El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
398
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Siendo
renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de
Dios que vive y permanece para siempre. Porque: toda carne es como hierba, y
toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor
se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra
que por el evangelio os ha sido anunciada”. 1 Pedro 1: 23-25.
Pedro había exhortado
vivamente a los santos de la dispersión a que se amaran unos a otros “entrañablemente,
de corazón puro”, y sabiamente toma su argumento, no de la ley, ni de la
naturaleza, ni de la filosofía, sino de esa naturaleza excelsa y divina que
Dios ha implantado en Su pueblo. ‘Amaos unos a otros entrañablemente, de
corazón puro; siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de
incorruptible’. Yo podría comparar a Pedro con un juicioso tutor de príncipes
de sangre real, que se esfuerza por engendrar y fomentar un regio espíritu en
los hijos del rey. Basándose en la posición y noble ascendencia de ellos,
blande argumentos para un comportamiento digno: “No actúen insensatamente, pues
sería indecoroso en un rey; no hablen así ya que un lenguaje impúdico sería
indigno de un príncipe; no se entreguen a esas vanidades, pues esa locura sería
degradante para los ilustres de la tierra”. Entonces, mirando al pueblo de Dios,
viendo que son herederos de la gloria, príncipes de sangre real, descendientes
del Rey de reyes y la verdadera y única aristocracia real de la tierra, Pedro
les dice: “Ámense unos a otros en razón de su noble nacimiento, siendo renacidos
de simiente incorruptible; háganlo en razón de su linaje, siendo descendientes
de Dios, el Creador de todas las cosas, y en razón de su destino inmortal, pues
nunca morirán, aunque la gloria de la carne se marchite y su propia existencia cese.
Creo que sería bueno, hermanos míos, que con un espíritu de humildad, ustedes y
yo reconociéramos la verdadera dignidad de nuestra naturaleza regenerada y nos
mantuviéramos fiel a ella. ¡Oh!, ¿qué es un cristiano? Si lo comparan con un
rey, él adiciona la santidad sacerdotal a la dignidad real. A menudo la realeza
del rey estriba únicamente en su corona, pero la realeza del cristiano es
infundida en su propia naturaleza. Compárenlo con un senador, con un valiente
guerrero o con un sabio maestro, y él supera con creces a todos ellos. El
cristiano es de otra raza diferente a la de aquellos que son únicamente nacidos
de mujer. Gracias a su nacimiento, él está tan por encima de sus semejantes como
lo está el ser humano de la bestia que perece. Así como la humanidad descuella
grandemente en dignidad por sobre el bruto que se arrastra, así el hombre
regenerado sobrepasa a los mejores de los seres mortales nacidos una sola vez.
Ciertamente tiene que comportarse como corresponde y actuar como uno que no es
de la multitud, sino como alguien que ha sido elegido del mundo, que ha sido
distinguido por la gracia soberana, que ha quedado registrado entre “el pueblo
adquirido por Dios”, y que por tanto no puede revolcarse como lo hacen otros, y
ni siquiera pensar como piensan otros. Que la dignidad de su naturaleza, y la
brillantez de sus perspectivas, oh creyentes en Cristo, los hagan aferrarse a
la santidad y odiar toda especie de mal.
Me parece que en el
texto hay tres puntos que retribuirán con creces nuestra más seria atención. El
apóstol habla evidentemente de dos vidas: la una, la vida que es natural, que
es engendrada, desarrollada y perfeccionada únicamente por la carne; la otra,
la vida que es espiritual, que es nacida del Espíritu y es antagonista de la
carne, que la sobrevive y que se alza triunfal a la gloria celestial. Ahora,
hablando de estas dos vidas, el apóstol elabora, primero que nada, una comparación y un contraste entre los dos
nacimientos, pues cada vida tiene su propio nacimiento. Luego saca a
relucir un contraste entre la manifiesta
existencia de las dos vidas; y luego, por último, hace resaltar la
diferencia existente en la gloria de las
dos vidas, pues cada vida tiene su gloria, pero la gloria de la vida
espiritual supera en mucho a la gloria de la vida natural.
