó. Tememos que Dios le dijo: “Necio, esta noche vienen a pedirte tu
alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” Ustedes, comerciantes de Londres,
hay muchos de ustedes que leen más sus libros de contabilidad que sus Biblias.
Tal vez deban hacerlo, pero ustedes no leen sus Biblias del todo, y, en cambio,
revisan sus libros de contabilidad todos los días.
Se dice que en
América adoran al dólar todopoderoso; yo creo que en Londres, muchas personas
adoran a nuestras monedas de oro todopoderosas; tienen el mayor respeto posible
por un pagaré bancario; ese es el dios que muchos hombres están adorando
siempre. El libro de oración que llevan muy religiosamente en sus manos es su
libro del registro de efectivo. Incluso los domingos, hay un caballero por
allá, ―no piensa que su capataz lo sepa― pero estuvo sentado toda
la mañana dentro de la oficina, porque estaba lloviendo, haciendo sus cuentas;
y ahora asiste aquí en la noche, porque es un hombre muy piadoso,
extraordinariamente piadoso. Él sería capaz de cerrar los parques los domingos,
él querría que ninguna persona recibiera aire puro, porque es muy piadoso, pero
él mismo puede sentarse medio día en la oficina, el día domingo, para contar su
dinero, y no lo considera pecado. Pero algunos están demasiado ocupados para
pensar en estas cosas. “¡Orar!”, ―dicen― “no tengo tiempo para eso;
tengo que pagar. ¿Qué? ¿Leer la Biblia? No, no puedo; tengo que supervisar esto
y aquello, y revisar el desempeño de los mercados. Yo encuentro el tiempo para
leer el periódico Tiempos, pero no
podría pensar en leer la Biblia”. Será maravillosamente desafortunado para
algunos de ustedes cuando descubran que el contrato de renta de sus vidas es
más bien más corto lo que esperaban. Si hubieran firmado un contrato por sus
vidas por ochenta y ocho años a partir de este momento, serían muy necios, tal
vez, al gastar cuarenta y cuatro de ellos en el pecado. Pero considerando que
son arrendatarios a discreción, y sujetos a ser sacados cualquier día, es el
colmo de la necedad, el propio clímax del absurdo, ―que excede todo lo
que el bufón, con su gorra y sus campanillas hizo jamás― vivir
simplemente para recoger las riquezas mal habidas de este mundo, y no vivir
para las cosas venideras. La mundanalidad es un demonio que ha estrujado el
cuello de muchas almas; ¡que Dios nos conceda que no perezcamos debido a
nuestra mundanalidad!
Hay otra clase de
personas que sólo puedo caracterizar de esta manera: son enteramente atolondradas. Si les preguntas algo concerniente a
la religión, no tienen ninguna opinión en absoluto al respecto. No la detestan
positivamente, ni se burlan de ella; pero no tienen ni idea al respecto. El
hecho es que tienen la intención de pensar al respecto en un futuro. La suya es
un tipo de existencia de mariposas; siempre revolotean por todos lados, sin
hacer nunca nada, ni para otros ni para sí mismas. Y estas son personas muy
amigables; siempre están listas a dar algún dinero para una caridad; nunca
rechazan a nadie, aunque darían su dinero de la misma manera si fuera para un
juego de críquet o para una iglesia. Ahora, si yo fuere forzado a regresar al
mundo, y tuviera que elegir el carácter que querría ser, la última posición que
desearía ocupar sería la del hombre atolondrado. Yo creo que las personas
irreflexivas son las que están en mayor peligro de caer en la perdición, de
todas las clases que conozco.
Algunas veces me
gusta dirigir la palabra a un hombre completamente resuelto, inflexible, y que
odia el Evangelio, pues su corazón es como un pedernal, y cuando es golpeado
con el martillo del Evangelio, el pedernal queda destrozado en un instante.
