El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Los Huesos de
José
NO.
966
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Por la fe
José, al morir, mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento
acerca de sus huesos”. Hebreos 11: 22.
No podríamos decir con
facilidad cuál acción en una vida piadosa es más apreciada por Dios. En este
capítulo, el Espíritu Santo escoge de entre las vidas de algunos hombres buenos
los más deslumbrantes ejemplos de su fe. Yo no hubiera esperado que mencionara
la escena de los momentos finales de la vida de José como la prueba más ilustre
de su fe en Dios. Esa vida memorable, tal vez la más interesante en toda la
sagrada Escritura -con la excepción de una- abunda en incidentes de los cuales
el Espíritu Santo habría podido decir por boca de Su siervo Pablo: “Por la fe,
José hizo esto y aquello”, pero no se menciona nada salvo la escena final. Especialmente
el triunfo de su castidad contra una tentación tan conocida y sumamente severa,
habría podido ser atribuida muy apropiadamente al poder de su fe, pero eso es
soslayado, y el hecho de que dio mandamiento respecto a sus huesos es destacado
como la prueba más ilustre de su fe. ¿Acaso no nos dice eso, amados hermanos y
hermanas, que somos muy pobres jueces de lo que más agrada a Dios? Es muy
probable que Dios se agrade más de nosotros cuando menos nos agradamos a
nosotros mismos. Esa oración por la que nos lamentábamos y que considerábamos
que no era una oración, pudiera haber contenido mayor suplicación que alguna
otra intercesión que tuvimos en mayor consideración. Ese sermón que nos hizo
lamentarnos en la amargura de nuestra alma porque pensamos que lo habíamos
predicado muy débilmente, pudiera haber sido a los ojos de Dios más precioso
que muchos discursos elocuentes respecto a los cuales nos congratulábamos. Esa
prueba que nosotros pensamos que habíamos enfrentado con tanta impaciencia,
pudo haber sido delante de Dios una exhibición de verdadera paciencia cuando Él
miró en lo profundo de nuestras almas. Los sondeos por medio de los cuales nos
juzgamos a nosotros mismos son muy imprecisos. Pudiera ser que cuando leamos
nuestras propias biografías a la luz de la eternidad, nos sorprenderemos al
comprobar que Dios ha encomiado altamente aquello por lo que nosotros lloramos,
mientras que mucho de lo que nos gloriábamos será desechado como plata
reprobada. Dios no ve a la manera del hombre, pues el ser humano se fija en la
apariencia externa, pero Él mira el corazón y Su mirada penetra hasta lo más hondo.
‘Jehová pesa los espíritus’. Él no sopesa según el color, la forma o el brillo,
sino según el peso real, y de aquí que cuando pesó el carácter de José, le dio preponderancia
a un incidente en el que la fe estuvo realmente presente con mucha fuerza, pero
no para el observador superficial.
Pudiera parecer sorprendente
que la instrucción girada por José con relación a su cuerpo sea mencionada como
un notable acto de fe, mas no una instrucción similar dada por Jacob, pues,
¿acaso no dio también Jacob un mandamiento con relación a sus huesos? “Les
mandó luego, y les dijo: Yo voy a ser reunido con mi pueblo. Sepultadme con mis
padres en la cueva que está en el campo de Efrón el heteo, en la cueva que está
en el campo de Macpela, al oriente de Mamre en la tierra de Canaán, la cual
compró Abraham con el mismo campo de Efrón el heteo, para heredad de sepultura.
Allí sepultaron a Abraham y a Sara su mujer; allí sepultaron a Isaac y a Rebeca
su mujer; allí también sepulté yo a Lea”. Les pidió que trasladaran su cuerpo a
ese preciado mausoleo de la familia ubicado en Macpela, donde descansaban sus
padres. ¿Por qué no fue en Jacob un caso de fe, como lo fue en José? No podemos
hablar siempre de manera contundente sobre estas cosas, pero pensamos que hay
una diferencia fundamental entre ambos casos. Ustedes notarán que el deseo de
Jacob de ser enterrado en Macpela fue explicado por él mismo como proveniente
mayormente de un afecto natural. Él menciona su relación con Abraham, con
Isaac, con Lea, y así sucesivamente, y con ese sentimiento natural que es
sumamente encomiable pero que no es producto de la gracia, Jacob desea ser enterrado
con sus propios deudos. Cuando su alma fuera unida a su pueblo quería que su
cuerpo estuviera al lado de sus propios familiares. Este deseo era
probablemente tanto un gesto de la naturaleza como una expresión de la gracia.
