El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Un Reto Concreto para una Oración
Concreta
NO. 3537
UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 9 DE NOVIEMBRE DE 1916.
“Respondiendo
Jesús, le dijo: ¿Qué quieres que te haga?
Marcos 10: 51
Los discípulos de nuestro Señor imaginaban sin
duda que subía a Jerusalén para asumir el reino. Ellos esperaban ser partícipes
de esa grandeza terrenal que habían concebido, ingenuamente, que refulgiría en
torno a la persona del Hijo de David. Por tanto, cuando el ciego se aventuró a
clamar, dando grandes voces, a quien consideraban que sería un grandioso Rey,
estimaron ese hecho como una intrusión atrevida. ¿Quién era el hijo de Timeo
para decir: “¡Hijo de David, ten misericordia de mí!”? Todos ellos estaban
ansiosos por acallar la voz de la miseria en presencia de tanta majestad. Pero
nuestro Señor Jesucristo no rechazó la oración del ciego como molesta o
impertinente. No estaba enojado con él. Ni siquiera prosiguió Su camino sin
percatarse de él. Lo que hizo fue detenerse, y ordenar
que le llevaran al hombre.
¿No podemos extraer consuelo del pensamiento de
que nuestras oraciones no son nunca intrusiones? Cada vez que acudimos a Dios por
estar sumidos en una gran angustia, Él está siempre dispuesto a oír nuestro
clamor con atención. Sin importar el grandioso propósito o el proyecto
trascendental que ocupe Su mente, Él ciertamente está atento a los anhelos de
Sus menesterosos suplicantes. Aunque nuestro Señor Jesucristo sea en este
momento Rey de reyes y Señor de señores, y sea inconcebiblemente glorioso, y aunque
las huestes de los ángeles consideren como su más excelso deleite cumplir Sus
órdenes, en el cielo, Él tiene el mismo corazón que tenía en la tierra para con
los pecadores. En medio de los truenos de los sempiternos aleluyas, Él detecta
los suspiros de los prisioneros, las quejas de los que sufren y los gemidos de
los contritos. Él se detiene para prestar atención a las solicitudes de los
ciegos mendigos y, en Su compasión, alivia su congoja. ¿Ésto, acaso, no debería
animar a quienes lo están buscando? A pesar de lo que Satanás pudiera
sugerirles en contrario, tomen este pasaje de la Palabra de Dios para motivar
su ánimo. Él oyó el clamor del ciego cuando estaba en la tierra, y Él
ciertamente los oye ahora desde el cielo. Y en cuanto a ti, hijo rebelde de
Dios, por difícil que te resulte orar, si fueres capacitado para descargar tus penas,
tus suspiros serán oídos, tus lágrimas serán vistas, y ciertamente gozarás de
una audiencia ante Aquel que se deleita en la misericordia.
Hay momentos, incluso para quienes viven más
cerca de Dios, en que los seres humanos caen en el descorazonamiento e imaginan
que su voz no traspasa las puertas del cielo, pero no es así. Cuando no puedo
venir a Dios como un santo, ¡cuán grande misericordia es que pueda venir a Él
como un pecador! Y si he perdido todas mis evidencias, ¡cuán grande bendición
es que no necesite buscarlas, y que pueda dirigirme al propiciatorio sin
ninguna de ellas!
“Tal como
estoy, sin ningún argumento,
Excepto que
Su sangre fue derramada por mí”.
Cuando, reducido a la máxima mendicidad en
cuanto a la gracia interna, me encuentro desnudo, y pobre y miserable, todavía
puedo oír a Dios diciéndome: “Yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en
fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte”. Aun en nuestro
peor estado, la oración sigue siendo eficaz. Debemos orar mientras vivamos. Mientras
no oigan los cerrojos de la perdición cerrados con firmeza sobre ustedes
encerrándolos en el infierno, no duden del derecho de petición ni del
predominio de su plegaria sincera. Hay un oído que oye en el cielo mientras
haya un corazón que implore en la tierra.
Si esta primera impresión se graba en sus
mentes, confío que estarán preparados para las tres reflexiones adicionales que
deseo presentarles ahora. Nuestro Señor le preguntó al ciego, antes de sanarle:
“¿Qué quieres que te haga?”. De aquí infiero que:
I. ES IMPORTANTE QUE EL PECADOR QUE BUSCA, SEPA QUÉ
NECESITA REALMENTE Y, ALGUNAS VECES, CRISTO SE DEMORA EN OTORGAR LA SALVACIÓN
PARA CONDUCIR A LOS HOMBRES A ENTENDER MÁS CLARAMENTE EL CONTENIDO DE ESA
INESTIMABLE BENDICIÓN.