Pero estas personas atolondradas poseen corazones de goma elástica: las
golpeas, y ceden; las golpeas de nuevo, y vuelven a ceder. Si están enfermas, y
las visitas, te dicen: “sí”. Cuando les hablas acerca de la importancia de la
religión; te dicen: “sí”. Cuando les hablas acerca de escapar del infierno y
entrar al cielo, te dicen: “sí”. Les predicas un sermón cuando ya están mejor,
y les recuerdas los votos que hicieron durante su enfermedad; “eso es correcto,
señor”, te dicen. Y responden lo mismo sin importar lo que les digas. Son
siempre muy corteses contigo, pero hacen a un lado cualquier cosa que les
digas. Si comienzas a hablarles acerca de los borrachos, ¡oh!, ellos no son
borrachos; tal vez se emborracharon accidentalmente en alguna ocasión, pero esa
fue una pequeña cosa fuera de lo usual. Y preséntales cualquier pecado que
quieras a ellos, y pueden golpearlos, y golpearlos, pero no sirve de nada, pues
no son quebrantados ni la mitad de fácilmente (hablando a la manera de los
hombres), que el hombre de verdadero corazón firme que odia el Evangelio.
Vamos, hay un
marinero que regresa a casa de su travesía en el mar, jurando, blasfemando, y
maldiciendo; entra en la casa de Dios, y el Espíritu aplica casi la primera
palabra para quebrantar el corazón de Juan. Otro joven dice: “yo sé lo que
cualquier ministro pudiera decirme; pues mi propia madre me enseñó, y mi
anciano padre solía leerme la Biblia hasta el punto de tener, ―yo
creo― cada partícula de ella en mi cabeza. Voy a la capilla por causa del
respeto a su memoria, pero realmente no me importa nada de todo eso; eso está
muy bien para los ancianos, está muy bien para las ancianas, y para quienes se
están muriendo en los tiempos del cólera. Es algo muy bueno, pero yo no tengo
ningún interés en eso por el momento.”
Ahora, yo les digo
muy solemnemente, personas descuidadas, que ustedes son los propios socorristas
del diablo; ustedes constituyen su reserva; él los mantiene alejados de la
batalla; no los envía al frente como envía al blasfemo, pues teme que algún
disparo podría caer casualmente sobre ustedes, y podrían ser salvados. Pero él
dice: “espera aquí, y si has de salir yo te proporcionaré una cota de malla
impenetrable.” Las flechas vuelan zumbando contra ti: todas te alcanzan, pero,
¡ay!, ni una sola de ellas penetra en tu corazón, pues ése se quedó en alguna
otra parte. Tú eres solamente una crisálida vacía. Cuando vienes a la casa de Dios, y se predica
Su palabra, la desdeñas, pues tu hábito consiste en ser atolondrado acerca de
todo.
Tengo que tocar otro
caso muy brevemente, y luego los dejaré ir. Pueden desdeñar el Evangelio debido a una consumada presunción. Son
como el necio, que sigue adelante y es castigado; no son como el hombre
prudente, que “ve el mal y se esconde.” Ellos siguen adelante; ese paso es
seguro, y lo dan; el siguiente paso es seguro, y también lo dan; su pie se
balancea sobre el abismo de tinieblas; pero intentarán dar un paso, y como ese
paso es seguro, piensan que intentarán dar el siguiente; y como el último ha
sido seguro, y como durante muchos años han dado pasos seguros, suponen que
siempre los darán; y como todavía no han muerto, piensan que nunca morirán. Y
así, por pura presunción, pensando que “todos los hombres son mortales, excepto
ellos”, prosiguen su camino menospreciando a Cristo. Tiemblen, ustedes, hombres
presuntuosos, ya que no siempre serán capaces de hacer eso.
Y, por último, me
temo que hay una gran cantidad de personas que desdeñan a Cristo debido al carácter común del Evangelio. Es
predicado en todas partes, y esa es la razón por la que lo desdeñan. Pueden
oírlo en la esquina de cada calle; pueden leerlo en esta Biblia que tiene
amplia circulación; y debido a que el Evangelio es tan común, les tiene sin
cuidado. ¡Ah, mis queridos amigos!, si sólo hubiera un ministro del Evangelio
en Londres que les pudiera decir la verdad; si sólo hubiera una Biblia en
Londres, yo creo que ustedes acudirían apresuradamente a oír la lectura de esa
Biblia; y el hombre que tuviera el mensaje no tendría ninguna sinecura, pues
estaría obligado a trabajar de la mañana a la noche para explicárselos a
ustedes. Pero ahora, porque tienen tantas Biblias, se les olvida leerlas;
porque tienen tantos opúsculos, empacan cualquier artículo en vez de ellos;
porque tienen tantos sermones, no los tienen en gran valor para nada. Pero,
¿por qué sucede eso? ¿Tienes en menos estima al sol porque derrama sus rayos
ampliamente? ¿Tienes en menos estima al pan porque es el alimento que Dios da a
todos sus hijos? ¿Tienes en menos estima al agua, cuando estás sediento, porque
todos los riachuelos te la suministran? No. Si tú estuvieras sediento de
Cristo, le amarías mucho más, porque Él es predicado en todas partes; y no le
menospreciarías debido a eso.
