El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Un Hecho Básico y Una Fe Básica
NO. 3547
UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 18 DE ENERO DE 1917.
“Sabed, pues, esto, varones hermanos:
que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de
que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado
todo aquel que cree”. Hechos 13: 38, 39.
La predicación apostólica difería ampliamente
del típico sermonear de nuestra época. Cuando los apóstoles se dirigían a las
asambleas de creyentes, indudablemente seleccionaban temas definidos y se
apegaban a ellos, y abrían y exponían las verdades específicas que tenían a la
vista. Pero cuando se dirigían al mundo exterior, y cuando hacían sus
llamamientos a los incrédulos, no tenemos la impresión de que seleccionaran alguna
doctrina especial como tópico. La manera en la cual ellos predicaron no
consistía tanto en la inculcación de alguna doctrina específica acompañada de
la demostración de las inferencias provenientes de ella, sino más bien en la declaración de
ciertos hechos de los cuales habían sido testigos presenciales. Habían sido
elegidos para dar su testimonio de esos hechos a los demás. Vean el sermón de
Pedro en Pentecostés, o el sermón del mismo apóstol dirigido a Cornelio, o el
registro de la predicación de Pablo en Perge o en Antioquía, y encontrarán que
esos discursos eran un argumento tomado de las Escrituras que declaraba que,
como Dios había prometido desde tiempos antiguos enviar a un Salvador, entonces
Jesucristo vino al mundo, vivió una vida santa, fue muerto después de ser falsamente
acusado y fue puesto en el sepulcro, resucitó de nuevo al tercer día y después
ascendió al cielo, de conformidad al testimonio de los profetas. De Él dijeron
que todo aquel que creyera en este hombre -que era Dios verdadero- sería salvado
por Él. Ésta es la declaración que hicieron. Por lo general no los descubro exponiendo
la doctrina de la elección en asambleas promiscuas con incrédulos presentes; no
los veo argumentando los sutiles temas del libre albedrío y de la
predestinación, o disputando sobre palabras sin ningún provecho para menoscabo
de los oyentes. Su firme propósito era declarar aquellas cosas directamente
vinculadas con la salvación del alma, que era el asunto de fundamental
importancia al cual querían que todos los hombres prestaran su atención. Es así
que exhortaban a todos los que los oían -con peligro de sus almas si dejaban de
hacerlo- a que aceptaran la revelación y abrazaran la fe del Evangelio.
Escuchen al apóstol Pablo en el famoso capítulo
quince de la primera Epístola a los Corintios, que es leída usualmente en los funerales.
Dice allí: “Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado”.
Ahora, ustedes esperarían que comenzara con una larga lista de doctrinas pero,
en lugar de eso, dice: “Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las
Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las
Escrituras”. Eso es lo que Pablo describe enfáticamente como ‘el Evangelio’. Aseverar
estos hechos, exhortar a los hombres a creerlos y a poner su confianza en el
Hombre que así vivió, y murió y resucitó, fue la predicación del Evangelio que antaño
sacudió a los vetustos sistemas de superstición -aunque parecieran estar
establecidos sobre sus tronos de manera muy segura- que iluminó las tinieblas
del paganismo, y que hizo que en esas primeras etapas del cristianismo, el
mundo entero quedara asombrado con la luz y la gloria de Cristo.