Una gran proporción de las personas que expresan
un cierto deseo de ser salvadas, no tienen ni la menor idea bíblica de qué es
la salvación. Me temo que muchas personas que profesan haber encontrado la
salvación, son realmente víctimas de una excitación religiosa, siendo grandemente
conmovidas por las exhortaciones que han oído, pero que han sido iluminadas en
muy poco o en nada en lo tocante a las verdades fundamentales sobre las cuales
está basada una buena esperanza.
La idea más común, por supuesto, es que ser
salvado significa ser librado de descender al abismo y de soportar la sentencia
de la eterna perdición. Concedemos que, en verdad, todo eso está incluido en la
salvación, aunque está muy lejos de ser su único propósito. Eso es un resultado
de la salvación, pero no es la esencia de la salvación, según lo descubren las
almas de los redimidos. Los hombres son generalmente salvados, bendito sea Dios,
muchos años antes del momento de la muerte, y están conscientes de haberlo sido.
En algunos sentidos son tan entera y perfectamente salvos, como lo serán cuando
lleguen al cielo. La salvación no es pospuesta hasta el día del juicio, al ser
liberados del infierno; puede ser gozada aquí, en la tierra, cuando tus pecados
son perdonados y eres redimido del presente siglo malo.
O pudiera ser que tengas una vaga impresión de
que la salvación consiste en el perdón de
tus pecados. Eso es cierto, pero no encierra toda la verdad. Cuando tú
dices: “Quisiera que mis pecados fueran perdonados”, ¿sabes qué es el pecado?
¿Has tenido alguna vez una clara visión de lo que realmente significa eso? Nosotros
usamos con frecuencia ciertos términos y palabras comunes, me temo, sin el
pensamiento correspondiente en nuestras mentes.
Has de saber, entonces, que tú has quebrantado
la ley de Dios, tanto por dejar de hacer aquello que debiste haber hecho, como
por hacer aquello que no debiste haber hecho. Esos diez mandamientos que se
encuentran en el capítulo veinte del Éxodo, son como otros tantos espejos en
los que puedes ver lo que has hecho y lo que has dejado de hacer. ¡Los grandes
crímenes que has cometido claman contra ti delante del trono del juicio de
Dios, los cuales ciertamente te arrastrarán al infierno a menos que seas librado
del terrible castigo!
Considera, también, el oneroso peso así como la
aflictiva culpa del pecado. ¿Has sentido la carga y el peso del pecado? “Pesada
es la piedra, y la arena pesa”, dice Salomón; pero, ¡ah!, ¿qué pesantez podría
compararse con el pecado? Bien hace David en gemir bajo el peso de la carga: “Mis
iniquidades se han agravado sobre mi cabeza; como carga pesada se han agravado
sobre mí”.
Todas las cargas que pudieran recaer sobre ti
por medio de los pesados trabajos de la vida, de las calamidades del mundo o de
las visitaciones de la Providencia, no pueden igualar a la carga del pecado,
pues esa carga es un peso que oprime a la conciencia, que aplasta al corazón, y
que paraliza a todas las facultades del alma. “El ánimo del hombre soportará su
enfermedad; mas ¿quién soportará al ánimo angustiado?” Una conciencia acongojada
por un sentido de pecado interpreta prontamente ese ánimo angustiado que es insoportable
para el hombre. Si esa terrible opresión habitara por largo tiempo en él, su
espíritu zozobraría por completo delante del Señor. Si la misericordia no
viniese rápidamente a su rescate, los hombres perderían rápidamente el juicio y
se desesperarían; el desaliento los conduciría a la desesperación y la
desesperación a la locura. ¡Oh, cuán tóxico es el veneno del pecado cuando las
flechas se clavan con firmeza y se enconan!
¿Has sabido tú qué es el pecado? Si no fuera así,
me temo que tu oración está desprovista de significado, como aquella oración de
Santiago y de Juan, a quienes les fue dicho: “No sabéis lo que pedís”. ¿Has
tenido la más mínima idea, cuando estás pidiendo el perdón del pecado, de qué
es lo que el pecado realmente merece y qué tipo de recompensa reclama
justamente? Hemos de recordar siempre que cada pecado que hemos cometido nos
expone a la ira de Dios, una ira que es representada por medio de terribles
cuadros en la Palabra de Dios, tales como una llama que nunca se apaga o como
un fuego que nunca cesa de arder.
