El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Nueva Naturaleza

NO. 398

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 30 DE JUNIO DE 1861

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Porque: toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada”. 1 Pedro 1: 23-25.

 

Pedro había exhortado vivamente a los santos de la dispersión a que se amaran unos a otros “entrañablemente, de corazón puro”, y sabiamente toma su argumento, no de la ley, ni de la naturaleza, ni de la filosofía, sino de esa naturaleza excelsa y divina que Dios ha implantado en Su pueblo. ‘Amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro; siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible’. Yo podría comparar a Pedro con un juicioso tutor de príncipes de sangre real, que se esfuerza por engendrar y fomentar un regio espíritu en los hijos del rey. Basándose en la posición y noble ascendencia de ellos, blande argumentos para un comportamiento digno: “No actúen insensatamente, pues sería indecoroso en un rey; no hablen así ya que un lenguaje impúdico sería indigno de un príncipe; no se entreguen a esas vanidades, pues esa locura sería degradante para los ilustres de la tierra”. Entonces, mirando al pueblo de Dios, viendo que son herederos de la gloria, príncipes de sangre real, descendientes del Rey de reyes y la verdadera y única aristocracia real de la tierra, Pedro les dice: “Ámense unos a otros en razón de su noble nacimiento, siendo renacidos de simiente incorruptible; háganlo en razón de su linaje, siendo descendientes de Dios, el Creador de todas las cosas, y en razón de su destino inmortal, pues nunca morirán, aunque la gloria de la carne se marchite y su propia existencia cese. Creo que sería bueno, hermanos míos, que con un espíritu de humildad, ustedes y yo reconociéramos la verdadera dignidad de nuestra naturaleza regenerada y nos mantuviéramos fiel a ella. ¡Oh!, ¿qué es un cristiano? Si lo comparan con un rey, él adiciona la santidad sacerdotal a la dignidad real. A menudo la realeza del rey estriba únicamente en su corona, pero la realeza del cristiano es infundida en su propia naturaleza. Compárenlo con un senador, con un valiente guerrero o con un sabio maestro, y él supera con creces a todos ellos. El cristiano es de otra raza diferente a la de aquellos que son únicamente nacidos de mujer. Gracias a su nacimiento, él está tan por encima de sus semejantes como lo está el ser humano de la bestia que perece. Así como la humanidad descuella grandemente en dignidad por sobre el bruto que se arrastra, así el hombre regenerado sobrepasa a los mejores de los seres mortales nacidos una sola vez. Ciertamente tiene que comportarse como corresponde y actuar como uno que no es de la multitud, sino como alguien que ha sido elegido del mundo, que ha sido distinguido por la gracia soberana, que ha quedado registrado entre “el pueblo adquirido por Dios”, y que por tanto no puede revolcarse como lo hacen otros, y ni siquiera pensar como piensan otros. Que la dignidad de su naturaleza, y la brillantez de sus perspectivas, oh creyentes en Cristo, los hagan aferrarse a la santidad y odiar toda especie de mal.

 

Me parece que en el texto hay tres puntos que retribuirán con creces nuestra más seria atención. El apóstol habla evidentemente de dos vidas: la una, la vida que es natural, que es engendrada, desarrollada y perfeccionada únicamente por la carne; la otra, la vida que es espiritual, que es nacida del Espíritu y es antagonista de la carne, que la sobrevive y que se alza triunfal a la gloria celestial. Ahora, hablando de estas dos vidas, el apóstol elabora, primero que nada, una comparación y un contraste entre los dos nacimientos, pues cada vida tiene su propio nacimiento. Luego saca a relucir un contraste entre la manifiesta existencia de las dos vidas; y luego, por último, hace resaltar la diferencia existente en la gloria de las dos vidas, pues cada vida tiene su gloria, pero la gloria de la vida espiritual supera en mucho a la gloria de la vida natural.

 

I.   Primero, entonces, el apóstol Pedro establece UNA COMPARACIÓN Y UN CONTRASTE ENTRE LOS DOS NACIMIENTOS QUE SON LAS PUERTAS DE ACCESO PARA LAS DOS VIDAS.

 

Primero, hemos dicho que cada vida es precedida por un nacimiento. Es así en lo natural: nacemos; es así en lo espiritual: renacemos. A menos que una persona nazca no puede entrar en el reino de la naturaleza; a menos que una persona renazca no puede entrar en el reino del cielo. El nacimiento es la modesta puerta a través de la cual entramos en la vida, y es también el excelso portal a través del cual somos admitidos en el reino del cielo.

