El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Una Santa Labor para Navidad

NO. 666

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 24 DE DICIEMBRE, 1865

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y al verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño. Y todos los que oyeron, se maravillaron de lo que los pastores les decían. Pero María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Y volvieron los pastores glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, como se les había dicho”.

Lucas 2: 17-20.

 

Cada estación del año tiene sus propias frutas: manzanas en el otoño, bayas de acebo para Navidad. La tierra produce según el período del año, y todo lo que el hombre quiere debajo del cielo tiene su hora. En esta época el mundo se dedica a congratularse y a expresar sus buenos deseos por el bienestar de sus ciudadanos. Permítanme sugerirles una labor complementaria y más sólida para los cristianos. Al pensar hoy en el nacimiento del Salvador, debemos aspirar a un renovado nacimiento del Salvador en nuestros corazones. Como Cristo ya ha sido “formado en nosotros, la esperanza de gloria”, que podamos ser “renovados en el espíritu de nuestra mente”. Que podamos ir de nuevo al Belén de nuestra natividad espiritual para hacer nuestras primeras obras, para disfrutar de nuestros primeros amores y para festejar con Jesús como lo hicimos en los días santos, felices y celestiales de nuestros esponsales. Vayamos a Jesús con algo de esa frescura juvenil y de ese supremo deleite que era tan manifiesto en nosotros cuando lo miramos por primera vez. Hemos de coronarlo de nuevo, pues todavía está adornado con el rocío de Su juventud, y sigue siendo “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”.

 

Aunque los ciudadanos de Durham no habitan lejos de la frontera escocesa -por lo que en tiempos antiguos estaban a menudo expuestos a ser atacados- eran eximidos de los trabajos de la guerra porque había una catedral dentro de sus muros y ellos estaban destinados al servicio del obispo, siendo conocidos en tiempos antiguos con el nombre de los “consagrados al santo servicio”. Ahora bien, nosotros que somos ciudadanos de la Nueva Jerusalén, y que tenemos al Señor en nuestro medio, bien podríamos excusarnos de las maneras ordinarias de celebrar estas fechas, y considerándonos “consagrados al santo servicio”, deberíamos guardarlas de una manera diferente al resto de la gente y hacerlo en una santa contemplación y en el bendito servicio de ese clemente Dios que nos da el indecible don del Rey recién nacido.

 

Seleccioné este texto esta mañana porque me pareció indicar cuatro maneras de servir a Dios, cuatro métodos de realizar una santa labor y de ejercitar el pensamiento cristiano. Cada uno de los versículos pone ante nosotros una manera diferente de prestar un sagrado servicio. Algunos dieron a conocer la noticia y contaron a otros lo que habían visto y oído; algunos se maravillaron con embeleso y asombro; una persona, al menos, según el tercero de los versículos, ponderaba, meditaba y pensaba en estas cosas; y otros, en cuarto lugar, glorificaron a Dios y lo alabaron. No sé cuál de esos cuatro grupos rindió un mejor servicio a Dios, pero pienso que si pudiéramos combinar todas esas emociones mentales y esos ejercicios externos, tendríamos la seguridad de alabar a Dios de una manera sumamente piadosa y aceptable.

 

I.   Para comenzar, entonces, en primer lugar encontramos que algunos celebraron el nacimiento del Salvador DANDO A CONOCER lo que habían visto y oído, y verdaderamente podemos decir que tenían algo que valía la pena que se repitiera a los oídos de los hombres. Aquello que los profetas y los reyes esperaron largamente, había llegado al fin, y les había llegado a ellos. Habían encontrado la respuesta al enigma perpetuo. Habrían podido correr a lo largo de las calles, con el antiguo filósofo, gritando: “¡Eureka, eureka!”, pues su descubrimiento fue muy superior al de aquél. No habían encontrado ninguna solución a un problema mecánico o a un dilema metafísico, pero su descubrimiento no fue inferior a ningún descubrimiento de algún valor real hecho jamás por los hombres, puesto que ha sido como las hojas del árbol de la vida para sanar a las naciones, y como un río de agua de vida para alegrar a la ciudad de Dios. Ellos habían visto a unos ángeles y los habían oído entonar un cántico completamente nuevo e insólito. Habían visto algo más que ángeles: habían contemplado al Rey de los ángeles, al Ángel del Pacto en quien nos deleitamos. Habían oído la música del cielo, y cuando, cerca de aquel pesebre, el oído de su fe hubo oído la música de la esperanza de la tierra -una armonía mística que resonaría a lo largo de todas las edades- la dulce y solemne melodía de los corazones se sintonizó para alabar al Señor, y el glorioso oleaje del santo gozo de Dios y del hombre se fundió en una alegre armonía. Habían visto al Dios encarnado: una visión que quien la contempla, tiene que sentir que su lengua se suelta a menos que un pasmo indescriptible lo dejase mudo. ¡Imposible quedarse callados habiendo visto ese espectáculo único! Comenzaron a contar su inigualable historia a la primera persona que encontraron fuera de aquella humilde puerta del establo, y no descansaron de dar voces hasta que cayó la noche, diciendo: “¡Vayan y adórenle! ¡Vayan a adorar a Cristo, el Rey recién nacido!”

 

En cuanto a nosotros, amados, ¿acaso no tenemos también algo que relatar que demanda su expresión? Si hablamos de Jesús, ¿quién podría acusarnos? Esto, en verdad, haría que se mueva la lengua del que duerme: el misterio del Dios encarnado por nuestra causa que se desangra y muere para que nosotros no nos quedemos exangües ni muramos; que desciende para que nosotros podamos ascender, y que fue envuelto en pañales para que podamos ser despojados de las vendas de la corrupción. Aquí tenemos esa historia que es tan benéfica para todos los oyentes que quien la repita con mayor frecuencia hace lo mejor, y que quien menos la divulgue tiene el mayor motivo para acusarse de un silencio pecaminoso.

