El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

No Pequéis Contra el Joven

NO. 840

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 8 DE NOVIEMBRE, 1868

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“¿No os hablé yo y dije: No pequéis contra el joven?” Génesis 42: 22.

 

“¿No os decía yo que no pecarais contra el niño?” Génesis 42: 22.

La Biblia de Jerusalén.

 

Así recordaba Rubén a sus hermanos su advertencia relativa a José. Así quisiera dirigirme a ustedes con respecto a sus propios hijos.

 

Queridos amigos, ya que nuestro amigo el señor Hammond va a estar con nosotros para trabajar por la conversión de los jóvenes, pensé que sería conveniente que yo les dirigiera unas palabras esta mañana a manera de prefacio para su serie de servicios. Tal vez al lograr la consideración y las afectuosas oraciones del pueblo de Dios por los jóvenes, pudiera estar haciendo más para ayudar a mi amigo en su obra de lo que sería posible hacer por cualquier otro medio.

 

Noten las palabras del texto. “¿No os hablé yo y dije: No pequéis contra el joven?” La esencia del pecado radica en que se comete contra Dios. Cuando los hombres están plenamente convencidos de que han desobedecido al Señor, y de que esto es “la cabeza y frente de su ofensa”, entonces son conducidos a una verdadera percepción del carácter del pecado. De aquí que el salmo penitencial de David tenga como su más doloroso clamor: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos”. Sin embargo, la espada del pecado corta en dos sentidos: no solo contiende contra Dios sino también contra Sus criaturas. Es un doble mal. Como un proyectil que estalla, esparce el mal por todas partes. Toda relación que sostenemos implica un deber y, en consecuencia, puede ser pervertida y convertida en una ocasión de pecado. Tan pronto como venimos a este mundo, como infantes, pecamos contra nuestros padres; como miembros de una familia pecamos contra hermanos y hermanas, y contra los compañeros de juegos y conocidos. Nos lanzamos luego al mundo exterior y los pecados rompen en torno a nuestra barca como olas embravecidas. Conforme se multiplican nuestras diversas relaciones, nuestros pecados también se incrementan: pecamos contra un esposo o contra una esposa, contra un empleado o contra un jefe, contra un comprador o un vendedor. Por todos lados las raíces de nuestra alma chupan el pecado de la tierra por donde se extienden. Pecamos en público y pecamos en privado, pecamos contra nuestra pobreza y contra nuestra riqueza. Nuestra naturaleza corrompida, como el mortal árbol de upas, destila su ponzoña y el veneno del pecado cae sobre todos los que se cobijan bajo nuestra sombra. Así como el mar rodea todas las costas, así el pecado golpea con olas mortales sobre todos los que están conectados con nuestra vida. Nuestro pecado de cien manos asedia tanto al cielo como a la tierra, al tiempo y a la eternidad, a los grandes y a los pequeños, a los viejos y a los niños.

 

El texto nos llama a considerar una forma particular de pecado, es decir, pecar contra un niño, y es de eso que tengo la intención de hablar esta mañana, esperando que el grandioso Padre de los espíritus me enseñe a hablar rectamente.

 

Primero, ¿qué es esto que se nos ha dicho? “No pequéis contra el joven”. En segundo lugar, ¿quién lo dijo? Y, en tercer lugar, ¿qué pues?

 

I.   Primero –y esto va a ocupar la mayor parte de nuestro tiempo esta mañana- ¿QUÉ ES ESTO QUE SE NOS HA DICHO? “No pequéis contra el joven”.

 

Esta advertencia pudiera ser apropiada para cada uno de nosotros sin excepción, pues quienes no son padres y quienes no son maestros de niños están obligados a recordar que están en una mancomunidad de la cual los niños constituyen una parte muy considerable. Los ojitos son tan veloces para observar las acciones de los adultos, que los adultos deben tener cuidado con lo que hacen. Toda persona, con su propia conducta, está educando de alguna manera a la generación que se está levantando en la nación. Si un hombre actúa impropiamente, si su lenguaje es indebido, si su conversación está contaminada, ayuda a educar a los niños en la escuela de Belial. Si, por otro lado, sus caminos son rectos y por la gracia de Dios es llevado a actuar moralmente y a hablar verazmente, está haciendo algo, pudiera ser que inconscientemente, pero aun así está haciendo algo para educar a alguien en la virtud y en la santidad. Las exhalaciones de nuestra conducta moral purifican o contaminan la atmósfera general de la sociedad, y en esto los niños, así como otros, son partícipes. Yo quisiera decir a todo hombre que esté dando rienda suelta a sus pasiones: si ninguna otra cosa va a detenerte, de todos modos haz una pausa cuando aquellas niñas de cabello rubio y aquellos niños balbuceantes te estén mirando. Si no te importan los ángeles, detente por causa de aquel niño de ojos azules. No dejes que la lepra de tu pecado contamine a tu prole más de lo que debe ser. ¿Estabas a punto de expresar una frase lasciva? No la digas, te lo ruego, pues no es conveniente que los pequeños oídos sean profanados tan pronto por algo que se ha vuelto muy común para ti, pero que todavía será chocante para ellos. ¿Estabas a punto de blasfemar? ¿No es suficiente maldecir a tu Hacedor? ¿Por qué habrías de traer una segunda maldición sobre ese inofensivo pequeñito? ¿Por qué enseñarles a esos labios que estarán más que dispuestos a aprender a decir la horrible palabra? Amigo, si te queda algún sentimiento, respeta la pureza de la niñez, y que la presencia de la juventud, si no es un motivo para la santidad, de todas maneras sea una razón para el comedimiento en cuanto al pecado visible. No peques cruel y protervamente contra el niño.

