El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Toda Plenitud en Cristo

NO. 978

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 26 DE FREBREO, 1871

POR C. H. SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”.

Colosense 1: 19.

 

El predicador no enfrenta ninguna dificultad esta mañana en cuanto al objetivo práctico al cual debe apuntar en su discurso. Cada tema debe ser considerado con un objetivo y cada discurso debe tener un propósito espiritual definido; en caso contrario no estaríamos predicando sino que estaríamos jugando a predicar. El contexto indica claramente cuál debe ser el rumbo que tenemos que seguir. Lean las palabras que preceden inmediatamente al texto, y encontrarán que se declara que nuestro Señor Jesús debe tener la preeminencia en todas las cosas. Mediante este texto queremos rendir honor y gloria al siempre bendito Redentor, y entronizarlo en el asiento más elevado en nuestros corazones. Oh, que todos nosotros tuviéramos el ánimo de adorarlo, y que le diéramos a Él la preeminencia en nuestros pensamientos por sobre todas las cosas o personas en el cielo o en la tierra. Bienaventurado es aquél que puede hacer o pensar lo máximo para honrar a un Señor como es nuestro Emanuel.

 

El versículo que sigue al texto nos muestra cómo podemos promover mejor la gloria de Cristo, puesto que como Él vino a este mundo para reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en los cielos como las que están en la tierra, le glorificaremos de la mejor manera aceptando Su grandioso designio de misericordia. Al buscar llevar a los pecadores a un estado de reconciliación con Dios, estamos dándole la preeminencia al grandioso Reconciliador. En esta ocasión nuestro Evangelio será el Evangelio de la reconciliación. Que la palabra reconciliadora convenza a muchas personas mediante el poder del Espíritu de Cristo, de tal manera que cientos de almas, a partir de este día y en adelante, glorifiquen al grandioso Embajador que ha establecido la paz por la sangre de Su cruz.

 

El texto es un abismo grande y no podemos explorarlo, pero nos deslizaremos gozosamente sobre su superficie si el Espíritu Santo nos proporciona un viento favorable. Aquí encontramos abundantes provisiones que exceden en mucho a las de Salomón, aunque a la vista de aquella regia profusión, la reina de Saba se quedó asombrada y declaró que ni aun se le había dicho la mitad.

 

Podríamos darle algún tipo de orden a nuestros pensamientos si los clasificáramos bajo cuatro encabezados. Se habla aquí de qué: de “toda plenitud”. Dónde está ubicada: “en él”, esto es, en el Redentor. Se nos informa por qué, porque “agradó al Padre”, y tenemos también una nota de tiempo, o cuándo, en la palabra “habitase”. “Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”. Estas palabras interrogativas: qué, dónde, por qué y cuándo, pueden ayudarles a recordar el sentido del sermón.

 

I.   Primero, entonces, hemos de considerar el tema que tenemos ante nosotros, o QUÉ: “Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”. Dos palabras poderosas: “plenitud”, una palabra que es en sí misma sustancial, exhaustiva y expresiva, y “toda”, una gran palabrita que lo incluye todo. Cuando se combinan en la expresión: “toda plenitud”, tenemos ante nosotros una superlativa riqueza de significado.

 

Bendito sea Dios por esas dos palabras. Nuestros corazones se gozan al pensar que existe tal cosa en el universo como “toda plenitud”, pues en la mayor parte de las búsquedas entre los mortales se encuentra una completa esterilidad. “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Bendito sea el Señor eternamente porque ha provisto una plenitud para nosotros, pues en nosotros, por naturaleza, todo es vacío y completa vanidad. “En mí, esto es, en mi carne, no mora el bien”. En nosotros hay una carencia de todo mérito, una ausencia de todo poder para alcanzar cualquier mérito, e incluso una ausencia de voluntad para alcanzarlo si pudiéramos. En referencia a estas cosas la naturaleza humana es un desierto vacío, estéril y desolado, habitado únicamente por el dragón del pecado y el avetoro de la aflicción.

 

Pecador, santo, para ustedes dos por igual estas palabras: “toda plenitud”, suenan como un himno santo. Los acentos son dulces como aquéllos del ángel mensajero cuando cantó: “He aquí os doy nuevas de gran gozo”. ¿No les parece que son notas extraviadas de sonetos celestiales? “¡Toda plenitud!” Tú, pecador, eres todo vacío y muerte; tú, santo, serías eso mismo si no fuera por “toda la plenitud” de Cristo, de la cual has recibido; por lo tanto, las palabras están llenas de esperanza tanto para el santo como para el pecador. Hay gozo en estas palabras para toda alma consciente de su triste estado y humillada delante de Dios.

 

Voy a tocar de nuevo esta campana de plata: “toda plenitud”, y entonces nos habrá de encantar otra nota que nos dice que Cristo es sustancia y no una sombra, que es plenitud, y no un anticipo. Estas son buenas nuevas para nosotros pues nada resolverá nuestro caso, excepto realidades. Los tipos pueden instruir, pero no pueden salvar en la realidad. Los modelos de las cosas en los cielos son demasiado débiles para adecuarse a nuestro caso; necesitamos las propias cosas celestiales. Ni el pájaro sangrante, ni el novillo sacrificado, ni el torrente corriente, ni la lana escarlata ni el hisopo, podrían quitar nuestros pecados.

