El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Más que Vencedores

NO. 751

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 19 DE MAYO DE 1867

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó”. Romanos 8: 37.

 

La señal distintiva de un cristiano es su confianza en el amor de Cristo y la entrega de sus afectos a Cristo en recíproca correspondencia. Primeramente, la fe estampa su sello en el hombre, capacitando al alma a decir con el apóstol: “Cristo me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Entonces el amor proporciona el refrendo y estampa en el corazón: gratitud y amor a Jesús. “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. “Dios es amor”, y los hijos de Dios son gobernados en sus poderes íntimos por el amor; el amor de Cristo los constriñe. Creen en el amor de Jesús y entonces lo reflejan. Se regocijan debido a que el amor divino se ha posado sobre ellos; lo sienten derramado en abundancia en sus corazones por el Espíritu Santo que les ha sido dado, y entonces, motivados por la gratitud, aman fervientemente al Salvador con un amor puro.

 

En aquellas grandiosas épocas que constituyen el heroico período de la religión cristiana, esta doble señal podía ser vista muy claramente en todos los creyentes en Jesús. Eran personas que conocían el amor de Cristo, y se apoyaban en él, tal como un hombre se apoya en un báculo cuya confiabilidad ya ha comprobado. No hablaban del amor de Cristo como si fuese un mito que debía ser respetado o una tradición que debía ser reverenciada. Lo veían como una realidad bienaventurada y en él depositaban toda su confianza. Estaban persuadidos de que ese amor los transportaría como sobre alas de águilas y los sostendría todos sus días, y permanecían confiados en que sería para ellos un cimiento de roca contra el cual podían golpear las olas y podían soplar los vientos, pero la habitación de sus almas permanecería segura si se cimentaba en él. El amor que sentían por el Señor Jesús no era una apacible emoción que ocultaran internamente en la cámara secreta de sus almas, y de la que hablaran exclusivamente en sus asambleas privadas cuando se reunían el primer día de la semana y cantaban himnos en honor de Cristo Jesús el Crucificado, sino que para ellos era una pasión de una energía tan vehemente e integralmente consumidora, que permeaba en todas su vida, se volvía visible en todas sus acciones, hablaba en su plática común, y miraba a través de sus ojos incluso en sus miradas más comunes.

 

El amor a Jesús era una llama que se nutría de la propia médula de sus huesos, de la esencia y del corazón de su ser y, por tanto, a fuerza de arder se abría paso hacia el hombre exterior, y refulgía allí. El celo por la gloria del Rey Jesús era el sello y la marca de todos los cristianos genuinos. Debido a que dependían del amor de Cristo, se atrevían a mucho, y debido a su amor a Cristo, hacían mucho. Gracias a su confianza en el amor de Jesús, no temían a sus enemigos, y debido a su amor a Jesús, rehusaban huir del enemigo incluso si se aparecía en sus más terribles formas.

 

Los cristianos de los primeros siglos se inmolaban continuamente sobre el altar de Cristo con gozo y presteza. En dondequiera que estuvieran testificaban en contra de las perversas costumbres que los rodeaban. Consideraban algo digno de un asqueroso desprecio que un cristiano fuera como la gente común. No se conformaban al mundo y no podían hacerlo pues habían sido transformados por la renovación de sus mentes. Su amor a Cristo los forzaba a dar testimonio en contra de todo lo que le deshonrara por ser contrario a la verdad, a la justicia y al amor. Eran innovadores, reformadores y destructores de ídolos por doquier; no podían quedarse tranquilos dejando que otros hicieran lo que quisieran siguiendo sus propias opiniones, antes bien, su protesta era continua, incesante, molesta para el enemigo pero aceptable para Dios. El cristiano era un pájaro de llamativos colores en cualquier sitio, porque el amor por Jesús no le permitía disfrazar sus convicciones; era un extraño y un forastero en cualquier parte, porque el propio lenguaje de su vida diaria difería del de sus vecinos. Donde otros blasfemaban, él adoraba; donde otros proferían juramentos habitualmente, su “sí” era sí, y su “no”, era no. Donde otros se ceñían la espada, él no resistía el mal; donde otras personas -cada una de ellas- buscaban su propio bienestar y no el de su hermano, el cristiano era reconocido como alguien cuyo tesoro estaba en el cielo y había puesto sus afectos en las cosas de arriba.

 

El amor por Jesús convertía al cristiano en un protestante perpetuo contra el mal por causa de Jesús. Y todavía le conducía más lejos; se convertía en un testigo constante de la verdad que había comprobado ser algo muy precioso para su propia alma. Los cristianos eran como Neftalí, de quien se decía: “Neptalí, cierva suelta, que pronunciará dichos hermosos”. En los días apostólicos, los cristianos mudos, los testigos silenciosos, eran escasamente conocidos. La matrona hablaba de Cristo a los sirvientes. Habiendo aprendido de Jesús, el niño hablaba de Él en las escuelas. Mientras el obrero cristiano daba su testimonio en el taller, y el ministro cristiano (y había muchos ministros cristianos en aquellos días, pues todos los hombres ministraban de acuerdo a su habilidad) se paraba en las esquinas de las calles, o se reunía en sus propia casa rentada con decenas o veintenas, según fuera el caso, declarando siempre la doctrina de la resurrección, de la encarnación de Cristo, de Su muerte y resurrección y del poder limpiador de Su sangre.

