El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Jesús en Betesda, o

La Espera Conmutada en Fe.

NO. 744

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 7 DE ABRIL DE 1867

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL SALÓN ‘THE AGRICULTURAL HALL’, ISLINGTON.

 

“Después de estas cosas había una fiesta de los judíos, y subió Jesús a Jerusalén. Y hay en Jerusalén, cerca de la puerta de las ovejas, un estanque, llamado en hebreo Betesda, el cual tiene cinco pórticos. En éstos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua. Porque un ángel descendía de tiempo en tiempo al estanque, y agitaba el agua; y el que primero descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese. Y había allí un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo. Cuando Jesús lo vio acostado, y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: ¿Quieres ser sano? Señor, le respondió el enfermo, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo. Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho, y anda. Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo. Y era día de reposo aquel día”. Juan 5: 1-9.

 

Según el evangelista, la escena de este milagro fue Betesda, un estanque ubicado junto al mercado de las ovejas, o cerca de la puerta de las ovejas; yo supongo que era un lugar a través del cual era conducido el ganado consumido por los habitantes de Jerusalén; y era el estanque donde, posiblemente, eran lavadas las ovejas compradas por quienes ofrecían sacrificios en el templo. La enfermedad era algo tan común en los días del Salvador, que las dolencias de los hombres invadían la zona que había sido destinada para el ganado, y el lugar donde las ovejas eran lavadas antes, se había convertido en el punto donde los enfermos se congregaban en grandes multitudes, ansiando su curación. No se nos dice que alguien protestase por la intrusión, ni que la opinión pública estuviese escandalizada. Las necesidades de la humanidad deben prevalecer sobre todas las demás consideraciones de preferencia personal. El hospital debe tener la preferencia sobre el mercado de las ovejas.

 

Hoy contamos aquí con un ejemplo específico. Si la dolencias físicas de Jerusalén invadieron el mercado de las ovejas, yo no pediría ninguna disculpa si, en estos días de guardar, la enfermedad espiritual de Londres exigiera que este espacioso lugar, que hasta este momento ha sido asignado a los mugidos del ganado y a los balidos de las ovejas, fuera consagrado a la predicación del Evangelio y a la manifestación del poder sanador de Cristo Jesús entre quienes están espiritualmente enfermos. Hoy hay un estanque en las cercanías del mercado de las ovejas, y hay enfermos reunidos en enormes multitudes aquí.

 

Tal vez no nos hubiéramos enterado nunca de Betesda si un augusto visitante no hubiera condescendido a honrar aquel lugar con Su presencia: Jesús, el Hijo de Dios, que caminó por los cinco pórticos junto al estanque. Ese era el lugar donde podríamos esperar encontrarlo, pues, ¿dónde habría de estar el médico sino en el lugar donde los enfermos están reunidos? Allí había trabajo para la mano sanadora y para la palabra restauradora de Jesús. Era muy natural que el Hijo del Hombre, quien “vino a buscar y a salvar lo que se había perdido”, se abriera paso hasta la leprosería que estaba a un costado del estanque. Esa agraciada visita es la gloria de Betesda, que ha elevado el nombre de ese estanque por encima del rango común de los manantiales y de las aguas de la tierra.

 

¡Oh, que el Rey Jesús viniera esta mañana a este lugar! Eso sería la gloria para este Salón en el que nos encontramos, por lo cual sería famoso hasta la eternidad. Si Jesús estuviera presente aquí para sanar, el notable tamaño de la congregación dejaría de ser un portento, pues el renombre de Jesús y Su amor salvador eclipsarían todo lo demás, tal como el sol apaga las estrellas.

 

Hermanos míos, Jesús estará aquí, pues hay quienes lo conocen y tienen poder con Él, y han estado solicitando Su presencia. El pueblo favorecido del Señor, mediante clamores y lágrimas prevalecientes, ha logrado de Él Su consentimiento para estar entre nosotros en este día, y Él camina en medio de este gentío, tan dispuesto para sanar y tan poderoso para salvar, como en los días de Su encarnación. “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, es una certidumbre que proporciona consuelo al corazón del predicador esta mañana. Un Salvador que está presente –presente en el poder del Espíritu Santo- hará que este día sea recordado por muchos que serán sanados.

 

Pido la especial atención de todos, y ruego encarecidamente a los creyentes que me acompañen con sus fervientes oraciones mientras los invito a que observen, primero, al enfermo; en segundo lugar, a que dirijan su atenta mirada al Grandioso Médico; y, en tercer lugar, a que hagan una aplicación de la narración completa al caso presente.

 

I.   Con el objeto de observar AL PACIENTE, les pediré que me acompañen al estanque con los cinco pórticos en cuyo contorno yacen los enfermos. ¡Caminen cautelosamente entre los grupos de seres lisiados y ciegos! No, no cierren sus ojos. Les hará bien ver el deprimente espectáculo para que comprueben lo que ha provocado el pecado y de cuáles males nos ha hecho herederos nuestro padre Adán.

 

¿Por qué están todos ellos aquí? Están aquí porque algunas veces las aguas bullen con un poder sanador. No es necesario que discutamos aquí si eran visiblemente agitadas por un ángel o no; pero se creía generalmente que un ángel descendía y tocaba el agua, y ese rumor atraía a enfermos provenientes de todas partes. Tan pronto como se divisaba la ebullición de las aguas toda la multitud descendía probablemente al estanque, y quienes no podían descender por sí solos eran metidos por sus acompañantes. ¡Ay, cuán pobre era el resultado! Muchos se quedaban frustrados. Únicamente uno era recompensado por el descenso; el primero en descender era sanado, pero solamente el primero. Por la mínima probabilidad de alcanzar esa curación, la gente enferma permanecía en los arcos de Betesda año tras año. El enfermo de la narración había pasado muy probablemente la mayor parte de sus treinta y ocho años esperando junto a ese famoso estanque, sostenido por la remota esperanza de poder ser el primero de la multitud en descender algún día. En el día de reposo mencionado en nuestro texto, el ángel no le había visitado, pero alguien mejor había venido, pues Jesucristo, el Señor del ángel, estaba allí.

