El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Fe y Regeneración
NO. 979
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 5 DE MARZO DE 1871
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Todo aquel que cree que Jesús es el
Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al
que ha sido engendrado por él”. 1 Juan 5: 1.
Para cumplir bien con su ministerio, el
predicador del Evangelio tiene una tarea que requiere de mucha enseñanza
divina. Además de mucho cuidado en la forma y en el espíritu, el ministro
necesita ser guiado en cuanto a sus temas. Un punto de dificultad que
experimentará, será predicar la verdad íntegra en una proporción justa, sin
exagerar nunca una doctrina, sin imponer nunca un punto a expensas de otro, sin
retener nunca alguna parte ni permitirle tampoco una indebida prominencia. Para
un buen resultado práctico mucho dependerá de un equilibrio justo y del uso
preciso de la palabra. En un caso, este asunto asume una inmensa importancia porque
afecta verdades vitales y podría conducir a resultados muy serios, a menos que
sea atendido debidamente, y me estoy refiriendo a los hechos fundamentales
involucrados en la obra de Cristo por nosotros, y a las operaciones del
Espíritu Santo en nosotros.
La justificación por fe es un asunto acerca del
cual no debe haber ninguna oscuridad y mucho menos equivocación alguna; y al
mismo tiempo tenemos que insistir llana y resueltamente en el hecho de que la
regeneración es necesaria para toda alma que ha de entrar al cielo. “Os es
necesario nacer de nuevo” es una verdad, así como lo es también esa clara
declaración evangélica: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. Es de
temerse que algunos hermanos celosos han predicado la doctrina de la
justificación por fe no sólo muy denodada y claramente, sino también tan
toscamente y tan desvinculada de otras verdades, que han conducido a los
hombres a confianzas presuntuosas, y han dado la impresión de apoyar una
especie de antinomianismo que debe ser muy temido.
Acerca de una fe muerta, estéril e ineficaz,
podemos pedir sinceramente: “Buen Dios, líbranos”, y, sin embargo, podríamos
estar fortaleciéndola inconscientemente. Además, ponerse de pie y clamar:
“Crean, crean, crean”, sin explicar en qué se debe creer, poner todo el énfasis
de la salvación en la fe, sin explicar qué es la salvación, y sin mostrar que
significa liberación tanto del poder del pecado como de la culpa del pecado,
podría parecerle a un ferviente partidario del avivamiento ser lo apropiado para
la ocasión, pero quienes han vigilado el resultado de tal enseñanza han tenido
un serio motivo para preguntarse si no se podría hacer más daño que bien.
Por otro lado, estamos sinceramente convencidos
de que hay un peligro igual en el otro extremo. Nos queda sumamente claro que
un hombre tiene que ser hecho una nueva creación en Cristo Jesús, o no es
salvo; pero algunos han visto tan claramente la importancia de esta verdad que
están por siempre y para siempre insistiendo en el gran cambio de la conversión,
en sus frutos y sus consecuencias, y difícilmente parecieran recordar las
buenas nuevas que declaran que todo aquel que cree en Cristo Jesús tiene vida
eterna. Tales maestros son propensos a establecer un estándar tan elevado de
experiencia, y a ser tan exigentes en cuanto a las marcas y señales de un
verdadero hijo de Dios, que desalientan grandemente a los buscadores sinceros,
y caen en una especie de legalidad de la cual podemos decir de nuevo: “Buen
Dios, líbranos”. Nunca debemos dejar de testificar de manera sumamente clara la
indudable verdad de que la verdadera fe en Jesucristo salva el alma, pues si no
lo hiciéramos, retendríamos en una servidumbre legal a muchos que deberían
haber gozado de la paz desde hace tiempo, y que deberían haber entrado en la
libertad de los hijos de Dios.
Podría no ser tan fácil guardar estas dos cosas
en su debida posición, pero debemos apuntar a eso si queremos ser sabios
edificadores. Juan hizo eso en su enseñanza. Si buscan en el tercer capítulo de
su Evangelio, es muy significativo que mientras registra extensamente la
exposición que del nuevo nacimiento hace nuestro Salvador a Nicodemo, en ese
mismo capítulo nos da lo que es tal vez la exposición más clara del Evangelio
en todas las Escrituras: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto,
así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que
en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Así también, en el capítulo
que estamos considerando, insiste en que el hombre debe ser nacido de Dios;
trae esto a colación una y otra vez, pero siempre atribuye una eficacia
portentosa a la fe; menciona a la fe como el indicativo de que hemos nacido de
nuevo, dice que la fe vence al mundo, que la fe posee el testimonio interior y
que la fe tiene vida eterna; en verdad, pareciera que no podía acumular
suficiente honor sobre la fe, mientras que al mismo tiempo insiste sobre la
suma importancia de la experiencia interior vinculada al nuevo nacimiento.
