El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Los Huesos de José

NO. 966

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 18 DE DICIEMBRE, 1870

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Por la fe José, al morir, mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento acerca de sus huesos”. Hebreos 11: 22.

 

No podríamos decir con facilidad cuál acción en una vida piadosa es más apreciada por Dios. En este capítulo, el Espíritu Santo escoge de entre las vidas de algunos hombres buenos los más deslumbrantes ejemplos de su fe. Yo no hubiera esperado que mencionara la escena de los momentos finales de la vida de José como la prueba más ilustre de su fe en Dios. Esa vida memorable, tal vez la más interesante en toda la sagrada Escritura -con la excepción de una- abunda en incidentes de los cuales el Espíritu Santo habría podido decir por boca de Su siervo Pablo: “Por la fe, José hizo esto y aquello”, pero no se menciona nada salvo la escena final. Especialmente el triunfo de su castidad contra una tentación tan conocida y sumamente severa, habría podido ser atribuida muy apropiadamente al poder de su fe, pero eso es soslayado, y el hecho de que dio mandamiento respecto a sus huesos es destacado como la prueba más ilustre de su fe. ¿Acaso no nos dice eso, amados hermanos y hermanas, que somos muy pobres jueces de lo que más agrada a Dios? Es muy probable que Dios se agrade más de nosotros cuando menos nos agradamos a nosotros mismos. Esa oración por la que nos lamentábamos y que considerábamos que no era una oración, pudiera haber contenido mayor suplicación que alguna otra intercesión que tuvimos en mayor consideración. Ese sermón que nos hizo lamentarnos en la amargura de nuestra alma porque pensamos que lo habíamos predicado muy débilmente, pudiera haber sido a los ojos de Dios más precioso que muchos discursos elocuentes respecto a los cuales nos congratulábamos. Esa prueba que nosotros pensamos que habíamos enfrentado con tanta impaciencia, pudo haber sido delante de Dios una exhibición de verdadera paciencia cuando Él miró en lo profundo de nuestras almas. Los sondeos por medio de los cuales nos juzgamos a nosotros mismos son muy imprecisos. Pudiera ser que cuando leamos nuestras propias biografías a la luz de la eternidad, nos sorprenderemos al comprobar que Dios ha encomiado altamente aquello por lo que nosotros lloramos, mientras que mucho de lo que nos gloriábamos será desechado como plata reprobada. Dios no ve a la manera del hombre, pues el ser humano se fija en la apariencia externa, pero Él mira el corazón y Su mirada penetra hasta lo más hondo. ‘Jehová pesa los espíritus’. Él no sopesa según el color, la forma o el brillo, sino según el peso real, y de aquí que cuando pesó el carácter de José, le dio preponderancia a un incidente en el que la fe estuvo realmente presente con mucha fuerza, pero no para el observador superficial.

 

Pudiera parecer sorprendente que la instrucción girada por José con relación a su cuerpo sea mencionada como un notable acto de fe, mas no una instrucción similar dada por Jacob, pues, ¿acaso no dio también Jacob un mandamiento con relación a sus huesos? “Les mandó luego, y les dijo: Yo voy a ser reunido con mi pueblo. Sepultadme con mis padres en la cueva que está en el campo de Efrón el heteo, en la cueva que está en el campo de Macpela, al oriente de Mamre en la tierra de Canaán, la cual compró Abraham con el mismo campo de Efrón el heteo, para heredad de sepultura. Allí sepultaron a Abraham y a Sara su mujer; allí sepultaron a Isaac y a Rebeca su mujer; allí también sepulté yo a Lea”. Les pidió que trasladaran su cuerpo a ese preciado mausoleo de la familia ubicado en Macpela, donde descansaban sus padres. ¿Por qué no fue en Jacob un caso de fe, como lo fue en José? No podemos hablar siempre de manera contundente sobre estas cosas, pero pensamos que hay una diferencia fundamental entre ambos casos. Ustedes notarán que el deseo de Jacob de ser enterrado en Macpela fue explicado por él mismo como proveniente mayormente de un afecto natural. Él menciona su relación con Abraham, con Isaac, con Lea, y así sucesivamente, y con ese sentimiento natural que es sumamente encomiable pero que no es producto de la gracia, Jacob desea ser enterrado con sus propios deudos. Cuando su alma fuera unida a su pueblo quería que su cuerpo estuviera al lado de sus propios familiares. Este deseo era probablemente tanto un gesto de la naturaleza como una expresión de la gracia. Es seguro que el afecto natural habría guiado a José a desear lo mismo, pero él no lo expresa de esa manera. Además, puede verse que Jacob manda a sus hijos que hagan con sus huesos lo que ellos podían hacer fácilmente; debían llevarlos a Macpela y enterrarlos de inmediato. Él sabía que su hijo José estaba en el poder en Egipto, y, por tanto, todo lo que fuera necesario para su funeral sería provisto: la corte egipcia, según quedó demostrado, estaba lo suficientemente dispuesta a darle la inhumación más suntuosa. De hecho guardaron luto por él cuarenta días, denotando con eso que era una persona tenida en alta estima. Jacob, por tanto, no mandó que se hiciera nada que no pudiera realizarse; no hubo ninguna exhibición muy notable de fe en el hecho de ordenar un pronto funeral que el amor filial de José podía cumplir con facilidad. Toma inmediata posesión de su sepulcro en Canaán, y por muy excelentes razones no pide permanecer insepulto hasta que Canaán sea poseída por sus descendientes. Jacob opta por una sepultura inmediata, pero José pospone su inhumación hasta que la promesa del pacto sea cumplida. José no sólo deseaba ser enterrado en Macpela, que era la naturaleza, sino que no quería ser sepultado allí hasta que la tierra fuera poseída, lo cual era una exhibición de la gracia de la fe. José deseaba que su cuerpo insepulto compartiera con el pueblo de Dios su cautividad y su retorno. Estaba tan seguro de que saldrían de la cautividad que pospone su entierro hasta ese feliz acontecimiento, y así convierte lo que hubiera sido un deseo natural en un medio de expresar una santa y piadosa confianza en la promesa divina. Fue fe en Jacob, pero fue fe notable en José; y Dios, que no mira simplemente el acto sino el móvil del acto, se ha complacido en no dejar constancia de Jacob como un ejemplo de fe en el último trance, en este tema particular de sus huesos, y en loar a José por exhibir en la agonía un memorable grado de confianza en la promesa. Probablemente la fe de Jacob al morir, aplicada a otros asuntos, superaba en brillo a su fe en conexión con su entierro, mientras que en su hijo preferido ese asunto fue la prueba principal de la fe.

