El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
429
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“¿Dónde,
pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras?
No, sino por la ley de la fe”. Romanos 3: 27.
El orgullo es
sobremanera detestable para Dios. Como un pecado, Su santidad lo odia. Como una
traición, Su soberanía lo detesta. Como una rebelión, todos Sus atributos están
confabulados para reprimirlo. Dios ha tocado con Su dedo otros pecados, pero ha
desnudado Su brazo en contra de este vicio. Ha habido, lo sé, terribles juicios
contra la lujuria, pero ha habido diez veces más juicios contra esa agigantada
lujuria del corazón engañoso. Recuerden que la primera transgresión albergaba
orgullo en su esencia. El ambicioso corazón de Eva deseaba ser como Dios,
sabiendo el bien y el mal, y Adán imaginaba que sería promovido a un rango
divino si se atrevía a cortar y comer. La expulsión del Paraíso, la esterilidad
del mundo, los dolores del parto, el sudor de la frente y la certeza de la muerte,
todo ello puede ser rastreado hasta este fructífero engendrador del mal: el
orgullo. Recuerden a la torre de Babel y cómo Dios esparció y confundió
nuestras lenguas. El orgullo del hombre le condujo a buscar una monarquía
indivisa para así poder ser grande. La torre debía ser el punto de confluencia
de todas las tribus, y habría sido el trono central de toda la grandeza humana,
pero Dios nos esparció para que el orgullo no pudiera escalar una pendiente tal
alta. Orgullo, tú has sufrido severos reveses que Dios te propinado. Contra ti
ha pulido Su espada y ha preparado Sus armas de guerra. El Señor, el propio
Jehová de los ejércitos lo ha jurado, y seguramente Él envilecerá la soberbia
de toda gloria humana y hollará toda jactancia así como es hollada la paja en
el muladar. No multipliques palabras de grandeza y de altanería; cesen las
palabras arrogantes de tu boca pues los arcos de los fuertes han sido quebrados
y la altivez del hombre ha sido abatida. Recuerda a Faraón y las plagas que
Dios trajo sobre Egipto, y los portentos que realizó en el campo de Zoán.
Recuerda el Mar Rojo y cómo cortó a Rahab y quebrantó al dragón. Piensa en
Nabucodonosor, el poderoso arquitecto de Babilonia, que fue echado de entre los
hombres para que comiera hierba como los bueyes hasta que sus uñas crecieron
como las de las aves y su pelo creció como plumas de águila. Recuerda a
Herodes, que fue comido de gusanos por cuanto no dio la gloria a Dios; y a
Senaquerib, con el garfio del Señor en sus quijadas, quien regresó por la ruta
por la que había llegado hasta el lugar donde sus hijos se convertirían en sus
asesinos. No me alcanzaría el tiempo para hablar de todos los incontables
conquistadores y emperadores y hombres valientes de la tierra que han perecido bajo
el estallido de Tu reprensión, oh Dios, porque se alzaron y dijeron: “Yo, y
nadie más”. Él ha hecho volver atrás a los sabios y ha desvanecido su sabiduría,
y nadie puede jactarse en Su presencia. Sí, cuando el orgullo ha buscado escudarse
en los corazones del pueblo escogido de Dios, la flechas de Dios lo han buscado
ahí y han chupado su sangre. Dios sigue amando a Su siervos pero aborrece el
orgullo aun en ellos. David puede ser un varón conforme al corazón de Dios,
pero si su orgullo lo levanta al punto de hacer un censo del pueblo, entonces
tendrá que elegir entre tres castigos y él escogerá de buen grado la peste en
la tierra por ser la menor de las plagas. O si Ezequías muestra a los
embajadores de Babilonia sus riquezas y tesoros, le vendrá el reproche: “¿Qué
vieron en tu casa?”, y la amenaza: “Y de tus hijos que saldrán de ti, que
habrás engendrado, tomarán, y serán eunucos en el palacio del rey de
Babilonia”. Oh, hermanos, no olviden que Dios ha pronunciado las más solemnes
palabras y que también ha emitido los más terribles juicios en contra del
orgullo. “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la
altivez de espíritu”. “No sufriré al de ojos altaneros y de corazón vanidoso”.
