El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Fundamento de la Fe

NO. 531

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 20 DE SEPTIEMBRE, 1863

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo”. 1 Juan 3: 23.

 

La antigua ley brilla en terrible gloria con sus diez mandamientos. Hay algunos que aman tanto esa ley que no pueden dejar pasar un domingo sin escuchar su lectura, que acompañan con la deplorable petición: “Señor, ten misericordia de nosotros, e inclina nuestros corazones a cumplir esta ley”. Es más, algunos son tan necios como para entrar en un pacto a nombre de sus hijos, estableciendo que “ellos guardarán todos los santos mandamientos de Dios, y caminarán en ellos todos los días de su vida”. Llevan así muy pronto un yugo que ni ellos ni sus padres pueden llevar, y gimiendo diariamente bajo su terrible peso, se esfuerzan por alcanzar la justicia donde no puede ser encontrada nunca. Yo mandaría imprimir conspicuamente sobre las tablas de la ley, en cada iglesia, estas palabras del Evangelio, “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él”. El verdadero creyente ha aprendido a apartar la mirada de las ordenanzas letales de la antigua ley. Entiende que “todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”. Por tanto se aparta con aversión de toda confianza en su propia obediencia a los diez mandamientos y se aferra con gozo a la esperanza puesta delante de él en el solitario mandamiento que está contenido en mi texto, “Este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo”.

 

Cantamos y por cierto lo hacemos correctamente:

 

“Alma mía, no intentes más recibir

De la ley tu vida y tu consuelo”,

 

pues de la ley viene la muerte y no la vida, la desdicha y no el consuelo. “Generar convicción y condenar es todo lo que la ley puede hacer”. Oh, ¿cuándo será que aprenderán todos los profesantes y especialmente todos los ministros profesos de Cristo la diferencia que hay entre la ley y el Evangelio? La mayoría de ellos hace una mezcolanza y le sirve pociones letales a la gente que a menudo contienen una sola onza de Evangelio por cada libra de ley, cuando un solo grano de la ley basta para arruinarlo todo. Tiene que ser el Evangelio y únicamente el Evangelio. “Si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra”.

 

Entonces, el cristiano, poniendo su atención en el mandamiento del Evangelio, está muy ansioso por saber primero, cuál es el contenido de la fe prevista aquí; y en segundo lugar, cuál es el fundamento del pecador para creer así en Cristo; y no dejará de considerar el mandato del Evangelio.

 

I.   Primero, entonces, cuál es el EL CONTENIDO DE LA FE, o qué es lo que una persona tiene que creer para alcanzar la vida eterna. ¿Acaso se trata del credo de Atanasio? ¿Es cierto que si un hombre no cree total e íntegramente en esa confesión, perecerá eternamente de manera irremisible? Dejaremos que lo decidan los expertos en asuntos de fanatismo. ¿Se trata de alguna forma particular de doctrina? ¿Es el esquema calvinista o el arminiano? Por nuestra parte estamos muy contentos con nuestro texto: creer en “Su Hijo Jesucristo”. La fe que salva el alma consiste en creer en una persona, confiar en Jesús para recibir la vida eterna.

 

Hablando más en general de las cosas que hay que creer para recibir la justificación por la fe, todas ellas se relacionan con la persona y la obra de nuestro Señor Jesucristo. Tenemos que creer que Él es el Hijo de Dios –así lo expresa el texto- “Su Hijo”. Tenemos que captar con una sólida confianza el grandioso hecho de que Él es Dios, pues nada que no sea un Salvador divino puede liberarnos jamás de la ira infinita de Dios. Quien rechaza la propia y verdadera deidad de Jesús de Nazaret, no es salvo, y no puede serlo, pues no cree en Jesús como el Hijo de Dios. Además, tenemos que aceptar a este Hijo de Dios como “Jesús” el Salvador. Tenemos que creer que Jesucristo, el Hijo de Dios, se hizo hombre llevado por un infinito amor por el hombre para salvar a Su pueblo de sus pecados, de acuerdo a esta palabra digna: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”, incluyendo al primero. Hemos de considerar a Jesús como “Cristo”, el ungido del Padre, enviado a este mundo en una misión de salvación, no para que los pecadores puedan salvarse a sí mismos, sino para que Él, siendo grande para salvar, lleve a muchos hijos a la gloria. Tenemos que creer que Jesucristo, habiendo venido al mundo para salvar a los pecadores, realizó realmente Su misión; que la sangre preciosa que fue derramada en el Calvario es todopoderosa para expiar el pecado, y por tanto, todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres, puesto que la sangre de Jesucristo, el amado Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado. Tenemos que aceptar de corazón la grandiosa doctrina de la expiación que declara que Jesús ocupó el sitio, el lugar y la condición de los pecadores, y que soportó por ellos el terror de la maldición de la ley hasta que la justicia quedó satisfecha y no pudo exigir nada más. Además, debemos regocijarnos porque así como por Su muerte Cristo Jesús quitó para siempre el pecado de Su pueblo, así también por Su vida da a quienes confían en Él una perfecta justicia en la que a pesar de sus pecados son “aceptos en el Amado”. También se nos enseña que si confiamos de corazón nuestra alma a Cristo, nuestros pecados son perdonados por medio de Su sangre y Su justicia nos es imputada. Sin embargo, el simple conocimiento de estos hechos no nos salvará, a menos que confiemos nuestras almas en manos del Redentor de manera real y verdadera. La fe debe actuar así: “yo creo que Jesús vino para salvar a los pecadores, y por tanto, aunque sea un pecador, yo me confío a Él; yo sé que Su justicia justifica a los impíos, por tanto, si bien soy un impío, yo confío en Él para que sea mi justicia; yo sé que en el cielo Su sangre preciosa persuade a Dios en favor de quienes vienen a Él; y como yo vengo a Él, por la fe yo sé que soy beneficiario de Su perpetua intercesión”.