Ahora, si una dificultad de esa naturaleza le
ocurre al predicador, no debe sorprendernos que también se le presente al
oyente y le provoque muchos cuestionamientos. Hemos conocido a muchos que, por
oír continuamente la más preciosa doctrina de que la fe en Cristo Jesús es
salvadora, han olvidado otras verdades y han concluido que eran salvos cuando
no lo eran; han imaginado que creían cuando todavía eran totales extraños a la
experiencia que siempre acompaña a la fe verdadera. Han imaginado que la fe es
lo mismo que una presuntuosa confianza de seguridad en Cristo, que no está
cimentada sobre la palabra divina cuando es entendida correctamente, ni está
demostrada por cualesquiera hechos en sus propias almas. Siempre que se les ha
propuesto el autoexamen lo han evitado como si se tratase de un asalto contra
su seguridad, y cuando han sido exhortados a probarse mediante pruebas
evangélicas, han defendido su falsa paz pensando que tener dudas acerca de su
cierta salvación sería incredulidad.
Así, me temo que la presunción de una supuesta
fe en Cristo los ha colocado en una posición casi desesperada, puesto que las
advertencias y las amonestaciones del Evangelio son desechadas por su fatal
persuasión de que es innecesario prestarles atención, y que sólo es necesario
aferrarse tenazmente a la creencia de que todo ha sido hecho desde hace mucho
tiempo para nosotros por Cristo Jesús, y que el temor piadoso y el caminar
cuidadoso son superfluidades, si no es que son, en realidad, una ofensa contra
el Evangelio.
Por otro lado hemos conocido a otros que han recibido
la doctrina de la justificación por la fe como una parte de su credo, y sin
embargo, no la han aceptado como una evidencia práctica de que el creyente es
salvo. Sienten tanto que deben ser renovados en el espíritu de sus mentes, que
siempre están buscando evidencias dentro de sí, y se convierten en los sujetos
de perpetuas dudas. Su cántico natural y frecuente es:
“Es un punto
que anhelo conocer,
Y que con
frecuencia provoca un pensamiento ansioso;
¿Amo al Señor
o no?
¿Soy Suyo o
no lo soy?”
Estas son una clase de personas de las que hay
que compadecerse más bien que condenarlas. Aunque yo sería el último en diseminar
la incredulidad, yo sería el primerísimo en inculcar una santa ansiedad. Una
cosa es que una persona sea cuidadosa para saber que realmente está en Cristo,
y otra cosa muy diferente es que dude de las promesas de Cristo, suponiendo que
realmente le fueron hechas a él. Hay una tendencia en algunos corazones a mirar
demasiado hacia el interior, y a pasar más tiempo estudiando sus evidencias
externas y sus sentimientos internos, que en aprender la plenitud, la libertad
y la completa suficiencia de la gracia de Dios en Cristo Jesús. Ellos oscurecen
demasiado la grandiosa verdad evangélica que establece que la aceptación del
creyente ante Dios no está en él mismo, sino en Cristo Jesús, que somos
limpiados por medio de la sangre de Jesús, que somos revestidos con la justicia
de Jesús, y que somos, en una palabra, “aceptos en el Amado”. Yo anhelo
sinceramente que estas dos doctrinas estén bien balanceadas en sus almas.
Únicamente el Espíritu Santo puede enseñarles eso. Éste es un sendero angosto que
el ojo del águila no ha detectado, y que el cachorro del león no ha pisado.
Aquel a quien el Espíritu Santo instruye no cederá a la presunción ni despreciará
la obra interior del Espíritu, ni tampoco olvidará que la salvación es del
Señor Jesucristo, “el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación,
santificación y redención”. Me parece que el texto mezcla estas dos verdades en
una armonía muy deleitable, y vamos a tratar de hablar de ellas, con la ayuda
de Dios.
“Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es
nacido de Dios”. Esta mañana vamos a considerar, primero que nada, la fe a la que se alude aquí; y luego,
en segundo lugar, cómo es una prueba
segura de la regeneración; y luego, en tercer lugar, haciendo hincapié por
un momento en la parte final del versículo, vamos a mostrar cómo se convierte en un argumento para el amor cristiano: “Todo
aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él”.
I. ¿CUÁL ES
Debo confesar que me sentí sorprendido el otro
día cuando leí en un cierto sermón un comentario que afirmaba que las palabras
de Pablo al carcelero: “fueron expresadas en una conversación sostenida a la
medianoche bajo circunstancias peculiares, y el evangelista que las escribió no
estaba presente en la entrevista”. Vamos, aunque hubiese sido en pleno mediodía
y aunque el mundo entero hubiese estado presente, el apóstol no habría podido
dar una respuesta más apropiada a la pregunta: “¿qué debo hacer para ser
salvo?”, que la respuesta que dio: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás
salvo”. Decir que la fe ordenada por los apóstoles era una mera fe humana que
no salva, y que no hay certeza de que tal fe salve al alma, es, repito, una
mera frivolidad o algo peor. La causa que tiene que recurrir a una defensa de
tal naturaleza ha de ser una causa desesperada.
Además, la
fe a la que se alude aquí es un deber de todos los hombres. Lean el texto
de nuevo: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”.