 

Ellos tenían algo que contar, y ese algo contenía la inimitable combinación que es la señal secreta y la regia marca de la autoría divina; un inimitable maridaje de sublimidad y simplicidad. ¡Ángeles cantando, cantando a unos pastores! ¡El cielo resplandeciente de gloria, refulgente a la medianoche! ¡Dios! ¡Un Bebé! ¡El Infinito! ¡Un Infante de un palmo de altura! ¡El Anciano de Días! ¡Nacido de mujer! ¿Qué pudiera ser más sencillo que la posada, el pesebre, un carpintero, la esposa de un carpintero y un niño? ¿Qué pudiera ser más sublime que una “multitud de las huestes celestiales” que despiertan con sus villancicos gozosos a la noche, y Dios mismo hecho manifiesto en carne humana? Un niño no es más que un espectáculo ordinario; pero qué maravilla es ver a la Palabra que “en el principio estaba con Dios, habitando entre nosotros para que viéramos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

 

Hermanos, tenemos que contar una historia muy sencilla y muy sublime. ¿Qué podría ser más simple? “Crean y vivan”. ¿Qué podría ser más sencillo? “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”. Un sistema de salvación tan maravilloso que a las mentes angélicas no les queda sino adorar al meditar en eso; y, con todo, tan sencillo que los niños en el templo pueden cantar apropiadamente himnos a sus virtudes, cuando entonan: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” ¡Cuán espléndida combinación de lo sublime y lo sencillo tenemos en la grandiosa expiación ofrecida por el Salvador encarnado! ¡Oh, den a conocer a todos los hombres esta verdad salvadora!

 

Los pastores no necesitaron ninguna excusa para divulgar el anuncio del nacimiento del Salvador por todas partes, pues recibieron del cielo lo que contaron. Sus nuevas no fueron susurradas a sus oídos por oráculos sibilinos ni salieron a luz por una investigación filosófica; no fueron concebidas poéticamente ni fueron encontradas como un tesoro descubierto entre los volúmenes de la tradición, sino que les fueron reveladas por aquel notable predicador del Evangelio que dirigió a las huestes angélicas y dio testimonio diciendo: “Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor”.

 

Cuando el cielo confía a un hombre una misericordiosa revelación, ese hombre queda obligado a entregar a otros las buenas nuevas. ¡Cómo!, ¿guardar en secreto la declaración que hace la eterna misericordia para embelesar al aire de medianoche? ¿Para qué propósito fueron enviados los ángeles, si el mensaje no fuera divulgado ampliamente? De acuerdo a la enseñanza de nuestro propio amado Señor no debemos quedarnos callados, pues Él nos ordena así: “lo que habéis oído en secreto, eso han de revelar en público; y lo que he hablado al oído en los aposentos, se proclamará en las azoteas”.

 

Amados, ustedes han oído una voz del cielo; ustedes, que han nacido dos veces y que han sido engendrados a una esperanza viva, han oído al Espíritu de Dios dándoles testimonio de la verdad de Dios y enseñándoles acerca de cosas celestiales. Entonces, ustedes han de guardar esta Navidad transmitiéndoles a sus semejantes lo que el propio Espíritu santo de Dios ha considerado apropiado revelarles.

 

Pero aunque los pastores dieron a conocer lo que habían oído del cielo, recuerden que también ellos hablaron de lo que habían visto aquí abajo. Mediante la observación ellos se habían apropiado muy firmemente de aquellas verdades que les habían sido comunicadas por revelación. Nadie puede hablar de las cosas de Dios, exitosamente, a menos que la doctrina que encuentra en el libro la encuentre también en su corazón. Tenemos que bajar y aclarar el misterio, y conocer su poder práctico en el corazón y en la conciencia, gracias a la enseñanza del Espíritu Santo.

 

Hermanos míos, el Evangelio que predicamos nos es revelado muy seguramente por el Señor pero, además, nuestros corazones han probado y comprobado, han asido, han sentido y han absorbido su verdad y su poder. Si bien no hemos sido capaces de entender sus alturas y sus profundidades, hemos sentido su poder místico en nuestro corazón y en nuestro espíritu. Nos ha revelado más claramente el pecado y nos ha revelado nuestro perdón. Ha eliminado el poder reinante del pecado. Nos ha dado a Cristo para que reine en nosotros y al Espíritu Santo para que more en nuestros cuerpos como en un templo. Ahora tenemos que hablar. Yo no quiero exhortar a ninguno de ustedes a que hable de Jesús, si meramente conoce la Palabra según se encuentra en la Biblia, pues esa enseñanza carecería del suficiente poder. Pero me dirijo sinceramente a quienes ya conocen su poderosa influencia en su corazón, a quienes no sólo han oído acerca del bebé sino que lo han visto en el pesebre, lo han tomado en sus propios brazos y lo han recibido como habiendo nacido para ustedes, un Salvador para ustedes, ‘Christos’, el ungido para ustedes, Jesús, el Salvador del pecado para ustedes. Amados, ¿podrían hacer otra cosa que no fuera hablar de las cosas que han visto y oído? Dios les ha hecho probar y tratar esta buena palabra de vida, y ustedes no deben quedarse tranquilos ni se atrevan a hacerlo, sino que tienen que dar a conocer a los amigos y a los vecinos lo que han sentido en su interior.

