El Púlpito del Tabernáculo
Metropolitano
Yo sé que mi Redentor vive
NO. 504
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 12 DE ABRIL, 1863
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el
polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al
cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón
desfallece dentro de mí.” Job 19: 25-27.
La mano de Dios se ha recargado
pesadamente sobre nosotros en esta semana. Un anciano diácono, que fue miembro
de esta iglesia por más de cincuenta años, ha sido quitado de en medio de
nosotros; y una hermana, la amada esposa de otro de nuestros líderes, y miembro
por casi un mismo número de años, se ha quedado dormida. No ocurre con
frecuencia que una iglesia sea llamada a lamentar la partida de dos miembros
tan venerables; no hemos de prestar oídos sordos a esta doble admonición para
que nos preparemos para venir al encuentro de nuestro Dios. Que ambos fueran
preservados durante tanto tiempo, y fueran sostenidos tan misericordiosamente
por tantos años, no sólo era una razón de gratitud para ellos, sino también
para nosotros. Sin embargo, yo soy tan renuente a la predicación de los llamados
sermones fúnebres, que me abstengo
para que no parezca que encomio a la criatura cuando mi único propósito debe
ser magnificar la gracia de Dios.
Nuestro texto merece nuestra profunda
atención; difícilmente se habría escrito el prólogo de estas palabras de Job, si
el asunto no hubiera sido de suma importancia a juicio del patriarca que las expresó.
Escuchen el inusitado deseo de Job: “¡Quién diese que mis palabras fuesen
escritas! ¡Quién diese que se escribiesen en un libro; que con cincel de hierro
y con plomo fuesen esculpidas en piedra para siempre!” Tal vez apenas estaba
consciente del pleno significado de las palabras que decía, pero su alma santa
estaba impresionada con un sentido de alguna densa revelación oculta detrás de
sus palabras; por tanto, deseaba que fueran registradas en un libro. Job ha
visto cumplido su deseo: el Libro de los libros preserva las palabras de Job. Quería
verlas esculpidas sobre roca, cortadas profundamente con una pluma de hierro e
incrustadas con plomo; o bien, quería que fueran cinceladas sobre una lámina de
metal, de acuerdo con la costumbre de los antiguos, para que el tiempo fuera incapaz
de carcomer la inscripción. Job no vio cumplido su deseo en ese sentido,
excepto que sus palabras han quedado registradas en muchos y muchos sepulcros:
“Yo sé que mi Redentor vive”.
Algunos comentaristas opinan que Job, al
hablar aquí de la roca, se refería a su propio sepulcro cavado en la roca, y que
deseaba que este fuera su epitafio; anhelaba que fuera esculpido profundamente
para que las edades no desgastaran la inscripción; que cuando alguien
preguntara: “¿Dónde duerme Job?”, tan pronto como vieran el sepulcro del patriarca
de Uz, concibieran que murió en la esperanza de la resurrección, confiando en
un Redentor vivo.
No sabemos si esa frase adornaba los
portales de la última morada de Job, pero, ciertamente, las palabras no habrían
podido ser escogidas más adecuadamente. ¿Acaso el hombre de paciencia, espejo de
resistencia, modelo de confianza, no debería llevar en memoria suya esta línea
de oro, que está tan llena de toda la paciencia de la esperanza, y la esperanza
de la paciencia, como podría estarlo el lenguaje de los mortales? ¿Quién de
nosotros podría seleccionar una divisa más gloriosa para su último escudo de
armas?
Lamento decir que unos cuantos de
aquellos que han escrito sobre este pasaje no pueden ver en él a Cristo, o la
resurrección, en absoluto. Albert Barnes, entre otros, expresa su intenso pesar
porque no puede encontrar aquí la resurrección, y, por mi parte, siento pesar
por él. Si hubiese sido el deseo de Job predecir el advenimiento de Cristo y su
propia resurrección, no puedo ver qué mejores palabras podría haber usado; y si
esas verdades no son enseñadas aquí, entonces el lenguaje debe haber perdido su
objetivo original, y debe haber sido empleado para confundir y no para
explicar, para ocultar y no para revelar. Yo pregunto: ¿qué quiere decir el
patriarca, si no es que él resucitará cuando el Redentor esté en la tierra?
Hermanos, ninguna mente simple dejaría de encontrar aquí lo que casi todos los
creyentes han descubierto. Me siento seguro al apegarme al sentido antiguo y,
esta mañana, no buscaremos ninguna nueva interpretación, sino que nos
adheriremos a la interpretación común, con o sin el consentimiento de nuestros
críticos.
Al discurrir sobre esas líneas, voy a
hablar sobre tres cosas. Primero, descendamos
al sepulcro con el patriarca y contemplemos los estragos de la muerte. Luego,
con Job, miremos hacia lo alto buscando consolación
en el presente. Y, en tercer lugar,
y todavía en su admirable compañía, anticipemos
los futuros deleites.
I. Entonces, primero que nada, con el
patriarca de Uz, DESCENDAMOS AL SEPULCRO.
El cuerpo acaba de divorciarse del alma.