 

Con respecto a este hombre, noten que él estaba plenamente consciente de su enfermedad. Él no cuestionaba el quebranto de su salud; era un hombre enfermo; lo sentía y lo reconocía. No era como algunas personas presentes aquí esta mañana, que están perdidas por naturaleza, pero que no lo saben o no quieren confesarlo. Estaba consciente de que necesitaba la ayuda celestial, y su espera junto al estanque lo demostraba. ¿No hay, en esta asamblea, muchas personas que estén igualmente convencidas sobre este punto? Durante mucho tiempo tú has sentido que eres un pecador, y has sabido que a menos que la gracia te salve, no puedes ser salvo nunca. Tú no eres un ateo, ni niegas el Evangelio; por el contrario, crees firmemente en la Biblia, y deseas de todo corazón poder tener una participación salvadora en Cristo Jesús; pero, por el momento, no has avanzado más allá de sentir que estás enfermo, de desear ser sanado, y de reconocer que la curación debe venir de lo alto. Hasta aquí vamos bien, pero no es bueno detenerse aquí.

 

El enfermo que deseaba ser sanado esperaba junto al estanque, atento a alguna señal o a algún prodigio. Él esperaba que un ángel abriera de pronto de par en par las puertas de oro y tocara las aguas que ahora estaban en calma y quietas, y entonces podría ser sanado. Mis queridos oyentes, este es también el pensamiento de muchas personas que se duelen de sus pecados y desean la salvación. Aceptan algún consejo peligroso y sin ningún sustento bíblico que les es ofrecido por una cierta clase de ministros; esperan junto al estanque de Betesda; perseveran en el uso formal de medios y ordenanzas, y permanecen en la incredulidad en la espera de algo grande. Persisten en un continuo rechazo a la obediencia del Evangelio y, no obstante, ansían experimentar súbitamente extrañas emociones, singulares sentimientos o notables impresiones; esperan ver alguna visión, o escuchar alguna voz sobrenatural o ser alarmados por delirios de horror.

 

Ahora, queridos amigos, no vamos a negar que haya unas cuantas personas que han sido salvadas por intervenciones muy singulares de la mano de Dios, de una manera que está completamente fuera de los modos ordinarios del procedimiento divino. Seríamos muy necios, por ejemplo, si fuéramos a disputar la verdad de una conversión como la del coronel Gardiner, quien, la noche precisa en que había acordado una cita para cometer pecado, fue atajado y convertido por una visión de Cristo en la cruz, que, de cualquier manera, el coronel pensó que vio; y también oyó, o imaginó que oyó, la voz del Salvador que argumentaba tiernamente con él. Sería inútil disputar que casos así hayan ocurrido, que ocurran en verdad, y que pudieran ocurrir de nuevo. Con todo, tengo que rogarles a las personas inconversas que no busquen tales intervenciones en sus propios casos. Cuando el Señor les pide que crean en Jesús, ¿qué derecho tienen ustedes de exigir a cambio señales y prodigios? Jesús mismo es el mayor de todos los prodigios.

 

Mi querido oyente, es tan fútil que tú esperes notables experiencias como lo era la espera de la multitud que permanecía en Betesda atenta al largamente anhelado ángel, puesto que Aquel que podía curarlos ya se encontraba entre ellos, ignorado y despreciado por ellos. Qué espectáculo tan lastimero es verlos contemplar las nubes cuando el médico que podía sanarlos estaba presente sin que le presentaran ninguna petición, ni buscaran alguna misericordia de Sus manos.

 

Con respecto al método de esperar para ver o para sentir algo grande, nuestro comentario es que no es el camino que Dios ha ordenado que Sus siervos prediquen. Yo reto al mundo entero que encuentre algún evangelio de Dios en el que se le diga a algún inconverso que permanezca en la incredulidad. ¿Dónde se le dice al pecador que espere a Dios practicando las ordenanzas para poder ser salvado así? El Evangelio de nuestra salvación es éste: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”. Cuando nuestro Señor transmitió Su comisión a Sus discípulos, les dijo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”. ¿Y cuál era ese Evangelio? ¿Díganles que esperen en su incredulidad en el uso de medios y ordenanzas hasta que vean algo grande? ¿Díganles que sean diligentes en la oración, y que lean la Palabra de Dios hasta que se sientan mejor? Ni una sola pizca de eso. Así dice el Señor: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. Éste era el Evangelio y el único Evangelio que Jesucristo siempre ordenó que predicaran Sus ministros, y quienes dicen: ¡esperen a sentir algo, esperen a experimentar impresiones, esperen prodigios!, ‘anuncian otro evangelio que no es otro, sino que hay algunos que los perturban’. Exponer a Cristo en la cruz es la obra salvadora del ministerio evangélico, y la esperanza de los hombres está cimentada en la cruz de Jesús. El Evangelio de Dios es: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra”. El evangelio del hombre que ha destruido a miles es: “Esperen junto al estanque”.