 

“Ninguna forma externa podría limpiarme,

La lepra está arraigada profundamente adentro”.

 

Las ceremonias eran preciosas bajo la antigua dispensación porque exponían las realidades que habrían de ser reveladas, pero en Cristo Jesús nosotros tratamos con las realidades mismas, y esta es una feliz circunstancia para nosotros, pues tanto nuestros pecados como nuestras aflicciones son reales, y únicamente las misericordias sustanciales pueden contrarrestarlos. En Jesús tenemos la sustancia de todo lo que los símbolos exponen. Él es nuestro sacrificio, nuestro altar, nuestro sacerdote, nuestro incienso, nuestro tabernáculo, nuestro todo en todo. La ley tenía “la sombra de los bienes venideros”, pero en Cristo tenemos “la imagen misma de las cosas” (Hebreos 10: 1). ¡Qué embelesamiento es éste para aquéllos que sienten tanto su vacío que no podrían ser consolados por la mera representación de una verdad, o por el modelo de una verdad, o por el símbolo de una verdad, sino que tienen que tener la sustancia misma! “Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1: 17).

 

Debo regresar de nuevo a las palabras del texto pues percibo que está cayendo más miel del panal. “Toda plenitud” es un término amplio, de largo alcance y que lo incluye todo, y en su abundante contenido ofrece otra fuente de deleite. ¡Qué gozo nos proporcionan estas palabras cuando recordamos que nuestras inmensas necesidades exigen una plenitud, sí, “toda plenitud” para poder ser provistas! Una pequeña ayuda no nos serviría de nada, pues estamos completamente sin fuerzas. Una medida limitada de misericordia sólo serviría de escarnio para nuestra miseria. Un escaso grado de gracia no será nunca suficiente para llevarnos al cielo, manchados como estamos de pecado, asediados de peligros, anegados en debilidades, asaltados por tentaciones, molestados por aflicciones, y acarreando todo el tiempo con nosotros “este cuerpo de muerte”. Pero puesto que se trata de “toda plenitud”, será adecuada para nosotros. Aquí tenemos exactamente lo que nuestro desesperado estado exige para su recuperación. Si el Salvador sólo hubiera extendido Su dedo para ayudar a nuestros esfuerzos, o si sólo hubiera extendido Su mano para llevar a cabo una porción de la obra de salvación, dejándonos que la completáramos nosotros, nuestra alma habría morado para siempre en tinieblas. En estas palabras, “toda plenitud”, oímos el eco de Su clamor de muerte: “Consumado es”. No tenemos que traer nada, sino que encontramos todo en Él, sí, toda la plenitud en Él: hemos de tomar simplemente de Su plenitud gracia sobre gracia. No se nos pide que contribuyamos, ni se requiere de nosotros que solventemos las deficiencias, pues no hay deficiencias que solventar: todo, absolutamente todo recae en Cristo. Todo lo que necesitaremos entre este lugar y el cielo, todo lo que pudiéramos necesitar entre las puertas del infierno, donde yacíamos en nuestra sangre, y las puertas del cielo, donde encontraremos admisión, está atesorado para nosotros en el Señor Cristo Jesús.

 

“Grandioso Dios, los tesoros de Tu amor

Son minas eternas,

Profundas como nuestras impotentes miserias,

E ilimitadas como nuestros pecados”.

 

¿Acaso no dije bien que las dos palabras que tenemos ante nosotros son un noble himno? Les ruego que permitan que se alojen en sus almas durante muchos días; serán huéspedes bienvenidos. Permitan que estas dos hojuelas hechas con miel se queden bajo su lengua; dejen que sacien sus almas, pues son pan celestial. Entre más lamenten su vacío, más dulces serán estas palabras; entre más sientan que tienen que hacer retiros abundantes del banco del cielo, más se regocijarán al comprobar que sus giros no disminuirán nunca la reserva ilimitada, pues todavía retendrá el nombre y la cualidad de “toda plenitud”.

 

La expresión usada aquí denota que hay en Jesucristo la plenitud de la Deidad, como está escrito: “En él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”. Cuando Juan vio al Hijo del Hombre en Patmos, las señales de la Deidad estaban sobre Él. “Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana”: allí estaba Su eternidad; “sus ojos como llama de fuego”: allí estaba Su omnisciencia; “de su  boca salía una espada aguda de dos filos”: aquí estaba la omnipotencia de Su palabra; “y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza”: aquí estaba Su gloria infinita e inalcanzable. Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último. Por esta razón nada es demasiado difícil para Él. Poder, sabiduría, verdad, inmutabilidad y todos los demás atributos de Dios están en Él, y constituyen una plenitud inconcebible e inextinguible. El intelecto más desarrollado sería necesariamente incapaz de entender la plenitud personal de Cristo como Dios; por tanto no haremos más que citar de nuevo ese noble texto: “En él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él”.

