El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Su Nombre: Padre Eterno

NO. 724

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 9 DE DICIEMBRE, 1866

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Padre Eterno”. Isaías 9: 6.

 

¡Cuán compleja es la persona de nuestro Señor Jesucristo! Casi en el mismo aliento el profeta lo llama un “niño”, y un “Consejero”, un “hijo” y el “Padre eterno”. Esta no es ninguna contradicción, y ni siquiera es para nosotros una paradoja, antes bien, es una colosal maravilla que Aquel que era un bebé fuera al mismo tiempo infinito, que Aquel que era Varón de Dolores fuera a la vez Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos; y que quien en la Trinidad Divina es llamado siempre el Hijo, sea llamado correctamente: “Padre eterno”. ¡Con cuánta fuerza debería recordarnos ésto la necesidad de estudiar cuidadosamente y de entender correctamente a la persona de nuestro Señor Jesucristo! No debemos suponer que lo entenderemos a primera vista. Una mirada salva al alma, pero únicamente la meditación paciente puede llenar el alma con el conocimiento del Salvador. Gloriosos misterios están ocultos en Su persona. Él nos habla en el lenguaje más sencillo, y se manifiesta abiertamente en medio de nosotros, y, sin embargo, en Su propia persona hay una altura y una profundidad que el intelecto humano es incapaz de medir. Una vez que el devoto observador ha mirado fija y largamente, percibe en su Bienamado bellezas tan excepcionales y tan arrobadoras que se sume en el asombro; la contemplación continua conduce al alma, por el poder del Espíritu Santo, a una elevación de delirante admiración que los menos entendidos desconocen por completo. El misterio de la persona de nuestro Señor es tan profundo, que Él tiene que revelarse a nosotros, ya que de otra manera, nunca lo conoceremos. La investigación no puede descubrirlo ni tampoco la razón puede discernirlo. “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás” -le dijo Cristo a Pedro- “porque no te lo reveló carne ni sangre”. “Cuando agradó a Dios” -dice el apóstol- “revelar a su Hijo en mí”. Otro apóstol le hizo la pregunta, “¿Cómo es que te manifestarás a nosotros?” No hay forma de ver a Jesús excepto a través de Su propia luz. Él es la puerta, pero nadie abre esa puerta, excepto Jesús mismo, pues “Él abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre”. Él es la lección, pero es también el maestro. Él es la llave y la cerradura, la respuesta y el enigma, el camino y el guía. Él es lo que ha de ser visto, pues hemos de mirarlo a Él; pero es por Él que somos habilitados para ver, pues Él da la vista a los ciegos.

 

Entonces, queridos amigos, si realmente deseamos entender la más excelente de todas las ciencias, la ciencia de Cristo crucificado, debemos suplicarle al Señor mismo que sea nuestro Rabí, y rogar que se nos permita sentarnos con María a los pies del Maestro. En nuestra oración debemos pedir que “lo conozcamos”, y nuestro deseo debe ser que “crezcamos en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”, pues “conocerlo a él es la vida eterna”, y ser instruidos por Él, es “ser sabio para la salvación”.

 

El título que estamos considerando es un tanto difícil. Hace algunos años les prediqué acerca de: “Su nombre: Admirable”. Sentí que podía explayarme al respecto con facilidad. Avanzamos hasta llegar a “Consejero”, y luego hicimos un alto durante un tiempo. Posteriormente fuimos conducidos a predicar acerca de: “Dios fuerte”, pero hemos tenido cierta desconfianza en cuanto a nuestra habilidad para desentrañar este título específico, pues hay en él una profundidad que no somos capaces de medir.

 

No puedo pretender sumergirme esta mañana en los profundos abismos de la palabra, antes bien, sólo puedo examinar ligeramente la corteza tal como la golondrina sólo pasa rozando la superficie del mar. Carezco de la plata del vasto conocimiento y del oro del pensamiento profundo; pero lo que tengo, lo compartiré con ustedes. Si mi canasta no contiene nada más que un pan de cebada y unos cuantos pececillos, pido al Señor de la fiesta que multiplique el alimento al partirlo, de tal manera que haya el pan necesario para Su pueblo.

 

Es preciso observar de entrada que el Mesías no es llamado aquí “Padre”, para evitar cualquier confusión con quien es llamado preeminentemente: “EL PADRE”. El nombre propio de nuestro Señor, en cuanto a la Deidad, no es el de Padre, sino el de Hijo. Procuremos evitar la confusión. El Hijo no es el Padre, ni el Padre es el Hijo; y aunque sean un solo Dios, esencial y eternamente, siendo por siempre uno e indivisible, a pesar de ello, la distinción de personas debe ser creída y observada cuidadosamente. Por la mera palabra: “Personas”, no contendemos, ya que es solamente una palabra provisional, aunque no sabemos qué mejor término emplear; pero el hecho de que el Padre no es el Hijo, y el Hijo no es el Padre, es de suprema importancia. Nuestro texto no tiene nada que ver con la posición y los títulos de las tres Personas entre sí; no indica la relación de la Deidad para consigo misma, sino la relación de Jesucristo para con nosotros. Él es para nosotros: “el Padre eterno”.

 

La luz del texto se dispersa en tres rayos: Jesús es “Eterno”; es un “Padre”; es el “Padre eterno”.

 

I.   Primero, Jesucristo es ETERNO. Podemos cantar acerca de Él con David: “Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre”. Es un tema de grande regocijo para nosotros. Regocíjate, creyente, en Jesucristo, que es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.