I. Primero,
entonces, el apóstol Pedro establece UNA COMPARACIÓN Y UN CONTRASTE ENTRE LOS
DOS NACIMIENTOS QUE SON LAS PUERTAS DE ACCESO PARA LAS DOS VIDAS.
Primero, hemos dicho que
cada vida es precedida por un nacimiento. Es así en lo natural: nacemos; es así en lo espiritual: renacemos. A menos que una persona nazca
no puede entrar en el reino de la naturaleza; a menos que una persona renazca no
puede entrar en el reino del cielo. El nacimiento es la modesta puerta a través
de la cual entramos en la vida, y es también el excelso portal a través del
cual somos admitidos en el reino del cielo.
Ahora tenemos una comparación
entre los dos nacimientos: en ambos hay un solemne
misterio. He leído e incluso he oído sermones en los que el ministro me
parecía que hacía más bien el papel de un médico que el de un teólogo,
exponiendo y explicando los misterios de nuestro nacimiento natural, frente al
cual tanto Dios en lo natural como el buen hombre por pura delicadeza, tienen que
correr por siempre un velo. Nacer es una cosa sagrada tan ciertamente como
morir es una cosa solemne. Los natalicios y las defunciones son fechas
sobrecogedoras. El nacimiento es usado muy frecuentemente en
Pero, entonces, esto
sabemos de nuestro nacimiento natural, que en el nacimiento empieza una vida. Ese bebé está
comenzando su ser, una nueva criatura ha alzado su débil llanto al cielo, otro
ser mortal ha venido para pisar este teatro de acción, para respirar, para
vivir y para morir. Y así también en el nuevo nacimiento hay una absoluta
creación, somos hechos nuevas criaturas en Cristo Jesús; hay otro espíritu que
ha nacido para orar, para creer en Cristo, para amarle aquí y para regocijarse en
Él en el más allá. Así como nadie duda de que el nacimiento sea la manifestación
de una creación, que nadie dude tampoco de que la regeneración sea la
manifestación de una creación de Dios, tan divina, tan más allá del poder del
hombre, como lo es la creación de la propia mente humana.
Pero nosotros sabemos
también que en el nacimiento no sólo es creada una vida, sino que una vida es comunicada. Cada hijo tiene
unos padres. Las propias flores tienen su origen en una semilla engendradora.
Nosotros no provenimos de nuestros propios lomos pues no nos autogeneramos; una
vida nos es comunicada. Tenemos vínculos entre el hijo y el padre, y así
retroactivamente hasta que llegamos al padre Adán. Así también en la
regeneración hay una vida, no meramente creada, sino comunicada, que es la
propia vida de Dios, quien nos ha hecho renacer para una esperanza viva. Tan
ciertamente como el padre vive en el hijo, así de cierto es que la propia vida
y la naturaleza de Dios viven en cada heredero del cielo nacido de nuevo. Somos
tan ciertamente partícipes de la divina naturaleza por el nuevo nacimiento como
fuimos partícipes de la naturaleza humana por el primer nacimiento: hasta aquí
la comparación se sostiene.
Es igualmente cierto que
en el nacimiento natural y en el espiritual se perpetúa una vida. Hay ciertas propensiones que heredamos de las
cuales no nos veremos libres de este lado de la tumba. Nuestro temperamento
serio o alegre, nuestras pasiones apaciguadas o agitadas, nuestras
inclinaciones sensuales o idealistas, nuestras facultades escasas o abundantes
son en gran medida una herencia perpetuada que está tan vinculada a nuestro
destino futuro como están vinculadas las alas a un águila, o la concha a un
caracol. Indudablemente gran parte de nuestra historia nace en nuestro
interior, y el bebé tiene dentro de sí el germen de sus futuras acciones. Si se
me permite expresarlo así, existen esas cualidades, esa composición y
disposición de la naturaleza que, si las circunstancias son propicias, generarán
ciertos resultados que alcanzarán su pleno desarrollo. Lo mismo sucede con
nosotros cuando renacemos: nos es transmitida una naturaleza celestial. No
podemos sino ser santos; la nueva naturaleza no puede hacer otra cosa que
servir a Dios; deseará vivamente estar más cerca de Cristo y ser más semejante
a Él y tiene que hacerlo. Tiene aspiraciones que el tiempo no puede satisfacer,
deseos que la tierra no puede saciar, tiene anhelos que sólo el propio cielo
puede cumplir. Una vida es perpetuada en nosotros en el momento en que pasamos
de muerte a vida en el misterio solemne de la regeneración.