Entonces, debemos esforzarnos por imitar a los
apóstoles y debemos procurar predicar un sencillo sermón evangélico, si no con
la habilidad de ellos o con su inspiración, sí al menos con su empeño y con el
mismo deseo que ardía en sus pechos, para que por su medio lo hombres sean
salvados. De conformidad con eso, vamos a tratar, primero, con la historia de Jesús, a quien exponemos como
un Salvador; en segundo lugar, con las
demandas de Jesús; y, en tercer lugar, con las bendiciones que Jesús proporciona. Con respecto a:
I. LA HISTORIA DE JESÚS, si hacen el favor de
buscar en sus Biblias, encontrarán que el apóstol comenzó su sermón notando
aquí que muchos profetas hablaron de la
venida de Jesús. En el versículo veintitrés, Pablo menciona especialmente
la promesa hecha a David: que de su simiente Dios levantaría a un Príncipe y Salvador
para la casa de Israel. Hermanos, permítanme recordarles que con suma
frecuencia han aparecido sabios en la historia del mundo que han reclamado tener
una inspiración divina, cuyos anuncios fortalecieron la esperanza de la venida
de un hombre que habría de redimir de la esclavitud al mundo, y que se
convertiría en el Salvador de nuestra raza. Todos los videntes cuyos ojos
fueron ungidos por Dios para mirar al futuro, anunciaban con antelación el
advenimiento de un grandioso Profeta, de un Príncipe y Salvador, que reclamaría
que se le rindiera homenaje y que sería muy peligroso y absurdo rechazarlo.
Estos profetas han aparecido en varios tiempos y en diversos lugares, y sin
ninguna connivencia han proclamado al unísono lo mismo. La mayoría de ellos
selló con su sangre su testimonio. “¿A cuál de los profetas no persiguieron
vuestros padres?” Con todo, pese al extremo sufrimiento o a la muerte violenta,
parecieran haber sido impelidos por un divino furor interno para proclamar, incluso hasta el fin, que vendría Uno
que destronaría al antiguo reino de terror y al antiguo orden de ceremonias
externas, para introducir un reino espiritual y para redimir al mundo de sus
pecados y aflicciones.
Esa refulgente estrella de esperanza resplandeció
de manera sumamente brillante en la tierra favorecida de Judea, a través de la noche
oscura de largos años y lúgubres vigilias. Finalmente apareció un notable
individuo que había sido anunciado con antelación por algunos de aquellos
profetas. Ellos habían dado a entender que antes de que llegara el Hombre
prometido, el Mesías, habría un precursor, alguien como Elías. Elías vendría
primero. Ahora, el Tisbita, cuya carrera había sido tan memorable en Israel,
era un hombre de mucha santidad pero de poco refinamiento. Su vestimenta era tosca,
su dieta frugal, su porte austero, y su forma de expresión era enfática e
incluso vehemente. Parecía ser un fuego personificado, si pudiera darse tal
cosa, pues así de fuerte era su pasión y así de audaz era su valor. Puso el
hacha a la raíz de todo pecado, y no se acobardó delante del rostro de ningún
hombre, sin importar su alta posición o sus elevadas pretensiones. Bastaba que
detectara un mal y lo denunciaba con todo su poder.
Dieciocho siglos han transcurrido desde que
apareció en el desierto, cerca del río Jordán, otro hombre cuyo vestido era de
pelo de camello, y cuya comida era langostas y miel silvestre. Un hijo del
desierto, asceta en sus hábitos, con un ministerio que le pertenecía
específicamente, censuraba los vicios de la época con aire desafiante, y
llamaba a los hombres al arrepentimiento con clangores de trompeta, hasta que
toda Judea se sorprendió con el fenómeno, y las multitudes provenientes de
ciudades y aldeas se agolpaban para oír su predicación: “Arrepentíos, porque el
reino de los cielos se ha acercado”. El punto culminante de sus exhortaciones
fue éste: “He aquí el Cordero de Dios”. Búsquenlo, mírenlo, recurran a Él pues Él
quita el pecado del mundo. Su misión era enderezar calzada en la soledad para
la venida del Señor, de quien se declaró indigno de desatar la correa de su
calzado.
Finalmente llegó el Salvador, el Salvador
prometido desde hacía mucho tiempo. De la privacidad de Su hogar en Nazaret,
donde había sido criado, llegó al río Jordán. Me abstengo de hablar de Su
nacimiento milagroso y de Su infancia. Apareció en el desierto donde Juan
ministraba junto a los vados del Jordán y solicitó el bautismo; y cuando salía
del agua, el Espíritu Santo descendió sobre Él como paloma, y muchos testigos
oyeron una voz que decía: “Este es mi Hijo amado. A él oíd”. Este hombre, este
portentoso individuo que ahora se había vuelto abiertamente manifiesto, vivió
una vida pública de extraordinaria benevolencia, en la que había una mezcla de
humildad profunda y de poder divino, la vida más memorable que haya sido registrada.