Los amigos que le amaron más tiernamente han dicho: “Sepultaré mi muerto de delante
de mí”. El cuerpo es cargado en el féretro y consignado a la muda tierra; luego
es circundado por los terraplenes de la muerte. La muerte tiene una multitud de
tropas. Si las langostas y las orugas son el ejército de Dios, los gusanos son
el ejército de la muerte. Estos hambrientos guerreros comienzan a atacar la
ciudad del hombre. Comienzan con las obras exteriores; toman por asalto las
fortificaciones externas, y derrumban las paredes. La piel, el muro de la ciudad
del hombre, es totalmente quebrantada, y las torres de su gloria son cubiertas
de confusión. Cuán rápidamente estropean toda belleza los crueles invasores. El
rostro acumula negrura; el semblante es profanado por la corrupción. Esas
mejillas que una vez fueron hermosas, rebosantes de juventud y sonrosadas de
salud, se han hundido, como una pared pandeada o una cerca tambaleante; esos
ojos, las ventanas de la mente, desde donde el júbilo y la aflicción atisbaban
por turnos, ahora están rellenos del polvo de la muerte; esos labios, las
puertas del alma, los accesos de ‘Almahumana’, son arrancados y sus cerrojos,
quebrantados. ¡Ay, ventanas de ágata y puertas de carbunclo!, ¿dónde están
ustedes ahora? ¡Cómo he de lamentar por ti, oh tú, ciudad cautiva, pues hombres
fuertes te han saqueado por completo! Tu cuello, que antes era como una torre
de marfil, se ha vuelto como una columna caída; tu nariz, tan recientemente
comparable a “la torre del Líbano, que mira hacia Damasco”, es como un
cuchitril arruinado; y tu cabeza, que descollaba como el Carmelo, se esconde
ahora como los terrones del valle. ¿Dónde está ahora la belleza? Los más hermosos
no pueden distinguirse de los más deformes. La vasija tan delicadamente
elaborada en la rueda del alfarero, es arrojada sobre el muladar junto a los
más viles tiestos.
Ustedes han sido crueles, ustedes,
guerreros de la muerte, pues aunque no blanden hachas y no sostienen martillos,
han destruido la obra tallada; y aunque no hablan con la lengua, han dicho en
sus corazones: “Devorémosla; ciertamente este el día que esperábamos; lo hemos
hallado, lo hemos visto.” La piel ha desaparecido. Las tropas han entrado a la
ciudad de ‘Almahumana’. Y ahora prosiguen su obra de devastación; los
despiadados merodeadores caen sobre el propio cuerpo. Allí están esos nobles
acueductos, las venas, a través de las cuales solían fluir las corrientes de la
vida; ahora, en vez de ser canales de vida, se han bloqueado con la tierra y
los desperdicios de la muerte, y ahora habrán de ser hechas trizas; ni una sola
de sus reliquias será conservada. Observen los músculos y los tendones, como
grandes calzadas que penetrando en la metrópoli, transportan la fuerza y la
riqueza del hombre por todos lados; su curioso pavimento ha de ser levantado, y
quienes transitan por ellas serán consumidos; cada hueso será horadado, y cada
curioso arco, y cada ligamento nudoso han de ser partidos y destruidos.
Hermosos tejidos, gloriosas bodegas, costosos motores, maravillosas máquinas,
todo, todo será desmontado, y no quedará piedra sobre piedra. Esos nervios, que
como alambres telegráficos conectaban todas las partes de la ciudad, para
transportar el pensamiento y el sentimiento y la inteligencia, han sido
cortados. No importa cuán artística pudiera ser la obra, -y, ciertamente,
estamos hechos de manera sumamente maravillosa, al punto de que el especialista
en anatomía se queda pasmado y asombrado al ver la destreza que el Dios eterno
ha manifestado en la formación del cuerpo- esos despiadados gusanos hacen
trizas todo, hasta que como una ciudad saqueada y despojada que ha sido
entregada a días de pillaje y de fuego, todo queda reducido a un montón de
ruinas: las cenizas a las cenizas, el polvo al polvo. Pero estos invasores no
se detienen aquí. Job dice que a continuación sus riñones se consumen (1).
Solemos hablar del corazón como la grandiosa ciudadela de la vida, la custodia
y la torre del homenaje donde el capitán de la guardia se sostiene firme hasta
el final (2).
Los hebreos no consideran al corazón,
sino a las vísceras inferiores, los riñones, como el asiento de las pasiones y
del poder mental. Los gusanos no los perdonan; ellos entran en los lugares
secretos del tabernáculo de la vida, y arrancan de la torre el estandarte.
Habiendo muerto, el corazón no puede seguir preservándose, y cae como el resto
del cuerpo: cae presa de los gusanos. ¡No queda nada, no queda absolutamente
nada! La piel, el cuerpo, las partes vitales, todo, todo se ha acabado. No
queda nada. En unos cuantos años, se podría levantar el césped y decir: “Aquí
durmió fulano de tal, y ¿dónde se encuentra ahora?”, y podrían registrar, rastrear
y cavar, pero no encontrarían ningún vestigio. La Madre Tierra ha devorado a
sus propios vástagos.
