El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Fundamento de
NO.
531
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
La antigua ley brilla en
terrible gloria con sus diez mandamientos. Hay algunos que aman tanto esa ley
que no pueden dejar pasar un domingo sin escuchar su lectura, que acompañan con
la deplorable petición: “Señor, ten misericordia de nosotros, e inclina
nuestros corazones a cumplir esta ley”. Es más, algunos son tan necios como
para entrar en un pacto a nombre de sus hijos, estableciendo que “ellos
guardarán todos los santos mandamientos de Dios, y caminarán en ellos todos los
días de su vida”. Llevan así muy pronto un yugo que ni ellos ni sus padres
pueden llevar, y gimiendo diariamente bajo su terrible peso, se esfuerzan por
alcanzar la justicia donde no puede ser encontrada nunca. Yo mandaría imprimir
conspicuamente sobre las tablas de la ley, en cada iglesia, estas palabras del
Evangelio, “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante
de él”. El verdadero creyente ha aprendido a apartar la mirada de las ordenanzas
letales de la antigua ley. Entiende que “todos los que dependen de las obras de
la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no
permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”.
Por tanto se aparta con aversión de toda confianza en su propia obediencia a
los diez mandamientos y se aferra con gozo a la esperanza puesta delante de él
en el solitario mandamiento que está contenido en mi texto, “Este es su
mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo”.
Cantamos y por cierto lo
hacemos correctamente:
“Alma mía, no intentes más recibir
De la ley tu vida y tu consuelo”,
pues de la ley viene la
muerte y no la vida, la desdicha y no el consuelo. “Generar convicción y
condenar es todo lo que la ley puede hacer”. Oh, ¿cuándo será que aprenderán
todos los profesantes y especialmente todos los ministros profesos de Cristo la
diferencia que hay entre la ley y el Evangelio? La mayoría de ellos hace una
mezcolanza y le sirve pociones letales a la gente que a menudo contienen una
sola onza de Evangelio por cada libra de ley, cuando un solo grano de la ley
basta para arruinarlo todo. Tiene que ser el Evangelio y únicamente el
Evangelio. “Si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no
es gracia. Y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es
obra”.
Entonces, el cristiano,
poniendo su atención en el mandamiento del Evangelio, está muy ansioso por
saber primero, cuál es el contenido de la
fe prevista aquí; y en segundo lugar, cuál
es el fundamento del pecador para creer así en Cristo; y no dejará de
considerar el mandato del Evangelio.
I. Primero,
entonces, cuál es el EL CONTENIDO DE
Hablando más en general de
las cosas que hay que creer para recibir la justificación por la fe, todas
ellas se relacionan con la persona y la obra de nuestro Señor Jesucristo. Tenemos
que creer que Él es el Hijo de Dios –así lo expresa el texto- “Su Hijo”.
Tenemos que captar con una sólida confianza el grandioso hecho de que Él es
Dios, pues nada que no sea un Salvador divino puede liberarnos jamás de la ira
infinita de Dios. Quien rechaza la propia y verdadera deidad de Jesús de
Nazaret, no es salvo, y no puede serlo, pues no cree en Jesús como el Hijo de
Dios. Además, tenemos que aceptar a este Hijo de Dios como “Jesús” el Salvador.
Tenemos que creer que Jesucristo, el Hijo de Dios, se hizo hombre llevado por
un infinito amor por el hombre para salvar a Su pueblo de sus pecados, de
acuerdo a esta palabra digna: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores”, incluyendo al primero. Hemos de considerar a Jesús como “Cristo”,
el ungido del Padre, enviado a este mundo en una misión de salvación, no para
que los pecadores puedan salvarse a sí mismos, sino para que Él, siendo grande
para salvar, lleve a muchos hijos a la gloria. Tenemos que creer que
Jesucristo, habiendo venido al mundo para salvar a los pecadores, realizó
realmente Su misión; que la sangre preciosa que fue derramada en el Calvario es
todopoderosa para expiar el pecado, y por tanto, todo pecado y blasfemia será
perdonado a los hombres, puesto que la sangre de Jesucristo, el amado Hijo de
Dios, nos limpia de todo pecado. Tenemos que aceptar de corazón la grandiosa
doctrina de la expiación que declara que Jesús ocupó el sitio, el lugar y la
condición de los pecadores, y que soportó por ellos el terror de la maldición
de la ley hasta que la justicia quedó satisfecha y no pudo exigir nada más.