 

Jesús fue siempre. El Bebé nacido en Belén fue unido a la Palabra, que era en el principio, por quien todas las cosas fueron hechas. El título mediante el cual Jesucristo se reveló a Juan en Patmos fue: “El que es y que era y que ha de venir”. “Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana”, para indicar que Él es el Anciano de días.

 

“Antes que el pecado naciera, o Satanás cayera,

Él condujo a las huestes de las estrellas del alba;

(Su generación, ¿quién la contará?,

¿Quién sabrá el número de Tus años?)”

 

En Su sacerdocio, Jesús, como Melquisedec, “ni tiene principio de días, ni fin de vida”. Su linaje es declarado así por Salomón: “Antes de los abismos fui engendrado; antes que fuesen las fuentes de las muchas aguas. Antes que los montes fuesen formados, antes de los collados, ya había sido yo engendrado; no había aún hecho la tierra, ni los campos, ni el principio del polvo del mundo. Cuando formaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba el círculo sobre la faz del abismo; cuando afirmaba los cielos arriba, cuando afirmaba las fuentes del abismo; cuando ponía al mar su estatuto, para que las aguas no traspasasen su mandamiento; cuando establecía los fundamentos de la tierra, con él estaba yo ordenándolo todo, y era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de él en todo tiempo. Me regocijo en la parte habitable de su tierra; y mis delicias son con los hijos de los hombres”. No piensen que el Hijo de Dios hubiere comenzado a existir jamás.

 

“Antes que los cielos azules fueran extendidos a plenitud,

Desde la eternidad era la Palabra;

Él estaba con Dios; la Palabra era Dios,

Y ha de ser adorada divinamente”.

 

Si Él no fuera Dios desde toda la eternidad, nosotros no podríamos amarlo tan devotamente; no podríamos sentir que Él tuviera alguna participación en el amor eterno que es la fuente de todas las bendiciones del pacto. Quien tiene una participación en el propósito eterno, tiene que ser eterno. Puesto que nuestro Redentor era desde toda la eternidad con el Padre, rastreamos el torrente del amor divino hasta Él mismo, igualmente que con Su Padre y el Espíritu bendito. Fuimos escogidos en Él desde antes de la fundación del mundo, y así en nuestra eterna elección Él brilla gloriosamente. Lo bendecimos y alabamos y engrandecemos porque el nombre de “Hijo” no implica ningún tiempo de nacimiento, o de generación, o de comienzo, sino que sabemos que Él es tan eternamente el Hijo como el Padre es eternamente el Padre, y tiene que ser considerado como Dios desde toda la eternidad. Pues Él es “la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten”.

 

Así como nuestro Señor fue siempre, así también Él es el mismo por los siglos. Jesús no está muerto; Él vive siempre para interceder por nosotros. Él no ha cesado de existir; lo hemos perdido de vista, pero está sentado a la diestra del Padre. Sobre Él leemos: “Y: Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas tú permaneces; y todos ellos se envejecerán como una vestidura, y como un vestido los envolverás, y serán mudados; pero tú eres el mismo, y tus años no acabarán”. Jesús es tan ciertamente el YO SOY, como aquel Jehová que habló desde la zarza ardiente a Moisés, en Horeb. ¡Él vive! ¡Él vive! Este es el cimiento de su consuelo: “Porque él vive, vosotros también viviréis”. “Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”. Recurran a Él en todos sus momentos de necesidad, pues Él está esperando para bendecirlos todavía. Él ha sido hecho más sublime que los cielos, pero recibe todavía a los pecadores, y quita eficazmente sus pecados; por lo cual “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”.

 

Jesús, nuestro Señor, será por siempre. No podría ser llamado eterno si fuera de suponerse que un día ha de dejar de existir. No, creyente; si Dios te da vida para cumplir tu jornada completa de setenta años, encontrarás que Su fuente limpiadora está abierta todavía y que Su sangre preciosa no ha perdido su poder; sabrás que el Sacerdote que llenó la fuente sanadora con Su propia sangre, vive todavía para purificarte de toda iniquidad. Cuando sólo quede pendiente de librarse tu última batalla, descubrirás que la mano de tu Capitán vencedor no se ha debilitado, ni su brazo se ha acortado; el Salvador viviente animará al santo viviente. Y esto no es todo, pues cuando la muerte te haya arrebatado como con torrente de aguas, y todos los hombres de tu generación hayan caído como hierba debajo de la guadaña del segador, Jesús vivirá, y tú, arrebatado al cielo, lo encontrarás allá teniendo el rocío de Su juventud; y cuando el ojo ardiente del sol se apague con la edad, y las lámparas del cielo empalidezcan en una medianoche eterna, cuando todo este mundo se derrita como se derrite el hielo invernal ante la proximidad de la primavera, entonces descubrirás que el Señor Jesús sigue siendo todavía el perenne manantial de gozo, y de vida y de gloria para Su pueblo. ¡Que puedas extraer aguas vivas de este pozo sagrado! Jesús fue siempre, siempre es, y será siempre. Él es eterno en todos Sus atributos, y en todos Sus oficios, y en todo Su poderío, y fuerza, y deseo de bendecir, consolar, guardar y coronar a Su pueblo elegido.