Creer la verdad nunca puede ser menos que un deber del hombre; que Jesús es el
Cristo es una verdad, y es deber de todo hombre creer eso. Yo entiendo aquí que
“creer”, quiere decir confiar en Cristo, y es ciertamente un deber de todas las
personas confiar en lo que es digno de confianza, y que Jesucristo es digno de
la confianza de todas las personas es cierto; por tanto, es un deber de los
hombres confiar en Él.
Considerando que el mandamiento del Evangelio:
“Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”, está dirigido a toda criatura por
la autoridad divina, es un deber de todo hombre cumplirlo. ¿Qué dijo Juan? “Y
este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo”, y
nuestro Señor mismo nos asegura: “El que en él cree, no es condenado; pero el
que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del
unigénito Hijo de Dios”. Yo sé que hay algunos que negarán esto, y lo negarán
sobre la base de que un hombre no tiene la habilidad espiritual para creer en
Jesús, a lo cual yo replico que es un completo error imaginar que la medida de
la habilidad moral del pecador es la medida de su deber. Hay muchas cosas que
los hombres deberían hacer, pero ahora han perdido el poder moral y espiritual -aunque
no el físico- para hacerlas. Un hombre debe ser casto, y aunque haya sido tan
inmoral por tanto tiempo que ya no pueda restringir sus pasiones, no queda por
ello libre de la obligación. El deber de todo deudor es pagar sus deudas, pero
si ha sido tan gran derrochador que se ha conducido él mismo a una pobreza
desesperada, no queda por ello exonerado de sus deudas. Todo hombre debe creer
lo que es verdad, pero si su mente se ha vuelto tan depravada que ama a una
mentira y no acepta recibir la verdad, ¿queda excusado por ese motivo? Si la ley
de Dios tuviera que ser mitigada de acuerdo con la condición moral de los
pecadores, tendrían ustedes una ley aplicable de acuerdo a una ‘severidad
variable’ para adecuarse a los grados de la pecaminosidad humana; de hecho, el
peor individuo estaría entonces bajo la ley más benigna, y se convertiría por
consiguiente en el menos culpable. Los requerimientos de Dios serían una
cantidad variable y, en verdad, no estaríamos bajo ninguna regla del todo. El
mandamiento de Dios permanece siendo válido sin importar cuán malos puedan ser
los hombres, y cuando Él manda a todos los hombres en todo lugar que se
arrepientan, ellos están obligados a arrepentirse, ya sea que su pecaminosidad
haga imposible que estén dispuestos a arrepentirse o no. En todos los casos el
deber del hombre es hacer lo que Dios le ordena.
Al mismo tiempo, esta fe, dondequiera que existe, es en cada caso y sin excepción, el
don de Dios y la obra del Espíritu Santo. Nunca hasta ahora nadie creyó en
Jesús con la fe a la que se alude aquí, a menos que el Espíritu Santo le
condujera a hacerlo. Él ha obrado todas nuestras obras en nosotros, y también
nuestra fe. La fe es una gracia demasiado celestial para que brote en la
naturaleza humana mientras no sea renovada: la fe es en cada creyente “el don
de Dios”. Tú me preguntarás: “¿son consistentes estas dos cosas?” Yo te respondo:
“Ciertamente, pues ambas cosas son verdad”. “¿Qué tan consistentes?” preguntas.
“¿Qué tan inconsistentes?” respondo yo, y tú tendrías tanta dificultad para
demostrar que son inconsistentes como yo la tendría para demostrar que son consistentes.
La experiencia las hace consistentes, aunque la teoría no las hiciera. El
Espíritu Santo convence a los hombres de pecado: “De pecado” –dice Cristo- “por
cuanto no creen en mí”; aquí tenemos una de las verdades; pero el mismo
Espíritu les enseña a esos mismísimos corazones que la fe es por el poder de
Dios (Colosenses 2: 12).
Hermanos, deben estar dispuestos a ver ambos
lados del escudo de la verdad. Elévense por encima de la condición infantil que
no puede creer en dos doctrinas hasta no ver el eslabón que las vincula.
Hombre, ¿no tienes dos ojos? ¿Tienes que sacarte un ojo para ver claramente? ¿Es
imposible para ti usar un estereoscopio espiritual y mirar dos perspectivas de
la verdad hasta que se disuelvan en una, y esa única perspectiva se vuelva más
real y verdadera porque está constituida por dos? Muchos hombres rehúsan ver
más de un solo lado de una doctrina, y persistentemente luchan contra cualquier
cosa que no sea visiblemente consistente con la propia idea que tienen.
En el presente caso no encuentro difícil creer que
la fe sea al mismo tiempo un deber del hombre y un don de Dios, y si otros no
pueden aceptar las dos verdades, no soy responsable por ese rechazo; yo cumplo
con mi deber al dar honestamente testimonio ante ellos.
Hasta aquí sólo hemos estado limpiando el camino.
