El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Remedio
Universal
NO.
834
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Por su llaga fuimos nosotros curados”. Isaías 53: 5
Recibí un día de esta
semana un escueto comunicado que decía lo siguiente: “Se busca un remedio para
una fe débil e insegura, especialmente para cuando Satanás quita la ganas de
orar”. Ávidamente deseoso de prescribir algunos remedios para tales afecciones
y para cualesquiera otros males que pudiesen vejar al pueblo del Señor, comencé
a considerar cuáles eran los sagrados remedios para un caso como ese, y sólo
pude recordar uno: “Las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones”.
Nuestro Señor Jesús es un árbol de vida para nosotros, y por ‘hojas’ yo supongo
que el Espíritu Santo quiere decir: los actos, las palabras,
las promesas y las aflicciones leves de Jesús, todos los cuales son para la
sanidad de Su pueblo. Luego vino a mi mente un texto afín: “Por su llaga fuimos
nosotros curados”. No solamente Sus heridas sangrantes ayudan a sanarnos, sino
inclusive las contusiones de Su carne; no sólo la obra de los clavos y la lanza
ayuda a curarnos, sino la cruel tarea de la vara y del látigo.
De entre toda esta
multitud de creyentes, no hay nadie que esté completamente libre de algunas
enfermedades espirituales; alguien pudiera decir: “Mi enfermedad es una fe débil”;
otro pudiera confesar: “Mi dolencia es entregarme a pensamientos divagantes”;
otro pudiera exclamar: “Mi mal es la frialdad de mi amor”; y una cuarta persona
pudiera tener que lamentar su impotencia en la oración.
Un remedio universal no
bastaría para curar todas las enfermedades en el plano natural; en el instante
en que el medicucho comienza a pregonar que su medicina lo cura todo, ustedes
pueden suponer sagazmente que no cura nada. Pero en las cosas espirituales no
sucede lo mismo, pues hay una panacea, hay un remedio universal que es provisto
en la palabra de Dios para todas las enfermedades espirituales a las que puede
estar sujeto el hombre, y ese remedio está contenido en las exiguas palabras de
mi texto: “Por su llaga fuimos nosotros curados”.
I. Entonces,
esta mañana voy a invitarlos a considerar, antes que nada,
Pero la intención de las
palabras va más allá de eso. No hay duda de que, con su ojo profético, Isaías
veía los azotes que provenían de un látigo invisible blandido por la mano del
Padre, que no caía sobre la carne de Jesús, sino sobre Su naturaleza más noble
e íntima, cuando Su alma era azotada por el pecado, cuando la eterna justicia
era el arador y cavaba profundos surcos en Su espíritu, cuando el látigo era
descargado con una fuerza terrible, una, y otra, y otra vez, sobre el alma
bendita de Aquel que fue hecho por nosotros maldición, para que fuésemos hechos
justicia de Dios en Él. Yo entiendo que el término “llaga” abarca todos los
sufrimientos físicos y espirituales de nuestro Señor, con especial referencia a
esos castigos de nuestra paz que precedieron, más bien que causaron, Su muerte
expiatoria por el pecado; es por esas heridas que nuestras almas son sanadas.
“Pero, ¿por qué?”, dirás
tú. Pues bien, primero, porque nuestro Señor -como ser sufriente- no era una
persona privada, antes bien, sufría como un individuo público y como un
representante designado. Tus pecados, en un cierto sentido, concluyen en ti
mismo; pero los pecados de Adán no podían terminar en él, pues ante Dios, Adán
representaba a la raza humana, y todo lo que él hiciera, acarrearía sus
calamitosos efectos sobre todos sus descendientes. Ahora, nuestro Salvador es
el segundo Adán, la segunda cabeza federal y el representante de los hombres, y
todo lo que Él hizo, y todo lo que Él sufrió, habría de ser para provecho de
todos Sus representados. Su santa vida es la herencia de Su pueblo, y Su muerte
cruenta, con todos sus dolores y congojas, pertenece a quienes Él representaba,
pues ellos efectivamente sufrieron en Él y en Él ofrecieron una vindicación a
la justicia divina. Nuestro Señor fue designado por Dios para ocupar el lugar
de Su pueblo. Había sido emitido el decreto que sancionaba Su sustitución, de
tal manera que cuando pasó al frente como el representante de los hombres
culpables, Dios lo aceptó, habiéndolo escogido anticipadamente para ese preciso
fin.
Así que, entonces,
amados, no debemos olvidar nunca que todo lo que Jesús soportó, le sobrevino,
no en el carácter de un individuo privado, sino que recayó sobre Él como el
grandioso representante público de todos los que creen en Él. De aquí que los
efectos de Sus dolores se nos apliquen a nosotros y con Su llaga seamos
nosotros curados. Su sangre, Su pasión y Su muerte hacen expiación por cuenta
nuestra y nos libran de la maldición, mientras que Sus contusiones, Sus
punzantes dolores y sus azotes, constituyen un remedio incomparable que alivia
nuestras enfermedades.
“Contemplen cómo cada una de Sus heridas
Destila un precioso bálsamo,
Sana las cicatrices que el pecado ha dejado,
Y remedia todas las dolencias mortales”.