 

Bien, me he detenido en el pensamiento de creer en Jesucristo, el Hijo de Dios. Hermanos, no quisiera oscurecer el consejo con palabras sin sabiduría. La sencilla palabra “confiar” explica de manera sumamente clara qué es “creer”. Creer es parcialmente la operación intelectual de recibir las verdades divinas, pero su esencia radica en confiar en esas verdades. Yo creo que aunque no puedo nadar, aquel madero formidable me sostendrá en la corriente: lo sujeto, y me salvo: aferrarse es la fe. Un amigo generoso me promete que si yo recurro a su banquero, él suplirá todas mis necesidades; yo confío gozosamente en él, y siempre que tengo una necesidad voy al banco, y recibo dinero; mi fe consiste en ir al banco. Entonces la fe es aceptar la grandiosa promesa de Dios contenida en la persona de Su Hijo. Es tomar la palabra de Dios, y confiar que Jesucristo es mi salvación, si bien yo soy totalmente indigno de Su consideración. Pecador, si recibes a Cristo para que sea tu Salvador en este día, entonces tú eres justificado; aunque seas el más grande blasfemo y perseguidor fuera del infierno, si te atreves a confiarle tu salvación a Cristo, tu fe te salva; aunque tu vida entera hubiera llegado a ser lo más negra y sucia y diabólica en que hubieras podido convertirla, con todo, si honras a Dios creyendo que Cristo es capaz de perdonar a un desventurado como tú, y confías ahora en la sangre preciosa de Jesús, tú eres salvado de la ira divina.

 

II.   El FUNDAMENTO PARA CREER es el punto sobre el cual voy a invertir mi tiempo y mi fuerza en esta mañana. Según mi texto, el fundamento para la fe de un hombre es el mandamiento de Dios. Este es el mandamiento, que “crean en su Hijo Jesucristo”.

 

La justicia propia encontrará siempre un alojamiento en algún lugar u otro. Hermanos míos, saquémosla del terreno de nuestra confianza; el pecador debe ver que no puede confiar en sus buenas obras; entonces, como las zorras han de tener madrigueras, esta justicia propia encontrará un refugio para ella en el fundamento de nuestra fe en Cristo. Razona así: “Tú no eres salvo por lo que haces sino por lo que Cristo hizo; pero entonces, no tienes ningún derecho a confiar en Cristo a menos que haya algo bueno en ti que te dé derecho a confiar en Él”. Ahora, yo me opongo a este razonamiento legal. Yo creo que ese razonamiento contiene en sí la esencia de la justicia propia papal. El fundamento para que un pecador confíe en Cristo no está en él mismo en ningún sentido o de ninguna manera, sino en el hecho de que se le ordena creer en Jesucristo en el acto. En tiempos de los puritanos, algunos de los predicadores de quienes no soy digno de desatar la correa de su calzado erraron mucho en este tema. No sólo me refiero a Alleyne y a Baxter, que son mucho mejores predicadores de la ley que del Evangelio, sino que incluyo a hombres mucho más ortodoxos en la fe que ellos, tales como Rogers de Dedham, Shepard, el autor de “El Creyente Ortodoxo”, y especialmente al americano Thomas Hooker, que escribió un libro sobre los requisitos para venir a Cristo. Estos excelentes varones tenían un temor de predicar el Evangelio a cualquiera excepto a quienes describían como “pecadores sensibles”, y por consiguiente, mantenían a cientos de sus oyentes asentados en tinieblas cuando se hubieran podido gozar en la luz. Predicaban arrepentimiento y odio del pecado como el respaldo del pecador para tener confianza en Cristo. Según ellos, un pecador podía razonar así: “yo poseo tal y tal grado de sensibilidad para el pecado, por tanto tengo el derecho de confiar en Cristo”. Pues bien, yo me aventuro a afirmar que tal razonamiento está sazonado de un error fatal. Quienquiera que predique de esta manera  pudiera predicar mucho del Evangelio, pero todavía tiene que aprender el Evangelio de la gracia inmerecida de Dios en su totalidad. En nuestra propia época ciertos predicadores nos aseguran que un hombre tiene que ser regenerado antes de que podamos pedirle que crea en Jesucristo; en su opinión, cierto grado de una obra de la gracia en el corazón es la única base para creer. Esto también es falso. Suprime el Evangelio para pecadores y nos ofrece un evangelio para santos. Es todo menos un ministerio de gracia inmerecida.

 

Otros dicen que el fundamento para que un pecador crea en Cristo es su elección. Ahora, como no hay ninguna posibilidad de que alguien conozca su elección mientras no haya creído, esto sería predicar virtualmente que nadie tiene un fundamento conocido para creer. Si no hay ninguna posibilidad de que yo conozca mi elección antes de creer –y no obstante el ministro me dice que yo sólo puedo creer sobre la base de mi elección- ¿cómo he de creer alguna vez? La elección me trae la fe, y la fe es la evidencia de mi elección; pero decir que mi fe ha de depender de mi conocimiento de mi elección que yo no puedo alcanzar sin la fe, es decir un egregio sinsentido.

 

Yo expongo esta mañana con gran osadía –porque yo sé y estoy muy persuadido de que lo que digo es la mente del Espíritu- esta doctrina de que la única base exclusiva para que un pecador crea en Jesús se encuentra en el propio Evangelio y en el mandamiento que acompaña a ese Evangelio: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”. Antes que nada voy a tratar con ese asunto negativamente, y luego, positivamente.