Es seguro que el afecto natural habría guiado a José a desear lo mismo, pero él
no lo expresa de esa manera. Además, puede verse que Jacob manda a sus hijos
que hagan con sus huesos lo que ellos podían hacer fácilmente; debían llevarlos
a Macpela y enterrarlos de inmediato. Él sabía que su hijo José estaba en el
poder en Egipto, y, por tanto, todo lo que fuera necesario para su funeral
sería provisto: la corte egipcia, según quedó demostrado, estaba lo
suficientemente dispuesta a darle la inhumación más suntuosa. De hecho
guardaron luto por él cuarenta días, denotando con eso que era una persona
tenida en alta estima. Jacob, por tanto, no mandó que se hiciera nada que no
pudiera realizarse; no hubo ninguna exhibición muy notable de fe en el hecho de
ordenar un pronto funeral que el amor filial de José podía cumplir con
facilidad. Toma inmediata posesión de su sepulcro en Canaán, y por muy
excelentes razones no pide permanecer insepulto hasta que Canaán sea poseída por
sus descendientes. Jacob opta por una sepultura inmediata, pero José pospone su
inhumación hasta que la promesa del pacto sea cumplida. José no sólo deseaba
ser enterrado en Macpela, que era la naturaleza, sino que no quería ser
sepultado allí hasta que la tierra fuera poseída, lo cual era una exhibición de
la gracia de la fe. José deseaba que su cuerpo insepulto compartiera con el
pueblo de Dios su cautividad y su retorno. Estaba tan seguro de que saldrían de
la cautividad que pospone su entierro hasta ese feliz acontecimiento, y así
convierte lo que hubiera sido un deseo natural en un medio de expresar una
santa y piadosa confianza en la promesa divina. Fue fe en Jacob, pero fue fe
notable en José; y Dios, que no mira simplemente el acto sino el móvil del
acto, se ha complacido en no dejar constancia de Jacob como un ejemplo de fe en
el último trance, en este tema particular de sus huesos, y en loar a José por
exhibir en la agonía un memorable grado de confianza en la promesa. Probablemente
la fe de Jacob al morir, aplicada a otros asuntos, superaba en brillo a su fe
en conexión con su entierro, mientras que en su hijo preferido ese asunto fue
la prueba principal de la fe.
Ahora vamos a examinar
este incidente con mayor detalle y vamos a encontrar en él valiosas lecciones.
Que el Espíritu Santo las escriba en nuestros corazones.
Creo que advierto en
estas palabras de José en su lecho de muerte, primero, el poder de la fe; veo, en segundo lugar, las operaciones de la fe, las formas en que esta preciosa gracia se
encarna; y, en tercer lugar, veo un
ejemplo para nuestra fe cuando nos corresponda morir.
I. En
el texto observo un ejemplo del PODER DE
Primero, el poder de la
fe sobre la prosperidad mundana. “No
sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles”; esas
palabras son muy ciertas. Pero nunca se dijo: “Ningún gran hombre, ningún
hombre poderoso es escogido”. Dios ha escogido a unos cuantos en lugares de
riqueza y de poder y de influencia, que tienen fe en sus corazones y la tienen
en un grado eminente. Nuestro Señor nos dijo que es “más fácil pasar un camello
por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios”, pero agregó:
“Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible”. Observen,
entonces, la dificultad que rodeaba el caso de José, y luego, ¡vean cuán grande
debe de haber sido la fe que triunfó sobre la dificultad! La posición de José,
después que hubo enfrentado sus primeras pruebas en Egipto, fue muy eminente.
Poseía riquezas ilimitadas; José era el virrey del país entero, y Faraón le
había dicho: “Solamente en el trono seré yo mayor que tú”. Era en todos los
sentidos, excepto en nombre, el señor absoluto de esa gran nación; podía hacer lo
que quisiera; estaba rodeado de toda la suntuosidad de la realeza; y cuando iba
en su carro a través de las calles, los heraldos pregonaban delante de él: “¡Doblad
la rodilla!” Con todo, esto no impidió que José poseyera fe en Dios, y una fe
que perseveró hasta el fin.
Mis queridos hermanos,
las pruebas de la fe son usualmente las de la pobreza, y muy gloriosamente se
comporta la fe cuando confía en el Señor, y le va bien, y es alimentada incluso
en la tierra de la hambruna; pero es posible que las ordalías de la prosperidad
sean mucho más severas, y es por esto un mayor triunfo de la fe cuando el rico
no pone su corazón en las riquezas inciertas, y no tolera que el grueso barro
de este mundo estorbe su peregrinación al cielo. Es difícil sostener una copa
llena con una mano firme, pues algo se derrama usualmente; pero cuando la
gracia hace que unos hombres ricos y unos individuos de elevada posición de
poder y autoridad actúen correcta y píamente, entonces la gracia es grandemente
glorificada. Ustedes que son ricos deberían ver su peligro, pero dejen que el
caso de José les sirva de aliento. Dios les ayudará; busquen Su misericordiosa
ayuda. No hay necesidad de que sean mundanos, no es necesario que hundan lo
israelita en lo egipcio. Dios puede guardarlos tal como guardó a Job para que
sean perfectos y rectos, y no obstante, permite que tengan posesiones
sobremanera grandes. Igual que José pueden ser a la vez más ricos y mejores que
sus hermanos. Será muy difícil y van necesitar de mucha, de muchísima gracia,
pero el Señor su Dios les ayudará, y aprenderán, como Pablo, a cómo abundar y
como José de Arimatea, serán a la vez hombres ricos y devotos discípulos.
