El Púlpito de la Capilla New Park Street
Un Golpe Propinado a la Justicia Propia
NO. 350
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 16 DE DICIEMBRE, 1860
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN EXETER HALL, STRAND, LONDRES.
“Si yo me
justificare, me condenaría mi boca; si me dijere perfecto, esto me haría
inicuo”. Job 9: 20.
Desde que el hombre
se hizo pecador siempre ha estado convencido de su propia justicia. Cuando de
suyo tuvo justicia nunca se glorió de ella, pero desde que la perdió, ha
pretendido perennemente ser su poseedor. Esas palabras altaneras que profirió
nuestro padre Adán cuando intentó esconderse de la culpa de su traición a su
Hacedor, echándole aparentemente la culpa a Eva pero culpando realmente a Dios,
que le dio a la mujer, eran virtualmente un argumento a favor de su inocencia. Sólo
pudo encontrar una hoja de higuera para cubrir su desnudez, pero cuán orgulloso
estaba Adán de esa excusa ataviada de hojas de higuera, y cuán tenazmente se
asió a ella.
Como fue con
nuestros primeros padres, así sucede ahora con nosotros: la propia justicia nace
con nosotros, y tal vez no haya ningún pecado que contenga tanta vitalidad como
el pecado de la justicia propia. Podemos vencer a la propia lujuria, y a la ira,
y a las fieras pasiones de la voluntad más de lo que podemos dominar a la jactancia
altiva que brota en nuestros corazones y nos induce a pensar que nosotros
mismos somos ricos y nos hemos enriquecido, pero Dios sabe que estamos desnudos
y que somos pobres y miserables. Decenas de miles de sermones han sido
predicados contra la justicia propia y, sin embargo, hoy es tan necesario
apuntar contra sus muros los grandes cañones de la ley, como lo ha sido siempre.
Martín Lutero decía que casi nunca predicaba un sermón sin lanzar invectivas
contra la justicia del hombre y, no obstante, agregaba: “Me doy cuenta de que
no logro derribarla con mi predicación. Los hombres se jactan todavía de lo que
pueden hacer y erróneamente consideran que la senda al cielo es un camino
pavimentado con sus propios méritos, y no un camino rociado con la sangre de la
expiación de Jesucristo”.
Mis queridos
oyentes: no puedo felicitarlos por imaginar que todos ustedes han sido
liberados del gran engaño de confiar en ustedes mismos. Los piadosos, los que
son justos por medio de la fe en Cristo, tienen que lamentar todavía que esta
debilidad está adherida a ellos; en cambio, en cuanto a los propios
inconversos, su pecado acosante es negar su culpabilidad, es argumentar que ellos
son tan buenos como otros, entregándose a la vana y necia esperanza de que
entrarán en el cielo por algunas acciones, sufrimientos o llantos aportados por
ellos.
No creo que haya
algunos que estén convencidos de su justicia propia en un sentido tan descarado
como el pobre aldeano de quien me he enterado. Su ministro había tratado de
explicarle el camino de la salvación, pero ya fuera que su cabeza era muy torpe
o su alma muy hostil hacia la verdad que el ministro quería impartirle, lo
cierto es que el aldeano entendió tan poco de lo que había escuchado, que cuando
se le hizo la pregunta: “Ahora, entonces, ¿cuál es la forma por la cual esperas
que puedas ser salvado ante Dios?”, el pobre ingenuo dijo sin ambages: “¿No
cree, señor, que si yo durmiera una fría noche escarchada bajo un arbusto de
espinos, eso me adelantaría un gran trecho hacia el cielo?”, pues concebía que
su sufrimiento podría, en algún grado al menos, ayudarle a entrar al cielo.