Además, debemos regocijarnos porque así como por Su muerte Cristo Jesús quitó
para siempre el pecado de Su pueblo, así también por Su vida da a quienes
confían en Él una perfecta justicia en la que a pesar de sus pecados son
“aceptos en el Amado”. También se nos enseña que si confiamos de corazón
nuestra alma a Cristo, nuestros pecados son perdonados por medio de Su sangre y
Su justicia nos es imputada. Sin embargo, el simple conocimiento de estos
hechos no nos salvará, a menos que confiemos nuestras almas en manos del Redentor
de manera real y verdadera. La fe debe actuar así: “yo creo que Jesús vino para
salvar a los pecadores, y por tanto, aunque sea un pecador, yo me confío a Él;
yo sé que Su justicia justifica a los impíos, por tanto, si bien soy un impío, yo
confío en Él para que sea mi justicia; yo sé que en el cielo Su sangre preciosa
persuade a Dios en favor de quienes vienen a Él; y como yo vengo a Él, por la fe
yo sé que soy beneficiario de Su perpetua intercesión”.
Bien, me he detenido en
el pensamiento de creer en Jesucristo, el Hijo de Dios. Hermanos, no quisiera
oscurecer el consejo con palabras sin sabiduría. La sencilla palabra “confiar”
explica de manera sumamente clara qué es “creer”. Creer es parcialmente la
operación intelectual de recibir las verdades divinas, pero su esencia radica
en confiar en esas verdades. Yo creo que aunque no puedo nadar, aquel madero
formidable me sostendrá en la corriente: lo sujeto, y me salvo: aferrarse es la
fe. Un amigo generoso me promete que si yo recurro a su banquero, él suplirá
todas mis necesidades; yo confío gozosamente en él, y siempre que tengo una
necesidad voy al banco, y recibo dinero; mi fe consiste en ir al banco.
Entonces la fe es aceptar la grandiosa promesa de Dios contenida en la persona
de Su Hijo. Es tomar la palabra de Dios, y confiar que Jesucristo es mi
salvación, si bien yo soy totalmente indigno de Su consideración. Pecador, si recibes
a Cristo para que sea tu Salvador en este día, entonces tú eres justificado;
aunque seas el más grande blasfemo y perseguidor fuera del infierno, si te
atreves a confiarle tu salvación a Cristo, tu fe te salva; aunque tu vida
entera hubiera llegado a ser lo más negra y sucia y diabólica en que hubieras
podido convertirla, con todo, si honras a Dios creyendo que Cristo es capaz de
perdonar a un desventurado como tú, y confías ahora en la sangre preciosa de Jesús,
tú eres salvado de la ira divina.
II. El
FUNDAMENTO PARA CREER es el punto sobre el cual voy a invertir mi tiempo y mi
fuerza en esta mañana. Según mi texto, el fundamento para la fe de un hombre es
el mandamiento de Dios. Este es el
mandamiento, que “crean en su Hijo Jesucristo”.
La justicia propia encontrará
siempre un alojamiento en algún lugar u otro. Hermanos míos, saquémosla del
terreno de nuestra confianza; el pecador debe ver que no puede confiar en sus
buenas obras; entonces, como las zorras han de tener madrigueras, esta justicia
propia encontrará un refugio para ella en el fundamento de nuestra fe en
Cristo. Razona así: “Tú no eres salvo por lo que haces sino por lo que Cristo
hizo; pero entonces, no tienes ningún derecho a confiar en Cristo a menos que
haya algo bueno en ti que te dé derecho a confiar en Él”. Ahora, yo me opongo a
este razonamiento legal. Yo creo que ese razonamiento contiene en sí la esencia
de la justicia propia papal. El fundamento para que un pecador confíe en Cristo
no está en él mismo en ningún sentido o de ninguna manera, sino en el hecho de
que se le ordena creer en Jesucristo en el acto. En tiempos de los puritanos, algunos
de los predicadores de quienes no soy digno de desatar la correa de su calzado
erraron mucho en este tema. No sólo me refiero a Alleyne y a Baxter, que son
mucho mejores predicadores de la ley que del Evangelio, sino que incluyo a
hombres mucho más ortodoxos en la fe que ellos, tales como Rogers de Dedham,
Shepard, el autor de “El Creyente Ortodoxo”, y especialmente al americano
Thomas Hooker, que escribió un libro sobre los requisitos para venir a Cristo.
Estos excelentes varones tenían un temor de predicar el Evangelio a cualquiera
excepto a quienes describían como “pecadores sensibles”, y por consiguiente,
mantenían a cientos de sus oyentes asentados en tinieblas cuando se hubieran
podido gozar en la luz. Predicaban arrepentimiento y odio del pecado como el
respaldo del pecador para tener confianza en Cristo. Según ellos, un pecador
podía razonar así: “yo poseo tal y tal grado de sensibilidad para el pecado,
por tanto tengo el derecho de confiar en Cristo”. Pues bien, yo me aventuro a
afirmar que tal razonamiento está sazonado de un error fatal. Quienquiera que
predique de esta manera pudiera predicar
mucho del Evangelio, pero todavía tiene que aprender el Evangelio de la gracia
inmerecida de Dios en su totalidad. En nuestra propia época ciertos
predicadores nos aseguran que un hombre tiene que ser regenerado antes de que
podamos pedirle que crea en Jesucristo; en su opinión, cierto grado de una obra
de la gracia en el corazón es la única base para creer. Esto también es falso.