Para librarnos de ese castigo, fue absolutamente
necesario que alguien más soportara el castigo en lugar nuestro. No creo que
nosotros pidamos inteligentemente el perdón del pecado a menos que tengamos
alguna vislumbre del Salvador crucificado, del Cordero inmolado que ocupó
nuestro lugar y nuestra posición, y que quitó el pecado por el sacrificio de Sí
mismo.
¡Ah, alma que buscas!, si tú conocieras el peso
del pecado y supieras que Cristo lo cargó, entonces podrías decir: “Señor,
quiero que mis pecados sean perdonados”, en respuesta a la pregunta: “¿Qué
quieres que te haga?”
Y, sin embargo, la salvación incluye algo más
que la liberación del infierno y el perdón gratuito, pues emancipa al alma del poder dominante del pecado. Aquéllos que hemos
sido salvados de la culpa del pecado, estamos abundantemente conscientes de que
no hemos sido liberados plenamente del poder del pecado en nuestro propio pecho.
Los seres amados que han pasado más allá de las estrellas, y ven el rostro de
Dios sin ningún velo intermedio, están salvados, están completamente salvados
del pecado que mora en el interior, pero, aquí abajo, ninguno de nosotros goza
de esa bendita emancipación, aunque haya algunos que se jactan de una perfección
que sería muy difícil comprobar; pero, ¡ay!, por ese orgullo, perjudican
ligeramente su profesión. La salvación del poder despótico del pecado tiene que
ser alcanzada todavía, y tiene que ser obtenida en un elevado grado por todos
los creyentes o no verán nunca el rostro de Dios con Su aceptación.
Hermanos, nuestros pecados reinantes deben ser
subyugados. ¿No saben que ningún borracho, o fornicario, o avaro, que es
idólatra, tiene herencia en el Reino de Dios? Esos pecados tienen que ser totalmente
erradicados; tienen que ser liquidados y derrotados. Y en lo que respecta a todos
los demás pecados, tampoco pueden continuar siendo ciudadanos del corazón.
Deben ser considerados como intrusos y forasteros que tienen que ser echados
fuera, así como los cananeos debían ser echados fuera de la tierra prometida. Entonces,
mortifiquen sus miembros, subyuguen sus lascivias, derroten a sus corrupciones.
“Pero” –el hombre pregunta- “¿cómo puedo hacer
eso?” ¡Es una pregunta sumamente apropiada! Tú no podrías hacerlo, pero Cristo
dice: “¿Qué quieres que te haga?” Su poder es más que adecuado para cada
emergencia. No hay ningún pecado que sea demasiado grave para Cristo. Durante
Su vida en la tierra, no hubo ningún demonio que no pudiera echar fuera y, de
igual manera, ahora no hay ningún pecado que no pueda expulsar y erradicar. Una
legión de demonios huyó ante el ‘fiat’ (hágase) de nuestro Señor. No alberguen
dudas de que las legiones de furiosas lascivias y de fieros temperamentos no
pudieran ser derrotadas por la fe que argumenta Su nombre siempre prevaleciente.
Hermanos, nunca debemos contentarnos con
pequeños grados de santificación. No razonen con ustedes mismos como si no
pudieran sobrepasar su presente estatura enana. Ha habido hombres mucho más
distinguidos que nosotros por la piedad, y por la humildad y por toda gracia. Los
logros a los que el Maestro los condujo a ellos están disponibles para todos
los santos, bajo la misma guía y por medio del mismo poder divino.
Aspiremos a la santidad. Persigámosla con
renovado ardor. Que no les baste con vivir simplemente, sino busquen crecer; no
se contenten con permanecer siendo bebés, tomando su porción de leche, antes
bien, procuren ser hombres fuertes que gozan del alimento sólido de la Palabra
de Dios.
Ahora, yo creo que hay cientos de personas que
no tienen ningún deseo de ser salvadas, y que preferirían no ser salvadas, si es
éste el significado de la salvación. Vamos, hombre, si tú eres salvo, serás
salvado de esos placenteros pecados en los que acostumbras deleitarte ahora. Cuando
cuentan con un día libre y obedeciendo a las inclinaciones de un corazón
corrupto y de un gusto depravado, algunos de ustedes acuden precipitadamente a
los lugares donde se congregan las personas de su misma calaña. Si ustedes
fueran salvos, buscarían una sociedad muy diferente.