Ustedes no
expresarían su opinión de una manera tan osada; la refinarían, la dorarían, la
disfrazarían, pero al final vendría a ser lo mismo; todavía creerían que
algunos sufrimientos, algunos arrepentimientos o creencias de su propio
peculio, podrían, posiblemente, ameritar la salvación. La Iglesia Católica
ciertamente afirma eso tan claramente que no podemos considerarlo menos que una
blasfemia. Me han informado que en una de las capillas católicas de Cork hay un
monumento que tiene grabadas estas palabras: “J. H. S. Consagrado a la memoria
del benefactor Edward Molloy; un amigo de la humanidad, el padre de los pobres;
empleó la riqueza de este mundo únicamente para obtener las riquezas del mundo
venidero y, dejando un saldo de mérito en el libro de la vida, hizo que el
cielo sea deudor de misericordia. Murió el 17 de Octubre de 1818, a la edad de
90 años”. Yo supongo que ninguno de ustedes tendrá un epitafio así sobre su
tumba, o ni siquiera soñará con tratarlo como un asunto de cuentas con Dios,
para hacer un balance con Él, poniendo de un lado sus pecados y del otro su
justicia propia, esperando que haya un saldo a su favor. Y, sin embargo, esa
misma idea, sólo que expresada sin tanta honestidad sino de manera más camuflada
y refinada, esa misma idea, sólo que entrenada para expresarse imitando un
dialecto evangélico, es inherente a todos nosotros y únicamente la gracia
divina puede echarla fuera de nosotros por completo.
El sermón de esta
mañana tiene el propósito de ser otro golpe asestado en contra de nuestra
propia justicia. Si no muriera, al menos no dejemos sin disparar ninguna flecha
contra ella; saquemos el arco y si la flecha no puede penetrar en su corazón,
al menos se puede clavar en su carne y cooperar a debilitarla hasta su tumba.
I. Con la intención de adherirme a mi texto, voy a comenzar con este primer
punto: que EL ARGUMENTO DE JUSTICIA PROPIA SE CONTRADICE A SÍ MISMO. “Si yo me
justificare, me condenaría mi boca”.
Vamos, amigo, tú que
te justificas a ti mismo con tus propias palabras, déjame escucharte. Tú dices:
“yo afirmo que no tengo necesidad de una salvación por medio de la sangre y
justicia de otro, pues creo que he guardado los mandamientos de Dios desde mi
juventud, y no creo ser culpable ante Sus ojos, antes bien espero ser capaz de
reclamar un asiento en el paraíso con base en mi propio derecho”.
Ahora, amigo, tu
argumentación y tu declaración son, en sí mismas, una condenación para ti,
porque es evidente en la propia superficie que estás cometiendo pecado mientras estás argumentando que no tienes
pecado. Pues la misma argumentación es un elemento de una presunción altiva y arrogante. Dios lo
ha dicho: tanto el judío como el gentil han de callarse la boca, y todo el
mundo ha de presentarse culpable delante de Dios. Gracias a la autoridad
inspirada sabemos que “No hay justo, ni aun uno”. “Ninguno hay bueno sino uno:
Dios”. Hemos sido informados por boca de un profeta enviado de Dios, que “Todos
nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino”. Y
tú, al decir que eres justo, estás cometiendo el pecado de llamar a Dios
mentiroso. Tú te has atrevido a impugnar Su veracidad y has calumniado Su
justicia. Ésta jactancia tuya es en sí misma un pecado, tan grande, tan atroz,
que si sólo tuvieras ese pecado que declarar, bastaría para hundirte en el más
profundo infierno. La jactancia, afirmo, es en sí misma un pecado; en el momento
en que un hombre afirma: “yo no tengo pecado”, comete un pecado al decir eso:
el pecado de contradecir a su Hacedor y de convertir a Dios en un falso
acusador de Sus criaturas.