Queridos amigos, ¿por qué querríamos que
fuese de otra manera? ¿Por qué desearíamos preservar el cuerpo cuando el alma
ya se ha ido? ¡Qué vanos intentos han hecho los hombres para lograrlo con
ataúdes de plomo y envolturas de mirra e incienso! El embalsamamiento de los
egipcios, esos expertos ladrones del gusano, ¿qué ha logrado? Ha servido para conservar
algunos pobres y marchitos terrones de mortalidad sobre la tierra, para que
sean vendidos como curiosidades, arrastrados a climas extraños, y mirados por
ojos desconsiderados. No, que el polvo se vaya, y entre más pronto se disuelva,
mejor. ¡Y qué importa cómo se vaya! ¡Qué importa si es devorado por las
bestias, si es engullido por el mar para convertirse luego en alimento de los
peces! ¡Qué importa si las plantas con sus raíces succionan las partículas! ¡Qué
importa si el tejido pasa al animal, y del animal a la tierra, y de la tierra a
las plantas, y de la planta otra vez al animal! ¡Qué importa si los ríos lo
transportan a las olas del océano! Ha sido ordenado, que de alguna manera u
otra, todo ha de ser separado: “el polvo al polvo, las cenizas a las cenizas”.
Es parte del decreto que todo ha de perecer. Los gusanos o cualquier otro
agente de destrucción han de destruir este cuerpo. No trates de evitar lo que
Dios se ha propuesto; no lo veas como algo sombrío. Considéralo como una
necesidad; mejor aún, míralo como la plataforma de un milagro, el excelso
estado de la resurrección, puesto que Jesús, ciertamente, resucitará de los
muertos las partículas de este cuerpo, por dispersas que estén. Nos hemos
enterado de algunos milagros, pero ¡qué milagro tan grande es la resurrección!
Todos los milagros de la Escritura, sí, incluso aquellos obrados por Cristo,
son pequeños comparados con este milagro. El filósofo pregunta: “¿Cómo es
posible que Dios rastree cada partícula del cuerpo humano?” Dios puede hacerlo:
sólo tiene que decir la palabra, y cada uno de los átomos, aunque hubiere
viajado miles de leguas, aunque hubiere sido soplado como polvo a través del
desierto y en seguida hubiere caído en el seno del mar, y luego hubiere
descendido a sus profundidades para ser arrojado a una playa desolada,
engullido por las plantas, tragado por las bestias, o pasado al tejido de algún
otro hombre; este átomo individual, afirmo, encontrará a sus compañeros, y todo
el conjunto de partículas, al sonar la trompeta del arcángel, viajará al lugar
designado, y el cuerpo, el mismo cuerpo que fue depositado en la tierra,
resucitará de nuevo.
Me temo que mi presentación ha carecido
de interés al entretenerme en la exposición de las palabras de Job, pero pienso
firmemente que la médula de la fe de Job radica en esto: que tenía una visión
clara de que los gusanos destruirían su cuerpo después de hacerlo con la piel,
y de que, sin embargo, en su carne vería a Dios. Ustedes saben que si
pudiéramos preservar los cuerpos de los que han partido, lo consideraríamos
como un pequeño milagro. Si mediante algún proceso, utilizando especias y gomas,
pudiéramos preservar las partículas, para que el Señor reviviera esos huesos
secos, y reviviera la piel y la carne, sería ciertamente un milagro, pero no
sería un portento tan clara y palpablemente grande, como cuando los gusanos han
destruido el cuerpo. Cuando el tejido es absolutamente disuelto, y la
habitación es desmantelada, molida en pedazos, y arrojada en puñados al viento,
de tal forma que no queda ninguna traza, entonces se verá el poder de la
Omnipotencia cuando al fin Cristo esté sobre la tierra, y toda esa estructura
sea ensamblada nuevamente, cada hueso con su hueso.
Esta es la doctrina de la resurrección, y
bienaventurado es el hombre que no se tropieza con ninguna dificultad aquí, y
lo ve como algo que es una imposibilidad para el hombre pero una posibilidad
para Dios, y se aferra a la omnipotencia del Altísimo y dice: “¡Tú lo dices, y
será hecho!” Yo no podría comprender todo de Ti; me asombro ante Tu propósito
de levantar mis huesos desmoronados; pero yo sé que Tú realizas grandes
portentos, y no me sorprende que concluyas el grandioso drama de Tus obras de
creación aquí en la tierra, recreando el cuerpo humano mediante el mismo poder
por el cual resucitaste de los muertos el cuerpo de Tu Hijo Jesucristo, y
mediante esa misma energía divina que ha regenerado almas humanas a propia Tu imagen.
II. Ahora, habiendo descendido de esta manera
al sepulcro, y no habiendo visto nada allí sino sólo lo repugnante, MIREMOS A
LO ALTO CON EL PATRIARCA Y CONTEMPLEMOS UN SOL QUE RESPLANDECE CON UN CONSUELO
PRESENTE.
“Yo sé”, -dice el patriarca- “que mi
Redentor vive”. La palabra “Redentor” usada aquí, en el original hebreo es
“goel”: pariente (3). El deber del pariente, o ‘goel’, era este: supongan que
un israelita hubiese enajenado su propiedad, como sucedió en el caso de Noemí y
Rut; supongan que un patrimonio que había pertenecido a una familia, hubiese
sido transferido a otra familia por causa de la pobreza: el deber del ‘goel’,
el deber del redentor, era pagar el precio como el pariente más cercano, y
comprar otra vez la herencia. Boaz estaba en esa relación con Rut.