Debemos avanzar. La fe a la que se alude en el texto descansa evidentemente sobre una persona: descansa sobre Jesús. “Todo aquel que cree que
Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”. No es una creencia acerca de una
doctrina, ni una opinión, ni una fórmula, sino una creencia concerniente a una
persona. Traduzcan la palabras: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo”, y
quedarían así: “Todo aquel que cree que el Salvador es el Ungido, es nacido de
Dios”. Seguramente con esto no se quiere decir que todo aquel que profesa creer
es nacido de nuevo, pues muchas personas profesan eso pero sus vidas demuestran
que no son regeneradas; pero todo aquel que cree que eso es un hecho, y recibe
verdaderamente y de hecho a Jesús según Dios lo ha expuesto y lo ha ungido, es
un hombre regenerado.
¿Qué significa la expresión: “Jesús es el
Cristo”, o, Jesús es el Ungido? Primero, que Él es el Profeta; en segundo
lugar, que Él es el Sacerdote; en tercer lugar, que Él es el Rey de la iglesia,
pues en todos esos tres sentidos Él es el Ungido. Ahora, yo podría hacerme esta
pregunta: ¿Creo hoy que Jesús es el grandioso Profeta ungido por Dios para
revelarme el camino de salvación? ¿Lo acepto como mi maestro, y admito que Él
tiene palabras de vida eterna? Si yo creo eso, voy a obedecer Su Evangelio y a
tener vida eterna. ¿Lo acepto para que sea a partir de ahora el revelador de
Dios para mi alma, el mensajero del pacto, el Profeta ungido del Altísimo?
Pero Él es también un Sacerdote. Ahora, un
sacerdote es ordenado de entre los hombres para ofrecer sacrificios. ¿Creo yo
firmemente que Jesús fue ordenado para ofrecer Su único sacrificio por los
pecados de la humanidad, y con la ofrenda de ese sacrificio de una vez por
todas consumó la expiación e hizo una completa propiciación? ¿Acepto que Su
expiación fue por mí, y recibo Su muerte como una propiciación sobre la cual
baso mi esperanza del perdón de todas mis transgresiones? ¿Creo yo de hecho que
Jesús es el único y exclusivo Sacerdote propiciador, y lo acepto para que actúe
como sacerdote para mí? Si es así, entonces he creído en parte que Jesús es el
Ungido.
Pero Él es también Rey, y si deseo saber si
poseo la fe correcta, debo preguntarme adicionalmente: “Jesús, que ahora es
exaltado en el cielo y que una vez se desangró en la cruz, ¿es el Rey para mí?
¿Es Su ley mi ley? ¿Deseo someterme enteramente a Su gobierno? ¿Odio lo que Él
odia, y amo lo que Él ama? ¿Vivo para alabarlo? ¿Deseo ver, como un súbdito
leal, que venga Su reino y que Su voluntad sea hecha, como en el cielo, así
también en la tierra?”
Mi querido amigo, si tú puedes decir de corazón
y con sinceridad: “Yo acepto a Jesucristo de Nazaret para que sea Profeta,
Sacerdote y Rey para mí, porque Dios le ha ungido para ejercer esos tres
oficios, y yo confío en Él sinceramente en cada uno de esos tres caracteres”,
entonces, querido amigo, tú tienes la fe de los elegidos de Dios, pues está
escrito: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”.
Ahora vamos a avanzar un poco más. La verdadera fe es confianza. Consulten
cualquier diccionario de griego que quieran, y encontrarán que la palabra ‘pisteuein’ no
significa meramente creer, sino confiar, tener confianza en, entregar a, encomendar
a, y así sucesivamente, y la médula del significado de la fe es confianza en, dependencia
de.
Permítanme preguntar, entonces, a cada
profesante aquí presente que profesa tener fe: ¿Es tu fe una fe de confianza?
Tú das crédito a ciertos enunciados; ¿pones también tu confianza en la única
persona gloriosa que puede redimir? ¿Tienes confianza así como también creencia?
Un credo no te salvará, pero la confianza en el Salvador ungido es el camino de
la salvación. Recuerda, te lo suplico, que si pudieras comprender una ortodoxia
sin la adulteración del error, y pudieras aprender un credo escrito por la
pluma del propio Dios Eterno, sin embargo, una mera fe conceptual tal como la
que los hombres ejercitan cuando creen en la existencia de hombres en la luna,
o nebulosas en el espacio, no podría salvar tu alma. De esto estamos seguros,
porque vemos en torno nuestro a muchos seres que tienen una fe así, y sin
embargo, evidentemente no son hijos de Dios.
Además, la verdadera fe no es una presunción
aduladora, por la cual dice un hombre: “Yo creo que soy salvo pues tengo sentimientos
muy deleitables; he tenido un sueño maravilloso; he sentido sensaciones muy
maravillosas”; pues toda esa confianza podría no ser nada sino pura suposición.
La presunción, en vez de ser fe, es el reverso de la fe; en vez de ser la
certeza de lo que se espera, es un mero espejismo. La fe es tan correcta como
la razón, y si son considerados sus argumentos, es tan segura en sus
conclusiones como si las obtuviera por medio de reglas matemáticas. Guárdense,
se los suplico, de una fe que no tenga ninguna base excepto la propia
imaginación suya.