Suprime el Evangelio para pecadores y nos ofrece un evangelio para santos. Es
todo menos un ministerio de gracia inmerecida.
Otros dicen que el
fundamento para que un pecador crea en Cristo es su elección. Ahora, como no
hay ninguna posibilidad de que alguien conozca su elección mientras no haya
creído, esto sería predicar virtualmente que nadie tiene un fundamento conocido
para creer. Si no hay ninguna posibilidad de que yo conozca mi elección antes
de creer –y no obstante el ministro me dice que yo sólo puedo creer sobre la
base de mi elección- ¿cómo he de creer alguna vez? La elección me trae la fe, y
la fe es la evidencia de mi elección; pero decir que mi fe ha de depender de mi
conocimiento de mi elección que yo no puedo alcanzar sin la fe, es decir un
egregio sinsentido.
Yo expongo esta mañana
con gran osadía –porque yo sé y estoy muy persuadido de que lo que digo es la
mente del Espíritu- esta doctrina de que la única base exclusiva para que un
pecador crea en Jesús se encuentra en el propio Evangelio y en el mandamiento
que acompaña a ese Evangelio: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”. Antes
que nada voy a tratar con ese asunto negativamente,
y luego, positivamente.
1. Primero,
NEGATIVAMENTE; y aquí mi primera observación es que cualquier otra forma de
predicar el fundamento del Evangelio es absurda.
Si he de predicar a un hombre que es regenerado la fe en Cristo, entonces
ese hombre, siendo regenerado, ya es salvo, y es algo innecesario y ridículo
que yo le predique a Cristo y que le pida que crea para ser salvo, cuando ya ha
sido salvado, ya que es regenerado. Pero ustedes me dirán que yo debo
predicarles únicamente a los que se arrepienten de sus pecados. Muy bien; pero
como el verdadero arrepentimiento del pecado es la obra del Espíritu, cualquier
persona que sienta arrepentimiento es salva de manera sumamente cierta, porque
el arrepentimiento evangélico no puede existir nunca en un alma no regenerada.
Donde hay arrepentimiento ya hay fe, pues nunca pueden estar separados.
Entonces, sólo he de predicar la fe a los que la tienen. ¡Eso es absurdo,
ciertamente! ¿No equivale esto a esperar hasta que el enfermo sea curado para
llevarle la medicina? Esto es predicar a Cristo a los justos y no a los
pecadores. “No” –dirá alguien- “pero queremos decir que un hombre tiene que tener
algunos buenos deseos respecto a Cristo antes de que tenga algún fundamento
para creer en Jesús”. Amigo, ¿no sabes que todos los buenos deseos contienen
algún grado de santidad? Pero si un pecador tiene algún grado de verdadera
santidad en él eso tiene que ser el resultado de la obra del Espíritu, pues la
verdadera santidad no existe nunca en la mente carnal, por tanto, ese hombre ya
es regenerado, y por tanto, es salvo. ¿Hemos de ir corriendo de arriba para
abajo por el mundo proclamando vida a los vivos, arrojando pan a los que ya han
sido alimentados, y levantando en alto a Cristo sobre el asta del Evangelio
para los que ya han sido sanados? Hermanos míos, ¿dónde está nuestro incentivo
para trabajar en donde nuestros esfuerzos son tan poco necesarios? Si yo he de
predicar a Cristo a los que no tienen nada bueno, a los que no tienen nada en
ellos que los califique para recibir la misericordia, entonces siento que tengo
un Evangelio tan divino que lo proclamaría con mi último aliento clamando en
voz alta que “Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, a los pecadores como pecadores, no como pecadores
penitentes o como pecadores que han despertado, sino a los pecadores como
pecadores, pecadores “de los que yo soy el primero”.
En segundo lugar, decirle
al pecador que él debe creer en Cristo debido a algún fundamento en él mismo,
es legal; me atrevo a decirlo: legal.