Tampoco hemos de olvidar
nunca que nuestro Señor no era meramente hombre pues, de lo contrario, Sus
sufrimientos no habrían podido servir para la multitud de personas que ahora es
sanada por ellos. Él era Dios y era también hombre; y el más misterioso y el
más maravilloso de todos los hechos es que Dios fuera manifestado en carne, y
visto de los ángeles, y que en la carne el Hijo de Dios muriera real y
ciertamente, y que fuera enterrado, y que permaneciera tres días en el sepulcro.
La encarnación, con su secuela posterior de humillación, ha de ser creída y
aceptada como un despliegue siempre memorable de condescendencia: el Salvador
se humilla desde el más excelso trono de gloria hasta la cruz de la más
profunda aflicción; ni los querubines ni los serafines pueden medir esa
poderosa distancia; las alas de la imaginación se agotan al intentar cubrir esa
tremenda distancia. Ustedes tienen que considerar que cada azote que cae sobre
nuestro Emanuel, no cae simplemente sobre un hombre, sino sobre Uno que es
coigual y coeterno con el Padre. Aunque
Hermanos, todos nosotros
creemos que los sufrimientos de nuestro Salvador nos libran de la maldición, ya
que Él fue presentado delante de Dios como nuestro sustituto por todo lo que debíamos
a Su ley divina. Pero la sanidad es
una obra que es llevada a cabo internamente, y el texto me conduce a hablar del
efecto de las llagas de Cristo en nuestro carácter y en nuestra naturaleza, más
bien que en el resultado producido en nuestra posición delante de Dios.
Sabemos que el Señor nos
ha perdonado y nos ha justificado por medio de la sangre preciosa de Jesús,
pero la pregunta de esta mañana más bien es: ¿cómo ayudan esos dolores y
aflicciones a librarnos de la enfermedad del pecado que reinaba antaño en
nosotros? Sin embargo, era necesario que yo mencionara primero el poder
justificador de la sangre de Jesús, porque aparte de nuestra fe en Jesús como
un sustituto y como alguien divino, sólo en Su ejemplo no habría poder para
sanarnos del pecado. Los hombres han estudiado ese ejemplo y lo han admirado,
pero han seguido siendo tan viles como antes. Han reconocido Su belleza, pero
no se han enamorado de Su persona. Sólo cuando han confiado en Él como un ser
divino, es que han llegado a sentir, posteriormente, la potencia de esas
portentosas cuerdas de amor que Su ejemplo arroja siempre en torno a los
espíritus perdonados. Han aprendido a amar a Jesús y su admiración se ha
tornado luego en algo práctico, pero la mera admiración, aparte del amor hacia
Él y de la fe en Él, es sólo una fría y estéril luz lunar que no hace madurar
ningún fruto de santidad.
Amados, los azotes de
Jesús operan sobre nuestro carácter principalmente debido a que vemos en Él a
un hombre perfecto que sufrió por ofensas que no eran las Suyas; vemos en Él a
un glorioso Señor, que, por amor a nosotros se hizo pobre, siendo rico;
reconocemos en Él al dechado del perfecto afecto desinteresado; vemos en Él una
fidelidad que nunca podría ser sobrepasada cuando, a través de los dolores de
la muerte, cumplió hasta el fin con el propósito de Su corazón: la salvación de
Su pueblo; y al mirarlo a Él y estudiar Su carácter tal como es revelado por
Sus aflicciones, nos vemos conmovidos por ello, y son destronados los males
espirituales que nos gobernaban y, por medio del poder del Espíritu, la imagen
de Jesucristo queda estampada en nuestra naturaleza. Muerto, Jesús nos
justifica; contuso, Jesús nos santifica. Sus crueles azotes son nuestra
purificación; Sus contusiones son golpes contra nuestros pecados; Sus llagas
mortifican nuestras lascivias. Esto baste, entonces, en cuanto a la medicina
que nos cura: es el sacrificio sustitutivo de Cristo según es entendido en
nuestros intelectos y amado en nuestros corazones, y especialmente son esos
incidentes de ignominia y crueldad que cubrieron Su muerte con una muy profunda
lobreguez y que revelaron la paciencia y el amor del Sustituto.
II. Ahora
les voy a pedir, por unos breves instantes, que contemplen LAS INIMITABLES CURACIONES
OBTENIDAS POR ESTA NOTABLE MEDICINA.
Contemplen dos cuadros.