 

Ahora vamos a examinar este incidente con mayor detalle y vamos a encontrar en él valiosas lecciones. Que el Espíritu Santo las escriba en nuestros corazones.

 

Creo que advierto en estas palabras de José en su lecho de muerte, primero, el poder de la fe; veo, en segundo lugar, las operaciones de la fe, las formas en que esta preciosa gracia se encarna; y, en tercer lugar, veo un ejemplo para nuestra fe cuando nos corresponda morir.

 

I.   En el texto observo un ejemplo del PODER DE LA FE; la resistencia de la verdadera fe bajo tres notables formas de prueba.

 

Primero, el poder de la fe sobre la prosperidad mundana. “No sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles”; esas palabras son muy ciertas. Pero nunca se dijo: “Ningún gran hombre, ningún hombre poderoso es escogido”. Dios ha escogido a unos cuantos en lugares de riqueza y de poder y de influencia, que tienen fe en sus corazones y la tienen en un grado eminente. Nuestro Señor nos dijo que es “más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios”, pero agregó: “Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible”. Observen, entonces, la dificultad que rodeaba el caso de José, y luego, ¡vean cuán grande debe de haber sido la fe que triunfó sobre la dificultad! La posición de José, después que hubo enfrentado sus primeras pruebas en Egipto, fue muy eminente. Poseía riquezas ilimitadas; José era el virrey del país entero, y Faraón le había dicho: “Solamente en el trono seré yo mayor que tú”. Era en todos los sentidos, excepto en nombre, el señor absoluto de esa gran nación; podía hacer lo que quisiera; estaba rodeado de toda la suntuosidad de la realeza; y cuando iba en su carro a través de las calles, los heraldos pregonaban delante de él: “¡Doblad la rodilla!” Con todo, esto no impidió que José poseyera fe en Dios, y una fe que perseveró hasta el fin.

 

Mis queridos hermanos, las pruebas de la fe son usualmente las de la pobreza, y muy gloriosamente se comporta la fe cuando confía en el Señor, y le va bien, y es alimentada incluso en la tierra de la hambruna; pero es posible que las ordalías de la prosperidad sean mucho más severas, y es por esto un mayor triunfo de la fe cuando el rico no pone su corazón en las riquezas inciertas, y no tolera que el grueso barro de este mundo estorbe su peregrinación al cielo. Es difícil sostener una copa llena con una mano firme, pues algo se derrama usualmente; pero cuando la gracia hace que unos hombres ricos y unos individuos de elevada posición de poder y autoridad actúen correcta y píamente, entonces la gracia es grandemente glorificada. Ustedes que son ricos deberían ver su peligro, pero dejen que el caso de José les sirva de aliento. Dios les ayudará; busquen Su misericordiosa ayuda. No hay necesidad de que sean mundanos, no es necesario que hundan lo israelita en lo egipcio. Dios puede guardarlos tal como guardó a Job para que sean perfectos y rectos, y no obstante, permite que tengan posesiones sobremanera grandes. Igual que José pueden ser a la vez más ricos y mejores que sus hermanos. Será muy difícil y van necesitar de mucha, de muchísima gracia, pero el Señor su Dios les ayudará, y aprenderán, como Pablo, a cómo abundar y como José de Arimatea, serán a la vez hombres ricos y devotos discípulos.