 

1.   Primero, NEGATIVAMENTE; y aquí mi primera observación es que cualquier otra forma de predicar el fundamento del Evangelio es absurda. Si he de predicar a un hombre que es regenerado la fe en Cristo, entonces ese hombre, siendo regenerado, ya es salvo, y es algo innecesario y ridículo que yo le predique a Cristo y que le pida que crea para ser salvo, cuando ya ha sido salvado, ya que es regenerado. Pero ustedes me dirán que yo debo predicarles únicamente a los que se arrepienten de sus pecados. Muy bien; pero como el verdadero arrepentimiento del pecado es la obra del Espíritu, cualquier persona que sienta arrepentimiento es salva de manera sumamente cierta, porque el arrepentimiento evangélico no puede existir nunca en un alma no regenerada. Donde hay arrepentimiento ya hay fe, pues nunca pueden estar separados. Entonces, sólo he de predicar la fe a los que la tienen. ¡Eso es absurdo, ciertamente! ¿No equivale esto a esperar hasta que el enfermo sea curado para llevarle la medicina? Esto es predicar a Cristo a los justos y no a los pecadores. “No” –dirá alguien- “pero queremos decir que un hombre tiene que tener algunos buenos deseos respecto a Cristo antes de que tenga algún fundamento para creer en Jesús”. Amigo, ¿no sabes que todos los buenos deseos contienen algún grado de santidad? Pero si un pecador tiene algún grado de verdadera santidad en él eso tiene que ser el resultado de la obra del Espíritu, pues la verdadera santidad no existe nunca en la mente carnal, por tanto, ese hombre ya es regenerado, y por tanto, es salvo. ¿Hemos de ir corriendo de arriba para abajo por el mundo proclamando vida a los vivos, arrojando pan a los que ya han sido alimentados, y levantando en alto a Cristo sobre el asta del Evangelio para los que ya han sido sanados? Hermanos míos, ¿dónde está nuestro incentivo para trabajar en donde nuestros esfuerzos son tan poco necesarios? Si yo he de predicar a Cristo a los que no tienen nada bueno, a los que no tienen nada en ellos que los califique para recibir la misericordia, entonces siento que tengo un Evangelio tan divino que lo proclamaría con mi último aliento clamando en voz alta que “Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, a los pecadores como pecadores, no como pecadores penitentes o como pecadores que han despertado, sino a los pecadores como pecadores, pecadores “de los que yo soy el primero”.

 

En segundo lugar, decirle al pecador que él debe creer en Cristo debido a algún fundamento en él mismo, es legal; me atrevo a decirlo: legal. Aunque este método es adoptado generalmente por la elevada escuela de calvinistas, en esto están equivocados, no son calvinistas y son legalistas; es extraño que aquellos que son tan valerosos defensores de la gracia inmerecida hagan causa común con los baxterianos y los pelagianos. Yo declaro que es legal por esta razón: si yo creo en Jesucristo porque siento un genuino arrepentimiento del pecado, tengo un fundamento para mi fe, ¿no perciben que la primera y verdadera base de mi confianza es el hecho de que me he arrepentido del pecado? Si yo creo en Jesús porque tengo convicciones y un espíritu de oración, entonces el primer hecho y el más importante no es Cristo, evidentemente, sino mi posesión del arrepentimiento, de la convicción y de la oración, de manera que realmente mi esperanza gira sobre el hecho de que me he arrepentido; y si esto no es legal, no sé qué pudiera serlo. Voy a bajar de nivel. Mis oponentes dirán: “el pecador tiene que tener una conciencia despierta antes de que tenga un fundamento para creer en Cristo”. Bien, entonces, si yo confío que Cristo me salva porque tengo una conciencia despierta, lo repito, la parte más importante de toda la transacción es la alarma de mi conciencia, y mi confianza real se basa en eso. Si yo confío en Cristo porque siento esto y lo otro, entonces me estoy apoyando en mis sentimientos y no en Cristo únicamente, y esto ciertamente es legalismo. Es más, aun si unos anhelos de Cristo han de ser mi fundamento para creer, si yo he de creer en Jesús no porque Él me lo ordena, sino porque siento algunos anhelos de Él, tú percibirás que es obvio que la fuente más importante de mi consuelo son mis propios deseos. De manera que siempre estaremos mirando a nuestro interior. “¿Realmente deseo? Si lo hago, entonces Cristo puede salvarme; si no lo hago, entonces no puede”. Y así mi deseo anula a Cristo y Su gracia. ¡Fuera con esa legalidad, fuera de la tierra con ella!

 