La imaginación no ha soñado nunca algo que la iguale. Quienes han reflexionado
mucho sobre la virtud, han sido totalmente incapaces de construir, partiendo de
su invención, la historia de una vida que pudiera asemejársele o compararse con
ella en pureza o simetría, una vida en la que no había tanto una virtud
prominente como todas las virtudes divinamente mezcladas. Manso como un
cordero, intrépido como un león, severo en contra de la hipocresía, siempre
tierno para con el pecador, especialmente cuando las gotas de las lágrimas del
arrepentimiento relucían en sus ojos. Un hombre que rasgó en pedazos todas las
antiguas formalidades, que denunció el conocimiento de los rabinos, y que vino
sólo con Su propia fuerza de carácter y el testimonio de Dios para decir
verdades que, como la luz, son evidentes en sí mismas, verdades que soportan la
prueba del tiempo y que resisten los cambios de las circunstancias; verdades
que habrán de soportar incólumes cuando el viejo mundo haya pasado; verdades
que han liberado a las mentes de los hombres de los grilletes de la
superstición; verdades que han alegrado a las hijas de la desesperación;
verdades que han sido siempre sumamente aceptables para los pobres y los
necesitados; verdades que han elevado a la humanidad desde la misma primera
hora en que fueron proclamadas por primera vez; verdades que han atraído
discípulos a lo largo de las edades, y han llenado el cielo con sus admiradores
que se postran delante del glorioso Hijo de Dios y lo adoran; verdades que
todavía harán brillar a este mundo con la luz del cielo.
Ahora, ese Hombre vivió una vida perfectamente
intachable, tan irreprochable que cuando Sus enemigos buscaron Su muerte, no encontraron
nada que pudieran imputarle y, por tanto, tuvieron que acusarlo y condenarlo
por medio de falsos testigos. El punto culminante de Su historia, para el cual
les pedimos siempre su más devota atención y del cual los apóstoles dieron
siempre el más vehemente testimonio, fue éste: que fue crucificado. Algunos
suponen que sería prudente ocultar eso. Este grandioso Maestro, este Ser
Prometido, este Hombre Divino -pues fue hombre, y sin embargo Dios, Dios
perfecto y hombre perfecto- en realidad murió la muerte de un criminal. Fue
tomado por manos impías, azotado, obligado a cargar Su cruz, y luego fue
clavado al madero en el Calvario, y allí murió. Pero debemos decirles la
interpretación que presta un encanto a esta información. Murió allí en
sustitución del hombre. No tenía ninguna culpa propia, pero fue designado por
Dios para cargar con todos los pecados de Su pueblo, de hecho, con el pecado de
todos los hombres que creen en Él. Él fue castigado para que ellos no fueran
castigados. Llevó el castigo que correspondía a todos los creyentes, para que
ellos fueran liberados del espantoso castigo que la justicia exigía de ellos.
De hecho, subió a ese madero con la carga de toda la culpa de todos los que
habían creído y de todos los que habrían de creer, hacinada sobre Sus hombros; y
debido a la excelencia de Su naturaleza, siendo Dios, Sus sufrimientos hicieron
expiación por toda la culpa de toda esa vasta multitud. Fue una vindicación de
la justicia de Dios, de tal magnitud, como si todos esos millones de millones
hubiesen sido arrojados en el infierno para siempre. Aquí estaba el hecho. El
castigo debido a todas esas almas fue colocado en una copa amarga, y Jesús,
sobre el madero, llevó esa copa a Sus labios y
“En un trago
enorme de amor,
Consumió toda
la condenación”.