Miren al hombre solo, sin el Salvador contuso; y luego contemplen al hombre ya sanado
por las llagas de su Salvador. Yo les pido que miren al hombre, originalmente y
aparte del Salvador. Desnudo, el hombre es arrojado del huerto del Edén,
convertido en heredero de la maldición. En su interior yace oculto el cáncer
letal del pecado. Si quisieran ver cómo el mal que mora en todos nosotros crece
sobre la superficie, podrían contemplarlo pronto en todo su horror cerca de
casa; una o dos calles podrían conducirlos al carnaval del pecado; aunque, tal
vez, sería mejor que no vieran una escena tan corruptora. En los infiernos del
juego, en las guaridas donde se congregan los borrachos y se reúnen los
ladrones en medio de juramentos, de blasfemias y de lenguaje obsceno y actos
lascivos, es allí donde el pecado acecha como un monstruo plenamente
desarrollado. En el hombre natural, educado y moral, el pecado duerme aparentemente
igual que una víbora enroscada; es algo que, en apariencia, no es digno de ser
temido, algo apacible e indefenso como un pobre gusano; pero cuando se le
permite al hombre hacer lo que quiere, muy pronto siente el diente de la víbora
y el colmillo envenenado inocula toda su sangre, y ustedes ven la prueba de su letal
veneno en pecados notorios y abundantes; los hombres quedan cubiertos con las
manchas visibles de la iniquidad, de tal manera que el ojo espiritual puede ver
en el carácter la lepra plenamente extendida, y todo tipo de abominaciones
peores que la podredumbre de las enfermedades más mortales de la carne que
brotan constantemente de sus almas. Si pudiéramos ver al pecado tal como es
considerado ante los ojos del Eterno que todo lo discierne, estaríamos más
sobrecogidos ante el espectáculo del pecado que ante una visión del infierno,
pues hay algo en el infierno que la pureza aprueba, ya que es la vindicación de
la justicia; es la justicia triunfante; pero en el pecado mismo hay abominación
y sólo abominación; es algo que no concuerda con el sistema entero del
universo; es un efluvio nocivo que resulta peligroso para toda vida espiritual;
es una plaga; es una peste llena de peligros para todo lo que respira. El
pecado es un monstruo, es algo abominable, es algo que Dios no está dispuesto a
mirar y que los ojos puros sólo pueden contemplar con un supremo aborrecimiento.
Un mar de lágrimas es el medio adecuado a través del cual el cristiano debería
mirar al pecado.
Si quisieras ver qué
puede hacer el pecado, sólo tienes que mirar con ojos iluminados dentro de tu
propio corazón. ¡Ah, cuánta malicia merodea allí! Tú odias el pecado, hermano
mío; yo sé que lo odias desde que Cristo te visitó con la aurora de lo alto;
pero, a pesar de todo tu odio al pecado, has de reconocer que todavía acecha en
tu interior. Tú que odias la envidia, encuentras que eres envidioso; te
descubres albergando severos pensamientos para con Dios, tú que lo amas y entregarías
tu vida por Él; te ves de pronto provocado a la ira contra el propio amigo a
cuyo llamado entregarías alegremente todo tu ser. Sí, por culpa del poder del
pecado hacemos aquello que no quisiéramos hacer y el pecado nos degrada y envilece;
no podemos mirar en nuestro interior sin vernos sobrecogidos por la bajeza a la
cual desciende nuestra mente en secreto. Si deseas ansiosamente ver al pecado
en toda su plenitud, acércate y contempla allá abajo el abismo insondable.
Escucha esas abominaciones blasfemas. Si tienes el valor, escucha esos gritos
entremezclados de miseria y pasión que suben de Tofet, de las moradas de los
espíritus perdidos. Allá el pecado está maduro; aquí está verde. Aquí vemos su
oscuridad como sombras del atardecer, pero allá es diez veces de noche. Aquí
esparce tizones, pero allá sus conflagraciones inextinguibles llamean por los
siglos de los siglos. ¡Oh!, si tuviéramos gracia para ser libres del pecado
ahora, esa liberación nos salvaría de la ira venidera. El pecado, en verdad, es
el infierno, es el infierno en embrión, es el infierno en esencia, es el
infierno ardiendo, es el infierno emergiendo de la concha; el infierno no es
sino el pecado manifestado y desarrollado en plenitud. Ponte a las puertas de
Tofet y entiende cuán maligna es la enfermedad para la cual el cielo ha provisto
el remedio de los azotes del Unigénito.
Ahora, amados, yo les
dije que les mostraría el remedio, pero sólo he hablado débilmente de la
enfermedad misma para hacerles ver, por contraste, la grandeza del cambio.
Observen, amados, ustedes que han creído en Jesús, observen qué cambio han
obrado en ustedes los azotes; ¡cuán diferentes han sido desde la amada hora que
los postró a Sus pies! En verdad, en su caso, en lugar de la zarza ha crecido
el ciprés, y en lugar de la ortiga ha crecido el arrayán. Ustedes, que antes
eran ciegos esclavos de Satanás, ahora son hijos dichosos de Dios. Las cosas
que una vez amaron, aunque Dios las aborrecía, ustedes las detestan también
ahora de todo corazón; la mente de Dios y la de ustedes concuerdan ahora en
cuanto a lo que es oscuridad y luz; ustedes ahora ya no sustituyen la una por
la otra. ¡Cuán cambiados están! Son nuevas criaturas; están vivos entre los
muertos. ¿Y qué ha obrado eso? ¿Qué, sino la fe en el Crucificado y la
contemplación de Sus heridas?
Sin embargo, querido
amigo, la curación está muy lejos de ser perfecta en ti; si tú quisieras
contemplar la perfecta salud espiritual, mira hacia allá, a aquellos ejércitos vestidos
todos con mantos blancos que jubilosos son sin mancha delante del trono de
Dios; escrútalos exhaustivamente y comprobarás que son sin mancha; deja incluso
que el ojo que todo lo ve se pose sobre ellos, pero no se descubre ni mancha ni
arruga ni cosa semejante. ¿Cómo es eso? ¿Fueron lavadas esas vestiduras hasta
quedar blancas como la nieve, habiendo sido tan inmundas una vez? Ellos
responden con música gozosa: “Hemos lavado nuestras ropas y las hemos
emblanquecido en la sangre del Cordero”. Pregúntenles dónde se originó su
victoria sobre el pecado que moraba en ellos:
“Ellos, al unísono,
Atribuyen sus victorias al Cordero
Y sus conquistas a Su muerte”.