 

Este evangelio, que no tiene nada de evangélico, es inmensamente popular. No me sorprendería si al menos la mitad de ustedes estuvieran satisfechos con él. Oh, mis oyentes, ustedes no rehúsan ocupar los asientos en nuestros lugares de adoración; raramente están ausentes cuando las puertas se abren, pero se quedan sentados allí en una confirmada incredulidad, esperando que se hagan ventanas en el cielo, pero descuidando el Evangelio de su salvación. El gran mandamiento de Dios: “Cree y vive” no recibe de ustedes otra respuesta que un oído sordo y un corazón de piedra, mientras aquietan sus conciencias con observancias religiosas externas. Si Dios hubiera dicho: “Siéntense en esos asientos y esperen”, yo sería osado en exhortarlos al respecto con lágrimas; pero Dios no ha dicho eso; Él ha dicho: “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia”. Él no ha dicho: “Esperad”, sino que ha dicho: “Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano”. “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”. No encuentro que Jesús diga algo a los pecadores acerca de esperar, antes bien, les dice mucho acerca de venir. “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. “Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”.

 

¿Por qué es tan popular este camino? Es popular porque le administra láudano a la conciencia. Cuando el ministro predica con poder y el corazón del oyente es tocado, el diablo le dice: “Espera una mejor oportunidad”. El archienemigo vierte así esta droga mortal en el alma, y el pecador, en vez de confiar en Jesús en el acto, o en vez de ponerse de rodillas con los ojos llorosos pidiendo a gritos misericordia, se adula a sí mismo porque está usando los medios; el uso de medios es lo suficientemente bueno hasta su propio límite, pero es tan malo como podría serlo cuando suplanta el lugar de Cristo crucificado. Un hijo tiene que oír el mandamiento del padre, pero ¿qué pasa si el hijo ubica el oír en el lugar del obedecer? Dios no quiera que yo me gloríe en el hecho de que ustedes oyen el Evangelio, si sólo son oyentes; mi gloria está en la cruz, y a menos que ustedes miren a la cruz, bueno les fuera no haber nacido.

 

Pido la especial atención de todo aquél que haya estado esperando así, mientras menciono uno o dos puntos. Mi querido amigo, ¿no es esta espera, después de todo, un asunto muy desesperanzador? ¡De todos aquéllos que esperaban en Betesda, cuán pocos eran sanados jamás! El que primero descendía al estanque quedaba sano, pero todos los demás salían del estanque tal como habían entrado. ¡Ah, mis oyentes, yo tiemblo por algunos de ustedes, por ustedes que asisten a la capilla y a la iglesia y que han estado esperando durante muchos años, pues cuán pocos de ustedes son salvados! Miles de ustedes mueren en sus pecados esperando en una incredulidad inicua. Unos cuantos son arrebatados del fuego como tizones, pero la gran mayoría de quienes aguardan empedernidamente, esperan y esperan hasta morir en sus pecados. Yo les advierto solemnemente que, por agradable que sea para la carne esperar en la incredulidad, no es una situación en la que cualquier persona razonable perseveraría por mucho tiempo. Pues, mi querido amigo, ¿no eres tú en tu propia persona un ejemplo de su desesperanza? Tú has estado esperando durante años; difícilmente recuerdas cuándo asististe por primera vez a algún lugar de adoración; tu madre te llevó allá en sus brazos y has sido nutrido bajo la sombra del santuario, como las golondrinas que construyen sus nidos bajo los altares de Dios, y ¿qué ha hecho tu incrédula espera por ti? ¿Te ha hecho cristiano? No; todavía estás sin Dios, sin Cristo, sin esperanza. Te voy a preguntar en el nombre de Dios: ¿qué derecho tienes de creer que si esperas otros treinta años, serás del todo diferente de lo que eres ahora? ¿Acaso no son muy altas las probabilidades de que a los sesenta años de edad estés tan desposeído de la gracia como lo estás a los treinta? Pues, permítanme decirles, y me atrevo a decirlo sin egoísmo, que algunos de ustedes han escuchado el Evangelio predicado sin rodeos.

 

Mis queridos oyentes, yo he sido tan claro con ustedes como puedo serlo; nunca he rehusado declarar el consejo íntegro de Dios, ni tampoco he rehuido elegir algún caso específico para tratarlo detalladamente. Con la excepción de dejar de mencionar el nombre de las personas, no me he detenido ante nada, antes bien, he buscado encomiar el Evangelio ante la conciencia de cada persona como ante los ojos de Dios. Recuerden las advertencias que recibieron en Exeter Hall. Algunos de ustedes recuerdan los quebrantamientos que sintieron en el salón de Surrey Gardens. Recuerden las invitaciones que ya han recibido en este mismo salón. Y si todas esas advertencias han fallado, ¿qué más podría hacerse por la vía de oír y esperar? Muchos de ustedes han escuchado a otros predicadores, igualmente sinceros, igualmente tiernos, y tal vez hasta más sinceros y más tiernos. Ahora, si ninguno de ellos ha tenido ningún efecto sobre ustedes, si esperar junto al estanque no les ha proporcionado nada, ¿no es acaso ése un frustrante y desesperanzador modo de proceder? ¿No es acaso tiempo de probar algo mejor en vez de esperar simplemente que se produzca la agitación del agua? ¿No es tiempo de que recuerdes que Jesucristo está dispuesto a salvarte ahora, y que si confiaras en Él ahora, tú tendrías vida eterna hoy?