La fe, además, no es la seguridad de que Jesús
murió por mí. Algunas veces siento que estoy en desacuerdo con este verso:
“Tal como
soy, sin ningún argumento
Excepto que
Tu sangre fue derramada por mí”.
Es eminentemente apropiado para un hijo de Dios,
pero no estoy tan seguro de que sea la manera precisa de exponer el asunto para
un pecador. Yo no creo en Jesús por estar persuadido de que Su sangre fue
derramada por mí, sino que más bien descubro que Su sangre fue derramada
especialmente por mí por el hecho de que he sido conducido a creer en Él. Me
temo que hay miles de personas que creen que Jesús murió por ellas, pero que no
son nacidas de Dios, sino que más bien han sido endurecidas en su pecado por
sus infundadas esperanzas de misericordia. No hay una eficacia particular en el
hecho de que un hombre asuma que Cristo murió por él, pues sería una mera
perogrullada si fuera cierto, como enseñan algunos, que Jesús murió por todo el
mundo. Basados en tal teoría, todo creyente en una expiación universal
necesariamente sería nacido de Dios, lo cual está muy lejos de ser el caso.
Cuando el Espíritu Santo nos conduce a confiar
en el Señor Jesús, entonces la verdad que Dios entregó a Su unigénito Hijo para
que todo aquel que creyera en Él pudiera ser salvo, se abre para nuestras
almas, y vemos que para nosotros que somos creyentes, Jesús murió con el
especial propósito de que fuéramos salvos. Que el Espíritu Santo nos asegure
que Jesús derramó Su sangre por nosotros en particular es una cosa, pero
concluir meramente que Jesús murió por nosotros basados en el concepto que Él
murió por todas las personas, está tan lejos de ser una fe real en Jesucristo
como el oriente está lejos del occidente.
Tampoco es fe que yo esté confiado en que soy
salvo, pues pudiera darse el caso de que no sea salvo, y la fe no puede ser nunca
creer en una mentira. Muchas personas han concluido precipitadamente que eran
salvas cuando estaban todavía en hiel de amargura. Esa no fue la exhibición de
confianza en Cristo sino la exhibición de una abyecta presunción destructiva en
grado sumo.
Volviendo a donde comenzamos, la fe, en una
palabra, es confianza en Jesucristo. Ya sea que el Redentor murió en especial y
en particular por mí o no, no es la pregunta que debamos hacer en primer lugar;
encuentro que Él vino al mundo para salvar a los pecadores; bajo ese carácter
general acudo a Él; descubro que todo aquel que confía en Él será salvado; por
tanto, confío en Él, y habiendo hecho eso, aprendo por Su palabra que yo soy
objeto de Su amor especial y que soy nacido de Dios.
En mi primera venida a Jesús podría no tener
ningún conocimiento de algún interés personal y especial en la sangre de Jesús;
pero puesto que está escrito: “Y él es la propiciación por nuestros pecados; y
no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”, yo vengo
y me entrego a esa propiciación; ya sea que me hunda o que nade, yo me arrojo
sobre el Salvador.
‘Grandioso Hijo de Dios, Tú has vivido y has muerto,
Tú te desangraste y sufriste, e hiciste expiación por el pecado para todos los
que confían en Ti, y yo confío en Ti, me apoyo sobre Ti, me arrojo sobre Ti’.
Ahora, todo aquel que posea una fe así es nacido
de Dios, y tiene una fe verdadera que es una prueba positiva del nuevo
nacimiento. Juzguen ustedes, por tanto, si tienen esta fe o no.
Permítanme detenerme sólo un minuto más sobre
este asunto. La fe verdadera es expuesta en
La fe fue mostrada también a los judíos de otra
manera. Cuando una bestia era ofrecida en sacrificio por el pecado, el
sacerdote y algunas veces los representantes de las tribus o el individuo,
ponían sus manos sobre la víctima en señal de que deseaban que sus pecados
fueran transferidos a la víctima, para que sufriera por ellos como un tipo del
gran Sustituto. La fe pone sus manos sobre Jesús deseando recibir el beneficio
de Su muerte sustitutiva.
Una representación todavía más notable de la fe
fue la de la mirada sanadora de los israelitas mordidos por las serpientes. Moisés
alzó una serpiente de bronce sobre el gran estandarte ubicado en medio del campamento.
Esta serpiente brillaba intensamente bajo el sol, muy en alto sobre las tiendas,
y todo aquel que la mirara de entre las huestes moribundas, era conducido a
vivir. Mirar era un acto muy simple, pero indicaba que la persona era obediente
al mandato de Dios. Miraba según se le había ordenado, y el poder de salvación provenía
de la serpiente de bronce a través de una mirada.
Así es la fe. Es la cosa más sencilla del mundo,
pero indica muchísimas cosas más de las que son vistas sobre su superficie:
“Hay vida por
una mirada al Crucificado”.
Creer en Jesús no es sino dirigir el ojo de la
fe hacia Él y confiar en Él con tu alma.