Ahora, el cuerpo puede ser considerado como
la herencia del alma: la pequeña finca del alma, ese pedacito de tierra donde
el alma ha solido caminar y deleitarse, como un hombre camina en su jardín o
mora en su casa. Ahora, eso ha sido enajenado. La muerte, como Acab, nos
arrebata el viñedo a nosotros, que somos como Nabot; perdemos nuestra propiedad
patrimonial; Muerte envía sus tropas para que tomen nuestro viñedo y destruyan
sus vides y las arruinen. Pero nos volteamos a Muerte y le decimos: “yo sé que
mi ‘Goel’ vive, y Él redimirá esta heredad; la he perdido; tú te apropiaste de
ella legalmente, oh Muerte, porque mi pecado decomisó mi derecho; he perdido mi
herencia por culpa de mi propia ofensa, y por causa de mi primer padre Adán;
pero vive Alguien que comprará la propiedad de nuevo.”
Hermanos, Job pudo decir esto de Cristo
mucho antes de que descendiera a la tierra: “yo sé que Él vive”; y ahora que ascendió
a lo alto, y llevó cautiva la cautividad, podemos decir seguramente con doble
énfasis: “yo sé que mi ‘Goel’, mi Pariente, vive y que pagó el precio, por lo que
recobraré mi patrimonio, de tal manera que en mi carne he de ver a Dios”. Sí,
manos mías, ustedes son redimidas con sangre; compradas, no con cosas
corruptibles, como con plata y oro, sino con la preciosa sangre de Cristo. Sí,
ustedes, pulmones jadeantes, y, tú, corazón palpitante, ¡ustedes han sido
redimidos! Aquel que redime el alma para que sea Su altar, ha redimido también
el cuerpo, para que sea un templo del Espíritu Santo. Ni siquiera los huesos de
José pueden permanecer en la casa de servidumbre. Ningún olor de fuego de
muerte puede pegarse a las ropas que sus hijos santos han vestido en el horno.
Recuerden, también, que se consideraba
siempre que era un deber del ‘goel’, no simplemente redimir por precio, sino
que en caso de que eso fracasara, debía redimir por medio del poder. Por esto,
cuando Lot fue llevado cautivo por los cuatro reyes, Abraham juntó a sus
propios jornaleros, y a los siervos de todos sus amigos, y salió contra los
reyes del oriente, y rescató a Lot y a los cautivos de Sodoma. Ahora, nuestro
Señor Jesucristo, que una vez hizo el papel de pariente pagando el precio por
nosotros, vive, y nos redimirá en poder.
¡Oh Muerte, tú tiemblas ante Su nombre! ¡Tú
conoces el poder de nuestro Pariente! ¡Tú no puedes oponerte a Su brazo! Tú lo
enfrentaste una vez en un duro combate cuerpo a cuerpo, y, oh Muerte, tú, en
verdad, le heriste en el calcañar. Él se sometió voluntariamente a esto, pues,
de lo contrario, oh Muerte, tú no tienes poder en contra Suya. ¡Pero Él te mató,
Muerte, te mató! Él te arrebató todos tus cofres, te quitó la llave de tu
castillo, abrió de par en par la puerta de tu calabozo, y, ahora, tú lo sabes,
Muerte, tú no tienes poder para retener mi cuerpo; tú puedes enviar a tus esclavos
para que lo devoren, pero tendrás que renunciar a él, y todo el botín de tus
esclavos será restaurado. Muerte insaciable, tu buche hambriento tendrá que
devolver las multitudes que has devorado. El Salvador te forzará a restaurar a
los cautivos a la luz del día.
Me parece ver a Jesús con los siervos de
Su Padre. “Los carros de Dios se cuentan por veintenas de millares de millares.”
¡Tocad trompeta! ¡Tocad trompeta! ¡Emanuel cabalga a la batalla! El
supremamente Poderoso se ciñe en majestad Su espada. ¡Él viene! Él viene para
arrebatar con poder las tierras de Su pueblo, de aquellos que han invadido su
porción. ¡Oh, cuán gloriosa es la victoria! No habrá ningún combate. Él viene,
ve y vence. El sonido de la trompeta bastará; Muerte huirá aterrorizada; y, de
inmediato, de los lechos del polvo y de la muda arcilla, los justos resucitarán
a las regiones de un día sempiterno.
Nos detendremos unos minutos más aquí,
para mencionar que, según se nos informa, había todavía muy conspicuamente en
el Antiguo Testamento un tercer deber del ‘goel’, que consistía en vengar la
muerte de su amigo. Si una persona era asesinada, el ‘Goel’ era el vengador de
su sangre; tomando su espada, perseguía de inmediato a la persona culpable del
derramamiento de sangre.
Así que ahora, visualicémonos como siendo
heridos por la Muerte. Su flecha nos acaba de traspasar el corazón, pero en el
acto de expirar, nuestros labios son capaces de jactarse de venganza, y ante el
rostro del monstruo clamamos: “yo sé que mi ‘Goel’ vive”. Tú puedes huir, oh
Muerte, tan rápidamente como quieras, pero ninguna ciudad de refugio podría
ocultarte de Él; te dará alcance; te atrapará, oh tú, monarca solitario, y
vengará en ti mi sangre.
Yo quisiera tener poderes de elocuencia
para desarrollar este magnífico pensamiento. Crisóstomo, o Christmas Evans
podrían describir la huída del Rey del Terror, la persecución hecha por el
Redentor, la captura del enemigo, y la muerte del destructor. Cristo mismo
vengará en Muerte, ciertamente, todo el daño que Muerte ha perpetrado en Sus
amados parientes. Consuélate, entonces, oh cristiano; tú tienes a Alguien que
siempre vive, aun cuando tú mueras, que te vengará, Alguien que ha pagado el
precio por ti, y Alguien cuyos fuertes brazos te han de liberar.