En el primer nacimiento,
y en el nuevo nacimiento también, se produce una vida que es completa en
todas sus partes y que sólo necesita ser desarrollada. Aquel bebé en su cuna
no tendrá jamás otro miembro ni otro ojo. Sus extremidades se endurecen, crecen,
acopian fuerzas; también su cerebro expande su esfera, pero las facultades ya
están allí; no son implantadas posteriormente. Ciertamente lo mismo sucede en
el hijo de Dios nacido de nuevo. Fe, amor, esperanza, y toda gracia están allí
en el momento en que cree en Cristo. Crecen, es cierto, pero todas estaban allí
en el instante de la regeneración. El bebé en la gracia que acaba de nacer para
Dios tiene cada parte del hombre espiritual y sólo necesita crecer hasta
convertirse en un varón perfecto en Cristo Jesús.
Hasta aquí ustedes
perciben que los dos nacimientos tienen un gran parecido entre sí. Les ruego,
ahora que he introducido el tema, que no se aparten de él hasta que hayan
pensado en la realidad del nuevo nacimiento, así como deben hacerlo en cuanto a
la realidad del primero. No estarían aquí si no hubiesen nacido, y nunca
estarán en el cielo a menos que nazcan de nuevo; hoy no habrían sido capaces de
oír, o de pensar o de ver, si no hubieran nacido. Hoy no son capaces de orar o
de creer en Cristo, a menos que renazcan. No habrían podido conocer jamás las
dichas de este mundo de no haber sido por el nacimiento; no conocen hoy el
sagrado deleite en Dios y no lo conocerán jamás a menos que nazcan de nuevo. No
consideren que la regeneración sea una fantasía o una ficción. Yo les aseguro,
mis queridos oyentes, que es tan real como lo es el nacimiento natural, pues lo
espiritual no es lo mismo que lo fantástico, y lo espiritual es tan real como
lo es la naturaleza misma. Nacer de nuevo es en igual medida un asunto de hecho
que hay captar, discernir, y descubrir tal como lo es nacer por primera vez en
este valle de lágrimas.
Pero ahora viene el
contraste: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de
incorruptible”. En esto estriba el contraste entre los dos. Ese hijo que acaba
de experimentar el primer nacimiento ha sido hecho partícipe de la simiente corruptible. La depravación de
su progenitor yace adormecida en su interior. Si pudiera hablar, lo diría.
David lo dijo: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi
madre”. Recibe el virus maligno que fue infundido al principio en nosotros por
la caída. Sin embargo no sucede así cuando nacemos de nuevo. Ningún pecado es
entonces sembrado en nuestro interior. El pecado de la vieja naturaleza
permanece, pero no hay ningún pecado en la naturaleza nacida de nuevo; no puede
pecar porque es nacida de Dios mismo; es tan imposible que esa nueva naturaleza
peque como lo es que
¡Cuán tremendas incertidumbres acompañan al
nacimiento de la carne! ¿Qué será de aquel niño? Pudiera vivir para maldecir el
día en que nació, tal como lo hiciera el pobre patriarca atribulado en la
antigüedad. ¿Qué aflicción pudiera pasar su arado a lo largo de su todavía
tersa frente? ¡Ah!, niño, un día tú estarás canoso, pero antes de que eso
llegue, habrás enfrentado mil tormentas que han de azotar tu corazón y tu
cabeza. Poco sabes de tu destino, pero seguramente serás corto de días y
hastiado de sinsabores. No sucede así en la regeneración; nunca deploraremos el
día en que nacemos de nuevo; nunca voltearemos a verlo con aflicción, sino
siempre con éxtasis y deleite, pues somos introducidos entonces, no en un
tugurio de la humanidad, sino en el palacio de
Ese niño, también, siendo
el blanco afectuoso del amor de su madre, podría vejar o quebrantar el corazón
de su progenitora algún día. ¿Acaso los hijos no son dudosas mercedes? ¿No
traen consigo tristes presagios de lo que pudieran llegar a ser? ¡Ay, por los
lindos niños parlanchines que han llegado a ser criminales convictos! Pero
bendito sea Dios porque quienes son hijos de Dios nunca quebrantarán el corazón
de Su padre. Su nueva naturaleza será digna de Aquel que le dio la existencia.