 

El amor de Jesús, como lo he dicho al comienzo, era una pasión real para aquellos hombres, y su confianza en Jesús era real y práctica; de aquí que su testimonio en favor de Jesús fuera valeroso, claro y decidido. En el antiguo testimonio cristiano una trompeta resonaba que despertaba al viejo mundo que estaba asentado en un profundo sueño, soñando sueños inmundos; aquel mundo no quería ser despertado, y revolcándose en el sueño, pronunciaba maldiciones graves y múltiples, y juraba vengarse contra el perturbador que se atrevía a interrumpir su horripilante reposo.

 

Mientras tanto los creyentes en Jesús -hombres a quienes no les bastaba con dar testimonio con sus vidas y testificar con sus lenguas en los lugares en que su destino los colocaba- continuamente estaban comisionando a grupos de misioneros para que llevaran la palabra a otros distritos. A Pablo no le bastaba predicar el Evangelio en Jerusalén o en Damasco, sino que le era necesario viajar a Pisidia o a Panfilia, y viajar hasta los últimos confines del Asia Menor, y entonces, tan lleno de Cristo estaba, que sueña con la vida eterna, y quedándose dormido, oye en una visión a un hombre de Macedonia, al otro lado del azul Egeo, que le suplica: “Pasa… y ayúdanos”. Y con la luz matutina Pablo se levanta, plenamente resuelto a abordar un barco y predicar el Evangelio en medio de los gentiles. Habiendo predicado a Cristo a lo largo de toda Grecia, pasó a Italia, y aunque estaba encadenado, entró como embajador de Dios dentro de los muros de la imperial ciudad de Roma; y se cree que después de eso, su espíritu sagradamente inquieto no estuvo satisfecho con predicar a través de toda Italia, sino que tuvo que visitar España y se dice que llegó incluso hasta Bretaña.

 

La ambición del cristiano por la causa de Cristo era ilimitada; más allá de las columnas de Hércules y hasta las más apartadas islas del océano, los creyentes en Jesús llevaron las noticias de un Salvador nacido para los hijos de los hombres. Aquéllos eran días de gran celo. Me temo que éstos son días de tibieza. Aquéllos eran tiempos cuando el fuego era como de carbones de enebro, que guardan un calor sumamente intenso, y ni los naufragios, ni los peligros de ladrones, ni los peligros de ríos, ni los peligros provocados por falsos hermanos, ni la espada misma, podían detener el entusiasmo de los santos, pues ellos creían y por eso hablaban, ellos amaban y por eso servían incluso hasta la muerte.

 

De esta manera los introduzco a nuestro texto. ¡He aquí a los hombres y su conflicto por Cristo! Era natural, era inevitable que provocaran enemistad. Ustedes y yo no amamos mucho a Cristo ni creemos mucho en Su amor; me refiero a la mayoría de nosotros. Constituimos una generación enfermiza, indigna y degenerada. Dejamos al mundo en paz y el mundo nos deja en paz. Nos conformamos en gran manera a las costumbres mundanas y entonces el mundo no se exaspera con nosotros. Nosotros no acosamos a los hombres declarando perpetuamente la verdad como deberíamos hacerlo y, por tanto, el mundo no se impacienta con nosotros –nos cataloga como una muy buena clase de personas, un poco extravagantes, tal vez un poco enloquecidos, pero aun así muy tolerables y bien portados- así que no tenemos ni la mitad de los enemigos que los cristianos de tiempos antiguos enfrentaron, porque no somos ni la mitad de cristianos verdaderos, no, no somos ni siquiera la décima parte de santos como ellos lo fueron. Pero si fuéramos más santos, en la misma proporción en que lo fuésemos nos enfrentaríamos a la misma batalla, aunque pudiera ser de otra forma.

 

Aunque hablé críticamente de todos, hay un puñado de personas aquí -así confío- que han sido capacitadas por la gracia divina para conocer el poder del amor de Jesús, y viven bajo sus influencias, y contienden por la soberanía del Rey coronado de espinas. Ellos son quienes soportan el mismo tipo de luchas -aunque en otras formas- como los conflictos de los días apostólicos, y éstos son quienes pueden usar sin falsedad el lenguaje de mi texto: “En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó”.

 

Voy a pedirles que consideremos en esta mañana, según nos ayude el Espíritu Santo, primero, las victorias ya ganadas; en segundo lugar, los laureles de la pelea; en tercer lugar, los hombres que los ganaron; y en cuarto lugar, el poder mediante el cual fue lograda su conquista.