Prosiguiendo con nuestro texto, noten la
siguiente palabra, y parecería que Job encontró consolación, no solamente en el
hecho de que tenía un ‘Goel’, un Redentor, sino que su Redentor vive. Job no
dice: “Yo sé que mi ‘Goel’ vivirá, sino
vive”, teniendo una clara visión de
la existencia eterna del Señor Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre. Y
ustedes y yo, mirando hacia atrás, no decimos: “vivió, sino Él vive hoy”.
En este preciso día en que lamentan y se afligen por los venerados amigos que
fueron su sostén y su apoyo en años pasados, pueden ir a Cristo con confianza,
porque no sólo vive, sino que Él es la fuente de la vida; y, por tanto, ustedes
creen que Él puede sacar de Sí vida para aquellos seres que depositaron en la
tumba. Él es originalmente el Señor y dador de vida, y se declarará
especialmente que Él es la resurrección y la vida, cuando las legiones de Sus
redimidos sean glorificadas con Él.
Aunque no viera una fuente de la cual
pudiera brotar vida para los muertos, aun así creería todavía la promesa de
Dios que dijo que los muertos vivirán; pero cuando veo la fuente provista, y sé
que está llena hasta el borde y que se desborda, puedo regocijarme sin temblar.
Puesto que hay Uno que puede decir: “Yo soy la resurrección y la vida”, es algo
bendito ver ya el medio dispuesto delante de nosotros en la persona de nuestro
Señor Jesucristo. Miremos entonces en lo alto a nuestro ‘Goel’ que vive en este
preciso instante.
Sin embargo, me parece que el meollo del
consuelo de Job radica en esa palabrita: “Mi”. “Yo sé que MI Redentor vive”. ¡Oh,
hemos de aferrarnos a Cristo! Yo sé que Él es precioso en Sus oficios. Pero,
queridos amigos, tenemos que adquirir una propiedad en Él antes de que podamos
gozarle realmente. ¿De qué me sirve la miel del bosque si, como los
desfallecidos israelitas, no me atrevo a comerla? Es la miel que está en mi
mano, la miel que está en mis labios, la que ilumina mis ojos como le sucedió a
los ojos de Jonatán. ¿De qué me sirve el oro en la mina? En Perú, hay hombres
que son pordioseros, y en California algunos mendigan su pan. El oro que se
encuentra en mi bolsa es el que puede satisfacer mis necesidades, permitiéndome
comprar el pan necesario. De igual manera, ¿de qué me sirve un pariente si no
es mi pariente? Un Redentor que no me redimiera, un vengador que nunca se
levantara por mi sangre, ¿de qué me serviría? Pero la fe de Job era sólida y
firme en la convicción de que el Redentor era suyo.
Queridos amigos, queridos amigos,
¿podrían decir todos ustedes: “yo sé que mi
Redentor vive”? La pregunta es sencilla y está hecha sencillamente; pero,
oh, qué cosas tan solemnes penden de su respuesta a la pregunta: “¿es MI
Redentor?” Les exhorto a que no descansen ni se contenten hasta que por fe
puedan decir: “Sí, yo descanso en Él; yo soy Suyo y Él es mío”. Yo sé que
muchísimos de ustedes, mientras ven todo lo demás que poseen como algo que no
es suyo, pueden decir: “Mi Redentor
es mío”. Él es la única propiedad que es realmente nuestra. Nosotros pedimos
prestado todo lo demás; es más, debemos regresar nuestro propio cuerpo al
Grandioso Prestador. Pero a Jesús no le podemos dejar nunca, pues, incluso
cuando estamos ausentes del cuerpo, estamos presentes al Señor, y yo sé que ni
siquiera la muerte nos puede separar de Él, de tal forma que cuerpo y alma
están con Jesús, en verdad, incluso en las horas oscuras de la muerte, en la
larga noche del sepulcro, y en el estado separado de la existencia espiritual.
Amado, ¿tienes a Cristo? Es posible que
te aferres a Él con una débil mano, y que consideres que es casi una presunción
decir: “Él es mi Redentor”; sin embargo, recuerda que basta que tengas fe del
tamaño de un grano de mostaza y esa pequeña fe te da derecho a decir, y a decir
ahora: “Yo sé que mi Redentor vive”.
Hay otra palabra en esta frase
consoladora que sirvió, sin duda, para darle un gusto especial al consuelo de
Job. El patriarca pudo decir: “Yo SÉ”; “Yo SÉ que mi Redentor vive”. Decir: “yo
lo espero, yo confío en eso”, es consolador, y hay miles de ovejas en el redil de
Jesús que difícilmente pueden ir más lejos. Pero para alcanzar la médula de la
consolación, debes decir: “yo SÉ”. Los
condicionales: ‘si’, ‘pero’, y ‘tal vez’, son seguros asesinos de la paz y del
consuelo. Las dudas son cosas funestas en tiempos de aflicción. ¡Aguijonean el
alma como avispas! Si tengo alguna sospecha de que Cristo no es mío, entonces
hay vinagre mezclado con la hiel de la muerte. Pero si sé que Jesús es mío,
entonces la oscuridad no es oscura; aun la noche resplandecerá a mi alrededor. Del devorador salió comida, y del fuerte salió
dulzura. “Yo sé que mi Redentor vive”: es una lámpara que arde brillante
alegrando las humedades de la bóveda sepulcral; pero una débil esperanza es
como un vacilante pábilo que humea, haciendo simplemente que la oscuridad sea
visible, pero nada más. No me gustaría morir con una simple esperanza mezclada
con sospechas. Yo podría estar seguro con esto pero difícilmente estaría feliz;
pero, oh, cuán diferente es descender al río sabiendo que todo está bien,
confiado en que, aunque sea un gusano culpable, débil e indefenso, he caído en
los brazos de Jesús, creyendo que Él puede guardar el depósito que le he
encomendado.
