El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Laus Deo
NO. 572
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 29 DE MAYO DE 1864
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Porque de él, y por él, y para él,
son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén”. Romanos 11: 36
Mi texto está compuesto casi enteramente de
monosílabos, pero contiene la más excelsas sublimidades. Hay concentrado aquí un
peso tan enorme de significado que la elocuencia de un arcángel fracasaría si
quisiera transmitir a cualquier mente finita su enseñanza en toda su gloria,
aun si sus oyentes fueran los serafines. Yo voy a afirmar que no hay ningún
hombre viviente que pudiera predicar sobre mi texto un sermón que fuera digno
de él; es más, digo que entre todos los oradores sagrados y los elocuentes defensores
de la causa de Dios, nunca vivió y nunca vivirá un hombre capaz de alcanzar la
cima del grandioso argumento contenido en estas pocas y simples palabras. Yo sé
que no tendré ningún éxito y, por tanto, no haré ningún intento de descifrar la
infinita gloria de esta proposición.
Únicamente nuestro grandioso Dios puede explicar
este versículo, pues sólo Él se conoce a Sí mismo, y solamente Él puede exponer
Sus propias perfecciones. Sin embargo, esta reflexión me consuela: tal vez, en
respuesta a nuestras oraciones, el propio Dios podría predicar sobre este texto
en nuestros corazones esta mañana; si no lo hiciera a través de las palabras
del predicador, podría hacerlo por medio de ese silbo apacible y delicado al
que está tan bien acostumbrado el oído del creyente. Si condescendiera a
favorecernos así, nuestros corazones serán alzados en Sus caminos.
Hay dos cosas para nuestra consideración: la
primera es digna de nuestra observación y la segunda es digna de nuestra
imitación. Ustedes tienen en el texto, antes que nada, doctrina, y luego,
devoción. La doctrina es una doctrina excelsa: “Porque de él, y por él, y para
él, son todas las cosas”. La devoción es una devoción sublime: “A él sea la
gloria por los siglos. Amén.”
I. Consideremos LA DOCTRINA. El apóstol Pablo
establece como un principio general que todas las cosas provienen de Dios: son de Él como su fuente; son por Él como su
medio; son para Él como su fin. Son
de Él en el plan, por Él en su funcionamiento, y para Él en la gloria que
producen. Tomando este principio general, ustedes descubrirán que se aplica
para todas las cosas, y nos corresponde a nosotros identificar aquellas cosas
en las que es más manifiestamente el caso. Que el Señor, por Su Santo Espíritu,
abra Sus tesoros para nosotros en este momento, para que seamos enriquecidos en
el conocimiento y en el entendimiento espirituales.
Mediten, queridos amigos, sobre la gama entera de las obras de Dios en la
creación y en la providencia. Hubo un período cuando Dios moraba solo y las
criaturas no existían. En aquel tiempo antes de todo tiempo cuando no había día
sino “El Anciano de Días”, cuando la materia y la mente creadas eran ambas
inexistentes, y cuando incluso el espacio no existía, Dios, el grandioso Yo
Soy, era tan perfecto, tan glorioso y
tan bendito como lo es ahora. No había ningún sol y, sin embargo, Jehová moraba
en luz inefable; no había ninguna tierra y, sin embargo, su trono era firme y
establecido; no habían cielos y, sin embargo, Su gloria era ilimitada. Dios
habitaba la eternidad en la infinita majestad y dicha de Su grandeza autónoma.
Si el Señor, morando así en imponente soledad, decidiera crear algo, el primer
pensamiento y la primera idea debían proceder de Él, pues no había nadie más
que pensara o sugiriera.
Todas las cosas deben ser de Él en su diseño. ¿A quién más podría pedirle consejo? ¿Quién
podría instruirle? No existía nadie más que entrara en el salón del consejo,
aun si tal ayuda para el Altísimo fuera conjeturable. En el principio, ya de
antiguo, antes de Sus obras, la sabiduría eterna extrajo de Su propia mente el
plan perfecto de las creaciones futuras, y cada línea y cada marca en ellas
tuvieron que haber sido claramente del Señor solamente. Él ordenó la
trayectoria de cada planeta, y la morada de cada estrella fija. Él ató los
lazos de las Pléyades y ciñó a Orión con sus ligaduras. Él fijó los límites del
mar, y estableció el curso de los vientos. En cuanto a la tierra, el Señor solo
planeó sus cimientos y extendió Su cordel sobre ella. Él formó en Su propia
mente el molde de todas Sus criaturas y encontró para ellas una morada y un
servicio. Él determinó el grado de fuerza que asignaría a cada criatura, limitó
sus meses de vida, estableció la hora de su muerte, su llegada y su partida. La
sabiduría divina trazó el mapa de esta tierra con sus mares espumeantes, con las
corrientes de sus ríos, las altas montañas y los sonrientes valles. El divino
Arquitecto fijó las puertas de la mañana y los portones de la sombra de muerte.