Vivirán para honrarlo y morirán para ser perfectamente semejantes a Él y
resucitarán para glorificarlo para siempre. Hemos dicho algunas veces que Dios tiene
una familia muy díscola, pero seguramente el mal comportamiento está en la
naturaleza del viejo Adán y no en la misericordiosa obra de Jehová. No hay
perversidad en la nueva criatura. En esa nueva criatura no hay ninguna mancha
de pecado. Puesto que el hijo de Dios desciende de Sus lomos, no puede pecar
nunca. La nueva naturaleza que Dios ha puesto en su interior no se descarría
nunca, no transgrede nunca. No sería la nueva naturaleza si lo hiciera, no
sería la prole de Dios si lo hiciera, pues lo que viene de Dios es semejante a
Él, santo, puro, sin mancha y separado del pecado. En esto, en verdad, radica
una extraña diferencia. No sabemos a lo que tienda esa primera naturaleza.
¿Quién podría decir qué amargura producirá? Pero sabemos a lo que tiende la nueva
naturaleza pues madura hasta llegar a ser la imagen perfecta de Aquel que nos
creó en Cristo Jesús.
Tal vez sin que tenga
que esforzarme para extenderme más, ustedes mismos podrían meditar sobre este
tema. En este primer punto a mí sólo me resta regresar con ahínco a ese tema en
el cual me temo que estriba la mayor dificultad: la comprensión de este
nacimiento, pues lo repetimos, estamos hablando de un hecho y no de un sueño,
de una realidad y no de una metáfora.
Algunos les dicen que el
niño es regenerado cuando las gotas caen de los dedos sacerdotales. Hermanos míos,
un engaño que genere tanta adhesión y que sea más repugnante no fue perpetrado
jamás en la tierra. Roma misma nunca disertó sobre un error más garrafal que
este. No sueñen con eso. Oh, no crean que es así. “El que no naciere de nuevo,
no puede ver el reino de Dios”. El propio Señor le dirige esta frase no a un
bebé sino a un varón en su plena madurez. A Nicodemo, uno que era circuncidado
según la ley judía, pero que, aunque había recibido el sello de ese pacto todavía,
como hombre, necesitaba nacer de nuevo. Todos nosotros sin excepción tenemos que
conocer este cambio. La vida de ustedes pudo haber sido moral, pero eso no
bastará. La naturaleza humana más moral no puede alcanzar nunca a la naturaleza
divina. Ustedes pueden limpiar y purificar el fruto del primer nacimiento, pero
el inevitable decreto aún exige el segundo nacimiento para todos. Si desde su
juventud fueron educados de tal manera que escasamente hayan conocido los
vicios del pueblo; si han sido tan atendidos, tan protegidos y guardados de la
contaminación del pecado que no han conocido tentación, con todo, deben nacer
de nuevo; y este nacimiento, lo repito, tiene que ser un hecho tan verdadero, tan real y tan seguro como lo fue
aquel primer nacimiento en el que fueron introducidos en este mundo. ¿Qué sabes
de esto, mi querido oyente? ¿Qué sabes de esto? Es algo que no puedes realizar
por ti mismo. Tú no puedes regenerarte a ti mismo así como tampoco puedes
causar tu nacimiento. Es un asunto que está fuera del alcance del poder humano.