 

Hemos de recordar también que José no sólo fue probado por las riquezas, sino que la prueba duró toda su vida, casi desde sus primeros días y hasta la conclusión de su carrera. Yo supongo que durante unos sesenta o setenta años por lo menos, ocupó la posición equivalente a ‘virrey y gobernador de Faraón’ de Egipto, con toda la riqueza de ese grandioso pueblo a sus pies, y a pesar de ello, todo ese tiempo permaneció fiel al Dios de sus padres en su corazón. Que Dios les dé una fidelidad semejante a quienes ocupan elevados cargos entre ustedes. Que permanezcan inconmovibles aun bajo la más prolongada tentación. Recuerden, además, que la sociedad en la que José se vio insertado por su posición en Egipto era del peor tipo en cuanto a la religión espiritual, pues todos los egipcios eran idólatras, adoradores de toda clase de animales vivos y de reptiles. Un escritor satírico dijo de ellos: “Oh, pueblo dichoso que cultiva a sus dioses en sus propios jardines”, pues adoraban incluso a los puerros y a las cebollas; se trataba de un pueblo sumamente idólatra y aunque superaba ampliamente a sus vecinos en civilización, estaba ubicado muy abajo en la escala de la religión. Nos parece ver en José, por aquí y por allá, trazas de haber sido dañado por los hábitos y costumbres de los egipcios, pero sin llegar al extremo que uno hubiera esperado, ni tan dañado como para hacernos sospechar de su fidelidad al único Dios. Debe de haber habido una considerable profundidad de santidad en el joven ya que de otra manera habría sido incapaz de vivir en la corte -y en una corte idolátrica- preservando su integridad y su fe en Jehová, el Dios de Israel. No olviden que durante una parte sustancial de ese tiempo José no tenía ni una sola persona de su propia fe con quien relacionarse. ¡Consideren cuán grande prueba debe de haber sido para él! He conocido a personas muy fervorosas en la religión mientras vivían con cristianos celosos, y muy diligentes mientras escuchaban un ministerio ardoroso, las cuales, cuando fueron separadas de la sociedad cristiana o cuando fueron compelidas a sentarse bajo un gélido ministerio, se convirtieron en un fracaso espiritual. ¡Ay!, lamento por algunos que cuando son transplantados a un suelo más duro han decaído tanto que sería difícil decir si son árboles plantados por la diestra del Señor o no. José fue transplantado a un lugar donde no había oración en la casa, ni amigos, ni maestros piadosos con quienes se pudiera intercambiar palabra, nadie que supiera de Jehová o del pacto hecho con Israel; José estaba completamente solo, solo, solo, en medio de un pueblo idólatra, con todas las tentaciones de Egipto ante sí, en posesión de sus riquezas y sus tesoros y tentado a vivir como vivía el pueblo, en todo tipo de paganismo, y, sin embargo, a pesar de todo eso, se sostuvo como viendo al Invisible, y al final, murió lleno de una fe confiada, gozosa y piadosa en el Dios de sus padres. ¡Ah!, este es un gran triunfo de la fe, y yo quisiera instar a cualquiera de mis amados hermanos aquí, que realmente aman al Señor, que busquen que esa obra de gracia en ellos sea tan profunda, tan verdadera y tan íntegra que si Dios los hiciera reyes no se volverían altivos por eso; si Dios los separara de inmediato de los vínculos cristianos, no lo olvidarían a Él; y si se vieran expuestos de inmediato a todas las tentaciones del mundo, las resistirían a todas. Pueden ustedes ver que el poder de la fe de José fue abundantemente evidenciado en su triunfo sobre sus circunstancias mundanas.

 

En segundo lugar, ven aquí el poder de su fe exhibido en su triunfo sobre la muerte. Si van al último capítulo de Génesis, verán que dice: “Yo voy a morir; mas Dios ciertamente os visitará”, o, como lo expresa el texto: “Mencionó la salida de los hijos de Israel”. La muerte es un gran examinador de la sinceridad de un hombre, y un gran demoledor de paredes inclinadas y de cercas que se tambalean. Los hombres han pensado que todo estaba bien con ellos, pero cuando las crecidas del Jordán los han alcanzado, han descubierto que las cosas son muy diferentes. Aquí vemos a José tan sereno y tan tranquilo que recuerda el pacto, se apoya en él y se regocija en él. Habla de la muerte como si sólo se tratase de una parte de la vida, siendo comparativamente un asunto muy pequeño para él. No da evidencia de agitación de ningún tipo, ni lo distrae ningún miedo; pero da su último testimonio a sus hermanos que se reúnen en torno a su lecho, en relación a la fidelidad de Dios y a la infalibilidad de Su promesa.