Entonces odiarías la compañía que amas ahora, y
los placeres que ahora tanto disfrutas se volverían tan detestables como antes
fueron deleitables para ti. Cuando dices: “Señor, sálvame”, ¿quieres decir:
“Señor, sálvame de ser lo que soy; Señor, he sido un borracho, hazme sobrio; he
sido lascivo, hazme puro; he sido deshonesto, hazme recto; he sido engañador,
haz que le diga la verdad a mi vecino; he estado violando tus estatutos, hazme consciente
de tu Palabra; he sido tu enemigo, Señor, hazme tu amigo; he hecho de mi
estómago un dios, ahora sé Tú mi Dios; yo deseo ser reconciliado contigo, de
tal forma que Tu voluntad sea mi voluntad, que Tu servicio sea mi deleite, y que
Tu camino sea el sendero que yo elija”? ¿Quieres decir eso? Si alguien dice
honestamente: “yo en verdad deseo ser salvado del pecado”, no creo que ese
deseo permanezca insatisfecho por largo tiempo, antes bien, el Señor Jesús le
dirá: “Tu fe te ha salvado”. Él puede y quiere salvarte, si eso es lo que
quieres decir.
En cuanto a ustedes, buena gente cristiana, que
están buscando la conversión de los pecadores, procuren hacerlo a la manera de Cristo. Es correcto que los
exhorten a creer en Cristo. Me gusta oírlos cantar:
“Hay vida en
una mirada al Crucificado”.
Pero, por favor, recuerden que un hombre debe
poseer algún entendimiento, tanto de lo que es el pecado como de lo que es el
Salvador, antes de que pueda creer, pues “La fe es por el oír, y el oír, por la
palabra de Dios”. Esfuércense, por tanto, en instruir a las personas en el
Evangelio. Simplemente exhortarlos a creer, clamar simplemente: “¡Crean, crean,
crean!”, tiene muy poco valor sin importar cuán denodado sea el hombre cuando
eleva ese clamor, pues el pecador pregunta naturalmente: “¿Qué es lo que debo
creer? ¿En quién debo creer? ¿Por cuál razón debo creer? ¿Por qué necesito
creer?”
Entonces, ocúpense de su labor de salvar almas
en el poder del Espíritu Santo. Ocúpense de ello inteligentemente, entendiendo
que, así como Jesucristo no abriría los ojos del ciego mientras no le hiciera
expresar –no como información para Cristo, sino para la propia comprensión del
hombre- qué era lo que necesitaba, y le hiciera decir: “Maestro, que recobre la
vista”, así deben procurar ustedes, al declarar el Evangelio, no dar
simplemente las reconvenciones, las admoniciones y las exhortaciones del
Evangelio, sino que deben dar también sus instrucciones. De lo contrario,
ustedes les pedirían acudir, pero no hay ningún festín; los invitarían a las
aguas, pero sin decirles dónde están las aguas. A partir de ahora, adopten el
hábito de instruir a los pecadores en el camino del Señor. Como dice David: “Entonces
enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti”.
Dejamos esta primera homilía, y proseguiremos a una segunda. Nuestro texto nos
indica claramente a todos nosotros:
II. LA GRAN NECESIDAD DE ORAR CON UN OBJETIVO
ESPECÍFICO.
No se le permitió a ese pobre hombre hacer una
petición general. “¡Hijo de David, ten misericordia de mí!”; era una oración
muy apropiada y una oración muy bendita, pero, ciertamente, era una oración muy
general. Así que fue conducido a ser más específico en su petición. “¿Qué
quieres que te haga? Pides misericordia; ¿qué forma de misericordia necesitas?
¿De qué manera particular te ha de otorgar misericordia la mano generosa?” El
ciego responde de inmediato: “Maestro, que recobre la vista”. Da con precisión
en el blanco. Necesita la vista y es por su vista que implora. Esa es la manera
correcta de orar de los creyentes.
Yo quisiera que practicáramos más ese tipo de
oración en nuestras reuniones de oración; no es que ponga reparos, pues hemos
tenido una bendita temporada de oración aquí; pero tengan la seguridad de que
las oraciones que van directamente al objetivo son las mejores oraciones en
todos los sentidos, siempre y cuando sean veraces y sinceras. Ustedes saben que
hay una forma de orar en el aposento y una forma de orar en familia, en las que
no se pide nada. Se mencionan muchísimas cosas buenas, se citan experiencias
personales, se repasan las doctrinas de la gracia muy concienzudamente, pero no
se pide por nada en particular. Esas oraciones resultan ser siempre insípidas
para quienes las oyen, y pienso que deben ser algo tediosas
para quienes las ofrecen.
A un hombre de color que era notable por su gran
vehemencia en la oración, se le preguntó por qué razón siempre que oraba
parecía ser tan denodado, y él respondió: “Porque cuando acudo al Rey, siempre
llevo una encomienda; siempre llevo una encomienda conmigo; acudo a Él sabiendo
que necesito algo, y yo se lo pido, y no me detengo hasta que me lo conceda; y
si no me lo da, se lo pido una y otra vez, pues sé qué es lo que pretendo”.