Todos ellos te dirán que
la perfecta curación que han recibido y que hoy disfrutan delante del trono de
Dios, es el resultado de la pasión del Salvador. “Con su llaga”, dicen millares
de millares con una voz que es tan potente como el trueno y que es tan dulce
como arpistas que tañen sus arpas: “Por su llaga fuimos nosotros curados”.
III. Ahora,
amados hermanos, quiero que noten en detalle, pero a la vez, muy brevemente,
para no cansarlos, LAS DOLENCIAS QUE ESTA PORTENTOSA MEDICINA SUPRIME. No voy a
intentar leerles una lista completa de dolencias, pues son más numerosas de las
que pudiera contar, pero aunque sean muchísimas, no hay una sola que no pueda
ser curada por los azotes de Jesús.
Quisiera recordarles
primero que la gran raíz de todo mal –la
maldición que cayó sobre el hombre a través del pecado de Adán- ya ha sido eficazmente
suprimida. Jesús la asumió, y fue hecho maldición por nosotros, y ahora no
puede caer ninguna maldición sobre ninguno de aquéllos por quienes Jesús murió
como un Sustituto. Son los benditos del Señor, sí, y serán benditos sin
importar que el infierno los maldiga. La maldición ha agotado su furia; como
una tormenta que una vez amenazó con barrer todo lo que estuviera a su paso
pero que ha amainado ahora, la ira divina ha pasado y los aguaceros de la misericordia
la están reemplazando, alegrando a los sedientos corazones. Hermanos, Cristo ya
nos ha curado de manera sumamente eficaz de la maldición de Dios que pendía
sobre nosotros.
Pero debo hablar ahora
de enfermedades que hemos sufrido y que hemos lamentado, y que todavía turban a
la familia de Dios. Una de las primeras enfermedades que fue curada por los
azotes de Cristo fue la manía de la
desesperación. Ah, recuerdo muy bien cuando yo pensaba que no había
esperanza para mí. Mi corazón se preguntaba: ¿cómo es posible que mis pecados
pudieran ser perdonados de manera consistente con la justicia de Dios?
Planteaba a mi alma esa pregunta, una, y otra, y otra vez, pero no podía
encontrar ninguna respuesta del interior; e incluso cuando leía la palabra
–aunque estaba muy claramente allí- no percibía la respuesta a esa gran
pregunta. Pero, amados, cuando entendí por primera vez que Jesucristo ocupó el
lugar de quienes creen en Él, y que, si yo confiaba en Él, mis pecados serían
todos perdonados por haber sido castigados en la persona de mi bendito Sustituto,
entonces ya no tenía más motivo de desesperar; entonces escuché la palabra del
Evangelio, y sentí: “Hay esperanza para mí, inclusive para mí”. Cuando entendí
que no se esperaba nada de mí para mi salvación, sino que todo debía venir de
Jesús; que yo no debía ser herido, ni debía ser conducido a sufrir, sino que Él
había sido golpeado y había sido hecho sangrar por causa mía, y que mi vida debía
ser encontrada en Su muerte y mi curación en Sus heridas, entonces brotó la
esperanza –una ávida esperanza- y mi alma acudió a su Padre y a su Dios con
amorosas expectativas.
¿No les sucedió lo mismo
a ustedes? Amados, ¿pudieron tener alguna vez una consoladora confianza en Dios
sin haber visto las llagas de Jesús? Si están envueltos en una paz que no
provino de las contusiones de Cristo, yo les imploro que se deshagan de ella,
pues es una presunción que seguramente los destruirá. La única paz segura,
sólida y permanente que podría poseer jamás un palpitante pecho humano que
jadea dolorosamente bajo la opresión del pecado, es la que surge de mirar al
bendito Hijo de Dios que derramó Sus flujos vitales sobre el madero para que
fuéramos salvados por Él. Los azotes de Cristo son el verdadero remedio contra
la manía de la desesperación.