 

Además, si he de colegir a partir del texto que el Espíritu Santo ha escogido el ejemplo más refulgente de la fe en la vida de José, es hermoso advertir que el grandioso anciano se vuelve sobremanera ilustre en su última hora. La muerte no apagó sino que más bien iluminó el oro que había en su carácter. En su lecho de muerte, más que en el resto de su vida, su fe dora con gloria su entorno como un sol poniente; ahora que el corazón y la carne le fallan, Dios se convierte más que nunca en la fuerza de su vida, así como sería pronto su porción para siempre. ¿No es algo grandioso que un cristiano realice su mejor acción al final, siendo más fuerte en poder divino cuando su propia debilidad es suprema? Deberíamos desear servir a Dios en la juventud, en la salud, en la fortaleza, con todo el poder que tenemos, pero pudiera sucedernos que como Sansón, nuestro último acto fuese el mayor. Muchos hombres buenos gimen por su vida, ya que habiendo hecho todo lo que podían, resulta insatisfactorio; pero, tal vez el Maestro pudiera tener el propósito de darles una misericordia culminante, justo al final, y hacer que el lugar de su partida sea la escena de su más gloriosa victoria, de manera que entren en el cielo llevando los laureles de la fe para allí arrojarlos a los pies del Salvador. De cualquier manera, José es un noble ejemplo de la victoria de la fe sobre la muerte.

 

Además, aquí hay una prueba del poder de la fe cuando se ríe de las improbabilidades. Si piensan al respecto, parecía muy improbable que los hijos de Israel salieran de Egipto. Tal vez en el tiempo en que José murió no se veía ninguna razón por la que debieran salir. Estaban establecidos en Gosén; habían sido favorecidos con esa porción de la tierra; la sabiduría de José había seleccionado la parte más fértil del Delta del Nilo como la tierra de pastoreo para sus rebaños. ¿Por qué habrían de querer salir? Disponían de todas las comodidades que la tierra podía ofrecerles, entonces, ¿por qué habrían de desear salir de Egipto para ir a la tierra de Canaán, donde los cananeos disputarían cada pulgada de terreno y donde había pocas ventajas, si es que hubiese alguna, y muchas desventajas? Supongan que José hubiere visto por anticipado -como tal vez lo hizo- gracias a una visión profética, que otra dinastía sucedería a la del Faraón que lo había honrado, y que Israel sería oprimido, entonces debe de haber sentido, si sopesó las probabilidades, que era improbable en sumo grado que los hijos de Israel, reducidos a la esclavitud, fueran capaces de abrirse paso alguna vez para salir de Egipto, para alcanzar la tierra prometida. Si se le hubiese preguntado a cualquier persona calificada para juzgar, respecto a la posible ocurrencia de un conflicto entre las doce tribus y los ejércitos de Egipto, habría respondido: “Israel sería pisoteado de inmediato como paja para el muladar, y el pueblo permanecería en una servidumbre perpetua”. Pero la mira de José estaba puesta en la poderosa promesa: “Y en la cuarta generación volverán acá”. Él sabía que cuando los cuatrocientos años hubieren transcurrido, se cumpliría la visión de Abram de un horno humeando y de una antorcha de fuego y la palabra sería establecida: “Mas también a la nación a la cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza”. Aunque todavía no podía saber que Moisés diría: “Jehová ha dicho así: Deja ir a mi pueblo, para que me sirva”; aunque no pudiera haber visto anticipadamente los portentos en el Mar Rojo y cómo Faraón y sus carros serían tragados allí; y aunque no predijo el desierto, ni la nube de fuego y de humo, ni los cielos vertiendo el maná, con todo, era firme su fe en que por algún medio el pacto sería cumplido; las improbabilidades no eran nada para él, y la imposibilidades tampoco. Dios lo ha dicho y José lo cree. En su lecho de muerte, cuando la imaginación se extingue y la fuerte ilusión afloja su puño de hierro, la fe verdadera y segura del hombre de Dios se alzó a su nivel y, como la estrella vespertina, proyectó una dulce gloria en la escena. Hermanos míos, que poseamos nosotros la fe que triunfará sobre todas las circunstancias, sobre los dolores de la muerte, y sobre toda improbabilidad que pudiera estar aparentemente conectada con la palabra.

 

II.   En nuestro segundo encabezado vamos a esforzarnos por mostrarles LAS OPERACIONES DE LA FE.

 