 

Además, la plenitud habita en nuestro Señor no sólo intrínsicamente, porque proviene de Su naturaleza, sino como resultado de Su obra mediadora. Él alcanzó por el sufrimiento una asombrosa plenitud que también poseía por naturaleza. Él llevó sobre Sus hombros el peso de nuestro pecado; Él expió por Su muerte nuestra culpa, y ahora tiene con el Padre un mérito infinito, inconcebible, una plenitud de merecimiento. El Padre ha atesorado en Cristo Jesús, como en un depósito a ser usado por todo Su pueblo, Su amor eterno y Su gracia ilimitada, para que los recibamos a través de Cristo Jesús, y le glorifiquemos por ello. Todo poder ha sido entregado en Sus manos, y la vida, y la luz y la gracia están enteramente a Su disposición. “El que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre”. Tomó dones para los hombres; sí, también para los rebeldes. Él es poseedor del cielo y de la tierra, no únicamente como el Dios fuerte, el Padre eterno, y por ello está lleno de toda plenitud, sino también en razón de que como el Mediador, ha consumado nuestra redención: “El cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención”. Gloria sea dada a Su nombre por esta doble plenitud.

 

Den nuevamente un giro al pensamiento y recuerden que en Cristo habita toda plenitud para con Dios y para con los hombres. Toda plenitud para con Dios: me refiero a todo lo que Dios requiere del hombre; todo lo que contenta y deleita a la mente eterna, de tal manera que una vez más, con complacencia, Él puede mirar a Su criatura y declararla: “buena en gran manera”. El Señor buscó uvas en Su viña, pero sólo produjo uvas silvestres; pero ahora en Cristo Jesús, el grandioso Labrador contempla la verdadera viña que produce mucho fruto. El Creador requería obediencia, y contempla en Cristo Jesús al siervo que no ha fallado nunca en el cumplimiento de la voluntad del Señor. La justicia requería que la ley fuese guardada y, he aquí, el fin de la ley es Cristo para justicia a todo aquel que cree. Viendo que nosotros habíamos quebrantado la ley, la justicia exigía que soportáramos el justo castigo, y Jesús lo soportó hasta el límite, pues inclinó Su cabeza a la muerte, y muerte de cruz. Cuando Dios hizo al hombre poco menor que los ángeles, y sopló en su nariz el aliento de vida, haciéndolo así inmortal, tenía el derecho de esperar un servicio singular proveniente de una criatura tan favorecida, un servicio perfecto, gozoso, continuo; y nuestro Salvador ha prestado al Padre eso que lo contenta perfectamente; pues clama: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”. Dios es más glorificado en la persona de Su Hijo de lo que habría sido glorificado por un mundo caído. A lo largo del universo entero refulge una exhibición de infinita misericordia, de justicia y sabiduría, que ni la majestad de la naturaleza ni la excelencia de la providencia habrían podido revelar. Su obra, en la estimación de Dios, es honorable y preciosa; por causa de Su justicia, Dios está muy complacido. La mente eterna está satisfecha con la persona, con la obra y con el sacrificio del Redentor, pues “del Hijo dice: Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo; cetro de equidad es el cetro de tu reino. Has amado la justicia, y aborrecido la maldad, por lo cual te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros” (Hebreos 1: 8. 9).

 

Cuán indecibles consolaciones surgen de esta verdad, pues, queridos hermanos, si tuviéramos que rendirle a Dios algo mediante lo cual fuésemos aceptados, siempre estaríamos en peligro; pero como ahora somos “aceptos en el Amado”, estamos seguros más allá de todo peligro. Si tuviéramos que encontrar algo con lo cual pudiéramos presentarnos delante del Dios Altísimo, todavía podríamos estarnos preguntando: “¿Habré de presentarme delante  Él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite?” Pero ahora escucha la voz que dice: “Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron”, y oímos que la misma voz divina agrega: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”, y nos regocijamos al recibir el testimonio del Espíritu, diciendo: “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre”, pues de ahora en adelante se dice: “Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones”.

 

La plenitud de Cristo es también para con el hombre, y eso se refiere tanto al pecador como al santo. Hay una plenitud en Cristo Jesús que el pecador que está buscando debería contemplar con gozo. Pecador, ¿qué necesitas? Tú necesitas todas las cosas, pero Cristo lo es todo. Tú necesitas poder para creer en Él: Él da poder al desfallecido. Tú necesitas el arrepentimiento: Él fue exaltado en lo alto para dar arrepentimiento así como remisión de pecado. Tú necesitas un nuevo corazón: el pacto conlleva ese sentido: “Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos”. Tú necesitas perdón: mira las heridas sangrantes, lávate y sé limpio. Tú necesitas sanar: Él es “Yo soy Jehová tu sanador”. Tú necesitas un vestido: Su justicia se convertirá en tu vestido. Tú necesitas ser preservado: tú serás preservado en Él. Tú necesitas vida, y Él ha dicho: “Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo”. Él ha venido para que tengamos vida. Tú necesitas…, pero, en verdad, el catálogo sería demasiado largo si lo leyéramos de principio a fin en este momento, pero puedes tener la seguridad de que aunque apilaras tus necesidades hasta que se alzasen como los Alpes delante de ti, el todo suficiente Salvador puede suplir todas tus necesidades. Puedes cantar confiadamente:

 

“Tú, oh Cristo, eres todo lo que necesito,

Y encuentro en Ti más que todo eso”.