“La soberbia y la arrogancia… aborrezco”. “Jehová asolará la casa de los
soberbios”. “Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y
altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido”. “He aquí yo estoy contra ti, oh
soberbio, dice el Señor, Jehová de los ejércitos”. Hay cientos de terribles
textos como estos, pero no podemos citarlos todos. Ahora observen que para
poner un estigma perenne sobre la vanidad del hombre, y para arrojar, de una
vez por todas, cieno e inmundicia sobre toda la vanagloria humana, Dios ha
establecido que la única manera en la que Él salva a los hombres es de un modo
que excluye por completo toda posibilidad de que el hombre diga una sola palabra
a modo de vanagloria. Él ha declarado que el único fundamento que Él pondrá
jamás será uno por medio del cual la fuerza del hombre será hecha pedazos y el
orgullo del hombre será humillado en el polvo. Les pido su atención a este tema
en esta mañana. Pretendo desarrollar y explicar el significado del texto: “¿Dónde,
pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras?
No, sino por la ley de la fe”.
Notaremos, antes que
nada, el plan rechazado, o la ley; luego
notaremos el vicio excluido; habiendo
hecho eso, notaremos en tercer lugar, que
el propio hecho de que la jactancia está excluida permite la recepción de los
peores pecadores; y concluiremos observando que el mismo sistema que excluye la jactancia incluye la humilde y devota
gratitud para con Dios por Su gracia y misericordia.
I. Primero,
entonces, EL PLAN RECHAZADO.
Había dos formas en las
que el hombre habría podido ser bendecido para siempre. La una era por obras: “Haz
esto, y vivirás; sé obediente y recibe la recompensa; guarda el mandamiento y
la bendición será tuya, bien ganada y certeramente pagada”. El único plan
alterno era: “Recibe la gracia y la bendición como un don gratuito de Dios;
comparece como un pecador culpable que no tiene ningún mérito y como un pecador
rebelde que merece todo lo contrario a la bondad, y preséntate allí y recibe todas
tus cosas buenas, entera, simple y exclusivamente por el amor gratuito y la
misericordia soberana de Dios”. Ahora bien, el Señor no eligió el sistema de
obras. La palabra ley, tal como es
usada dos veces en el texto, es empleada –así lo creen muchos comentaristas-
por cortesía para los judíos que eran muy aficionados a esa palabra, para no
despertar su antagonismo; pero aquí quiere decir, lo mismo que en otras partes
en
Ahora, yo supongo que en
esta congregación contamos sólo con unos cuantos –pudiera haber algunos- que se
entregarían a la esperanza de ser salvados por la ley en sí misma; pero existe
un engaño muy difundido que tal vez Dios modifique la ley, o que por lo menos
acepte una sincera obediencia aunque fuese imperfecta; que Él dirá: “Bien, este
hombre hizo lo que pudo, por tanto, voy a tomar lo que ha dado como si fuese
perfecto”. Ahora bien, recuerden que, en contra de esto, el apóstol Pablo
declara perentoriamente: “Por las obras de la ley ningún ser humano será
justificado”, de manera que esa suposición recibe una respuesta inmediata. Pero,
más aún, la ley de Dios no puede cambiar, nunca puede contentarse con recibir
menos de ti de lo que te exige. ¿Qué dijo Cristo? “Más fácil es que pasen el
cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la ley”, y también dijo
expresamente: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no
he venido para abrogar, sino para cumplir”. Las exigencias de la ley fueron
satisfechas y cumplidas por Cristo a nombre de los creyentes; pero respecto a las
exigencias para quienes están bajo la ley, siguen siendo tan grandes, tan
onerosas y tan rigurosas como siempre lo fueron. A menos que Su ley pudiese ser
alterada -y eso es imposible- Dios no puede aceptar nada que no sea una obediencia