Hemos de recordar
también que José no sólo fue probado por las riquezas, sino que la prueba duró toda
su vida, casi desde sus primeros días y hasta la conclusión de su carrera. Yo
supongo que durante unos sesenta o setenta años por lo menos, ocupó la posición
equivalente a ‘virrey y gobernador de Faraón’ de Egipto, con toda la riqueza de
ese grandioso pueblo a sus pies, y a pesar de ello, todo ese tiempo permaneció
fiel al Dios de sus padres en su corazón. Que Dios les dé una fidelidad
semejante a quienes ocupan elevados cargos entre ustedes. Que permanezcan
inconmovibles aun bajo la más prolongada tentación. Recuerden, además, que la
sociedad en la que José se vio insertado por su posición en Egipto era del peor
tipo en cuanto a la religión espiritual, pues todos los egipcios eran
idólatras, adoradores de toda clase de animales vivos y de reptiles. Un
escritor satírico dijo de ellos: “Oh, pueblo dichoso que cultiva a sus dioses
en sus propios jardines”, pues adoraban incluso a los puerros y a las cebollas;
se trataba de un pueblo sumamente idólatra y aunque superaba ampliamente a sus
vecinos en civilización, estaba ubicado muy abajo en la escala de la religión.
Nos parece ver en José, por aquí y por allá, trazas de haber sido dañado por
los hábitos y costumbres de los egipcios, pero sin llegar al extremo que uno
hubiera esperado, ni tan dañado como para hacernos sospechar de su fidelidad al
único Dios. Debe de haber habido una considerable profundidad de santidad en el
joven ya que de otra manera habría sido incapaz de vivir en la corte -y en una
corte idolátrica- preservando su integridad y su fe en Jehová, el Dios de
Israel. No olviden que durante una parte sustancial de ese tiempo José no tenía
ni una sola persona de su propia fe con quien relacionarse. ¡Consideren cuán
grande prueba debe de haber sido para él! He conocido a personas muy fervorosas
en la religión mientras vivían con cristianos celosos, y muy diligentes mientras
escuchaban un ministerio ardoroso, las cuales, cuando fueron separadas de la
sociedad cristiana o cuando fueron compelidas a sentarse bajo un gélido
ministerio, se convirtieron en un fracaso espiritual. ¡Ay!, lamento por algunos
que cuando son transplantados a un suelo más duro han decaído tanto que sería
difícil decir si son árboles plantados por la diestra del Señor o no. José fue
transplantado a un lugar donde no había oración en la casa, ni amigos, ni
maestros piadosos con quienes se pudiera intercambiar palabra, nadie que
supiera de Jehová o del pacto hecho con Israel; José estaba completamente solo,
solo, solo, en medio de un pueblo idólatra, con todas las tentaciones de Egipto
ante sí, en posesión de sus riquezas y sus tesoros y tentado a vivir como vivía
el pueblo, en todo tipo de paganismo, y, sin embargo, a pesar de todo eso, se
sostuvo como viendo al Invisible, y al final, murió lleno de una fe confiada,
gozosa y piadosa en el Dios de sus padres. ¡Ah!, este es un gran triunfo de la
fe, y yo quisiera instar a cualquiera de mis amados hermanos aquí, que
realmente aman al Señor, que busquen que esa obra de gracia en ellos sea tan
profunda, tan verdadera y tan íntegra que si Dios los hiciera reyes no se
volverían altivos por eso; si Dios los separara de inmediato de los vínculos
cristianos, no lo olvidarían a Él; y si se vieran expuestos de inmediato a
todas las tentaciones del mundo, las resistirían a todas. Pueden ustedes ver
que el poder de la fe de José fue abundantemente evidenciado en su triunfo
sobre sus circunstancias mundanas.
En segundo lugar, ven
aquí el poder de su fe exhibido en su triunfo sobre la muerte. Si van al último capítulo de Génesis, verán que
dice: “Yo voy a morir; mas Dios ciertamente os visitará”, o, como lo expresa el
texto: “Mencionó la salida de los hijos de Israel”. La muerte es un gran
examinador de la sinceridad de un hombre, y un gran demoledor de paredes
inclinadas y de cercas que se tambalean. Los hombres han pensado que todo
estaba bien con ellos, pero cuando las crecidas del Jordán los han alcanzado,
han descubierto que las cosas son muy diferentes. Aquí vemos a José tan sereno
y tan tranquilo que recuerda el pacto, se apoya en él y se regocija en él.
Habla de la muerte como si sólo se tratase de una parte de la vida, siendo
comparativamente un asunto muy pequeño para él. No da evidencia de agitación de
ningún tipo, ni lo distrae ningún miedo; pero da su último testimonio a sus
hermanos que se reúnen en torno a su lecho, en relación a la fidelidad de Dios
y a la infalibilidad de Su promesa.