 

Esto es válido también para el santo así como lo es para el pecador. Oh hijo de Dios, tú eres salvo ahora, pero tus necesidades no quedan suprimidas por eso. ¿Acaso no son tan continuas como los latidos de tu corazón? ¿Cuándo dejamos de estar necesitados, hermanos míos? Entre más vivos estemos para Dios, estamos más conscientes de nuestras necesidades espirituales. Aquel que está “ciego y desnudo” se considera “rico y que se ha enriquecido”, pero cuando la mente ha sido verdaderamente iluminada, entonces sentimos que somos completamente dependientes de la caridad de Dios.

 

Debemos estar alegres, entonces, al aprender que no hay ninguna necesidad en nuestro espíritu que no sea abundantemente provista en toda la plenitud de Jesucristo. Tú buscas una plataforma más elevada de logros espirituales, te propones vencer al pecado, deseas dar abundantes frutos para Su gloria, estás anhelando ser útil, estás ansioso por someter los corazones de los demás a Cristo; contempla la gracia necesaria para todo ello. Contempla en la sagrada armería del Hijo de David, Su hacha de combate y Sus armas de guerra; en los depósitos de Aquel que es más grande que Aarón, mira las vestimentas con las cuales has de cumplir tu sacerdocio; y en las heridas de Jesús contempla el poder con el cual puedes convertirte en un sacrificio vivo. Si quieres refulgir como un serafín, y servir como un apóstol, contempla la gracia que te espera en Jesús. Si quieres ir de poder en poder, y escalar las cumbres más elevadas de la santidad, contempla una gracia sobre otra, preparadas para ti. Si experimentas la estrechez, no la experimentarás en Cristo; si hubiese algún límite para tus santos logros, ese límite estaría establecido por ti mismo. El propio Dios infinito se entrega a ti en la persona de Su amado Hijo y te dice: “Todo es vuestro”. “Jehová es la porción de tu herencia y de tu copa”. La infinitud es nuestra. Aquel que nos dio a Su propio Hijo, nos ha dado en ese preciso acto todas las cosas. ¿Acaso no ha dicho: “Yo soy Jehová tu Dios, que te hice subir de la tierra de Egipto; abre tu boca, y yo la llenaré”?

 

Permítanme comentarles que esto es cierto no sólo en referencia a los santos en la tierra, sino que es cierto también en cuanto a los santos en el cielo, pues toda la plenitud de la iglesia triunfante está en Cristo, así como también la plenitud de la iglesia militante. Incluso los santos que están en el cielo no son nada sin Él. El río puro de agua de vida del cual beben, procede del trono de Dios y del Cordero. Él los ha hecho sacerdotes y reyes, y ellos reinan en Su poder. El Cordero es el templo del cielo (Apocalipsis 21: 22), la luz del cielo (Apocalipsis 21: 23), Su boda es el gozo del cielo (Apocalipsis 19: 7), y el cántico de Moisés, el siervo de Dios y el cántico del Cordero, es el cántico del cielo (Apocalipsis 15: 3). Ni siquiera todas las arpas en lo alto podrían conformar un lugar celestial si Cristo no estuviera, pues Él es el cielo de los cielos, y llena todo en todo. Agradó al Padre que toda la plenitud fuera atesorada en Cristo Jesús para todos los santos y los pecadores.

 

Yo siento que mi texto me sobrecoge. Los hombres pueden navegar alrededor del mundo, ¿pero quién podría circunnavegar un tema tan vasto como éste? Tan lejos como el este está del oeste, así de amplio es su alcance de bendición.

 

“Los filósofos han medido los montes,

Han calculado las profundidades de mares, de estados y reyes

Han caminado con un báculo al cielo y rastreado las fuentes;

Pero hay dos vastas cosas espaciosas,

Que nos incumbe medir más,

Pero hay pocos que las sondean: la Gracia y el Amor”.

 

¿Quién es aquél que sería capaz de expresar todo el significado de nuestro texto? Pues aquí tenemos “toda” y “plenitud”, todo en plenitud y una plenitud en todo. Las palabras son tanto exclusivas como inclusivas. Niegan que haya una plenitud en cualquier otra parte, pues reclaman todo para Cristo. Dejan fuera a todos los demás. “Agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”. No es en ustedes, pretendidos sucesores de los apóstoles, donde pudiera habitar cosa alguna que yo necesito. Puedo pasármela muy bien sin ustedes; es más, yo no insultaría a mi Salvador negociando con ustedes, puesto que como “toda plenitud” habita en Él, ¿qué podría haber en ustedes que yo pudiera requerir? Recurran a sus ‘incautos’ que no conocen a Cristo, pero quienes poseen las sumas riquezas de la gracia de Cristo no se inclinan ante ustedes. Nosotros estamos “completos en Cristo” sin ustedes, oh jerarquía de obispos, y sin ustedes, cónclave de cardenales, y sin ti, oh falible ‘infalible’, inmunda ‘su santidad’ de Roma. Aquél que tiene todo en Cristo estaría loco en verdad si buscara algo más, o teniendo la plenitud, ansiara el vacío. Este texto nos aparta de toda confianza en los hombres, sí, o incluso en los ángeles, haciéndonos ver que todo está atesorado en Jesucristo.