Aunque este método es adoptado generalmente por la elevada escuela de
calvinistas, en esto están equivocados, no son calvinistas y son legalistas; es
extraño que aquellos que son tan valerosos defensores de la gracia inmerecida
hagan causa común con los baxterianos y los pelagianos. Yo declaro que es legal
por esta razón: si yo creo en Jesucristo porque siento un genuino
arrepentimiento del pecado, tengo un fundamento para mi fe, ¿no perciben que la
primera y verdadera base de mi confianza es el hecho de que me he arrepentido
del pecado? Si yo creo en Jesús porque tengo convicciones y un espíritu de
oración, entonces el primer hecho y el más importante no es Cristo,
evidentemente, sino mi posesión del arrepentimiento, de la convicción y de la
oración, de manera que realmente mi esperanza gira sobre el hecho de que me he
arrepentido; y si esto no es legal, no sé qué pudiera serlo. Voy a bajar de
nivel. Mis oponentes dirán: “el pecador tiene que tener una conciencia despierta
antes de que tenga un fundamento para creer en Cristo”. Bien, entonces, si yo
confío que Cristo me salva porque tengo una conciencia despierta, lo repito, la
parte más importante de toda la transacción es la alarma de mi conciencia, y mi
confianza real se basa en eso. Si yo confío en Cristo porque siento esto y lo
otro, entonces me estoy apoyando en mis sentimientos y no en Cristo únicamente,
y esto ciertamente es legalismo. Es más, aun si unos anhelos de Cristo han de
ser mi fundamento para creer, si yo he de creer en Jesús no porque Él me lo
ordena, sino porque siento algunos anhelos de Él, tú percibirás que es obvio
que la fuente más importante de mi consuelo son mis propios deseos. De manera
que siempre estaremos mirando a nuestro interior. “¿Realmente deseo? Si lo
hago, entonces Cristo puede salvarme; si no lo hago, entonces no puede”. Y así
mi deseo anula a Cristo y Su gracia. ¡Fuera con esa legalidad, fuera de la
tierra con ella!
Además, cualquier otra
manera de predicar que no sea la de indicarle al pecador que crea porque Dios
le ordena que crea, es una manera jactanciosa
de fe. Pues si mi fundamento para confiar en Jesús se basara en mi
experiencia, en mis aversiones al pecado o en mis anhelos por Cristo, entonces
todas estas buenas cosas mías son un legítimo fundamento de jactancia, porque
si bien Cristo puede salvarme, esas cosas fueron el traje de bodas que me
hicieron idóneo para venir a Cristo. Si esas cosas fueran prerrequisitos y
condiciones, entonces el hombre que las posee puede decir verdadera y
justamente: “Cristo me salvó, pero yo cumplí primero con los prerrequisitos y
las condiciones, y por tanto, esas cosas han de compartir la alabanza”. Vean,
hermanos míos, aquellos que tienen una fe que se basa en su propia experiencia,
¿qué son, como regla? Obsérvenlos, y percibirán mucha amargura crítica en ellos
que los induce a poner su propia experiencia como la norma de santidad, cosa que
con certeza nos puede hacer sospechar si
realmente fueron humillados de una manera evangélica como para ver que sus
mejores sentimientos propios, y los mejores arrepentimientos, y las mejores experiencias
en sí mismas son ni más ni menos que trapos de inmundicia a los ojos de Dios.
Mis queridos hermanos, cuando le decimos a un pecador que por sucio e inmundo
que sea, sin ninguna preparación o requisito ha de tomar a Jesucristo para que
sea su todo en todo encontrando en Él todo lo que pudiera necesitar jamás; cuando
nos atrevemos a indicarle al carcelero en el momento que acaba de despertar
sobresaltado del sueño: “Cree en Jesús”, no dejamos ningún espacio para la
glorificación del yo; todo tiene que ser por gracia. Cuando nos encontramos con
el hombre cojo puesto a las puertas del templo, no le pedimos que fortalezca
sus propias piernas, o que sienta vida en ellas, sino que le ordenamos, en el
nombre de Jesús, que se levante; ciertamente cuando Dios el Espíritu respalda
Cualquier otro
fundamento para creer en Jesús que no sea el que es presentado en el Evangelio
es mutable. Vean, hermanos, si mi
fundamento para creer en Cristo estriba en mis derretimientos de corazón y en
mis experiencias, entonces si hoy tengo un corazón derretido y puedo derramar
mi alma delante del Señor, tengo un fundamento para creer en Cristo. Pero
mañana (¿quién no sabe esto?), mañana mi corazón pudiera estar tan duro como
una piedra de manera que no pueda sentir ni orar. Entonces, de acuerdo a la
teoría de la elegibilidad no tengo ningún derecho a confiar en Cristo y me he
quedado sin mi fundamento. De acuerdo a la doctrina de la perseverancia final,
la fe del cristiano es continua, y si es así, el fundamento de su fe tiene que
ser siempre el mismo o de lo contrario tiene algunas veces una fe no
fundamentada, lo cual es absurdo; se deduce de esto que el fundamento
permanente de la fe tiene que estribar en alguna verdad inmutable. Puesto que
todo lo que está en el interior cambia más frecuentemente de lo que muta un
cielo inglés, si mi fundamento para creer en Cristo estuviese basado en el
interior, tiene que cambiar cada hora; en consecuencia soy salvado y perdido
alternativamente. Hermanos, ¿pueden ser así esas cosas? Por mi parte yo necesito
un fundamento seguro e inmutable para mi fe; necesito un fundamento para creer
en Jesús que me sirva cuando la blasfemia del demonio inunde mis oídos como una
corriente; necesito un fundamento para creer que me sirva cuando mis lascivias
y mis corrupciones aparezcan en terrible orden de batalla y me hagan dar voces
diciendo: “¡Miserable de mí!” Necesito un fundamento para creer en Cristo que
me consuele cuando no tenga una buena disposición mental ni sentimientos
santos, cuando esté muerto como una piedra y mi espíritu yazca adherido al
polvo. Un fundamento para creer en Jesús que no falla se encuentra en esta
preciosa verdad: que es su misericordioso mandamiento y no mi variable
experiencia lo que constituye mi derecho para creer en Su Hijo Jesucristo.