 

Esos pastores eran seres desprovistos de instrucción. Podría garantizarles que eran incapaces de leer algún libro; no hay ninguna probabilidad de que ni siquiera conocieran una sola letra. Eran pastores, pero predicaban muy bien, y, hermanos míos, prescindiendo de lo que algunos pudieran pensar, la predicación no ha de estar restringida a esos cultivados caballeros que han obtenido sus títulos en Oxford o en Cambridge, o en cualquier institución de nivel superior o universidad. Es verdad que la educación no es necesariamente un impedimento para la gracia y pudiera ser un arma muy apropiada en una mano diestra, pero la gracia de Dios ha sido glorificada a menudo por la manera clara y sencilla en la que hombres desprovistos de instrucción han entendido y proclamado el Evangelio. No me importaría pedirle al mundo entero que encuentre a un Maestro en Artes, actualmente vivo, que haya traído más almas a Cristo Jesús que Richard Weaver. Si todo el colegio episcopal hubiera hecho una décima parte de lo que ese hombre solitario ha hecho para ganar almas, sería más de lo que la mayoría de nosotros reconocería. Démosle a nuestro Dios toda la gloria, pero aun así no neguemos el hecho de que ese pecador salvado recién salido de la mina de carbón, que todavía tiene el acento del carbonero, por la gracia de Dios, cuenta la historia de la cruz de tal manera que los muy ‘reverendos padres’ en Dios podrían sentarse humildemente a sus pies para aprender la forma de llegar al corazón y derretir a un alma empecinada. Es cierto que un hermano sin educación no está necesariamente equipado para todo tipo de trabajo –tiene su propia esfera- pero es muy capaz de contar lo que ha visto y oído, y me parece que así es, en cierta medida, todo hombre. Si has visto a Jesús y has oído Su voz salvadora, si has recibido la verdad como del Señor, si sentiste su tremendo poder como proviniendo de Dios para ti, y si has experimentado su potencia sobre tu propio espíritu, vamos, tú ciertamente puedes declarar lo que Dios ha escrito en tu interior. Si no puedes pasar más allá de eso y no puedes adentrarte en misterios más profundos, en puntos más escabrosos, bien, bien, hay algunos que sí pueden hacerlo y, por tanto, no necesitas sentirte incómodo; pero al menos podrías revelar las verdades primordiales y fundamentales que son, con mucho, las más importantes. Si no puedes hablar en el púlpito, si tus mejillas se sonrojan todavía, si tu lengua rehúsa cumplir con su oficio cuando estás en presencia de muchos, allí tienes a tus hijos: ante ellos no te da vergüenza hablar; hay un pequeño racimo en torno a la chimenea en la noche de Navidad; hay una pequeña congregación en el taller; hay una pequeña audiencia en algún lugar a quienes podrías hablarles acerca del amor de Jesús por los perdidos. No vayas más allá de lo que sabes; no te sumerjas en lo que no hayas experimentado, pues si lo hicieras, estarías fuera de tu nivel, y entonces muy pronto estarías titubeando torpemente y contribuyendo a que la confusión empeore. Has de ir hasta donde conozcas y puesto que te reconoces como un pecador y reconoces a Jesús como un Salvador -uno muy grandioso por cierto- habla acerca de esos dos asuntos, y de allí provendrá buena voluntad. Amados, cada uno en su propia posición declare lo que haya oído y visto; publiquen eso entre los hijos de los hombres.

 

Pero, ¿fueron autorizados? ¡Es algo grandioso ser autorizado! ¡Los ministros desautorizados son los más vergonzosos intrusos! Suben al púlpito hombres que no han sido ordenados y que no figuran en la sucesión apostólica. ¡Es muy horrible! ¡Es muy, muy horrible! La mente puseyista es completamente incapaz de medir la profundidad del horror contenido en la idea de un hombre desautorizado para predicar y de un hombre fuera de la sucesión apostólica que se atreva a enseñar el camino de la salvación. Para mí este horror se asemeja mucho al terror de un muchacho en edad escolar ante el duende que sus propios miedos han conjurado. Pienso que si viera que un hombre se desliza sobre el hielo hacia una tumba fría, y yo pudiera rescatarlo de ahogarse, para mí no sería muy horrible que yo pudiera salvarlo, aunque no fuera un empleado de la Real Brigada de Rescate. Imagino que si viera un incendio y oyera gritar a una pobre mujer desde la ventana de un piso superior, y fuera muy probable que muriera quemada, si yo acercara la escalera de incendio a la ventana y preservara su vida, no sería un asunto tan terrible aunque yo no perteneciera al cuerpo de bomberos. No sé si fuera algo tan chocante que un grupo de valerosos voluntarios persiga a un enemigo fuera de los límites de su propio condado, aunque un ejército entero de mercenarios pudiera estar descuidando ese trabajo en obediencia a alguna ordenanza militar que los incapacitara de prestar su servicio efectivo. Pero resulta que los pastores y otros como ellos están en la sucesión apostólica y están autorizados por la ordenanza divina, pues todo hombre que oye el Evangelio está autorizado a darlo a conocer a los demás. ¿Necesitas una autorización? Aquí tienes la autorización, confirmada categóricamente, proveniente de la Sagrada Escritura: “El que oye, diga: Ven”, esto es, que cada persona que oiga verdaderamente el Evangelio tiene que invitar a otros a beber del agua de vida. Esta es toda la autorización que se requiere para predicar el Evangelio de acuerdo a la habilidad de cada quien. No todos tienen la habilidad de predicar la Palabra y no nos gustaría enterarnos de que todos predican en la gran congregación, pues si todos fueran bocas, qué gran vacío habría en la Iglesia. Con todo, cada cristiano, a su manera, debe predicar las buenas nuevas. Nuestro sabio Dios cuida de que esa libertad de profetizar no desemboque en un motín, pues Él no otorga los eficaces dones pastorales y ministeriales a muchos; con todo, cada uno tiene que ministrar según sus dones. Cada cual debe dar a conocer el nombre del Señor Jesús aunque no sea desde el púlpito sino desde su reclinatorio, en el taller, en algún lugar, en cualquier lugar y en todo lugar. Que esto le sirva de autorización: “El que oye, diga: Ven”. ¡Yo nunca pensaría en pedir una autorización para gritar: “Fuego”, si viera que alguna casa está ardiendo; nunca soñaría con pedir alguna autorización para realizar mi mejor esfuerzo para rescatar a un pobre prójimo que perece, ni tengo la intención de hacerlo ahora! Toda la autorización que necesita cualquiera de ustedes no es la autoridad que pudiera emanar de unos prelados decorados con roquetes y albas, sino la autoridad que proviene directamente de la grandiosa Cabeza de la Iglesia, que da autorización a todos los que oyen el Evangelio para que todos enseñen a su prójimo, diciendo: “Conoce al Señor”.