Además, cualquier otra manera de predicar que no sea la de indicarle al pecador que crea porque Dios le ordena que crea, es una manera jactanciosa de fe. Pues si mi fundamento para confiar en Jesús se basara en mi experiencia, en mis aversiones al pecado o en mis anhelos por Cristo, entonces todas estas buenas cosas mías son un legítimo fundamento de jactancia, porque si bien Cristo puede salvarme, esas cosas fueron el traje de bodas que me hicieron idóneo para venir a Cristo. Si esas cosas fueran prerrequisitos y condiciones, entonces el hombre que las posee puede decir verdadera y justamente: “Cristo me salvó, pero yo cumplí primero con los prerrequisitos y las condiciones, y por tanto, esas cosas han de compartir la alabanza”. Vean, hermanos míos, aquellos que tienen una fe que se basa en su propia experiencia, ¿qué son, como regla? Obsérvenlos, y percibirán mucha amargura crítica en ellos que los induce a poner su propia experiencia como la norma de santidad, cosa que con certeza nos puede hacer sospechar  si realmente fueron humillados de una manera evangélica como para ver que sus mejores sentimientos propios, y los mejores arrepentimientos, y las mejores experiencias en sí mismas son ni más ni menos que trapos de inmundicia a los ojos de Dios. Mis queridos hermanos, cuando le decimos a un pecador que por sucio e inmundo que sea, sin ninguna preparación o requisito ha de tomar a Jesucristo para que sea su todo en todo encontrando en Él todo lo que pudiera necesitar jamás; cuando nos atrevemos a indicarle al carcelero en el momento que acaba de despertar sobresaltado del sueño: “Cree en Jesús”, no dejamos ningún espacio para la glorificación del yo; todo tiene que ser por gracia. Cuando nos encontramos con el hombre cojo puesto a las puertas del templo, no le pedimos que fortalezca sus propias piernas, o que sienta vida en ellas, sino que le ordenamos, en el nombre de Jesús, que se levante; ciertamente cuando Dios el Espíritu respalda la Palabra, toda jactancia está excluida. Hay muy poca diferencia respecto a si confío en mi experiencia o en mis buenas obras, pues cualquiera de esas dos confianzas conducirán a la jactancia puesto que ambas son legalistas. La ley y la jactancia son hermanas gemelas, pero la gracia inmerecida y la gratitud siempre van juntas.

 

Cualquier otro fundamento para creer en Jesús que no sea el que es presentado en el Evangelio es mutable. Vean, hermanos, si mi fundamento para creer en Cristo estriba en mis derretimientos de corazón y en mis experiencias, entonces si hoy tengo un corazón derretido y puedo derramar mi alma delante del Señor, tengo un fundamento para creer en Cristo. Pero mañana (¿quién no sabe esto?), mañana mi corazón pudiera estar tan duro como una piedra de manera que no pueda sentir ni orar. Entonces, de acuerdo a la teoría de la elegibilidad no tengo ningún derecho a confiar en Cristo y me he quedado sin mi fundamento. De acuerdo a la doctrina de la perseverancia final, la fe del cristiano es continua, y si es así, el fundamento de su fe tiene que ser siempre el mismo o de lo contrario tiene algunas veces una fe no fundamentada, lo cual es absurdo; se deduce de esto que el fundamento permanente de la fe tiene que estribar en alguna verdad inmutable. Puesto que todo lo que está en el interior cambia más frecuentemente de lo que muta un cielo inglés, si mi fundamento para creer en Cristo estuviese basado en el interior, tiene que cambiar cada hora; en consecuencia soy salvado y perdido alternativamente. Hermanos, ¿pueden ser así esas cosas? Por mi parte yo necesito un fundamento seguro e inmutable para mi fe; necesito un fundamento para creer en Jesús que me sirva cuando la blasfemia del demonio inunde mis oídos como una corriente; necesito un fundamento para creer que me sirva cuando mis lascivias y mis corrupciones aparezcan en terrible orden de batalla y me hagan dar voces diciendo: “¡Miserable de mí!” Necesito un fundamento para creer en Cristo que me consuele cuando no tenga una buena disposición mental ni sentimientos santos, cuando esté muerto como una piedra y mi espíritu yazca adherido al polvo. Un fundamento para creer en Jesús que no falla se encuentra en esta preciosa verdad: que es su misericordioso mandamiento y no mi variable experiencia lo que constituye mi derecho para creer en Su Hijo Jesucristo.

 

Además, hermanos míos, cualquier otro fundamento es completamente incomprensible. Multitudes de hermanos míos predican una salvación imposible. Cuán a menudo los pobres pecadores tienen hambre y sed de conocer el camino de la salvación pero se quedan sin recibir la predicación de una salvación disponible para ellos. Personalmente, no recuerdo que se me dijera desde el púlpito que creyera en Jesús como un pecador. Oía mucho acerca de sentimientos que yo pensaba que nunca iba a experimentar y una disposición mental que yo anhelaba; pero no encontré ninguna paz hasta que me llegó un verdadero mensaje de gracia inmerecida: “Mirad a mí y sed salvos, todos los términos de la tierra”. Vean, hermanos míos, si las convicciones del alma son unos requisitos necesarios para recibir a Cristo, deberíamos saber, hasta en su último detalle, cuántas de estas calificaciones se necesitan. Si le dices a un pobre pecador que hay un cierto número de humillaciones y de temblores y de convicciones y de escrutamientos de corazón que debe sentir para que tenga una base para venir a Cristo, yo exijo a todos los que predican un evangelio legal que den una clara información respecto a la manera y al grado exacto de preparación requeridos. Hermanos, ustedes verán que cuando esos caballeros son arrinconados no se ponen de acuerdo, sino que cada cual da una norma diferente de acuerdo a su propio juicio. Uno dirá que el pecador tiene que cumplir meses de trabajo legal; otro, que sólo necesita buenos deseos; y algunos exigirán que posea las gracias del Espíritu, tales como humildad, tristeza que es según Dios y amor a la santidad. No recibirás ninguna clara respuesta de ellos. Si el fundamento del pecador para venir se encuentra en el Evangelio mismo, el asunto es claro y sencillo; ¡pero qué plan tan tortuoso es ese compuesto de ley y de Evangelio contra el cual contiendo! Y permítanme preguntarles, hermanos míos, si un Evangelio incomprensible serviría para un moribundo. Helo ahí sumido en las agonías de la muerte. Me dice que no tiene ningún pensamiento o sentimiento buenos y me pregunta qué debe hacer para ser salvo. Sólo hay un paso entre él y la muerte; cinco minutos más y el alma de ese hombre pudiera estar en el infierno. ¿Qué habré de decirle? ¿Habré de pasar una hora explicándole la preparación requerida antes de que pueda venir a Cristo? Hermanos, no me atrevería. Pero yo le diría: “Cree, hermano, aunque sea la hora undécima; confía tu alma a Jesús, y serás salvo”. Es el mismo Evangelio para un vivo que para un moribundo. El ladrón en la cruz pudiera haber tenido alguna experiencia pero no encuentro que la argumentara; vuelve sus ojos a Cristo, diciendo: “¡Señor, acuérdate de mí!” Cuán pronta es Su respuesta: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Él pudiera haber tenido anhelantes deseos y pudiera haber tenido convicciones profundas, pero yo estoy muy seguro de que no dijo: “Señor, yo no me atrevo a pedirte que te acuerdes de mí porque no siento que me haya arrepentido lo suficiente. No me atrevo a confiar en Ti, porque no he sido bamboleado sobre la boca del infierno”. No, no, no; miró a Jesús tal como estaba, y Jesús respondió a su oración creyente. Lo mismo ha de ser con ustedes, hermanos míos, pues cualquier otro plan que no sea que el pecador venga a Cristo como un pecador, y confíe en Jesús tal como está, es completamente incomprensible, o, si ha de explicarse, requeriría de un día o dos para poder hacerlo; y ese no puede ser el Evangelio que los apóstoles predicaban a los moribundos.