¿De qué serviría entrar y salir durante todo el
día de la oficina del banquero, si no se tuviese ningún negocio que tramitar ni
nada que recibir? Pero es muy diferente cuando se acercan a la ventanilla con
su cheque y reciben a cambio los soberanos de oro. Sería algo sin mayor interés
esperar a Su Majestad (la reina) cada mañana y cada tarde con un mensaje que
simplemente le expresara: “soy el súbdito más leal y más afectuoso de Su Majestad”,
pero sin pedirle nunca nada.
Sin embargo, cuánta oración de ese tipo se eleva
al cielo. Es una oración que es como un relámpago difuso, pero la oración que
cumple con su cometido es como el rayo zigzagueante. La oración sin objetivo
equivale a dispararle flechas a la luna, en vez de imitar a David cuando dijo: “En
la mañana dirigiré mi oración a ti” (1).
David miraba el objetivo, se concentraba en el pequeño círculo del centro del
blanco, y luego disparaba la flecha; y después de haber disparado la flecha,
agrega: “Y miraré a lo alto”, como para ver si la flecha realmente daba en el blanco,
si la oración tenía buen éxito con Dios de tal manera que le sería concedida
una respuesta misericordiosa.
Cuando nos encontramos solos y estamos a punto
de orar, ¿no deberíamos algunas veces detenernos un poco para considerar lo que
estamos a punto de pedir? ¿No oraríamos mejor si recordáramos que la
preparación del corazón en el hombre así como la respuesta de la lengua, son
del Señor, y que la preparación del corazón precede a la respuesta de la
lengua? Al ofrecer nuestros sacrificios a Dios, no nos conviene andarnos con
rodeos. No deberíamos acudir a Su presencia con paso atolondrado. El decoro que
es debido a la corte de un rey podría advertirnos de la reverencia debida al Rey
de reyes. Aunque gocemos de la privilegiada familiaridad que nos permite decir:
“Padre nuestro” como amados hijos del
Señor de cielos y tierra, no olvidemos nunca la humildad que se requiere y la
profunda obediencia que debemos rendirle como súbditos que somos del grandioso Rey.
“¿Qué quieres que te haga?” Él pregunta tiernamente; debemos responderle
devotamente.
Ahora, queridos amigos, permítanme hacerles una
clara pregunta que debe motivar una clara respuesta. Estando sentados aquí, en
esta casa, ¿cuál es su deseo delante del Señor? Dejen que su conciencia
responda de tal manera que, cuando regresen a casa y cuando eleven su oración
al finalizar el día, puedan acercarse al Señor de manera inteligente, pidiéndole
lo que necesitan. ¿Cuál es el deseo cimero de su alma? Tal vez, para algunos
sea que algún pecado asediante sea derrotado.
“¡Oh, -dices tú- “qué no daría yo si pudiera deshacerme
de mi mal carácter! Es mi cruz cotidiana, y no quiero albergarlo”. “¡Ah!, -dice
otro- “yo soy tan incrédulo que cualquier pequeño problema me abate pronto;
¡oh, que pudiera deshacerme de mi incredulidad!”
Bien, muy probablemente, queridos amigos, el
pecado contra el cual tienen que pedir ayuda es uno contra el cual están
luchando ahora. Si yo me acercara a ustedes por el pasillo y los tomara por la
solapa y les dijera cuál es su principal pecado, se sentirían muy vejados por
mí, pues somos propensos a resentir la fidelidad de aquellos que nos dicen
nuestras faltas. Tocar el lugar sensible hace que los nervios se resientan y
pareciera constituir una deliberada tortura. Cuando alguien se queja de algo
que nuestra conciencia no endosa, lo tomamos amablemente, y aceptamos sus
buenas intenciones, pensando que si nos conocieran mejor nos habrían estimado
más altamente; pero si tocan realmente las llagas allí donde más nos arden, no admiramos
el tratamiento que se nos da. El sonrojo que sentimos es un rubor que
estaríamos dispuestos a ocultar. Sin embargo, no encubran ahora el vicio que un
Dios Omnisciente puede discernir. Dejen que este sea el momento de escudriñar
el corazón. Digan ahora: “Señor, ¿es mi pecado la avaricia?” Ese es un pecado
que hasta ahora no he oído que nadie confiese.