Es sobrenatural, es divino. ¿Has participado de él? No vuelvas la mirada
simplemente a alguna hora en la que sentiste unos misteriosos sentimientos. No,
sino juzga por los frutos. ¿Se han desplazado tus miedos y tus esperanzas?
¿Amas las cosas que una vez odiaste, y odias las cosas que una vez amaste? ¿Han
pasado las cosas viejas? ¿Son hechas nuevas todas las cosas? Mis hermanos
cristianos, les hago la pregunta a ustedes así como también al resto. Es tan
fácil ser engañados en esto. Descubriremos que no es una nimiedad nacer de
nuevo. Es un asunto solemne y trascendental. No demos por hecho que porque
hemos renunciado a la borrachera, porque no juramos, porque ahora asistimos a
un lugar de adoración, por eso ya somos convertidos. Se necesita algo más que
eso. No piensen que son salvos por tener algunos buenos sentimientos o algunos
buenos pensamientos. Se necesita algo más que eso: tienen que nacer de nuevo. Y, oh, padres
cristianos, eduquen a sus hijos en el temor de Dios, pero no se contenten con
la educación que les den, pues ellos tienen que nacer de nuevo. Y esposos
cristianos, y esposas cristianas, no se contenten con orar simplemente para que
el carácter de sus cónyuges se vuelva moral y honesto; pidan que se haga algo por
ellos que ellos mismos no pueden hacer. Y ustedes, filántropos, que piensan que
edificando nuevas casas, que usando planes nuevos para drenaje, que enseñándoles
economía a los pobres serán el medio de hacer del mundo un paraíso; yo les ruego
que vayan más allá de unos esquemas como esos. Tienen que cambiar el corazón. De
nada sirve alterar lo externo mientras no hayan renovado lo interno. No es la
corteza del árbol lo que está mal sino más bien la savia. No es la piel –es la
sangre- es más, es algo todavía más profundo que la sangre, es la propia
esencia de la naturaleza la que tiene que ser alterada. El hombre tiene que ser
creado de nuevo como si nunca hubiera tenido una existencia. Es más, tiene que
hacerse un mayor milagro que ese; tiene que haber dos milagros combinados, las
cosas viejas tienen que pasar, y las cosas nuevas tienen que ser creadas por el
Espíritu Santo. Yo tiemblo cuando hablo sobre este tema, no sea que yo, su
ministro, conozca en teoría, mas no en la práctica, un misterio tan sublime
como este. ¿Qué haremos sino ofrecer juntos una oración como esta: “Oh Dios, si
no fuéramos regenerados, que salgamos de nuestra condición, y si lo somos, que
nunca cesemos de interceder y orar por otros hasta que ellos también sean renovados
por el Espíritu Santo”? Lo que es nacido de la carne, carne es; sus mejores
esfuerzos no van más allá de la carne, y la carne no puede heredar el reino de
Dios. Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es, y sólo el espíritu puede
adentrarse en las cosas espirituales y heredar la porción espiritual que Dios
ha provisto para Su pueblo. De esta manera he cubierto la tarea más o menos
delicada y extremadamente difícil de sacar a relucir el significado del
apóstol: la comparación entre los dos nacimientos que son los escalones de las
puertas de las dos vidas.
II. Ahora
llego al segundo punto:
Hermanos, miren en torno
suyo. ¿A qué habré de comparar esta inmensa asamblea? Al mirar los muchos colores
y los variados rostros, aun si no estuviera en el texto, tengo la certeza de
que surgiría ante mi imaginación un prado densamente cubierto de flores. Miren la
cantidad de personas congregadas, y ¿no les recuerda el campo en su plena
gloria veraniega, cuando los botones de oro, las margaritas, los tréboles y las
flores de la hierba se bañan de sol en una incontable diversidad de belleza?