Luego, si experimentamos
una dureza de corazón y se presenta una afección del alma bien conocida como el corazón de piedra, no podemos obtener
la blandura excepto que nos quedemos largamente al pie de la cruz, sí, a menos que
permanezcamos siempre allí. Cuando yo mismo me siento insensible a las cosas
espirituales (y me avergüenza decir que no es un sentimiento inusual), cuando
quisiera orar sin poder lograrlo, cuando quisiera arrepentirme sin poder
hacerlo, cuando “si se siente algo es únicamente el dolor de descubrir que no se
puede sentir”, descubro siempre que no puedo flagelarme para volverme sensible
a través de las amenazas de Dios o de los terrores de la ley; pero si acudo a
la cruz como un pobre ser culpable, justo como lo hice hace años, y si creo que
el Redentor ha quitado todos mis pecados, por negros que sean, y si creo que
Dios no puede condenarme ni lo hará, por endurecido que esté, ¡ah!, el sentido
del perdón comprado con sangre disuelve pronto el corazón de piedra. Yo no creo
que haya algo que pueda derretir el hielo dentro de nosotros tan eficazmente ni
que pueda deshacer los grandes glaciares de nuestra naturaleza interior tan
rápidamente, como el amor de Jesucristo. ¡Oh, hombre, eso te ablandará! Creará
un alma en el interior de las costillas de la muerte. Hay una energía secreta
dentro del corazón sobre el cual está colocado el dedo de la mano crucificada,
que hace que el alma despierte de sus sueños fatales. Cristo tiene la llave de
la casa de David, y Él puede abrir la puerta de tal manera que ni el hombre ni
el diablo pueden cerrarla, y de ese corazón abierto provendrán pensamientos
piadosos, aspiraciones celestiales, pasiones sagradas y resoluciones de naturaleza
celestial. El mejor remedio para la indiferencia se encuentra en los azotes de
Jesús. Oh creyente, si miras las gotas de sudor sangriento, ¿no te derretirás? Si
ves a Jesús siendo besado por el traidor, si lo miras cuando es arrastrado por
la soldadesca, calumniado por testigos falsos, juzgado por crueles adversarios,
abofeteado por los soldados, profanado por los escupitajos; si lo miras
posteriormente acosado a lo largo de las calles de Jerusalén, y luego atado a la
viga transversa; si lo contemplas derramando la sangre de Su vida bendita por
amor a nosotros, Sus enemigos, si toda esta tragedia no te derrite, ¿qué cosa
podría hacerlo? Oh Dios del cielo, si no sentimos ninguna ternura en la presencia
de Tu Hijo moribundo, ¡nuestras almas han de estar construidas con un acero
endurecido por el infierno!
A ratos los creyentes
están sujetos a la parálisis de la duda, y
como acaba de decirlo ahora mi amigo en su petición de un remedio, esa
parálisis puede ir acompañada de una
rigidez de la articulación de la rodilla de la oración; y cuando esas dos
afecciones se juntan, entonces sufrimos una complicada enfermedad que no es
fácil de prescribir; pero para el Señor es fácil hacerlo, pues vean aquí el
remedio: “Por su llaga fuimos nosotros curados”. La sangre de Cristo es letal
para la incredulidad. Una visión del Crucificado deja muda a la incredulidad,
de tal manera que no puede expresar ni una sola palabra de cuestionamiento, en
tanto que la fe comienza a cantar y a regocijarse al ver lo que hizo Jesús y
ver cómo murió Jesús. ¿Quién no oraría al ver la sangre de Jesús sobre el
propiciatorio? La consideración del nuevo camino viviente que Cristo ha abierto
con Su sangre, una visión del velo del cuerpo del Salvador rasgado por Su
muerte, como mínimo ha de inducir a los hombres a orar. Pienso que podría
blandir argumentos que pudieran ser bendecidos para conducir a los hombres a
ponerse de rodillas, tales como el peligro de un espíritu desprovisto de
oración, o la influencia enriquecedora del propiciatorio, o los deleites de la
comunión con Dios, y muchas otras cosas, pero después de todo, si la cruz no
pone de rodillas a un hombre, nada lo hará; y si la contemplación de los
sufrimientos de Jesús no nos constriñen a acercarnos a Dios en la oración,
ciertamente el propio remedio principal habría fallado.
Hay algunos santos que
sufren de aletargamiento de alma: la
llaga de Cristo es lo mejor para vivificarlos; la falta de vida perece en la
presencia de Su muerte, y las rocas se rompen cuando
“¿Quién puede pensar, sin admirar?
¿Quién puede oír, sin sentir nada?
Ver expirar al Señor de la vida,
Y, con todo, ¿conservar un corazón de acero?”
Muchas personas están sujetas
a la fiebre del orgullo, pero una
visión de Jesús en Su humillación, sufriendo tal contradicción de pecadores,
tenderá a hacerlas humildes. El orgullo depone su penacho cuando oye el grito:
“¡He aquí el hombre!” En la compañía de alguien tan grandioso que soporta tan
grande escarnio, no hay lugar para la vanidad.
Algunos están cubiertos
con la lepra del egoísmo, pero si hay
algo que puede impedir que el hombre lleve una vida egoísta es la vida de
Jesús, que salvó a otros pero a Sí mismo no pudo salvarse. Los avaros y los glotones
y quienes se buscan a sí mismos no aman al Salvador, pues toda Su conducta los
reprocha.
A algunos les sobreviene
a menudo el ataque de la ira; pero ¿qué
otra cosa podría proporcionar más mansedumbre de espíritu que la visión de Aquel
que fue como un cordero enmudecido ante Sus trasquiladores, que no abrió Su
boca ante la blasfemia y la censura?
Si alguno de ustedes
siente la agobiante tuberculosis de la
mundanalidad, o el cáncer de la avaricia –pues enfermedades tan repugnantes
como esas son comunes en Sion- los gemidos y aflicciones del Varón de dolores,
experimentado en quebranto, comprobarán ser un remedio. Así como las sombras se
desvanecen delante del sol, así también todos los males huyen delante del Señor
Jesús. Maestro, átanos a Tu cruz; no temeremos ningún naufragio fatal si
estamos sujetos allí. Líganos con cuerdas a los cuernos del altar; ninguna enfermedad
puede acercarse allí pues el sacrificio purifica el aire. Salvador, si sólo
pudiéramos tener Tu cruz ante nuestros ojos podríamos atravesar incólumes el
infierno a pesar de su vapor pestilente. No sería posible que toda la blasfemia
de los demonios y de los más viles de los hombres pudieran contaminar nuestros
espíritus ni siquiera por un momento, si Tu sangre fuera rociada siempre sobre
las tablas de nuestros corazones, y Tu profunda humillación estuviera siempre
presente en nuestras mentes. El olvido de los azotes nos conduce a caer en la
enfermedad, pero el dulce recuerdo de la pasión y la bendita absorción en el
misterio de la muerte del Señor, seguramente echarán fuera de nosotros todos
los males e impedirán que retornemos a ellos de nuevo.