Nada pudo ser sugerido por alguien más, pues no había nadie más que pudiera
sugerir algo. Él podía haber hecho un universo muy diferente de éste si así le
hubiera agradado; y que lo haya hecho como es, debe de haber sido meramente porque
en Su sabiduría y prudencia consideró adecuado hacerlo así. No puede haber
ninguna razón por qué no pudo haber creado un mundo del cual el pecado fuera
excluido para siempre; y que Él haya permitido que el pecado entrara en Su
creación debe atribuirse, asimismo, a Su propia soberanía infinita. Si no
hubiese sabido bien que Él se enseñorearía del pecado, y que del mal emergería
la más noble manifestación de Su propia gloria, no habría permitido que el
pecado entrara en el mundo: pero al esbozar la historia completa del universo
que estaba a punto de crear, incluso permitió que esa mancha negra empañara Su
obra, porque sabía anticipadamente qué cánticos de sempiterno triunfo se
alzarían hasta Él mismo cuando, en arroyos de Su propia sangre, la Deidad encarnada
lavara la mancha. No puede dudarse de que, sin importar cuál sea el drama
completo de la historia en la creación y en la providencia, hay un sentido
sublime y misterioso en el que todo es de Dios. El pecado no es de Dios, pero
el permiso temporal de su existencia formó parte del esquema conocido de
antemano, y para nuestra fe, la intervención del mal moral y la pureza del carácter
divino, no disminuyen la fuerza de nuestra creencia de que el alcance entero de
la historia es de Dios en el sentido
más pleno.
Cuando todo el plan fue establecido, y el
Todopoderoso hubo ordenado Su propósito, eso no bastó: el simple arreglo no
sería capaz de crear. “Por él”, así
como “de Él”, han de ser todas las
cosas. No había ninguna materia prima disponible para la mano del Creador. Él
tuvo que crear el universo de la nada. No pide ayuda: no la necesita, y además,
no hay nadie que le ayude. No hay material en bruto que pueda moldear entre Su
palmas para después lanzarlo como estrellas. No necesitaba una mina de materia
prima disponible que pudiera derretir y purificar en el horno de Su poder, para
luego martillarlo sobre el yunque de Su habilidad: no, no había nada con lo que
se pudiera comenzar en aquel día de la obra de Jehová; del vientre de la
omnipotencia han de proceder todas las cosas. Él habla y los cielos saltan a la
existencia. Habla otra vez y son engendrados mundos con todas las diversas
formas de vida, rebosantes de divina sabiduría y de incomparable habilidad. “Sea
la luz, y fue la luz”, no fue el único momento cuando Dios habló y cuando las
cosas que no existían fueron, pues en la antigüedad Él había hablado, y esta
tierra rodante y aquellos cielos azules florecieron de la nada. Por Él fueron
hechas todas las cosas, desde el sublime arcángel que entona Sus alabanzas con celestiales
notas, hasta el grillo que produce chirridos en la tierra. El mismo dedo pinta
el arcoíris y el ala de la mariposa. Aquel que tiñe las ropas de la tarde con
todos los colores del cielo, ha cubierto de oro a la flor ‘botón de oro’ y ha
encendido la lámpara de la luciérnaga. Desde aquella majestuosa montaña que
traspasa las nubes hasta aquel diminuto grano de polvo en la era de verano,
todas las cosas por Él son. Si Dios retirara los efluvios de Su poder divino, todo
se derretiría así como la espuma del mar se derrite sobre la ola que la
transportó. Nada podría permanecer ni un solo instante si el cimiento divino
fuera suprimido. Si Él sacudiera las columnas del mundo, el templo entero de la
creación se convertiría en ruinas, y hasta su polvo mismo sería arrastrado por
el viento. Un terrible desperdicio, un silencioso vacío, un mudo desierto es
todo lo que quedaría si Dios retirara Su poder; es más, ni siquiera algo como
esto existiría si Su poder fuera frenado.
Toda naturaleza es como es por la energía del
Dios presente. Si el sol sale cada mañana, y la luna camina en su resplandor en
la noche, es por Él. Desechamos la opinión de aquellos hombres que piensan que
Dios le ha dado cuerda al mundo como si fuese el reloj, y se ha alejado,
dejándolo que funcione por sí mismo prescindiendo de Su mano presente. Dios
está presente en todas partes: no está meramente presente cuando temblamos
porque Su trueno sacude a la sólida tierra o cuando incendia los cielos con relámpagos,
sino también está presente en la apacible noche veraniega, cuando el aire
abanica suavemente a las flores y los mosquitos danzan oscilantes entre los
últimos rayos de sol.
Los hombres tratan de olvidar la presencia
divina dando a su energía nombres extraños. Hablan del poder de la gravedad;
pero ¿qué es el poder de gravedad? Sabemos qué hace, pero ¿qué es? La gravedad
es el propio poder de Dios. Nos hablan de leyes misteriosas: de la
electricidad, y no sé de qué otras cosas más. Conocemos las leyes, y dejamos
que adopten los nombres que tienen; pero las leyes no pueden operar sin poder.
¿Qué es la fuerza de la naturaleza? Es una constante emanación de la grandiosa
Fuente de poder, el constante derrame de Dios mismo, la perpetua irradiación de
rayos de luz procedentes de Aquel que es “el Padre de las luces, en el cual no
hay mudanza, ni sombra de variación”.
Oh mortal, pisa suavemente y sé reverente, pues
Dios está aquí tan ciertamente como está en el cielo. Dondequiera que estés y
adondequiera que mires, estás en el taller de Dios, donde cada rueda es girada
por Su mano. Todo no es Dios, pero Dios está en todo, y nada funciona y ni
siquiera existe, a no ser por Su fuerza y poder presentes. “De él, y por él, y
para él, son todas las cosas”.