 

Además, yo creo que la predicación basada en alarmas de conciencia y en el arrepentimiento como requisitos para venir a Cristo es inaceptable para el pecador que ha despertado. Voy a presentarles a uno, tal como lo hace John Saltmarsh en su libro “La Sangre de Cristo Fluye Libremente para el Primero de los Pecadores”. He aquí a un pobre hermano que no se atreve a creer en Jesús. Voy a suponer que él ha asistido a un ministerio donde la predicación ha sido: “Si han sentido esto, si han sentido lo otro, entonces pueden creer”. Cuando acudiste atribulado a tu ministro, ¿qué te dijo? “Me preguntó si yo sentía mi necesidad de Cristo, y yo le respondí que no lo creía, al menos que no sentía lo suficiente mi necesidad. Me dijo que debía meditar en la culpa del pecado y considerar el terrible carácter de la ira venidera, y que de esa manera yo podría sentir más mi necesidad”. ¿Y la sentiste? “Sí; pero me parecía como si mientras meditaba en los terrores del juicio mi corazón se endurecía más en vez de ablandarse, y me parecía estar desesperadamente firme y decidido en una especie de descorazonamiento para proseguir en mis caminos; sin embargo, algunas veces experimenté algunas humillaciones y algunos derretimientos de corazón”. ¿Qué te dijo tu ministro que hicieras para obtener consuelo entonces? “Dijo que debía orar mucho”. ¿Oraste? “Le respondí que no podía orar; que yo era un pecador tal que no servía de nada esperar la respuesta de que podía”. ¿Qué dijo entonces? “Me dijo que tenía que aferrarme a las promesas”. Sí, y ¿lo hiciste? “No; le dije que no podía aferrarme a las promesas; que no podía ver que estuvieran dirigidas a mí, pues yo no era la clase de persona que contemplaban; y que sólo podía encontrar amenazas en la Palabra de Dios para gente como yo”. ¿Qué dijo entonces? “Me dijo que fuera diligente en el uso de los medios, y que asistiera a su ministerio”. ¿Qué dijiste a eso? “Le dije que yo era diligente, pero que lo que yo necesitaba no eran medios; necesitaba que mis pecados fueran perdonados y absueltos”. ¿Qué dijo él entonces? “Pues bien, me dijo que debía perseverar y esperar pacientemente al Señor. Yo le dije que yo estaba sumido en tal temor de una grande oscuridad que mi alma tenía por mejor la estrangulación más que la vida”. Bien, entonces, dijo que él pensaba que yo tenía que ser ya un verdadero penitente y que por tanto era salvo y que tarde o temprano iba a tener esperanza. Pero yo le dije que una simple esperanza no bastaba para mí, que no podía estar seguro mientras el pecado me oprimiera tanto. Me preguntó si no sentía anhelos de Cristo. Le dije que los tenía, pero que eran deseos meramente egoístas y carnales; que algunas veces yo pensaba que tenía deseos, pero que sólo eran legales. Él dijo que si yo tenía un deseo de tener un deseo, esa era una obra de Dios, y que yo era salvo. Eso me animó por un tiempo, amigo, pero caí abatido de nuevo, pues eso no me sirvió ya que yo necesitaba confiar en algo sólido”. Y pecador, ¿cómo te va ahora? ¿Dónde estás ahora? “Bien, amigo, a duras penas sé dónde estoy, pero yo te ruego que me digas qué debo hacer”. Hermanos, mi respuesta es rápida y clara; óiganla. Pobre alma, no tengo ninguna pregunta que hacerte; no tengo ningún consejo que darte, excepto este. Sin importar lo que pudieras ser, el mandamiento de Dios para ti es: confía en el Señor Jesucristo, y serás salvo. ¿Lo harás o no? Si él rechazara eso, tendría que dejarlo; no tendría nada más que decirle; estaría limpio de Su sangre y sobre él caería la sentencia, “el que no cree será condenado”. Pero ustedes encontrarán, en noventa y nueve casos de cien, que cuando comienzan a hablarle al pecador, no acerca de sus arrepentimientos y de sus deseos, sino acerca de Cristo, y le dicen que no tiene que temer a la ley pues Cristo la ha satisfecho; que no tiene que temer a un Dios airado pues Dios no está airado con los creyentes; cuando le dices que toda manera de iniquidad fue arrojada en el Mar Rojo de la sangre de Jesús, y, que igual que los egipcios, se ahogó allí para siempre; cuando le dices que sin importar cuán vil y perverso pudiera haber sido, “Cristo puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios”, y le dices que tiene un derecho a venir, sea quien sea, o sea lo que sea, porque Dios le indica que venga, comprobarás que la idoneidad de tal Evangelio para el caso del pecador demuestra ser un dulce incentivo en la mano del Espíritu Santo para conducir a un pecador a asirse de Jesucristo. Oh hermanos míos, me avergüenzo de mí mismo cuando pienso en la manera en que he hablado algunas veces a algunos pecadores despiertos. Estoy persuadido de que el único verdadero remedio para un corazón quebrantado es la sangre sumamente preciosa de Jesucristo. Algunos cirujanos mantienen una herida abierta demasiado tiempo; siguen cortando y cortando y cortando hasta que quitan tanta carne sana como carne orgullosa. En vez de sanarla a medias es mejor sanarla de inmediato, pues Jesucristo no fue enviado para mantener abiertas las heridas, sino para vendar el corazón quebrantado. A ustedes, entonces, pecadores de todo tipo y matiz, negros pecadores de corazón empedernido, insensibles, impenitentes, a ustedes incluso es enviado el Evangelio, pues “Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores”, aun al primero de ellos.