 

Ahora tenemos una comparación entre los dos nacimientos: en ambos hay un solemne misterio. He leído e incluso he oído sermones en los que el ministro me parecía que hacía más bien el papel de un médico que el de un teólogo, exponiendo y explicando los misterios de nuestro nacimiento natural, frente al cual tanto Dios en lo natural como el buen hombre por pura delicadeza, tienen que correr por siempre un velo. Nacer es una cosa sagrada tan ciertamente como morir es una cosa solemne. Los natalicios y las defunciones son fechas sobrecogedoras. El nacimiento es usado muy frecuentemente en la Escritura como uno de los cuadros más gráficos de un solemne misterio. Nadie puede husmear ociosamente en su interior, y Ciencia misma, cuando se ha atrevido a mirar hasta dentro del velo, ha regresado muy sobrecogida desde “lo más profundo de la tierra” en donde David nos declara que “fue entretejido”. Mayor todavía es el misterio del nuevo nacimiento. Que hemos renacido lo sabemos, pero cómo, no podríamos decirlo. Cómo opera el Espíritu de Dios sobre la mente, cómo es que renueva las facultades e imparte renovados deseos por medio de los cuales esas facultades serán guiadas, cómo es que ilumina el entendimiento, cómo doblega la voluntad, cómo purifica el intelecto, cómo revierte el deseo, cómo iza la esperanza y pone al miedo en su debido cauce, no podríamos decirlo; debemos dejarlo entre las cosas secretas que pertenecen a Dios. El Espíritu Santo obra, pero la manera de Su operación no puede ser comprendida. “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu”. ¡Oh, mis queridos oyentes!, ¿han sentido este misterio? Ustedes no pueden explicarlo, ni yo tampoco; tampoco deberíamos intentar dar una explicación, pues allí donde Dios guarda silencio es quizás irreverencia y es ciertamente impertinencia que hablemos. Los dos nacimientos son entonces semejantes en su solemne misterio.

 

Pero, entonces, esto sabemos de nuestro nacimiento natural, que en el nacimiento empieza una vida. Ese bebé está comenzando su ser, una nueva criatura ha alzado su débil llanto al cielo, otro ser mortal ha venido para pisar este teatro de acción, para respirar, para vivir y para morir. Y así también en el nuevo nacimiento hay una absoluta creación, somos hechos nuevas criaturas en Cristo Jesús; hay otro espíritu que ha nacido para orar, para creer en Cristo, para amarle aquí y para regocijarse en Él en el más allá. Así como nadie duda de que el nacimiento sea la manifestación de una creación, que nadie dude tampoco de que la regeneración sea la manifestación de una creación de Dios, tan divina, tan más allá del poder del hombre, como lo es la creación de la propia mente humana.

 

Pero nosotros sabemos también que en el nacimiento no sólo es creada una vida, sino que una vida es comunicada. Cada hijo tiene unos padres. Las propias flores tienen su origen en una semilla engendradora. Nosotros no provenimos de nuestros propios lomos pues no nos autogeneramos; una vida nos es comunicada. Tenemos vínculos entre el hijo y el padre, y así retroactivamente hasta que llegamos al padre Adán. Así también en la regeneración hay una vida, no meramente creada, sino comunicada, que es la propia vida de Dios, quien nos ha hecho renacer para una esperanza viva. Tan ciertamente como el padre vive en el hijo, así de cierto es que la propia vida y la naturaleza de Dios viven en cada heredero del cielo nacido de nuevo. Somos tan ciertamente partícipes de la divina naturaleza por el nuevo nacimiento como fuimos partícipes de la naturaleza humana por el primer nacimiento: hasta aquí la comparación se sostiene.

 

Es igualmente cierto que en el nacimiento natural y en el espiritual se perpetúa una vida. Hay ciertas propensiones que heredamos de las cuales no nos veremos libres de este lado de la tumba. Nuestro temperamento serio o alegre, nuestras pasiones apaciguadas o agitadas, nuestras inclinaciones sensuales o idealistas, nuestras facultades escasas o abundantes son en gran medida una herencia perpetuada que está tan vinculada a nuestro destino futuro como están vinculadas las alas a un águila, o la concha a un caracol. Indudablemente gran parte de nuestra historia nace en nuestro interior, y el bebé tiene dentro de sí el germen de sus futuras acciones. Si se me permite expresarlo así, existen esas cualidades, esa composición y disposición de la naturaleza que, si las circunstancias son propicias, generarán ciertos resultados que alcanzarán su pleno desarrollo. Lo mismo sucede con nosotros cuando renacemos: nos es transmitida una naturaleza celestial. No podemos sino ser santos; la nueva naturaleza no puede hacer otra cosa que servir a Dios; deseará vivamente estar más cerca de Cristo y ser más semejante a Él y tiene que hacerlo. Tiene aspiraciones que el tiempo no puede satisfacer, deseos que la tierra no puede saciar, tiene anhelos que sólo el propio cielo puede cumplir. Una vida es perpetuada en nosotros en el momento en que pasamos de muerte a vida en el misterio solemne de la regeneración.