 

La conexión de la palabra: “Padre”, con la palabra: “eterno”, nos permite comentar cabalmente que nuestro Señor es tan eterno como el Padre, puesto que Él mismo es llamado: “Padre eterno”, pues sin importar qué antigüedad pudiera implicar la paternidad, aquí se le atribuye a Cristo. De acuerdo a nuestros conceptos comunes, por supuesto, el Padre tiene que ser antes del Hijo, pero debemos entender que los términos usados en la Escritura para describirnos a la Deidad, no pretenden ser entendidos literalmente, ni ser traducidos en su exacto sentido terrenal; son únicamente descriptivos en la medida de lo posible, pero no abarcan toda la verdad, pues el lenguaje humano es incapaz de transmitir la propia esencia y la plenitud de las cosas celestiales. Cuando Dios condesciende a hablarles a los hombres, que sólo son como bebés delante de Él, adopta su lenguaje pueril, y hace descender la altura de Su pensamiento hasta la pequeñez de sus capacidades. Los bebés no tienen palabras para los pensamientos de los senadores y de los filósofos, y tales asuntos tienen que ser declarados en un lenguaje infantil si los bebés han de entenderlos, y entonces el enunciado resulta deficiente como descripción del hecho. La relación entre el Padre y el Hijo es un ejemplo específico; no es precisamente la misma relación que hay entre un padre y un hijo terrenales, pero resulta ser la aproximación más apropiada para los hombres. Tenemos que tener cuidado de no estirar ni tensar la palabra en su letra, especialmente en aquellos puntos en que nos haría apartarnos del espíritu de la verdad. Cristo Jesús es tan eterno como el Padre, pues de lo contrario nunca habría sido llamado: “Padre eterno”.

 

Es costumbre de los orientales llamar a un hombre: ‘el padre’ de alguna cualidad para la cual él es notable. Hasta este día, entre los árabes, un hombre sabio es llamado: “el padre de la sabiduría”; un hombre muy insensato es llamado: “el padre de la necedad”. La cualidad predominante en el hombre es atribuida a él como si fuera su hija, y él, el padre de ella. Ahora, el Mesías es llamado aquí en el hebreo: “el Padre de la eternidad”, con lo cual se quiere significar que Él es preeminentemente el poseedor de la eternidad como un atributo. Tal como el giro idiomático: “el padre de la sabiduría” implica que un hombre es preeminentemente sabio, así, el término: “Padre de la eternidad” implica que Jesús es preeminentemente eterno; que a Él, más allá y por encima de todos los demás, se le atribuye la eternidad. Ningún lenguaje puede transmitir más vigorosamente a nuestras mentes la eternidad de nuestro Señor Jesús. Es más, sin forzar el lenguaje, podría decir que no únicamente la eternidad es atribuida a Cristo, sino que aquí se declara que Él es su progenitor. La imaginación no puede captar eso, pues la eternidad es algo que está más allá de nosotros; sin embargo, si la eternidad pareciera ser algo que no puede tener progenitor, debe recordarse que Jesús es tan cierta y esencialmente eterno, que Él es descrito aquí como la fuente y el Padre de la eternidad. Jesús no es el hijo de la eternidad, sino su Padre. La eternidad no lo dio a luz desde sus poderosas entrañas, sino que Él engendró a la eternidad. La existencia independiente, autosustentable, increada y eterna está con Jesús, nuestro Dios y Señor.

 

Entonces, en el sentido más elevado posible, Jesucristo es: el “Padre eterno”. Voy a hacer sólo una pausa de un minuto para extraer una deducción práctica de esta doctrina. Si, entonces, nuestro Emanuel es eterno y vive para siempre, no pensemos nunca acerca de Él como alguien muerto a quien hemos perdido o que ha dejado de existir. ¿Qué podría ser una mayor aflicción que el pensamiento de un Cristo muerto? Él vive, y vive para ocuparse de nosotros. Él vive con todos los atributos que lo adornaron en la tierra, tan gentil y amable y clemente ahora como lo era entonces.

 

Ven a Él, cristiano, descansa en Él ahora, tal como si fuera visible en este lugar, y pudieras contarle a Su oído tus aflicciones, y confesarle tus pecados a Sus pies. Él está aquí espiritualmente; tus ojos no pueden verlo, pero la fe será una mejor evidencia para ti que la vista. ¡Confíale tus cuidados! ¡Descansa en Él en tus dificultades presentes!

 

Y tú, pobre pecador, si Cristo estuviera sobre esta plataforma, ¿no querrías venir y tocar el borde de Su vestido, y clamar: “Jesús, que Tus ojos compasivos me miren y cambien mi corazón”? Bien, querido amigo, Jesús vive; Él es hoy el mismo que fue en las calles de Jerusalén y aunque tus pies no puedan llevarte a Él, tus deseos tomarán el lugar de tus pies; y aunque tu dedo no pueda tocarlo, tu confianza hará las veces de una mano para ti. ¡Confía en Él ahora! Aquel, cuyo amor lo condujo a morir, vive. Su sangre preciosa no puede perder nunca su poder. Vengan ahora, vengan humildemente, y confíen en el “Padre eterno”.