Además, ¿acaso no
ves, vana e insensata criatura, que eres culpable de orgullo en el propio lenguaje que has usado? ¿Quién, sino un hombre
altivo se pondría de pie para ensalzarse? ¿Quién, sino alguien arrogante como
Lucifer, se declararía justo y santo a la luz de la declaración de Dios? ¿Por
ventura hablaron de esta manera los mejores hombres? ¿Acaso todos ellos no
reconocieron que eran culpables? ¿Reclamó Job ser perfecto, de quien Dios dijo que
era un varón perfecto y recto? ¿Acaso no dijo: “Si yo me justificare, me
condenaría mi boca”? ¡Oh, altivo sinvergüenza, cómo te has inflado! ¡Cómo te ha
embrujado Satanás; cómo te ha inducido a alzar tu cuerno en alto y a hablar con
dura cerviz! Cuídate mucho pues, si no has sido culpable nunca antes, este
orgullo tuyo sería más que suficiente para provocar la extracción de los rayos
de Jehová de su aljaba, y provocarlo a herirte de una vez por todas para tu
destrucción eterna.
Pero, prosiguiendo,
el argumento de una justicia propia se contradice a sí mismo sobre otra base
pues, todo lo que argumenta un hombre que tiene justicia propia es una justicia
comparativa. “Vamos”, -comenta él-
“yo no soy peor que mis vecinos; de hecho soy muchísimo mejor que ellos; no
bebo, no profiero juramentos; no cometo ni fornicación ni adulterio; no
quebranto los días de guardar; no soy un ladrón; las leyes de mi país no me
acusan y mucho menos me condenan; soy mejor que la mayoría de los hombres, y si
yo no me salvara, que Dios ayude a aquellos que son peores que yo; si yo no
entrara al reino del cielo, entonces, ¿quién podría hacerlo?” Ni más ni menos,
pero entonces, todo lo que tú argumentas es que eres justo en comparación con otros.
¿No ves que este es un argumento muy vano y fatal, porque admites de hecho que
no eres perfectamente justo; que hay algún pecado en ti, aunque argumentas
que no hay tanto pecado en ti como alguien más? Admites que estás enfermo
aunque la mancha de la plaga no sea tan aparente en ti como en tu prójimo. Tú
admites que le has robado a Dios y has quebrantado Sus leyes, sólo que no lo
has hecho con un propósito tan malvado ni con tantos agravantes como otras
personas. Ahora, esto es virtualmente una confesión de culpabilidad, no importa
como quieras disfrazarla. Admites que has sido culpable, y contra ti se dicta
la sentencia: “El alma que pecare, esa
morirá”. Cuídate de no encontrar ningún abrigo en este refugio de mentiras,
pues ciertamente te fallará cuando Dios venga a juzgar al mundo con justicia y
a los pueblos con rectitud.
Supongan ahora por
un momento que se promulgara un mandato a las bestias del bosque y se les dijera
que deben volverse ovejas. Sería bastante vano que el oso diera un paso al
frente y argumentara que no es una criatura tan venenosa como la serpiente;
igualmente sería absurdo que el lobo dijera que si bien es sigiloso y astuto, y
flaco y torvo, con todo no es un gruñidor tan grande, ni una criatura tan fea,
como el oso; y el león podría argumentar que no tiene la astucia de la zorra.
“Es verdad”, -comenta- “que mojo mi lengua en sangre, pero por otro lado tengo
algunas virtudes que pueden recomendarme y que me han convertido en el rey de
las bestias”. ¿De qué serviría ese argumento? La acusación es que estos animales
no son ovejas, y su defensa ante la acusación es que no son menos semejantes a
las ovejas que otras criaturas, y algunos de ellos tienen más mansedumbre que
otros de su calaña. El argumento no se sostendría nunca.
Pero usemos otro
cuadro. Si en los tribunales de justicia, un ladrón, al ser citado,
argumentara: “pues yo no soy un ladrón tan malo como otros; puede encontrarse
algunas personas que viven en Whitechapel o en la Calle de St. Giles, que han
sido ladrones mucho más tiempo que yo, y si hay alguna condena en contra mía en
el libro, hay otros que tienen doce arrestos en su contra”. Ningún magistrado
absolvería a un hombre sobre la base de una excusa como esa, porque sería
equivalente a su admisión de un grado de culpabilidad, aunque tratara de
excusarse sobre la base de no haber alcanzado un nivel mayor de culpabilidad.