 

I.   Veremos primero, esta mañana, LAS VICTORIAS YA GANADAS por quienes han sido poseídos por el amor de Jesús.

 

Contemplen atentamente al paladín. No se necesita violentar la imaginación para concebir a este lugar como un anfiteatro romano. Allí, en el centro de la arena, está de pie el héroe. Las grandes puertas de las jaulas de los leones son alzadas por medio de máquinas, y tan pronto como son abiertas, veloz y furiosamente salen osos y leones y bestias salvajes de todo tipo, previamente dejados sin alimento para que crezca su ferocidad, con los que ha de contender el paladín.

 

Así era el cristiano en los días de Pablo, y es así ahora. El mundo es el teatro del conflicto: los ángeles y los demonios son espectadores; una gran nube de testigos contempla la lucha, y los monstruos son azuzados contra él, con los que ha de contender triunfalmente.

 

El apóstol nos proporciona un pequeño resumen de los males contra los que tenemos que combatir, y coloca primero a la “tribulación”. La palabra “tribulación”, en latín, significa: “trillar”, y el pueblo de Dios es arrojado con frecuencia en la era para ser azotado con el pesado flagelo de la tribulación; pero es más que vencedor, puesto que no pierde nada excepto la paja y el tamo, y de esta manera el trigo limpio es separado de lo que no le beneficiaba.

 

Sin embargo, la palabra original en el idioma griego sugiere una presión externa. Es usada en el caso de personas que están sosteniendo cargas pesadas y tienen un gran peso encima. Ahora, los creyentes han tenido que contender casi en todas las épocas con circunstancias externas. Al presente, sólo hay unas cuantas personas que en un momento u otro de sus vidas se enfrentan a una presión externa, ya sea por causa de enfermedad, o por la pérdida de bienes, o por duelos, o por alguna otra de las mil y una causas de las cuales brota la aflicción. El cristiano no tiene una senda pareja. “En el mundo tendréis aflicción”, es una promesa segura que nunca deja de cumplirse. Pero los verdaderos creyentes han sido sostenidos bajo todas las cargas, y ninguna aflicción ha sido capaz jamás de destruir su confianza en Dios.

 

Se dice de la palmera que entre más pesos cuelguen de ella, más erguida y más altanera se proyecta contra el cielo; y lo mismo sucede con el cristiano. Como Job, nunca es tan glorioso como cuando ha experimentado la pérdida de todas las cosas, y al final se alza desde su muladar más poderoso que un rey.

 

Hermanos, han de esperar enfrentar al adversario en tanto que permanezcan aquí; y si ahora sufren por el peso de la aflicción, recuerden que deben vencerla y no ceder a ella. Clamen al Fuerte pidiéndole fuerzas, para que su tribulación produzca en ustedes paciencia, y la paciencia prueba, y la prueba esperanza que no avergüenza.

 

Lo siguiente en la lista es “angustia”. Yo encuentro que la palabra griega se refiere más bien a la aflicción mental que a cualquier cosa externa. El cristiano sufre por causa de circunstancias externas, pero esto probablemente sea una aflicción menor que el dolor interno. “Estrechez de espacio” se asemeja al significado de la palabra griega. Algunas veces nos encontramos en una posición en la que sentimos como si no pudiéramos movernos, como si fuéramos  incapaces de voltearnos a la diestra o a la siniestra: la vía está cerrada; no vemos ninguna liberación, y nuestra propia conciencia de debilidad y perplejidad es insoportablemente terrible. Tal vez ustedes se han visto sumidos en ese estado en que su mente está distraída y no saben qué hacer; en que no pueden calmarse ni estabilizarse; en que querrían considerar calmadamente el conflicto, si pudieran, para luego entrar en él como un hombre con pleno dominio de sus cinco sentidos; pero el demonio y el mundo, la tribulación exterior y el desánimo interior combinados, los arrojan de un lado a otro como olas de la mar, hasta quedar, para usar una expresión sajona de John Bunyan: “muy apabullados por todos lados en su mente”.

 

Bien, ahora, si tú eres un cristiano genuino, saldrás de ésto sin mayores consecuencias. Serás más que un vencedor sobre la turbación mental. Llevarás esta carga, así como cualquier otra, a tu Señor y la pondrás sobre Él; y el Espíritu Santo, cuyo oficio es ser el Consolador, les dirá a las atribuladas olas de tu corazón: “Enmudezcan”. Jesús dirá, al caminar sobre la tempestad de tu alma: “¡Yo soy, no temáis!” Y aunque la tribulación externa y la turbación interna se juntaran como dos mares que contienden, ambas serán apaciguadas por el poder del Señor Jesús.