Además, si he de colegir
a partir del texto que el Espíritu Santo ha escogido el ejemplo más refulgente
de la fe en la vida de José, es hermoso advertir que el grandioso anciano se
vuelve sobremanera ilustre en su última hora. La muerte no apagó sino que más
bien iluminó el oro que había en su carácter. En su lecho de muerte, más que en
el resto de su vida, su fe dora con gloria su entorno como un sol poniente;
ahora que el corazón y la carne le fallan, Dios se convierte más que nunca en
la fuerza de su vida, así como sería pronto su porción para siempre. ¿No es
algo grandioso que un cristiano realice su mejor acción al final, siendo más
fuerte en poder divino cuando su propia debilidad es suprema? Deberíamos desear
servir a Dios en la juventud, en la salud, en la fortaleza, con todo el poder
que tenemos, pero pudiera sucedernos que como Sansón, nuestro último acto fuese
el mayor. Muchos hombres buenos gimen por su vida, ya que habiendo hecho todo
lo que podían, resulta insatisfactorio; pero, tal vez el Maestro pudiera tener
el propósito de darles una misericordia culminante, justo al final, y hacer que
el lugar de su partida sea la escena de su más gloriosa victoria, de manera que
entren en el cielo llevando los laureles de la fe para allí arrojarlos a los
pies del Salvador. De cualquier manera, José es un noble ejemplo de la victoria
de la fe sobre la muerte.
Además, aquí hay una
prueba del poder de la fe cuando se ríe de las
improbabilidades. Si piensan al respecto, parecía muy improbable que los
hijos de Israel salieran de Egipto. Tal vez en el tiempo en que José murió no se
veía ninguna razón por la que debieran salir. Estaban establecidos en Gosén;
habían sido favorecidos con esa porción de la tierra; la sabiduría de José
había seleccionado la parte más fértil del Delta del Nilo como la tierra de
pastoreo para sus rebaños. ¿Por qué habrían de querer salir? Disponían de todas
las comodidades que la tierra podía ofrecerles, entonces, ¿por qué habrían de
desear salir de Egipto para ir a la tierra de Canaán, donde los cananeos disputarían
cada pulgada de terreno y donde había pocas ventajas, si es que hubiese alguna,
y muchas desventajas? Supongan que José hubiere visto por anticipado -como tal
vez lo hizo- gracias a una visión profética, que otra dinastía sucedería a la
del Faraón que lo había honrado, y que Israel sería oprimido, entonces debe de
haber sentido, si sopesó las probabilidades, que era improbable en sumo grado
que los hijos de Israel, reducidos a la esclavitud, fueran capaces de abrirse
paso alguna vez para salir de Egipto, para alcanzar la tierra prometida. Si se le
hubiese preguntado a cualquier persona calificada para juzgar, respecto a la
posible ocurrencia de un conflicto entre las doce tribus y los ejércitos de
Egipto, habría respondido: “Israel sería pisoteado de inmediato como paja para
el muladar, y el pueblo permanecería en una servidumbre perpetua”. Pero la mira
de José estaba puesta en la poderosa promesa: “Y en la cuarta generación
volverán acá”. Él sabía que cuando los cuatrocientos años hubieren transcurrido,
se cumpliría la visión de Abram de un horno humeando y de una antorcha de fuego
y la palabra sería establecida: “Mas también a la nación a la cual servirán,
juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza”. Aunque todavía no
podía saber que Moisés diría: “Jehová ha dicho así: Deja ir a mi pueblo, para
que me sirva”; aunque no pudiera haber visto anticipadamente los portentos en
el Mar Rojo y cómo Faraón y sus carros serían tragados allí; y aunque no
predijo el desierto, ni la nube de fuego y de humo, ni los cielos vertiendo el
maná, con todo, era firme su fe en que por algún medio el pacto sería cumplido;
las improbabilidades no eran nada para él, y la imposibilidades tampoco. Dios
lo ha dicho y José lo cree. En su lecho de muerte, cuando la imaginación se
extingue y la fuerte ilusión afloja su puño de hierro, la fe verdadera y segura
del hombre de Dios se alzó a su nivel y, como la estrella vespertina, proyectó
una dulce gloria en la escena. Hermanos míos, que poseamos nosotros la fe que
triunfará sobre todas las circunstancias, sobre los dolores de la muerte, y
sobre toda improbabilidad que pudiera estar aparentemente conectada con la
palabra.