Lo mismo sucede
contigo, pecador. Tú has pecado. Los pecados de otro hombre no pueden
excusarte; debes sostenerte sobre tus propios pies. En el día del juicio debes
comparecer personalmente, y lo que te condene o te absuelva no será lo que otro
hombre haya hecho, sino tu propia culpa personal. Ten
mucho cuidado, entonces, ten mucho cuidado, pecador; aunque hubiera una sola
mancha en ti, estarías perdido; aunque hubiera un solo pecado que no fuera
lavado por la sangre de Jesús, tu porción habría de ser con los atormentadores.
Un Dios santo no puede contemplar ni siquiera el mínimo grado de iniquidad.
Pero, prosiguiendo,
el argumento del hombre presuntuoso es que ha hecho lo mejor que ha podido, y
puede aducir una justicia parcial. Es
cierto que si se le toca en un lugar sensible, reconoce que su infancia y su
juventud estuvieron manchadas por el pecado. Te comenta que en sus tempranos
días era un “chico disoluto”; que hizo muchas cosas que ahora lamenta. “Pero,
por otro lado”, -afirma- “estas cosas son sólo como manchitas en el sol; sólo
como un trocito de terreno baldío en medio de muchos acres de suelo fértil; soy
bueno todavía; todavía soy justo, porque mis virtudes exceden a mis vicios, y
mi buenas acciones cubren con creces todos los errores que he cometido”.
Bien, amigo, ¿no ves
que la única justicia que argumentas es una justicia parcial?, y en ese preciso argumento, de hecho admites que no eres
perfecto y que has cometido algunos pecados. Ahora, yo no soy responsable por
lo que estoy a punto de declarar, ni tampoco se me ha de culpar de dureza por
ello, porque no estoy declarando más ni declarando menos que la mismísima
verdad de Dios. No te sirve de recurso salvador que no hayas cometido diez mil
pecados, pues basta que hubieras cometido uno para que seas un alma perdida. La
ley debe ser guardada intacta y toda ella, y la menor grieta, o mancha o
quebradura, la quebranta. El manto de justicia que te debe cubrir al final debe
ser sin mancha ni arruga, y si no hubiera sino una manchita microscópica en él,
lo cual es suponer algo que nunca es cierto, incluso entonces las puertas del
cielo no podrían admitirte nunca. Debes tener una perfecta justicia pues, de lo
contrario, nunca serás admitido al festín de bodas. Podrías decir: “he guardado
ese mandamiento y nunca lo he quebrantado”, pero si has quebrantado alguno,
eres culpable de todos, porque toda la ley es semejante a un jarrón precioso y
valioso que es único en diseño y forma. Aunque no rompieras su base ni
mancharas su borde, si hubiera alguna falla o daño, todo el jarrón se echaría a
perder. Y así, si has pecado en algún punto, en algún momento y en algún grado,
has quebrantado toda la ley; eres culpable de eso ante de Dios, y no puedes ser
salvado por las obras de la ley, hagas lo que hagas.
“Es una dura
sentencia”, -dice alguien- “¡quién puede soportarla!” En verdad, ¿quién puede soportarla? ¿Quién podría estar al pie del Sinaí y oír el
estruendo de sus truenos? “Si aun una bestia tocare el monte, será apedreada, o
pasada con dardo”. ¿Quién podría sostenerse cuando los rayos centellean y Dios
desciende sobre el Monte Parán y los collados se derriten como cera bajo Sus
pies? “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de
él”. “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el
libro de la ley, para hacerlas”. Maldito es el hombre que sólo peca una vez,
sí, desesperadamente maldito en lo que a la ley concierne.
¡Oh, pecador!, no
puedo evitar desviarme del tema por un instante para recordarte que hay un camino de salvación, y un medio
por el cual las demandas de la ley pueden ser satisfechas plenamente. Cristo soportó todo el castigo de todos
los creyentes, para que no puedan ser castigados. Cristo guardó la ley de Dios
por los creyentes, y Él está dispuesto a cubrir a todo pecador penitente con
ese traje de perfecta justicia que él mismo elaboró. Pero tú no puedes guardar la ley, y si quieres aducir tu justicia
propia, la ley la condena tanto a ella como a ti; por los dichos de tu boca te
condena, ya que no has cumplido todas las cosas y no has guardado toda la ley.