perfecta; y si tú esperas ser salvo mediante tus denodados esfuerzos para hacer
lo mejor, tus esperanzas son cosas podridas, engaños y falsedades, y tú
perecerás envuelto en las mortajas de tu orgullo. “Sí” –dirán algunos- “¿pero
no podría ser en parte por gracia y en parte por obras?” No. El apóstol dice que
la jactancia está excluida, y excluida por la ley de la fe; pero si dejamos
entrar a la ley de las obras en algún grado, no podemos dejar fuera a la
jactancia, pues hasta ese grado tú le das al hombre la oportunidad de
congratularse a sí mismo como habiéndose salvado a sí mismo. Permítanme decir
esto en términos generales: esperar ser salvado por obras es un engaño; esperar
ser salvado por un método en el cual la gracia y las obras están obrando
conjuntamente no es meramente un engaño, sino un engaño absurdo, puesto que es
contrario a la propia naturaleza de las cosas que la gracia y el mérito se
confabulen alguna vez y obren conjuntamente. Nuestro apóstol ha declarado un
sinnúmero de veces que si es por gracia ya no es por obras, de otra manera la
gracia ya no es gracia; y si es por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra. Ha de ser una cosa o
la otra. Esas dos cosas no pueden unirse en matrimonio, pues Dios prohíbe esas
amonestaciones matrimoniales. Él quiere que deba ser o todo por gracia o todo
por obras; que deba ser o todo por Cristo o todo por el hombre; pero que Cristo
sirva de contrapeso, que Cristo suplemente los ajustados vestidos de ustedes
agregando un parche propio Suyo, que Cristo pise una parte del lagar y que
ustedes pisen el resto; ¡oh!, eso no puede ser nunca. Dios no será nunca uncido
con la criatura. Sería posible enlazar a un ángel con un gusano y pedirles que
vuelen juntos, pero Dios unido a la criatura –la sangre preciosa de Jesús con
el agua fétida de la zanja de nuestros méritos humanos- nunca, nunca. ¡Nuestras
imitaciones de piedras preciosas, nuestras falsedades barnizadas, nuestras
justicias que no son sino como trapo de inmundicia nunca serán puestas con las
cosas divinas, sempiternas, preciosas, verdaderas y reales de Cristo! ¡Nunca! ¡Sólo
que el cielo se funda en una alianza con el infierno y la santidad ande
coqueteando con la impureza! Ha de ser una cosa o la otra, ya sea el mérito del
hombre de manera única y absoluta, o un favor inmerecido e íntegro de parte del
Señor. Ahora bien, yo supongo que si yo fuera a trabajar muy arduamente, como
nunca antes, para dar caza y lograr la extinción de este espíritu malvado de
entre los hijos de los hombres, aun así se me escaparía, pues se esconde de
muchas formas, y por tanto, permítanme decir que en ninguna forma, en ningún
sentido, en ningún solo caso y en ningún grado del tipo que sea, somos salvados
por nuestras obras o por la ley. Digo que en ningún sentido porque los hombres
hacen grandes cambios para mantener viva a su justicia propia. Les voy a
mostrar a un hombre que dice: “Bien, yo no espero ser salvado por mi
honestidad; no espero ser salvado por mi generosidad ni por mi moralidad; pero
por otra parte, yo he sido bautizado; participo de
II. Ahora,
en la segunda sección, voy a MOSTRAR QUE
El primer hombre que
entró en el cielo, entró por medio de la fe. “Por la fe Abel ofreció a Dios más
excelente sacrificio que Caín”. Sobre las tumbas de todo el considerable número
de seres humanos aceptados por Dios, tú puedes leer el epitafio: “Conforme a la
fe murieron todos éstos”. Por fe recibieron la promesa y en medio de aquel brillante
y resplandeciente gentío no hay ni una sola persona que no confiese: “Hemos
lavado nuestras ropas, y las hemos emblanquecido en la sangre del Cordero”. Entonces,
el plan que Dios ha elegido es uno que es solamente por gracia.