 

En el primer nacimiento, y en el nuevo nacimiento también, se produce una vida que es completa en todas sus partes y que sólo necesita ser desarrollada. Aquel bebé en su cuna no tendrá jamás otro miembro ni otro ojo. Sus extremidades se endurecen, crecen, acopian fuerzas; también su cerebro expande su esfera, pero las facultades ya están allí; no son implantadas posteriormente. Ciertamente lo mismo sucede en el hijo de Dios nacido de nuevo. Fe, amor, esperanza, y toda gracia están allí en el momento en que cree en Cristo. Crecen, es cierto, pero todas estaban allí en el instante de la regeneración. El bebé en la gracia que acaba de nacer para Dios tiene cada parte del hombre espiritual y sólo necesita crecer hasta convertirse en un varón perfecto en Cristo Jesús.

 

Hasta aquí ustedes perciben que los dos nacimientos tienen un gran parecido entre sí. Les ruego, ahora que he introducido el tema, que no se aparten de él hasta que hayan pensado en la realidad del nuevo nacimiento, así como deben hacerlo en cuanto a la realidad del primero. No estarían aquí si no hubiesen nacido, y nunca estarán en el cielo a menos que nazcan de nuevo; hoy no habrían sido capaces de oír, o de pensar o de ver, si no hubieran nacido. Hoy no son capaces de orar o de creer en Cristo, a menos que renazcan. No habrían podido conocer jamás las dichas de este mundo de no haber sido por el nacimiento; no conocen hoy el sagrado deleite en Dios y no lo conocerán jamás a menos que nazcan de nuevo. No consideren que la regeneración sea una fantasía o una ficción. Yo les aseguro, mis queridos oyentes, que es tan real como lo es el nacimiento natural, pues lo espiritual no es lo mismo que lo fantástico, y lo espiritual es tan real como lo es la naturaleza misma. Nacer de nuevo es en igual medida un asunto de hecho que hay captar, discernir, y descubrir tal como lo es nacer por primera vez en este valle de lágrimas.

 

Pero ahora viene el contraste: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible”. En esto estriba el contraste entre los dos. Ese hijo que acaba de experimentar el primer nacimiento ha sido hecho partícipe de la simiente corruptible. La depravación de su progenitor yace adormecida en su interior. Si pudiera hablar, lo diría. David lo dijo: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre”. Recibe el virus maligno que fue infundido al principio en nosotros por la caída. Sin embargo no sucede así cuando nacemos de nuevo. Ningún pecado es entonces sembrado en nuestro interior. El pecado de la vieja naturaleza permanece, pero no hay ningún pecado en la naturaleza nacida de nuevo; no puede pecar porque es nacida de Dios mismo; es tan imposible que esa nueva naturaleza peque como lo es que la Deidad misma sea contaminada. Es una parte de la naturaleza divina: una chispa que salta del orbe central de luz y vida, y que no puede estar ni muerta ni a oscuras porque sería contrario a su naturaleza estarlo. ¡Oh, qué diferencia! En el primer nacimiento se nace para pecar; en el subsecuente se nace para la santidad; en el primero somos partícipes de la corrupción; en el subsiguiente somos herederos de la incorrupción; en el primero hay depravación; en el segundo hay perfección. ¿Qué contraste más amplio pudiera haber? ¿Qué podría hacernos anhelar más intensamente este nuevo nacimiento que el glorioso hecho de que por su medio somos izados conscientemente de las ruinas de la caída y somos hechos perfectos en Cristo Jesús?

 

¡Cuán tremendas incertidumbres acompañan al nacimiento de la carne! ¿Qué será de aquel niño? Pudiera vivir para maldecir el día en que nació, tal como lo hiciera el pobre patriarca atribulado en la antigüedad. ¿Qué aflicción pudiera pasar su arado a lo largo de su todavía tersa frente? ¡Ah!, niño, un día tú estarás canoso, pero antes de que eso llegue, habrás enfrentado mil tormentas que han de azotar tu corazón y tu cabeza. Poco sabes de tu destino, pero seguramente serás corto de días y hastiado de sinsabores. No sucede así en la regeneración; nunca deploraremos el día en que nacemos de nuevo; nunca voltearemos a verlo con aflicción, sino siempre con éxtasis y deleite, pues somos introducidos entonces, no en un tugurio de la humanidad, sino en el palacio de la Deidad. No nacemos entonces en un valle de lágrimas, sino en una heredad en la Canaán de Dios.

 

Ese niño, también, siendo el blanco afectuoso del amor de su madre, podría vejar o quebrantar el corazón de su progenitora algún día. ¿Acaso los hijos no son dudosas mercedes? ¿No traen consigo tristes presagios de lo que pudieran llegar a ser? ¡Ay, por los lindos niños parlanchines que han llegado a ser criminales convictos! Pero bendito sea Dios porque quienes son hijos de Dios nunca quebrantarán el corazón de Su padre. Su nueva naturaleza será digna de Aquel que le dio la existencia. Vivirán para honrarlo y morirán para ser perfectamente semejantes a Él y resucitarán para glorificarlo para siempre. Hemos dicho algunas veces que Dios tiene una familia muy díscola, pero seguramente el mal comportamiento está en la naturaleza del viejo Adán y no en la misericordiosa obra de Jehová. No hay perversidad en la nueva criatura. En esa nueva criatura no hay ninguna mancha de pecado. Puesto que el hijo de Dios desciende de Sus lomos, no puede pecar nunca. La nueva naturaleza que Dios ha puesto en su interior no se descarría nunca, no transgrede nunca. No sería la nueva naturaleza si lo hiciera, no sería la prole de Dios si lo hiciera, pues lo que viene de Dios es semejante a Él, santo, puro, sin mancha y separado del pecado. En esto, en verdad, radica una extraña diferencia. No sabemos a lo que tienda esa primera naturaleza. ¿Quién podría decir qué amargura producirá? Pero sabemos a lo que tiende la nueva naturaleza pues madura hasta llegar a ser la imagen perfecta de Aquel que nos creó en Cristo Jesús.