 

Pero no quisiera ponerlo meramente a una luz que pudiera aplicarse a los más viles. Tú, querido amigo, quienquiera que seas, le debes un servicio a tu prójimo. Has de amarle como a ti mismo, y esa palabra “prójimo” incluye a toda la humanidad: la obligación del mandamiento no se limita a quienes son mayores de veintiún años y han asumido las responsabilidades de la adultez; cuando Dios escribió esta ley, tenía la intención de incluir a toda nuestra raza. La religión de Cristo es una religión de amor a la humanidad como tal: nos ordena considerar al bebé en el regazo de su madre así como al varón de barba gris apoyado en su bastón;  a todos les habla de amor por todos. Por tanto, estás obligado por la ley universal a tener amor a los niños; y, como en primer lugar, has de refrenarte de hacer o decir cualquier cosa que pudiera lesionar su moralidad en esta vida, estás obligado, hasta donde te corresponde, a hacer todo lo que puedas para educarlos con tu propio ejemplo para alcanzar excelencia y felicidad en el sendero de la rectitud. Yo les expongo la exigencia de Dios y la exigencia del hombre, esta mañana, a todos ustedes, una exigencia de la que ustedes no pueden escapar mediante ninguna pretensión de ningún tipo, una exigencia que no puede ser olvidada sin pecado. Todos nosotros estamos bajo obligaciones, tanto para con los viejos como para con los jóvenes, para con los ricos y para con los pobres, y especialmente yo propugno los derechos de aquellos que todavía no pueden hablar por sí mismos. Como miembros de la gran familia humana, como ciudadanos en un gran reino, ustedes están bajo una obligación para con todos y cada uno de los niños a no hacer nada que pudiera lesionarlos, y a hacer todo lo que pudiera promover su bienestar futuro. Yo convoco ante ustedes a toda la hueste que se reúne en el regazo de sus madres, y les imploro por las entrañas de la humanidad que no arrastren a estos pequeñitos al infierno.

 

El texto habla al progenitor con un silbo apacible al cual yo confío que ninguno de nosotros será sordo. “No pequéis contra el joven”, ¡contra tu propio amado hijo! ¡Sin embargo, cuántos padres lo hacen! Si mientras hablo ahora algunos padres inconversos se ven compelidos a reconocer la veracidad de las acusaciones que yo les voy a formular, yo espero que sean conducidos a un profundo y verdadero arrepentimiento. Hay muchos padres que descuidan por completo la educación religiosa de sus hijos. Si sus hijos hubieran nacido sin alma, esos padres no podrían ser más indiferentes a su bienestar de lo que son ahora. Si les fuera revelado que sus pequeñitos, cuando durmieran en sus ataúdes serían como las crías de perros y caballos, que no tienen un más allá, no podrían tratarlos de una manera más irreflexiva de lo que lo hacen ahora. Vamos, ¿no hay muchos entre ustedes que cuando han enviado a sus hijos a la escuela dominical, piensan que han hecho todo lo que hay que hacer por ellos? Y si aun ese detalle fuera descuidado, ustedes estarían contentos. Ustedes no oraron nunca por sus bebés. ¿Cómo podrían hacerlo? Ustedes no saben todavía lo que es orar por ustedes mismos con sinceridad y verdad; nunca les mostraron a sus Samueles y a sus Anas al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. ¿Cómo habrían de hacerlo? ¡Su propio pecado permanece en ustedes sin ser perdonado! Ustedes nunca han instruido a sus amados pequeñitos en cuanto al peligro de la rebelión contra Dios y la necesidad de ser reconciliado con Él por medio de la fe en la sangre preciosa de Cristo. ¿Cómo podríamos esperar que hicieran esto cuando ustedes mismos permanecen siendo forasteros y extraños para el bendito Dios y no se han sometido al Evangelio de Jesucristo? Recuerdo a una mujer que fue convertida a una avanzada edad, quien muchos años antes había quedado viuda con muchos hijos; ella era una mujer sumamente ejemplar, moral y hacendosa. Se ganaba el sustento mediante un trabajo muy arduo pero se las arreglaba para educar a su familia y establecerla de una manera apropiada. Pero después de su conversión no creo haber visto lágrimas más amargas que aquellas que derramaba cuando me dijo: “me preocupé por alimentarlos y vestir sus cuerpos, pero nunca pensé en sus almas. ¡Ay de mí!, no tenía la menor idea al respecto; pero, ¡ay!, dejé de hacer lo más importante para ellos. El otro día hablé con mi hijo mayor acerca de las cosas de Dios, y él me dijo que la religión era una farsa y que no valoraba ni una palabra que yo le decía; y bien” dijo ella, “no me sorprende que sea un infiel cuando su madre nunca le dijo una palabra por la que él pudiera haber sido conducido a ser un creyente”. Le dije unas palabras de consuelo, pero como Raquel, ella no quiso ser consolada, porque dijo, y lo dijo verazmente, que su gran oportunidad había sido desperdiciada. Había dejado pasar el mejor tiempo para el esfuerzo de una madre sin aprovecharlo. Su cosecha había pasado, y su verano había llegado a su fin y sus hijos no eran salvos.