Voy a procurar proyectar
ese plan ante el ojo de nuestra mente. Vamos a imaginar que Jactancia está
sobremanera deseosa de entrar en el reino del cielo. Se aproxima hasta la
puerta y toca. El portero se asoma y pregunta: “¿Quién está ahí?” “Soy
Jactancia” –responde- “y alego que tengo un derecho al asiento más prominente; alego
que yo debería exclamar en voz alta y decir: ‘Gloria sea dada al hombre, pues
aunque cayó, se ha levantado y ha forjado su propia redención”. Y el ángel le
dijo: “¿Pero no has oído que la salvación de las almas no es del hombre, ni por
el hombre, sino que Dios tendrá misericordia del que Él tenga misericordia, y
se compadecerá del que Él se compadezca? Márchate, Jactancia, pues el asiento
más prominente no puede ser tuyo jamás, cuando Dios, en directa oposición al
mérito humano, ha rechazado al fariseo y ha elegido al publicano y a la ramera
para que entren en el reino del cielo”. Entonces Jactancia dijo: “Permíteme que
tome mi lugar, entonces, si no en el asiento más prominente, con todo, en algún
lugar en medio de la multitud resplandeciente; por ejemplo, permíteme que tome
mi lugar en el asiento de elección; que
se diga y se proclame que aunque Dios efectivamente eligió a Su pueblo, con
todo, fue debido a sus obras que Él previó, y a su fe que Él anticipó, y que,
por tanto, previendo y anticipando eso, Él los eligió por causa de una excelencia
que Su presciencia descubrió en ellos; permite que me siente ahí”. Pero el
portero dijo: “No, tú no puedes sentarte ahí, pues la elección es conforme al propósito
eterno de Dios que hizo en Cristo Jesús antes que el mundo fuese. Esta elección
no es por obras, sino por gracia, y la razón de la selección del hombre que
realiza Dios radica en Él mismo y no en el hombre; y en cuanto a esas virtudes
que tú dices que Dios anticipó, Dios es el autor de todas ellas si es que
existen, y lo que es un efecto no puede ser una causa primera; Dios destinó a
estos hombres a la fe y a las buenas obras, y su fe y sus buenas obras no
habrían podido ser la causa de su predestinación”. Luego directamente desde las
puertas del cielo sonó la trompeta que proclamaba: “(pues no habían aún nacido,
ni habían hecho aún ni bien ni mal, para que el propósito de Dios conforme a la
elección permaneciese, no por las obras sino por el que llama), se le dijo: El
mayor servirá al menor”. Entonces Jactancia descubrió que como las obras no
tenían ningún lugar en la elección, no había espacio para que ella se sentara
ahí, y entonces se quedó pensando dónde podría ubicarse. Así que después de un
lapso Jactancia le dijo al portero: “Si no puedo ocupar la silla de elección,
me contentaré con sentarme en el lugar de conversión, pues seguramente es un
ser que se arrepiente y cree”. El portero no negó la verdad de eso, y entonces
este espíritu malvado dijo: “Si un hombre cree y otro no, seguramente eso debe
ser por un acto de la voluntad del hombre, y siendo libre y sin sesgo su
voluntad, tiene que ser en gran medida un crédito de ese hombre que crea y se
arrepienta y sea por tanto salvado, pues otras personas, teniendo oportunidades
similares y teniendo sin duda la misma gracia, rechazan la misericordia
ofrecida y perecen, mientras que este hombre la acepta; por esa razón permíteme
que al menos me siente ahí”. Pero el ángel le respondió airado: “¡Tomar tu