 

Tal vez sin que tenga que esforzarme para extenderme más, ustedes mismos podrían meditar sobre este tema. En este primer punto a mí sólo me resta regresar con ahínco a ese tema en el cual me temo que estriba la mayor dificultad: la comprensión de este nacimiento, pues lo repetimos, estamos hablando de un hecho y no de un sueño, de una realidad y no de una metáfora.

 

Algunos les dicen que el niño es regenerado cuando las gotas caen de los dedos sacerdotales. Hermanos míos, un engaño que genere tanta adhesión y que sea más repugnante no fue perpetrado jamás en la tierra. Roma misma nunca disertó sobre un error más garrafal que este. No sueñen con eso. Oh, no crean que es así. “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. El propio Señor le dirige esta frase no a un bebé sino a un varón en su plena madurez. A Nicodemo, uno que era circuncidado según la ley judía, pero que, aunque había recibido el sello de ese pacto todavía, como hombre, necesitaba nacer de nuevo. Todos nosotros sin excepción tenemos que conocer este cambio. La vida de ustedes pudo haber sido moral, pero eso no bastará. La naturaleza humana más moral no puede alcanzar nunca a la naturaleza divina. Ustedes pueden limpiar y purificar el fruto del primer nacimiento, pero el inevitable decreto aún exige el segundo nacimiento para todos. Si desde su juventud fueron educados de tal manera que escasamente hayan conocido los vicios del pueblo; si han sido tan atendidos, tan protegidos y guardados de la contaminación del pecado que no han conocido tentación, con todo, deben nacer de nuevo; y este nacimiento, lo repito, tiene que ser un hecho tan  verdadero, tan real y tan seguro como lo fue aquel primer nacimiento en el que fueron introducidos en este mundo. ¿Qué sabes de esto, mi querido oyente? ¿Qué sabes de esto? Es algo que no puedes realizar por ti mismo. Tú no puedes regenerarte a ti mismo así como tampoco puedes causar tu nacimiento. Es un asunto que está fuera del alcance del poder humano. Es sobrenatural, es divino. ¿Has participado de él? No vuelvas la mirada simplemente a alguna hora en la que sentiste unos misteriosos sentimientos. No, sino juzga por los frutos. ¿Se han desplazado tus miedos y tus esperanzas? ¿Amas las cosas que una vez odiaste, y odias las cosas que una vez amaste? ¿Han pasado las cosas viejas? ¿Son hechas nuevas todas las cosas? Mis hermanos cristianos, les hago la pregunta a ustedes así como también al resto. Es tan fácil ser engañados en esto. Descubriremos que no es una nimiedad nacer de nuevo. Es un asunto solemne y trascendental. No demos por hecho que porque hemos renunciado a la borrachera, porque no juramos, porque ahora asistimos a un lugar de adoración, por eso ya somos convertidos. Se necesita algo más que eso. No piensen que son salvos por tener algunos buenos sentimientos o algunos buenos pensamientos. Se necesita algo más que eso: tienen que nacer de nuevo. Y, oh, padres cristianos, eduquen a sus hijos en el temor de Dios, pero no se contenten con la educación que les den, pues ellos tienen que nacer de nuevo. Y esposos cristianos, y esposas cristianas, no se contenten con orar simplemente para que el carácter de sus cónyuges se vuelva moral y honesto; pidan que se haga algo por ellos que ellos mismos no pueden hacer. Y ustedes, filántropos, que piensan que edificando nuevas casas, que usando planes nuevos para drenaje, que enseñándoles economía a los pobres serán el medio de hacer del mundo un paraíso; yo les ruego que vayan más allá de unos esquemas como esos. Tienen que cambiar el corazón. De nada sirve alterar lo externo mientras no hayan renovado lo interno. No es la corteza del árbol lo que está mal sino más bien la savia. No es la piel –es la sangre- es más, es algo todavía más profundo que la sangre, es la propia esencia de la naturaleza la que tiene que ser alterada. El hombre tiene que ser creado de nuevo como si nunca hubiera tenido una existencia. Es más, tiene que hacerse un mayor milagro que ese; tiene que haber dos milagros combinados, las cosas viejas tienen que pasar, y las cosas nuevas tienen que ser creadas por el Espíritu Santo. Yo tiemblo cuando hablo sobre este tema, no sea que yo, su ministro, conozca en teoría, mas no en la práctica, un misterio tan sublime como este. ¿Qué haremos sino ofrecer juntos una oración como esta: “Oh Dios, si no fuéramos regenerados, que salgamos de nuestra condición, y si lo somos, que nunca cesemos de interceder y orar por otros hasta que ellos también sean renovados por el Espíritu Santo”? Lo que es nacido de la carne, carne es; sus mejores esfuerzos no van más allá de la carne, y la carne no puede heredar el reino de Dios. Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es, y sólo el espíritu puede adentrarse en las cosas espirituales y heredar la porción espiritual que Dios ha provisto para Su pueblo. De esta manera he cubierto la tarea más o menos delicada y extremadamente difícil de sacar a relucir el significado del apóstol: la comparación entre los dos nacimientos que son los escalones de las puertas de las dos vidas.