 

Yo confío que algunos de ustedes que son ahora impíos, sean conducidos al mismo arrepentimiento; pero yo quisiera que se ahorraran esa amarga lamentación que experimentaba la señora al ser conducidos a entregar ahora sus corazones a Cristo mientras sus hijos están todavía con ustedes.

 

Refiriéndome a los padres yo hago la denuncia en los términos más benignos, y digo que algunos no han hecho nada para educar a sus familias para el Salvador, pero se podrían presentar acusaciones más graves. ¿Acaso no hay algunos aquí que han hecho mucho en el sentido opuesto, que han hecho mucho para apagar las mociones del Espíritu en la mente juvenil, que han hecho mucho para endurecer los corazones de los niños y para arrullar sus conciencias para que se duerman? Es un hecho ignominioso que muchos padres educan a sus hijos para el servicio de Satanás. Son los lacayos del demonio porque introducen a sus hijos en los atrios del Maligno. Cuando los padres llevan a sus hijos al teatro, ¿cuál pueden esperar que sea el resultado? Cuando los envían al expendio de cervezas o permiten que vean su borrachera, ¿a qué escuela más segura de vicio podrían enviarlos? Los padres que enseñan a sus hijos a cantar las necias, frívolas y tal vez libertinas canciones los están sacrificando a Moloc. Vergüenza es cuando el muchacho oye de los labios del padre el primer juramento y aprende el alfabeto de la blasfemia. Hay multitudes de padres sobre cuyas cabezas descenderá ciertamente la sangre de sus hijos porque los han arrojado al mar de la vida con el timón orientado hacia las rocas, con un mapa falso, con una brújula engañosa, y con todo el equipo que les asegurará el eterno naufragio. Sin duda hay aquí algunos hombres y mujeres inconversos, cuyo ejemplo les ha quedado completamente evidente en la conducta ingrata de sus hijos. Han visto crecer a sus hijos solo para apartarse de ellos y si culpan por eso a la providencia de Dios, que hagan una pausa momentánea y se pregunten si no deberían más bien culparse ellos mismos. ¿No están cosechando de acuerdo a lo que sembraron? ¿Qué son nuestros hijos, en buena parte, sino lo que hacemos de ellos mediante nuestra educación? Y sin han crecido como nosotros, y nuestras faltas están reflejadas en sus caracteres, arrepintámonos en polvo y cenizas delante de Dios, pero no consideremos nunca que es una ley dura que nuestros pecados contra nuestros hijos se reviertan sobre nosotros. Padres y madres que pecan contra sus hijos, me temo que ustedes mismos se perderán, pero antes de que la condenación los alcance les ruego que recuerden que no perecerán solos en su iniquidad sino que su casa sufrirá con ustedes. Si no se preocupan por sus propias almas, les ruego que piensen en los pequeñitos que les han sido confiados. Ustedes tienen a unos en el cielo a quienes la misericordia soberana tomó de la cuna y del pecho para que canten las alabanzas de Dios por siempre; ¡no puedo tolerar el pensamiento de que arrastren a otros al abismo del infierno! Por el propio bien de ustedes y por el bien de ellos hagan un pausa y no asesinen a su propia carne y sangre; arrepiéntanse de sus propios pecados personales, y busquen misericordia de manos de Jesús para que a partir de ahora no pequen nunca más contra el niño.

 