 

Hermanos, si hay algo bueno en lo que es llamado catolicismo, o en el ritualismo, o en las modernas novedades filosóficas, que los fanáticos de esas religiones se queden con lo que encuentren ahí; nosotros no los envidiaremos, pues no podríamos encontrar nada digno de obtenerse en sus formas de adoración o de creencia que sea diferente de lo que ya tenemos en la persona del todo suficiente Salvador. ¡Qué importa que sus velas brillen radiantemente pues el sol mismo es nuestro! ¡Qué importa que sean sucesores de los apóstoles pues nosotros seguimos al Cordero mismo dondequiera que va! ¡Qué importa que sean sumamente sabios, pues nosotros habitamos con la propia Sabiduría encarnada! Déjenlos que vayan a sus cisternas, ya que nosotros nos atendremos a la fuente de agua viva. Pero en verdad no hay ninguna luz en sus luminarias; lo único que hacen es incrementar la oscuridad; son líderes ciegos de los ciegos. Ponen sus vacíos resonantes en competencia con la plenitud de Jesús, y predican otro evangelio, que no es otro. La imprecación del apóstol sea sobre ellos. Ellos agregan a las palabras de Dios, y Él les añadirá sus plagas.

 

A la vez que el texto es exclusivo es también inclusivo. Encierra todo lo que todos los comprados con sangre requieren para el tiempo y para la eternidad. Es un arca que contiene todas las buenas cosas concebibles, sí, y muchas cosas que son todavía inconcebibles, pues en razón de nuestra debilidad no hemos concebido todavía la plenitud de Cristo. Él es capaz de dar abundantemente cosas que ustedes no han pedido todavía y en las que ni siquiera han pensado. Aunque ustedes llegaran a la consagración de los mártires, a la piedad de los apóstoles y a la pureza de los ángeles, todavía no habrían visto nunca ni habrían sido capaces de pensar en algo puro, amable y de buen nombre, que no estuviera atesorado ya en Cristo Jesús. Todos los ríos fluyen a este mar, pues de este mar provinieron. Así como la atmósfera rodea a toda la tierra, y todas las cosas viven en ese mar de aire, así también todas las cosas buenas están contenidas en la bendita persona de nuestro amado Redentor. Unámonos para alabarle. Exaltémosle con voz y corazón, y que los pecadores sean reconciliados con Dios por Él. Si todas las cosas buenas que un pecador requiere para hacerlo aceptable para con Dios están en Él, entonces el pecador debe venir de inmediato a través de ese Mediador. Las dudas y los temores han de desvanecerse a la vista de la plenitud de la mediación. Jesús tiene que ser capaz de salvar al grado máximo, puesto que toda plenitud habita en Él. Ven, pecador, ven y recíbelo. Cree en Él y te encontrarás hecho perfecto en Cristo Jesús.

 

“En el instante en que un pecador cree,

Y confía en su Dios crucificado,

Recibe de inmediato Su perdón,

La plena redención por medio de Su sangre”.

 

II.   Habiendo hablado así acerca de qué, ahora vamos a considerar DÓNDE.

 

“Agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”. ¿Dónde más podría haber sido depositada toda plenitud? Se requería de una vasta capacidad para contener “toda plenitud”. ¿Dónde habita un ser con una naturaleza con la capacidad suficiente para incluir dentro de sí ‘toda plenitud’? De igual manera podríamos preguntar: “¿Quién midió las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su palmo, con tres dedos juntó el polvo de la tierra, y pesó los montes con balanza y con pesas los collados?” A Él únicamente le pertenece contener “toda plenitud”, pues tiene que ser igual con Dios, el Infinito. Cuán apto era el Hijo del Altísimo, que “Con él estaba yo ordenándolo todo” para convertirse en el grandioso depósito de todos los tesoros de sabiduría, y conocimiento, y gracia y salvación. Además, se necesitaba no únicamente capacidad para contener, sino inmutabilidad para retener la plenitud, pues el texto dice: “Agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”, esto es, que residiese o permaneciese para siempre. Ahora, si algún tipo de plenitud pudiese ser puesta en nosotros, mutables criaturas, por causa de nuestra fragilidad comprobaríamos que las cisternas rotas no pueden contener al agua. El Redentor es Jesucristo, el mismo ayer, y hoy, y por los siglos; por tanto era conveniente que toda plenitud fuera colocada en Él. “El Hijo sí queda para siempre”. “Él es sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”. “Habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen”. “Será su nombre para siempre, se perpetuará su nombre mientras dure el sol. Benditas serán en él todas las naciones; lo llamarán bienaventurado”.