En este caso, José da mandamiento concerniente a sus huesos. El primer fruto de la fe en José fue este: no quería ser un egipcio. No se le había pedido que fuera un egipcio bajo el yugo; cualquiera habría podido rechazar eso; no se le había pedido que fuera un egipcio de clase media, eso habría podido ser deseable desde un punto de vista mundano; pero José tenía la oportunidad de ser un egipcio de la clase más alta. En realidad, él fue exaltado casi a un rango real, y habría podido convertirse en un egipcio naturalizado junto con su familia. En la providencia de Dios fue llamado a aceptar los honores y emolumentos de un cargo sobremanera señorial, pero aun así, José no quería ser un egipcio, ni siquiera según los mejores términos. Su lecho mortuorio le proporcionó una ocasión decisiva, una oportunidad para dar testimonio de que él es un israelita y de ninguna manera un egipcio. José no dudó; su elección nunca claudicó. Sin duda habría contado con una tumba muy suntuosa en Egipto; pero no, no quiere ser enterrado allí, pues no es un egipcio. En Sakkara, muy cerca de la gran pirámide del Faraón Apofis, está hasta este día la tumba de un príncipe cuyo nombre y títulos están descritos en escritura jeroglífica. El nombre es “Eitsuf”, y de entre sus muchos títulos escogemos dos: “Director de los graneros del rey”, y el otro es un título egipcio: “Abrek”. Ahora bien, esta última palabra se encuentra en la Escritura, y es la expresión que se traduce como: “Doblad la rodilla”. Es más que probable que este monumento fuera preparado para José, pero él declinó el honor. Aunque su lugar de descanso habría sido justo al lado de la pirámide de uno de los monarcas más grandes de Mizraim, con todo, él no quiso aceptar la dignidad, no quiso ser un egipcio. Esta es una de las invariables obras de la fe en un hombre de riqueza y de rango; cuando Dios lo coloca en unas circunstancias en las que podría ser un mundano de primer orden, si su fe es genuina, dice: “No; no voy a ser contado con el mundo ni siquiera a este precio”. Él teme por sobre todas las cosas que se pueda suponer que tiene su porción en esta vida. Si pudieras poner a un cristiano sobre el trono, el primer temor que tendría sería este: “¿He de ser distraído por una corona terrenal, y he de perderme de la diadema celestial?” Ponlo en la corte y su gran pregunta será: ‘¿Cómo podré demostrar que no soy uno de los ciudadanos de este mundo?’ Rodéalo de amplios acres, de una noble mansión, de una gran propiedad, y no obstante, él dirá: “Acepto agradecidamente esto de Dios, pero, oh, no quisiera tenerlo si lo tuviera con la condición de ser contado entre los seguidores de Mamón; y ahora que he obtenido riquezas, mi oración cotidiana a Dios será: ‘Señor, ayúdame para que use de tal forma mi condición que no sirva con ella a este mundo malvado, sino que pueda ser un padre para tu pobre Israel. Si se llegara al punto de tener que elegir entre el reproche de Cristo y los tesoros de Egipto, optaré por el reproche de Cristo y renunciaré al tesoro; yo no puedo ser un egipcio’”.

 

Oh hombres ricos, éste debe ser un punto importante de preocupación para ustedes: demuestren que no son mundanos. Tú tienes que frecuentar la casa de cambio, visitar el banco, manejar grandes sumas de dinero, pero no seas un gambusino, un buscador de oro; no seas abarcador ni codicioso. Demuestren que si bien están en Egipto ustedes no son egipcios. Que esta sea su oración: “Que Dios me conceda que nunca viva de tal manera que sea confundido con un hombre de este mundo que tiene su porción en esta vida. Mi porción está arriba. Prescindiendo de lo que pudiera disfrutar aquí, el cielo es mi herencia”.

 

Noten, a continuación, que su fe lo apremiaba a tener comunión con el pueblo de Dios. No sólo rehúsa ser un mundano, sino que confiesa que es un israelita. Tal vez me digan que sólo tuvo comunión con ellos en su muerte. Con todo, no piensen con demasiada ligereza con respecto a eso. Él renunció al funeral con el que Egipto le habría distinguido y prefirió esperar largos años para que su propio pueblo celebrara sus exequias. Pero les ruego que recuerden que no era la primera vez que José había mostrado compañerismo para con sus hermanos; esto no fue sino la conclusión de una vida entera de comunión con ellos. Es verdad que no cayó en la pobreza, pues no era necesario que cayera, pero los hizo partícipes de su riqueza. Dios, en Su providencia, había decretado que José fuera un hombre rico, y un hombre de rango y posición, y él evidenció su compañerismo para con Israel llevando a su padre y sus hermanos a Gosén, y proveyéndolos allí, y estuvo siempre listo para abogar por ellos y hacer lo mejor que podía para promover sus intereses. Ahora bien, una señal de fe en el cristiano es esta: si es pobre, comparte alegremente la suerte de los pobres de Dios, pero si fuese rico, está consciente de que está colocado en una posición de mando para poder ayudar mejor a sus hermanos, y tiene comunión con ellos a través de su constante benevolencia con ellos. Si fuese necesario que demuestre alguna vez su verdadero compañerismo al punto de tener que renunciar por completo a su posición, lo haría alegremente para ser contado con el pueblo despreciado de Dios. Me parece a mí que José no se avergonzó nunca de reconocer a su propia raza, y nunca dejó de decirles a los egipcios en los momentos apropiados: “Yo no soy uno de ustedes; allá está mi familia en Gosén”. Como sabía que su familia sería despreciada y perseguida posteriormente, les dijo: “Conserven mis huesos, de tal manera que cuando los degraden a ustedes también me degraden a mí; voy a permanecer con ustedes en todas sus futuras aflicciones, pues soy uno de ustedes”. La verdadera fe hace decir al hijo de Dios: “yo soy del pueblo de Dios, mi alma está ligada a ellos en cualquier circunstancia”. “A dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde tú murieres, moriré yo, y allí seré sepultado”.