 

II.   Ahora llego al segundo punto: LA MANIFIESTA DIFERENCIA DE LAS DOS VIDAS RESULTANTES DE LOS DOS NACIMIENTOS.

 

Hermanos, miren en torno suyo. ¿A qué habré de comparar esta inmensa asamblea? Al mirar los muchos colores y los variados rostros, aun si no estuviera en el texto, tengo la certeza de que surgiría ante mi imaginación un prado densamente cubierto de flores. Miren la cantidad de personas congregadas, y ¿no les recuerda el campo en su plena gloria veraniega, cuando los botones de oro, las margaritas, los tréboles y las flores de la hierba se bañan de sol en una incontable diversidad de belleza? Sí, pero no sólo en el ojo del poeta hay una semejanza, sino en la mente de Dios y en la experiencia del hombre. “Toda carne es como hierba”; todo lo que es nacido del primer nacimiento, si lo comparamos poéticamente con la hierba, puede ser comparado a ella también de hecho, por la fragilidad y la brevedad de su existencia. Hace sólo un mes pasamos por los prados, y eran sacudidos por la brisa en verdes ondas como el oleaje del océano cuando es mecido suavemente por la brisa del atardecer. Contemplamos toda la escena y era sobremanera bella. Pasamos ayer por allí y la guadaña del podador había destrozado la belleza desde sus raíces, y yacía allí en montones lista para ser recogida cuando estuviera totalmente seca. La hierba es cortada muy pronto; pero si permaneciese, se marchitaría, y unos puñados de polvo tomarían el lugar de las hojas verdes y coloreadas, pues, ¿no se seca la hierba y la flor se cae? Así es la vida mortal. No estamos viviendo, hermanos, estamos muriendo. Comenzamos a respirar y vamos reduciendo el número de nuestras respiraciones. “Nuestros corazones, al igual que tambores sordos, tocan marchas fúnebres hacia la sepultura”. La arena cae desde el bulbo superior del reloj de arena, y se está vaciando rápidamente. Muerte es un nombre que está escrito en cada frente. Varón, has de saber que tú eres mortal, pues eres nacido de mujer. Tu primer nacimiento te dio a la vez la vida y la muerte. Sólo respiras durante un tiempo para guardarte de las fauces de la tumba; cuando esa respiración se agota, caes allí mismo en el polvo de la muerte. Todas las cosas, especialmente durante las últimas semanas, nos han enseñado la fragilidad de la vida humana. El senador que condujo los asuntos de las naciones y contempló el surgimiento de un reino libre, no vivió para verlo plenamente organizado, antes bien expiró sin poder comunicar muchos secretos importantes. Desde la última vez que nos reunimos, mentes rectoras han sido llevadas de esta tierra, y aun el monarca en su trono ha reconocido la monarquía de la Muerte. ¡Cuántos elementos de las masas han caído también, y han sido llevados a su morada permanente! Ha habido funerales, algunos de ellos funerales de varones honorables que perecieron cumpliendo la voluntad de su Maestro salvando vidas humanas, y, ay, ha habido entierros deshonrosos de otros que hacían la voluntad de Satanás y han heredado las llamas. Ha habido abundantes muertes a diestra y siniestra, y las palabras de Pedro han demostrado con creces que: “Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae”.

 