 

Allí yace nuestro pobre amigo, esperando todavía al borde del agua. Yo no lo culpo a él por esperar, pues Jesús no había estado presente antes, y era justo que tratara de aprovechar incluso la más leve oportunidad de una curación; pero era triste que Jesús fuera tratado con tanta ligereza; allá iba Él, hilvanando Su camino entre los ciegos, y los cojos y los lisiados, mirándolos benignamente a todos ellos, pero sin que nadie lo mirara a Él. En otros lugares, en cambio, tan pronto como Jesús hacía acto de presencia, traían a los enfermos en sus lechos y los colocaban a Sus pies, y conforme avanzaba los sanaba a todos, esparciendo misericordias con ambas manos. Una ceguera se había abatido sobre esas personas que estaban junto al estanque; allí estaban ellas, y allí estaba Cristo, que podía sanarlos, pero ni uno solo de ellos lo buscó. Sus ojos estaban fijos en el agua, esperando que fuera agitada; estaban tan absortos en su propio camino seleccionado que el verdadero camino fue ignorado. No se distribuía ninguna misericordia porque no se buscaba ninguna.

 

¡Ah, mis queridos amigos!, mi acongojada pregunta es: ¿será así esta mañana? El Cristo viviente está todavía entre nosotros en la energía de Su Espíritu eterno. ¿Recurrirán ustedes a sus buenas obras? ¿Confiarán en asistir a la iglesia y en asistir a la capilla? ¿Se fiarán de emociones esperadas, de impresiones y de ataques de terror, e impedirán que Cristo, que es capaz de salvar eternamente, reciba una mirada de fe de algunos ojos o alguna oración del deseo de algún corazón? Si ha de ser así, pensar en ésto quebranta el corazón: que los hombres mueran, con un Médico Todopoderoso en sus hogares, mientras están siendo entretenidos con una charlatanería desesperanzada inventada por ellos mismos. Oh, pobres almas, ¿habrá de repetirse Betesda aquí esta mañana, y Jesucristo, el Salvador que está presente, habrá de ser ignorado otra vez? Si un rey le diera a uno de sus súbditos un anillo, y le dijera: “Cuando estés sumido en la turbación o en la desgracia, envíame simplemente ese anillo, y yo haré por ti todo lo que sea necesario”, pero ese hombre rehusara deliberadamente enviarlo, y comprara regalos o se dedicara a realizar algunas singulares hazañas de valor con el objeto de ganar el favor de su monarca, tú dirías: “Cuán necio es ese hombre; he aquí un camino muy sencillo, pero no quiere utilizarlo, y desperdicia su ingenio inventando nuevos mecanismos, y desperdicia su vida esforzándose por seguir planes que han de concluir en frustración”. ¿Acaso no es ese el caso de todos aquéllos que rehúsan confiar en Cristo? El Señor les ha asegurado que si confían en Jesús, serán salvados, pero ellos se dedican a seguir diez mil fantasías, y dejan ir a su Dios, su Salvador.

 

Mientras tanto el enfermo, tan frustrado a menudo, se sumía en una profunda desesperación. Además, se estaba poniendo viejo, pues treinta y ocho años es mucho tiempo en la vida de un hombre. Sentía que se moriría pronto. El tenso cordón estaba a punto de romperse, y así, conforme transcurrían cansadamente los días y las noches, aunque seguía esperando, la espera se le hacía muy pesada.

 

Amigo mío, ¿no es éste tu caso? La vida se te está escapando. ¿No está salpicada de cabellos grises tu cabeza? Has esperado todo este tiempo en vano, y yo te advierto que has esperado pecaminosamente. Has visto que otros han sido salvados. Tu hijo es salvo y tu esposa es convertida, pero tú no lo eres, y sigues esperando, y me temo que esperarás hasta que al son de la melodía de: “La tierra a la tierra, el polvo al polvo, las cenizas a las cenizas”, los terrones resuenen sobre la tapa de tu ataúd, y tu alma esté en el infierno. Te ruego que ya no juegues más con el tiempo. No digas: “Hay tiempo suficiente”, pues el sabio sabe que el tiempo suficiente no es lo bastante suficiente. No seas como el borracho insensato que cuando regresaba tambaleándose a casa una noche, vio que le encendían su vela. “¡Dos velas!”, dijo, pues su borrachera lo hacía ver doble; “voy a apagar una de ellas”, y al apagarla, al instante se quedó a oscuras.

 

Muchos hombres ven doble debido a la borrachera del pecado: piensan que tienen una vida para hacer de las suyas, y luego, que tienen la última parte de la vida para volverse a Dios; entonces, como unos necios, apagan la única vela que tienen, y tendrán que yacer eternamente en la oscuridad. Apresúrate, viajero, pues sólo tienes un sol, y cuando se oculte, no alcanzarás nunca a llegar a tu casa. ¡Que Dios te ayude a darte prisa ahora!

 

II.   Contemplemos al propio MÉDICO.

 

Como ya hemos visto, nuestro Señor caminó en aquella ocasión a través de una multitud de enfermos, olvidado e ignorado, sin que nadie clamara: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí”, sin que ninguna mujer procurara tocar el borde de Su manto para ser sanada! Todos ellos estaban deseosos de ser sanados, pero, nadie sabía nada o nadie confiaba en Él. ¡Qué espectáculo tan extraño y tan aflictivo era, pues Jesús era sumamente capaz de sanarlos y estaba dispuesto a hacerlo, y a hacerlo sin cobrar honorarios ni recompensa y, sin embargo, nadie lo buscaba! ¿Deberá repetirse esa escena esta mañana? Personas que me escuchan: Jesucristo puede salvarlos. No hay ningún corazón que sea tan duro que Él no pudiera ablandar; no hay ningún hombre en medio de ustedes que esté tan perdido que Jesús no pudiera salvar. Bendito sea mi amado Maestro, pues ningún caso lo ha derrotado jamás; Su poderosa fuerza sobrepasa los más profundos abismos del pecado y de la insensatez humana. Si hubiera alguna ramera aquí, Cristo puede limpiarla. Si hubiera un borracho o un ladrón aquí, la sangre de Jesús puede volverlo tan blanco como la nieve. Si tienen algún deseo de Él, no se encuentran fuera del alcance de Su mano horadada. Si no son salvos, ciertamente no es por falta de poder en el Salvador. Además, su pobreza no es un ningún estorbo, pues mi Señor no les pide absolutamente nada. Mientras más pobre sea el desventurado, más bienvenido es a venir a Cristo. Mi Señor no es un sacerdote codicioso, que exija un pago por lo que hace. Él nos perdona gratuitamente; Él no necesita ninguno de los méritos de ustedes, ni nada suyo; vengan a Él tal como están, pues Él está dispuesto a recibirlos tal como están.