Bebió hasta las heces toda la ira que Dios tenía
contra Su pueblo ofensor, pecador, culpable y condenado, y por ello el pueblo
fue absuelto. Ésta es la grandiosa doctrina de la Cruz. “Dios estaba en Cristo
reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus
pecados”. Cuando fue bajado de la cruz, fue puesto en el sepulcro. Allí
permaneció Su cuerpo sagrado durante tres días, pero en la mañana del tercer
día, por Su propio eterno poder y Deidad, resucitó del sepulcro puesto que no
podía ser retenido por las ataduras de la muerte, y ahora vive, y en adelante
vive para siempre. En este instante, el Hombre que nació de la Virgen en Belén,
que fue muerto en debilidad por Poncio Pilato pero que fue resucitado en poder,
habiendo ascendido a lo alto después de Su resurrección, se sienta a la diestra
del Padre, donde como hombre, aunque siendo Dios, intercede con Dios
incesantemente por nosotros, y por Su eterno mérito salva a todos los que ponen
su confianza en Él. Éstos son hechos históricos expuestos por el Evangelio para
ser creídos con seguridad. Algunos los consideran fábulas de ancianas. Que
piensen lo que quieran; se pierden del beneficio que la fe básica seguramente
les proporcionaría. Sobre sus propias cabezas recaiga la culpa, pues sobre sus
propias almas vendrá la aflicción. Muchos de nosotros podemos aseverar, con
nuestras manos sobre el pecho, que hemos probado la verdad de todo lo que está
escrito en el Libro. Estas preciosas verdades han ejercido una poderosa
fascinación en nuestras propias vidas. Creer en ellas nos ha capacitado para
vencer a nuestras pasiones, y ha sido la palanca que nos ha levantado y sacado
de nuestra depravación. Estas verdades son nuestro indefectible solaz mientras
como criaturas estemos sujetos a la vanidad, y en la hora de la muerte serán
nuestro socorro y apoyo tal como decenas de miles de personas antes que
nosotros han comprobado que lo son. Con la historia de Jesús tan claramente
ante nuestra vista, preguntemos ahora:
II. ¿Cuáles son las exigencias de Jesús?
Él demanda, como el Ser que vive eternamente, que aceptemos que es lo que profesa ser si
queremos obtener cualquier beneficio de Él. Profesa ser el Mesías, ungido y
comisionado de Dios. ¿Crees tú eso? Leyendo las profecías concernientes a Él,
¿ves tú cuán exactamente encaja como la llave encaja en las guardas de la
cerradura? Si ves eso, me alegro. Además, Él exige que lo recibas como Dios.
Ésta es Su profesión: que Él es Dios sobre todas las cosas, bendito por los
siglos, Dios encarnado. Él caminó sobre las olas del lago de Genesaret;
resucitó a los muertos; sanó a los enfermos; multiplicó los panes y los peces;
detuvo a los vientos; calmó a la tormenta. Él ha hecho todas las cosas que sólo
Dios puede hacer. Él fue omnipotente incluso aquí abajo como hombre. Acéptalo,
entonces, como Dios verdadero. Si tú lo haces inteligentemente y sinceramente,
me alegro.
¿Y lo aceptarás ahora como tu Sacerdote, y no
aceptarás a nadie más en la tierra? Para tenerlo a Él, debes renunciar a todo
lo demás, pues has de saber con toda seguridad que nuestro Sumo Sacerdote no
estará junto a ningún otro sacerdote. Recurre únicamente a Él para la
expiación, para la intercesión y para la bendición. Él se ofreció a Sí mismo
como un sacrificio; se entregó por los pecados de Su pueblo. Cree en Él como tu
Sacerdote, y cree en Sus sufrimientos y muerte como tu sacrificio. ¡Lárguense
ustedes, sacerdotes de Roma! ¡Váyanse también ustedes, sacerdotes de cualquier
otro orden! ¡Que se marche cualquier vano pretendiente al sacerdocio! A quien
ha entrado al lugar santísimo no hecho con manos, le pertenece el privilegio
exclusivo del sacerdocio. Nuestro Señor Jesucristo es el único Sacerdote de la
casa de Dios. Los miembros de Su pueblo se convierten en sacerdotes a través de
Él, cada uno de ellos. Sí, reyes y sacerdotes según el orden de Melquisedec,
pero ahora no reconocemos ninguna superchería sacerdotal. La religión de Jesús
desaprueba y denuncia todas las pretensiones prelaticias. Proclama para siempre
el derrumbe de la jerarquía de los hombres, con todo su vacío engreimiento y su
inflada arrogancia; sus sotanas y sus vestimentas, sus roquetes de mangas
estrechas y sus gorros, su vana jactancia y sus mojigatos juegos con los dedos,
con toda su influencia preternatural que se supone que emana de las manos de un
obispo. Jesús es el único Sacerdote. ¿Lo recibirás como tal? Entonces yo me
regocijo de que seas iluminado así.