 

El tercer mal que el apóstol menciona es la “persecución”, que siempre les ha sobrevenido a los genuinos amantes de Cristo: su buen nombre ha sido calumniado. Si repitiera las infamias que han sido expresadas en contra de los santos de los tiempos antiguos, me ruborizaría. Baste decir que no hay ningún crimen en la categoría de vicio que no haya sido falsamente colocado a la puerta de los seguidores del puro y santo Jesús. Sin embargo, la calumnia no aplastó a la iglesia. El buen nombre del cristianismo sobrevivió a la reputación de los hombres que tuvieron el descaro de acusarlo. La prisión siguió a la calumnia, pero en las prisiones los santos de Dios han cantado como pájaros en sus jaulas, más aún que cuando estaban en los campos de la abierta libertad. Las prisiones han resplandecido como palacios, y han sido santificadas para convertirse en lugares de la morada del propio Dios, mucho más sagrados que todos los domos consagrados de la imponente arquitectura. La persecución se ha propuesto a veces desterrar a los santos, pero en su destierro han estado en casa, y cuando han sido esparcidos por todos lados, han ido por doquier predicando la palabra, y su esparcimiento ha sido la recolección de otros del número de los elegidos. Cuando la persecución ha recurrido incluso a los más crueles tormentos, Dios ha recibido muchos dulces cánticos provenientes del potro de tormento. Las gozosas notas de san Lorenzo, mientras lo asaban en la parrilla, deben de haber sido más dulces para Dios que los cantos de los querubines y de los serafines, pues ese santo amaba a Dios más que los más resplandecientes de los seres angélicos, y lo demostraba en medio de su más amarga angustia; y el señor Hawkes, ese santo que, mientras eran quemadas sus extremidades inferiores y la gente esperaba verlo rodar por sobre la cadena para caer en el fuego, alzó sus manos flameantes -cada dedo echando fuego- y aplaudió tres veces al tiempo que gritaba: “¡Nadie como Cristo, nadie como Cristo!” Dios fue más honrado por ese hombre que ardía en el fuego, que por los millones de millones que entonan Sus loas en la gloria. La persecución en todas sus formas ha sobrevenido a la iglesia cristiana y hasta este momento no ha conseguido jamás un triunfo, antes bien ha constituido un beneficio esencial para la iglesia, pues la ha limpiado de la hipocresía; cuando el oro puro fue arrojado en el fuego, no perdió nada sino sólo la escoria y el estaño que más bien se alegra de perder.

 

Luego el apóstol agrega: “hambre”. Nosotros no estamos muy expuestos a este mal en nuestros días, pero en los tiempos de Pablo, quienes eran desterrados era llevados frecuentemente a lugares donde no podían ejercer su oficio para ganarse el pan. Eran alejados de sus posiciones, de sus amigos, de sus conocidos; sufrían la pérdida de sus bienes y, consecuentemente, no sabían dónde encontrar ni siquiera el sustento necesario para sus cuerpos; y sin duda, hay algunas personas ahora que son grandes perdedores por sus convicciones de conciencia, que son llamados a sufrir, en una cierta medida, incluso hasta el hambre.

 

Entonces el diablo le susurra: “tú debes encargarte de tu casa y de tus hijos; no debes seguir tu religión al punto de perder tu pan”. ¡Ah!, amigo mío, veremos entonces si tienes la fe que puede vencer al hambre, que puede mirar al hambre descarnada en el rostro, que mira a las costillas del esqueleto y no obstante dice: “¡Ah!, soportaré el hambre misma antes que vender mi conciencia y mancillar mi amor a Cristo”.

 

Luego viene la “desnudez”, que es otra forma terrible de pobreza. El cristiano expulsado de una casa y de otra e impedido de trabajar en su oficio, era incapaz de allegar los fondos necesarios, y por tanto, sus vestidos se convertían pronto en andrajos, y los andrajos desaparecían uno a uno. En otros momentos los perseguidores desnudaban por completo a hombres y a mujeres para entregarlos a la vergüenza; pero la desnudez aun en el caso de los espíritus más tiernos y sensibles -y tales espíritus fueron expuestos a ese mal en los días antiguos- ha sido incapaz de acobardar al invencible espíritu de los santos.

 

En los viejos martirologios hay historias de hombres y mujeres que tuvieron que sufrir esta indignidad, y ha sido reportado por quienes fueron testigos, que nunca dieron la impresión de estar mejor vestidos, pues cuando fueron presentados desnudos frente a la bestial multitud para ser vistos por sus crueles ojos, los propios cuerpos parecían resplandecer de gloria cuando con rostro apacible inspeccionaban a sus enemigos y se entregaban a la muerte.

 

El apóstol menciona a continuación de la desnudez, peligro, esto es, exposición constante a una muerte súbita. Ésta era la vida de los primeros cristianos. “Cada día muero”, dijo el apóstol. La misericordia del momento no era segura, pues en cualquier otro momento podría salir un nuevo edicto del emperador romano para barrer con los cristianos. Iban literalmente con sus vidas en sus manos dondequiera que se dirigían. Algunos de sus peligros eran encontrados voluntariamente por la divulgación del Evangelio; peligros de ríos y peligros de ladrones eran la suerte del misionero cristiano que atravesaba climas inhóspitos para declarar el Evangelio. Otros peligros eran el resultado de la persecución; pero se nos informa que los creyentes en Jesús reposaban tan firmemente en el amor de Cristo que no sentían que el peligro fuera peligro; y el amor de Cristo los alzaba de tal manera por encima de los pensamientos ordinarios de carne y sangre hasta llegar al punto de que cuando los peligros se convertían en verdad en peligros, los enfrentaban con gozo, por causa del amor a su Señor y Maestro.