 

Aquí, queridos hermanos, tenemos una manera de guardar una Navidad completamente santa y, en algún sentido, una Navidad completamente jubilosa. Imiten a esos humildes hombres, de quienes se dice: “Al verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño”.

 

II.   Ponemos ante ustedes, ahora, otro modo de guardar la Navidad: mediante una SANTA FASCINACIÓN, ADMIRACIÓN Y ADORACIÓN. “Y todos los que oyeron, se maravillaron de lo que los pastores les decían”.

 

Poco tenemos que decir de esas personas que meramente quedaron fascinados pero que no hicieron nada más. Muchos son conducidos a maravillarse por el Evangelio. Se contentan con oírlo. Les agrada oírlo y si en sí mismo el evangelio no es nada nuevo, hay nuevas maneras de expresarlo, y a ellos les encanta ser refrescados gracias a la variedad. La voz del predicador es para ellos como el sonido de alguien que da un tono preciso con un instrumento. A ellos les encanta escuchar. No son escépticos, no ponen objeciones, no identifican dificultades; simplemente se dicen a sí mismos: “Es un excelente evangelio, es un maravilloso plan de salvación. Aquí tenemos un amor sumamente asombroso, una condescendencia sumamente extraordinaria”. Algunas veces se sorprenden de que sean unos simples pastores quienes les digan esas cosas; a duras penas pueden entender cómo personas ignorantes y sin educación hablan de estas cosas y cómo pudieron entrar jamás en las cabezas de esos simples pastores; dónde pudieron haberlas aprendido; cómo es que parecen tan motivados por ellas; qué tipo de operación deben de haber experimentado para ser capaces de hablar como lo hacen. Pero después de alzar sus manos y de abrir sus bocas durante unos nueve días, la sorpresa pierde intensidad y siguen su camino y ya no piensan más al respecto. Hay muchos de ustedes que son conducidos a maravillarse siempre que ven una obra de Dios en su distrito. Se enteran de alguien que se convierte después de haber sido un muy notable pecador y dicen: “¡Eso es algo muy maravilloso!” Hay un avivamiento. Da la casualidad que estás presente en una de las reuniones cuando el Espíritu de Dios está obrando gloriosamente; entonces tú dices: “¡Bien, esto es algo singular! ¡Es algo muy asombroso!” Incluso los periódicos reservan un espacio en alguna esquina, algunas veces, para unas obras muy grandes y extraordinarias de Dios el Espíritu Santo. Pero allí termina toda la emoción. Todo es un maravillarse y nada más.

 

Ahora bien, yo confío que no ocurra lo mismo con ninguno de nosotros; que no pensemos en el Salvador y en las doctrinas del Evangelio que Él vino a predicar simplemente con estupefacción y asombro, pues esto nos produciría muy poco bien. Por otro lado, hay otro modo de maravillarse que es similar a la adoración, si es que no fuera adoración. Pienso que sería muy difícil trazar una línea entre el santo asombro y la adoración real, pues cuando el alma queda sobrecogida con la majestad de la gloria de Dios, aunque no se exprese en un cántico, o incluso cuando articula su voz con una cabeza inclinada en humilde oración, con todo, adora silenciosamente. Yo estoy inclinado a pensar que el asombro que algunas veces se apodera del intelecto humano ante el recuerdo de la grandeza y la bondad de Dios es, tal vez, la forma más pura de adoración que sube jamás de los hombres mortales al trono del Altísimo. Yo recomiendo este tipo de asombro para aquellos entre ustedes que debido a la quietud y soledad de sus vidas son escasamente capaces de imitar a los pastores en la divulgación de la historia a los demás. Al menos pueden completar el círculo de los adoradores delante del trono maravillándose por lo que Dios ha hecho.

 