 

Podría hacer una pausa aquí, seguramente, pero tengo que agregar todavía otro punto sobre este modo negativo de razonar. Cualquier otro fundamento para la fe del pecador que no sea el Evangelio mismo es falso y peligroso.

 

Es falso, hermanos míos, es tan falso como cierto es que Dios es veraz, decir que ‘algo’ en un pecador pueda ser su fundamento para creer en Jesús. Todo el tenor y el sentido del Evangelio están claramente en contra de eso. Tiene que ser falso porque no hay nada en un pecador mientras no crea que pueda ser un fundamento para su fe. Si tú me dices que hay algo bueno en el pecador antes de creer, yo respondo que es imposible: “Sin fe es imposible agradar a Dios”. Todos los arrepentimientos, humillaciones y convicciones que un pecador tenga antes de la fe tienen que ser desagradables a Dios, de acuerdo a la Escritura. No me digan que su corazón está quebrantado; si sólo está quebrantado por medios carnales, y confía en su quebrantamiento, necesita ser quebrantado de nuevo. No me digan que ha sido conducido a odiar su pecado; yo les digo que no odia su pecado; él únicamente odia el infierno No puede haber un odio real y verdadero del pecado donde no hay fe en Jesús. Todo lo que el pecador sabe y siente antes de la fe, es únicamente una adición a sus otros pecados, ¿y cómo puede el pecado, que merece la ira, ser una base para un acto que es la obra del Espíritu Santo?

 

Cuán peligroso es el sentimiento al que me estoy oponiendo. Queridos oyentes, puede ser tan dañino que ha llevado al extravío a algunos de ustedes. Yo les advierto solemnemente que aunque hayan sido profesantes de la fe en el Señor Jesucristo durante veinte años, si su razón para creer en Cristo estriba en que han sentido los terrores de la ley, en que han sido alarmados y que han sido convencidos; si su propia experiencia es su fundamento para creer en Cristo, se trata de una razón falsa y  están confiando realmente en su experiencia y no en Cristo; y observen que si confían en su disposición mental y en sus sentimientos, es más, si confían en su comunión con Cristo, en el grado que sea, ustedes son tan ciertamente pecadores perdidos como si hubiesen confiado en juramentos y blasfemias; no serán más capaces de entrar en el cielo ni siquiera por las obras del Espíritu –y estoy usando un lenguaje muy fuerte- de lo que serían por sus propias obras, pues Cristo, y solo Cristo es el fundamento y “nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo”. Tengan cuidado de no confiar en su propia experiencia. Todo lo que es hilado por la naturaleza tiene que ser desenmarañado, y todo lo que ocupa el lugar de Cristo, por mucho que lo aprecies y prescindiendo de cuán precioso sea en sí mismo, tiene que ser quebrado, y como el polvo del becerro de oro, tiene que ser esparcido en el agua, y tristemente serás obligado a beber de ella por haber convertido eso en tu confianza. Yo creo que la tendencia de esa predicación que pone la base de la fe en cualquier otra cosa menos en el mandamiento del Evangelio, es a vejar al verdadero penitente y a consolar al hipócrita; su tendencia es a hacer que la pobre alma que realmente se arrepiente sienta que no debe creer en Cristo, al ver tal cantidad de dureza en su propio corazón. Entre más espiritual es un hombre, más carnal se considera; y entre más penitente es un hombre, más impenitente se descubre ser. Con frecuencia los hombres más penitentes son aquellos que se consideran los más impenitentes; y si yo he de predicar el Evangelio a los penitentes y no a todo pecador, como pecador, entonces esas personas penitentes que de acuerdo a mis oponentes tienen el mayor derecho a creer, son exactamente las personas que nunca se atreverán a tocarlo porque están conscientes de su propia impenitencia y de su carencia de toda idoneidad delante de Cristo. Pecadores, permítanme dirigirme a ustedes con palabras de vida: Jesús no necesita nada de ustedes, absolutamente nada, no quiere que hagan nada, no quiere que sientan nada; él da tanto el trabajo como el sentimiento. Harapientos, menesterosos, tal como están, perdidos, abandonados, desolados, sin ningún buen sentimiento y sin ninguna esperanza, en esa condición viene Jesús a ustedes, y con estas palabras compasivas se dirige a ustedes: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Si tú crees en Él, jamás serás confundido.