 

Y para cerrar la lista, como si hubiese una suerte de perfección en estos males, la séptima cosa es la espada, es decir, el apóstol Pablo singulariza una cruel forma de muerte como un cuadro del todo. Ustedes lo saben bien y no necesito decirles cómo el noble ejército de mártires de mi Señor ha ofrecido sus cuellos a la espada, tan alegremente como la novia da su mano al novio en el día de su matrimonio. Ustedes saben cómo han ido a la hoguera y han besado los haces de leña; cómo han cantado camino a su muerte, aunque la muerte fuera acompañada de los más crueles tormentos; y se regocijaron con sumo gozo incluso al punto de saltar y danzar ante el pensamiento de ser considerados dignos de sufrir por causa de Cristo.

 

El apóstol nos informa que los santos han sufrido todas estas cosas tomadas en su conjunto. Él no dice que somos vencedores en algunas de estas cosas, sino en todas; muchos creyentes atravesaron literalmente por la carencia exterior, por la tribulación interior, por la carencia de pan, por la carencia de vestido, por el constante peligro de la vida y al final entregaron la vida misma y, sin embargo, en cada caso comprendido en toda la lista de esas sombrías luchas, los creyentes fueron más que vencedores.

 

Amados, la mayoría de ustedes no son llamados en este día a enfrentar peligros, o desnudez o espada: si lo fueran, mi Señor les daría la gracia para soportar la prueba; pero yo pienso que las tribulaciones de un cristiano, en el momento presente, aunque no sean tan terribles exteriormente, son todavía más duras de llevar que incluso aquéllas de la edad fiera. Tenemos que soportar el escarnio del mundo: eso es poco; son sustancialmente peores sus lisonjas, sus suaves palabras, sus diálogos untuosos, su servilismo y su hipocresía.

 

Oh señores, su peligro es que se vuelvan ricos y se tornen altivos, que se entreguen a las modas de este presente mundo perverso y pierdan su fe. Si no pueden ser destrozados por el león rugiente, pudieran ser triturados por el apretón del oso, y al diablo poco le importa cuál sea el instrumento siempre que pueda eliminar el amor de Cristo en ustedes y destruir su confianza en Él. Me temo que la iglesia está en mayor peligro de perder su integridad en estos días blandos y sedosos, que cuando estaba en aquellos tiempos difíciles.

 

¿Acaso no hay muchos cristianos profesantes cuyos métodos de comercio son igual de viciosos que los métodos de comercio del más sospechoso y truculento inconverso? ¿Acaso no tenemos algunos cristianos profesantes que son completamente mundanos, cuya falta de asistencia a nuestras reuniones para orar, cuya falta de liberalidad para la causa de Cristo, cuya conducta integral, en verdad, demuestra que si hubiese alguna gracia en ellos en absoluto, no es la gracia que vence al mundo, sino la pretendida gracia que permite al mundo poner su pie sobre su cuello? Tenemos que estar despiertos ahora, pues atravesamos la ‘tierra encantada’ y somos más propensos que nunca a ser arruinados, a menos que nuestra fe en Jesús sea una realidad, y nuestro amor por Jesús sea una llama vehemente. Tenemos más posibilidades de convertirnos en bastardos que en hijos, en cizaña que en trigo, en hipócritas que en hermosos viñedos, mas no en los verdaderos hijos vivientes del Dios viviente. Los cristianos no piensan que éstos sean tiempos en los que pueden prescindir de la vigilancia o del santo celo; necesitan estas cosas ahora más que nunca, y que Dios el Espíritu eterno manifieste Su omnipotencia en ustedes, para que en todas estas cosas más blandas así como en las más ásperas sean capaces de decir: “Somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó”.

 

II.   Voy a referirme con mucha brevedad al segundo encabezado del discurso. Hemos de inspeccionar LOS LAURELES DEL COMBATE.

 

Hasta ahora los creyentes han sido vencedores, pero el texto dice que han sido: “más que vencedores”. ¿Qué significa eso? La palabra en el texto original es una de las fuertes expresiones del apóstol Pablo; podría traducirse así: “más rotundos vencedores”. La Vulgata, yo creo, contiene una palabra que significa: “super-vencedores”, venciendo por encima de todo.

 

Ser vencedor para un cristiano es algo grandioso: ¿cómo puede ser más que un vencedor? Primero, yo creo que un cristiano es mejor que otros vencedores en muchos sentidos, porque el poder mediante el cual vence es mucho más noble.