Permítanme sugerirles que ese santo asombro ante lo que Dios ha hecho debería ser algo muy natural para ustedes. ¡Que Dios considere a Su criatura caída, el hombre, y en vez de barrerlo con la escoba de la destrucción diseñe un maravilloso esquema para su redención, y que Él mismo asuma ser el Redentor del hombre y pagar el precio de su rescate, es, en verdad, maravilloso! Probablemente les sea más maravilloso, en lo que a ustedes se refiere, que ustedes sean redimidos por sangre: que Dios abandone los tronos y las regias cosas en lo alto para sufrir ignominiosamente aquí abajo por ustedes. Si se conocieran a ustedes mismos no podrían ver nunca en su carne ningún motivo o razón adecuados para un acto semejante. “¿Por qué tanto amor por mí?”, dirás. Si David, sentado en su casa, sólo podía decir: “¿Quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí?”, ¿qué diríamos tú y yo? Si hubiésemos sido los individuos más meritorios y hubiésemos guardado incesantemente los mandamientos del Señor no habríamos podido merecer una bendición tan inapreciable como la encarnación; pero como pecadores, como ofensores que se rebelaron y se apartaron más y más lejos de Dios, ¿qué diremos de este Dios encarnado que murió por nosotros, sino: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros”? Dejen que su alma se pierda en el asombro, pues el asombro, queridos amigos, es en este sentido, una emoción muy práctica. El santo asombro los conducirá a una adoración agradecida; quedando estupefactos por lo que Dios ha hecho, derramarán su alma con asombro al pie del trono de oro con el cántico: “Al que está sentado en el trono, y al Cordero, que hace estas grandes por mí, sea la alabanza, la honra, la gloria, el poder, la majestad y el dominio”. Estando lleno de este asombro serás conducido a una santa vigilancia; tendrás miedo de pecar contra un amor como este. Sintiendo la presencia del poderoso Dios en el don de Su amado Hijo, quitarás tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es. Serás conducido al mismo tiempo a una gloriosa esperanza. Si Jesús se ha entregado a ti, si Él ha hecho esta obra maravillosa por ti, sentirás que el cielo mismo no es demasiado grande para tu expectativa, y que los ríos de placer a la diestra de Dios no son demasiado dulces ni demasiado profundos para que bebas de ellos. ¿Quién podría asombrarse de algo más habiendo quedado maravillado una vez en el pesebre y en la cruz? ¿Qué queda de maravilloso después de que uno ha visto al Salvador? ¡Las siete maravillas del mundo! Vamos, podrías ponerlas a todas en una cáscara de nuez: la maquinaria y el arte moderno pueden sobrepasarlas a todas ellas; pero esta maravilla especial no es sólo la maravilla de la tierra, sino del cielo y de la tierra e incluso del infierno mismo. No es la maravilla de la antigüedad, sino la maravilla de todos los tiempos y la maravilla de la eternidad. Quienes ven las maravillas humanas unas cuantas veces, al final ya no se quedan asombrados; la más noble mole que haya levantado jamás un arquitecto, por fin deja de impresionar al espectador; pero no sucede así con este maravilloso templo del Dios encarnado; entre más lo miramos, más nos asombramos; entre más nos acostumbramos a él, más tenemos una idea de su esplendor incomparable de amor y de gracia. Digamos que se pueden ver más cosas acerca de Dios en el pesebre y en la cruz, que en las relucientes estrellas en lo alto, que en el ondulante abismo abajo, que en la alta montaña, que en los fértiles valles, que en las moradas de la vida o en el abismo de la muerte. Pasemos entonces algunas horas escogidas de esta festiva estación sumidos en un santo asombro que produzca gratitud, adoración, amor y confianza.

 

III.   En el siguiente versículo encontrarán una tercera forma de santa labor, es decir, SU SAGRADO CORAZÓN PONDERANDO Y PRESERVANDO.

 

Al menos una persona -y esperamos que hubiesen otras, o de todas maneras seamos nosotros mismos unos más- una persona guardaba todas estas cosas y las ponderaba en su corazón. Se maravillaba pero hizo todavía algo más: ponderaba. Observarán que hubo un ejercicio de parte de esta bienaventurada mujer en los tres grandes componentes de su ser; en su memoria: ella guardaba todas estas cosas; en sus afectos: ella las guardaba en su corazón; en su intelecto: ella las ponderaba, las consideraba, las sopesaba y las analizaba, de tal forma que la memoria, el afecto y el entendimiento eran ejercitados acerca de estas cosas. Nos deleita ver esto en María, pero no nos sorprende del todo cuando recordamos que ella era la más interesada de todos en la tierra, pues Jesucristo nació de ella. Los que más se acercan a Jesús y entran más íntimamente en compañerismo con Él, serán con seguridad los que estén más absortos en Él. Ciertas personas son más estimadas a la distancia, pero no el Salvador; cuando lo hayan conocido a plenitud, entonces lo amarán con el amor que excede a todo conocimiento; comprenderán las alturas y las profundidades, las longitudes y las anchuras de Su amor; y cuando hagan eso, entonces su propio amor se henchirá más allá de toda longitud y anchura, de toda altura y profundidad. El nacimiento concernía principalmente a María, y por tanto, ella era la que estaba más impresionada con él. Noten la manera en que era mostrado su interés; ella era una mujer, y la gracia que más brilla en la mujer no es la intrepidez, pues esa pertenece a la mente masculina. Pero la modestia afectuosa es una belleza femenina, y por eso no leemos de ella que diera a conocer tanto como que ponderara en su interior. Sin duda tendría su círculo y sus palabras para hablar en él; pero ella se quedaba principalmente en su casa, como la otra María. Ella trabajaba, pero su obra era directamente para Él, el gozo y deleite de su corazón. Como los demás niños, el santo niño necesitaba de cuidados que sólo la mano y el corazón de una madre pueden brindar; ella estaba, por tanto, dedicada a Él. ¡Oh, bendita dedicación! ¡Dulce compromiso! No consideren como inaceptable el servicio que se ocupa más bien de Jesús que de Sus discípulos o de Sus ovejas descarriadas. Aquella mujer que quebró el vaso de alabastro y derramó el perfume sobre el propio Jesús, fue criticada por Judas, e incluso los otros discípulos pensaron que los pobres habían perdido un beneficio, pero “ella ha hecho conmigo una buena obra” fue la respuesta del Salvador.