Amados, la gran gloria de todo es que en la obra
de la creación todo es para Él. Todo
lo alabará a Él: ése es Su designio. Dios tiene que tener el motivo más sublime,
y no puede haber motivo más sublime concebible que Su propia gloria. Cuando no
había ninguna criatura, excepto Él mismo, y ningún ser, excepto Él mismo, Dios
no habría podido tomar como motivo una criatura inexistente. Su motivo tiene
que ser Él mismo. Su más excelso objetivo es Su propia gloria. Él considera
cuidadosamente el bien de Sus criaturas, pero incluso el bien de Sus criaturas
no es sino un medio para el objetivo más importante que es la promoción de Su
gloria. Entonces, todas las cosas son para Su placer, y el trabajo diario es
para Su gloria. Si me dicen que el mundo está estropeado por el pecado, yo lo
lamento; si me dicen que el cieno de la serpiente está aquí sobre cualquier
cosa hermosa, yo me aflijo por ello; mas, sin embargo, cada cosa hablará de la
gloria de Dios. Para Él son todas las cosas, y el día vendrá cuando con ojos
espiritualmente iluminados, ustedes y yo veremos que incluso la introducción de
la caída y de la maldición, después de todo, no estropeó el esplendor de la
majestad del Altísimo. Para Él serán todas las cosas. Sus enemigos inclinarán
sus cuellos de mala gana y abyectamente, mientras que Su pueblo, redimido de la
muerte y del infierno, lo enaltecerá alegremente. Los nuevos cielos y la nueva
tierra resonarán con Su alabanza, y nosotros, que nos sentaremos para leer el
registro de Su maravillas creadoras, diremos de todas ellas: “En su templo todo
proclama su gloria, e incluso hasta ahora para Él han sido todas las cosas”.
Ánimo, entonces, amados; cuando piensen que los
asuntos van en contra de la causa de Dios, recuéstense sobre esto como si se
tratara de un mullido sillón. Cuando el enemigo susurre a sus oídos esta nota:
“Dios está vencido; Sus planes han sido estropeados; el honor de Su Hijo está
manchado”, respondan al enemigo: “No, no es así; para Él son todas las cosas”. Las derrotas de Dios son victorias.
La debilidad de Dios es más fuerte que el hombre, e incluso la insensatez del
Altísimo es más sabia que la sabiduría del hombre, y al final veremos de manera
sumamente clara que así es. ¡Aleluya!
Veremos, queridos amigos, un día en la clara luz
del cielo que cada página de la historia humana, sin importar cuán teñida esté
por el pecado humano, contiene algo de la gloria de Dios; y que las calamidades
de las naciones, la caída de las dinastías, las devastaciones de la
pestilencia, las plagas, las hambrunas, las guerras y los terremotos, todos han
cumplido el propósito eterno y han glorificado al Altísimo. Desde la primera
oración humana hasta el último suspiro del mortal, desde la primera nota de
alabanza finita hasta el eterno aleluya, todas las cosas obran conjuntamente
para la gloria de Dios, y sirven a Sus propósitos. Todas las cosas son de Él, y
por él y para Él.
Este grandioso principio es más manifiesto en la espléndida obra de la divina gracia. Aquí
todo es de Dios, y por Dios y para
Dios. El magno plan de salvación no fue bosquejado por dedos humanos. No es una
confección de los sacerdotes, ni una elaboración de los teólogos; la gracia
movió primero el corazón de Dios y se unió a la soberanía divina para ordenar
un plan de salvación. Este plan fue el vástago de una sabiduría nada menos que
divina. Nadie sino Dios pudo haber imaginado una forma de salvación tal como la
que presenta el Evangelio: una forma tan justa para Dios como tan segura para
el hombre. El pensamiento de la sustitución divina, y el sacrificio de Dios en
favor del hombre no habría podido serle sugerido jamás ni a la más educada de
todas las criaturas de Dios. Es Dios mismo quien lo sugiere y el plan es “de
él”. Y así como el grandioso plan es de Él, así la complementación de las
minucias es de Él. Dios ordenó el tiempo cuando la primera promesa debía ser
promulgada, quién debía recibir esa promesa, y quién debía entregarla. Él
ordenó la hora en la que el grandioso cumplidor de la promesa debía venir,
cuándo debía encarnar Jesucristo, de quién había de nacer, por quién debía ser
traicionado, qué muerte debía morir, cuándo debía resucitar, y en qué manera
debía ascender. ¿Qué tal si digo más? Él determinó quiénes debían aceptar al
Mediador, a quién debía ser predicado el Evangelio, y quiénes debían ser los
individuos favorecidos en quienes el llamamiento eficaz debía hacer poderosa a
la predicación para salvación. Él registró en Su propia mente el nombre de cada
uno de Sus elegidos, y el tiempo cuando cada vaso elegido debía ser puesto en
la rueda para ser moldeado de acuerdo a Su voluntad; qué congojas de convicción
debían ser sentidas cuando el tiempo de la fe llegara, qué cantidad de santa
luz y de dicha debía ser derramada: todo esto fue determinado desde tiempos
antiguos. Él estableció cuánto tiempo tenía que ser barnizado en el fuego el
vaso elegido, y cuándo tenía que ser tomado y perfeccionado por la artesana
destreza celestial para adornar el palacio del Dios Altísimo. Cada puntada del
tapiz celestial de la salvación debe provenir de la sabiduría del Señor.