¡Si estas cosas les calan con mucha fuerza a ustedes que no son salvos, mucho más a los padres cristianos! ¿Pecan alguna vez contra sus hijos los padres cristianos? Respondemos que los padres cristianos no son perfectos. Ellos están aún en el cuerpo y tienen que lamentar aún pecados y defectos. Y así, sin condenar a los que temen a Dios –pues, ¿quién condenará a quien Cristo ha justificado?- con todo, para despertar sus conciencias y para conducirlos otra vez a la sangre de Jesús para el perdón, permítanme recordarles que nosotros, ¡ay!, con demasiada frecuencia pecamos contra nuestros hijos. Nosotros tenemos una doble responsabilidad, no únicamente porque son nuestros hijos, sino porque Dios nos ha dado la salvación. Teniendo la luz estamos obligados a dar esa luz a todos los que están a nuestro alrededor, pero estamos obligados por otros lazos a dar primero la luz a quienes han salido de nuestros lomos. Si negamos nuestros más amorosos esfuerzos a nuestros propios hogares, seguramente habríamos de ser inhumanos. Si no sintiéramos ninguna compasión por las almas de nuestros hijos, no solo no podríamos hablar de gracia sino que escasamente podríamos jactarnos de cumplir los dictados de la naturaleza misma. Sin embargo, ¿qué opinan ustedes: acaso no podrían ser nuestras inconsistencias la razón por la cual nuestros hijos no son convertidos? ¿No se ha visto nunca compelido el muchacho a decir: “Mi padre difícilmente cree lo que dice, o de lo contrario no podría actuar como lo hace”? ¿No creen que en muchas familias en que los padres son mundanos y conformados al mundo, sería una gran sorpresa que los hijos y las hijas no fueran impíos? ¿Acaso no hay muchos cristianos tan ocupados en hacer dinero que no tienen tiempo de hablar de los asuntos del alma con sus hijos? Y si esos hijos murieran, ¿piensas que esos padres podrían excusarse? Si sus hijos murieran sin esperanza, ¿cómo apaciguarían sus padres sus conciencias? ¿Nosotros, como regla, oramos por nuestros propios hijos como deberíamos? ¿Luchamos con Dios por ellos noche y día? ¿Pasamos alguna vez una hora, digamos, implorando al Altísimo que vivan delante de Él? Y si hemos orado, ¿hacemos los esfuerzos por nuestros hijos que habríamos deseado hacer cuando estemos en nuestros lechos de muerte? ¿Les hemos hablado personalmente acerca de su salvación? Habiéndolo hecho una vez, ¿lo hemos repetido? Si tenemos miedo de no haber tocado la debida cuerda del corazón, ¿hemos resuelto perseverar en admoniciones afectuosas y en súplicas fervientes hasta que cada uno de ellos sea salvo? Yo sé que algunos de ustedes lo han hecho; me regocijo en algunos padres y madres en esta congregación que se entregan vigorosamente a la conversión de sus hijos, y de ellos puedo agregar también, que en su mayoría, han visto cumplido el deseo de sus corazones. Pero allí donde no ha habido ningún deseo, ni ninguna oración, ni ningún esfuerzo, si los hijos mueren sin ser salvos, ¿qué bálsamo podría sanar las heridas de la madre? Oh tú que has sido bautizado en Cristo, y que profesas estar revestido de Cristo; oh tú que afirmas amar a tu Dios y Señor, ¿qué les diremos a ustedes, si sus hijos no son disciplinados como los hijos de Elí, y mueren por tanto en sus pecados? Si tus hijos resultan ser unos Nadabs y Abihús, y no unos Samueles, ¿cómo podemos consolarte si no has llorado por ellos? Si se rebelan como Absalón, ¿quién se puede sorprender si su padre nunca derramó su corazón delante del Señor por causa de ellos? ¿Piensas cosechar sin sembrar, o recoger allí donde no has esparcido? Únicamente el cuidado paternal puede preservar la piedad del hogar, y si está ausente, son suprimidas las columnas de la nación. Es un mal día para cualquier iglesia que la piedad familiar vaya en declive. La religión hogareña ha sido la gran defensa de Inglaterra en contra del Papado. No me hablen de los clérigos pagados por el Estado y de sus encumbrados prelados; denme la oración de familia, y entonces el Papa puede maldecir todo lo que le plazca. Dennos el catecismo abierto, y que los niños lo entiendan; dennos la lectura cotidiana de la Biblia y unos padres piadosos que inculquen las verdades del Evangelio en las mentes de sus pequeñitos, y entonces podemos reírnos hasta el escarnio de todos los poderes del Papa o del diablo. Pero si se abandona el altar familiar y los padres olvidan el natural deber de ordenar sus hogares delante del Señor, entonces pueden guardar a la iglesia como quieran, pero su labor será en vano; han derribado sus setos y el oso que sale del bosque la asolará; han quitado la torre del rebaño y cuando venga el lobo encontrará que las ovejas son una fácil presa. Padres cristianos, aunque no puedo dirigirme a ustedes esta mañana como querría, sin embargo, quiero decirles de todo corazón que no pequen contra el hijo por su mal ejemplo o por su negligencia en cuanto a su salvación, sino pídanle al Espíritu Santo que para con sus retoños cumplan plenamente los solemnes deberes que la providencia y la gracia les han asignado.

 