Sin embargo, has de saber que Él reclama ser tu
Rey. Tienes que hacer lo que te pida. Debes ser Su súbdito, debes observar Sus
estatutos y debes guardar Sus mandamientos. ¿Eres Su súbdito? Entonces Él es tu
amigo. Tú serás incluso Su hermano, y vivirás cerca de Él como alguien muy
amado para Él, en afectuosa comunión con Él. Aunque esté en el cielo, se
revelará a ti en la tierra. Ahora, ¿estás dispuesto a aceptarlo como tal? Como
tu Profeta, de tal manera que has de creer todo lo que te enseña; como tu
Sacerdote, de tal manera que habrás de confiar en Su mediación; como tu Rey, de
tal manera que le servirás. Y, ¡oh, con qué acentos de ternura Jesús demanda que confiemos en Él! Éste es un bendito
mensaje para algunos de ustedes que tal vez no hayan escuchado antes. Si
confiaran en este Hombre glorioso, en este Dios bendito, serán salvados en este
instante.
Cristo exige que confiemos en Él. Dice: “Yo soy
Dios; confíen incuestionablemente en Mí. Yo soy un Hombre perfecto; por amor a
ellos morí por mis enemigos. Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la
tierra, y con mi sangre rociada sobre el trono de mi Padre, reino supremamente
en el dominio de la misericordia. Sólo confía en Mí, y Yo te salvaré, te
salvaré de la culpa del pasado, te salvaré del poder de la pasión en tu alma,
te salvaré del dominio del pecado, y en el futuro te cambiaré, te haré un
hombre nuevo. Te daré un corazón nuevo y un espíritu recto. Toda mi gracia será
tuya, si confías en Mí”. Jesús mismo nos
da incluso el poder de confiar, pues todo es por Su gracia de principio a fin,
y todo aquél que confíe en Él será salvo. Mi Señor tiene el derecho a ésto,
y no aceptará nada que no sea ésto, pues estas son Sus propias palabras: “Id
por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y
fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. Él no
admite ningún término medio. O crees o no crees; y si no crees, Su ira cae
sobre ti. “El que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en
el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo, Jesucristo”. “El que en él
cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado”. “El que oye
mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a
condenación, mas ha pasado de muerte a vida”. Yo en verdad espero estar
expresándome claramente. Mi ferviente deseo y la oración de mi corazón son que todos ustedes conozcan el Evangelio si es
que no lo han conocido antes. Si lo han conocido antes, quisiera que pudieran
discernirlo más claramente. Si lo rechazaran, la falla no sería mía. Dios es mi
testigo de que he tratado de evitar cualquier idea de tratar de ser elocuente o
declamatorio en mi predicación. No me importa para nada el espectáculo llamativo
de elaborar discursos. Yo sólo quiero decirles simplemente estas verdades
contenidas en un mensaje sin adornos. Pudiera ser que despierten prejuicios, y
ustedes que las escuchan, digan tal vez que son aburridas y trilladas. Esas
verdades trilladas y manoseados, sin embargo, contienen la propia médula y el meollo
del Evangelio por el que pueden ser guiados al cielo. Por aburridas que las
consideren, si las rechazaran, negra y terrible sería la ruina de sus almas.