 

II.   En segundo lugar, llegamos a la parte difícil del tema, es decir, que Cristo es llamado PADRE.

 

¿En qué sentido es Jesús un Padre? Primero, la respuesta. Él es un Padre federalmente y representa a quienes están en Él, así como el jefe de una tribu representa a sus descendientes. El apóstol Pablo llega en nuestra ayuda aquí, pues en el memorable capítulo de Corintios habla de aquellos que están en Adán, y luego habla de un segundo Adán. Adán es el padre de todos los vivientes; él nos representó federalmente en el huerto, y federalmente cayó y nos arruinó a todos. Él fue el representante por cuya obediencia habríamos sido bendecidos, y a través de cuya desobediencia fuimos hechos pecadores. La maldición de la caída viene sobre nosotros porque Adán estuvo en una relación para con nosotros en la que ninguno de nosotros estamos para con nuestros semejantes. Él fue nuestra cabeza representativa ¡y cuán grande caída hubo cuando Adán cayó!, pues todos los que estábamos en sus lomos caímos en él. “En Adán todos mueren”. Desde su día sólo ha habido otro padre, federalmente, para la raza humana. Es cierto que Noé fue el padre de la presente raza de hombres, pues todos provenimos de él; pero no hubo ningún pacto con Noé en el que él hubiere representado a su posteridad, ni ninguna condición de obediencia por medio de la cual habría podido obtener una recompensa para nosotros, ni ninguna condición de desobediencia por cuyo quebrantamiento habríamos sido llamados a dolernos. El único otro hombre que es un representante ante Dios es el segundo Adán, el hombre Cristo Jesús, el Señor del cielo.

 

Hermanos y hermanas, nosotros tristemente llamamos a Adán: ‘padre’, pues por él fuimos arrojados del Edén y labramos la tierra con el sudor de nuestra frente; en aflicción nos dieron a luz nuestras madres, y en aflicción hemos de ir a la tumba; pero quienes hemos creído en Jesús, llamamos a otro hombre: ‘padre’, es decir, al Señor Jesús; y decimos eso, no tristemente, sino gozosamente, pues Él ha abierto las puertas de un mejor Paraíso; Él ha enjugado, espiritualmente, el sudor de nuestros rostros provocado por el arduo trabajo, pues quienes hemos creído, en efecto, “entramos en el reposo”; Él mismo ha soportado los dolores que teníamos que sobrellevar por el pecado, Él tomó nuestras enfermedades y soportó nuestras aflicciones, y venció a la propia muerte, la aflicción más terrible, de tal manera que quien vive y cree en Él, no morirá jamás, sino que saldrá de este mundo para entrar en la vida celestial.

 

La gran pregunta para nosotros es: ¿estamos todavía bajo el antiguo pacto de obras? Si es así, tenemos a Adán por nuestro padre, y bajo ese Adán morimos. Pero ¿estamos bajo el pacto de gracia? Si es así, tenemos a Cristo como nuestro Padre, y en Cristo seremos vivificados. La generación nos hace hijos de Adán; la regeneración nos reconoce como hijos de Cristo. En nuestro primer nacimiento fuimos puestos bajo la paternidad del hombre caído; en nuestro segundo nacimiento entramos bajo la paternidad del Ser inocente y perfecto. En nuestra primera paternidad llevamos la imagen del hombre terrenal; en la segunda recibimos la imagen del Hombre celestial. A través de nuestra relación con Adán nos hicimos corrompidos y débiles, y el cuerpo es depositado en el sepulcro en deshonra, en corrupción, en debilidad y en vergüenza; pero cuando estamos bajo el dominio del segundo Adán, recibimos fuerza, y vivificación y vida espiritual interior, y, por tanto, nuestro cuerpo se levanta de nuevo como simiente sembrada que se eleva para una gloriosa cosecha en la imagen del Hombre celestial, con honor, con poder, y felicidad y vida eterna.

 

Entonces, en ese sentido Cristo es llamado: ‘Padre’; y en la medida en que el pacto de gracia es más antiguo que el pacto de obras, Cristo es, mientras que Adán no es, el “Padre eterno”; y en vista de que el pacto de obras, en lo que a nosotros concierne, pasa, habiendo sido cumplido en Él, y el pacto de gracia nunca pasa sino que permanece para siempre, Cristo, como cabeza del nuevo pacto, el representante federal de la gran economía de la gracia, es el “Padre eterno”.

 

En segundo lugar, Cristo es un Padre en el sentido de un Fundador. Ustedes saben, tal vez, o al menos recuerdan fácilmente que les mencioné que los hebreos tienen la costumbre de llamar a un hombre: ‘un padre’ de la cosa que inventa. Por ejemplo, en el cuarto capítulo de Génesis, Jubal es llamado el padre de todos los que tocan arpa y flauta; Jabal fue el padre de los que habitan en tiendas y crían ganados; no que éstos fueran literalmente los padres de tales personas, sino que fueron los inventores de sus ocupaciones. Jabal fue el primero en asumir una vida nómada en tiendas, y puso el ejemplo de deambular con rebaños y manadas; y Jubal fue el primero en poner sus dedos sobre las cuerdas musicales, y sus labios a flautas desde las cuales el viento es soplado melodiosamente.

 

El Señor Jesucristo es, en ese sentido, el Padre de un maravilloso sistema. Ahora, nuestro Señor Jesucristo, quien sacó a luz la vida y la inmortalidad, e introdujo una nueva fase de adoración en este mundo es, en ese sentido, un Padre: Él es el Padre de todos los cristianos, el Padre del Cristianismo, el Padre del sistema entero bajo el cual la gracia reina por medio de la justicia.

 

1.   Jesús es el Padre de un gran sistema doctrinal. Todas las grandes verdades que tenemos el hábito de presentarles a sus oídos como las preciosas verdades de Dios, que descendieron del cielo, clara y poderosamente, brotaron de los labios de Jesús. Estas cosas habían sido insinuadas débilmente en las ceremonias de la ley, pero Cristo, primero que nada, las puso en letras claras de tal manera que quien corre puede leerlas. Prácticamente es Jesús quien nos enseña la doctrina del amor que elige; es Cristo quien nos revela la redención por la sangre; es Cristo el que revela la regeneración por medio de la obra del Espíritu, diciendo claramente: “Os es necesario nacer de nuevo”. Es Cristo quien revela la perseverancia de los santos. De hecho, no hay ninguna doctrina del sistema cristiano que no esté claramente declarada a la luz de Su propio Espíritu glorioso, por medio de Su enseñanza, de tal forma que podemos llamarlo justamente ‘el Padre’ de ella.