II. En
nuestro segundo encabezado vamos a esforzarnos por mostrarles LAS OPERACIONES
DE
En este caso, José da
mandamiento concerniente a sus huesos. El primer fruto de la fe en José fue
este: no quería ser un egipcio. No se
le había pedido que fuera un egipcio bajo el yugo; cualquiera habría podido
rechazar eso; no se le había pedido que fuera un egipcio de clase media, eso habría podido ser deseable desde un punto de
vista mundano; pero José tenía la oportunidad de ser un egipcio de la clase más
alta. En realidad, él fue exaltado casi a un rango real, y habría podido
convertirse en un egipcio naturalizado junto con su familia. En la providencia
de Dios fue llamado a aceptar los honores y emolumentos de un cargo sobremanera
señorial, pero aun así, José no quería ser un egipcio, ni siquiera según los
mejores términos. Su lecho mortuorio le proporcionó una ocasión decisiva, una
oportunidad para dar testimonio de que él es un israelita y de ninguna manera
un egipcio. José no dudó; su elección nunca claudicó. Sin duda habría contado
con una tumba muy suntuosa en Egipto; pero no, no quiere ser enterrado allí,
pues no es un egipcio. En Sakkara, muy cerca de la gran pirámide del Faraón
Apofis, está hasta este día la tumba de un príncipe cuyo nombre y títulos están
descritos en escritura jeroglífica. El nombre es “Eitsuf”, y de entre sus
muchos títulos escogemos dos: “Director de los graneros del rey”, y el otro es
un título egipcio: “Abrek”. Ahora bien, esta última palabra se encuentra en
Oh hombres ricos, éste
debe ser un punto importante de preocupación para ustedes: demuestren que no
son mundanos. Tú tienes que frecuentar la casa de cambio, visitar el banco,
manejar grandes sumas de dinero, pero no seas un gambusino, un buscador de oro;
no seas abarcador ni codicioso. Demuestren que si bien están en Egipto ustedes
no son egipcios. Que esta sea su oración: “Que Dios me conceda que nunca viva
de tal manera que sea confundido con un hombre de este mundo que tiene su
porción en esta vida. Mi porción está arriba. Prescindiendo de lo que pudiera
disfrutar aquí, el cielo es mi herencia”.
Noten, a continuación,
que su fe lo apremiaba a tener comunión
con el pueblo de Dios. No sólo rehúsa ser un mundano, sino que confiesa que
es un israelita. Tal vez me digan que sólo tuvo comunión con ellos en su muerte.
Con todo, no piensen con demasiada ligereza con respecto a eso. Él renunció al
funeral con el que Egipto le habría distinguido y prefirió esperar largos años
para que su propio pueblo celebrara sus exequias. Pero les ruego que recuerden
que no era la primera vez que José había mostrado compañerismo para con sus
hermanos; esto no fue sino la conclusión de una vida entera de comunión con
ellos. Es verdad que no cayó en la pobreza, pues no era necesario que cayera,
pero los hizo partícipes de su riqueza. Dios, en Su providencia, había
decretado que José fuera un hombre rico, y un hombre de rango y posición, y él
evidenció su compañerismo para con Israel llevando a su padre y sus hermanos a
Gosén, y proveyéndolos allí, y estuvo siempre listo para abogar por ellos y
hacer lo mejor que podía para promover sus intereses. Ahora bien, una señal de fe
en el cristiano es esta: si es pobre, comparte alegremente la suerte de los
pobres de Dios, pero si fuese rico, está consciente de que está colocado en una
posición de mando para poder ayudar mejor a sus hermanos, y tiene comunión con
ellos a través de su constante benevolencia con ellos. Si fuese necesario que
demuestre alguna vez su verdadero compañerismo al punto de tener que renunciar
por completo a su posición, lo haría alegremente para ser contado con el pueblo
despreciado de Dios. Me parece a mí que José no se avergonzó nunca de reconocer
a su propia raza, y nunca dejó de decirles a los egipcios en los momentos apropiados:
“Yo no soy uno de ustedes; allá está mi familia en Gosén”. Como sabía que su
familia sería despreciada y perseguida posteriormente, les dijo: “Conserven mis
huesos, de tal manera que cuando los degraden a ustedes también me degraden a
mí; voy a permanecer con ustedes en todas sus futuras aflicciones, pues soy uno
de ustedes”. La verdadera fe hace decir al hijo de Dios: “yo soy del pueblo de
Dios, mi alma está ligada a ellos en cualquier circunstancia”. “A dondequiera
que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi
pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde tú murieres, moriré yo, y allí seré sepultado”.
En el caso de José su fe
le condujo a una abierta confesión de su
confianza en la promesa de Dios. En
su lecho de muerte dijo: “Yo voy a morir; mas Dios ciertamente os visitará, y
os hará subir de esta tierra”. También dijo: “Los traerá a la tierra que juró a
Abraham, a Isaac y a Jacob”. La fe no puede estar muda. He sabido que su lengua
ha estado callada debido a la desconfianza, pero al final se ha visto obligada
a hablar; y, hermanos míos, ¿por qué la fe de ustedes no habría de hablar más a
menudo ya que su voz es dulce y su faz es majestuosa? Ninguna lengua es más
dulce para el oído de Cristo ni más potente para los corazones de los hombres
que la lengua de la verdadera fe. Si su fe fuera real, aunque pudieran ocultar
por un tiempo su luz debajo de un almud no serían capaces de hacerlo siempre
por largo tiempo, sino que serían compelidos a decir: “yo creo el Evangelio de
Cristo”; yo creo en la promesa de Dios. Él guardará Su pacto, y yo confieso ser
un creyente en Su verdad”. Habiendo declarado así su fe, José mostró en la
práctica que pretendía hacer la confesión, que no era un asunto de forma sino
un asunto del corazón. Yo no sé de qué mejor manera podría haber mostrado su fe
práctica en el hecho de que Dios sacaría al pueblo de Egipto que diciendo:
“Guarden mis huesos aquí, no los entierren hasta que ustedes mismos vayan a
Canaán una vez que hayan salido de Egipto para siempre y tomado posesión del
país de su pacto”. El creyente en Dios encontrará maneras prácticas de
demostrar su fe; la declarará mediante una abierta confesión, pero también la
manifestará escogiendo alguna forma de servicio en la que su fe será puesta a
prueba; o si le fuese asignada alguna aflicción de parte de Dios, la aceptará
alegremente, esperando que Dios le dará la fuerza necesaria para poder hacer
frente a la emergencia, y así su fe triunfará en la tribulación. La fe que no
se demuestra por obras es una fe que ha de ser temida. Si tu fe no te hace
hablar nunca por tu Dios o servirle, es una fe bastarda, una presunción innoble
que arruinará tu alma; no vino nunca de Dios y no te llevará a Dios. Pero José
era muy práctico, tan práctico como las circunstancias le permitían serlo.