 

Aquí vemos a un paladín que acaba de regresar de las olimpíadas griegas; casi mata a su adversario en una severa lucha de boxeo, y se aproxima para recibir la corona. Acércate a él, mira ese brazo, y observa los tendones y los músculos. ¡Vamos!, los músculos del hombre son como el acero y tú le dices: “no me sorprende que hayas golpeado y lastimado a tu enemigo; si yo hubiera erigido una máquina hecha de acero que fuera operada por un poco de vapor acuoso, habría podido hacer lo mismo, aunque nada sino la pura materia habría estado operando. En tu constitución tú eres un hombre más fuerte y más vigoroso que tu enemigo: eso está claro; pero, ¿dónde está la gloria particular al respecto? Una máquina es más fuerte que otra. Sin duda el crédito ha de serte otorgado a ti por la resistencia, de un cierto modo; pero tú eres solamente un gran bruto golpeando a otro gran bruto. Los perros, y los toros, y los gallos de pelea y todo tipo de animales habrían soportado un encuentro igual, y tal vez peor.

 

Ahora, ¡vean al paladín cristiano regresando de la lucha después de haber obtenido la victoria! ¡Mírenlo! Él ha vencido a la sabiduría humana; pero cuando lo miro, no percibo ninguna preparación ni astucia: se trata de una persona sencilla e iletrada que sólo sabe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores; sin embargo, ha obtenido la victoria sobre profundos filósofos; entonces él es más que vencedor. Ha sido tentado y probado de todas maneras, y no era para nada una persona astuta; estaba muy débil; sin embargo, de alguna manera, ha vencido. Ahora, esto es ser más que un vencedor: cuando la debilidad vence a la fuerza, cuando la fuerza bruta es frustrada por la gentileza y el amor. Esto, en verdad, es victoria, cuando las pequeñas cosas vencen a las grandes cosas; cuando las cosas viles de este mundo derrocan a las poderosas, y las cosas que no son deshacen a las cosas que son: sin embargo, ésto es precisamente el triunfo de la gracia. Visto desde la perspectiva del ojo del sentido, el cristiano es débil como el agua; empero la fe sabe que es irresistible. De acuerdo al ojo del sentido, es algo que ha de ser pisoteado, pues no opone ninguna resistencia y, sin embargo, a los ojos de Dios, se convierte precisamente por su gentileza y paciencia en más que vencedor.

 

Además, el cristiano es más que vencedor porque el vencedor lucha por la victoria: pelea por algún motivo egoísta. Aun si el motivo es el patriotismo, aunque desde un punto de vista el patriotismo sea una de las más excelsas virtudes mundanas, es sólo un magnífico egoísmo por el cual una persona contiende por su propio país, en vez de estar sujeto al más generoso pensamiento cosmopolita de cuidar de todos los hombres.

 

Pero el cristiano no lucha ni por ningún conjunto de hombres ni por sí mismo: al contender por la verdad contiende por todos los hombres, pero especialmente por Dios; y al sufrir por lo recto sufre sin tener ninguna perspectiva de ganancia terrenal. Se vuelve más que vencedor, tanto por la potencia con que lucha como por los motivos por los que es sustentado, que son mejores que los motivos y que la fuerza que sostiene a otros conquistadores.

 

Él es más que vencedor porque no pierde nada, ni siquiera en la propia lucha. Cuando una batalla es ganada, el lado ganador de cualquier manera pierde algo. En la mayor parte de las guerras, la ganancia raras veces compensa el derramamiento de sangre; pero la fe del cristiano, cuando es probada, se fortalece; su paciencia, cuando es probada, se vuelve más paciente. Sus gracias son como el legendario Anteo, quien, cuando era derribado a tierra, se levantaba más fuerte que antes al tocar a su madre la tierra; pues el cristiano, al tocar a su Dios y caer en indefensión en los brazos del Altísimo, se vuelve más fuerte por todo lo que es conducido a sufrir. Es más que vencedor, pues no pierde nada, ni siquiera en la propia lucha, y gana asombrosamente por la victoria.

 

Es más que vencedor sobre la persecución porque la mayoría de los vencedores tienen que forcejear y agonizar para conseguir la victoria. Pero, hermanos míos, muchos cristianos, sí, todos los cristianos, cuando su fe en Cristo es sólida y su amor a Cristo es ferviente, han descubierto que es fácil vencer incluso al sufrimiento por el Señor.

 

Contemplen a Blandina, envuelta en una red, levantada en vilo por los cuernos de los toros y posteriormente obligada a sentarse en una silla de hierro calentada al rojo vivo para incinerarla y, sin embargo, siendo invencible hasta el final.

 

Los atormentadores le decían al emperador: “¡Oh, emperador!, nos sentimos avergonzados pues estos cristianos se burlan de nosotros mientras sufren tus crueldades”. En verdad, los verdugos parecían ser, ellos mismos, los atormentados; se afligían al pensar que no podían vencer a las tímidas mujeres y ni siquiera a los niños. Devoraban sus propios corazones con ira; como la víbora roe a la lima, se rompían sus dientes contra la férrea fuerza de la fe cristiana; no podían soportarlo, porque aquellas personas sufrían sin quejarse, soportaban sin retractarse, y glorificaban a Cristo en medio del fuego sin lamentarse.

 

Me encanta pensar en el ejército de mártires de Cristo, sí, y pensar en toda Su iglesia, marchando por el campo de batalla, cantando al tiempo de combatir sin dejar de cantar nunca, sin omitir ni una nota, y al mismo tiempo avanzando de victoria en victoria, cantando el sagrado aleluya mientras pisotean a sus enemigos.