asiento allí! Vamos, eso sería tomar el asiento más prominente de todos, pues
este es el gozne y el punto crucial, y si tú le dejaras eso al hombre entonces le
darías la joya más reluciente de la corona. ¿Mudará el etíope su piel, y el
leopardo sus manchas? ¿Acaso no es Dios el que en nosotros produce así el
querer como el hacer, por Su buena voluntad? Por Su propia voluntad nos
engendró con la palabra de verdad, y no es por la voluntad de varón, ni de
sangre, ni de nacimiento. Oh, Presumido, tu libre albedrío es una mentira; no
es el hombre quien elige a Dios, sino Dios quien elige al hombre, pues Cristo
dijo: ‘No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros’; y
también le dijo a la muchedumbre impía: ‘No queréis venir a mí para que tengáis
vida’, con lo cual asestó un golpe mortal a todas las ideas de libre albedrío
cuando declaró que el hombre no quiere venir
a Él para tener vida eterna; y como si aquello no fuese suficiente, dijo también
en otra parte: ‘Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le
trajere’”. Así que, Jactancia, aunque no lo admitiera de buen grado, tuvo que
quedarse afuera, y no pudo tomar su lugar en el banquillo de conversión en el
cielo; y mientras estuvo allí muy poco avergonzada, pues no conoce la vergüenza,
oyó un cántico suspendido sobre las almenas del cielo que provenía de toda la
multitud allí presente, en acentos como estos: “No a nosotros, oh Jehová, no a
nosotros, sino a tu nombre da gloria”.
“Fue el mismo amor que preparó el festín
El que gentilmente nos forzó a entrar;
De otra manera aún habríamos rehusado probar
Y habríamos perecido en nuestro pecado”.
“Pero entonces” –dijo
Jactancia- “ya que no puedo acceder a un lugar tan prominente, permíteme
sentarme al menos en el humilde banquillo de perseverancia, y deja que al menos
se diga que si bien Dios salvó al hombre y que, por tanto, ha de recibir la
gloria, aun así el hombre fue fiel a la gracia recibida; no volvió atrás a la
perdición, sino que vigiló y fue muy cuidadoso y se mantuvo en el amor de Dios
y, por tanto, se le debe reconocer un considerable crédito, pues mientras muchos
se regresaron y perecieron, pudiendo él hacer lo mismo, luchó contra el pecado,
y así, por haber usado su gracia se mantuvo a salvo; deja que me siente,
entonces, en la silla de perseverancia”. Pero el ángel replicó: “No, no, ¿qué
tienes tú que ver con eso? Yo sé que está escrito: ‘Conservaos en el amor de
Dios’, pero ese mismo apóstol prohíbe toda confianza carnal en el esfuerzo
humano en esta bendita doxología: ‘Y a aquel que es poderoso para guardaros sin
caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único
y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia,
ahora y por todos los siglos. Amén’. Lo que es un mandamiento en una Escritura,
es una promesa del pacto en otra, donde está escrito: ‘Pondré mi temor en el
corazón de ellos, para que no se aparten de mí’”. ¡Oh, hermanos!, bien sabemos
ustedes y yo que nuestra posición no depende de nosotros mismos. Si fuera
cierta esa doctrina arminiana que afirma que nuestra perseverancia descansa en
nuestras propias manos, entonces la condenación sería la suerte de todos
nosotros. Yo no puedo guardarme a mí mismo ni un minuto. Mucho menos año tras
año.
“Si alguna vez llegara a suceder
Que unas ovejas de Cristo se perdieran;
¡Ay!, mi veleidosa y débil alma,
Caería mil veces al día”.