 

Tal vez el pensamiento más dulce es que “toda plenitud” está apropiadamente investida en Cristo Jesús, porque en Él hay una idoneidad para distribuirla, de tal manera que la podemos obtener de Él. ¿Cómo podríamos acudir a Dios mismo buscando la gracia, ya que “nuestro Dios es fuego consumidor”? Pero Jesucristo, siendo Dios, es también hombre como nosotros mismos, hombre verdadero, de un espíritu humildemente manso y, por tanto, fácilmente accesible. Quienes lo conocen, se deleitan en la cercanía con Él. ¿No es dulce, acaso, que toda plenitud esté atesorada en Aquel que fue amigo de publicanos y pecadores, y que vino al mundo para buscar y para salvar lo que estaba perdido? El Hombre que tomó al niño sobre Su rodilla y dijo: “Dejad a los niños venir a mí”, el Hombre que fue tentado en todo según nuestra semejanza, el Hombre que tocó a los enfermos, es más, que “tomó nuestras enfermedades”, el Hombre que entregó Sus manos a los clavos, y Su corazón a la lanza; ese bendito Hombre, en cuya señal de los clavos Su discípulo Tomás metió su dedo, y en cuyo costado metió su mano, es Él, el Dios encarnado, en quien habita toda la plenitud. Vengan, entonces, y reciban de Él, ustedes que son los más débiles, los más insignificantes y los más pecadores de los hombres. Ven de inmediato, oh pecador, y no temas.

 

¿Por qué tienes miedo de venir,

Y de contarle todo tu caso?

Él no pronunciará tu condenación,

Ni con fruncido ceño te alejará de Su rostro.

¿Le temerás a Emanuel?

¿O tendrás horror del Cordero de Dios,

Quien, para salvar a tu alma del infierno,

Derramó Su sangre preciosa?

 

Sin embargo, ha de notarse aquí muy cuidadosamente que aunque la plenitud es atesorada en Cristo, no se dice que sea atesorada en las doctrinas de Cristo, aunque ellas son plenas y completas, y no necesitamos de ninguna otra enseñanza cuando el Espíritu revela al Hijo en nosotros; tampoco se dice que sea atesorada en los mandatos de Cristo, aunque son ampliamente suficientes para nuestra guía; pero se dice: “Agradó al Padre que en él”, en Su persona, “habitase toda plenitud”. En Él, como Dios encarnado, habita “corporalmente toda la plenitud de la Deidad”; no como un mito, un sueño, un pensamiento, una ficción, sino como una personalidad real y viva. Tenemos que aferrarnos a eso. Yo sé que la plenitud habita en Él oficialmente como Profeta, Sacerdote y Rey –pero la plenitud no radica en el manto profético, ni en el efod sacerdotal, ni en la vestidura real, sino en la persona que usa todo eso. “Agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”. Ustedes tienen que alcanzar al propio Cristo en su fe, y descansar únicamente en Él, pues de lo contrario no habrían alcanzado el tesoro en el que está almacenada toda la plenitud. Toda la plenitud está en Él radicalmente; si hay plenitud en Su obra, o en Sus dones, o en Sus promesas, todo se deriva de Su persona, que le da peso y valor a todo. Todas las promesas son sí y amén en Cristo Jesús. El mérito de Su muerte radica principalmente en Su persona, porque Él era Dios, que se dio a Sí mismo por nosotros, y Su propio Ser llevó nuestros pecados en Su propio cuerpo sobre el madero. La excelencia de Su persona dio plenitud a Su sacrificio (Hebreos 1: 3). Su poder de salvar en este preciso día radica en Su persona, pues “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”.

 

Yo deseo que ustedes vean ésto, y lo sientan, pues cuando su alma se aferra a los pies traspasados de Jesús, y mira hacia el rostro más desfigurado que el de cualquier otro hombre, incluso aunque no pudieran entender todas Sus obras y oficios, pero creyeran en Él, habrían llegado al lugar donde habita toda la plenitud, y de Su plenitud tomarán ustedes.

 

Amados, recuerden nuestro propósito práctico. ¡Alaben a Su persona, ustedes, los santos! ¡Sean reconciliados con Dios por medio de Su persona, ustedes, pecadores! ¡Ustedes, ángeles, guíennos en el cántico! Ustedes, espíritus redimidos con sangre, canten: “El Cordero que fue inmolado es digno”, y nuestros corazones se unirán  a la melodía de ustedes, pues tenemos la misma deuda con Él. Gloria sea dada a la persona del Cordero bendito. “La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y la honra y el poder y la fortaleza, sean a nuestro Dios por los siglos de los siglos”. Que le viéramos cara a cara para adorarle como quisiéramos.

 

Oh, pecadores, ¿no querrían ser reconciliados con Dios por medio de Él, puesto que toda plenitud habita en Él, y Él se inclina hasta la debilidad de ustedes, y extiende Sus manos traspasadas para saludarlos? Vean cómo extiende ambas manos para recibirlos, mientras dulcemente los corteja para que vayan a Dios a través Suyo. Vengan a Él. ¡Oh, acudan con pasos apresurados, ustedes, penitentes; acudan de inmediato, ustedes, seres culpables! ¿Quién no querría ser reconciliado con Dios por alguien como Él, en quien habita toda la plenitud de la gracia?

 

III.   La tercera pregunta es: ¿POR QUÉ? “Agradó al Padre”. Esa respuesta basta. Él es soberano, y puede hacer lo que le plazca. Pregunten la razón para la elección, y no recibirán ninguna otra respuesta diferente a ésta: “Sí, Padre, porque así te agradó”. Esa sola respuesta puede responder a diez mil preguntas. “Jehová es; haga lo que bien le pareciere”. Una vez “Jehová quiso quebrantarlo”, y ahora “Agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”. La soberanía puede responder suficientemente a la pregunta, pero ¡presten atención! Oigo hablar a la justicia; no puede quedarse callada. La justicia dice que no hubo ninguna persona en el cielo o bajo el cielo tan apta para contener la plenitud de gracia como Jesús.