 

Pero aquí está mi tristeza y mi queja: que este bendito Señor Jesús, aunque está presente para sanar, es ignorado por la mayoría de los hombres. Ellos están mirando hacia otro lado, y no tienen ojos para Él. Con todo, Jesús no estaba enojado. Yo no encuentro que censurara a alguno de los que yacían en los pórticos, o que hubiera tenido algún pensamiento severo para con ellos; más bien, estoy seguro de que sintió piedad de ellos, y que dijo en Su corazón: “¡Ay, pobres almas que desconocen que la misericordia está muy cerca!” Mi Señor no está airado con ustedes que lo olvidan y lo ignoran, sino que tiene piedad de ustedes en Su corazón. Yo sólo soy Su pobre siervo, pero, desde lo íntimo de mi corazón, tengo piedad de aquéllos que viven sin Cristo. De buena gana lloraría por ustedes que están probando otras vías de salvación, pues todas concluirán en una desilusión, y si ustedes continuaran en ellas, comprobarán ser su destrucción eterna.

 

Observen muy cuidadosamente lo que hizo el Salvador. Mirando en torno a todo el grupo, hizo una elección. Él tenía el derecho de hacer la selección que quisiera, y ejerció esa soberana prerrogativa. El Señor no está obligado a otorgar Su misericordia a todo el mundo ni a todas las personas. Él ha proclamado libremente la misericordia a todos, pero como ustedes la rechazan, Él tiene ahora un doble derecho de bendecir a Sus elegidos haciendo que se ofrezcan voluntariamente en el día de Su poder. No sabemos por qué el Salvador seleccionó a aquel hombre de entre la multitud, pero ciertamente fue por una razón cimentada en la gracia. Si nos pudiéramos aventurar a dar una razón para Su elección, pudiera ser que lo seleccionó por ser el caso más grave, y por ser el que había esperado más tiempo. El caso de aquel hombre estaba en boca de todos. Decían: “Ese hombre ha estado allí treinta y ocho años”. Nuestro Señor actuó conforme a Su eterno propósito, haciendo lo que lo que le agrada con lo suyo; Él fijó el ojo de Su amor que elige sobre ese hombre en particular, y, acercándose a él, lo miró. Conocía toda su historia; sabía que se encontraba en esa situación desde hacía mucho tiempo, y, por tanto, tuvo mucha compasión de él. Pensó en aquellos terribles meses y años de dolorosa frustración que el enfermo había sufrido, y las lágrimas inundaron los ojos del Maestro; Él miró una y otra vez al hombre, y Sus entrañas se conmovieron por él.

 

Ahora, yo no sé a quién Cristo tiene la intención de salvar esta mañana mediante Su gracia eficaz. Yo estoy obligado a hacer el llamado general; eso es todo lo que puedo hacer, pero yo no sé dónde hará el Señor el llamado eficaz que es el único que puede hacer que la palabra salve. No me sorprendería que llamara a algunos de ustedes que han esperado mucho tiempo. Yo bendeciría Su nombre si lo hiciera. No me maravillaría que el amor que elige escogiera hoy al primero de los pecadores; si Jesús mirara a algunos de ustedes que nunca lo han mirado a Él, hasta inducirlos a mirar, y Su piedad los hiciera tener piedad de ustedes mismos, y Su gracia irresistible los indujera a venir a Él, serían salvos. Jesús realizó un acto de la gracia soberana que distingue. ¡Yo les ruego que no den coces contra esta doctrina! Si lo hacen, no puedo evitarlo, pues es verdad. Yo les he predicado el Evangelio a todos ustedes tan libremente como pudiera hacerlo un hombre, y ciertamente, ustedes que lo rechazan, no deberían contender con Dios por otorgar a otros esas cosas que a ustedes no les importa recibir. Si desean Su misericordia, Él no se las negará; si lo buscan, lo encontrarán; pero si no quieren buscar la misericordia, no contiendan con el Señor porque la otorgue a otros.

 

Habiendo mirado a ese hombre con una consideración especial, Jesús le preguntó: “¿Quieres ser sano?” Ya les he indicado que Cristo no preguntó eso porque necesitara información, sino porque deseaba excitar la atención del hombre. Como era un día de reposo, el hombre no pensaba ser curado, pues un judío consideraba que era algo muy improbable que ocurrieran curaciones en un día de reposo. Jesús, por tanto, atrajo los pensamientos del hombre al asunto que traía entre manos; pues, fíjense, la obra de gracia es una obra que se realiza sobre una mente consciente, no sobre una materia insensible. Aunque los ‘puseyistas’ pretenden regenerar a niños inconscientes, rociando sus rostros con agua, Jesús no intentó nunca tal cosa –Jesús salva a hombres que tienen el pleno uso de sus sentidos- y Su salvación es una obra sobre un intelecto vivificado y sobre afectos que han sido despertados. Jesús atrajo de regreso a la mente divagante con la pregunta: “¿Quieres ser sano?” “Ciertamente”, -pudo haber dicho el hombre- “ciertamente, lo deseo por sobre todas las cosas; lo anhelo; lo ansío ardientemente”.