 

Yo deseo llevarlos a este pensamiento: que si durante esta época, ustedes que son callados y retraídos no pueden hablar a otros, o no cuentan con una oportunidad deseable o con un don apropiado para esa labor, podrían sentarse con Jesús y honrarlo en paz. María cargó al Señor en sus brazos; ¡oh, que ustedes pudieran cargarlo en los suyos! Ella realizó directamente labores para Su persona. Imítenla. Ustedes pueden amarlo, bendecirlo, alabarlo, estudiarlo, ponderarlo, comprender Su carácter, estudiar los tipos que lo anunciaban e imitar Su vida, y de esta manera, aunque su adoración no descuelle entre los hijos de los hombres y escasamente los beneficie a ellos, a diferencia de algunas otras formas de labor, con todo, los beneficiará a ustedes mismos y será aceptable para su Señor.

 

Amados, recuerden lo que han oído de Cristo y lo que Él ha hecho por ustedes; hagan de su corazón una copa de oro que contenga los ricos recuerdos de su anterior misericordia; conviértanlo en una urna de maná que preserve el pan celestial del cual se alimentaron los santos de tiempos antiguos. Su memoria debe atesorar todo lo que ustedes han oído o sentido o conocido acerca de Cristo, y luego sus cálidos afectos deben asirse perennemente a Él. ¡Ámenlo! Derramen ese vaso de alabastro de su corazón y hagan que fluya sobre Sus pies todo el precioso perfume de su afecto. Si no pudieran hacerlo con gozo háganlo doloridamente, laven Sus pies con lágrimas y enjúguenlos con los cabellos de su cabeza; pero ámenlo, amen al bendito Hijo de Dios, el siempre tierno Amigo suyo. Su intelecto debe ser ejercitado respecto al Señor Jesús. Por medio de la meditación vuelvan una y otra vez a lo que leen. No sean hombres que se quedan en la letra: no se detengan en la superficie; sumérjanse en las profundidades. No sean como la golondrina que roza el torrente con su ala, sino como el pez que penetra en la profundidad de la ola. Den profundos tragos de amor; no sorban y ya, sino moren junto al pozo como Isaac moraba junto al pozo del Viviente-que-me-ve. Permanezcan con su Señor; no dejen que sea para ustedes como un caminante que se queda sólo por una noche, sino ruéguenle diciendo: “Quédate con nosotros, porque el día ya ha declinado”. Reténganlo y no dejen que se vaya. Como saben, la palabra “ponderar” quiere decir pesar. Alisten la balanza del juicio. Oh, pero, ¿dónde está la balanza que pudiera pesar al Señor Cristo? “He aquí que Él alza las islas como un granito de polvo”; ¿quién lo alzará a Él? “Pesa los montes con balanza”. Que así sea; si tu entendimiento no puede captarlo, tus afectos deben percibirlo; y si tu espíritu no puede abarcar al Señor Jesús con los brazos de tu entendimiento, que lo abrace con los brazos de tu afecto. Oh, amados, aquí tienen una bendita obra de Navidad para ustedes, si, como María, guardan todas estas cosas en su corazón y las ponderan.

 

IV.   Ahora le toca el turno al último tipo entre las santas labores navideñas. “Y volvieron los pastores” –leemos en el versículo veinte- “GLORIFICANDO Y ALABANDO A DIOS por todas las cosas que habían oído y visto, como se les había dicho”. ¿A qué volvieron? Volvieron de nuevo a su ocupación de cuidar a los corderos y las ovejas. Entonces, si deseamos glorificar a Dios, no necesitamos renunciar a nuestra ocupación.

 

Algunas personas tienen la idea de que la única manera en la que pueden vivir para Dios es convirtiéndose en ministros, en misioneros, o en trabajadoras sociales cristianas o en vendedoras de Biblias (1). ¡Ay!, cuántos de nosotros nos quedaríamos fuera de cualquier oportunidad de engrandecer al Altísimo si ese fuera el caso. Los pastores volvieron a los rediles de sus ovejas glorificando y alabando a Dios.

 

Amados, lo importante no es el oficio que desempeñen sino la dedicación que empeñen; no es la posición, sino la gracia que nos capacita para glorificar a Dios. Dios será glorificado con toda seguridad en ese puesto de trabajo del zapatero donde el piadoso obrero canta acerca del amor del Salvador mientras sostiene su lezna, sí, y es glorificado muchísimo más que en muchos puestos de prebendas donde la religiosidad oficial cumple con sus escasos deberes. El nombre de Jesús es glorificado tanto por aquel carretero cuando arrea a su caballo y bendice a su Dios o cuando habla con su colega de trabajo junto al camino, como por aquel teólogo que a través de todo el país, como Boanerges, retumba con la predicación del Evangelio. Dios es glorificado cuando permanecemos en nuestra vocación. Tengan cuidado de no desviarse de la senda del deber, abandonando su llamamiento, y tengan cuidado de no deshonrar su profesión mientras estén en ella; no tengan una alta opinión de ustedes mismos pero no consideren poca cosa sus llamamientos. No hay ningún oficio que el Evangelio no santifique. Si buscan en la Biblia, encontrarán que las más insignificantes formas de labor han estado de alguna manera u otra conectadas con los más atrevidos actos de fe, o bien con personas cuyas vidas han sido de otra manera ilustres. ¡Sé fiel a tu llamamiento, hermano, sé fiel a tu llamamiento! No importa lo que Dios haya hecho de ti; si Él te llama, permanece haciendo eso, a menos que estés muy seguro, ojo, a menos que estés muy seguro de que Él te llama a otra cosa. Los pastores glorificaron a Dios aunque volvieron a su ocupación.