IV. Ahora
debo proseguir a un cuarto punto. Observen cuidadosamente LAS PROPIEDADES
CURATIVAS DE
Ustedes han oído en
detalle acerca de algunas de las enfermedades, así como también de su cura a gran
escala; ahora observen las propiedades curativas de la medicina: este remedio
divino obra todo tipo de bien en nuestra constitución espiritual. Cuando las
contusiones de Jesús son apropiadamente consideradas, frenan el desorden
espiritual. El hombre es conducido a ver que su Señor sufre por él, y una voz
le dice a sus pasiones desbocadas: “Hasta aquí llegarán, pero no pasarán más
allá. Aquí, en el Calvario, sus altivas ondas serán contenidas”. Mis pies casi
resbalaron y mis pasos estuvieron muy cerca del desliz, pero la cruz de mi Señor
estuvo ante mí como una barrera sumamente eficaz para detener mi caída. Muchos
hombres han seguido avanzando en su mal con gran celeridad y sin ningún freno
que pudiera ponerles algún poder, hasta que una visión del Hombre, del Hombre
crucificado, apareció ante sus ojos, y fueron conducidos a hacer un bendito
alto.
Lean la memorable vida
del coronel Gardiner, pues lo que le ocurrió a él, literalmente, le ha ocurrido
espiritualmente a decenas de miles de personas: se han alistado al servicio del
pecado y han sido vendidas a Satanás, pero una visión del Salvador inmolado por
los pecadores los ha obligado a hacer una pausa y, a partir de ese momento, no
se han atrevido a ofender más. Ahora, es algo grandioso que un médico encuentre
un remedio que mantendrá a la enfermedad contenida dentro de ciertos límites
para que no alcance la peor etapa de malignidad; y esto es lo que hace la cruz
de Cristo: ata con cadenas a la furia de la pasión profana. ¡Qué poder tan
milagroso tienen los dolores de Jesús sobre el creyente! Aunque su corrupción
está todavía en su interior, ya no puede tener dominio sobre él, pues ya no
está más bajo la ley sino bajo la gracia. Es todavía un hecho más feliz que el
pecado será en breve totalmente abolido, pero detenerlo mientras no sea
erradicado no es de ninguna manera algo trivial.
A continuación, esta
medicina aviva todos los poderes del
hombre espiritual para resistir la enfermedad. “Por su llaga fuimos
nosotros curados”, porque una visión de Jesucristo vivifica nuestra naturaleza
nacida de nuevo. Nos prohíbe vivir al pobre ritmo agonizante que es tan natural
a nuestra desidia. No podemos tener a Cristo ante nuestros ojos y proseguir nuestro
camino al cielo adormecidos como si la obra espiritual fuera sólo un sueño, un
mero juego de niños. Aquél que verdaderamente ha ido al pretorio donde Cristo
fue azotado, y ha visto los torrentes de sangre que brotaban cuando golpeaban
sus heridos hombros, y ha sentido que todos debían ser merecidamente para él, experimenta
que su pulso espiritual es vivificado y que toda su vida espiritual es
sacudida. Este fuego ha ayudado a quemar al pecado para sacarlo fuera de su
nido. Este poder dentro del alma ha montado una contraofensiva y ha hecho
retroceder a los poderes de la iniquidad.
Los azotes de Jesucristo
tienen también otro efecto curativo; restauran
al hombre la fuerza que perdió por causa del pecado. Hay un poder
restaurador en esta sagrada medicina. Él lleva mis pies descarriados de regreso
a los caminos que abandoné, y el camino de regreso pasa por la cruz. Él
restaura mi alma, y el alimento que me proporciona es su propia carne y sangre.
Después de que el pecado nos condujera a la enfermedad y la enfermedad nos
condujera a la debilidad, no hay un medicamento restaurador bajo el cielo que
sea igual a vivir en un constante sentido cotidiano de los sufrimientos
vicarios de Jesucristo. Nos anima Su dulce amor tan claramente mostrado en Sus
tormentos en el Gólgota; sentimos que con un Salvador que siempre cuida de nosotros,
no necesitamos alarmarnos.
Esta medicina también alivia la agonía de la convicción. La
angustia del corazón desaparece cuando vemos que Jesús lleva el castigo de
nuestra paz. Quien se acerca a la cruz de Cristo y confía en Él, siente que
aunque el pecado está todavía presente en él y se lamenta por ello, hay un
motivo de regocijo porque entiende que Cristo ha vencido a Sus enemigos, y los
ha llevado cautivos, atados a las ruedas de Su carro. “Venceré”, dice, y no
siente la intensidad de la presente lucha. “Mi pecado es quitado para siempre”,
dice, pues Jesús murió, y no hay espacio para el remordimiento, o el terror o
la desesperación. ¡Bebe del vino adobado del amor expiatorio y no recuerdes más
tu miseria, oh, tú, heredero de la inmortalidad que estás cargado de pecado!