 

Nadie tan apto para ser glorificado como el Salvador, quien “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. No es sino justicia que la gracia que Él nos ha traído sea atesorada en Él. Y dado que la justicia habla sabiduría, no dejará de hacer oír su voz. Sabio eres Tú, oh Jehová, al atesorar la gracia en Cristo, pues los hombres pueden acudir a Él y acercándonos a Él, piedra viva, para Dios escogida y preciosa, los hombres lo encuentran también precioso para sus almas. El Señor ha puesto nuestra ayuda en el lugar correcto, pues la ha colocado sobre Uno que es poderoso, y que es tan amoroso como poderoso, y que está tan dispuesto como es capaz de salvar. Además, en la adecuación de las cosas, el agrado del Padre es el primer punto que debe ser considerado, pues todas las cosas tienen que ser para el buen agrado de Dios. Es una gran regla subyacente del universo que todas las cosas fueron creadas para el agrado de Dios. Dios es el origen y la fuente del amor eterno, y es apropiado que nos lo transmita por cualquier canal que Él elija. Inclinándonos, por tanto, en humilde adoración ante Su trono, nos alegra porque en este asunto, la plenitud habita donde satisface perpetuamente el decreto del cielo. Es bueno que “haya agradado al Padre”.

 

Ahora, hermanos, si agradó al Padre poner toda gracia en Cristo, tenemos que alabar al Salvador elegido. Lo que agrade al Padre nos agrada a nosotros. ¿Dónde desearían ustedes que fuera colocada la gracia, hermanos míos, sino en el Bienamado? La iglesia entera de Dios es unánime en cuanto a ésto. Si yo pudiera salvarme a mí mismo no querría hacerlo; pensaría que la salvación no es salvación si no glorificara a Jesús. Esta es la propia corona y gloria de ser salvado: que el hecho de que seamos salvados brindará honra a Cristo. Es deleitable pensar que Cristo recibirá la gloria de toda la gracia de Dios; sería chocante que no fuera así. ¿Quién podría tolerar ver que se le robara la recompensa a Jesús? Nos indigna que alguien usurpe Su lugar, y nos avergüenza que no le glorifiquemos más. Ningún gozo visita jamás mi alma como el de saber que Jesús es exaltado en grado sumo, para que en el nombre de Jesús “se doble toda rodilla y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”.

 

Una hermana en Cristo, en su amabilidad y gratitud, usaba el otro día un lenguaje en cuanto a mí que hizo que mis mejillas se sonrojaran, pues sentí que no merecía para nada la alabanza. Ella dijo: “Su ministerio me beneficia porque usted glorifica mucho a Cristo”. Ah, pensé, si usted supiera cuánto quisiera glorificarle si pudiera, y cuán lejos me quedo de lo que gustosamente quisiera hacer por Él, usted no me alabaría. Yo podría llorar pensando en los mejores sermones que he predicado jamás, porque no puedo exaltar a mi Señor lo suficiente, y mis conceptos son muy bajos, y mis palabras son muy pobres. ¡Oh, si uno pudiera lograr honrarle realmente, y poner otra corona sobre Su cabeza, eso sería el cielo en verdad! En ésto estamos de acuerdo con el Padre, pues si le agrada a Él glorificar a Su Hijo, nosotros sentimos sinceramente que también nos agrada a nosotros.

 

Aquellos que no han sido regenerados todavía, ¿no deberían apresurarse a ser reconciliados con Dios mediante un Redentor como Él? Si le agrada al Padre poner toda gracia en Cristo, oh pecador, ¿no te agradaría venir y recibirla por medio de Cristo? Cristo es el lugar de reunión para un pecador y su Dios. Dios está en Cristo y cuando tú vienes a Cristo, Dios se reúne contigo, y se efectúa un tratado de paz entre tú y el Altísimo. ¿Acaso no estás de acuerdo con Dios en ésto: que Cristo debe ser glorificado? ¿No dices: “Quiero glorificarle aceptando esta mañana toda Su gracia, amor y misericordia”? Bien, si estás dispuesto a recibir a Jesús, Dios te ha dado esa disposición, y en ello demostró Su anuencia a salvarte. Él se agrada con Cristo; ¿te agrada a ti Cristo? Si así fuera, ya hay paz entre tú y Dios, pues Jesús “es nuestra paz”.

 

IV.   Debemos concluir reflexionando sobre: CUÁNDO. ¿Cuándo está toda la plenitud en Jesús? Está ahí todo el tiempo, pasado, presente y venidero. “Agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”. Entonces, la plenitud estaba en Cristo desde antes, está en Cristo hoy, y estará en Cristo para siempre. Aquí está indicada una perpetuidad; toda plenitud estaba, está, y estará en la persona de Jesucristo. Cada santo salvado bajo la antigua dispensación encontró la plenitud de su salvación en el Redentor que había de venir; cada santo salvado desde el advenimiento, es salvado por medio de la mismísima plenitud. La redención fluye por siempre de la fuente que brota de las heridas de Cristo en el Calvario; y en tanto que haya un pecador que vaya a ser salvado, o un alma elegida que deba ser recogida, la sangre de Cristo no perderá nunca su poder; la plenitud de mérito y de gracia permanecerá siendo igual.