Además, hermanos míos,
cualquier otro fundamento es completamente incomprensible.
Multitudes de hermanos míos predican una salvación imposible. Cuán a menudo
los pobres pecadores tienen hambre y sed de conocer el camino de la salvación
pero se quedan sin recibir la predicación de una salvación disponible para
ellos. Personalmente, no recuerdo que se me dijera desde el púlpito que creyera
en Jesús como un pecador. Oía mucho acerca de sentimientos que yo pensaba que
nunca iba a experimentar y una disposición mental que yo anhelaba; pero no
encontré ninguna paz hasta que me llegó un verdadero mensaje de gracia
inmerecida: “Mirad a mí y sed salvos, todos los términos de la tierra”. Vean,
hermanos míos, si las convicciones del alma son unos requisitos necesarios para
recibir a Cristo, deberíamos saber, hasta en su último detalle, cuántas de
estas calificaciones se necesitan. Si le dices a un pobre pecador que hay un
cierto número de humillaciones y de temblores y de convicciones y de
escrutamientos de corazón que debe sentir para que tenga una base para venir a
Cristo, yo exijo a todos los que predican un evangelio legal que den una clara
información respecto a la manera y al grado exacto de preparación requeridos.
Hermanos, ustedes verán que cuando esos caballeros son arrinconados no se ponen
de acuerdo, sino que cada cual da una norma diferente de acuerdo a su propio
juicio. Uno dirá que el pecador tiene que cumplir meses de trabajo legal; otro,
que sólo necesita buenos deseos; y algunos exigirán que posea las gracias del
Espíritu, tales como humildad, tristeza que es según Dios y amor a la santidad.
No recibirás ninguna clara respuesta de ellos. Si el fundamento del pecador
para venir se encuentra en el Evangelio mismo, el asunto es claro y sencillo;
¡pero qué plan tan tortuoso es ese compuesto de ley y de Evangelio contra el
cual contiendo! Y permítanme preguntarles, hermanos míos, si un Evangelio
incomprensible serviría para un moribundo. Helo ahí sumido en las agonías de la
muerte. Me dice que no tiene ningún pensamiento o sentimiento buenos y me
pregunta qué debe hacer para ser salvo. Sólo hay un paso entre él y la muerte; cinco
minutos más y el alma de ese hombre pudiera estar en el infierno. ¿Qué habré de
decirle? ¿Habré de pasar una hora explicándole la preparación requerida antes
de que pueda venir a Cristo? Hermanos, no me atrevería. Pero yo le diría: “Cree,
hermano, aunque sea la hora undécima; confía tu alma a Jesús, y serás salvo”.
Es el mismo Evangelio para un vivo que para un moribundo. El ladrón en la cruz
pudiera haber tenido alguna experiencia pero no encuentro que la argumentara;
vuelve sus ojos a Cristo, diciendo: “¡Señor, acuérdate de mí!” Cuán pronta es Su
respuesta: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Él pudiera haber tenido
anhelantes deseos y pudiera haber tenido convicciones profundas, pero yo estoy
muy seguro de que no dijo: “Señor, yo no me atrevo a pedirte que te acuerdes de
mí porque no siento que me haya arrepentido lo suficiente. No me atrevo a
confiar en Ti, porque no he sido bamboleado sobre la boca del infierno”. No,
no, no; miró a Jesús tal como estaba, y Jesús respondió a su oración creyente.
Lo mismo ha de ser con ustedes, hermanos míos, pues cualquier otro plan que no
sea que el pecador venga a Cristo como un
pecador, y confíe en Jesús tal como está, es completamente incomprensible,
o, si ha de explicarse, requeriría de un día o dos para poder hacerlo; y ese no
puede ser el Evangelio que los apóstoles predicaban a los moribundos.