Una gran roca obstaculiza tu senda al cielo; una montaña insalvable; un golfo
intransitable; y por ese camino ningún hombre entrará jamás en la vida eterna.
El argumento de la
justicia propia, entonces, es en sí contradictorio y basta que sea expuesto
objetivamente a un hombre honesto para que comprenda que no se sostendrá ni por
un instante. ¿Qué necesidad habría de un elaborado argumento para refutar una
mentira tan evidente? ¿Por qué habríamos de demorarnos más en esto? ¿Quién sino
un verdadero necio mantendría una idea que se desmorona en su propia cara y da
testimonio en contra de sí misma?
II. Pero ahora paso al segundo punto. EL PROPIO HOMBRE QUE USA ESTE ARGUMENTO
LO CONDENA.
No solamente el
argumento corta su propio cuello, sino que el hombre mismo está consciente,
cuando lo usa, de que se trata sólo de un refugio inadecuado, y falso y vano.
Ahora, esto es un asunto de conciencia, y por tanto, he de tratar claramente
con ustedes; y si no expreso lo que han sentido, entonces pueden afirmar que
estoy equivocado; pero si digo aquello que ustedes han de confesar que es
verdad, que sea entonces como la propia voz de Dios para ustedes.
Los hombres saben que son culpables. La conciencia del
hombre más orgulloso, si se le permite hablar, le dice que merece la ira de
Dios. Podría alardear en público, pero la misma sonoridad de su alarde
demuestra que tiene una conciencia intranquila, y entonces hace un ruido
ensordecedor para ahogar su voz. Siempre que oigo a un infiel decir cosas duras
sobre Cristo, me recuerda a los hombres de Moloc, que tocan los tambores para
no escuchar los gritos de sus propios hijos. Estas ruidosas blasfemias, estas fanfarronas
jactancias no son sino una manera ruidosa de ahogar los gritos de la
conciencia. No crean que estos hombres sean honestos. Yo nunca altercaría con
un ladrón acerca de los principios de honestidad o con un reconocido adúltero
en lo concerniente al deber de la castidad. Con los demonios no se debe razonar
sino deben ser echados fuera. Conferenciar con el infierno no es conveniente
para nadie excepto para los demonios. ¿Contendió Pablo con Elimas, o Pedro con
Simón el Mago? Yo no cruzaría espadas con un hombre que diga que no hay Dios; él sabe que hay un Dios. Cuando un
hombre se ríe de la Santa Escritura, no necesitas discutir con él; se trata de
un necio o de un bribón y posiblemente sea ambas cosas. Por muy villano que
sea, su conciencia tiene alguna luz; sabe que lo que dice es falso. Yo no puedo
creer que la conciencia esté tan muerta en cualquier hombre, que le permita
creer que está diciendo la verdad cuando niega la Deidad; y estoy mucho más
seguro de que la conciencia nunca dio un asentimiento a la declaración del
fanfarrón que afirma que merece la vida eterna, o que no tiene pecado de qué
arrepentirse, o que mediante el arrepentimiento puede ser limpiado sin la
sangre de Cristo; él sabe en su interior que está diciendo algo falso.