Un sacerdote católico, que había oído la
confesión de algunas dos mil personas, comentó que había oído que los hombres
confesaban aborrecibles iniquidades de todo tipo, incluyendo asesinatos y
adulterios, pero que nunca había oído a nadie confesar su codicia. Ese es un
crimen que bautizan y llaman por otro nombre. Un hombre codicioso piensa que es
prudente; él simplemente está reservando un poco de dinero para un día
lluvioso. Su ambición, les dice, no es para gratificarse a sí mismo, sino que
es un generoso impulso para proveer a su familia; nos quieren hacer creer que
derrochan su fuerza y marchitan sus almas por sus esposas y por sus hijos.
Sin embargo, su fortuna es su falacia. Su deseo
mientras viven es empuñar y asir, tener y sostener, y lo abandonan hasta muy
tarde, antes de legar a sus seres queridos las posesiones que ya no pueden
retener más. ¡Ay!, con frecuencia somos lo bastante perversos para tratar de
convertir nuestro afecto en una excusa para nuestra avaricia.
Vayamos honestamente al punto. Cuando estamos
tratando con nuestro pecado, debemos confesarlo con toda su iniquidad y su
atrocidad. No disimulen, reconociendo en público sólo una pequeña parte. Cuando
necesitaba una plena absolución, David dijo: “Líbrame de homicidios”. Reconocía
la atrocidad cuando buscó la expiación: “Perdona mis homicidios”, dijo, como
alguien que veía su crimen a la luz de sus consecuencias, no como alguien que
intentaba paliarlo con excusas vanas. “¿Qué quieres que te haga en cuanto a ese
asunto?”
Si no tienes ningún pecado particular que
confesar –si esa no fuera tu máxima ansiedad en este momento- ¿cuál es tu
petición, entonces? ¿Qué necesidad tienes que requiera ser subsanada? ¿Es
alguna gran necesidad? ¿Tienes numerosas necesidades pequeñas? Todas puedes
contárselas a Dios. Ten una clara idea de qué es lo que necesitas que Él haga
por ti realmente, sabiendo que, sin importar cuáles sean tus necesidades,
tienes una promesa, “Mi Dios… suplirá todo lo que os falta”, no solamente en
parte, sino “todo lo que os falta”; no dice que podría hacerlo, sino que lo hará;
no dice que lo tendrán que suplir ustedes mismos, sino que Él lo suplirá;
“Mi Dios… suplirá todo lo que os falta”.
Considera, entonces, cuál es tu necesidad, y
luego acude a Dios. ¿Deseas alguna selecta bendición? Obtén una clara idea de
esa bendición antes de que la pidas. ¿Qué forma de bendición deseas recibir?
¡Oh!, si yo pudiera elegir, sería: una orientación a lo celestial. ¡Oh!, si un
hombre alcanzara sólo eso, no necesitaría darle importancia alguna al lugar
donde vive, ni qué come, ni cuánto duerme, ni cuánto sufre, pues una mente
celestial es el cielo. La mente hace su propio cielo aquí abajo, y allá arriba.
Aunque, sin duda, el cielo tiene una ubicación, sin embargo, es mucho más un
estado que un lugar. ¡Oh, que hubiera más mentes orientadas al cielo! ¿Qué es
lo que quisieras tener? ¿Comunión con Cristo? ¿Amor por las almas? ¿Un corazón
quebrantado? ¿Verdadera humildad? Yo podría decir de todas esas cosas: “La
tierra está delante de ti; sube y toma posesión de ella; pide lo que quieras y
te será concedido”.
¿Qué promesa hay que tú quisieras ver cumplida
esta noche? Es un excelente ejercicio sentarse antes de la oración vespertina y
buscar la promesa que parezca más apropiada, o pedirle al Señor que la busque
para ti y la aplique a tu alma. Considera esta
promesa, en caso de que hubiere enfermedad en la casa vecina: “Señor, Tú has
dicho: ‘Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará’.
Señor, cumple esa promesa ahora”. Si eres sorprendido por un ruido a altas
horas de la noche, cita entonces esta promesa: “No temerás el terror nocturno”.
Tal vez lo que te turbe sea una escasez de provisiones. Entonces aquí tienes
otra promesa: “Se te dará tu pan, y tus aguas serán seguras”.
Cuando perdiste una llave el otro día y no
podías abrir el cajón, ¿qué hiciste? Mandaste llamar a un cerrajero, y vino con
todo un manojo de viejas llaves oxidadas. ¿Para qué? Pues bien, buscó una que
se ajustara a la cerradura de tu cajón, y lo abrió de inmediato.