Ahora, hermanos, miremos la otra cara de la cuestión. El segundo nacimiento nos dio también una naturaleza. ¿Morirá esa también? ¿Es como la hierba, y su gloria como flor del campo? No, categóricamente no. La primera naturaleza muere porque la simiente era corruptible. Pero la segunda naturaleza no fue creada por simiente corruptible, sino por incorruptible, es decir, por la Palabra de Dios a la cual Dios infundió Su propia vida, de manera que nos vivifica por el Espíritu. Esa palabra incorruptible produce una vida incorruptible. El hijo de Dios en su nueva naturaleza nunca muere. No ve nunca la muerte. Cristo, que está en él, es la inmortalidad y la vida. “El que vive y cree en Cristo no morirá jamás”. Y también: “Aunque esté muerto, vivirá”. Cuando nacemos de nuevo, recibimos una naturaleza que es indestructible ante cualquier accidente, que no ha de ser consumida por fuego, ahogada en agua, debilitada por la ancianidad o derribada por un golpe de pestilencia; una naturaleza invulnerable al veneno; una naturaleza que no será destruida por la espada; una naturaleza que no puede morir nunca mientras el Dios que la dio no expire y la Deidad no se extinga. Piensen en esto, hermanos míos, y seguramente encontrarán una razón para el regocijo. Pero, tal vez ustedes me pregunten, ¿a qué se debe que la nueva naturaleza no puede morir nunca? Estoy seguro de que el texto enseña que no puede hacerlo nunca. “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre”. Si eso no enseña que la naturaleza espiritual que nos es dada por el nuevo nacimiento no muere nunca, no enseña nada en absoluto; y si enseña eso, ¿adónde queda la doctrina arminiana de caer de la gracia, adónde quedan sus miedos arminianos de perecer después de todo? Pero permítanme mostrarles a qué se debe que esta naturaleza no muera nunca. Primero, en razón de su propia naturaleza. Es en sí misma incorruptible. Cada ser produce otro ser semejante. El hombre, el hombre mortal, produce un hombre mortal. Dios, el Dios eterno, produce una naturaleza eterna cuando engendra de nuevo a una esperanza viva, por la resurrección de Cristo de entre los muertos. “Cual el terrenal, tales también los terrenales”; lo terrenal muere y nosotros que somos terrenales morimos también. “Cual el celestial, tales también los celestiales”, lo celestial nunca muere, y si nacemos como lo celestial, la naturaleza celestial no muere tampoco. “Fue hecho el primer Adán alma viviente”. Nosotros somos hechos también almas vivientes, pero esa alma al final es separada del cuerpo. “El postrer Adán, espíritu vivificante”, y ese espíritu no sólo está vivo sino que es vivificante. ¿No lo perciben? El primero era un alma vivificada, vivificada, recibiendo vida por un tiempo; el segundo es un espíritu vivificante, dando la vida, más bien que recibiéndola; como aquel ángel que algún poeta describe que perpetuamente disparaba centellitas de fuego, teniendo en su interior una flama inextinguible, una fuente de perpetuos torrentes de luz y calor. Así sucede con la nueva naturaleza en nuestro interior; no es meramente una cosa vivificada que puede morir, sino algo vivificante que no puede morir, siendo hecha a semejanza de Cristo, el Espíritu vivificante. Pero entonces, además de eso, la nueva naturaleza no puede morir, porque el Espíritu Santo le proporciona vida perpetuamente. “Él da más gracia”: gracia sobre gracia. Ustedes saben que el apóstol lo expresa así: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida”. ¿No es el Espíritu Santo el agente divino por medio de quien la vida de Cristo es infundida en nosotros? Ahora, las corrientes de vida que el Espíritu Santo nos envía, obran conjuntamente con la inmortalidad del espíritu nacido de nuevo, y así preservan doblemente la eternidad de nuestra bienaventuranza. Entonces, estamos en una unión vital con Cristo, y suponer que la nueva naturaleza pudiera extinguirse sería imaginar que un miembro de Cristo pudiera morir, que un dedo, una mano, un brazo, pudieran descomponerse en la persona de Jesús; que Él podría estar mutilado y dividido. ¿No dice el apóstol: “Acaso está dividido Cristo”? ¿Y no fue escrito: “Él guarda todos sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado”? ¿Y cómo sería cierto eso si fuéramos separados de Él, o amputados de Su cuerpo? Hermanos míos, nosotros recibimos la savia divina a través de Cristo, el tallo; esa savia divina nos mantiene vivos, pero más aún, el propio hecho de que estamos unidos a Cristo preserva nuestra vida, “Porque yo vivo, vosotros también viviréis”. La nueva vida no puede morir, porque Dios se ha comprometido a mantenerla viva. “Yo les doy a mis ovejas vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”. “Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre”. Y también dijo: “El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”. Y también: “El que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás”. Y así podríamos repetir multitudes de pasajes donde la promesa divina compromete a la omnipotencia y a la sabiduría divina a preservar la nueva vida. Entonces, resumamos todo esto. Como hombre nacido de la carne, voy a morir; como un nuevo hombre nacido del Espíritu, no moriré jamás. Tú, oh carne, progenie de la carne, verás la corrupción. Tú, oh espíritu, espíritu creado de nuevo, progenie del Señor, nunca verás la corrupción. Con nuestra gloriosa Cabeza del Pacto podemos exclamar: “No dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción”. Yo moriré, y sin embargo, no moriré jamás. Mi vida se escapará, y sin embargo nunca partirá. Yo moriré, y sin embargo permaneceré; seré llevado a la tumba, y sin embargo, remontándose a lo alto, la tumba no puede contener jamás al espíritu vivificado. Oh, hijos de Dios, no conozco algún tema que debería sacarlos más completamente de su yo que éste. Ahora dejen que la naturaleza divina viva en ustedes; vengan, depongan lo animal por un momento, depongan la mera facultad mental; que se encienda la chispa viviente; vamos, que el divino elemento, que la naturaleza nacida de nuevo que Dios les ha dado hable ahora, y que su voz sea ensalzada; dejen que mire a lo alto y que respire su propia atmósfera, el cielo de Dios, en el que se regocijará en breve. Oh Dios, nuestro Padre, ayúdanos a caminar, no en pos de la carne, sino en pos del Espíritu, en vista de que hemos sido vivificados por Tu propia Persona a una vida inmortal.