Pero, ¿qué dice
III. Y
ahora, en tercer lugar, y muy brevemente. Amados en Cristo Jesús, cuán preciosa
verdad tengo que sostener en alto ahora ante los ojos de los pobres pecadores
perdidos que hoy están conscientes de que no tienen ningún mérito propio. Alma,
Permítanme enunciar esta
verdad ampliamente, para que el ignorante pueda captarla. Tú dices hoy: “Amigo,
yo nunca asisto a la casa de Dios, y hasta ahora he sido un ladrón y un
borracho”. Bien, en el asunto de la salvación tú estás hoy al mismo nivel que
el pecador más moral y que el más honesto incrédulo. Ellos están perdidos
puesto que no creen, igual que lo estás tú. Si los más honestos fueran salvados
no será por su honestidad, sino por la gracia inmerecida de Dios; y si el más
villano fuera salvado, tiene que ser por el mismo plan. Hay una sola puerta al
cielo para el más casto así como para el más libertino. Cuando venimos a Dios,
los mejores de nosotros no pueden llevar nada consigo, y los peores de nosotros
no pueden llevar menos. Yo sé que si lo planteo así algunos dirán: “Entonces,
¿cuál es el bien de la moralidad?” Se los diré. Dos hombres caen
accidentalmente al agua allá; uno de los hombres tiene la cara sucia y el otro
tiene la cara limpia. Alguien les arroja una cuerda desde la popa del barco, y
sólo esa cuerda podrá salvar a los hombres que se están hundiendo, sin importar
si sus rostros están limpios o sucios. ¿Acaso no es esa la verdad? ¿Subestimo
por eso la limpieza? Ciertamente no; pero no salvará al hombre que se está ahogando
así como tampoco la moralidad salvará al moribundo. El hombre limpio puede
hundirse con toda su limpieza, y el hombre sucio puede ser rescatado con toda
su inmundicia si la cuerda le queda a su alcance. O tomen este otro caso. Aquí
tenemos a dos individuos, cada uno con un cáncer terminal. Uno de ellos es rico
y se viste de púrpura, y el otro es pobre y se cubre con unos cuantos andrajos;
y yo les digo: “Ustedes dos están en igualdad de condiciones ahora; aquí viene
el propio médico: Jesús, el rey de la enfermedad. Si los tocase podría sanarlos
a ambos; no hay ninguna diferencia entre ustedes de ningún tipo”. ¿Acaso digo
por eso que las ropas de uno de los hombres no son mejores que los harapos del
otro? Por supuesto que son mejores en ciertos aspectos, pero no tienen nada que
ver con el tema de curar la enfermedad. Así la moralidad es una pulcra
envoltura para el pestilente veneno, pero no altera el hecho de que el corazón
es vil y que el hombre mismo está bajo condenación.
Supongan que yo fuera un
médico del ejército, y que hubiera habido una batalla. Allá está un hombre: es
un capitán y un hombre valiente; él condujo a sus tropas a lo más recio del combate,
y se está desangrando con peligro de su vida por una herida profunda. A su lado
yace un hombre de la tropa el cual es un gran cobarde y fue herido de la misma
manera. Yo me acerco a ambos y les digo: “Ustedes dos se encuentran en la misma
condición; ambos tienen el mismo tipo de heridas, y yo puedo sanarlos a ambos”.