 

2.   Pero ahora, POSITIVAMENTE, y como la parte negativa ha sido lo suficientemente positiva, seremos breves aquí. El mandamiento evangélico es un fundamento suficiente para que un pecador crea en Jesucristo. Las palabras de nuestro texto implican esto: “Este es el mandamiento”. Hermanos míos, ¿necesitan algún fundamento para hacer una cosa que sea mejor que el mandamiento de Dios para hacerla? Los hijos de Israel les pidieron prestadas joyas de plata y joyas de oro a los egipcios. Cuando leen la Biblia muchos desaprueban esta transacción; pero, para mí, si Dios les indicó que lo hicieran, fue una justificación suficiente para ellos. Muy bien; si Dios te ordena que creas –si este es Su mandamiento: que creas- ¿necesitas un mejor fundamento? Yo digo, ¿hay alguna necesidad de algún otro? Ciertamente la Palabra de Dios basta.

 

Hermanos, el mandamiento de creer en Cristo tiene que ser el fundamento del pecador, si consideran la naturaleza de nuestra comisión. ¿Qué dice? “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”. Debería decir, de acuerdo al otro plan, “predicad el evangelio a toda persona regenerada, a todo pecador convicto, a toda alma sensible”. Pero no es así; es a “toda criatura”. Pero a menos que el fundamento sea un algo en el que puede participar toda criatura, no hay tal cosa como predicarlo consistentemente a toda criatura. ¿Entonces cómo es expresado? “El que creyere y fuere bautizado será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. ¿Dónde hay una palabra acerca de los prerrequisitos para creer? Ciertamente el hombre no podría ser condenado por no hacer aquello para lo que no contaba con ningún fundamento. Nuestra predicación, según la teoría de la preparación previa, no debería ser: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”; sino “Prepárense para la fe, sensibilícense a su pecado, regenérense, logren señales y evidencias, y luego crean”. Vamos, ciertamente, si no he sembrar la buena semilla en pedregales y entre espinos, sería mejor que renunciara a ser un sembrador y que me dedicara a arar o a algún otro trabajo. Cuando los apóstoles fueron a Macedonia y a Acaya, no debieron haber comenzado a predicar a Cristo; debieron haber predicado condiciones previas, emociones, y sensaciones, si esas cosas son las preparaciones para recibir a Jesús; pero yo encuentro que siempre que Pablo se pone de pie, no tiene otra cosa que predicar a “Cristo, y a éste crucificado”. El arrepentimiento es predicado como un don del exaltado Salvador, pero no es predicado nunca como la causa o preparación para creer en Jesús. Estas dos gracias nacen juntas y viven con una vida común; tengan cuidado de no hacer de la una un fundamento de la otra. Me gustaría llevar a uno de los que sólo predican a pecadores sensibles, y ponerlo en la capital del Reino de Dahomey. ¡No hay pecadores sensibles allá! Míralos con sus bocas manchadas de sangre humana, con sus cuerpos completamente embadurnados con la sangre coagulada de sus víctimas sacrificadas; ¿cómo encontrará el predicador una elegibilidad allí? Yo no sé qué pudiera decir él, pero yo sé cuál sería mi mensaje. Mi palabra iría en este sentido: “Varones hermanos, Dios, que hizo los cielos y la tierra, envió a Su Hijo Jesucristo al mundo para sufrir por nuestros pecados, y todo aquel que cree en Él no perecerá, sino que tendrá vida eterna”. Si Cristo crucificado no conmoviera el Reino de Dahomey, ese sería su primer fracaso. Cuando los misioneros moravos fueron por primera vez a Groenlandia, ustedes recuerdan que estuvieron enseñando durante meses y meses a los pobres groenlandeses acerca de la Deidad, la doctrina de la Trinidad, y la doctrina del pecado y la ley, pero no había conversiones. Pero un día sucedió accidentalmente que uno de los groenlandeses leyó este pasaje: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. Preguntó el significado, y el misionero, a pesar de que no lo consideraba lo suficientemente avanzado para entender el Evangelio, se aventuró a explicárselo, y el hombre fue convertido, y cientos de sus paisanos recibieron la Palabra. Como es lógico, les preguntaron a los misioneros: “¿Por qué no nos dijeron esto antes? Sabíamos todo acerca de la existencia de Dios, y eso no nos sirvió de nada; ¿por qué no vinieron y no nos dijeron antes que creyéramos en Jesucristo?” Oh, hermanos míos, esta es el arma de Dios, el método de Dios; este es el gran ariete que estremecerá las puertas del infierno; debemos asegurarnos de que se ponga en práctica diariamente.

 

He procurado, del lado positivo, mostrar que un fundamento de gracia inmerecida es consistente con el texto; que es acorde con la costumbre apostólica, y que es, ciertamente, absolutamente necesario, en vista de la condición en la que se encuentran los pecadores. Pero, hermanos míos, predicar a Cristo a los pecadores, como pecadores, tiene que ser lo correcto, pues todos los actos anteriores de Dios son para los pecadores, como pecadores. ¿A quiénes eligió Dios? A los pecadores. Él nos amó con un grande amor, aun cuando estábamos muertos en delitos y pecados. ¿Cómo los redimió? ¿Los redimió como santos? No; pues cuando todavía éramos enemigos, Él nos reconcilió con Dios por la muerte de Su Hijo. Cristo no derramó nunca Su sangre por el bien que hay en nosotros, sino por el pecado que está en nosotros. “Él puso su vida por nuestros pecados”, dice el apóstol. Entonces, si en la elección y en la redención encontramos a Dios tratando con los pecadores, como pecadores, es una deformación y una nulificación de todo el plan si el Evangelio ha de ser predicado a los hombres como cualquier otra cosa que no sea como pecadores.