Tampoco debemos detenernos aquí; por Él vienen todas estas cosas. A
través de Su Espíritu vino la promesa al final, pues Él movió a los videntes y
a los hombres santos de la antigüedad; por Él el Hijo de Dios nació de la
Virgen María por el poder del Espíritu Santo; por Él, sustentado por ese
Espíritu, el Hijo de Dios lleva una vida perfecta durante Sus treinta años. Sólo
Dios es exaltado en la grandiosa redención. Jesús suda en Getsemaní y se
desangra en el Calvario. Nadie estuvo con nuestro Salvador allí. Él pisó solo
ese lagar; Su propio brazo obró la salvación y Su propio brazo le sostuvo. La
obra de la redención fue realizada únicamente por Dios; ni una sola alma fue
redimida jamás por el sufrimiento humano, ni un solo espíritu fue emancipado
jamás por la penitencia del mortal, sino que todo fue por Él.
Y así como la expiación fue realizada por Él,
así también por Él fue la aplicación de la expiación. Por el poder del Espíritu
es predicado el Evangelio diariamente; sostenidos por el Espíritu Santo, pastores,
maestros y ancianos permanecen todavía con la Iglesia; la energía del Espíritu
todavía acompaña a la Palabra hasta los corazones de los elegidos; todavía “Cristo
crucificado” es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, porque Dios está en la
Palabra, y por Él los hombres son llamados, convertidos y salvados.
Oh hermanos míos, más allá de toda duda, tenemos
que confesar acerca de este grandioso plan de salvación que todo él es para Él: no debemos conceder ni una sola
nota de alabanza a alguien más. El hombre que quiera retener una solitaria
palabra de alabanza para un hombre o un ángel en la obra de gracia, ha de ser
silenciado para siempre con confusión eterna. ¡Ustedes, insensatos!, ¿quién
puede ser alabado sino Dios, pues quién sino Dios decidió entregar a Su Hijo
Jesús? ¡Ustedes, canallas!, ¿quieren robarle Su gloria a Cristo? ¿Quieren robar
las joyas de Su corona cuando Él las compró tan amorosamente con las gotas de
Su sangre preciosa? Oh, ustedes, que aman las tinieblas más que la luz, ¿quieren
glorificar la voluntad del hombre por encima de la energía del Espíritu Santo,
y quieren presentar sacrificios a su propia dignidad y libertad? Que Dios los
perdone; pero en lo que respecta a Sus santos, ellos cantarán siempre: “A Dios,
sólo a Dios sea toda la gloria; desde el principio hasta el fin, Él, que es el
Alfa y la Omega, ha de recibir toda la alabanza; Su nombre ha de ser ensalzado
por los siglos de los siglos”. Cuando el grandioso plan de salvación sea
desarrollado enteramente, y ustedes y yo estemos sobre las cimas de la gloria,
¡qué asombrosa escena se abrirá ante nosotros! Veremos entonces más claramente que
ahora cómo todas las cosas brotaron del manantial del amor de Dios, cómo
fluyeron a través del canal de la mediación del Salvador, y cómo todas ellas
obraron conjuntamente para la gloria del propio Dios de quien procedieron. El
grandioso plan de gracia, entonces, confirma este principio.
La palabra es válida, queridos amigos, en el caso de todo individuo creyente. Este
ha de ser un asunto de investigación personal. ¿Por qué soy salvo? ¿Se debe a
alguna bondad en mí, o a cualquier superioridad en mi constitución? ¿De quién
proviene mi salvación? Mi espíritu no puede titubear ni un solo instante. ¿Cómo
podría provenir un nuevo corazón de uno viejo? ¿Quién podría producir algo
limpio de algo inmundo? Nadie. ¿Cómo podría proceder el espíritu de la carne? Lo
que es nacido de la carne, carne es: si es espíritu tiene que nacer del
Espíritu.
Alma mía, tienes que estar convencida de esto:
que si hay en ti alguna fe, esperanza, o vida espiritual, tienen que provenir
de Dios. ¿Puede diferir de esta declaración algún cristiano aquí presente que
posea piedad vital? Estoy persuadido de que no puede; y si alguien se arrogara
algún honor para su propia constitución natural, yo debo, con toda caridad,
dudar de si sabe algo en absoluto acerca de este asunto.
Pero, alma mía, como tu salvación tiene que
provenir de Dios, como Él tuvo que haber pensado en ella y haberla planeado
para ti, y luego tuvo que habértela otorgado, ¿no vino también a ti por Dios? Vino por medio de la fe, pero,
¿dónde tuvo su nacimiento esa fe? ¿Acaso no fue por la obra del Espíritu Santo?
Y, ¿en qué creíste? ¿Creíste en tu propia fuerza, o en tu propia buena
resolución? No, sino en Jesús, tu Señor. ¿No fue el primer rayo de luz que
recibiste alguna vez de este modo? ¿No miraste enteramente lejos del yo a tu
Salvador? Y la luz que posees ahora, ¿no llega siempre a ti de la misma manera,
habiendo terminado de una vez por todas con la criatura, con la carne, con el
mérito humano, y habiéndote apoyado con confianza infantil en la obra terminada
y en la justicia del Señor Jesucristo? ¿No es, querido oyente, no es tu
salvación -si eres en salvo en realidad- enteramente “por” tu Dios, así como
“de” tu Dios? ¿Quién es el que te capacita para orar cada día? ¿Quién te guarda
de la tentación? ¿Por qué gracia eres guiado a seguir adelante en el deber
espiritual? ¿Quién te sostiene cuando tu pie tropieza? ¿No estás consciente de
que hay un poder diferente del tuyo propio?