El texto tiene a continuación una palabra para los maestros, especialmente para los maestros de nuestras escuelas dominicales, aunque yo sostengo que los maestros de las escuelas de enseñanza general no deberían considerarse exentos de buscar el bien de las almas a ellos confiadas. Maestros de escuelas dominicales, ustedes han asumido voluntariamente una posición cuya responsabilidad no ha de soslayarse en tanto que continúen en el oficio. Yo les suplico que no pequen contra el niño. Él viene a ti esta tarde para aprender algo enjundioso y de consecuencia eterna; entonces no seas aburrido y poco interesante, no le hables de asuntos sin importancia, no seas frío y ni estés somnoliento en tu trabajo, sino háblale de Jesús amorosamente, sencillamente y fervorosamente. No lo conduzcas a sentir que tú mismo no posees ninguna fe en lo que enseñas. Debes ser muy denodado para que él vea la convicción reluciendo en tus ojos, y sienta pronto que a su vez brilla en su propio corazón. Recuerda que otros maestros han orado mucho por sus niños; ellos han llevado a sus muchachos y a sus muchachas a Jesús y han ganado una bendición del Maestro. ¿No vas a orar tú también? Si no, sería mejor para esos niños que no hubieras nacido nunca, y que otro maestro mejor hubiera estado a cargo de ellos. Entonces no peques contra el niño inutilizando la tierra y ocupando un lugar que hubiera podido ser llenado más provechosamente por un espíritu más denodado. En los días de semana no peques contra el niño debido a una conducta inconsistente con tu profesión. No peques contra el niño descuidándolo durante los seis días si tienes la oportunidad de visitarlo. Busca su bien en todo momento, síguele con tus oraciones y tus lágrimas si es que no puedes hacerlo con tus visitas personales y con tus palabras amorosas. Según te lo permita Dios, haz simultáneamente súplicas y fervientes oraciones -súplicas a él y oraciones a Dios- ¡y quién sabe si Dios te dará su alma como un sello para tu ministerio fiel! Maestro, no peques contra el niño por fallas en cualquier cosa a la que te llame tu conciencia. Al revisar nuestra propia experiencia con la escuela dominical, me temo que algunos de nosotros tendremos que reconocer que en efecto pecamos muchísimo contra los niños en cuanto hicimos de nuestra clase una escuela para enseñar a leer y repetir textos y cantar himnos, más que una ocasión para apuntar a la renovación de corazón y a la inmediata salvación. A propósito, mientras me dirijo a los maestros permítanme decir que la palabra es igualmente aplicable para algunos de ustedes que no son maestros, pero que deberían serlo. En muchas de nuestras iglesias la obra de enseñar a los muchachos es cedida a los más jóvenes y los cristianos avanzados usualmente declinan ese servicio. ¿Es así como debería ser? Yo entiendo que para este trabajo la iglesia debería enviar a sus hombres escogidos, y si alguno de ustedes tiene la habilidad de enseñar a los jóvenes y no está usando el talento, está pecando contra el niño casi tanto como si asumiera el trabajo y no lo cumpliera a cabalidad. Hay escuelas en este vecindario que languidecen por falta de maestros. Nosotros recibimos constantemente cartas pidiendo: “¿no podrían enviarnos ayuda?”, y es una vergüenza lastimera que en un vecindario tan bendecido con el Evangelio se tenga que anhelar alguna escuela dominical por falta de maestros para instruir a los niños. Se me informa que en algunas escuelas, cerca de este Tabernáculo, hay algunas veces cincuenta o cien niños sin maestros. Varones y mujeres que conocen a Cristo, mientras tales esferas estén ante ustedes, yo los exhorto que no permanezcan alejados de ellos, no vaya a ser que respecto a estos pequeñitos se les acuse en el día del juicio que ustedes se abstuvieron de darles el pan de vida y los dejaron a morir en la oscuridad.

 

El texto se refiere además con igual severidad al predicador. Yo siento que me reprende y me disciplina. La predicación es con demasiada frecuencia demasiado oscura para los niños; las palabras son demasiado largas, las frases son demasiado rebuscadas y el tema es demasiado misterioso. Bien podría ser catalogado el sermón, como lo es el ‘matrimonio’ en el libro de oración, como “un excelente misterio”. Como la mayoría de mis hermanos, yo creo que he buscado palabras sencillas, y muchos amados niños han oído de mí la palabra y han sacado provecho, mientras que muchos otros se deleitan en venir al Tabernáculo para escuchar al ministro. Aun así, los que ocupamos el púlpito no alimentamos a los corderos como deberíamos hacerlo. No deberíamos darles simplemente una palabra de vez en cuando, sino que, de ser posible, el discurso completo debería ser tal que lo puedan entender. El embajador de Cristo debería cultivar de tal manera la sagrada sencillez de modo que los muchachos y las muchachas puedan oír inteligentemente a un buen pastor, y la oveja más pequeña sea capaz de encontrar alimento. ¿Sucede siempre así con los ministros? Yo tengo mis confesiones que hacer en cuanto a esto, y algunos de mis hermanos, si están alertas a un sentido de pecado al respecto, tendrán que hacer confesiones aun más largas ya que en nuestros púlpitos pecamos con demasiada frecuencia contra el niño.

 