 

En el caso de José su fe le condujo a una abierta confesión de su confianza en la promesa de Dios. En su lecho de muerte dijo: “Yo voy a morir; mas Dios ciertamente os visitará, y os hará subir de esta tierra”. También dijo: “Los traerá a la tierra que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob”. La fe no puede estar muda. He sabido que su lengua ha estado callada debido a la desconfianza, pero al final se ha visto obligada a hablar; y, hermanos míos, ¿por qué la fe de ustedes no habría de hablar más a menudo ya que su voz es dulce y su faz es majestuosa? Ninguna lengua es más dulce para el oído de Cristo ni más potente para los corazones de los hombres que la lengua de la verdadera fe. Si su fe fuera real, aunque pudieran ocultar por un tiempo su luz debajo de un almud no serían capaces de hacerlo siempre por largo tiempo, sino que serían compelidos a decir: “yo creo el Evangelio de Cristo”; yo creo en la promesa de Dios. Él guardará Su pacto, y yo confieso ser un creyente en Su verdad”. Habiendo declarado así su fe, José mostró en la práctica que pretendía hacer la confesión, que no era un asunto de forma sino un asunto del corazón. Yo no sé de qué mejor manera podría haber mostrado su fe práctica en el hecho de que Dios sacaría al pueblo de Egipto que diciendo: “Guarden mis huesos aquí, no los entierren hasta que ustedes mismos vayan a Canaán una vez que hayan salido de Egipto para siempre y tomado posesión del país de su pacto”. El creyente en Dios encontrará maneras prácticas de demostrar su fe; la declarará mediante una abierta confesión, pero también la manifestará escogiendo alguna forma de servicio en la que su fe será puesta a prueba; o si le fuese asignada alguna aflicción de parte de Dios, la aceptará alegremente, esperando que Dios le dará la fuerza necesaria para poder hacer frente a la emergencia, y así su fe triunfará en la tribulación. La fe que no se demuestra por obras es una fe que ha de ser temida. Si tu fe no te hace hablar nunca por tu Dios o servirle, es una fe bastarda, una presunción innoble que arruinará tu alma; no vino nunca de Dios y no te llevará a Dios. Pero José era muy práctico, tan práctico como las circunstancias le permitían serlo.

 

Además, noten que poseyendo él mismo la fe, José alentaba la fe de otros. No se puede decir de nadie que tiene una fe real si no se preocupa porque la fe pueda ser encontrada en los corazones de sus prójimos. Pero, dices tú: “¿Qué hizo José para alentar la fe de otros?” Bien, hizo que sus huesos se convirtieran en un sermón permanente para los hijos de Israel. Leemos que fueron embalsamados y puestos en un ataúd en Egipto, y así estuvieron siempre bajo la custodia de las tribus. ¿Qué quería decir eso? Cada vez que un israelita se acordaba de los huesos de José, pensaba: “Hemos de salir de este país algún día”. Tal vez se tratara de un hombre que prosperaba en los negocios, que acumulaba riquezas en Egipto; pero se diría a sí mismo: “tendré que despedirme de todo esto; los huesos de José han de ser trasladados; no he de quedarme aquí para siempre”. Y luego, mientras actuaba como una advertencia, su cuerpo serviría también de motivación, pues cuando los capataces comenzaron a afligir al pueblo, y su tarea de ladrillos fue incrementada, el deprimido israelita diría: no voy a salir nunca de Egipto”. Oh, pero otros dirían: “José creía que lo haríamos; allí están todavía sus huesos insepultos. Él nos ha legado la seguridad de su confianza en que Dios, a su tiempo, sacaría a Su pueblo de esta casa de servidumbre. Me parece a mí que José había pensado que esta disposición era lo mejor que podía hacer en general para que los israelitas recordaran perpetuamente que eran forasteros y peregrinos y para animarlos en la convicción de que a su tiempo serían liberados de la casa de servidumbre y establecidos en la tierra que fluía leche y miel. La fe verdadera busca propagarse en los corazones de otros. Es denodada, ávida, intensa, si por cualquier medio puede esparcir un puñado de la simiente santa que caiga en buena tierra, y glorifique a Dios. Es una buena prueba de tu propia fe cuando te entregas a promover la fe de los demás.

 

Noten, también, que la fe de José lo condujo a poner la mira en las espiritualidades del pacto. José no tenía nada terrenal que ganar al hacer que sus huesos fueran enterrados en Canaán más bien que en Egipto; eso no es algo que importe mucho para un hombre moribundo. Es natural que nos guste ser enterrados con nuestros parientes, pero por otra parte querríamos ser enterrados cuanto antes después de la muerte. Ninguno de nosotros desearía voluntariamente que sus huesos permaneciesen insepultos durante algunos cientos de años con el objeto de que puedan llegar finalmente al sepulcro de la familia. Yo creo que José no tenía ojos para las meras secularidades del pacto, sino que tenía puesta la mira en las bendiciones espirituales que son reveladas en Jesús, la grandiosa simiente de Abraham. Eso lo hacía decir: “yo no soy ningún egipcio, soy uno de la simiente que el Señor ha escogido; yo espero la venida del Mesías. Tengo parte y suerte en el pueblo escogido de Dios; voy a reclamar eso, voy a reclamarlo no sólo para mí, sino también para mis hijos y para mi casa”. En la providencia de Dios, sin ninguna culpa de su parte, José había desposado a una mujer egipcia; Manasés y Efraín eran, por tanto, egipcios a medias, y si el padre hubiese sido enterrado en Egipto, los hijos hubieran podido apegarse a Egipto y separarse de Israel. José parece decirles: “No, hijos míos, ustedes no son egipcios, ustedes son israelitas como su padre; no entierren jamás mis huesos en Egipto; los insto a que no los entierren nunca hasta que puedan depositarlos en el antiguo sepulcro de nuestra raza. Sean genuinamente israelitas, séanlo a carta cabal, pues la mejor posesión no es la que yo pueda legarles en Egipto, que se disipará, sino la herencia a la que les pido que miren es la herencia espiritual que me alegraría que recibieran. Manasés y Efraín, mis huesos los instarán a que no se vuelvan egipcios, a que no se conformen al mundo ni busquen su reposo aquí; los huesos de su padre han de atraerlos hacia Canaán; no descansen nunca hasta que sientan que tienen un interés en las bendiciones espirituales del pacto.