Aquella pobre mujer que vino por detrás entre la
multitud, nos ofrece otra figura de lo que es la fe. Ella decía: “Si tocare tan
solamente su manto, seré salva”. Sin tomar ninguna medicina, sin hacer ninguna
profesión ni celebrar ceremonias, ella simplemente tocó el borde del manto del
Salvador, y fue sanada de inmediato.
Oh alma, si te puedes poner en contacto con
Cristo a través de simplemente confiar en Él, aunque esa confianza sea
sumamente débil, tú tienes la fe de los elegidos de Dios; tú tienes la fe que
en cada caso es la señal del nuevo nacimiento.
II. Tenemos que proceder a mostrar ahora que DONDEQUIERA
QUE EXISTA ESA FE, ES
“¡Ah!”, -te oigo decir, pobre alma- “el nuevo
nacimiento es un gran misterio; yo no lo entiendo; me temo que no soy partícipe
de él”. Tú eres nacido de nuevo si crees que Jesús es el Cristo; si confías en
un Salvador crucificado, ciertamente eres engendrado de nuevo para una
esperanza viva. Misterio o no misterio, el nuevo nacimiento es tuyo si eres un
creyente. ¿No has notado nunca que los más grandes misterios en el mundo se
revelan por las indicaciones más simples? La simplicidad y la aparente
facilidad de la fe no son razones para que yo no considere su existencia como
una indicación infalible del nuevo nacimiento interior. ¿Cómo sabríamos
nosotros que el niño recién nacido vive si no fuera por su llanto? Sin embargo,
el llanto de un niño, ¡cuán simple sonido es! ¡Cuán fácilmente podría ser
imitado! Un obrero ingenioso podría engañarnos fácilmente con tubos y cuerdas;
sin embargo, nunca hubo un llanto de un niño en el mundo que no indicara los
misterios de la respiración, los latidos del corazón, el torrente sanguíneo, y
todas las otras maravillas que acompañan a la vida misma.
¿Ves aquella persona que acaba de ser sacada del
río? ¿Está viva? Sí, la vida está allí. ¿Por qué? Porque los pulmones todavía se
expanden. Pero, ¿acaso no parece algo fácil hacer que los pulmones se expandan?
Un par de fuelles conectados a los pulmones, ¿no podrían producir el
movimiento? Ah, sí, la cosa es fácilmente imitable de alguna manera, pero
ningún pulmón se expande excepto donde hay vida y nada de sangre se bombea
hacia y desde el corazón, excepto donde hay vida.
Tomen otro ejemplo. Vayan a una oficina de
telégrafos en cualquier momento, y verán ciertas agujas moviéndose hacia la
derecha y hacia la izquierda con un incesante ruidito seco. La electricidad es
un gran misterio, y no puedes verla o sentirla, pero el operador te dice que la
corriente eléctrica está pasando a lo largo del cable. ¿Cómo lo sabe? “Lo sé
por la aguja”. ¿Cómo está eso? Yo podría mover tus agujas fácilmente. “Sí; pero
¿no ves que la aguja ha hecho dos movimientos a la derecha, uno a la izquierda,
y dos hacia la derecha de nuevo? Yo estoy leyendo un mensaje. “Pero”, -dices
tú- “no puedo ver nada en ello; yo podría imitar ese ruidito y ese movimiento
muy fácilmente”. Sin embargo, aquel a quien se le enseña el arte ve ante sí en
esas agujas, no sólo la acción eléctrica, sino un misterio todavía más
profundo; percibe que una mente está dirigiendo la fuerza invisible, y que está
hablando por ese medio. No a todos, pero a los iniciados les es dado ver el
misterio oculto dentro de la simplicidad.
El creyente ve en la fe -que es simple como los
movimientos de la aguja- una indicación de que Dios está operando en la mente
humana, y el hombre espiritual discierne que hay un secreto interior intimado
mediante eso que el ojo carnal no puede descifrar. Creer en Jesús es un mejor
indicador de la regeneración que cualquier otra cosa, y en ningún caso engaña a
nadie. La fe en el Dios viviente y en Su Hijo Jesucristo es siempre el
resultado del nuevo nacimiento, y no puede existir nunca excepto en los
regenerados. Todo aquel que tenga fe es un hombre salvo.
Les ruego que me sigan un poco en este
argumento. Un cierto teólogo ha dicho últimamente: “El acto de creer de un
hombre no equivale a que sea salvo; únicamente indica que va en la dirección de
ser salvado”. Esto es equivalente a una negación que todo creyente en Cristo es
salvo de inmediato y la inferencia es que un hombre no puede concluir que es
salvo por creer en Jesús.
Ahora, observen cuán opuesto es eso a
Noten, en segundo lugar, que en el versículo
cuarto del capítulo que estamos considerando, se dice que la fe “vence al mundo”. “Esta es la victoria
que ha vencido al mundo, nuestra fe”. Vamos, entonces, ¿acaso la fe vence al
mundo en personas que no son salvas? ¿Cómo puede ser posible eso, cuando el
apóstol dice que lo que vence al mundo es nacido de Dios? Lean el versículo
cuarto: “Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo”; y la fe vence al
mundo, por tanto, el hombre que tiene fe es regenerado; y ¿qué significa eso sino
que es salvo, y que su fe es el instrumento mediante el cual él obtiene
victorias?