Los exhorto, por tanto, delante de Jesucristo,
que juzgará a los vivos y a los muertos, a que recuerden estas pocas cosas elementales,
viendo que involucran su esperanza o su desesperación, su salvación o su
perdición, por toda la eternidad. No hay otra puerta al cielo fuera de ésta; no
hay ningún otro portón de entrada al Paraíso fuera de éste. “Dios estaba en
Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres
sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación”. Él ha diseñado
para nosotros un camino de redención. Confiando en Él, seremos salvos; rechazándolo,
estaremos perdidos.
Jesús exige de ustedes que no confíen en ustedes
mismos; que no piensen que son lo suficientemente buenos; que no imaginen que
alguna vez puedan ser lo suficientemente buenos por ustedes mismos; que no
confíen en ninguna ceremonia; que no dependan de ningún hombre; que no alienten
alguna esperanza del cielo por medio de algún razonamiento o resolución
propios, sino que justo ahora pongan toda su confianza en Él. Aunque pareciera
ser demasiado bueno para ser cierto, con todo, es cierto que si tú fueras el
peor de los pecadores, contaminado con las más viles lascivias y degradado con
los crímenes más horrendos, y aunque tus pecados fueran de un tinte escarlata,
y su recuerdo te persiguiera como espectros fantasmales, si tú confías en
Jesús, a quien Dios ha puesto como propiciación, recibirás un perfecto perdón
de Dios, el Padre eterno, y se te dará poder para vencer esas mismas
transgresiones a las cuales estás inclinado, para que no caigas en ellas de
nuevo. ¡Oh, glorioso Evangelio del siempre bendito Dios! ¡Quisiera que los
hombres tuvieran corazones para recibir y dar la bienvenida a sus provisiones
de gracia!
III. LAS BENDICIONES QUE JESUCRISTO OTORGA A TODOS
LOS QUE CONFÍAN EN Él.
Nuestro poder para enumerar esas bendiciones se
ve sobrepasado con creces. “Por medio de
él se os anuncia perdón de pecados”. No es indulgencia, sino perdón, el perdón de todos los pecados. Los
pecados de ochenta años desde tu niñez hasta tu vejez, si has vivido todos esos
años, tus delitos menores públicos, tus transgresiones privadas, tus actos visibles,
tus pensamientos secretos, tus palabras expresadas, tus deseos reprimidos, el catálogo
enrollado de tus transgresiones y desviaciones completamente desenrollado será
borrado de inmediato del libro del recuerdo de Dios, si confías en Jesucristo.
No serás inculpado por ellos. Por negra que sea la lista o por largo que sea el
inventario, sólo confía en este Hombre, y todos tus pecados te serán
perdonados. Quien confiesa su pecado, y viene a Jesús, encontrará misericordia,
y encontrará misericordia de inmediato. ¿Hay alguien aquí que se sienta
culpable? ¡Qué buenas nuevas han de ser éstas para su doliente corazón! Yo
deseo que todos ustedes sepan cuán culpables han sido, y cuán profundamente
manchados están. Un pecador de corazón realmente quebrantado es una joya en
dondequiera que te lo encuentres. No hay música en el mundo como las notas de
perdón para el pecador que experimenta un remordimiento de conciencia y un
convencimiento de su culpabilidad. Jesús otorga perdón para todo pecado. Para
quienes creen en Él, les otorga un perdón
inmediato, no un perdón en potencia, no un perdón que ha de ser revelado
cuando estés a punto de morir, sino un perdón ahora, un perdón que alcanza a
los pecados que han de venir todavía, un perdón que comprende la totalidad de
tu vida de pecado, puesto en tu mano para ser leído por el ojo de tu fe, y para
ser conocido tan claramente como si te fuera entregado en un pergamino escrito
por la mano de un ángel y sellado con la sangre del Salvador. Cristo Jesús
otorga un perdón que nunca será revocado, un perdón que no puede ser cancelado
en lo sucesivo. Dios no juega nunca al estira y encoge
con los hombres. No condena nunca al que ya fue perdonado una vez. Si declara
que un hombre es perdonado, es perdonado y será perdonado cuando el mundo esté
envuelto en llamas. ¡Qué gozo indecible habrá de llenar el alma de aquél que aclama
en esta santa hora un perdón de los cielos! Su carga ha sido suprimida; sus esposas
le son quitadas; sus grilletes soltados; la fiebre curada; su salud restaurada;
cómo saltará de deleite, y danzará con placer, y cantará con santo júbilo.