Queridos amigos cristianos, yo quisiera
que nunca vieran la plena seguridad de la fe como algo imposible para ustedes.
No digan: “es algo demasiado elevado; no podría alcanzarlo”. He conocido a uno
o dos santos de Dios que raramente han dudado de su interés. Hay muchos de
nosotros que no siempre gozamos de algún éxtasis arrebatador, pero, por otro
lado, generalmente mantenemos el tenor sostenido de nuestro camino, simplemente
aferrándonos de Cristo, sintiendo que Su promesa es verdadera, que Sus méritos
son suficientes, y que estamos seguros. La seguridad es una joya por su valor,
mas no por su rareza. Es un privilegio común de todos los santos obtener la
gracia para alcanzarla y dicha gracia es otorgada libremente por el Espíritu
Santo.
Sin duda si Job, en Arabia, en aquellas
oscuras edades nebulosas, cuando sólo estaba el lucero matutino y no estaba el
sol, cuando veían muy poco, cuando la vida y la inmortalidad no habían sido
llevadas a la luz, si Job, antes de la venida y el advenimiento de Jesús podía
decir: “yo sé”, ustedes y yo no
deberíamos hablar menos positivamente. Dios no quiera que nuestro positivismo
sea una presunción. Tratemos y veamos que nuestras señales y evidencias sean
correctas, para que no nos formemos una esperanza infundada, pues nada puede
ser más destructivo que decir: “Paz, paz; y no hay paz”. Pero, oh, hemos de
construir para la eternidad, y construir sólidamente. No hemos de quedarnos
satisfechos con los meros cimientos, pues es desde los aposentos altos que
obtenemos la más amplia perspectiva. Pidamos al Señor que nos ayude a poner
piedra sobre piedra, hasta que seamos capaces de decir mientras le vemos: “Sí,
yo sé, yo SÉ que mi Redentor vive”.
Esto, entonces, ha de servir hoy de consuelo presente ante el prospecto de la
partida.
III. Y ahora, en el tercero y último lugar,
como LA ANTICIPACIÓN DEL DELEITE FUTURO, permítanme recordarles la otra parte
del texto. Job no solamente sabía que el Redentor vivía, sino que anticipó el
tiempo en que ‘al fin se levantará sobre
el polvo’. Sin duda Job se refería aquí a la primera venida de nuestro
Salvador, al tiempo cuando Jesucristo, “el goel”, el pariente, estaría en la
tierra para pagar con la sangre de Sus venas el precio del rescate, que había
sido pagado, en verdad, en fianza y estipulación, antes de la fundación del
mundo, en la promesa. Pero yo no puedo pensar que la visión de Job se detuviera
allí; él estaba esperando el segundo advenimiento de Cristo como el período de
su propia resurrección. No podemos apoyar la teoría de que Job resucitó de los
muertos cuando nuestro Señor murió, aunque ciertos judíos creyentes sostenían
muy firmemente esta idea en un tiempo. Estamos persuadidos de que “al fin” se
refiere al advenimiento de la gloria más bien que al de la vergüenza. Nuestra
esperanza es que el Señor vendrá para reinar en gloria allí donde una vez murió
en agonía. La resplandeciente y santa doctrina de la segunda venida ha sido
grandemente revivida en nuestras iglesias en estos últimos días, y yo espero,
en consecuencia, los mejores resultados. Hay siempre un peligro de que sea
pervertida y convertida en un abuso por mentes fanáticas, debido a
especulaciones proféticas; pero la doctrina, en sí misma, es una de las más
consoladoras y, a la vez, una de las más prácticas, tendiente a mantener
despierto al cristiano, debido a que el esposo viene a la hora menos pensada.
Amados, nosotros creemos que el mismo
Jesús que ascendió del monte del Olivar, vendrá así como ascendió al cielo.
Creemos en Su venida personal y en Su reino. Creemos y esperamos que cuando
tanto las vírgenes sabias como las necias se duerman; en la noche cuando el
sueño es pesado en los santos; cuando los hombres estén comiendo y bebiendo
como en los días de Noé, creemos que súbitamente como el relámpago brilla en el
cielo, así Cristo descenderá con voz de mando, y los muertos en Cristo
resucitarán y reinarán con Él. Esperamos la venida literal, personal y real de
Cristo a la tierra, como el tiempo en el que los gemidos de la creación serán
silenciados para siempre, y la ansiosa expectación de las criaturas será
cumplida.