Pero lo mejor de todo es
que la llaga de Cristo tiene el poder de
erradicar el pecado. Lo arranca de raíz; destruye a las bestias en su
guarida; mata al poder del pecado en nuestros miembros. Yo no sé cuán cerca de
la perfección pueda ser llevado el creyente en esta vida, pero Dios no quiera
que yo establezca algún bajo grado de gracia como el nivel de todo lo que un
santo puede alcanzar de este lado de la tumba. Yo no me atrevo a limitar el
poder de mi Señor en lo tocante a cuánto puede someter al pecado en el creyente,
incluso en esta vida, pero yo no espero ser perfecto nunca mientras no me
deshaga de esta caparazón mortal; sin embargo, el grandioso resultado es glorioso;
nuestra herencia es la perfección absoluta; seremos liberados de la mas mínima
tendencia al mal; no quedarán en nosotros más posibilidades de pecar de las que
hay en la persona de nuestro Señor mismo. Seremos tan puros como el propio santo
Dios trino, tan inmaculados como el Salvador siempre libre de pecado; y todo
ésto será por medio de las llagas de nuestro Señor. Después de todo, la santificación
es por la sangre de Cristo. El Espíritu Santo la realiza, pero el instrumento
es la sangre. Él es el Médico, pero los sufrimientos de Cristo son la medicina.
El pecado no es destruido nunca excepto por la fe en Jesús. Todas tus
meditaciones acerca del mal del pecado, y todos tus temblores ante su castigo,
y todas tus humillaciones de alma y las postraciones, no matarán nunca al pecado.
Es en la cruz que Dios ha construido una horca poderosa en la cual cuelga al
pecado para siempre, y lo mata; está allí, en el Gólgota, pero únicamente está
allí. El gran lugar de la ejecución, el Tyburn de nuestra iniquidad, está allí
donde Jesús murió.
Creyente luchador, debes
recurrir a las agonías de tu Señor, y debes aprender a ser crucificado con Él
para el pecado, pues de lo contrario nunca conocerás el arte de dominar tus
bajas pasiones ni de ser santificado en el espíritu. He procurado descubrir de
esta manera la fuerza curativa que radica en la llaga de Jesús.
V. Ahora,
en quinto lugar, y muy brevemente –me temo que ustedes van a pensar que son
demasiadas divisiones y muy pesadas, pero no puedo evitarlo- quiero que revisen
por unos instantes LOS MODOS DE OBRAR DE ESTA MEDICINA.
¿Cómo actúa? Bien, brevemente,
su efecto sobre la mente es éste: el pecador que oye acerca de la muerte del
Dios encarnado es conducido, por la fuerza de la verdad y por el poder del
Espíritu Santo, a creer en el Dios
encarnado. En el instante en que el pecador cree, el hacha es puesta a la raíz
del dominio de Satanás. Tan pronto como aprende a confiar en el Salvador
designado, su curación da inicio efectivamente y será llevada en breve a la
perfección.
Después de la fe viene la gratitud. El pecador dice; “yo confío
en el Dios encarnado para mi salvación. Yo creo que Él me salvó”. Bien, ¿cuál es
el resultado natural? Puesto que el alma está agradecida y llena de gratitud,
¿cómo podría evitar exclamar: “Bendito sea Dios por este don indecible”? “¡Bendito
sea Su amado Hijo que tan gratuitamente entregó Su vida por mí!” Si el sentido
de tal favor no engendrara gratitud, no sería algo natural en absoluto; sería
incluso algo desprovisto de toda humanidad. La emoción que le sigue a la
gratitud es el amor. ¿Ha hecho Él
todo ésto por mí? ¿Estoy bajo tales obligaciones? Entonces debo amar Su nombre.
El propio pensamiento que sigue al amor es la
obediencia. ¿Qué haré para agradar a mi Redentor? ¿Cómo puedo cumplir Sus
mandamientos y honrar Su nombre? ¿No ves que el pecador está siendo sanado muy
rápidamente? Su enfermedad consistía en que él estaba totalmente en
discordancia con Dios, y se resistía a la ley divina, pero ahora ¡míralo! Con
lágrimas en los ojos lamenta haber ofendido alguna vez; gime y se aflige por
haber hecho clavar a un amigo tan amado, por haberlo sometido a tales dolores,
y pregunta, con amor y sinceridad: “¿Qué puedo hacer para mostrar que me
desprecio por el pasado, y que amo a Jesús a partir de ahora”? Luego da un paso
adelante y arde de odio contra los pecados que mataron al Señor. “¿Mataron a
Cristo mis pecados? ¿Fue mi iniquidad la que lo clavó al madero? Entonces voy a
vengarme de mis pecados; no voy a perdonar a ninguno de ellos. Aunque el pecado
anide en mi pecho, lo voy a arrancar de allí, y si se atrincherara de tal
manera que yo no pudiera echarlo fuera excepto teniendo que perder un ojo o un
brazo, tendrá que salir de esa forma, pues no voy a albergar dentro de mi
espíritu a ninguno de estos malditos pecados”. El celo sagrado y la ardiente
indignación del hombre emiten ahora una orden de allanamiento y el individuo
registra detalladamente su naturaleza para descubrir algún pecado, clamando
mientras tanto: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis
pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino
eterno”.