 

Ellos glorificaron a Dios a pesar de ser pastores. Tal como lo comentamos, ellos no eran hombres instruidos. Muy lejos de tener una surtida biblioteca llena de libros, es probable que no pudieran leer ni una sola palabra; con todo, glorificaron a Dios. Esto elimina toda excusa para ustedes, buenas personas, que dicen: “yo no tengo ningún grado escolar; nunca recibí ninguna educación, nunca asistí ni siquiera a la escuela dominical”. Ah, pero si tienes un recto corazón, puedes glorificar a Dios. No te preocupes, Sara, no estés abatida porque sabes muy poco; aprende más si puedes, pero haz buen uso de lo que ya conoces. No te preocupes, Juan; es en verdad una lástima que tuvieras que comenzar a trabajar muy pronto en la vida, lo cual te impidió adquirir ni siquiera los rudimentos del conocimiento; pero no pienses que no puedes glorificar a Dios. Si quieres alabar a Dios, vive una vida santa; tú puedes hacer eso por Su gracia, de todas maneras, sin educación académica. Si quieres hacer el bien a los demás, sé bueno tú mismo, y ese es un camino que está abierto de igual manera al más iletrado como al más ilustrado. ¡Ten buen ánimo! Los pastores glorificaron a Dios, y tú también puedes hacerlo. Recuerda que hay algo en lo que tuvieron preferencia sobre los sabios. Los sabios necesitaron que los guiara una estrella; los pastores no. Los sabios se extraviaron a pesar de la estrella; se encontraron de pronto en Jerusalén, pero los pastores fueron directamente a Belén. Las mentes sencillas encuentran algunas veces a un Cristo glorificado allí donde las cabezas instruidas, muy desconcertadas con su tradición, no lo encuentran. Un buen doctor solía decir: “He aquí, estos simplones han entrado en el reino, mientras que nosotros, hombres cultos, hemos estado buscando a tientas el pasador de la  puerta”. Así sucede a menudo; por tanto, personas de mentes simples, consuélense y alégrense.

 

Vale la pena advertir la manera en que estos pastores honraron a Dios. Lo hicieron alabándolo. Pensemos más en un sagrado cántico de lo que lo hacemos algunas veces. Cuando el cántico estalla en un pleno coro proveniente de miles de personas en esta casa, no es sino sólo un ruido para los oídos de algunos hombres; pero en tanto que muchos verdaderos corazones, tocados con el amor de Jesús, están cantando al unísono con sus lenguas, no es un mero ruido en la estimación de Dios, sino que contiene una dulce música que alegra Su oído. ¿Cuál es el gran propósito último de todo esfuerzo cristiano? Cuando estuve predicando aquí el Evangelio la otra mañana, mi mente estaba plenamente enfocada en ganar almas, pero mientras predicaba parecía ir más allá. Pensé: bien, ese no es el principal objetivo después de todo: el principal objetivo es glorificar a Dios, e incluso una mente recta busca la salvación de los pecadores como un medio para el fin de glorificar a Dios. De pronto se me vino el pensamiento: “Si al cantar salmos y al cantar himnos realmente glorificamos a Dios, estamos haciendo mucho más que en la predicación, pues entonces no nos quedamos en los medios, sino que estamos muy cerca del propio fin”. Si alabamos a Dios con el corazón y con la lengua, lo glorificamos de la manera más segura posible, pues realmente lo estamos glorificando entonces. “El que sacrifica alabanza me honrará”, dice el Señor. ¡Canten entonces, hermanos míos! No canten sólo cuando estén reunidos, sino canten estando solos. Alegren su labor con salmos, e himnos y cánticos espirituales. Hagan feliz a su familia con música sagrada. Estoy seguro de que nosotros cantamos demasiado poco y, sin embargo, el avivamiento de la religión ha estado siempre acompañado del avivamiento de la salmodia cristiana. Las traducciones de los salmos que hizo Lutero fueron de tanto servicio como sus discusiones y controversias; y los himnos de Charles Wesley, de Cennick, de Toplady, de Newton y de Cowper, ayudaron tanto en el avivamiento de la vida espiritual en Inglaterra como la predicación de John Wesley y George Whitefield. Necesitamos cantar más. Canten más y murmuren menos, canten más y calumnien menos, canten más y critiquen menos, canten más y lamenten menos. Que Dios nos conceda hoy que glorifiquemos a Dios, como lo hicieron aquellos pastores, alabándolo.

 

No he concluido con los pastores todavía. ¿Cuál era el tema de su alabanza? Pareciera que ellos alabaron a Dios por lo que habían oído. Si pensamos al respecto, hay una buena razón para bendecir a Dios cada vez que oímos un sermón evangélico. ¿Qué darían las almas en el infierno si pudieran oír el Evangelio una vez más, y pudieran estar en términos en los que la gracia de la salvación les fuera asequible? ¿Qué darían los moribundos, cuyo tiempo prácticamente se ha acabado, si pudieran venir una vez más a la casa de Dios para recibir otra advertencia y otra invitación?

 

Hermanos míos, ¿qué darían ustedes algunas veces cuando están recluidos por la enfermedad y no pueden reunirse con la gran congregación, cuando su carne y su corazón claman por el Dios viviente? Bien, alaben a Dios por lo que han oído. Han oído las fallas del predicador. Que él se lamente por ellas. Han oído el mensaje de su Señor. ¿Bendicen a Dios por eso? Difícilmente oirán jamás algún sermón que no los conduzca a cantar si tienen una mente recta. George Herbert dice: “La oración es el fin de la predicación”. Y eso es, pero la alabanza es también su fin. ¡Alaben a Dios porque oyen que hay un Salvador! ¡Alaben a Dios porque oyen que el plan de salvación es muy sencillo! ¡Alaben a Dios porque tienen un Salvador para su propia alma! ¡Alaben a Dios porque han sido perdonados, porque han sido salvados!