Cuando el Profesor
Webster fue encerrado en prisión por asesinato, se quejó ante las autoridades
penitenciarias porque había sido insultado por sus compañeros prisioneros,
diciendo que a través de las paredes de la prisión podía oírlos cuando le
gritaban ininterrumpidamente: “¡Tú, hombre sanguinario, tú, hombre
sanguinario!” Puesto que no era permitido por la ley que un prisionero
insultara a su compañero, se llevó a cabo la más estricta investigación y se
descubrió que ningún prisionero había dicho tal cosa, o si la hubiese dicho,
Webster no habría podido oírla. Era su propia conciencia; no era una palabra
que atravesaba los muros de la prisión, sino un eco que reverberaba desde la
pared de su pervertido corazón, cuando la conciencia le gritaba: “¡Tú eres un
hombre sanguinario, tú eres un hombre sanguinario!” En todos los corazones hay
un testigo que no cesará de dar su testimonio; da voces diciendo: “¡Tú eres un
hombre pecador, tú eres un hombre pecador!” Sólo tienes que escucharlo, y
pronto descubrirás que toda pretensión de ser salvado por tus buenas obras ha
de desplomarse al suelo. ¡Oh, óyelo ahora, y escúchalo por un momento! Estoy
seguro de que mi conciencia me dice:
“¡Tú eres un hombre pecador, tú eres un hombre pecador!”, y pienso que la tuya
debe de decir lo mismo, a menos que hayas sido dejado por Dios, y abandonado a
una conciencia cauterizada para que perezcas en tus pecados.
Cuando los hombres
están solos, si en su soledad les viene a la fuerza el pensamiento de la
muerte, no se jactan más de la bondad. No es fácil que un hombre yazca en su
lecho viendo el rostro desnudo de la muerte, no a cierta distancia, sino sintiendo
que su aliento rebota en el esqueleto, y que pronto ha de atravesar por las
puertas de hierro de la muerte; no es fácil que un hombre argumente entonces su
propia justicia. Los dedos huesudos se clavan como dagas en su carne altiva.
“¡Ah!”, -dice la torva Muerte en tonos que no pueden ser escuchados por el oído
mortal, pero que son oídos por el corazón mortal- “¿dónde están ahora todas tus
glorias?” Contempla al hombre y la corona de laurel que estaba sobre su frente:
se marchita y cae a tierra convertida en flores secas. Toca su pecho y la
estrella del honor que llevó se convierte en polvo y se desvanece en las
tinieblas. Lo mira de nuevo: ese peto de justicia propia que resplandecía sobre
él como una cota de malla de oro, súbitamente se deshace en polvo, como se
disuelven las manzanas de Sodoma ante el toque del recolector, y el hombre
descubre, para su propia sorpresa, que está desnudo, y pobre y miserable,
cuando más necesitaba ser rico, cuando más requería ser feliz y bendecido.
Ay, pecador, incluso
mientras este sermón está siendo predicado, podrías intentar refutarlo en
referencia a ti, y decir: “Bien, yo soy tan bueno como otros, y todo este
alboroto acerca del nuevo nacimiento, la justicia imputada, y ser lavados en la
sangre, todo eso, es innecesario”, pero en la soledad de tu aposento
silencioso, especialmente cuando la muerte sea tu compañera terrible y sombría,
no necesitarás que yo te lo diga sino que lo verás de manera bastante clara por
ti mismo; lo verás con ojos de terror y lo sentirás con un corazón que
desfallece y desespera, y perecerás porque has despreciado la justicia de
Cristo.
Cuán abrumadoramente
cierto, sin embargo, será esto en el día del juicio. Me parece ver aquel día de
fuego, aquel día de ira. Ustedes estarán congregados como una grandiosa
multitud delante del eterno trono. Aquellos que están vestidos con el lino fino
de Cristo, que es la justicia de los santos, son agrupados a la derecha. Y
ahora resuena la trompeta; si hubiese alguien que haya guardado la ley de Dios,
si hubiese hombres sin culpa, si hubiese alguien que no hubiere pecado nunca,
que dé un paso al frente y reclame la recompensa prometida; pero, si no es así,
que el abismo trague al pecador, que el rayo ardiente sea lanzado contra los
ofensores impenitentes.