 

Además me parece que la fe de José respecto a sus huesos insepultos se manifestaba en su disposición a esperar el tiempo de Dios para recibir la bendición esperada. Dijo él: “Yo creo que seré enterrado en Macpela, y yo creo que mi pueblo saldrá de Egipto. Lo creo y estoy dispuesto a esperar”. Todo ser humano al morir quiere ser enterrado decentemente y cuanto antes. ¿Quién querría que sus huesos quedaran regados por todas partes? Pero este hombre está dispuesto a esperar, a esperar para su funeral, y seguirá esperando, sin importar cuán prolongado sea el tiempo de la cautividad de Israel. Es algo grandioso tener una fe paciente. Es más fácil decir que hacer esto: “Estad firmes, y ved la salvación de Dios”. “El que creyere, no se apresure”. Nosotros tenemos mayormente una prisa pueril. Quisiéramos estar en el cielo mañana pero si fuésemos sabios deberíamos estar contentos de quedarnos afuera hasta que Dios nos permita entrar. Quisiéramos experimentar la resurrección mañana, y muchos ansían la venida de Cristo cuanto antes. Espera la fecha establecida por el Señor, oh impaciente rezongón; ten un espíritu tranquilo y un corazón apacible pues la visión no se demorará. Debes estar dispuesto a esperar. Debes estar dispuesto a que tus huesos descansen en el polvo hasta que resuene la trompeta de la resurrección, y si pudieras elegir al respecto, devuelve el poder de tu elección al Señor en el cielo, pues Él sabe lo que es mejor y lo más conveniente para ti. Me agrada la idea de un hombre que no podía esperar ya más en vida pues tenía que morir, pero que demuestra la capacidad de espera de su espíritu conviniendo que sus huesos esperaran hasta que pudieran ser depositados en Canaán. Ustedes notarán que tenía el deseo de José, pues cuando Israel salió de Egipto, verán en el capítulo quince de Éxodo que Moisés se ocupó de llevar consigo los huesos de José; y, lo que es más bien singular es que esos huesos no fueron enterrados tan pronto como entraron en Canaán, ni fueron enterrados durante las prolongadas guerras de Josué con las diversas tribus; pero en los versículos finales del libro de Josué, cuando casi toda la tierra había sido conquistada y el país había sido repartido entre las diferentes tribus y  habían tomado ya posesión de la tierra, entonces leemos que enterraron los huesos de José en el campo de Siquem, en el lugar en que Abraham había comprado para un sepulcro. Es como si los restos de José no pudieran ser sepultados antes que los israelitas hubieran conquistado el país, antes que se establecieran y que el pacto se cumpliera; entonces tenía que ser enterrado, pero no antes. Cuán bendecida es la fe paciente que espera que Dios se tome Su tiempo, cree en Él, y deja que Él se espere tanto como quiera.

 

III.   Debo concluir abordando el tercer punto. Creo que tenemos en nuestro texto, queridos amigos, UN EJEMPLO A SEGUIR PARA NUESTRA FE SOBRE CÓMO ACTUAR CUANDO LLEGUE TAMBIÉN EL MOMENTO DE NUESTRA MUERTE.

 

Imaginaremos que nuestra muerte está muy cercana, y esta idea será literalmente verdadera para algunos, y cierta para todos nosotros tarde o temprano. ¿Cuál habrá de ser mi consuelo cuando esté a punto de morir? Vamos, permítanme preparar mi último mensaje antes de morir. Ahora reflexionen en esto. Primero, yo quisiera imitar a José, extrayendo mi consuelo del pacto, pues eso hizo él. Ese mandamiento respecto a sus huesos lo hizo únicamente porque creía que Dios guardaría Su pacto con Su pueblo y que lo sacaría de Egipto. Que ustedes y yo seamos capaces de decir con David: “No es así mi casa para con Dios; sin embargo, él ha hecho conmigo pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado”. ¡Ah, alma mía!, esto no es morir, sino sólo un transitar de la tierra al cielo. Jesús, quien es Él mismo el pacto, alivia muy benditamente los lechos mortuorios de Sus santos. A un hombre de color negro le preguntaron después de haber estado atendiendo a su ministro una noche: “¿Cómo está tu amo?” Él respondió: “Se está muriendo lleno de vida”. Es algo grandioso cuando tenemos disponible el pacto para pensar en él. Entonces tú puedes morir lleno de vida; puedes desplazarte de esta vida inferior estando lleno de vida eterna y antes que la vida temporal se hubiere desvanecido, de tal manera que nunca estés desprovisto de vida, pues la vida de la gracia se integra a la vida de la gloria, tal como el río lo hace en el océano.