Además, noten que
poseyendo él mismo la fe, José alentaba
la fe de otros. No se puede decir de nadie que tiene una fe real si no se
preocupa porque la fe pueda ser encontrada en los corazones de sus prójimos.
Pero, dices tú: “¿Qué hizo José para alentar la fe de otros?” Bien, hizo que
sus huesos se convirtieran en un sermón permanente para los hijos de Israel.
Leemos que fueron embalsamados y puestos en un ataúd en Egipto, y así
estuvieron siempre bajo la custodia de las tribus. ¿Qué quería decir eso? Cada
vez que un israelita se acordaba de los huesos de José, pensaba: “Hemos de
salir de este país algún día”. Tal vez se tratara de un hombre que prosperaba en
los negocios, que acumulaba riquezas en Egipto; pero se diría a sí mismo:
“tendré que despedirme de todo esto; los huesos de José han de ser trasladados;
no he de quedarme aquí para siempre”. Y luego, mientras actuaba como una
advertencia, su cuerpo serviría también de motivación, pues cuando los
capataces comenzaron a afligir al pueblo, y su tarea de ladrillos fue
incrementada, el deprimido israelita diría: no voy a salir nunca de Egipto”.
Oh, pero otros dirían: “José creía que lo haríamos; allí están todavía sus
huesos insepultos. Él nos ha legado la seguridad de su confianza en que Dios, a
su tiempo, sacaría a Su pueblo de esta casa de servidumbre. Me parece a mí que
José había pensado que esta disposición era lo mejor que podía hacer en general
para que los israelitas recordaran perpetuamente que eran forasteros y
peregrinos y para animarlos en la convicción de que a su tiempo serían liberados
de la casa de servidumbre y establecidos en la tierra que fluía leche y miel.
La fe verdadera busca propagarse en los corazones de otros. Es denodada, ávida,
intensa, si por cualquier medio puede esparcir un puñado de la simiente santa
que caiga en buena tierra, y glorifique a Dios. Es una buena prueba de tu propia
fe cuando te entregas a promover la fe de los demás.
Noten, también, que la
fe de José lo condujo a poner la mira en
las espiritualidades del pacto. José no tenía nada terrenal que ganar al
hacer que sus huesos fueran enterrados en Canaán más bien que en Egipto; eso no
es algo que importe mucho para un hombre moribundo. Es natural que nos guste ser
enterrados con nuestros parientes, pero por otra parte querríamos ser
enterrados cuanto antes después de la muerte. Ninguno de nosotros desearía
voluntariamente que sus huesos permaneciesen insepultos durante algunos cientos
de años con el objeto de que puedan llegar finalmente al sepulcro de la
familia. Yo creo que José no tenía ojos para las meras secularidades del pacto,
sino que tenía puesta la mira en las bendiciones espirituales que son reveladas
en Jesús, la grandiosa simiente de Abraham. Eso lo hacía decir: “yo no soy
ningún egipcio, soy uno de la simiente que el Señor ha escogido; yo espero la
venida del Mesías. Tengo parte y suerte en el pueblo escogido de Dios; voy a
reclamar eso, voy a reclamarlo no sólo para mí, sino también para mis hijos y
para mi casa”. En la providencia de Dios, sin ninguna culpa de su parte, José
había desposado a una mujer egipcia; Manasés y Efraín eran, por tanto, egipcios
a medias, y si el padre hubiese sido enterrado en Egipto, los hijos hubieran
podido apegarse a Egipto y separarse de Israel. José parece decirles: “No,
hijos míos, ustedes no son egipcios, ustedes son israelitas como su padre; no
entierren jamás mis huesos en Egipto; los insto a que no los entierren nunca
hasta que puedan depositarlos en el antiguo sepulcro de nuestra raza. Sean genuinamente
israelitas, séanlo a carta cabal, pues la mejor posesión no es la que yo pueda
legarles en Egipto, que se disipará, sino la herencia a la que les pido que
miren es la herencia espiritual que me alegraría que recibieran. Manasés y
Efraín, mis huesos los instarán a que no se vuelvan egipcios, a que no se
conformen al mundo ni busquen su reposo aquí; los huesos de su padre han de
atraerlos hacia Canaán; no descansen nunca hasta que sientan que tienen un
interés en las bendiciones espirituales del pacto.