 

Vi un día en el lago de Orta, en el norte de Italia, un día de guardar de la iglesia de Roma, un número de botes que procedía de todos los rincones del lago para dirigirse a la iglesia ubicada en una isleta central del lago, y era singularmente hermoso oír el chapoteo de los remos y el sonido del canto conforme los botes se acercaban en largas procesiones, con todos los aldeanos en ellos llevando sus estandartes, al lugar señalado para la reunión. El chapoteo de los remos medía el tiempo a los remeros, y los remeros nunca omitían un golpe por cantar, ni la canción era desfigurada por culpa del chapoteo de los remos, sino que seguían acercándose, cantando y remando.

 

Y lo mismo ha sucedido con la iglesia de Dios. La iglesia ha aprendido a manejar ambos remos: el remo de la obediencia y ese otro remo del sufrimiento, y a cantar mientras rema: “¡Gracias sean dadas a Dios, el cual nos lleva siempre en triunfo en cualquier lugar!” Aunque seamos conducidos a sufrir y seamos obligados a pelear, somos más que vencedores, porque somos vencedores incluso mientras peleamos; cantamos incluso en el calor de la batalla, ondeando en alto el estandarte y repartiendo el botín en el centro de la refriega. Cuando la batalla está en su apogeo, entonces somos más felices; y cuando la contienda es más severa, entonces somos más bienaventurados; y cuando la batalla se vuelve más ardua, entonces, “estamos tranquilos en medio del grito desconcertante, confiando en la victoria”. Los santos han sido en esos sentidos más que vencedores”.

 

Más que vencedores, espero, en este día, porque han vencido a sus enemigos, haciéndoles el bien, convirtiendo a sus perseguidores por su paciencia. Para usar el viejo lema protestante, la iglesia ha sido el yunque y el mundo ha sido el martillo; y aunque el yunque no ha hecho nada sino soportar el golpe, ha quebrado a todos los martillos, como lo hará también hasta el fin del mundo.

 

Todos los verdaderos creyentes que realmente confían en el amor de Jesús, y realmente están encendidos en él, serán mucho más gloriosos que el conquistador romano cuando conducía a sus corceles, blancos como la nieve, a lo largo de las calles de la ciudad imperial; entonces los jóvenes y la doncellas, las matronas y los ancianos se reunían junto a las ventanas o sobre el sombrerete de las chimeneas y esparcían flores sobre las vencedoras legiones que desfilaban; pero, ¿qué es ésto comparado con el triunfo que se está dando incluso ahora cuando el gran ejército de los elegidos de Dios pasa desfilando a través de las calles de la Nueva Jerusalén? ¿Qué flores son esas que los ángeles arrojan en la senda de los bienaventurados? ¿Qué cánticos son esos que se elevan desde aquellos salones de Sion, gritando todos con júbilo y cantando al tiempo que los santos desfilan hacia sus habitaciones sempiternas?

 

III.   El tiempo casi se me ha agotado y, por tanto, en tercer lugar, sólo diré una palabra o dos. ¿Quiénes son LAS PERSONAS QUE HAN VENCIDO?

 

Consideren atentamente estas pocas palabras que expreso. Los hombres que vencieron en la batalla hasta ahora, han sido conocidos sólo por ésto –la dos cosas que mencioné al principio- hombres que creyeron en el amor de Cristo hacia ellos, y que estaban poseídos por el amor de Cristo, pues no ha habido otra distinción más que ésta. Algunos han sido ricos: la casa de César produjo mártires. Otros han sido pobres: sólo unas cuantas inscripciones de las tumbas de las catacumbas han sido escritas correctamente; deben de haber sido personas muy pobres e iletradas que conformaban la mayoría de las primeras iglesias cristianas, pero todas las clases han vencido. Obispos han sido quemados y príncipes han muerto en la hoguera, pero más numerosos todavía han sido los tejedores, y los sastres, y las costureras. Los más pobres de los pobres han sido tan valerosos como los adinerados; los eruditos han muerto gloriosamente, pero los iletrados casi se han robado la palma. Los niñitos han sufrido por Cristo; sus almitas, lavadas en la sangre de Jesús, se han visto enrojecidas también con la suya propia; entre tanto, los ancianos no se han quedado atrás. Debe de haber sido un espectáculo triste pero glorioso ver al anciano Latimer, que contaba con más de setenta años de edad, quitándose todos sus vestidos excepto la camisa, y luego, puesto de pie, decir al tiempo que se volvía al señor Ridley: “¡Valor, hermano! En este día encenderemos un cirio de tal magnitud en Inglaterra, por la gracia de Dios, que nunca habrá de apagarse”.