Pero debemos proseguir. Yo quiero que la iglesia de Dios, y especialmente esta iglesia, preste una cuidadosa atención a los siguientes comentarios. Cuando los maestros y otros son denodados acerca de la conversión de los niños y algunos de ellos son convertidos, entonces entran en relación con la iglesia, y con demasiada frecuencia el pueblo del Señor necesita el consejo: “No pequéis contra el joven”. ¿Cómo puede una iglesia ofender de esa manera? Puede hacerlo no creyendo en la conversión de los niños en absoluto. Yo estoy persuadido de que hay cientos de cristianos que en sus corazones desconfían por completo del valor de la regeneración a menos que el involucrado nacido de nuevo tenga más de dieciséis o dieciocho años de edad; si los pensamientos más íntimos de muchos profesantes pudieran ser externados, se vería que sospechan de inmediato de una conversión si el convertido sólo tiene trece años de edad, y sin embargo, endosarían alegremente la misma conversión si la persona tuviera treinta o setenta años. Hay un triste respeto de las personas entre nosotros todavía; una creencia persistente de que tiene que transcurrir un cierto período de años vividos en el pecado antes de que pueda ser comenzada una obra. Y sin embargo, si lo pensaran, la conversión de un niño no es en sí misma más difícil que la conversión de un hombre adulto. Para Dios todas las cosas son posibles, y si fuera correcto comparar dos obras igualmente divinas, parecería que es algo más fácil renovar al niño que al hombre. Hay menos de la fuerza extrema de un hábito que vencer, hay menos que olvidar, menos de lo cual arrepentirse. Aunque no hubiera nada espiritualmente bueno en nosotros por naturaleza, con todo, hay una cierta sencillez en el niño, y una disposición a creer, y una ausencia de insidia y cuestionamiento que son sumamente útiles al recibir la verdad. Cuando dos cosas son ambas imposibles, excepto para Dios, podemos hacer comparaciones. Yo debería decir realmente que la conversión del niño pareciera ser la más sencilla de las dos, y difícilmente podría explicar cómo es que hemos llegado a imaginar que no es así. Ciertamente ese mismo Espíritu Santo que puede entrar en el hombre de setenta años, y vencer su pecado, y hacer que se vuelva como un pequeñito, puede entrar en el niño y vencer su depravación natural, y hacerlo dispuesto en el día del poder de Dios y conducirlo a la fe en Jesús. Si la salvación tuviera que ver con misteriosas doctrinas difíciles de entender; si para ser cristiano uno necesitara comprender el hebreo y el griego, podríamos admitir la dificultad de la conversión de los niños pequeñitos; pero si todo es tan sencillo que el que corre puede leer, y el que lee puede continuar corriendo, si todo es tan claro como para no ser nada más que esto: “El que cree en el Señor Jesucristo será salvo”, ¿por qué no es un niño tan capaz de fe como un hombre, y por qué no podría ser tan probable que podamos ver a muchos niños convertidos a Dios igual que los adultos que dan su adhesión a la fe? Desechen esa ruin idea entonces, no sea que sean encontrados pecando contra el niño. Dios puede salvar a los niños. Él ha salvado a muchos. Él ha demostrado a Su iglesia incrédula la grandeza de Su poder para con los pequeñitos. Desechen el pensamiento, entonces, y esperen a partir de este día que Dios salvará a los niños así como a otros mayores.

 

Habiendo creído que su conversión es posible, cuando oigan que ocurre, estén dispuestos a creer que así es. Yo no pido que los niños sean recibidos en la iglesia sin ser examinados; yo no pido que un niño que declara que es un creyente en Cristo, deba ser recibido en la iglesia con un examen menos riguroso que el de cualquier adulto; todo lo que pido es que no sea atormentado con sospechas innecesarias ni que sea considerado como un impostor. Hermanos, sería pecar grandemente contra los niños si en el momento en que sus mentecitas susceptibles fueran conducidas a sentir el terror por cuenta del pecado, consideráramos eso como arrepentimiento; o en el momento en que sintieran algún gozo ante el pensamiento del amor de Cristo, nosotros les aseguráramos que poseían la fe. Esto sería educarlos en el autoengaño. No deberíamos esperar encontrar en los jóvenes más que en los adultos; pero en lo que respecta a la fe y el arrepentimiento, tenemos que requerir lo mismo. Quiero decir que el mismo arrepentimiento que es necesario en un adulto para la salvación, es indispensable en un niño; y la fe de los elegidos de Dios es la misma fe en el niño como lo es en el varón de cabellos canos. Nada que no sea el arrepentimiento real y la fe verdadera en Cristo puede salvar a alguien, y no hay ninguna diferencia en edad del todo en ese sentido. Deberíamos esperar, por tanto, en un niño un sincero odio al pecado, un verdadero sentido de su mal, una convicción de que él no puede salvarse a sí mismo, y una simple confianza en la obra de Jesús que es lo que esperamos en cualquier otro convertido; menos que eso dejará a los jóvenes o a los adultos destituidos de la vida eterna. Muchos dicen: “Tenemos que esperar lo mejor, y no debemos esperar demasiado de un niño”; pero yo replico que le haríamos a ese niño el daño más serio si le enseñáramos a quedarse satisfecho con aquello que insatisfactorio, y a descansar en cualquier lugar que no sea el Señor Jesús. Tenemos que esperar lo mismo, pero lo que yo argumento es que no debemos esperar más, pues estoy seguro de que hay algunos ministros y miembros de la iglesia que desaniman de inmediato cualquier profesión de fe de muchachos y de muchachas. “¡Oh!, sí” –dicen- “es la nube de la mañana y el rocío temprano; pronto pasará”. Ellos expresan duras y punzantes cosas y si el diablo necesitara instrumentos, esos serían los propios medios para afligir a tiernos corazones. Ponen unos semblantes tales, y se dan unos aires tan altivos, que los niños humildes y tímidos echan marcha atrás y se mantienen tal vez durante muchos días fuera de los límites de la iglesia. Juzguémoslos correctamente, pero no los juzguemos censurándolos. Estemos dispuestos a recibirlos al bautismo y a la mesa de la comunión, y cuando son recibidos, en vez de pensar en ellos como si fueran menos valiosos que otros miembros, considerémoslos como el verdadero orgullo del rebaño. Detesto que la gente diga: “han recibido una sarta de niños en la iglesia”. “Una sarta de niños”, sí, y si Jesús los lleva en Su pecho, ciertamente tú no estás imitando a Cristo ni estás exhibiendo mucho de Su espíritu cuando los miras de menos y los desprecias. Para mí un alma es tan buena como otra. En la adición a esta iglesia del mecánico más pobre, yo me gozo como si fuese un par del reino; estoy tan agradecido para con Dios cuando me entero del arrepentimiento en el niño como en el adulto, pues las almas, después de todo, no son afectadas en valor por rango o por edad. Todos los espíritus inmortales son invaluables, y no han de ser pesados en la balanza con los mundos. Yo les ruego, por tanto, que se regocijen si el Espíritu de Dios mora en los humildes o en los grandes, en los jóvenes o en los viejos. Él es exactamente el mismo Espíritu. Él convierte igualmente a cada persona renovada en Su templo, y cada ser salvado es igualmente una joya de Cristo, amado por el corazón del Padre Eterno y amado por Aquel que redimió a todo Su pueblo de igual manera con Su sangre sumamente preciosa. Por tanto, no pequemos como una iglesia contra el niño.