Pero si alguno de ustedes me dijera: “márchate de aquí; no tengo nada que ver
contigo”, su herida será su muerte. Si el capitán me dijera: “yo no te
necesito; yo soy un capitán; anda y revisa a ese pobre perro que está allá”. ¿Acaso
su valor y su rango le salvarán la vida? No, esas son cosas buenas, pero no son
cosas salvadoras. Lo mismo sucede con las buenas obras; los hombres pueden ser
condenados tanto con ellas como sin ellas, si las convirtieran en la base de su
confianza. ¡Oh, qué evangelio es este para ser predicado en nuestros teatros;
decirles a esos vagabundos, a esos individuos que están llenos de todo tipo de
cosas repulsivas que el mismo camino de salvación está abierto para ellos como
para un par del reino o para un obispo en funciones; que no hay ninguna
diferencia entre nosotros en la manera de la misericordia, que todos estamos
condenados; que pudiera haber grados respecto a nuestra culpa, pero que el
hecho de nuestra condenación es tan cierto para los mejores como para los
peores! “¡Oh” –dices tú- “esta es una doctrina que iguala!” ¡Ah, bendice a Dios
si eres colocado en el mismo nivel! “¡Oh” –dices tú- “pero esto cercena todo lo
que es bueno en el hombre!” ¡Ah!, gracias a Dios si mata todo aquello en lo que
el hombre se gloría, pues lo que el hombre considera bueno es a menudo una
abominación delante de Dios. Y, ¡oh!, que todos nosotros juntos, morales o
inmorales, castos o libertinos, honestos o malvados pudiéramos venir con una
cuerda alrededor de nuestro cuello y con las algas de la penitencia enredadas
en nuestros lomos, y decir: “Grandioso
Dios, perdónanos; todos nosotros somos culpables; concédenos la gracia aunque
no la merezcamos; otórganos Tu favor aunque no tengamos ningún derecho a eso,
pero otórganos Tu favor porque Jesús murió”. ¡Oh!, Él no echará nunca a nadie
que se acerque de esa manera, pues esa es la manera de la salvación. Y si
podemos poner nuestra mano esta mañana –sin importar que anoche estuviera negra
de lascivia o que estuviera roja hasta el codo de homicidio- si podemos poner
nuestra mano sobre la cabeza de Jesús, y creer en Él, entonces la sangre de
Jesucristo, el amado Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado. ¿Dónde está la
jactancia ahora? Tú, que has hecho tanto por la humanidad, no puedes jactarte
pues no tienes nada de qué jactarte. Ustedes, finos caballeros y nobles damas,
¿qué dicen a esto? Oh, sean sabios, y únanse a la oración: “¡Pero Tú, oh Señor,
sé propicio a nosotros, miserables pecadores!” Y que el Señor pronuncie sobre
nosotros el veredicto: “Vosotros limpios estáis, vayan y no pequen más; todas
sus iniquidades han sido perdonadas”.
IV. Concluyo
observando simplemente que EL MISMO PLAN QUE DEJA AFUERA A JACTANCIA NOS
CONDUCE A UNA FERVIENTE GRATITUD PARA CON CRISTO.
Algunas veces la gente
nos pregunta: “¿piensas que esa cosa es necesaria para la salvación?” O tal vez
hagan la pregunta de otra manera: “¿cuánto tiempo crees que un hombre ha de ser
piadoso para que sea salvado?” Yo respondo: ‘querido amigo, tú no puedes
entendernos pues nosotros sostenemos que esas cosas no salvan en ningún
sentido; luego preguntan: “¿por qué, entonces, eres bautizado?” O, “¿por qué
caminas en santidad?” Bien, no lo hago para salvarme, sino porque soy salvo.
Cuando sé que cada pecado mío ha sido perdonado, que no puedo perderme, que
Cristo ha jurado llevarme al lugar donde Él está, entonces digo, Señor ¿qué
cosa pudiera hacer por ti? Dímelo. ¿Puedo arder por Ti? Bendita sería la
hoguera si pudiera besarla. Si Tú has hecho tanto por mí, ¿qué puedo hacer por
Ti? ¿Hay alguna ordenanza que implique abnegación? ¿Hay algún deber que me
obligue al renunciamiento? Tanto mejor.
“Ahora por el amor llevo Su nombre,
Lo que era mi ganancia lo considero mi pérdida;
Mi antiguo orgullo lo catalogo como mi vergüenza,
Y clavo mi gloria a Su cruz”.
Esta es la manera de
hacer buenas obras; y las buenas obras son imposibles mientras no vengamos aquí.
Cualquier cosa que hagas con la intención de salvarte a ti mismo es un acto
egoísta, y por tanto, no puede ser bueno. Sólo lo que es realizado para la
gloria de Dios es bueno en un sentido acorde con
Oh, necesitamos gracia
para que podamos vivir para alabanza de la gloria de Su gracia, con la que nos
hizo aceptos en el Amado, produciendo los frutos de justicia que son por medio
de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios. Porque de Él, y por Él, y para Él
son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos. Amén.
Traductor: Allan Roman
1/Febrero/2013
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