Ahora, amados, ¿no ven
que los dolores de Jesús ponen a trabajar con potencia a todas las saludables
facultades de la naturaleza nacida de nuevo, y aunque el pecado todavía
permanezca en nuestro interior, hay una vitalidad que acompaña a la naturaleza
nacida de nuevo que echará ciertamente fuera a esos poderes más viles, y, por
la gracia de Dios, hará que el hombre sea apto para participar de la herencia
de los santos en luz?
VI. Casi
es innecesario que agregue algo más, excepto comentarles, en sexto lugar, que
esta medicina merece ser recomendada para todos ustedes, debido a SU NOTABLEMENTE
FÁCIL APLICACIÓN.
Les he mostrado cómo
funciona, y qué males cura y a quiénes cura. Ahora, hay alguna materia médica que sería curativa, pero
cuya administración es tan difícil y va acompañada de tanto riesgo en su
operación, que raramente es empleada si es que alguna vez llegara a serlo; pero
la medicina prescrita en el texto es muy simple en sí misma, y es recibida muy
simplemente: tan simple es su recepción que, si hubiera una mente dispuesta a
hacerlo, podría ser recibida por cualquiera de ustedes en este preciso
instante, pues el Espíritu Santo de Dios está presente para ayudar a esa mente.
Entonces, ¿cómo logra un
hombre que la llaga de Cristo lo sane? Primero, oye acerca de la llaga. Ahora,
ustedes han oído a menudo acerca de los azotes de mi Señor. A continuación, la
fe viene por el oír; esto es, el oyente cree que Jesús es el Hijo de Dios, y
confía en Él para que salve su alma. Entonces, habiendo creído, lo siguiente es
que siempre que el poder de su fe comience a relajarse, debe regresar a oír de
nuevo, o debe recurrir a algo que es todavía mejor: después de haber oído para
beneficio, debe recurrir a la contemplación; debe acudir a la mesa del Señor
para recibir ayuda por medio de los signos externos; debe leer
Todo lo que tienes que
hacer, pobre pecador, es simplemente confiar y serás sanado; todo lo que tú
tienes que hacer, oh santo rebelde, es contemplar y creer de nuevo. Amados,
debemos dejar que la vieja imagen sea sellada de nuevo sobre nuestra alma;
debemos limpiar el cuadro, por decirlo así, pues había sido volteado con su
frente hacia la pared; ahora tenemos que voltearlo otra vez y estudiarlo de
nuevo. Renueva tu vieja amistad con el dulce amante de tu alma, regresa al amor
de tus esponsales, acude al Calvario, quédate en Getsemaní, vive con Jesús dondequiera
que Él esté; en retiro, considerando, meditando, reflexionando en lo que Él ha
hecho por ti. Este es el sencillo modo de aplicación.
VII. Todo
lo que tengo que decir para concluir es que ya que la medicina es tan eficaz,
ya que está preparada y ya que es ofrecida gratuitamente, les suplico QUE
Tómenla, hermanos,
ustedes que han conocido su poder en años pasados. No permitan que continúen
las rebeliones, antes bien, acérquense a los azotes de nuevo. Tómenla, ustedes
que dudan, para que no caigan en la desesperación; acérquense a los azotes otra
vez. Tómenla, ustedes que están comenzando a confiar en ustedes mismos y a ser
altivos. Ustedes necesitan esto para postrarse rostro en tierra delante de su
Señor. Y, oh, ustedes, que nunca han creído en Él, en esta mañana de claros
destellos después de la lluvia, que el Señor les dé también que puedan venir y
confiar en Él y vivirán.
“Oh”, -me escribe una
persona esta semana- “yo he creído que Jesús murió por mí, pero eso no me
impide pecar de todas las maneras posibles. Nuestro ministro dice que si
creemos que Jesús murió por nosotros, seremos salvos”.
No, no, eso no es el
Evangelio, y esa creencia no es la fe en absoluto. No me sorprende que alguna
pobre criatura hubiera probado un evangelio así y descubriera que falló. ¿No
dicen estos hombres que Cristo murió por todos, y luego declaran que si tú
crees que murió por ti (lo que necesariamente debió hacer si murió por todos)
entonces eso te salvará y, sin embargo, hay decenas de cientos de personas que evidencian
el hecho de que no los salva, sino que pueden creer en esta redención universal
pero siguen viviendo como lo hacían antes?
La fe consiste en confiar
en Jesucristo. Esa es la única fe salvadora. No puedes confiar en Él y no ser
sanado; no puedes poner tu confianza en Cristo y seguir siendo tal como eres,
pues hay un poder en Cristo que es aplicado por la fe, que cambia el carácter y
convierte al pecador en un hombre nuevo para alabanza y gloria de Dios. Que el
Señor los bendiga por Su misericordia. Amén.
Porciones
de
Mateo
26: 57-68; y 27: 27-31.
Nota del traductor:
La palabra “stripes” que
aparece en la versión King James en inglés, es traducida de diversas maneras en
las diferentes versiones en español: ‘llaga’, ‘contusiones’, ‘cardenales’,
‘heridas’, ‘azotes’, etc. Hemos usado esas palabras indistintamente a lo largo
de nuestra traducción.
Tyburn: lugar donde se
efectuaban las ejecuciones públicas en la horca, en Londres.
Materia médica: conjunto
de los cuerpos orgánicos de que se obtienen medicamentos.
Traductor: Allan Román
6/Abril/2011
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