 

III.   Ahora llego al último punto que tal vez sea el más interesante de todos. EL CONTRASTE DE LA GLORIA DE LAS DOS NATURALEZAS. Cada naturaleza tiene su gloria. Hermanos, miren otra vez el campo. No sólo hay hierba sino que está la flor que es la gloria del campo. Algunas veces muchas tonalidades de colores enjoyan los pastos con belleza. Ahora, la flor vistosa es la gloria del verde campo. Aparece más tarde que la hierba, y muere antes, pues la hierba está en pie un largo tiempo antes de que la flor aparezca, y cuando la flor está muerta, el tallo de la hierba retiene todavía su vitalidad. Sucede exactamente lo mismo con nosotros. Nuestra naturaleza tiene su gloria, pero esa gloria permanece sin hacerse presente durante años. El bebé no tiene todavía la gloria de la plena madurez; y cuando esa gloria llega, muere antes de que muera nuestra naturaleza, pues “cesarán las muelas porque han disminuido, y se oscurecerán los que miran por las ventanas”. El hombre pierde su gloria y se vuelve un tambaleante ser deficiente antes que la vida se extinga. La flor aparece por último y muere primero; nuestra gloria aparece por último y muere primero, también. ¡Oh carne! ¡Oh carne! ¡Qué desprecio es arrojado sobre ti! Tu propia existencia es frágil y débil, pero tu gloria es más frágil y más débil todavía. Crece tarde y luego muere, ¡ay cuán pronto! Pero, ¿qué es la gloria de la carne? Préstenme su atención por un momento mientras se los digo brevemente. En algunos, la gloria de la carne es la BELLEZA. Su rostro es hermoso a la vista, y como una artesanía del Grandioso Obrero, debe ser admirada. Cuando una persona se envanece por causa de ella, la belleza se convierte en una vergüenza; pero tener facciones bien proporcionadas no es, sin duda, una gracia insignificante. Hay una gloria en la belleza de la carne, pero ¡cuán tardíamente es desarrollada, y cuán pronto se desvanece! ¡Cuán pronto se hunden las mejillas! ¡Cuán a menudo la piel se torna amarillenta, y los resplandecientes ojos se apagan y el atractivo rostro se estropea! Una parte de la gloria de la carne es también la fortaleza física. Ser un hombre fuerte, tener huesos bien firmes y músculos bien apuntalados, tener un buen vigor muscular no es algo nimio. Mucha gente se deleita en las piernas del hombre y en la fuerza de su brazo. Bien, como Dios lo hizo, es una criatura maravillosa, y sería erróneo no admirar la obra maestra de Dios. ¡Pero cuán tardíamente llega la fuerza muscular! Están los días de la infancia, y están los días de la juventud, cuando el hombre fuerte es todavía débil; y luego, después de haber tenido su mejor época de fuerza, ¡cómo comienza a tambalearse y a caminar con paso vacilante el fornido cuerpo! Y los dientes que se pudren y el cabello cano muestran que la muerte ha comenzado a reclamar el tributo a la arcilla, y pronto habrá de tomar posesión de la propiedad arrendada. “La gloria se cae”. Para otros, la gloria de la carne estriba más bien en la mente. Poseen elocuencia; pueden hablar de tal manera que embelesan los oídos de la multitud. Las abejas de la elocuencia han construido sus panales en medio de los labios del orador, y la miel destila con cada palabra. Sí, ¡pero cuán tardíamente llega eso! ¡Cuántos años han de pasar antes de que el niño hable articuladamente y antes de que el joven sea capaz de expresarse con intrepidez! Y luego, ¡cuán pronto se va! Hasta que, balbuciendo entre sus mandíbulas desdentadas, el pobre hombre quisiera decir palabras de sabiduría, pero los labios de la edad le niegan la expresión. O digamos que la gloria sea sabiduría. Hay un hombre cuya gloria es su poder de dominio sobre otros. Él puede ver anticipadamente y ver más allá que otros hombres; con su habilidad puede emular cualquier destreza; es tan sabio que sus semejantes ponen su confianza en él. Esta es la gloria de la carne; ¡cuán tardíamente llega! ¡Cuánta distancia hay desde el niño que lloriquea hasta el hombre sabio! ¡Y luego cuán pronto se disipa! ¡Cuán a menudo, cuando todavía el hombre mismo en su carne está lleno de vigor, la mente ha mostrado síntomas de deterioro! Bien, elijan lo que quieran como la gloria de la carne y yo todavía pronunciaré sobre eso “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Si la carne es frágil, la gloria de la carne es más frágil todavía; si la hierba se marchita, ciertamente la flor de la hierba ser marchita antes que ella.