Ahora, las Biblias de muchas personas son
justamente como ese manojo de llaves oxidadas. Siempre hay una llave en la
Biblia que se ajusta a la cerradura de sus necesidades, siempre y cuando
buscaran hasta encontrarla. Pero algunas veces estamos sumidos en la angustia,
como estaban Cristiano y Esperanzado en el Castillo de la Duda, y tenemos que
decir como dijo Cristiano: “¡Qué tonto soy al estar
pudriéndome en este maloliente calabozo teniendo una llave en mi pecho que
estoy persuadido de que abriría todas las cerraduras del Castillo de la Duda!”
Escudriñen las promesas, entonces, y acudan delante de Dios con una clara
respuesta a la pregunta: “¿Qué quieres que te haga?” “Señor, necesito que esa
promesa sea cumplida, o que esa gracia sea otorgada, o que esa necesidad sea
suplida, o que ese pecado sea perdonado”.
Entonces, queridos amigos, para mantener nuestro
propio interés en la oración intercesora, yo creo que es muy necesario que
tengamos objetivos claros. No me parece que yo pueda orar de manera tan
ferviente por toda la humanidad, como puedo hacerlo por mis propios hijos. No
me parece que pueda orar tan bien por la nación, como puedo hacerlo por Londres.
Cuando oro por Londres, intento hacerlo de todo corazón. De conformidad con la
Escritura, nos incumbe orar por todos los hombres. Debemos incluir en nuestras
plegarias a todo tipo de hombres. Debo confesar, sin embargo, que cuando oro
por esta congregación soy más ferviente en mi oración, y eso es porque tengo un
vívido pensamiento de este pueblo y una idea muy clara de sus requerimientos
presentes. Si ustedes necesitan orar por alguna persona en particular, o por
algún objetivo en especial, entre más entiendan el caso que tienen entre manos,
más cálida y más viva será su plegaria.
En esta capilla hay gente que me ha pedido que
ore por ella. Bien, he procurado hacerlo, y espero que el Señor haya oído mi
oración. Pero desde que he conocido más acerca de esas personas, y he
descubierto dónde viven, y quiénes son, puedo orar por ellas con más libertad
de lo que podía hacerlo antes. En una época eran una especie de abstracción
para mí; ahora las conozco de manera más definida.
Cuán fácilmente se recuerda cualquier cosa que
esté ligada con algo más, o que esté vinculada por asociación con algún otro
lugar. Así, tú recuerdas una transacción que tuvo lugar en el centro financiero
de Londres. Cada vez que pasas por el banco, en algún lugar específico, piensas:
“Me encontré aquí a Fulano de Tal precisamente un día antes de su muerte”. No
lo olvidarías nunca, pero piensas especialmente en eso cada vez que pasas por
allí. O tal vez, en una curva de una carretera en el campo, justo junto a una
señal, tal y tal cosa te ocurrió, y el pedazo de tierra evoca aquella
circunstancia. Así, en la oración recordamos a nuestros amigos cuando sabemos
algo de ellos y los ponemos ante el ojo de nuestra mente, y tejemos, por así
decirlo, sus secretos intereses con lo que hemos visto al hablar con ellos y al
interesarnos en sus tribulaciones.
Algunas buenas personas han orado por otros por su
nombre. Bien, no podrías hacer eso si tuvieras una larga lista y fueras un
hombre ocupado; aun así, es bueno orar por otros por su nombre, siempre que se
pueda. Me gustan esas oraciones, incluso en público, en que los hombres oran
por otros con alguna claridad. ¡Oh, cuánto tiempo gastamos cuando nos andamos
por las ramas! Conocemos individuos que oran por su ministro con una
circunlocución que distrae al oyente. Viajan dando vueltas y vueltas en círculos
en lugar de ir directo al grano. A un hombre le cuesta mucho decir: “Señor,
salva a mi esposa”. Prefiere hablar acerca de “aquellos que son nuestros seres
queridos por lazos de consanguinidad, y de quien es la compañera de nuestro
ser”. Sí, eso suena bonito, en verdad muy bonito, pero sería igualmente bueno
que dijeras de inmediato: “Señor, convierte a mi esposa”. Hay un hermano aquí
que ora de esa manera en las reuniones de oración, y usa esas precisas
palabras.
Cuando imploremos a Dios, vayamos directamente
al objetivo, sabiendo qué es lo que pretendemos, y, por tanto, expresando
nuestro caso con claridad, en respuesta a la pregunta: “¿Qué quieres que te
haga?” ¡Que el Señor nos enseñe a orar de manera específica! El tiempo se nos
acaba; por tanto, sólo mencionaremos un tercer punto. Nuestro Señor Jesucristo,
al hacerle esta pregunta al ciego, no hace:
III. NINGUNA EXCEPCIÓN, SINO QUE ABRE PLENAMENTE LA
PLENITUD DE SU CORAZÓN, Y LA INFINITUD DE SU PODER.