 

II.   ¿QUIÉN NOS DICE ESO?

 

La naturaleza lo dice primero. Los instintos de la humanidad claman: “No pequéis contra el niño. Es solamente un niño; es pequeño; no pequéis contra él”. En una de las antiguas guerras sangrientas, durante el saqueo de un pueblo, un soldado se apoderó de un niñito y estaba a punto de matarlo en un puro desenfreno, cuando el pequeñito le gritó: “oh, señor, no me mate, yo soy muy pequeño”. La apelación le salvó la vida. Por la misma razón, no le hagas daño a tu hijo, ni le enseñes el mal; es tan pequeñito y es, con todo, tan confiado, que sería traición conducirlo al extravío. Ten cuidado de cómo te comportas para con un alma que pone su confianza en ti sin reservas. No peques contra el niño. Es tuyo propio; tú lo engendraste. Ves tus propios rasgos en su rostro sonriente. ¿Conducirías a tu propio hijo al infierno? ¿Serías tú el destructor de tu propia progenie? Tú lo amas; tu corazón desborda con afecto para tu hijo. Que la gracia vuelva los arroyos del afecto en el canal de la sabiduría para que la naturaleza inmortal de tu hijo reciba el beneficio.

 

La experiencia agrega su voz a la Naturaleza: “No pequéis contra el niño”. Cientos de padres han sido llevados con aflicción a la tumba debido al resultado natural de sus propios fracasos y transgresiones en referencia a sus hijos. Les enseñaron la lección del pecado, y los hijos, habiéndola aprendido, la practicaron en los padres. Si no quieres rellenar tu almohada con espinos, no peques contra el niño. La experiencia nos enseña, también, de su lado más brillante, la excelencia del comportamiento santo en el hogar. ¡Con cuánta frecuencia los padres han recibido la recompensa por educar bien a sus hijos! ¡Cómo el padre, cuando se ha puesto débil, se ha apoyado sobre el hombro fuerte del hijo, y cómo la madre ha encontrado su más dulce consuelo en la tierra en la hija a la que educó para Cristo! La experiencia dice, por el propio bien de ustedes, que no pequen contra el niño no sea que alimenten a un áspid en su pecho; y por su propio bien, para que sus hijos y sus hijas sean más tarde en la vida como flechas en las manos de un valiente, no pequéis contra el niño.

 

La conciencia repite el mismo consejo; ese monitor interno no cesa de recordarnos lo que se le debe a Dios y a Su especial encargo: los débiles y los indefensos. La conciencia nos dice claramente que no debemos jugar con responsabilidades tan vastas. “Lleva a este niño y críamelo” –le dijo la hija de Faraón a la madre de Moisés- “y yo te lo pagaré”; y de igual manera cada bebé que es puesto sobre nuestro regazo por la providencia, es puesto allí por exactamente la misma razón, para que lo eduquemos para Dios y obtengamos una recompensa de gracia al final.

 

La iglesia agrega su voz a la de la conciencia. “No pequéis contra el niño”, pues los niños son la esperanza de la iglesia. Llévalos a Cristo, para que Él ponga Sus manos sobre ellos y los bendiga, para que se conviertan en futuros maestros y predicadores, en los pilares y defensa de la iglesia de Cristo aquí abajo. Aunque algunos de nosotros hemos vivido solo unos cuantos años en este mundo, hemos vivido lo suficiente para ver a algunas de nuestras más estimadas familias disconformes seducidas por diversos motivos para entrar en comunión con la religión del mundo y la iglesia del mundo. El misterio no es difícil de resolver en absoluto. Los padres se volvieron ricos, y aunque seguían en medio de nosotros, no eran de nosotros; el orgullo los separaba en espíritu y sus hijos e hijas fueron introducidos en otra sociedad diferente de la que podía ser encontrada entre los más humildes seguidores de Jesús. Ellos se unieron a la sociedad de moda; y ahora los descendientes de los disconformes están entre los más fieros injuriadores de nuestra santa fe. Sería mucho mejor para nosotros ver que nuestros hijos son llevados a sus tumbas como infantes, para ser lamentados con la resignación que una segura esperanza engendra, a que vivan para abandonar al Señor Dios de sus padres y para derribar lo que sus padres edificaron. Es algo sumamente deplorable que los hijos de los puritanos se degeneren convirtiéndose en ‘Caballeros’, que la robusta familia protestante sea llevada con el puseyismo, que el piadoso padre sea seguido por un hijo temerario, pero así ha sido en todas las generaciones y así será mientras los padres pequen contra el niño.