 

Nuestro grandioso Maestro es también el Padre de un gran sistema práctico. Si hubiere alguien en el mundo que “ame a su prójimo como a sí mismo”, el Hombre de Nazaret es su Padre, pues, aunque la ley significaba todo eso, los hombres no lo habían descubierto, sino que habían malinterpretado la ley. “Ojo por ojo, diente por diente” era su versión de la ley; pero Cristo viene y dice: “Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra”. Si alguien puede sufrir con paciencia y puede devolver bien por mal, amontonando ascuas sobre la cabeza de sus enemigos, ese hombre es un hijo de Cristo. Si los hombres adoran a Dios en espíritu y no tienen ninguna confianza en la carne, si no conocen ningún lugar santo, sino que reconocen cada lugar como santo donde se encuentre un santo, ellos son los verdaderos hijos de Cristo, pues Él dijo: “Los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren”. Él es el Padre de la adoración espiritual. Ha sido una costumbre llamar a Sócrates el “padre de la filosofía”, pero Jesús es el Padre de la filosofía de la salvación; Galeno, es el “padre de la medicina”, y Jesús es el Padre de la medicina de las almas; Herodoto es el “padre de la historia”; pero Jesús es el Padre del cielo en la tierra. Él es el Padre del vivir desinteresado, del verdadero amor a los hombres; Él es el Padre del perdonar a los propios enemigos; es el Padre, de hecho, del sistema divino de la vida cristiana.

 

2.   El sistema de salvación reclama a Cristo como su Padre. ¿Quién dijo: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios”? Quién sino el apóstol de este hombre: Cristo Jesús. ¿Quién les dijo a los hombres que no era por obras de justicia que hubieren realizado, sino por el mérito de Su pasión y Su vida que eran salvos? ¿Quién les reveló el camino de fe a los hombres sino Cristo, es decir, la gran doctrina de: “Cree y vive”? Y quienes la reciben pueden reclamar a Cristo como Padre. Él es el Padre de la fe cristiana, una fe, hermanos míos, que, aunque ya ha hecho mucho para el mundo, pues en la vieja Roma eliminó la luchas en el Coliseo y derribó a los dioses bestiales del paganismo, y aunque está haciendo mucho por el mundo, incluso ahora, ayudando a purificar el vasto establo de Augías de la humanidad, ha de hacer más todavía; ha de eliminar la guerra, ha de destruir el error y ha de regenerar a la raza humana. El Padre de este sistema purificador que es doctrinal y práctico, y que ha obrado ya los mejores resultados para los hombres, es el Señor Jesús, y puesto que fue ideado desde tiempos antiguos, y será prolongado en tanto que el mundo permanezca, Él es llamado: el “Padre eterno”.

 

3.   Ahora, hay un tercer significado. El profeta pudiera no haberlo entendido así, pero nosotros así lo recibimos, que Jesús es, en tercer lugar, un Padre en el gran sentido de Dador de Vida. Ese es el principal sentido de “padre” para la mente común. Somos llamados a este mundo a través de nuestros padres. Ahora es por Cristo que hay una comunicación de energía divina para el alma; es a través de Él, a través de Su enseñanza, a través del Espíritu que Él ha dado, a través de la sangre que ha derramado, que la vida es otorgada a quienes estaban muertos en delitos y pecados. Aquel que se sienta en el trono dice; “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas”. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. “Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo”. “Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida. De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán. Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo”. Nosotros sabemos que por medio de Jesucristo nos es dada la vida. “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Él da el agua viva y luego es en nosotros “una fuente de agua que salta para vida eterna”. Él es ese grano vivo de trigo que arrojamos en el suelo para que muera, para que no se quede solo sino que se convierta en una raíz que dé fruto, ese fruto que somos nosotros ahora, recibiendo la vida de Él como el tallo recibe la vida de la semilla de la cual brotó. Jesús es nuestro Padre en ese sentido. Es el Espíritu de Dios quien vivifica operativamente al alma y nos hace vivir, pero el Evangelio de Jesucristo es el conducto a través del cual obra el Espíritu, y Jesucristo es la vida verdadera para nosotros. Recibiendo a Cristo recibimos la vida, y sin Él no podemos tener vida. “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”. Así como a través de la energía de Adán este vasto mundo es poblado hasta que collado y valle quedan cubiertos con una pululante población, así a través de la energía vital de nuestro Señor Jesucristo, los llanos del cielo y las colinas celestiales serán poblados por una multitud que nadie puede contar. De cada dominio y pueblo, de toda lengua, bronceados por los calores de la zona tórrida o congelados en medio de las escarchas del frígido norte, Cristo encontrará a un pueblo al que otorgará Su vivificación, y vivirán por medio de la energía de Su espíritu y Él será su Padre eterno. Es en este sentido, debido a que esa vida es eterna y nunca puede extinguirse, que Jesucristo es llamado el “Padre eterno”.