Además me parece que la
fe de José respecto a sus huesos insepultos se manifestaba en su disposición a esperar el tiempo de Dios para recibir la
bendición esperada. Dijo él: “Yo creo que seré enterrado en Macpela, y yo creo
que mi pueblo saldrá de Egipto. Lo creo y estoy dispuesto a esperar”. Todo ser
humano al morir quiere ser enterrado decentemente y cuanto antes. ¿Quién
querría que sus huesos quedaran regados por todas partes? Pero este hombre está
dispuesto a esperar, a esperar para su funeral, y seguirá esperando, sin
importar cuán prolongado sea el tiempo de la cautividad de Israel. Es algo
grandioso tener una fe paciente. Es más fácil decir que hacer esto: “Estad firmes,
y ved la salvación de Dios”. “El que creyere, no se apresure”. Nosotros tenemos
mayormente una prisa pueril. Quisiéramos estar en el cielo mañana pero si
fuésemos sabios deberíamos estar contentos de quedarnos afuera hasta que Dios
nos permita entrar. Quisiéramos experimentar la resurrección mañana, y muchos
ansían la venida de Cristo cuanto antes. Espera la fecha establecida por el
Señor, oh impaciente rezongón; ten un espíritu tranquilo y un corazón apacible
pues la visión no se demorará. Debes estar dispuesto a esperar. Debes estar
dispuesto a que tus huesos descansen en el polvo hasta que resuene la trompeta
de la resurrección, y si pudieras elegir al respecto, devuelve el poder de tu
elección al Señor en el cielo, pues Él sabe lo que es mejor y lo más
conveniente para ti. Me agrada la idea de un hombre que no podía esperar ya más
en vida pues tenía que morir, pero que demuestra la capacidad de espera de su
espíritu conviniendo que sus huesos esperaran hasta que pudieran ser
depositados en Canaán. Ustedes notarán que tenía el deseo de José, pues cuando
Israel salió de Egipto, verán en el capítulo quince de Éxodo que Moisés se
ocupó de llevar consigo los huesos de José; y, lo que es más bien singular es
que esos huesos no fueron enterrados tan pronto como entraron en Canaán, ni
fueron enterrados durante las prolongadas guerras de Josué con las diversas tribus;
pero en los versículos finales del libro de Josué, cuando casi toda la tierra
había sido conquistada y el país había sido repartido entre las diferentes
tribus y habían tomado ya posesión de la
tierra, entonces leemos que enterraron los huesos de José en el campo de
Siquem, en el lugar en que Abraham había comprado para un sepulcro. Es como si
los restos de José no pudieran ser sepultados antes que los israelitas hubieran
conquistado el país, antes que se establecieran y que el pacto se cumpliera;
entonces tenía que ser enterrado, pero no antes. Cuán bendecida es la fe
paciente que espera que Dios se tome Su tiempo, cree en Él, y deja que Él se
espere tanto como quiera.
III. Debo
concluir abordando el tercer punto. Creo que tenemos en nuestro texto, queridos
amigos, UN EJEMPLO A SEGUIR PARA NUESTRA FE SOBRE CÓMO ACTUAR CUANDO LLEGUE
TAMBIÉN EL MOMENTO DE NUESTRA MUERTE.
Imaginaremos que nuestra
muerte está muy cercana, y esta idea será literalmente verdadera para algunos,
y cierta para todos nosotros tarde o temprano. ¿Cuál habrá de ser mi consuelo
cuando esté a punto de morir? Vamos, permítanme preparar mi último mensaje
antes de morir. Ahora reflexionen en esto. Primero, yo quisiera imitar a José,
extrayendo mi consuelo del pacto, pues eso hizo él. Ese mandamiento respecto a
sus huesos lo hizo únicamente porque creía que Dios guardaría Su pacto con Su
pueblo y que lo sacaría de Egipto. Que ustedes y yo seamos capaces de decir con
David: “No es así mi casa para con Dios; sin embargo, él ha hecho conmigo pacto
perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado”. ¡Ah, alma mía!, esto
no es morir, sino sólo un transitar de la tierra al cielo. Jesús, quien es Él
mismo el pacto, alivia muy benditamente los lechos mortuorios de Sus santos. A
un hombre de color negro le preguntaron después de haber estado atendiendo a su
ministro una noche: “¿Cómo está tu amo?” Él respondió: “Se está muriendo lleno
de vida”. Es algo grandioso cuando tenemos disponible el pacto para pensar en
él. Entonces tú puedes morir lleno de vida; puedes desplazarte de esta vida
inferior estando lleno de vida eterna y antes que la vida temporal se hubiere
desvanecido, de tal manera que nunca estés desprovisto de vida, pues la vida de
la gracia se integra a la vida de la gloria, tal como el río lo hace en el
océano.