Por mi parte, hermanos, yo no soy llevado al
cielo en contra de mi voluntad, lo sé, pero mi naturaleza es aún tan
desesperada y tan propensa al mal, que me siento transportado hacia delante en
contra de la corriente de mi naturaleza. Pareciera como si todo lo que
pudiéramos hacer fuera dar coces y rebelarnos contra la gracia soberana, en
tanto que la gracia soberana dice: “Yo te salvaré; serás mía,
independientemente de lo que hagas. Yo venceré tu rugiente corrupción; yo te
despertaré de tu letargo, y te llevaré al cielo en un carro de fuego de
aflicciones, si no pudiera ser por otro medio. Yo te azotaré para llevarte al
paraíso antes que permitir que te pierdas”.
¿No es esta tu experiencia? ¿No te has dado
cuenta de que si la fuerte mano de Dios fuera retirada de tu alma una vez, en
lugar de ir hacia delante, hacia el cielo, regresarías a la perdición? Es por Dios que eres salvo. ¿Y qué dices,
creyente, en cuanto al último punto? ¿No es “para
él”? ¿Quieres quitar una sola joya de Su corona? ¡Oh!, no hay ninguno entre
ustedes que desearía ensalzarse a sí mismo. No hay himno que cantemos más
dulcemente en esta casa de oración que el himno de gracia, y no hay himno que
pareciera más acorde con nuestra experiencia que este:
“La gracia
corona toda la obra,
A lo largo de
días sempiternos;
Pone en el
cielo la piedra cimera,
Y bien merece
la alabanza”.
Quien así lo quiera que ensalce la dignidad de
la criatura; quien pueda, que se jacte del poder del libre albedrío. Nosotros
no podríamos hacerlo. Nosotros hemos descubierto que nuestra naturaleza es muy
depravada y que nuestra voluntad está bajo servidumbre. Debemos exaltar, aunque
otras criaturas no lo hagan, esa gracia omnipotente e inmutable que nos ha
hecho ser lo que somos, y que continuará guardándonos hasta llevarnos a la
diestra de Dios en la gloria sempiterna. Esta regla es válida, entonces, en
cada individuo.
Además, en
cada obra en la que el cristiano es capacitado para que pueda desarrollarla, ha
de tener presente la regla del texto. Algunos de ustedes tienen el privilegio
de trabajar en la escuela dominical, y han tenido muchas conversiones en su
clase; otros entre ustedes están distribuyendo opúsculos, yendo de casa en casa
y procurando llevar a las almas a Cristo, no sin éxito; algunos de nosotros,
también, tenemos el privilegio de ser enviados a predicar el Evangelio en todo
lugar, y tenemos gavillas de nuestra cosecha que ya no caben en nuestros
graneros. En el caso de algunos de nosotros, pareciera que hemos recibido la bendición
prometida en su máximo alcance; el Señor ha hecho que nuestros hijos sean,
espiritualmente, como la arena del mar, y la prole espiritual de nuestras
entrañas como la grava. En todo esto nos incumbe recordar que “de él, y por él,
y para él”, son todas las cosas.
“De él”. ¿Quién hace que
seas diferente? ¿Qué tienes que no hayas recibido? El corazón ardiente, el ojo
lloroso, el alma que ora: todas esas capacidades para la utilidad vienen de Él.
La boca elocuente, la lengua argumentadora, esas cualidades tienen que haber
sido otorgadas y educadas por Él. De Él vienen todos los diversos dones del
Espíritu por medio de los cuales la Iglesia es edificada; de Él, digo, proceden
todos. ¿Qué es Pablo? ¿Quién es Apolos, o Cefas, quiénes son todos éstos sino los
mensajeros de Dios, en quienes obra el Espíritu distribuyendo a cada hombre
conforme a Su voluntad? Cuando el predicador ha adquirido Su utilidad, sabe que
todo su éxito viene por Dios. Si un
hombre se supusiera capaz de provocar un avivamiento, o de animar a un santo, o
de conducir a un pecador al arrepentimiento, sería un necio. Podríamos de igual
manera intentar mover las estrellas, o sacudir al mundo, o sujetar un rayo en
la palma de nuestra mano, que pensar salvar un alma o incluso despertar a los santos
para que salgan de su letargo.
La obra espiritual tiene que ser obrada por el
Espíritu. De Dios nos viene toda cosa buena. El predicador podría ser el propio
Sansón cuando Dios está con Él: y será como Sansón cuando Dios no esté con él,
sólo que en la degradación y en la vergüenza de Sansón.
Amados, nunca existió un hombre que fuera traído
a Dios excepto por Dios mismo, y nunca existirá tal hombre. Nuestra nación
nunca será avivada para alcanzar el calor celestial de la piedad excepto por la
renovada presencia del Espíritu Santo. Quiera Dios que tuviéramos más del
sentido perdurable de la obra del Espíritu entre nosotros, para que lo
miráramos más a Él y nos apoyáramos menos en la maquinaria y en los hombres, y
más sobre ese Agente Divino e Invisible que obra todas las cosas en los
corazones de los hombres.