 

Todo en nuestro interior llama a Cristo: “Padre”. Él es el autor y consumador de nuestra fe. Si lo amamos, es porque Él nos amó primero. Si soportamos pacientemente, es por considerar a “aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo”. Él es quien riega y sustenta todas nuestras gracias. Podemos decir respecto a Él: “Todas mis fuentes están en ti”. El Espíritu nos trae el agua de este pozo de Belén, pero Jesús es el pozo mismo. ¡Brota, oh Pozo! ¡Brota, oh Pozo! ¡Divino Padre, bendito Jesús, demuestra tu Paternidad reviviendo otra vez nuestras almas esta mañana de acuerdo a Tu palabra!

 

4.   En cuarto lugar, no creo que hayamos llegado al fondo de este título de “Padre eterno”. El término implica que Jesucristo ha de ser en el futuro El Patriarca de una era. Muchos traductores traducen el pasaje: “el Padre de la era futura”. Así lo entiende Pope, en su famoso Poema del Mesías, y lo llama: “El prometido Padre de la era futura”. Ha sido una costumbre de los hombres hablar de ‘eras’ como “la era del cobre o del hierro”, y “la era del oro”. Nosotros estamos buscando siempre la era del oro; el rostro del mundo está constantemente vuelto hacia ella; tanto, que los charlatanes juegan con la ingenuidad de los hombres y les dicen cuándo se aproxima la era del oro, y los trasquilan de sus centavos y de algunas de sus libras esterlinas, bajo el concepto de que ellos pueden decirles algo de los buenos tiempos que se aproximan. No saben absolutamente nada al respecto; son ciegos guías de ciegos; pero ésto es claro para todo aquel que se interese por verlo, es decir, que tal ‘era’ del oro vendrá, que un período mucho más brillante de lo que pinta la imaginación amanecerá para este pobre, oscurecido y esclavizado mundo. Yo soy siempre celoso con un celo piadoso para que ustedes no olviden esta doctrina o la vomiten con asco, debido a la vergonzosa manera en la que es constituida en mercancía por otros.

 

Hermanos, no calculen ninguna fecha, ni se sienten a idear gráficas, antes bien estén satisfechos con ésto en sus corazones, que habrá un reino y un reinado, y que en ese reinado no habrá ninguna contienda que veje a las naciones, no habrá ninguna aflicción que entristezca a la gente; en ese reino Jesús, el Rey, será conspicuo, y Su gloria refulgente será la luz de todos los habitantes; será una Nueva Jerusalén descendiendo del cielo, preparada por Dios como una esposa es preparada para su esposo, digna de su Señor, y una adecuada recompensa para la corona de espinas, para la flagelación de sus hombros, para la vergüenza, los escupitajos y la cruz. Alcen la cruz muy en alto, hermanos míos, pues será alzada en alto. No hablen de Cristo con aliento reprimido, pues Él viene para ser un Rey.

 

Ustedes, cristianos, aunque sean despreciados y desechados de los hombres, no se consideren hombres de cuna insignificante, pues “aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”. Beban la copa de amargura gozosamente, porque pronto habrán de beber vinos purificados; alegremente atraviesen la oscuridad, pues la mañana despunta, el día amanece y las sombras huyen. Estén contentos con ser la escoria de todas las cosas, pues un día, cuando los reyes se inclinen delante de Él, y todas las naciones lo llamen bienaventurado, ustedes participarán de Su honor, y serán como príncipes sobre el trono con Él. Sí, Él ha de ser el Padre de una era futura. Los hombres han llamado a ciertos grandes patriotas los padres de su país. Hoy hemos de llamar a Cristo: el Padre de nuestro mundo. Oh Jesús, Tú has dado a la tierra algo mucho mejor que una creación. Tú no sólo la formaste del caos dándole orden, y luego la llevaste de la oscuridad a la luz, y de la muerte a la cálida vida y a la belleza, sino que la has recuperado de algo peor que un caos prístino, y la has salvado de una oscuridad peor que la penumbra primigenia, y una muerte más horrible que las sombras primigenias. Tú has descendido a los abismos a los cuales esta perla -el mundo- fue arrojada, y, como un vigoroso buzo, todas las olas y las ondas han pasado sobre Ti, pero Tú has resurgido de nuevo trayendo esta perla contigo, y ha de resplandecer en Tu corona perennemente cuando Tú seas admirado por los ángeles y adorado por todos los espíritus creados. Esta será la parte más dulce de su admiración y de su adoración, que Tú fuiste inmolado y que nos has redimido para Dios por Tu sangre, y, por tanto, a Ti sea la gloria por los siglos de los siglos. Entonces Él será, en este sentido, el Padre de una era sempiterna.

 