Pobre pecador, cree en el Hijo de Dios que fue
inmolado pero que vive eternamente, y te será dado este rapto celestial para
que lo experimentes. Éste es un perdón de pura buena voluntad que no retiene
residuos de animosidad. Un hombre perdona a su hijo y renuncia al uso de la
vara, pero podría decirle: “No olvidaré tu conducta, pues en el futuro no podré
confiar en ti”.
Pero cuando Dios perdona, no reprocha. Recibe al
hijo pródigo en su pecho. No lo sienta en el extremo más lejano de la mesa para
recordarle su descarrío, sino que mata al novillo engordado para convencerlo de
que es bienvenido.
Pone tal confianza en algunos de nosotros, que
éramos lo peores pecadores, que nos da una comisión de predicar a otros el
Evangelio mediante el cual nosotros mismos somos salvados, y nos envía con el
asunto que está más cerca de Su corazón, y que más concierne a Su propia
gloria. ¡Oh, sí, es un bendito perdón que barre toda la extensión de la ruina
humana y nos redime, y nos resarce de las pérdidas experimentadas por haber
pecado! Y no sólo eso, sino que por Él, por Jesús, todos los que creen son justificados así como son perdonados; somos
justificados de todas las cosas de las que no podríamos ser justificados por la
ley de Moisés. Aquí tenemos una comparación, o más bien un contraste. ¿Qué
significa ésto? Cuando los hombres venían, según la ley de Moisés, traían un
novillo que ofrecían por su pecado. Hecho ésto, ¿con cuáles sentimientos se
alejaban del altar? El hombre venía consciente de culpa y se marchaba convencido
de que había cumplido con un estatuto. Pero su conciencia no estaba limpia. La
mancha no se había quitado. Aunque la sangre de la bestia aquietaba algunos de
sus escrúpulos y aliviaba algunos de sus terrores, no le daba una perfecta paz
y no podía dársela. Debe de haber sabido que la sangre de los novillos y los
machos cabríos, y las cenizas de una vaquilla no podían quitar el pecado, ni
podían expiar su culpa o erradicar su veneno. En esa misma medida es superior
el Evangelio de Cristo a la ley de Moisés. Si vinieran y confiaran en Cristo,
sentirían que ya no son más culpables. Hasta ahora ustedes han vivido en la
culpa y el pecado, pero a partir de ahora todo el peso del pecado sobre la
conciencia se habría desvanecido. Tendrían paz con Dios por medio de Jesucristo
nuestro Señor. Sentirían que el pasado está tan borrado que ya no lo cargan más
en su conciencia. Podrían cantar:
“Estoy limpio
por la sangre de Jesús”.
¡Cuán grande misericordia es esta perfecta
limpieza de la culpa en la conciencia! Quien venía al altar bajo la ley de
Moisés no siempre sentía que podía venir a Dios. La sangre era rociada, y había
un camino de acceso; pero sólo el Sumo Sacerdote pasaba detrás del velo una vez
al año. La ley de Moisés no podía justificar a un hombre de tal manera que
tuviera acceso al propiciatorio, pero Jesucristo justifica de tal manera a Su
pueblo, que pueden ir directo a Dios y hablarle como un hijo le habla a su
padre; le cuentan todas sus necesidades y debilidades, toda su gratitud y su
gozo. Derraman a Sus propios oídos sus amantes corazones. ¡Cuán dulce es el
acceso de la criatura humana a su Dios del pacto, una vez que conoce a Cristo!