Noten que Job describe a Cristo como levantado. Algunos intérpretes han leído
el pasaje: “Él estará levantado al fin contra la tierra”; que como la tierra ha
encubierto a los asesinados, como la tierra se ha convertido en el osario de
los muertos, Jesús se levantará para contender y decir: “¡Tierra, estoy en
contra tuya; entrega a tus muertos! ¡Ustedes, terrones del valle, cesen de ser
custodios de los cuerpos de los miembros de mi pueblo! ¡Silenciosas
profundidades, y ustedes, cavernas de la tierra, entreguen, de una vez por
todas, a aquellos a quienes han retenido prisioneros!” Macpela devolverá su
precioso tesoro, los cementerios y los camposantos liberarán a sus cautivos, y
todos los lugares profundos de la tierra entregarán los cuerpos de los fieles.
Bien, ya sea que eso suceda o no, la postura de Cristo, de pie sobre la tierra,
es significativa. Muestra Su triunfo. Él ha triunfado sobre el pecado, que una
vez, como una serpiente enroscada, había aprisionado a la tierra. En el propio
lugar en que Satanás ganó su poder, Cristo ha ganado la victoria. La tierra,
que fue el escenario del bien derrotado, de donde la misericordia fue
prácticamente expulsada, donde la virtud murió, donde todo lo celestial y puro,
como flores marchitadas por vientos pestilenciales, inclinaban sus cabezas,
secas y agostadas; en esta propia tierra todo lo que es glorioso florecerá en
perfección; y el propio Cristo, que una vez fue despreciado y rechazado por los
hombres, el más hermoso de todos los hijos de los hombres, vendrá en medio de
una muchedumbre de cortesanos, mientras reyes y príncipes le rendirán homenaje,
y todas las naciones le llamarán bienaventurado. “Y al fin se levantará sobre
el polvo”.
Entonces, en esa hora propicia, Job dice:
“En mi carne he de ver a Dios”. Oh, bendita anticipación: “He de ver a Dios.”
No dice: “he de ver a los santos”, -sin duda los veremos a todos en el cielo-
sino: “He de ver a Dios”. Noten que
no dice: “he de ver las puertas de perla, he de ver los muros de jaspe, he de
ver las coronas de oro y las arpas de armonía”, sino, “He de ver a Dios”; como
si esa fuese la suma y la sustancia del cielo. “En mi carne he de ver a Dios.” Los de limpio corazón verán a
Dios. Era su deleite verle, por la fe, en las ordenanzas. Se deleitaban al
contemplarle en comunión y oración. Allá en el cielo tendrán una visión de otro
tipo. Hemos de ver a Dios en el cielo, y hemos de ser hechos completamente a
semejanza de Él; el carácter divino será sellado en nosotros; y siendo hechos a
semejanza de Él, estaremos perfectamente satisfechos y contentos. Semejanza a
Dios, ¿qué más podríamos desear? Y ver a Dios, ¿podríamos desear algo mejor?
Veremos a Dios, y así habrá perfecto contentamiento para el alma y una
satisfacción de todas las facultades.
Algunos leen el pasaje así: “sin embargo,
veré a Dios en mi carne”, y por esto piensan que hay una alusión a Cristo,
nuestro Señor Jesucristo, como el verbo hecho carne. Bien, si es así, o no es
así, es seguro que veremos a Cristo, y Él, como el divino Redentor, será el
objeto de nuestra visión eterna.
Tampoco querremos jamás algún gozo que
esté más allá de verle simplemente a Él. No pienses, querido amigo, que esta
será una estrecha esfera para la consideración de tu mente. No es sino una
fuente de deleite: “veré a Dios”, pero esa fuente es infinita. Su sabiduría, Su
amor, Su poder, todos Sus atributos serán los objetos de tu eterna
contemplación, y como Él es infinito bajo cada aspecto, no hay temor de que se
agote. Sus obras, Sus propósitos, Sus dones, Su amor por ti, y Su gloria en
todos Sus propósitos, y en todas Sus obras de amor, vamos, estas cosas constituirán
un tema que nunca podría ser agotado. Puedes anticipar con divino deleite el
tiempo cuando en tu carne verás a Dios.
Pero tengo el deber de hacerles observar
cómo Job ha hecho expresamente que notemos que será en el mismo cuerpo. “En mi carne he de ver a Dios”; y luego dice otra vez: “Al cual veré por
mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro.” Sí, es verdad que yo, el mismo
hombre que está de pie aquí, aunque he de descender a la tumba, resucitaré muy
ciertamente como el mismo hombre y contemplaré a mi Dios. No parte de mí,
aunque sólo el alma tendrá alguna visión de Dios, sino mi todo, mi carne, mi
alma, mi cuerpo y mi espíritu contemplarán
a Dios.
Queridos amigos, no entraremos al cielo como
un navío sin mástil es remolcado al puerto; ninguno de nosotros llegará a la
gloria sobre tablas, ni sobre las piezas rotas del barco, sino que el barco
entero será flotado a salvo al fondeadero, estando a salvo tanto el cuerpo como
el alma. Cristo será capaz de decir: “Todo
lo que el Padre me da, vendrá a mí”, no solamente todas las personas, sino
todo lo de las personas, cada individuo en su perfección. No se encontrará en
el cielo un solo santo imperfecto. No habrá ningún santo sin un ojo, y mucho
menos algún santo sin un cuerpo. Ningún miembro del cuerpo habrá perecido;
tampoco el cuerpo habrá perdido nada de su belleza natural. Todos los santos
estarán allí, y todo lo de todos ellos; las mismas personas precisamente, sólo
que habrán resucitado de un estado de gracia a un estado de gloria. Habrán madurado;
ya no serán más la verde hierba, sino el grano lleno en la espiga; no serán
capullos sino flores; no serán bebés sino hombres.