5.   Además –pues el texto es muy prolífico- Cristo puede ser llamado Padre en el amoroso y tierno sentido del oficio de un Padre. Aquí tengo un texto para mostrarles lo que quiero decir. Dios es llamado el Padre de los huérfanos, y Job -yo pienso- dice de sí mismo que se convirtió en un padre para los pobres. Ustedes saben de inmediato lo que eso significa, por supuesto; quiere decir que él ejercía el oficio de un padre. Ahora, aunque el Espíritu de adopción nos enseña a llamar a Dios: nuestro Padre, no estaríamos forzando la verdad si decimos que nuestro Señor Jesucristo ejerce la función de un Padre para todo Su pueblo. De acuerdo a la antigua costumbre judía, el hermano mayor era el padre de la familia en la ausencia del padre; el primogénito tenía prelación sobre todo y asumía la posición del padre; así, el Señor Jesús, el primogénito entre muchos hermanos, ejerce para nosotros el oficio de un padre. ¿No es así? ¿Acaso no nos ha socorrido en todo tiempo de nuestra necesidad, como un padre socorre a su hijo? ¿Acaso no nos ha suministrado algo más que pan celestial así como un padre da pan a sus hijos? ¿Acaso no nos protege diariamente, es más, acaso no entregó Su vida para que nosotros, Sus pequeñitos, fuéramos preservados? ¿No dirá al final: “De los que me diste, no perdí ninguno”? ¿Acaso no nos disciplina cuando se oculta de nosotros, así como un padre disciplina a sus hijos? ¿Acaso no lo encontramos instruyéndonos por medio de Su Espíritu, y conduciéndonos a toda la verdad? ¿No nos ha dicho que no llamemos a nadie: ‘padre’ en la tierra, en el sentido que Él ha de ser nuestro verdadero guía e instructor, y nosotros hemos de sentarnos a Sus pies y reconocerlo como nuestro Rabí y nuestro Maestro con autoridad? ¿No es Él la cabeza del hogar para nosotros en la tierra, permaneciendo con nosotros, y acaso no ha dicho: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros”? Su venida es la venida de un Padre. Entonces, si Él es un Padre, ¿acaso no le honraremos? Si Él es la cabeza del hogar, ¿no le rendiremos obediencia, y no diremos en nuestros corazones: “Otros señores han tenido dominio sobre nosotros, pero a partir de ahora, a Ti, Padre eterno, rendiremos reverencia”? Si Él es en todos estos sentidos el “Padre eterno”,

 

“Entonces adorémosle y reconozcamos Su derecho,

Toda gloria y poder, y sabiduría y grandeza,

Toda honra y bendición, con los ángeles arriba,

Y gracias incesantes por el infinito amor”.

 

III.   Por último, sopesamos las palabras: “PADRE ETERNO”. Ya les he explicado lo que eso significa. Cristo es llamado: “Padre eterno” porque Él mismo, como Padre, no muere ni deja vacante Su oficio. Él es todavía la Cabeza Federal y el Padre de Su pueblo; es todavía el Fundador de la verdad evangélica y del sistema cristiano, no permitiendo que ni arzobispos ni papas sean Sus vicarios y tomen Su lugar. Él es todavía el verdadero Dador de vida, por cuyas heridas y por cuya muerte somos vivificados; Él reina incluso ahora como el Rey patriarcal; Él es todavía el amoroso Cabeza de familia; y así, en todo sentido, Él vive como un Padre. Pero aquí tenemos un dulce pensamiento: Él mismo nunca muere ni se queda sin hijos. Él no pierde a Sus hijos. Si Su iglesia pudiera perecer, no sería el Padre. ¿Cómo es posible un Padre sin un hijo? Y esto es lo mejor de todo, que Él es un “Padre eterno” para todos aquellos para quienes es un Padre del todo. Si tú has entrado en esta relación como para estar en unión con Cristo, y para ser cubierto con el borde de Sus vestiduras, tú eres Su hijo, y lo serás para siempre. No hay forma de quitarle la paternidad a Cristo, ni hay forma de quitarnos nuestra condición de hijos. Él es eternamente un Padre para quienes confían en Él, y nunca cesa de ser en ningún momento un Padre para algunos de ellos. Tal vez hayan venido con problemas esta mañana, pero Cristo es todavía su Padre. Este día podrían estar muy deprimidos en espíritu y llenos de dudas y miedos; pero un verdadero padre nunca deja de ejercer su amabilidad hacia su hijo, si es un padre; Jesús tampoco deja de amarlos y de tenerles piedad. Él les ayudará. Acudan a Él y encontrarán que ese Amigo amoroso es tan tierno como en los días de Su carne.

 

Él es el autor de un sistema eterno. Conforme miraba las palabras: “Padre eterno”, y pensaba en Él como el Fundador de un sistema sempiterno, me dije: “¡Ah, entonces, la religión cristiana nunca desaparecerá!” No es posible que la verdad según es en Jesús sea eliminada jamás, si Él es el “Padre eterno”. Siento como si pudiera citar de nuevo al maestro Hugh Latimer, cuando, teniendo presentaciones sucesivas con Ridley, le dijo: “Ánimo, maestro Ridley, encenderemos una vela tan especial hoy en Inglaterra que nunca será apagada”. ¡Mira a Cristo allá en la cruz! Él en verdad encendió una vela tal en aquel día que nunca podrá ser apagada. Él es el “Padre eterno”. Él echó a rodar aquel día, por decirlo así, un copo de nieve de la verdad al morir en la cruz; y ustedes saben lo que el copo de nieve hace sobre lo altos Alpes: tal vez el ala de un pájaro lo eche a rodar y entonces recoge a otro copo y a otro y a otro, hasta que, al descender, se convierte en una mole de nieve, y, gradualmente, conforme salta de peñasco en peñasco, se vuelve más grande, y más grande y más grande, hasta que las pesadas moles de hielo y nieve se apelmazan, y al final, con una terrible colisión estruendosa, la avalancha rueda hacia abajo, llena el valle, y borra todo lo que encuentra; de igual manera este Padre eterno en la cruz echó a andar una potente fuerza que ha seguido abultándose y creciendo y aumentándose hasta llegar a ser un pesada masa de poderosa enseñanza y el día vendrá cuando, como una irresistible avalancha, caerá sobre los palacios del Vaticano y sobre las torres de Roma, y cuando las mezquitas de Mahoma y los templos de los dioses serán aplastados bajo su formidable peso, y el Padre Eterno habrá realizado la hazaña.