 

Además, es inconsistente con el carácter de Dios suponer que Él sale y proclama: “Oh, mis criaturas caídas, si ustedes mismos hacen méritos para alcanzar mi misericordia, yo los salvaré; si ustedes sienten santas emociones, si ustedes están conscientes de sagrados anhelos por mí, entonces la sangre de Jesucristo los limpiará”. Habría poco que es divino en eso. Pero cuando Él sale con perdones plenos y gratuitos y dice: “Sí, cuando estabas en tus sangres te dije: ¡Vive!” Cuando Él viene a ti, que eres Su enemigo y Su súbdito rebelde, y aun así clama: “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados”. Vamos, eso es divino. Ustedes saben lo que dijo David: “Pequé contra Jehová”. ¿Qué le dijo Natán? “También Jehová ha remitido tu pecado; no morirás”, y ese es el mensaje del Evangelio para un pecador, como pecador. “El Señor ha quitado tu pecado; Cristo sufrió; Él ha traído la perfecta justicia; recíbelo, confía en Él, y vivirás”. Amados míos, que el mensaje les quede completamente claro esta mañana.

 

He leído con algún grado de atención un libro al que debo mucho para este presente sermón, un libro escrito por Abraham Booth, titulado “Buenas Nuevas para Pecadores que Perecen”. Nunca he oído a nadie arrojar una sospecha contra la pureza de doctrina de Abraham Booth; por el contrario, él ha sido considerado generalmente como uno de los teólogos más ortodoxos de la última generación. Si quieren mi opinión completa, lean su libro. Si necesitan algo más, déjenme decirles que entre todas las cosas malas que sus detractores le han endilgado, nunca he oído que nadie culpe a William Huntingdon por no ser lo suficientemente puro en su doctrina. Ahora, William Huntingdon hizo en vida el prefacio para un libro escrito por Saltmarsh, con el que estaba grandemente complacido; y la médula de su enseñanza es precisamente ésta, en sus propias palabras: “el único fundamento para la fe de cualquier persona es: el que ha prometido es fiel, y no alguna cosa en ellos mismos, pues este es el mandamiento: que crean en Su Hijo Jesucristo”. Ahora, si el propio William Huntingdon publicó un libro como ese, yo me pregunto cómo los seguidores de William Huntingdon o de Abraham Booth, cómo hombres que se autodenominan teólogos calvinistas y acérrimos calvinistas pueden abogar por lo que no es la gracia inmerecida, sino por un sistema legal y desprovisto de gracia consistente en elegibilidades y preparaciones. Podría citar aquí a Crispo, quien es pertinente para el caso y también un hombre de elevada doctrina. No menciono ni a Booth ni a Huntingdon como autoridades sobre el tema, ya que tenemos que ir a la ley y al testimonio; pero los menciono para mostrar que los varones que sostienen sólidos puntos de vista sobre la elección y la predestinación veían que era consistente predicar el Evangelio a los pecadores como pecadores, es más, sentían que era inconsistente predicar el Evangelio de cualquier otra manera.

 

Sólo voy a agregar que las bendiciones que emanan de predicar a Cristo a los pecadores como pecadores, son de tal carácter que comprueban que es correcto. ¿No ven que esto nos nivela a todos? Tenemos el mismo fundamento para la fe, y nadie se puede exaltar a sí mismo por encima de sus semejantes.

 

Entonces, hermanos míos, cuánta esperanza y confianza inspira esto a los hombres; prohíbe la desesperación. Si esto es cierto, nadie puede desesperar; o si desesperara, se trataría de una desesperación perversa e irrazonable, porque por muy malo que haya sido, Dios le ordena que crea. ¿Qué espacio puede haber para el desaliento? Ciertamente si hay algo que pudiera cortar la cabeza al Gigante Desesperación, es Cristo predicado a los pecadores, ya que es la aguda espada de dos filos que ha de hacerlo.

 

Además, ¡cómo hace que un hombre viva cerca de Cristo! Si yo he de venir a Cristo como un pecador cada día, y tengo que hacerlo pues la Palabra dice: “De la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él”; si cada día he de venir a Cristo como un pecador, pues entonces, ¡cuán mezquinos se miran todos mis actos! ¡Cuán completo desprecio arroja sobre todas mis exquisitas virtudes, mis predicaciones, mis oraciones y todo lo que proviene de mi carne! Y aunque me conduce a buscar la pureza y la santidad, con todo, me enseña a vivir de Cristo y no de ellas, y así me mantiene junto al manantial.

 

Mi tiempo vuela, y tengo que dejar el último encabezado sólo para agregar: pecador, quienquiera que seas, Dios te ordena ahora que creas en Jesucristo. Este es Su mandamiento: Él no te ordena que sientas algo, o que seas algo, para prepararte para esto. Ahora, ¿estás dispuesto a incurrir en la gran culpa de hacer que Dios sea mentiroso? Seguramente te abstendrías de eso; entonces, atrévete a creer. Tú no puedes decir: “No tengo ningún derecho”; tú tienes el perfecto derecho de hacer lo que Dios te dice que hagas. Tú no puedes decirme que no eres apto; no se requiere ninguna aptitud, el mandamiento es dado y a ti te corresponde obedecer, no disputar. No puedes decir que no te atañe; es predicado a toda criatura bajo el cielo; y ahora, alma, es algo tan placentero confiar en el Señor Jesucristo que yo gustosamente quisiera persuadirme de que tú no necesitas ninguna persuasión. Es algo tan deleitable aceptar una perfecta salvación, ser salvado por la sangre preciosa y contraer esponsales con un Salvador tan brillante, que yo gustosamente espero que el Espíritu Santo te haya conducido a clamar: “Señor, creo; ayuda mi incredulidad”.    

 

 

Traductor: Allan Román

26/Diciembre/2013

www.spurgeon.com.mx