Sí, pero no sólo en el ojo del poeta hay una semejanza, sino en la mente de
Dios y en la experiencia del hombre. “Toda carne es como hierba”; todo lo que
es nacido del primer nacimiento, si lo comparamos poéticamente con la hierba,
puede ser comparado a ella también de hecho, por la fragilidad y la brevedad de
su existencia. Hace sólo un mes pasamos por los prados, y eran sacudidos por la
brisa en verdes ondas como el oleaje del océano cuando es mecido suavemente por
la brisa del atardecer. Contemplamos toda la escena y era sobremanera bella.
Pasamos ayer por allí y la guadaña del podador había destrozado la belleza desde
sus raíces, y yacía allí en montones lista para ser recogida cuando estuviera
totalmente seca. La hierba es cortada muy pronto; pero si permaneciese, se
marchitaría, y unos puñados de polvo tomarían el lugar de las hojas verdes y
coloreadas, pues, ¿no se seca la hierba y la flor se cae? Así es la vida
mortal. No estamos viviendo, hermanos, estamos muriendo. Comenzamos a respirar
y vamos reduciendo el número de nuestras respiraciones. “Nuestros corazones, al
igual que tambores sordos, tocan marchas fúnebres hacia la sepultura”. La arena
cae desde el bulbo superior del reloj de arena, y se está vaciando rápidamente.
Muerte es un nombre que está escrito en cada frente. Varón, has de saber que tú
eres mortal, pues eres nacido de mujer. Tu primer nacimiento te dio a la vez la
vida y la muerte. Sólo respiras durante un tiempo para guardarte de las fauces
de la tumba; cuando esa respiración se agota, caes allí mismo en el polvo de la
muerte. Todas las cosas, especialmente durante las últimas semanas, nos han
enseñado la fragilidad de la vida humana. El senador que condujo los asuntos de
las naciones y contempló el surgimiento de un reino libre, no vivió para verlo
plenamente organizado, antes bien expiró sin poder comunicar muchos secretos
importantes. Desde la última vez que nos reunimos, mentes rectoras han sido
llevadas de esta tierra, y aun el monarca en su trono ha reconocido la
monarquía de
Ahora, hermanos, miremos
la otra cara de la cuestión. El segundo nacimiento nos dio también una
naturaleza. ¿Morirá esa también? ¿Es como la hierba, y su gloria como flor del
campo? No, categóricamente no. La primera naturaleza muere porque la simiente
era corruptible. Pero la segunda naturaleza no fue creada por simiente
corruptible, sino por incorruptible, es decir, por
III. Ahora
llego al último punto que tal vez sea el más interesante de todos. EL CONTRASTE
DE
Pero, ¿es cierto esto
con respecto a la nueva naturaleza? Hermanos, ¿es cierto esto con respecto a lo
que fue implantado en el segundo nacimiento? Creo que acabo de demostrarles que
la existencia de la nueva naturaleza es eterna, porque no nació de simiente
corruptible, sino de incorruptible. He procurado mostrarles que no puede
perecer nunca y no puede morir nunca. Pero su incredulidad les sugiere: “Tal
vez su gloria pueda”. No, su gloria no podrá jamás. ¿Y cual es la gloria de la
naturaleza nacida de nuevo? Vamos, antes que nada su gloria es belleza. Pero, ¿cuál es su belleza? Que
ha de ser semejante al Señor Jesús. Vamos a ser semejantes a Él cuando le
veamos tal como Él es. Pero esa belleza no se desvanecerá nunca; la eternidad
misma no hundirá las mejillas de esta seráfica hermosura, ni apagará los
brillantes ojos de esta luminosidad celestial. Seremos semejantes a Cristo,
pero la semejanza no se verá estropeada nunca por el tiempo, ni consumida por
la corrupción. Acabo de decir que la gloria de la carne consistía algunas veces
en su fuerza; así también la gloria del espíritu consiste en su vigor, pero
entonces es una fuerza que nunca se gastará. La fuerza de la naturaleza nacida
de nuevo es el propio Espíritu Santo y mientras que
Traductor: Allan Román
9/Septiembre/2013
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