 

Ahora, mi querido oyente, te voy a hacer la misma pregunta. “¿Quieres ser sano? ¿Deseas ser salvado? ¿Sabes en qué consiste ser salvo?” “Oh”, -respondes tú- “consiste en escapar del infierno”. No, no, no; ese es el resultado de ser salvado, pero ser salvado es algo diferente. ¿Quieres ser salvado del poder del pecado? ¿Quieres ser salvado de ser codicioso, de tener una mente mundana, de tu mal carácter, de ser injusto, impío, dominador, borracho o profano? ¿Estás dispuesto a renunciar al pecado que más quieres? “No”, -dice alguien- “yo no puedo decir honestamente que deseo todo eso”. Entonces, tú no eres el hombre que estoy buscando esta mañana. Pero, ¿hay alguien aquí que diga: “Sí, yo anhelo ser librado del pecado y que sea extirpado por completo; yo deseo, por la gracia de Dios, convertirme en un cristiano en este mismo día, y ser salvado del pecado?”

 

Bien, como ya te encuentras en un estado de solicitud, demos un paso adelante, y observemos lo que hizo el Salvador. Él dio la voz de mando, diciendo: “Levántate, toma tu lecho, y anda”. El poder mediante el cual el hombre se levantó no estaba en él mismo, sino en Jesús; no fue el mero sonido de la palabra lo que lo hizo levantarse, sino que fue el poder divino que acompañó a la palabra. Yo creo en verdad que Jesús habla todavía por medio de Sus ministros; yo confío que está hablando por mi medio en este momento, cuando en Su nombre les digo a ustedes, que han estado esperando junto al estanque: ¡no esperen más, antes bien, en este instante crean en Jesucristo! Confíen en Él ahora. Yo sé que mi palabra no hará que ustedes lo hagan, pero si el Espíritu Santo obra por medio de la palabra, ustedes creerán.

 

Pobre pecador, confía en Cristo ahora. Cree que Él puede salvarte; ¡créelo ahora! Confíate a Él para que te salve en este momento; ¡reposa en Él ahora! Si recibes la capacidad de creer, el poder te vendrá de Él, no de ti, y tu salvación será efectuada, no por el sonido de la palabra, sino por el secreto poder del Espíritu Santo que acompaña a esa palabra.

 

Les ruego que observen que aunque no se dice nada en el texto acerca de la fe, con todo, el hombre debe de haber tenido fe. Supón que tú hubieras sido incapaz de mover la mano o el pie durante treinta y ocho años, y que alguien te dijera junto a tu lecho: “¡Levántate!”; tú no pensarías en intentar levantarte, pues sabrías que es imposible; tienes que tener fe en la persona que profirió la palabra, pues, de lo contrario, no harías el intento. Me parece ver al pobre hombre: allá está, como un montón, como un manojo retorcido de torturados nervios y músculos paralizados; sin embargo, Jesús le dice: “¡Levántate!”, y él se levanta al instante. “Toma tu lecho”, le dice el Maestro, y él carga con el lecho. Allí estaba la fe del hombre. El hombre era un judío, y él sabía que, según los fariseos, sería algo muy perverso que enrollara su colchón y lo cargara el día de reposo; pero debido a que Jesús se lo dijo, no hizo ninguna pregunta, sino que dobló su camilla, y caminó. Hizo lo que se le dijo que hiciera, porque creía en quien se lo dijo. Pobre pecador, ¿tienes tal fe en Jesús? ¿Crees que Cristo puede salvarte? Si lo crees, entonces yo te digo en Su nombre, ¡confía en Él! ¡Confía en Él ahora! Si confías en Jesús, serás salvo esta mañana, serás salvado en el acto, y serás salvado para siempre.

 

Observen, amados amigos, que la curación obrada por Cristo fue perfecta. El hombre pudo tomar su lecho; la restauración fue comprobada, y la curación fue manifiesta; todos pudieron verla. Además, la curación fue inmediata. No se le dijo que tomara masa de higos y que la pusiera sobre la llaga y que esperara; no fue llevado a casa por sus amigos, ni fue obligado a guardar cama un mes ni dos, ni fue gradualmente atendido hasta que recuperara su energía vital. ¡Oh, no!, fue curado de inmediato.

 

La mitad de nuestros cristianos profesantes imaginan que la regeneración no puede ocurrir en un momento y, por tanto, le dicen al pobre pecador: “Anda y acuéstate junto al estanque de Betesda; espera y usa las ordenanzas; humíllate; busca un arrepentimiento más profundo”. ¡Amados, desechen esa enseñanza! ¡La cruz! ¡La cruz! ¡La cruz! ¡De allí pende la esperanza de un pecador! Tú no debes apoyarte en lo que puedas hacer, ni en lo que los ángeles puedan hacer, ni en visiones, ni en sueños, ni en sentimientos, ni en extrañas emociones ni en horribles delirios, sino que debes descansar en la sangre de mi Señor y mi Dios, que una vez fue inmolado por los pecadores. Hay vida en una mirada al Crucificado, pero no hay vida en ninguna otra parte. Entonces, en el segundo encabezado, igual que en el primero, llego al mismo punto. Así dijo el Señor: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra”.