 

Dios mismo, hablando esta mañana desde la excelente gloria, le dice a cada uno de Sus siervos aquí: “No pequéis contra el joven”, y yo les pido que si es la única voz que se escucha, que todos nos postremos delante de Su gloriosa majestad y pidamos la gracia para estar dispuestos y ser obedientes.

 

III.   En tercer lugar, habiendo oído el mensaje, ¿QUÉ PUES? Únicamente dos cosas.

 

¿Acaso esta exhortación no sobresalta a algunos de los inconversos y gente que no ha despertado aquí? Amigo, yo creo que si yo fuera como eres tú, si hubiera cumplido sesenta años de edad, y mi hijo hubiera muerto por culpa de la borrachera o mi hija estuviera viviendo en este momento una vida impía, y yo fuera un inconverso, un dolor traspasaría mi corazón pensando que yo hubiera acarreado tal miseria sobre ellos por culpa de mi negligencia en cuanto a las cosas divinas. Un hombre a menudo duda antes de hundir a su familia en una especulación de la que él personalmente no tendría ningún reparo. Condenarte tú mismo es algo terrible: ¡condenado por Dios, marchitado y asolado por siempre con Su ira, arrojado donde la esperanza no puede llegar nunca! Bien, tú puedes ceñir tus lomos y hacer tu frente de bronce, y decir: “voy a correr ese riesgo, y voy a desafiar al Eterno, y voy a desafiar la fiereza de Su ira”, pero ¿puedes tolerar pensar que tu simiente caerá probablemente en la misma condenación? Unos ojos te mirarán a través del humo de Tofet, y te reconocerán; entonces algunas palabras como estas llegarán siseando a tus oídos: “Maldito seas, oh, hombre, el autor de mi miserable ser, y la causa de mi ruina sin fin. Una maldición caiga sobre ti, y un infierno siete veces multiplicado sea sobre ti, mi progenitor, y sobre ti, mujer, que me diste la vida, pues ustedes me educaron en el servicio del demonio, y la destrucción eterna cayó sobre mí por culpa de ustedes. ¡Oh desgraciados inhumanos, consignar a sus propios hijos a las llamas! Ustedes eran como diablos, pues me enseñaron los caminos de la vanidad y de la irreligión, tanto por su ejemplo como por sus preceptos”. ¡Ah!, pecador, esto multiplicará tus tormentos; serás arrastrado hasta el fondo, a mayores profundidades de miseria, por las manos de tus propios hijos. Yo te ruego que hagas un alto y pienses, y si no puedes redimir el daño que ya has hecho, con todo, arrepiéntete de él, vuela a la cruz, sé salvo tú mismo, y pudiera ser que los de tu casa que todavía viven, sean salvos contigo mismo. Oh que la gracia divina te conduzca, como al carcelero de Filipos, a clamar: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”, y que entonces oigas la voz de la promesa: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa”. Oh, si mis palabras pudieran ser como relámpagos, si cada sílaba que pronuncio fuera una llama de fuego, yo me regocijaría, si sucediera que esos impíos irreflexivos se volvieran a Dios y vivieran.

 

¿Acaso este mandamiento de esta mañana no impele a cada cristiano aquí, no solamente reprendiéndonos, sino despertando nuestras energías remolonas, excitándonos a algo más de diligencia y esfuerzo? ¿No querrían orar, queridos amigos, esta tarde, para que las palabras del señor Hammond tengan poder en medio de la multitud de muchachos y muchachas? ¿No será un asunto de conciencia con cada uno aquí que en casa suplicarán a Dios pidiendo una bendición? Y durante esta semana ¿no mantendrán un ferviente concierto de oración denodada para que la bendición descienda como lluvias de gracia sobre estas jóvenes plantas? ¿No brindarán su mejor ayuda si vieran algunos movimientos del Espíritu de Dios? ¿No se unirán para alentar e instruir a los convertidos recién nacidos? ¿No considerarás para ver si puedes tomar una clase en una de las escuelas dominicales del vecindario? ¿No se liberarán de ese reproche que acabo de mencionar, que recae sobre algunos de ustedes, porque hay escuelas sin maestros? Padres, ¿no orarán por sus hijos, y aun hoy no buscarán exponerles a Jesús? ¿No nos diremos todos nosotros, con la ayuda de Dios, que no pecaremos más contra el niño, sino que en el nombre de Jesús buscaremos reunir a Sus corderos y alimentarlos para Él? Amén.         

 

 

Traductor: Allan Román

22/Mayo/2014

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