 

“Padre eterno”, por último, porque Él es el Padre de la vida eterna de todo Su pueblo. Adán, tú eres un padre, pero ¿dónde están tus hijos? ¡Si pudieras retornar a la tierra, oh, madre Eva!, ¿dónde encontrarías a tus hijos? Me parece verla caminar de arriba abajo alrededor de la tierra sin encontrar nada sino pequeños montículos de hierba, montones de pasto, y algunas veces un valle remojado en roja sangre donde sus hijos fueron muertos en batalla. ¡La oigo llorar por sus hijos; no quiere ser consolada porque perecieron! Pero calla, madre Eva, ¿qué vida les diste? ¿Qué vida fue esa que el padre Adán confirió a tus hijos e hijas? Vamos, sólo una vida terrenal, una vida como la de una burbuja que estalló y desapareció. Pero Jesús, cuando venga de nuevo, no encontrará muerto a ninguno de Sus hijos, no encontrará perdido a ninguno de Sus hijos e hijas; porque Él vive, ellos también viven, pues Él es el Padre eterno, y a quienes viven y respiran a través de Él, los hace tener vida eterna. ¡Tres veces felices son aquellos que tienen un interés en la verdad de nuestro texto!

 

Ahora, queridos oyentes, ¿puedo preguntarles si Cristo es un Padre eterno para ustedes? Hay otros padres. Los judíos decían: “A Abraham tenemos por padre”, y hasta este día ciertos teólogos enseñan que tenemos derechos de pacto gracias a nuestros padres terrenales. Ellos creen en el pacto abrahámico muy a la manera de los judíos. “A Abraham tenemos por padre”; por lo tanto tenemos derecho al bautismo, por lo tanto somos miembros de la iglesia, somos “nacidos en la iglesia”. Sí, he oído que dicen: “nacido en la iglesia”. No permitan que nadie los engañe; esa no es la enseñanza de Cristo. “Os es necesario nacer de nuevo”. Si no, aunque su madre fuera una santa en el cielo, y su padre un indudable apóstol de Dios, no derivarían ninguna ventaja, antes bien, tendrían un mundo de solemne responsabilidad por ese hecho, a menos que nacieren de nuevo. No se digan por tanto: “A Abraham tenemos por padre”, pues Dios puede levantar hijos a Abraham aun de las propias piedras.

 

Nosotros tuvimos un notable ejemplo no hace mucho tiempo en este Tabernáculo, de cómo Dios bendice algunas veces a los desechados y deja a algunos de ustedes, hijos de padres piadosos, en la dureza de su corazón para que perezcan. Un hombre era conocido en la aldea donde vive por el nombre de ‘Satanás’, debido a que era completamente depravado. Era un marinero, y como otro marinero en ese pueblo había sido el instrumento de la conversión de todos los marineros de un barco que habían partido del pueblo, este hombre deseaba navegar con él para tratar de despojarlo de su religión. Hizo lo mejor que pudo, pero falló notablemente; y como se dio el caso de que venían a Londres, su amigo le preguntó si quería asistir al Tabernáculo. A él no le importó venir a escucharme, pues da la casualidad que yo crecí cerca del lugar donde él vivía. Este ‘Satanás’ vino aquí un domingo por la mañana, cuando el texto que utilicé era sobre ‘el asesinato del alma’, y él se sentó (algunos de ustedes lo vieron) y lloraba y clamaba a gran voz debido al sermón, a un nivel tan alto de quebrantamiento, que sólo podía decir: “La gente me está viendo, así que mejor me salgo”; pero su compañero no le permitía que saliera, y aquel hombre, a partir de aquel día, fue engendrado por el Padre eterno, y vive y camina en la verdad, siendo un creyente sincero, y haciendo todo lo que puede para la divulgación del reino, y siendo singularmente claro en su conocimiento doctrinal. He ahí un hombre que había sido todo lo que era posible ser en el sentido de la maldad, y sin embargo, Dios se encontró con él; y algunos de ustedes, que tienen a Abraham por padre y que están emparentados con gente piadosa, se vuelven simplemente más endurecidos a pesar de toda la predicación que han oído. ¡Que Dios tenga piedad de ustedes y los salve! No deben contentarse con la paternidad carnal; obtengan la paternidad espiritual que viene con Cristo.

 

Algunas otras personas, tal vez, están diciendo en este día: “Bien, podemos confiar en nuestras buenas obras”. Muy bien, entonces, Adán es su padre y ustedes saben lo que les espera. Adán fue echado fuera del Paraíso y ustedes nunca serán admitidos allí. Adán perdió todas sus esperanzas y ustedes perderán las suyas. Sobre la base de la ley ninguna carne viviente será justificada. ¡Ay!, me temo que muchas personas aquí tienen otro padre. ¿Cómo lo expresa Cristo? “Vosotros sois de vuestro padre el diablo”, -dice- “pues hacéis sus obras”. No obras meramente de pecado notorio en la forma de adulterio, impureza, robo y cosas parecidas, sino que la oposición a Cristo es peculiarmente una obra del diablo, y la incredulidad en Cristo es la obra maestra del demonio. Entonces, si no confían en el Señor Jesús, no digan esta noche cuando se arrodillen junto a su cama: “Padre nuestro que estás en los cielos”, pues su padre no está en el cielo sino en el infierno. Acudan a la sangre de Jesús y pidan que puedan ser limpiados de toda iniquidad, y entonces podrán decir por medio del Padre eterno: “Oh Dios, Tú me has convertido en Tu hijo, y yo amo y beso Tu nombre”. Que Dios se agrade en darles a todos ustedes Su bendición por Jesús. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Isaías 9.      

 

 

Traductor: Allan Román

14/Julio/2011

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