 

Mientras que la expresión “habitase” indica perpetuidad, ¿no indica también constancia y accesibilidad? Un hombre que habita en una casa será encontrado ahí siempre; es su hogar. Me parece que el texto dice que esta plenitud de gracia siempre ha de ser encontrada en Cristo, habitando en Él por siempre. Toca esa puerta por medio de la oración, y la encontrarás en casa. Si un pecador, en cualquier lugar, está diciendo: ¡“Dios, sé propicio a mí!”, la misericordia no ha salido de viaje, habita en Cristo tanto de noche como de día; está ahí ahora en este instante. Hay vida en una mirada al Crucificado, no a ciertas horas canónicas, sino a cualquier hora, en cualquier lugar, para cualquier hombre que mire. “Desde el cabo de la tierra clamaré a ti, cuando mi corazón desmayare”, y mi oración no será rechazada. Hay plenitud de misericordia en Cristo disponible en todo momento, en cualquier época, desde cualquier lugar. Agradó al Padre que toda plenitud habitase permanentemente en Él como en una casa cuya puerta nunca está cerrada.

 

Sobre todo, vemos aquí inmutabilidad. Toda plenitud habita en Cristo: es decir, nunca se extingue ni disminuye. En el último día en que este mundo permanezca antes de ser entregado para ser devorado por el calor ardiente, se encontrará tanta plenitud en Cristo como en la hora cuando el primer pecador lo miró a Él y fue aliviado.

 

Oh pecador, el baño que limpia es tan eficaz para quitar las manchas hoy, como lo fue cuando el ladrón agonizante se lavó allí. Oh tú, pecador que desesperas, hay tanta consolación en Cristo hoy como cuando Él le dijo a la mujer: “Tus pecados te son perdonados; vé en paz”. Su gracia no ha disminuido. Él es hoy un Salvador tan grande como cuando Magdalena fue liberada de siete demonios. Él ejercerá el mismo poder infinito para perdonar, para regenerar, para liberar, para santificar, para salvar almas perfectamente, hasta que el tiempo no exista más.

 

¿No nos conducirá todo esto a alabar a Cristo, puesto que toda la plenitud es permanente en Él? Nuestras alabanzas han de permanecer donde permanece la plenitud. “Te alaben, oh Jehová, todas tus obras, y tus santos te bendigan”; sí, ellos no cesarán nunca su alabanza, porque nunca decrecerá la intensidad de Tu plenitud. Éste es un tópico sobre el cual nosotros, los que amamos a Cristo, estamos todos de acuerdo. Podemos disputar acerca de doctrinas, y tenemos diferentes puntos de vista sobre las ordenanzas; pero todos tenemos una visión concerniente a nuestro Señor Jesús. Él ha de sentarse en un excelso trono glorioso. ¿Cuándo amanecerá el día cuando cabalgue en triunfo a lo largo de nuestras calles? ¿Cuándo se convertirán verdaderamente Inglaterra y Escocia y todas las naciones, en los dominios del grandioso Rey? Nuestra petición es que Él apresure la divulgación del Evangelio y Su propia venida, según le agrade. ¡Oh, que Él fuera glorioso a los ojos de los hombres!

 

Y, ciertamente, si toda plenitud habita perpetuamente en Cristo, hay buena razón para que los que no han sido reconciliados se aprovechen de ella en este día. Que el Espíritu bendito te muestre, oh pecador, que hay suficiente en Jesucristo para suplir tus necesidades, que tu debilidad no necesita mantenerte alejado, ni siquiera la dureza de tu corazón, ni el arraigado hábito de tu voluntad, pues Cristo puede también sujetar a Sí mismo todas las cosas. Si tú lo buscas, serás encontrado por Él. Búscalo mientras pueda ser encontrado. No abandones tu asiento hasta que tu alma esté inclinada a Sus pies.

 

Me parece que lo veo; ¿no pueden verle sus corazones con la imaginación, glorioso hoy, mas sin embargo el mismo Salvador que fue clavado a la cruz como un criminal por los culpables? Extiende tu mano y toca el cetro de plata de la misericordia que te está ofreciendo, pues quienes lo tocan, viven. Mira a ese amado rostro donde las lágrimas una vez grabaron sus surcos, y la aflicción esculpió sus líneas; mira, te digo, y vive. Mira Su frente, radiante con muchas joyas deslumbrantes, que una vez llevó una corona de espinas; que Su amor te derrita hasta el arrepentimiento. Arrójate en Sus brazos, sintiendo: “Si perezco, pereceré ahí. Él será mi única esperanza”. Vive Jehová, en cuya presencia estoy, que ninguna de las almas de quienes vengan y confíen en Jesús se perderá. El cielo y la tierra pasarán, pero esta palabra de Dios no pasará jamás. “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. ¡Oh, confía en Él! ¡Yo te imploro por la misericordia de Dios y por la plenitud de Jesús, que confíes en Él ahora, en este día! Que Dios te conceda que puedas hacerlo, por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Colosenses 1.      

 

 

  

Traductor: Allan Román

19/Diciembre/2010

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