 

José puede ser un ejemplo para nosotros en el sentido de que recibió el consuelo viendo el futuro de su pueblo. “Ciertamente Dios os visitará, y os hará subir de esta tierra a la tierra que juró”. Muy a menudo los pensamientos de un cristiano agonizante se ven turbados por la condición de la iglesia de Cristo. Teme que días tenebrosos estén cayendo sobre ella. Si es un ministro, pregunta ansiosamente: “¿qué hará mi gente ahora que ya no pueda guiarlos y alimentarlos? ¿No serán como un rebaño sin pastor?” Pero aquí intervendrá la consolación pues hay mejores días para la iglesia de Dios. Aunque los padres duerman:

 

“Todas las promesas en verdad están por engendrar

Un glorioso día de gracia”.

 

Aunque, uno tras otro, todos nosotros moriremos, no hay días tenebrosos para nuestros descendientes, sino que vienen días de brillantez. “Aparezca en tus siervos tu obra, y tu gloria sobre sus hijos”. “Preciso es que reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies”. Los reyes de las costas le han de reconocer, y los merodeadores del desierto se postrarán delante de Él. Jesús el Cristo de Dios ha de ser Rey sobre toda la tierra, pues Dios lo ha jurado, diciendo: ““Y verá toda carne la salvación de Dios”. “Y se manifestará la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá; porque la boca de Jehová ha hablado”. Con pensamientos como esos en nuestras mentes, muy bien podemos cerrar nuestros ojos en la muerte con un canto en nuestros labios.

 

Y luego, hermanos míos, tenemos otra esperanza más brillante con la cual morir, si hemos de morir antes de que sea cumplida, y esa esperanza es: Cristo Jesús, el Hijo de Dios, visitará a Su pueblo. Hermanos, la dichosa esperanza en la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo puede iluminar la cámara de la muerte con esperanza. Tal como dijo José: “Dios ciertamente os visitará”. Se aproxima el tiempo cuando el Señor descenderá del cielo con voz de mando, con trompeta de arcángel y la voz de Dios. Nuestro testimonio a la hora de la muerte debe ser con el fin de que, con toda seguridad, Él viene pronto y Su recompensa está con Él. Nosotros no tenemos que poner la mira en el futuro, como el judío lo hacía; él esperaba la primera venida, pero nosotros estamos pendientes de la segunda venida. Esto nos animará aun en nuestra partida, pues si muriéramos antes de que Él viniera, aun así tendremos parte en el esplendor, pues los muertos en Cristo resucitarán.

 

Podemos agregar a todo esto una esperanza respecto a nuestros huesos. Podemos decirles a nuestros llorosos parientes, cuando se reúnan en torno a nuestro lecho, que den a nuestros huesos una sepultura decente; no necesitan hacer ostentación de nuestros nombres, ni escribir nuestras imaginadas virtudes sobre la piedra; pero les diremos que resucitaremos, y que nos entregaremos al seno de nuestro Padre y nuestro Dios con la plena convicción de que nuestro polvo será vivificado.

 

“Mis ojos lo verán en aquel día,

Verán al Dios que murió por mí,

Y todos mis huesos vivificados dirán:

Señor, ¿quién hay como Tú?”

 

Yo no sé cuándo un testimonio de la resurrección pudiera sonar más dulcemente que cuando brota de los labios de un santo que está a punto de abandonar este cuerpo mortal para entrar en la presencia de su Dios. Es bueno decir, al abandonar estas manos, y estos pies, y todos los miembros de esta estructura mortal: “Hasta luego, pobre cuerpo, voy a regresar otra vez a ti; tú serás sembrado en debilidad, pero resucitarás en poder; tú has sido un amigo fiel y un siervo de mi alma, pero serás todavía más idóneo para mi espíritu cuando suene la trompeta y los muertos resuciten”. Ojalá que nos cuidemos de que nuestro último acto sea un triunfo de la fe, el acto culminante de nuestras vidas. ¡Que Dios nos ayude que así sea!

 

Amados, hay una triste reflexión, es decir, que no podemos esperar morir triunfantemente a menos que vivamos obedientemente. No podemos esperar mostrar fe en los momentos de nuestra muerte si no tenemos fe ahora. Que Dios te conceda fe, oh incrédulo. Buscador, no descanses hasta obtenerla, y que el Espíritu de Dios te dé la fe de los elegidos de Dios, para que viviendo puedas servir a Dios y muriendo puedas honrarlo tal como José lo hizo en la antigüedad. Que el Señor los bendiga, queridos amigos, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Porciones de la Escritura leídas antes del sermón: Génesis 49: 28-33;

Génesis 50: 22-26; Hebreos 11.

                                       

 

Traductor: Allan Román

6/Diciembre/2012

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