José puede ser un
ejemplo para nosotros en el sentido de que recibió el consuelo viendo el futuro
de su pueblo. “Ciertamente Dios os visitará, y os hará subir de esta tierra a
la tierra que juró”. Muy a menudo los pensamientos de un cristiano agonizante
se ven turbados por la condición de la iglesia de Cristo. Teme que días
tenebrosos estén cayendo sobre ella. Si es un ministro, pregunta ansiosamente:
“¿qué hará mi gente ahora que ya no pueda guiarlos y alimentarlos? ¿No serán
como un rebaño sin pastor?” Pero aquí intervendrá la consolación pues hay
mejores días para la iglesia de Dios. Aunque los padres duerman:
“Todas las promesas en verdad están por engendrar
Un glorioso día de gracia”.
Aunque, uno tras otro,
todos nosotros moriremos, no hay días tenebrosos para nuestros descendientes,
sino que vienen días de brillantez. “Aparezca en tus siervos tu obra, y tu
gloria sobre sus hijos”. “Preciso es que reine hasta que haya puesto a todos
sus enemigos debajo de sus pies”. Los reyes de las costas le han de reconocer,
y los merodeadores del desierto se postrarán delante de Él. Jesús el Cristo de
Dios ha de ser Rey sobre toda la tierra, pues Dios lo ha jurado, diciendo: ““Y
verá toda carne la salvación de Dios”. “Y se manifestará la gloria de Jehová, y
toda carne juntamente la verá; porque la boca de Jehová ha hablado”. Con
pensamientos como esos en nuestras mentes, muy bien podemos cerrar nuestros
ojos en la muerte con un canto en nuestros labios.
Y luego, hermanos míos,
tenemos otra esperanza más brillante con la cual morir, si hemos de morir antes
de que sea cumplida, y esa esperanza es: Cristo Jesús, el Hijo de Dios, visitará
a Su pueblo. Hermanos, la dichosa esperanza en la segunda venida de nuestro
Señor Jesucristo puede iluminar la cámara de la muerte con esperanza. Tal como
dijo José: “Dios ciertamente os visitará”. Se aproxima el tiempo cuando el
Señor descenderá del cielo con voz de mando, con trompeta de arcángel y la voz
de Dios. Nuestro testimonio a la hora de la muerte debe ser con el fin de que,
con toda seguridad, Él viene pronto y Su recompensa está con Él. Nosotros no
tenemos que poner la mira en el futuro, como el judío lo hacía; él esperaba la
primera venida, pero nosotros estamos pendientes de la segunda venida. Esto nos
animará aun en nuestra partida, pues si muriéramos antes de que Él viniera, aun
así tendremos parte en el esplendor, pues los muertos en Cristo resucitarán.
Podemos agregar a todo
esto una esperanza respecto a nuestros huesos. Podemos decirles a nuestros
llorosos parientes, cuando se reúnan en torno a nuestro lecho, que den a
nuestros huesos una sepultura decente; no necesitan hacer ostentación de
nuestros nombres, ni escribir nuestras imaginadas virtudes sobre la piedra;
pero les diremos que resucitaremos, y que nos entregaremos al seno de nuestro
Padre y nuestro Dios con la plena convicción de que nuestro polvo será vivificado.
“Mis ojos lo verán en aquel día,
Verán al Dios que murió por mí,
Y todos mis huesos vivificados dirán:
Señor, ¿quién hay como Tú?”
Yo no sé cuándo un testimonio
de la resurrección pudiera sonar más dulcemente que cuando brota de los labios
de un santo que está a punto de abandonar este cuerpo mortal para entrar en la
presencia de su Dios. Es bueno decir, al abandonar estas manos, y estos pies, y
todos los miembros de esta estructura mortal: “Hasta luego, pobre cuerpo, voy a
regresar otra vez a ti; tú serás sembrado en debilidad, pero resucitarás en
poder; tú has sido un amigo fiel y un siervo de mi alma, pero serás todavía más
idóneo para mi espíritu cuando suene la trompeta y los muertos resuciten”.
Ojalá que nos cuidemos de que nuestro último acto sea un triunfo de la fe, el
acto culminante de nuestras vidas. ¡Que Dios nos ayude que así sea!
Amados, hay una triste
reflexión, es decir, que no podemos esperar morir triunfantemente a menos que
vivamos obedientemente. No podemos esperar mostrar fe en los momentos de
nuestra muerte si no tenemos fe ahora. Que Dios te conceda fe, oh incrédulo.
Buscador, no descanses hasta obtenerla, y que el Espíritu de Dios te dé la fe
de los elegidos de Dios, para que viviendo puedas servir a Dios y muriendo
puedas honrarlo tal como José lo hizo en la antigüedad. Que el Señor los
bendiga, queridos amigos, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Porciones de
Génesis 50:
22-26; Hebreos 11.
Traductor: Allan Román
6/Diciembre/2012
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