Además, yo creo que la
predicación basada en alarmas de conciencia y en el arrepentimiento como
requisitos para venir a Cristo es inaceptable
para el pecador que ha despertado. Voy a presentarles a uno, tal como lo
hace John Saltmarsh en su libro “
Podría hacer una pausa
aquí, seguramente, pero tengo que agregar todavía otro punto sobre este modo
negativo de razonar. Cualquier otro fundamento para la fe del pecador que no
sea el Evangelio mismo es falso y
peligroso.
Es falso, hermanos míos, es tan falso como cierto es que Dios es
veraz, decir que ‘algo’ en un pecador pueda ser su fundamento para creer en
Jesús. Todo el tenor y el sentido del Evangelio están claramente en contra de
eso. Tiene que ser falso porque no hay nada en un pecador mientras no crea que
pueda ser un fundamento para su fe. Si tú me dices que hay algo bueno en el
pecador antes de creer, yo respondo que es imposible: “Sin fe es imposible
agradar a Dios”. Todos los arrepentimientos, humillaciones y convicciones que
un pecador tenga antes de la fe tienen que ser desagradables a Dios, de acuerdo
a
Cuán peligroso es el sentimiento al que me
estoy oponiendo. Queridos oyentes, puede ser tan dañino que ha llevado al
extravío a algunos de ustedes. Yo les advierto solemnemente que aunque hayan
sido profesantes de la fe en el Señor Jesucristo durante veinte años, si su razón
para creer en Cristo estriba en que han sentido los terrores de la ley, en que
han sido alarmados y que han sido convencidos; si su propia experiencia es su
fundamento para creer en Cristo, se trata de una razón falsa y están confiando realmente en su experiencia y
no en Cristo; y observen que si confían en su disposición mental y en sus
sentimientos, es más, si confían en su comunión con Cristo, en el grado que
sea, ustedes son tan ciertamente pecadores perdidos como si hubiesen confiado
en juramentos y blasfemias; no serán más capaces de entrar en el cielo ni
siquiera por las obras del Espíritu –y estoy usando un lenguaje muy fuerte- de
lo que serían por sus propias obras, pues Cristo, y solo Cristo es el
fundamento y “nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual
es Jesucristo”. Tengan cuidado de no confiar en su propia experiencia. Todo lo
que es hilado por la naturaleza tiene que ser desenmarañado, y todo lo que
ocupa el lugar de Cristo, por mucho que lo aprecies y prescindiendo de cuán
precioso sea en sí mismo, tiene que ser quebrado, y como el polvo del becerro
de oro, tiene que ser esparcido en el agua, y tristemente serás obligado a beber
de ella por haber convertido eso en tu confianza. Yo creo que la tendencia de
esa predicación que pone la base de la fe en cualquier otra cosa menos en el
mandamiento del Evangelio, es a vejar al verdadero penitente y a consolar al
hipócrita; su tendencia es a hacer que la pobre alma que realmente se
arrepiente sienta que no debe creer en Cristo, al ver tal cantidad de dureza en
su propio corazón. Entre más espiritual es un hombre, más carnal se considera;
y entre más penitente es un hombre, más impenitente se descubre ser. Con
frecuencia los hombres más penitentes son aquellos que se consideran los más
impenitentes; y si yo he de predicar el Evangelio a los penitentes y no a todo
pecador, como pecador, entonces esas personas penitentes que de acuerdo a mis
oponentes tienen el mayor derecho a creer, son exactamente las personas que
nunca se atreverán a tocarlo porque están conscientes de su propia impenitencia
y de su carencia de toda idoneidad delante de Cristo. Pecadores, permítanme
dirigirme a ustedes con palabras de vida: Jesús no necesita nada de ustedes,
absolutamente nada, no quiere que hagan nada, no quiere que sientan nada; él da
tanto el trabajo como el sentimiento. Harapientos, menesterosos, tal como
están, perdidos, abandonados, desolados, sin ningún buen sentimiento y sin
ninguna esperanza, en esa condición viene Jesús a ustedes, y con estas palabras
compasivas se dirige a ustedes: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Si tú
crees en Él, jamás serás confundido.
2. Pero
ahora, POSITIVAMENTE, y como la parte negativa ha sido lo suficientemente
positiva, seremos breves aquí. El mandamiento evangélico es un fundamento
suficiente para que un pecador crea en Jesucristo. Las palabras de nuestro texto implican esto: “Este es el mandamiento”.