“¿Qué quieres que te haga?”, equivale a decir:
“Yo haré lo que sea; lo puedo hacer. Sólo dime qué necesitas”. No hay límites
para la habilidad del Salvador. Tampoco le pone límites al permiso del
suplicante para pedir el favor que desea. Entonces no le correspondía al ciego
decir: “Señor, si quieres”. Él tiene la oportunidad de conseguir cualquier
bendición que solicite. Fíjense bien, hermanos, que no se cuestiona el “poder”
en relación a Cristo; la pregunta es: ¿qué deseas?
Ahora, pecador, observa que el Señor Jesucristo
no se detuvo a inquirir acerca de la ceguera de este hombre, por ejemplo, si
había sido ciego de nacimiento, o si había sido afectado por catarata o
amaurosis (2), o por cualquier otro tipo de enfermedad ocular. Él sólo dijo:
“¿Qué quieres que te haga?” Ninguna especie de oftalmia podría desconcertarlo.
Sin importar su forma o su etapa de desarrollo, para Él era posible curarle esa
enfermedad.
El Señor Jesucristo te habla a ti. Él te dice
hoy: “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”. Él no dice nada
en cuanto a si has sido moral o inmoral, si has sido profano o religioso, sino
simplemente: “¿Qué quieres que te haga?” Tus pecados más negros desaparecerán al
momento de ser tocados por la sangre escarlata. Tus crímenes más sucios se
derretirán como la nieve cuando comienza el deshielo. No podrías haber pecado
más allá del alcance del largo brazo de Cristo, ni tampoco el peso de tu pecado
podría ser demasiado pesado para la espalda de Cristo, el grandioso Cargador
del pecado, para que no pudiera soportarlo. Cualesquiera que sean tus
iniquidades, aunque sean de color rojo escarlata, serán como lana; aunque sean
como el carmesí, se volverán más blancas que la nieve. Algunos de nosotros no
tendríamos ninguna esperanza si no supiéramos que Cristo salva al primero de
los pecadores. Habríamos caído desde hace tiempo en el remordimiento y en la
desesperación si no hubiéramos visto escrito con letras de oro: “Al que a mí
viene, no le echo fuera”.
Ustedes conocen la sugerencia de John Bunyan
acerca de este texto. Él dice: “¿Quién es este hombre? ¿Quién es este: ‘al que
viene’? Bien, todo aquel ‘que viene’ en todo el mundo, sea quien sea, de
ninguna manera, bajo ningún pretexto, por ninguna razón y de ninguna forma, Él le
echará fuera jamás”. Si tú vienes a Cristo, Él mantendrá Su palabra. No puede
mentir. Él ha de respaldar Su propia declaración. Si tú vienes a Él, no te
echará fuera. ¿Qué quieres que haga por ti?
¡Oh, creyente, si tienes un deseo en tu alma, si
tienes un anhelo en tu corazón, entonces Cristo no dice que te dará esta
misericordia si le fuera posible, sino que Él es capaz de hacer por ti las
cosas mucho más abundantemente de lo que pidas o entiendas! Oigo que el
siguiente texto es citado todavía por algunos de mis hermanos: “Mucho más abundantemente
de lo que podamos pedir o incluso entender”. Les pido que me disculpen, pero
esa no es una cita fiel de la Escritura. Dice: “Mucho más de lo que pedimos o
entendemos”, mucho más de lo que efectivamente
pedimos. Dios puede abrir la boca de un hombre tan ampliamente como Sus
misericordias, y puede hacernos pedir cualquier cosa, pero Él generalmente hace
por nosotros mucho más de lo que pedimos o entendemos. No mantengas cerrada tu
boca nunca por pensar que la misericordia es demasiado grande. “El que no
escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no
nos dará también con él todas las cosas?” No te limites a ti mismo. Ensancha tu
deseo. Abre ampliamente tu boca, y Él la llenará. Él te da carte blanche (carta blanca); pide lo que quieras. Lo pone delante
de ti: “Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu
corazón”. Que así sea para nosotros, de conformidad a nuestra fe, y Suya será
la gloria. Amén.
Nota del
traductor:
(1) La versión King James en inglés de la Biblia
dice: “In the morning will I direct my
prayer unto thee”. Las diferentes versiones en español que revisé, no presentan
una traducción equivalente. Por tanto, lo expresado es una traducción literal y
directa.
(2) Amaurosis, es decir, ceguera parcial o total debida generalmente a enfermedades
del cerebro o del nervio óptico.
Traductor:
Allan Román
2/Septiembre/2010
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