Amados, es por Dios que nos viene toda cosa
buena, y estoy seguro de que es para Él. No
podemos apropiarnos del honor de un solo convertido. Miramos en verdad con
agradecimiento a esta Iglesia en crecimiento; pero sólo podemos darle la gloria
a Él. Si le dan la gloria a la criatura, ese es el fin; si se honran como
Iglesia, pronto los deshonrará Dios. Debemos poner toda gavilla sobre Su altar,
y debemos traer toda oveja del redil a los pies del buen Pastor, convencidos de
que es Suya. Cuando salimos a pescar almas, tenemos que pensar que nosotros
sólo llenamos la red, porque Él nos enseñó cómo arrojarla al costado derecho de
la Iglesia, y cuando los pescamos son Suyos, no nuestros. ¡Oh, qué pobres cosas
somos nosotros!, y, sin embargo, pensamos que hacemos mucho. Es como si la
pluma dijera: “yo escribí El Paraíso Perdido de Milton”. ¡Ah, pobre pluma! Tú
no habrías podido ponerle el punto a una ‘i’ o la tilde a una ‘t’, si la mano
de Milton no te hubiera movido. El predicador no podría hacer nada si Dios no
le ayudara. El hacha podría gritar: “he derribado forestas; he hecho que el
cedro incline su cabeza, y he tumbado en el polvo al roble fornido”. No, tú no
lo hiciste; pues si no hubiese sido por el brazo que te blandió, incluso una
zarza habría sido demasiado para que pudieras cortarla. ¿Acaso dirá la espada:
“yo gané la victoria; yo derramé la sangre de los valientes; yo derribé el
escudo”? No, fue el guerrero, quien con su valor y su poder te volvió útil en
la batalla, pero aparte de esto tú eres menos que nada. En todo lo que Dios
hace por medio de nosotros, tenemos que continuar rindiéndole la alabanza, para
que Él mantenga Su presencia en nuestros esfuerzos. De otra manera, nos
retirará Su sonrisa y seremos dejados como hombres débiles.
He intentado, -tal vez por demasiado tiempo para
su paciencia- resaltar este principio muy simple pero muy útil; y ahora, antes
de proceder a la segunda parte, deseo aplicarlo mediante este comentario muy
práctico.
Amados, si esto es cierto: que todas las cosas
son por Él y para Él, ¿no piensan ustedes que esas doctrinas que más se apegan
a esta verdad son las que con mayor probabilidad son correctas y más dignas de
ser sustentadas? Ahora, hay ciertas doctrinas comúnmente llamadas ‘calvanistas’
(pero que nunca debieron ser llamadas por ese nombre, pues son simplemente
doctrinas cristianas), que pienso que se recomiendan a sí mismas ante las
mentes de las personas sensatas, principalmente por esta razón: porque atribuyen
todo a Dios. Aquí está la doctrina de la
elección, por ejemplo. ¿Por qué es salvado un hombre? ¿Es el resultado de
su propia voluntad o de la voluntad de Dios? ¿Eligió Él a Dios o Dios lo eligió
a él? La respuesta “el hombre eligió a Dios” es manifiestamente falsa, porque
glorifica al hombre. La respuesta de Dios es: “No me elegisteis vosotros a mí,
sino que yo os elegí a vosotros”. Dios ha predestinado a Su pueblo para
salvación desde antes de la fundación del mundo. Si atribuimos la voluntad a Dios,
que es el gozne de todo el asunto y que mueve la balanza, si la atribuimos a
Dios, sentimos que estamos hablando apegándonos a la doctrina de nuestro texto.
Luego tomen el
llamamiento eficaz. ¿Mediante cuál poder es llamado el hombre? Hay algunos
que dicen que es por la energía de su propia voluntad, o al menos, que si Dios
le da la gracia, depende de él hacer uso de ella: algunos no hacen uso de la
gracia y perecen y otros hacen uso de la gracia y son salvados; salvados por su
propio consentimiento por permitir que la gracia sea eficaz.
Nosotros, por otro lado, decimos no, un hombre no es salvado en contra de
su voluntad, sino que es inducido a querer por la operación del Espíritu Santo.
Una gracia poderosa que él no desea resistir entra en el hombre, lo desarma,
hace de él una nueva criatura, y es salvado. Nosotros creemos que el
llamamiento que salva al alma es un llamamiento que no le debe nada en absoluto
al hombre, sino que viene de Dios, y la criatura es pasiva entonces, mientras
que Dios, como el alfarero, moldea al hombre como una masa de arcilla. Nosotros
creemos claramente que el llamamiento tiene que ser hecho por Dios, pues coincide con el principio “de él, y por él, y para
él son todas las cosas”.
Luego, a continuación, tenemos el asunto de la redención particular. Algunos
insisten en el hecho de que los hombres son redimidos, no porque Cristo murió,
sino porque ellos están dispuestos a otorgar eficacia a la sangre de Cristo. Él
murió por todo el mundo, de acuerdo a su teoría. ¿Por qué, entonces, no son
salvados todos los hombres? ¿Es porque no todos los hombres quieren creer? Eso
es decir que creer es necesario para hacer que la sangre de Cristo sea eficaz
para la redención. Ahora, nosotros sostenemos que eso es una gran mentira.