Además, la fe acepta el testimonio de Dios, y
aún más, el hombre que tiene fe, tiene en
sí mismo el testimonio de la verdad de Dios. Lean el versículo décimo del
capítulo: “El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo”. No
dice: “el que hace esto o siente aquello”, sino que dice: “El que cree… tiene
el testimonio en sí mismo”, su corazón da testimonio de la verdad de Dios.
¿Tiene algún hombre no salvo un testimonio experimental interior? ¿Me dirás que
la experiencia interior de un hombre da testimonio del Evangelio de Dios y, sin
embargo, que el hombre está en un estado perdido, o que solamente está
esperanzado de ser salvado al final? No, amigo, eso es imposible. El que cree
tiene ese cambio que ha sido obrado en él que le permite, por su propio estado
de conciencia, confirmar el testimonio de Dios, y un hombre así tiene que estar
en un estado de salvación. No es posible decir de él que es un hombre no salvo.
Además, noten en este capítulo, en el versículo
trece, que doquiera que hay fe, hay vida eterna; ese es el sentido de las
palabras: “Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del
Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna”. Nuestro propio Señor, y
Sus apóstoles, han declarado en varios lugares que: “El que cree en el Hijo
tiene vida eterna”. No me digan que un pecador que cree en Jesús ha de realizar
un avance antes de que pueda decir que es salvo, que un hombre que confía en
Cristo sólo está en el camino de la salvación, y que tiene que esperar hasta
haber usado las ordenanzas, y haber crecido en gracia, antes de poder saber que
es salvo.
No, en el instante en que la confianza del
pecador es puesta en la obra consumada de Jesús, es salvo. El cielo y la tierra
pueden pasar, pero ese hombre no perecerá jamás. Si confié en el Salvador hace
sólo un segundo, yo soy salvo; tan salvo como el hombre que ha creído en Jesús
durante cincuenta años, y que ha caminado rectamente todo ese tiempo. Yo no digo
que el recién convertido sea tan feliz, ni tan útil, ni tan santo, ni tan
maduro para el cielo, pero digo, de cierto, que la frase: “El que cree en Él
tiene vida eterna”, es una verdad con implicaciones generales, y se refiere tanto
al bebé en la fe como al hombre que ha alcanzado la plenitud de la estatura en
Jesucristo.
Como si este capítulo hubiera sido escrito a
propósito para enfrentar el grave error que afirma que la fe no proporciona una
salvación inmediata, exalta a la fe, una y otra vez, sí, y yo podría agregar
que nuestro propio Señor corona a la fe, porque la fe no lleva nunca una corona
pero rinde toda la gloria al amado Redentor.
Ahora, permítanme decir una palabra o dos en
respuesta a ciertas preguntas. ¿Pero no debe arrepentirse un hombre así como
también debe creer? Respuesta: Ningún hombre creyó jamás que no se hubiere
arrepentido al mismo tiempo. La fe y el arrepentimiento van juntos. Deben ir
juntos. Si yo confío en que Cristo me salva del pecado, me estoy arrepintiendo
del pecado al mismo tiempo, y mi mente es cambiada en relación al pecado y a
todo lo demás que tenga que ver con su estado. Todos los frutos dignos del
arrepentimiento están contenidos en la propia fe. Nunca encontrarán que un
hombre que confía en Cristo permanece siendo un enemigo de Dios o un amante del
pecado. El hecho de que acepte la expiación provista es una prueba positiva de
que odia el pecado, y que su mente ha sido cambiada completamente en referencia
a Dios.
Además, en lo tocante a todas las gracias que
son producidas en la etapa cristiana posterior, ¿acaso no han de ser
encontradas todas en embrión en la fe? “Cree solamente, y serás salvo”, es el
clamor que muchos escarnecen y otros malentienden; pero, ¿sabes qué significa
“Cree solamente”? ¿Sabes qué mundo de significado encierran esas palabras? Lean
aquel famoso capítulo de
La fe es, en sí misma, una de las más nobles de
las gracias; es el compendio de todas las virtudes; y así como algunas veces
hay suficiente grano en una sola espiga para fertilizar un huerto entero, así,
esa sola palabra: “fe”, contiene suficiente poder para bendecir a la tierra y
suficiente gracia, si el Espíritu la hace crecer, para convertir a los seres
caídos en seres perfectos. La fe no es la cosa fácil y ligera que los hombres
piensan. Lejos estamos nosotros de atribuir la salvación a la profesión de un
simple credo; odiamos esa idea; tampoco atribuimos la salvación a una cálida
persuasión, sino que atribuimos la salvación a Jesucristo, y su obtención, a
esa confianza simple de carácter infantil que amorosamente se arroja en los
brazos de Aquel que entregó Sus manos a los clavos y que sufrió hasta morir por
los pecados de Su pueblo. Entonces, el que cree es salvo, pueden estar seguros
de ello. “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”.