Por favor noten, antes de concluir, cómo
el patriarca lo expresa como un gozo real y personal. “Y mis ojos lo verán, y
no otro”. No me traerán un reporte como lo hicieron con la Reina de Sabá, sino
que veré a Salomón, el Rey, por mí mismo. Podré decir, como le dijeron los que
hablaron a la mujer de Samaria: “Ya no creo solamente por tu dicho, sino que le
he visto por mí mismo.” Habrá una relación personal con Dios; no por medio del
Libro, que no es sino como un espejo; no a través de las ordenanzas, sino
directamente, en la persona de nuestro Señor Jesucristo, seremos capaces de
tener comunión con la Deidad como un hombre habla con su amigo.
“Y no otro”. Si yo fuera inconstante y
pudiera ser cambiado, eso estropearía mi consuelo. O si mi cielo tuviera que
ser gozado por medio de un poder legal, si los tragos de la bienaventuranza
tuvieran que ser bebidos a nombre mío, ¿dónde estaría la esperanza? Oh, no; veré
yo a Dios por mí mismo, y no por medio de otro. ¿No les hemos dicho cientos de
veces que nada servirá, sino la religión personal, y acaso no es éste otro
argumento a favor de eso, porque la resurrección y la gloria son cosas
personales? “Y no otro”. Si pudieran tener padrinos que se arrepintieran por
ustedes, entonces, pueden tener la certeza que tendrían padrinos que serían
glorificados por ustedes. Pero debido a que no hay otro que vea a Dios por ti,
entonces tú mismo has de ver y tú mismo has de encontrar un interés en el Señor
Jesucristo.
Para concluir, permítanme observar cuán
necios hemos sido ustedes y yo cuando hemos mirado a la muerte con
estremecimientos, con dudas, con desprecios. Después de todo, ¿qué es? ¡Gusanos!
¿Tiemblan ustedes ante esas viles cosas que se arrastran? ¡Partículas
esparcidas! ¿Nos alarmaremos ante ellas? Para enfrentar a los gusanos tenemos a
los ángeles; y para recoger las partículas esparcidas tenemos la voz de Dios.
Estoy seguro de que la tristeza de la muerte se ha esfumado por completo ahora
que arde la lámpara de la resurrección. Desvestirse no es nada puesto que nos
aguardan mejores ropas. Podemos anhelar la noche para desvestirnos para que
podamos resucitar con Dios.
Yo estoy seguro de que mis venerables
amigos aquí presentes, al aproximarse tanto como lo hacen ahora al tiempo de su
partida, han de tener algunas visiones de la gloria al otro lado del río.
Bunyan no estaba equivocado, mis queridos hermanos, cuando puso la tierra de Beula
a la conclusión del peregrinaje. ¿Acaso no es mi texto un telescopio que te
permitirá ver al otro lado del Jordán; no podría ser como manos de ángeles que
te traen manojos de mirra e incienso? Puedes decir: “Yo sé que mi Redentor
vive”. No puedes necesitar nada más; no estabas satisfecho con menos en tu
juventud, y no estarás contento con menos ahora.
Aquellos de nosotros que somos jóvenes,
somos consolados por el pensamiento de que pronto podríamos partir. Digo que
somos consolados, y no alarmados por él; y casi envidiamos a aquellos cuya
carrera está casi completada, porque tememos, -y, sin embargo, no debemos
hablar así, pues se ha de cumplir la voluntad del Señor- estaba a punto de
decir que tememos que nuestra batalla podría durar largo tiempo, y que, tal vez,
nuestros pies podrían resbalar; solamente Aquel que guarda a Israel no se
descuida ni duerme. Entonces, como sabemos que nuestro Redentor vive, esto será
nuestro consuelo en la vida: que aunque caigamos no seremos derribados por
completo; y puesto que nuestro Redentor vive, este será nuestro consuelo en la
muerte: que aunque los gusanos destruyan este cuerpo, en nuestra carne veremos
a Dios.
Que el Señor añada Su bendición a las
débiles palabras de esta mañana, y a Él sea la gloria para siempre. Amén.
“¡Sepulcro, guardián
de nuestro polvo!
¡Sepulcro, tesoro
de los cielos!
Cada átomo que
te ha sido confiado
Descansa en
la esperanza de resucitar.
¡Escucha! La
trompeta del juicio llama;
Alma,
reconstruye tu casa de arcilla,
Tus paredes
son la inmortalidad,
Y tu día es
la eternidad.”
Notas del
traductor:
(1)
Job
dice que a continuación sus riñones se consumen. El señor Spurgeon hace esta
explicación porque en la Versión King James en inglés de la Biblia, el
versículo 27 del capítulo 19 de Job dice: “though
my reins be consumed within me”. “Aunque mis riñones sean consumidos dentro
de mí.”
(2)
Torre
del homenaje: la torre más importante de un castillo, en la cual prestaba
juramento el gobernador de la fortaleza.
(3)
La
palabra goel, es un término técnico del
derecho israelita. Se aplica a menudo a Dios salvador de su pueblo y vengador
de los oprimidos. El Judaísmo rabínico la aplicó al Mesías; de ahí sin duda la
traducción de San Jerónimo: “mi Redentor”.
Traductor: Allan Román
12/Marzo/2009
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