Nosotros creemos exactamente lo contrario, es decir, que la sangre de Cristo
tiene en sí misma el poder para redimir, y que redime en efecto, y que la fe no
le da eficacia a la sangre, sino que es únicamente la prueba de que la sangre
ha redimido a ese hombre. Por esto sostenemos que Cristo no redimió a todo
hombre, sino que solamente redimió a aquellos hombres que alcanzarán al final
la vida eterna. Nosotros no creemos que Él redimió a los condenados; no creemos
que derramó Su sangre vital por las almas que ya están en el infierno. No
podemos imaginar nunca que Cristo sufrió en el lugar y en la porción de todos
los hombres, y que luego posteriormente estos mismos hombres tienen que sufrir
por sí mismos, que de hecho Cristo paga sus deudas, y luego Dios hace que paguen
sus deudas de nuevo. Nosotros pensamos que la doctrina que declara que los
hombres, por su voluntad, dan eficacia a la sangre de Cristo es menospreciativa
del Señor Jesús, y nosotros preferimos asirnos de esto: que Él entregó Su vida
por Sus ovejas, y que la ofrenda de Su vida por las ovejas involucró y aseguró
la salvación de cada una de ellas. Nosotros creemos esto porque sostenemos que
“de él, por él, y para él son todas las cosas”.
Además, tomen la total depravación de la raza, y su corrupción original, una doctrina verdadera aunque muy aborrecida
por quienes elevan a la pobre naturaleza humana. Nosotros sostenemos que el
hombre tiene que estar enteramente perdido y arruinado, porque si hubiera algo
bueno en él, entonces no puede decirse que “de Dios, y por Dios, y para Dios,
son todas las cosas”, pues al menos algunas cosas tendrían que ser del hombre.
Si hay algunas reliquias de virtud y algunos remanentes de poder en la raza del
hombre, entonces algunas cosas son del hombre, y para el hombre serán algunas
cosas. Pero si todas las cosas son de Dios, entonces en el hombre no debe haber
nada, el hombre debe ser colocado abajo como arruinado, irremediablemente
arruinado:
“Magullado y mutilado por la caída”.
Su salvación tiene que ser descrita como siendo
desde el principio hasta el fin, en cada jota y en cada tilde, por causa de esa
gracia poderosa de Dios que lo eligió al principio, posteriormente lo redimió y
finalmente lo llamó, lo preservó constantemente y lo presentará perfecto
delante del trono del Padre.
Yo pongo estas doctrinas delante de ustedes, más
especialmente hoy, porque el viernes pasado muchos creyentes en Ginebra y en
Londres se reunieron para celebrar el tricentenario de la muerte de ese
poderoso siervo de Dios, Juan Calvino, a quien honro, no como maestro de estas
doctrinas, sino como a uno a través de quien Dios habló, y uno que, junto al
apóstol Pablo, expuso la verdad más claramente que cualquier otro hombre que
haya existido jamás y que sabía más de la Escritura y la explicó más
claramente. Lutero puede tener tanto valor, pero Lutero conoce poca teología.
Lutero, como un toro, cuando ve una verdad, cierra sus ojos y se lanza contra
el enemigo, derribando puertas, cerrojos y barras, para abrir paso a la Palabra;
pero Calvino, siguiendo el sendero abierto, con clara visión, escudriñando la
Escritura, reconociendo siempre que de Dios, y por Dios y para Dios, son todas
las cosas, traza el plan integral con una claridad deleitable que sólo podía
venir del Espíritu de Dios. Ese hombre de Dios expone las doctrinas de una
manera tan excelente y admirable, que no podemos bendecir en demasía al Señor
que lo envió, ni orar en demasía para que otros como él puedan llegar a ser
honestos y sinceros en la obra del Señor.
Con esto basta, entonces, en cuanto a doctrina,
pero vamos a dedicar uno o dos minutos a manera de devoción.
II. El apóstol vuelve a hundir su pluma en el
tintero, cae de rodillas –no puede evitarlo- pues tiene que hacer una
doxología. “A él sea la gloria por los siglos. Amén”. Amados, imitemos esta
DEVOCIÓN. Yo pienso que esta frase tiene que ser la oración y el lema para cada
uno de nosotros: “A él sea la gloria por los siglos. Amén”.
Voy a ser muy breve pues no quiero cansarlos. “A
él sea la gloria por los siglos”. Este debería ser el único deseo del
cristiano. Yo entiendo que no debería tener veinte deseos, sino sólo uno.
Podría desear una buena educación para su familia, pero únicamente que “A Dios
sea la gloria por los siglos”. Podría desear prosperidad en su negocio, pero
únicamente en tanto que pudiera ayudarle a promover esto: “A él sea la gloria
por los siglos”. Podría desear alcanzar más dones y más gracias, pero sólo debe
ser que “A él sea la gloria por los siglos”. Esto sólo sé, cristiano, que no
estás actuando como deberías hacerlo cuando eres movido por cualquier otro
motivo que no sea el único motivo de la gloria de tu Señor. Como cristiano, tú
eres “de Dios, y por Dios”, y pido que seas “para Dios”. Nada debe hacer latir
tu corazón excepto el amor a Él. Que esta ambición encienda tu alma; este debe
ser el cimiento de toda empresa en la que te involucres, y este debe ser el
motivo sustentador siempre que tu celo se enfríe: sólo, sólo haz de Dios tu objeto. Puedes estar convencido de que
allí donde empieza el yo empieza la aflicción; pero si Dios es mi supremo
deleite y mi único objeto:
“Para mí es
igual si el amor ordena
Mi vida o mi
muerte: si me asigna comodidad o dolor”.
Cuando mi ojo mira exclusivamente a la gloria de
Dios, no escojo para mí si soy despedazado por fieras salvajes o vivo en la
comodidad, si estoy lleno de desánimo o lleno de esperanza. Si Dios es
glorificado en mi cuerpo mortal, mi alma reposará contenta.
Además, nuestro constante deseo tiene que ser “A él sea gloria”. Cuando me
despierte en la mañana, oh, mi alma ha de saludar a su Dios con gratitud.