Yo en verdad declaro que algunos de nosotros hemos hablado con Dios tan
verdaderamente como hablamos con los hombres; y hemos estado tan seguros que
nos encontrábamos en la presencia de nuestro Padre celestial, y tan conscientes
de estar bajo esa portentosa sombra como hemos estado conscientes de que hemos
estado en comunión con cualquier hombre o mujer nacidos en este mundo. ¡Oh!, si
lo supieran, Dios no parecería tan lejano de ustedes una vez que confiaran en
Cristo. No pensarían de Él como el Dios del trueno guiando Su ruidoso carro por
el cielo con una lanza centelleante de relámpago, sino que cantarían acerca de
Él:
“El Dios que
gobierna en lo alto,
Y truena
cuando le place,
Que cabalga
sobre el cielo de tormenta,
Y controla
los mares.
Este terrible
Dios es nuestro,
Nuestro Padre
y nuestro Amor;
Él hará
descender Sus poderes celestiales
Para
llevarnos a lo alto”.
Lo verían por doquier en torno a ustedes con los
ojos de su espíritu, y se regocijarían en Él.
Aquellos que venían al altar por la ley de
Moisés, no eran justificados de aprensiones del futuro; cuando cada adorador
regresaba a casa, después de todos los sacrificios de corderos, y carneros y
novillos, tenía miedo de morir. Pero quien confía en Jesús siente que, en lo
concerniente al futuro, está perfectamente seguro. “Ahora” –dice- “Dios ha
prometido salvar a quienes confían en Cristo. Yo en verdad confío en Cristo;
Dios ha de salvarme. Él está obligado a hacerlo, por Su justicia”. Sobre el
león de la justicia cabalga la hermosa doncella de la fe, y no tiene ningún
temor. En tanto que Dios sea justo, ningún discípulo de Jesús podría ser
destruido. ¿Qué pasa si la Justicia me acusara de ser un pecador? Yo
respondería: “Es cierto que lo soy, y sin embargo no soy alguien que debiera
ser sometido a juicio, pues todos los pecados me fueron quitados. Fueron
colocados sobre mi bendita Fianza. No me queda ni uno solo. Cristo ha sido
castigado por mi pecado; ¿acaso podrían ser castigados dos por una ofensa?
¿Habría de morir mi Sustituto, y también yo? ¿Seríamos condenados Cristo y yo
también, por la mismísima ofensa? Dios no es injusto como para castigar primero
al Sustituto y luego al hombre en cuyo lugar estuvo el Sustituto”. ¡Oh!, esto
es algo sobre lo que uno se puede apoyar. Esta es una almohada para una cabeza que
experimenta dolores; este es un bote seguro en el cual navegar en medio de las
tormentas de la vida y a través de los mares de la muerte. Jesucristo, en mi
lugar, derramó la sangre de Su corazón como la grandiosa Víctima de Dios fuera
de las puertas de la ciudad. Yo confío en Él. Confiando en Él, no puedo
perecer. Él ha jurado y no se arrepentirá. Por dos cosas inmutables, en las
cuales es imposible que Dios mienta, Él ha dado un sólido consuelo a quienes
huyen en busca de refugio hacia la esperanza puesta ante ellos en el Evangelio.
¡Oh, amados!, ciertamente podemos vivir sobre esta promesa, y morir sobre esta
promesa.
¡Quiera Dios que todos ustedes confíen en Él! Que
muchísimos de ustedes confíen en Él por primera vez ahora. La predicación de
este Evangelio es digna de confianza porque la promesa es digna de confianza. No
me avergüenzo del Evangelio de Cristo, porque es poder de Dios para salvación a
todo aquel que cree. ¿Crees tú? Di: “sí” o “no”, pues hay consecuencias que se
hacen presentes en cualquiera de los casos. Di: “sí” y dilo ahora. Amén.
Nota del
traductor:
Clangores: sonidos de la trompeta o del clarín.
Traductor: Allan Román
14/Octubre/2010
www.spurgeon.com.mx