Hermanos míos, ¿necesitan algún fundamento para hacer una cosa que sea mejor
que el mandamiento de Dios para hacerla? Los hijos de Israel les pidieron
prestadas joyas de plata y joyas de oro a los egipcios. Cuando leen
Hermanos, el mandamiento
de creer en Cristo tiene que ser el fundamento del pecador, si consideran la
naturaleza de nuestra comisión. ¿Qué dice? “Id por todo el mundo y predicad el
evangelio a toda criatura”. Debería decir, de acuerdo al otro plan, “predicad
el evangelio a toda persona regenerada, a todo pecador convicto, a toda alma
sensible”. Pero no es así; es a “toda criatura”. Pero a menos que el fundamento
sea un algo en el que puede participar toda criatura, no hay tal cosa como
predicarlo consistentemente a toda
criatura. ¿Entonces cómo es expresado? “El que creyere y fuere bautizado
será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. ¿Dónde hay una palabra
acerca de los prerrequisitos para creer? Ciertamente el hombre no podría ser condenado
por no hacer aquello para lo que no contaba con ningún fundamento. Nuestra
predicación, según la teoría de la preparación previa, no debería ser: “Cree en
el Señor Jesucristo, y serás salvo”; sino “Prepárense para la fe,
sensibilícense a su pecado, regenérense, logren señales y evidencias, y luego
crean”. Vamos, ciertamente, si no he sembrar la buena semilla en pedregales y
entre espinos, sería mejor que renunciara a ser un sembrador y que me dedicara
a arar o a algún otro trabajo. Cuando los apóstoles fueron a Macedonia y a
Acaya, no debieron haber comenzado a predicar a Cristo; debieron haber
predicado condiciones previas, emociones, y sensaciones, si esas cosas son las
preparaciones para recibir a Jesús; pero yo encuentro que siempre que Pablo se pone
de pie, no tiene otra cosa que predicar a “Cristo, y a éste crucificado”. El
arrepentimiento es predicado como un don del exaltado Salvador, pero no es
predicado nunca como la causa o preparación para creer en Jesús. Estas dos
gracias nacen juntas y viven con una vida común; tengan cuidado de no hacer de
la una un fundamento de la otra. Me gustaría llevar a uno de los que sólo
predican a pecadores sensibles, y ponerlo en la capital del Reino de Dahomey.
¡No hay pecadores sensibles allá! Míralos con sus bocas manchadas de sangre
humana, con sus cuerpos completamente embadurnados con la sangre coagulada de
sus víctimas sacrificadas; ¿cómo encontrará el predicador una elegibilidad
allí? Yo no sé qué pudiera decir él, pero yo sé cuál sería mi mensaje. Mi palabra
iría en este sentido: “Varones hermanos, Dios, que hizo los cielos y la tierra,
envió a Su Hijo Jesucristo al mundo para sufrir por nuestros pecados, y todo
aquel que cree en Él no perecerá, sino que tendrá vida eterna”. Si Cristo
crucificado no conmoviera el Reino de Dahomey, ese sería su primer fracaso.
Cuando los misioneros moravos fueron por primera vez a Groenlandia, ustedes
recuerdan que estuvieron enseñando durante meses y meses a los pobres groenlandeses
acerca de
He procurado, del lado
positivo, mostrar que un fundamento de gracia inmerecida es consistente con el
texto; que es acorde con la costumbre apostólica, y que es, ciertamente,
absolutamente necesario, en vista de la condición en la que se encuentran los
pecadores. Pero, hermanos míos, predicar a Cristo a los pecadores, como
pecadores, tiene que ser lo correcto, pues todos los actos anteriores de Dios
son para los pecadores, como pecadores. ¿A quiénes eligió Dios? A los
pecadores. Él nos amó con un grande amor, aun cuando estábamos muertos en
delitos y pecados. ¿Cómo los redimió? ¿Los redimió como santos? No; pues cuando
todavía éramos enemigos, Él nos reconcilió con Dios por la muerte de Su Hijo.
Cristo no derramó nunca Su sangre por el bien que hay en nosotros, sino por el
pecado que está en nosotros. “Él puso su vida por nuestros pecados”, dice el
apóstol. Entonces, si en la elección y en la redención encontramos a Dios
tratando con los pecadores, como pecadores, es una deformación y una
nulificación de todo el plan si el Evangelio ha de ser predicado a los hombres
como cualquier otra cosa que no sea como pecadores.
Además, es inconsistente
con el carácter de Dios suponer que Él sale y proclama: “Oh, mis criaturas
caídas, si ustedes mismos hacen méritos para alcanzar mi misericordia, yo los
salvaré; si ustedes sienten santas emociones, si ustedes están conscientes de
sagrados anhelos por mí, entonces la sangre de Jesucristo los limpiará”. Habría
poco que es divino en eso. Pero cuando Él sale con perdones plenos y gratuitos
y dice: “Sí, cuando estabas en tus sangres te dije: ¡Vive!” Cuando Él viene a
ti, que eres Su enemigo y Su súbdito rebelde, y aun así clama: “Yo deshice como
una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados”. Vamos, eso es divino.