¡Ahora, da un paso
al frente, amigo, y liquida tus cuentas! Pasa al frente, amigo mío, y reclama
la recompensa que se debe a la iglesia que dotaste o a la hilera de asilos que
erigiste. ¡Cómo! ¡Cómo!, ¿tu lengua permanece muda dentro de tu boca? Pasa al
frente, pasa la frente –tú que dijiste que habías sido un buen ciudadano, que habías
alimentado al hambriento y vestido al desnudo- pasa al frente ahora, y reclama
la recompensa. ¡Cómo! ¡Cómo!, ¿tu cara se ha puesta pálida? ¿Hay una palidez
cenicienta en tus mejillas? Pasen al frente, ustedes, todas las multitudes de
aquellos que rechazaron a Cristo, y despreciaron Su sangre. Vamos, ahora digan:
“Todos los mandamientos he guardado desde mi juventud”. ¡Cómo!, ¿eres acaso
presa del terror? ¿Ha ahuyentado a las tinieblas de tu justicia propia la mejor
luz del juicio? ¡Oh!, yo te veo, yo te veo y veo que no estás jactándote ahora;
pero ustedes, los mejores de ustedes, están dando voces: “Rocas, ocúltenme;
montañas, abran sus entrañas de piedra; dejen que me esconda del rostro de
Aquel que está sentado en el trono”. ¿Por qué, por qué te volviste cobarde?
Vamos, enfrenta a tu Hacedor. Levántate, infiel, ahora, y dile a Dios que no
hay Dios. Vamos, mientras el infierno lanza las llamas en tus narices, vamos,
di ahora que no hay un infierno; o dile al Todopoderoso que nunca pudiste
soportar oír que se predicara un sermón sobre el fuego del infierno. Vamos, acusa
ahora de crueldad al ministro, o di que nos encanta hablar sobre estos temas
terribles. No dejen que me burle de su miseria, pero permítanme describirles
cómo se han de burlar de ustedes los demonios. “¡Ajá!”, -dicen ellos- “¿dónde
está tu valor ahora? ¿Son tus costillas de hierro y tus huesos son de bronce?
¿Retarás al Todopoderoso ahora, y te arrojarás sobre los clavos de Su escudo, o
te echarás contra Su lanza centelleante?” ¡Véanlos, véanlos conforme se hunden!
El golfo se los ha tragado; la tierra se ha cerrado de nuevo y han
desaparecido; un solemne silencio cae sobre el oído. Pero escucha, allá abajo;
si pudieras descender con ellos, oirías sus gemidos lastimeros y sus lamentos
vacíos, cuando sienten ahora que el Dios omnipotente era recto y justo, sabio y
tierno, cuando les pedía que abandonaran su justicia, y huyeran a Cristo y se
aferraran a Él, que puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a
Dios.
III. EL ARGUMENTO ES EN SÍ UNA EVIDENCIA EN CONTRA DEL ARGUMENTADOR.
Hay aquí un hombre
no regenerado que hace la pregunta: “¿Acaso soy ciego yo también?” Yo le
respondo con las palabras de Jesús: “Mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro
pecado permanece”. Ustedes han comprobado, por su argumentación, que nunca han
sido iluminados por el Espíritu Santo, sino que permanecen en un estado de
ignorancia. Un sordo podría declarar que no hay tal cosa como la música. Un
hombre que no ha visto nunca las estrellas es muy propenso a decir que no hay
estrellas. ¿Pero qué es lo que comprueba? ¿Prueba acaso que no hay estrellas?
Él sólo demuestra su propia necedad y su propia ignorancia. Aquel hombre que pudiera
decir media palabra sobre su propia justicia no ha sido nunca iluminado por
Dios el Espíritu Santo, pues una de las señales de un corazón renovado es que
se aborrece a sí mismo en polvo y cenizas.