“Ellos, sin hacer
caso.” ¿Cuantos de mis oyentes esta noche, pregunto de nuevo, están
menospreciando a Cristo? Muchos de ustedes lo están haciendo, sin duda. Les
daré, entonces, sólo una advertencia, y luego nos despediremos. ¡Menosprecia a
Cristo, pecador! Permíteme decirte que tú lamentarás el día cuando estés en tu
lecho mortuorio. Será duro para ti cuando el monstruo huesudo te aferre, y
cuando te esté llevando al río, para hundirte en el lago de muerte. Será duro
para ti, cuando los tendones de tus ojos se rompan, y cuando el sudor mortal
bañe tu frente. Recuerda la última vez que tuviste fiebre; ¡ah!, cómo
temblabas. Recuerda, anoche, cómo te estremecías en la cama durante la
tormenta, cuando los rayos atravesaban tu ventana; y cómo temblabas cuando el
trueno profundo hablaba la voz de Dios. ¡Ah!, pecador, tú temblarás más
entonces, cuando veas que la muerte viene por ti, cuando el jinete huesudo
sobre su caballo blanco, tome su dardo y lo hunda en tus entrañas. Será duro
para ti entonces, si no tienes a Cristo como refugio, ni cuentas con la sangre
para lavar tu alma.
Recuerda, además,
que después de la muerte viene el juicio. Será duro para ti si has despreciado
a Cristo, y mueres como un despreciador. ¿Ves a aquel ángel volador? Sus alas
están hechas de llamas, y en su mano blande una puntiaguda espada de dos filos.
Oh, ángel, ¿a qué se debe tu vuelo presuroso? “¡Escucha!”, ―dice
él― “esta trompeta te lo dirá”. Y lleva la trompeta a sus labios, y:
“Toca un llamado tan fuerte y terrible,
Que nunca los sonidos proféticos fueron tan llenos de infortunios.”
¡Miren, los muertos
en sus sudarios se han levantado de sus tumbas! He aquí, el carruaje sombrío es
jalado por manos de querubes. ¡Observen! Allá sobre el trono se sienta el Rey,
el Príncipe. Oh, ángel, ¿qué habrá de ser, en este terrible día, del hombre que
ha menospreciado a Cristo? Miren allí, Él desenvaina Su espada. “Esta hoja”, ―dice―
“le encontrará y le atravesará. Esta hoja, como una guadaña, arrancará toda
cizaña del trigo, y este brazo fuerte le atará en un manojo para ser quemado; y
este gran brazo mío le sujetará, y le arrojará abajo, abajo, abajo, donde las
llamas arden para siempre, y el infierno aúlla por siempre”. Será muy duro para
ustedes entonces. Fíjense en la palabra de este hombre esta noche; salgan y
búrlense de ella; pero recuerden, se los repito, que sería algo terrible para
ustedes, ―cuando Cristo venga para juicio― si fueran encerrados en
las cavernas de la desesperación, si alguna vez oyeran decir: “Apartaos de mí,
malditos”, si mezclaran sus terribles gritos con los dolorosos aullidos de
miríadas de perdidos, si vieran el abismo que no tiene fondo, y el golfo que
tiene paredes de fuego, por haberle menospreciado. ¡Sería algo terrible que se
encontraran allí, sabiendo que nunca podrán salir de allí!
Pecador, esta noche
yo te predico el Evangelio. Antes de que te vayas, óyelo y cree en él; que Dios
te dé gracia para recibirlo, para que seas salvo. “El que creyere y fuere
bautizado, será salvo; mas el que no creyere”, ―eso dice la
Escritura― “será condenado”. Creer, es poner tu confianza en Cristo; ser
bautizado, es ser sumergido en agua en el nombre del Señor Jesús, como una
profesión de que ya eres salvo, y de que amas a Cristo. “El que creyere y fuere
bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.” Oh, que ustedes
no lleguen a saber nunca el significado de esa última palabra: CONDENADO.
¡Adiós!
Nota del traductor:
Sinecura: empleo o
cargo retribuido que ocasiona poco o ningún trabajo.
Traductor: Allan
Román
6/Marzo/2013
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