 

¡Oh!, ancianos, si desean servir a mi Señor, todavía no ha pasado la mejor etapa de su vida para hacerlo. Jóvenes, si quieren ser héroes, ahora es su oportunidad. Ustedes, que son pobres, pudieran resplandecer con una gran gloria como los ricos; y ustedes, que tienen riquezas, podrían considerarlo como su gozo si fueran llamados en los lugares altos del campo a batallar por su Señor. En esta lucha hay lugar para todos los que aman al Señor, y hay coronas para cada uno. ¡Oh, que Dios nos diera el espíritu y la fuerza para alistarnos en Su ejército, y para luchar hasta que ganemos la corona! Dejo ese punto, queridos amigos, esperando que ustedes ampliarán su consideración en sus pensamientos.

 

IV.   Y ahora vamos a concluir. El apóstol nos dice claramente que EL PODER MISTERIOSO E IRRESISTIBLE QUE SUSTENTÓ A ESTOS INDIVIDUOS MÁS QUE VENCEDORES, fue “Por medio de aquel que nos amó”.

 

Ellos vencieron gracias a que Cristo era su capitán. Mucho depende del líder. Cristo les mostró cómo vencer, al soportar el sufrimiento personalmente, venciendo para constituirse en su ejemplo. Ellos triunfaron por medio de Cristo como su maestro, pues sus doctrinas fortalecieron sus mentes; los hizo viriles, los hizo angélicos, los hizo divinos, en suma los hizo partícipes de la naturaleza divina. Pero, sobre todo, ellos vencieron porque Cristo estaba realmente con ellos. Su cuerpo estaba en el cielo, pues ha resucitado, pero Su Espíritu estaba con ellos. Aprendemos de toda la historia de los santos que Cristo tiene una manera de infundir una fuerza sobrenatural en los más débiles de los débiles. El Espíritu Santo, cuando entra en contacto con nuestros espíritus pobres, titubeantes y débiles, nos ciñe para algo que es absolutamente imposible que el hombre realice solo. Miras al hombre tal cual es y, ¿qué puede hacer? Hermanos, no puede hacer nada. “Separados de mí nada podéis hacer”. Ahora miren al hombre con Dios en él, y voy a revertir la pregunta: ¿Qué es lo que no podría hacer él? Yo no veo a un hombre ardiendo en aquellos fuegos; veo a Cristo sufriendo en ese hombre. Yo no veo a un mártir en prisión, sino veo al poder divino riéndose ante el pensamiento de la prisión, y escarneciendo las cadenas de hierro. No veo tanto a una virgen de mente sencilla, de escasa educación, contendiendo con los sofistas y con los disputadores, sino veo al Espíritu del Dios vivo hablando a través de su lengua simple, enseñándole en el mismo momento qué es lo que debe decir, y demostrando la verdad de que lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. ¡Oh!, es glorioso pensar que Dios tome de esta manera las cosas más insignificantes, más pobres y más débiles, y se introduzca en ellas y luego diga: “¡Vengan, todos ustedes, que son sabios y grandes, y yo los desconcertaré por medio de aquéllos que son necios y débiles! Ahora, ¡vengan, ustedes, demonios del infierno; vengan, ustedes, hombres de la tierra, que pronuncian amenazas y echan espuma con crueldad; vengan, todos ustedes, y este pobre ser indefenso se reirá hasta el escarnio de ustedes, y triunfará al final!” Es el poder de Cristo. ¿Y advirtieron el nombre con el que el apóstol llamó a nuestro Señor en el texto? Es tan significativo, que yo pienso que es la clave del texto: “Por medio de aquel que nos amó”. Sí, el amor les obtuvo la victoria. Ellos sabían que Él los amaba, que los había amado, que siempre los amaría. Ellos sabían que si sufrían por Su causa, era Su amor el que les permitía sufrir para que fuera su ganancia definitiva, y para Su permanente honra. Ellos sentían que Él los amaba; no podían ponerlo en duda, nunca desconfiaron de ese hecho, y ésto era lo que los hacía tan fuertes. Oh, amados, ¿son débiles hoy? Acudan a Él que los amó. ¿Se está enfriando hoy el amor de ustedes? No acudan a Moisés para aumentar su amor; no escudriñen su propio corazón con miras a encontrar algo bueno, sino acudan de inmediato a Él que los amó. Piensen, esta mañana, en que Él, nuestro Señor, abandonó el cielo, y piensen en Su encarnación en la tierra. Piensen especialmente en el sudor sangriento de Getsemaní, en las heridas del Calvario, en la sed al morir, en el “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Piensen en todo eso. Hagan que el amor de Cristo por ustedes se grabe en fuego en su conciencia íntima; y en la fuerza de ésto, no teman a ninguna dificultad, no sientan terror ante ninguna tribulación, sino marchen a la batalla de su vida como los héroes antiguos iban a la suya, y han de retornar con sus coronas de victoria como ellos regresaron con las suyas, y descubrirán que esas líneas que acabamos de cantar, son ciertas de la manera más divina.

 

“Y quienes, con su Líder, han vencido en la lucha,

Por los siglos de los siglos están vestidos de blanco”.

 

Porciones de la Escritura leídas antes del sermón:

Romanos 8: 28-39; Hebreos 11: 32-40.

 

 

 

Traductor: Allan Román

11/Agosto/2011

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