 

Pero, ¿es cierto esto con respecto a la nueva naturaleza? Hermanos, ¿es cierto esto con respecto a lo que fue implantado en el segundo nacimiento? Creo que acabo de demostrarles que la existencia de la nueva naturaleza es eterna, porque no nació de simiente corruptible, sino de incorruptible. He procurado mostrarles que no puede perecer nunca y no puede morir nunca. Pero su incredulidad les sugiere: “Tal vez su gloria pueda”. No, su gloria no podrá jamás. ¿Y cual es la gloria de la naturaleza nacida de nuevo? Vamos, antes que nada su gloria es belleza. Pero, ¿cuál es su belleza? Que ha de ser semejante al Señor Jesús. Vamos a ser semejantes a Él cuando le veamos tal como Él es. Pero esa belleza no se desvanecerá nunca; la eternidad misma no hundirá las mejillas de esta seráfica hermosura, ni apagará los brillantes ojos de esta luminosidad celestial. Seremos semejantes a Cristo, pero la semejanza no se verá estropeada nunca por el tiempo, ni consumida por la corrupción. Acabo de decir que la gloria de la carne consistía algunas veces en su fuerza; así también la gloria del espíritu consiste en su vigor, pero entonces es una fuerza que nunca se gastará. La fuerza de la naturaleza nacida de nuevo es el propio Espíritu Santo y mientras que la Deidad permanezca siendo omnipotente, nuestra nueva naturaleza seguirá aumentando su vigor hasta que lleguemos, primero, a la estatura de hombres perfectos en Cristo Jesús, y luego lleguemos a ser hombres glorificados que están delante de Su trono. No pueden ver mucho de la flor de la nueva naturaleza todavía; ahora ven por espejo, oscuramente. Esa flor de gloria consiste, tal vez, en elocuencia. “Elocuencia” –dices tú- “¿cómo puede ser eso?” Dije que la gloria de la vieja naturaleza podría ser la elocuencia, y así también de la nueva, pero esta es la elocuencia: “Abba, Padre”. Esa es una elocuencia que pueden usar ahora. Es tal que cuando no puedan decir una palabra que pueda conmover a una audiencia, todavía permanecerá en su lengua para conmover a los atrios del cielo. Serán capaces de decir: “Abba, Padre”, en los propios estertores de la muerte, y caminando desde sus lechos de polvo y silenciosa arcilla, exclamarán todavía más elocuentemente: “Aleluya”, y se unirán al eterno coro, y harán que cobre fuerzas la divina sinfonía de querubines y serafines y a lo largo de toda la eternidad su gloria nunca morirá. Y entonces, si la sabiduría fuera la gloria, su sabiduría, la sabiduría que hereden en la nueva naturaleza, no es otra que la de Cristo, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría que nunca se disipará y que de hecho aumentará, pues allá conocerán como son conocidos. Mientras estén aquí ven por espejo, oscuramente, pero allá verán cara a cara. Hoy sorben del torrente, mañana se bañarán en el océano; hoy miran de lejos, pero pronto descansarán en los brazos de la sabiduría, pues la gloria del Espíritu no muere nunca, sino que a lo largo de la eternidad se va expandiendo, agrandando, se va enardeciendo, glorificándose por medio de Dios, y proseguirá para no fallar nunca, nunca. Hermanos, sea lo que sea que estén esperando como la gloria de su nueva naturaleza, todavía no tienen ni la menor idea de lo que será. “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman”. Pero si bien Él nos las ha revelado a nosotros por Su Espíritu, con todo, temo que no las hemos aprendido plenamente. Sin embargo, diremos con respecto a esta gloria, sea cual fuere, que es incorruptible, sin mancha y que no se desvanece. La única pregunta que tenemos que hacernos, y con la cual concluiremos, es: ¿hemos nacido de nuevo? Hermanos, es imposible que posean la existencia de la nueva vida sin el nuevo nacimiento, y sin el nuevo corazón no pueden conocer la gloria del nuevo nacimiento. Repito: ¿han nacido de nuevo? No se pongan de pie para decir: “soy un hombre de iglesia, fui bautizado y confirmado”. Pudieran ser eso, y sin embargo, pudieran no haber nacido de nuevo. No digan: “Yo soy un bautista, he profesado mi fe y fui sumergido”. Pudieran haberlo sido, y sin embargo, no haber nacido de nuevo. No digan, “yo vengo de padres cristianos”. Pudieran provenir de ellos, y sin embargo, ser herederos de la ira, igual que otros. ¿Han nacido de nuevo? ¡Oh, almas!, que Dios el Espíritu Santo les revele a Cristo y cuando lleguen a ver a Cristo con los ojos lacrimosos de una fe penitencial, entonces sépase que son nacidos de nuevo y que han pasado de muerte a vida, “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. ¡Que Dios les ayude a creer!     

 

 

Traductor: Allan Román

9/Septiembre/2013

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