 

Alábenlo por lo que han oído, pero observen que ellos alabaron también a Dios por lo que habían visto. Miren el versículo veinte: “oído y visto”. Allí está la música más dulce: en lo que hemos experimentado, en lo que hemos sentido en nuestro interior, de lo que nos hemos apropiado y en las cosas que hemos hecho tocantes al Rey. El simple oír puede generar alguna música, pero el alma de la canción ha de provenir de ver con el ojo de la fe. Y, queridos amigos, ustedes que han visto con esa visión dada por Dios, les ruego que sus lenguas no se queden sumidas en un silencio pecaminoso, sino que han de ser sonoras para alabar a la gracia soberana. Que se oigan sus alabanzas. Despierten al salterio y al arpa.

 

Un punto por el que alabaron a Dios fue la coincidencia entre lo que habían oído y lo que habían visto. Observen la última frase. “Como se les había dicho”. ¿Acaso no han encontrado que el Evangelio ha sido en ustedes justo lo que la Biblia dijo que sería? Jesús dijo que les daría gracia; ¿acaso no la han recibido? Él les prometió reposo, ¿acaso no lo han recibido? Él dijo que tendrían gozo, consuelo y vida por creer en Él, ¿no han recibido todas esas cosas? ¿No son Sus caminos, caminos deleitosos, y Sus veredas, veredas de paz? Ciertamente pueden decir con la reina de Saba: “Ni aun se me dijo la mitad”. Yo he encontrado que Cristo es más dulce de lo que Sus siervos me dijeron que era. Yo miré a la semejanza conforme me la pintaban, pero no fue sino un simple brochazo comparado con Él mismo: el Rey en su hermosura. He oído acerca de la tierra buena, pero, ¡oh!, fluye con leche y miel más ricamente y más dulcemente de lo que los hombres fueron capaces de decirme cuando estaban en su mejor condición para hablar. Ciertamente, lo que hemos visto va de la mano con lo que hemos oído. Glorifiquemos y alabemos a Dios, entonces, por lo que ha hecho.

 

Esta palabra va dirigida para quienes no son convertidos todavía, y entonces habré concluido. No pienso que puedan comenzar en el versículo diecisiete, sino que deseo que comiencen en el dieciocho. Ustedes no pueden comenzar en el versículo diecisiete. No podrían comunicarles a otros lo que ustedes no han sentido. No lo intenten. Tampoco podrían enseñar en la escuela dominical, ni intentar predicar si no son convertidos. Al malo dijo Dios: “¿qué tienes tú que hablar de mis leyes?” Pero pluguiera a Dios que comenzaran con el versículo dieciocho, ¡maravillándose! Maravillándose de que se les haya perdonado la vida, maravillándose de estar fuera del infierno, maravillándose de que Su buen Espíritu contienda con el primero de los pecadores. Maravíllense de que esta mañana el Evangelio tenga una palabra para ustedes, después de todas las veces que lo han rechazado y de todos sus pecados en contra de Dios. Me gustaría que comenzaran allí, porque entonces yo tendría una buena esperanza de que van a seguir adelante, al siguiente versículo, y van a cambiar el verbo, y así van a pasar de maravillarse a ponderar.

 

Oh, pecador, yo desearía que ponderaras las doctrinas de la cruz. Piensa en tu pecado, en la ira de Dios, en el juicio, en el infierno, en la sangre de tu Salvador, en el amor de Dios, en el perdón, en la aceptación, en el cielo; piensa en todas esas cosas. Pasa de maravillarte a ponderar. Y luego, pluguiera a Dios que pudieras progresar al siguiente versículo, de ponderar a glorificar. Toma a Cristo, míralo a Él y confía en Él. Entonces canta: “soy perdonado”, y prosigue tu camino siendo un pecador creyente, y, por tanto, un pecador salvado, lavado en la sangre y limpio. Luego regresa después de eso al versículo diecisiete, y comienza a darlo a conocer a los demás.

 

Pero en cuanto a ustedes, cristianos que son salvos, quiero que comiencen esta misma tarde en el versículo diecisiete.

 

“Entonces voy a decirles a los pecadores en derredor

Cuán amado Salvador he encontrado:

Voy a señalar a Tu sangre redentora,

Y voy a decir: ‘“¡He aquí el camino hacia Dios!’”

 

Luego, cuando el día termine, suban a sus aposentos y maravíllense y admiren y adoren; pasen también media hora como María, ponderando y atesorando en sus corazones la obra del día y lo que oyeron en el día, y luego cierren todo con lo que no ha de concluir nunca: prosigan esta noche, mañana, y todos los días de su vida glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que han visto y oído. Que el Señor los bendiga por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Lucas 2: 1-20.

 

Notas del traductor:

 

(1) Bible Women: (mujeres de la Biblia), era una organización fundada por Ellen Ranyard que reclutaba mujeres provenientes de distritos pobres de Londres, las entrenaba durante un período de tres meses para que vendieran Biblias y dieran consejos domésticos a las esposas y a las madres de la zona.

 

(2) Acebo: árbol de hojas brillantes y con espinas en los bordes, y pequeños frutos en forma de bolitas rojas. Se usa en las decoraciones de Navidad.

 

(3) Puseyista: palabra que tiene su origen en el doctor E. B. Pusey, líder tractario, de fuertes inclinaciones a imitar a la Iglesia de Roma en su ritualismo y en otras prácticas católicas externas, tales como el bautismo infantil. El pastor Spurgeon usa frecuentemente ‘Pusey’ y ‘puseyismo’ para describir esas tendencias.

 

 

 

Traductor: Allan Román

24/Noviembre/2011

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