 

III.   En tercer lugar, tenemos que APLICAR EL EJEMPLO DEL TEXTO A LA OCASIÓN PRESENTE.

 

Creyentes, yo espero que sus corazones se eleven en oración esta mañana. ¡Qué escena tenemos ante nosotros! Si alguien nos hubiera dicho que esta muchedumbre de personas se habría de reunir para escuchar el Evangelio, ¿no habría habido cientos de personas que lo habrían dudado? Fíjense que no hemos tenido nada novedoso que sirviera para atraer a esta multitud; nada a manera de una primorosa ceremonia; ni siquiera tenemos la marejada del órgano; yo decliné sus notas repiqueteantes, para que no pareciera que dependemos en el más mínimo grado, desde un hilo hasta una correa de calzado, de cualquier cosa sino de la predicación del Evangelio. La predicación de la cruz basta para atraer a la gente, y basta para salvar al pueblo, y si adoptamos cualquier otra cosa, perdemos nuestro poder y trasquilamos las guedejas que nos hacen fuertes.

 

La aplicación del texto esta mañana es justamente esta: ¿por qué nosotros no tenemos curaciones instantáneas de almas enfermas? ¿Por qué no podría haber veintenas, centenas, miles, que oigan esta mañana la palabra de gracia: “Levántate, toma tu lecho, y anda”? Yo creo que es posible. Espero que suceda. Permíteme hablar contigo, que dudas de este asunto. Tú todavía piensas que tienes que esperar; ya has tenido un suficiente período de espera, y te estás cansando tolerablemente pero todavía te aferras al antiguo plan; a pesar de ser desesperanzador, todavía tratas de aferrarte a eso como quienes se están ahogando se aferran a las ramitas de paja.

 

Pero yo quiero mostrarles que todo eso es totalmente erróneo. La regeneración es una obra instantánea, y la justificación es un don instantáneo. El hombre cayó en un instante. Cuando Eva arrancó el fruto y Adán lo comió, no se requirió de seis meses para que fueran llevados a un estado de condenación. No se necesitaron varios años de continuo pecado para echarlos fuera del paraíso. El fruto prohibido les abrió sus ojos y vieron que estaban desnudos y se escondieron de Dios. En verdad, en verdad, a Jesús no le toma más tiempo hacer Su obra de lo que le tomó al diablo hacer la suya. ¿Acaso nos destruirá el demonio en un instante, y Jesús sería incapaz de salvarnos en un instante? ¡Ah, gloria sea dada a Dios porque Él tiene mucho más amplio poder para liberar que todo el poder que Satanás ejerce para la destrucción del hombre!

 

Consideren las ilustraciones bíblicas de lo que es la salvación. Sólo voy a mencionar tres. Noé construyó un arca, que era un tipo de la salvación; ahora, ¿cuándo fue salvado Noé? Cristo ha construido el arca para nosotros, y no tenemos nada que hacer para construirla; pero, ¿cuándo fue salvado Noé? ¿Acaso dirá alguien: “Noé estuvo a salvo después de haber estado en el arca un mes, y después que hubo arreglado todas las cosas y estuvo preparado para el diluvio y sintió su peligro”? ¡No!, en el instante en que Noé atravesó la puerta, y el Señor lo encerró, Noé estuvo a salvo. Cuando había estado en el arca un segundo, estuvo tan seguro como cuando había estado allí un mes. Tomen el caso de la pascua. ¿Cuándo estuvieron a salvo los judíos del ángel destructor que recorrió la tierra de Egipto? ¿Estuvieron a salvo después de que la sangre que fue rociada sobre la puerta hubo sido vista y considerada por una semana o dos? ¡Oh, no, amados!, en el instante en que la sangre fue rociada, la casa estuvo a salvo; y en el instante en que un pecador cree y confía en el Hijo de Dios crucificado, es perdonado de inmediato y recibe plenamente la salvación por medio de la sangre de Cristo.

 

Un ejemplo más es la serpiente de bronce. Cuando la serpiente fue alzada, ¿qué debían hacer los que habían sido mordidos? ¿Se les dijo que esperaran hasta que la serpiente de bronce fuera puesta frente a sus narices o hasta que el veneno de la serpiente mostrara ciertos síntomas en su cuerpo? No, se les ordenó que miraran. Ellos efectivamente miraban. ¿Acaso fueron sanados en un período de seis meses? Yo no leo eso, sino que tan pronto como sus ojos se encontraban con la serpiente de bronce, la curación era obrada; y tan pronto como tus ojos se encuentren con Cristo, pobre ser tembloroso, tú eres salvo. Aunque sólo ayer tuvieras unas buenas copas adentro, y estuvieras hundido hasta el cuello en el pecado, si miras esta mañana a mi Señor que una vez fue inmolado pero que ahora es exaltado, encontrarás la vida eterna.

 

Tomemos nuevamente otros ejemplos bíblicos. ¿Esperó acaso el ladrón moribundo junto al estanque de las ordenanzas? Ustedes saben cuán pronto fue escuchada su creyente oración, y Jesús le dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Los tres mil en Pentecostés, ¿esperaron algo grande? No, creyeron y fueron bautizados. Miren al carcelero de Filipos. Era la medianoche; la prisión fue sacudida y el carcelero estaba alarmado y dijo: “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?” ¿Acaso Pablo respondió: “Bien, tienes que usar los medios y tienes que buscar una bendición en las ordenanzas”? ¡No!, él dijo: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa”, y esa misma noche lo bautizó. Pablo no se tomó al respecto el tiempo que algunos piensan que es sumamente necesario. Él creía, como lo creo yo, que hay vida en una mirada a Jesús; pedía a los hombres que miraran, y mirando, ellos vivían.