Ustedes saben lo que dijo David: “Pequé contra Jehová”. ¿Qué le dijo Natán? “También
Jehová ha remitido tu pecado; no morirás”, y ese es el mensaje del Evangelio
para un pecador, como pecador. “El Señor ha quitado tu pecado; Cristo sufrió;
Él ha traído la perfecta justicia; recíbelo, confía en Él, y vivirás”. Amados
míos, que el mensaje les quede completamente claro esta mañana.
He leído con algún grado
de atención un libro al que debo mucho para este presente sermón, un libro
escrito por Abraham Booth, titulado “Buenas Nuevas para Pecadores que Perecen”.
Nunca he oído a nadie arrojar una sospecha contra la pureza de doctrina de
Abraham Booth; por el contrario, él ha sido considerado generalmente como uno
de los teólogos más ortodoxos de la última generación. Si quieren mi opinión
completa, lean su libro. Si necesitan algo más, déjenme decirles que entre
todas las cosas malas que sus detractores le han endilgado, nunca he oído que
nadie culpe a William Huntingdon por no ser lo suficientemente puro en su
doctrina. Ahora, William Huntingdon hizo en vida el prefacio para un libro
escrito por Saltmarsh, con el que estaba grandemente complacido; y la médula de
su enseñanza es precisamente ésta, en sus propias palabras: “el único fundamento
para la fe de cualquier persona es: el que ha prometido es fiel, y no alguna
cosa en ellos mismos, pues este es el mandamiento: que crean en Su Hijo Jesucristo”.
Ahora, si el propio William Huntingdon publicó un libro como ese, yo me
pregunto cómo los seguidores de William Huntingdon o de Abraham Booth, cómo hombres
que se autodenominan teólogos calvinistas y acérrimos calvinistas pueden abogar
por lo que no es la gracia inmerecida, sino por un sistema legal y desprovisto
de gracia consistente en elegibilidades y preparaciones. Podría citar aquí a
Crispo, quien es pertinente para el caso y también un hombre de elevada
doctrina. No menciono ni a Booth ni a Huntingdon como autoridades sobre el
tema, ya que tenemos que ir a la ley y al testimonio; pero los menciono para
mostrar que los varones que sostienen sólidos puntos de vista sobre la elección
y la predestinación veían que era consistente predicar el Evangelio a los pecadores
como pecadores, es más, sentían que era inconsistente predicar el Evangelio de
cualquier otra manera.
Sólo voy a agregar que
las bendiciones que emanan de predicar a Cristo a los pecadores como pecadores,
son de tal carácter que comprueban que es correcto. ¿No ven que esto nos nivela a todos? Tenemos el mismo
fundamento para la fe, y nadie se puede exaltar a sí mismo por encima de sus
semejantes.
Entonces, hermanos míos,
cuánta esperanza y confianza inspira esto a los hombres; prohíbe la desesperación. Si esto es cierto, nadie puede desesperar;
o si desesperara, se trataría de una desesperación perversa e irrazonable,
porque por muy malo que haya sido, Dios le ordena que crea. ¿Qué espacio puede
haber para el desaliento? Ciertamente si hay algo que pudiera cortar la cabeza
al Gigante Desesperación, es Cristo predicado a los pecadores, ya que es la aguda
espada de dos filos que ha de hacerlo.
Además, ¡cómo hace que un hombre viva cerca de Cristo! Si
yo he de venir a Cristo como un pecador cada día, y tengo que hacerlo pues
Mi tiempo vuela, y tengo
que dejar el último encabezado sólo para agregar: pecador, quienquiera que
seas, Dios te ordena ahora que creas en Jesucristo. Este es Su mandamiento: Él
no te ordena que sientas algo, o que seas algo, para prepararte para esto.
Ahora, ¿estás dispuesto a incurrir en la gran culpa de hacer que Dios sea mentiroso?
Seguramente te abstendrías de eso; entonces, atrévete a creer. Tú no puedes
decir: “No tengo ningún derecho”; tú tienes el perfecto derecho de hacer lo que
Dios te dice que hagas. Tú no puedes decirme que no eres apto; no se requiere
ninguna aptitud, el mandamiento es dado y a ti te corresponde obedecer, no
disputar. No puedes decir que no te atañe; es predicado a toda criatura bajo el
cielo; y ahora, alma, es algo tan placentero confiar en el Señor Jesucristo que
yo gustosamente quisiera persuadirme de que tú no necesitas ninguna persuasión.
Es algo tan deleitable aceptar una perfecta salvación, ser salvado por la
sangre preciosa y contraer esponsales con un Salvador tan brillante, que yo gustosamente
espero que el Espíritu Santo te haya conducido a clamar: “Señor, creo; ayuda mi
incredulidad”.
Traductor: Allan Román
26/Diciembre/2013