III. Ahora, ¿qué fluye de esto? ¡El contenido
legítimo que fluye es el amor! Si somos nacidos de Dios, hemos de amar a todos
aquellos que también son nacidos de Dios. Sería un insulto para ustedes si yo
fuera a demostrarles que un hermano debería amar a su hermano. ¿Acaso no nos
enseña eso la propia naturaleza? Entonces, los que son nacidos de Dios deberían
amar a los de la misma casa. ¿Y quiénes son ellos? Pues bien, todos aquellos
que han creído que Jesús es el Cristo, y que están basando sus esperanzas donde
nosotros basamos las nuestras, es decir, en Cristo el Ungido de Dios. Tenemos
que amarlos a todos ellos. Tenemos que hacer eso porque somos de la familia.
Nosotros creemos y por ello hemos nacido de Dios. Actuemos como quienes
pertenecen a la familia divina; consideremos que es nuestro privilegio ser
recibidos en la casa, y regocijémonos de cumplir las hermosas obligaciones de
nuestra excelsa posición. Miramos en torno nuestro y vemos a muchas otras
personas que han creído en Jesucristo. Hemos de amarlas porque estamos
emparentados.
“Pero, algunas de esas personas no tienen
doctrina sana, y cometen graves errores en cuanto a las ordenanzas del
Maestro”. No hemos de amar sus fallas, ni tampoco hemos de esperar que ellas
amen las nuestras, pero, no obstante, debemos amar sus personas, pues “Todo
aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”, y por tanto, es un
miembro de la familia, y así como amamos al Padre que engendró, hemos de amar a
todos aquellos que han sido engendrados por Él. Primero, amo a Dios y, por
tanto, deseo promover la verdad de Dios y mantener el Evangelio de Dios libre
de contaminación. Pero luego tengo que amar a todos aquellos a quienes Dios ha
engendrado, a pesar de las debilidades y errores que vea en ellos, estando yo
mismo también circundado de debilidades. La vida es la razón para el amor y esa
vida común que es indicada por la fe común en el amado Redentor, debe ligarnos
unos a otros. Yo debo confesar, -aunque rendiría toda deferencia a todo juicio
de conciencia de cada hermano- que yo no sé cómo podría conducir a mi alma,
como un hijo de Dios, a rehusar a cualquier persona la comunión a la mesa de mi
Señor, si esa persona creyera que Jesús es el Cristo. Yo tengo prueba mediante
su acción, si fuera sincero (y yo sólo puedo juzgar al respecto por su vida) de
que es nacido de Dios; ¿y no tiene todo hijo el derecho de venir a la mesa del
Padre? Yo sé que en los tiempos antiguos, los padres solían hacer que los hijos
se quedaran sin comer como un castigo, pero todo el mundo nos dice ahora que
esto es cruel e insensato, pues privarlos de la comida necesaria, daña la
constitución de los muchachos. Hay varas en la casa del Señor, y no hay ninguna
necesidad de mantener alejados de la cena a los hijos desobedientes. Que vengan
a la cena del Señor, y que coman y beban con el Señor Jesús y con todos Sus
santos, en la esperanza de que cuando su constitución se fortalezca, se
librarán de la enfermedad contra la cual se enfrentan ahora, y vendrán a ser
obedientes a todo el Evangelio que dice: “El que creyere y fuere bautizado,
será salvo”.
Permítanme rogarles a los miembros de esta
iglesia que exhiban un mutuo amor los unos para con los otros. ¿Hay algunos
débiles entre ustedes? Consuélenlos. ¿Hay algunos que necesitan instrucción?
Proporcionen el conocimiento suyo en ayuda de ellos. ¿Hay algunos que están en
angustia? Ayúdenlos. ¿Algunos se están rebelando? Restáurenlos. “Hijitos, amaos
unos a otros” es la regla de la familia de Cristo; debemos observarla. Que el
amor de Dios que ha sido derramado abundantemente en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos es dado, se manifieste por nuestro amor para con todos
los santos. Y recuerden que Él tiene otras ovejas que todavía no son de Su
redil; a ellas también tiene que traer. Tenemos que amar a aquellos que todavía
van a ser traídos, y amorosamente hemos de salir de inmediato para buscarlos;
en cualquier otra forma de servicio que Dios nos haya dado, busquemos con ojos
amorosos a los hermanos pródigos, y quién sabe, podríamos traer a la familia en
este preciso día a algunos por quienes habrá gozo en la presencia de los
ángeles de Dios, porque los perdidos han sido hallados. Que Dios los bendiga y
los consuele, por Jesucristo nuestro Señor, Amén.
Porción
de
Nota del traductor:
Estereoscopio: instrumento con el cual se
observan, cada una con un ojo, dos imágenes planas de un mismo objeto, las
cuales, al superponerse por la visión binocular, dan la imagen en relieve del
mismo.
Perogrullada: algo evidente. Dicho propio de
Perogrullo, personaje supuesto al que se atribuyen humorísticamente las
sentencias o afirmaciones de contenido tan sabido y natural que es una tontería
decirlas.
Traductor: Allan Román
13/Enero/2011
www.spurgeon.com.mx