 

Posiblemente verán ésto más claramente, si les recuerdo que la obra de la salvación está toda consumada. No hay nada que el pecador deba hacer para ser salvo, pues todo ha sido hecho para él. Tú requieres de un baño. El baño no necesita ser llenado. “Hay una fuente llena de sangre”. Tú necesitas un vestido. No necesitas confeccionar el vestido, pues el manto está listo. El manto de la justicia de Cristo está tejido de arriba abajo, y todo lo que se requiere es que te lo pongas. Si tú debieras hacer alguna obra, podría tratarse de un proceso prolongado, pero todo lo que se requería hacer ya fue consumado por Cristo. La salvación no es por obras, sino por gracia, y aceptar lo que Cristo te presenta no es una obra de tiempo.

 

Además, permítanme decirles que la propia regeneración no puede ser una obra de un tiempo prolongado, porque, incluso allí donde pareciera ser más gradual, cuando se la mira de cerca, resulta ser en su esencia la obra de un momento. Un hombre está muerto; ahora, si ese hombre resucitara de los muertos, tiene que haber un instante en el que estaba muerto, y otro instante en el que está vivo. La vivificación real tiene que ser la obra de un instante. Concedo que al principio la vida podría ser muy débil, pero tiene que haber un momento cuando esa vida comienza. Tiene que haber una línea –no siempre podemos verla, pero Dios la ve- tiene que haber una línea entre la vida y la muerte. Un hombre no puede estar a medias vivo y a medias muerto; o está vivo o está muerto; y así, tú estás ya sea muerto en el pecado o vivo para Dios, y la vivificación no puede involucrar un período largo de tiempo.

 

Finalmente, mis oyentes, no toma ni un año ni un siglo para que Dios diga: “Yo te perdono”. El juez pronuncia la sentencia, y el criminal es absuelto. Si Dios te dijera esta mañana: “Yo te absuelvo”, tú quedas absuelto y puedes ir en paz. Tengo que dar un fiel testimonio en cuanto a mi propio caso. Yo nunca encontré la misericordia por esperar. Nunca obtuve un rayo de esperanza por depender de las ordenanzas. Encontré la salvación por creer. Oí a un sencillo ministro del Evangelio que decía: “¡Mira y vive! ¡Mira a Jesús! ¡Él sangra en el huerto; Él muere en el madero! ¡Confía en Él! Confíate a lo que Él ha sufrido en vez de confiar en ti y, si confías en Él, serás salvo”. El Señor sabe que yo había oído ese Evangelio muchas veces antes, pero no lo había obedecido. Sin embargo, esa vez vino con poder a mi alma, y yo en verdad miré, y en el instante en que miré a Cristo, perdí mi carga.

 

“Pero”, -me preguntará alguien- “¿cómo lo sabes?” ¿Llevaste alguna vez un fardo sobre ti? “Oh, sí”, -respondes-. “¿Sabes cuándo quedaste libre de él? ¿Cómo lo supiste?” “Oh”, -respondes- “me sentí muy diferente. Yo me daba cuenta cuando llevaba la carga a cuestas, y, consecuentemente, supe cuando estuve libre de ella”.

 

Lo mismo sucedió en mi caso. Yo sólo deseo que algunos de ustedes sientan la carga del pecado como yo la sentí, cuando esperaba junto al estanque de Betesda. Me asombra que esa espera no me transportara al infierno. Pero, cuando escuché la palabra: “¡Mira!”, yo miré y mi carga desapareció. Me preguntaba dónde se había ido; no la he visto nunca desde entonces, y nunca la veré de nuevo. Fue introducida en el sepulcro del Señor, y quedó enterrada allí para siempre. Dios lo ha dicho: “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados”.

 

¡Oh, vengan, ustedes que están necesitados, vengan a mi Señor! ¡Oigan, ustedes que están desilusionados con los ritos y las ceremonias y los sentimientos y las impresiones y todas las esperanzas de la carne, vengan obedeciendo al mandato de mi Señor, y mírenlo a Él! Él no está presente aquí en la carne, pues ha resucitado, pero resucitó para interceder por los pecadores, y “puede salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”. ¡Oh, si yo pudiera saber cómo predicar el Evangelio de tal manera que ustedes lo sintieran, iría a cualquier escuela para aprender a hacerlo! El Señor sabe que yo consentiría voluntariamente a perder estos ojos a cambio de obtener poder en mi ministerio; sí, y a perder brazos, piernas y todos mis miembros. Yo estaría dispuesto a morir si pudiera, pero quisiera ser honrado por el Espíritu Santo para ganar a esta muchedumbre de almas para Dios.

 

Yo les imploro, hermanos míos, a ustedes que tienen poder en la oración, que oren pidiendo al Señor que lleve a los pecadores a Cristo. Permítanme decirles solemnemente a ustedes, que han oído la palabra hoy, que yo les he declarado el plan de salvación claramente; si no lo aceptan, yo estoy limpio de su sangre, y sacudo mis vestidos de la sangre de sus almas. Si no vienen a mi Dios y Señor, debo dar un claro testimonio en contra de ustedes en el día del juicio. ¡Les he declarado el camino –no podría decírselos más sencillamente- y ahora le suplico que lo sigan! ¡Les imploro que miren a Jesús! Pero si lo rechazan, de cualquier manera, cuando resuciten de los muertos y estén delante del gran trono blanco, háganme justicia diciendo que yo les imploré y persuadí para que escaparan, y que les insistí para que huyeran de la ira venidera. Que el Señor salve a cada uno de ustedes, y Suya será la eterna alabanza. Amén.

 

Porciones de la Escritura leídas antes del sermón:

Juan 3: 14-21 y Juan 5: 1-9.

 

Traductor: Allan Román

10/Febrero/2011

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