“Despierta, y
levántate, corazón mío,
Y comparte
con los ángeles,
Quienes toda
la noche cantan incansables
Excelsas
preces al Rey eterno”.
En mi trabajo detrás del mostrador, o en el
negocio, he de estar atento para ver cómo puedo glorificarle. Si estoy
caminando en medio de los campos, mi deseo ha de ser que los árboles aplaudan
alabándole. Que el sol en su marcha haga resplandecer la gloria del Señor, y
las estrellas en la noche reflejen Su alabanza. Les corresponde a ustedes,
hermanos, poner una lengua en la boca de este mundo mudo, y hacer que las
silentes lindezas de la creación ensalcen a su Dios. No callen nunca cuando
haya oportunidades, y nunca estarán callados por falta de oportunidades. En la
noche quédense dormidos alabando todavía a su Dios; al cerrar sus ojos su
último pensamiento ha de ser “¡cuán dulce es descansar en el pecho del
Salvador!” En medio de las aflicciones, alábenle; desde los hornos dejen que
suba su canción; en tu lecho de enfermo, lóalo; moribundo, Él ha de recibir tus
más dulces notas. Que todos sus gritos de victoria en el combate con el último
gran enemigo sean todos para Él; y luego cuando hayan suprimido la servidumbre
de la mortalidad, y entrado en la libertad de los espíritus inmortales,
entonces, en un cántico más noble y más dulce, cantarán Su alabanza. Éste ha de
ser, entonces, su pensamiento constante: “A él sea la gloria por los siglos”.
Éste ha de ser su enfático pensamiento. No
hablen de la gloria de Dios con palabras frías, ni piensen en ella con un
corazón gélido, sino sientan esto: “he de alabarle; si no puedo alabarle donde
estoy, voy a romper estos estrechos lazos para llegar donde pueda hacerlo”.
Algunas veces anhelan ser incorpóreos para que pudieran alabarle como lo hacen
los espíritus inmortales. Yo tengo que alabarle.
Comprado con Su sangre preciosa, llamado por Su Espíritu, no puedo acallar mi
lengua. Alma mía, ¿puedes estar muda y callada? Tengo que alabarle. Da un paso
hacia atrás, oh carne; aléjense, diablos; retírense, problemas; yo he de
cantar, pues si yo rehusara cantar, seguramente las propias piedras hablarían.
Yo espero, queridos amigos, que mientras así de
ardiente debe ser su alabanza, también será creciente.
Ha de haber un creciente deseo de alabar a Aquel de quien y por quien son
todas las cosas. Ustedes le alabaron en su juventud; no se contenten con las
alabanzas que le prodigaron entonces. ¿Te ha prosperado en tu negocio? Entonces
dale más así como Él te ha dado más. ¿Te ha dado Dios experiencia? Oh, alábale
mediante una mejor fe de la que ejercitaste al principio. ¿Crece tu
conocimiento? ¡Oh!, entonces tú puedes cantar más dulcemente. ¿Gozas de tiempos
más felices de los que antes tuviste? ¿Has sido restablecido de la enfermedad y
tu aflicción ha sido cambiada en paz y gozo? Entonces dale más música; pon más
carbones en tu incensario, más dulce incienso, más del dulce cálamo comprado
con dinero. ¡Oh, servirle cada día, alzando mi corazón de domingo a domingo,
hasta llegar al Domingo sin fin! ¡Acercándome de santificación en
santificación, de amor en amor, de fuerza en fuerza, hasta presentarme ante mi
Dios!
Para concluir, permítanme exhortarlos a hacer
práctico este deseo. Si realmente glorifican a Dios, pongan atención para no
hacerlo con una alabanza fingida, que se desvanece con el viento, sino con el
sólido homenaje de la vida diaria. Alábenle por su paciencia en el dolor, por
su perseverancia en el deber, por su generosidad en Su causa, por su valentía
en el testimonio, por su consagración a Su obra; alábenle, mis queridos amigos,
no solamente esta mañana en lo que hacen por Él con sus ofrendas, sino alábenle
cada día haciendo algo para Dios de diversas maneras, de acuerdo a la manera en
la que a Él le ha agradado bendecirlos. Hubiera deseado poder hablar dignamente
sobre un tópico como este, pero un dolor de cabeza opresivo y entorpecedor me
asedia, y siento que mis palabras son ensombrecidas por una densa lobreguez desde
la cual miro con ansias pero sin poder salir. Por esto me aflijo, pero, sin
embargo, Dios el Espíritu Santo puede obrar mejor por medio de nuestra
debilidad, y si ustedes intentan predicarse el sermón a ustedes mismos,
hermanos míos, lo harán sustancialmente mejor de lo que puedo hacerlo yo; si
meditan sobre este texto esta tarde: “De él, y por él, y para él, son todas las
cosas”, estoy seguro de que serán conducidos a caer de rodillas con el apóstol,
y decir: “A él sea la gloria por los siglos”; y entonces se levantarán y le
darán honra de manera práctica en su vida, poniendo el “Amén” a esta doxología
por su propio servicio individual para el grandioso y benigno Señor. Que el
Señor dé una bendición ahora, y acepte su acción de gracias por medio de Cristo
Jesús.
Nota del
traductor:
El título del sermón está latín. ‘Laus Deo’ es
una frase latina que significa “alabado sea Dios”. Suele ponerse al final de
una obra.
Traductor: Allan Román
14/Enero/2010
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