Si tú sientes hoy
que eres culpable, y que estás perdido y arruinado, hay para ti la más rica
esperanza en el Evangelio; pero si dices: “Yo soy bueno; yo tengo méritos”, la ley te condena, y el Evangelio no
puede consolarte; tú estás en hiel de amargura y en lazos de iniquidad, e
ignoras que mientras hablas así, la ira de Dios permanece en ti. Un hombre puede ser un verdadero cristiano, y puede caer en pecado, pero un hombre no
puede ser un verdadero cristiano y jactarse por su justicia propia. Un hombre
puede ser salvado, aunque la debilidad lo salpique con mucho fango; pero aquel
que desconoce que ha estado en la inmundicia, y no está anuente a confesar que
es culpable delante de Dios, ése no
puede ser salvo. En un sentido, no hay condiciones de nuestra parte para la
salvación pues cualesquiera que sean las condiciones, Dios las otorga; pero
esto sé: que nunca hubo un hombre todavía que estuviera en estado de gracia que
no supiera, en sí mismo, que estaba en un estado de ruina, un estado de
depravación y de condenación. Si tú no sabes eso, entonces yo te digo que tu
argumento de justicia propia te condena por ignorancia.
Bien, pero entonces,
como tú dices que no eres culpable, esto demuestra que eres impenitente. Ahora,
el impenitente no puede venir nunca donde está Dios. “Si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados”; “si decimos que no
hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros”.
Dios perdona a todos los hombres que confiesan su iniquidad. Si lloramos y nos
lamentamos, y llevamos palabras con nosotros y decimos: “Hemos pecado
atrozmente, perdónanos; hemos herrado grandemente, ten misericordia de
nosotros, por medio de Jesucristo”, Dios no rechazará ese clamor; pero si
nosotros, a causa de nuestra impenitencia y la dureza de nuestros corazones, nos
ubicamos en la justicia de Dios, Dios nos dará justicia, pero no misericordia,
y esa justicia será la repartición de las redomas plenas de Su indignación, y
de Su ira por los siglos de los siglos. El que es justo con justicia propia es
impenitente, y, por tanto, no es ni puede ser salvo.
Prosiguiendo, el
hombre con justicia propia, en el momento que dice que ha hecho algo que le
encomia delante de Dios, demuestra que no es un creyente. Ahora, la salvación
es para los creyentes y únicamente para los creyentes. “El que creyere y fuere
bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. Amigo, tú serás
condenado con todo y tu justicia propia, y tu propia justicia será como la
túnica que Denayira le dio a Hércules, y colocó sobre él, que, como lo narra la
antigua fábula, se convirtió en una manto de fuego para Hércules; cuando trató
de despojarse del manto arrancó trozos de su propio ser, de su carne trémula a
cada momento, y pereció miserablemente. Así será su justicia propia para
ustedes. Parece una agradable poción que intoxica por un momento, pero es letal
e infame como el veneno de áspides y como el vino de Gomorra. ¡Oh alma!, yo
quisiera que por sobre todas las cosas huyeras de la justicia propia, pues un
hombre con justicia propia no confía ni puede confiar en Cristo, y por tanto,
no puede ver el rostro de Dios. Nadie irá jamás a Cristo para que le cubra,
sino el hombre que está desnudo; nadie tomará jamás a Cristo para que sea su
alimento, sino los hambrientos; nadie se acercará jamás a este pozo de Belén
para beber, sino las almas sedientas. Los sedientos son bienvenidos, pero aquellos
que piensan que son buenos no son bienvenidos ni en Sinaí ni en el Calvario. No
tienen ninguna esperanza del cielo ni ninguna paz en este mundo ni en el
venidero.
¡Ah, alma!, yo no sé
quién seas, pero si cuentas con alguna justicia propia, eres un alma
desprovista de gracia. Si tú has dado todos tus bienes para alimentar a los
pobres, si has construido muchísimos santuarios y has andado ambulando con abnegación
entre las casas de la pobreza visitando a los hijos e hijas de la aflicción, si
has ayunado tres veces a la semana, si tus oraciones han sido tan largas que tu
garganta ha enronquecido por causa de tus clamores, si tus lágrimas han sido
tantas que tus ojos se han quedado ciegos por causa del llanto, si tus lecturas
de la Escritura han sido tan largas que el aceite de media noche se ha
consumido profusamente, si, afirmo, tu corazón ha sido tan tierno hacia el
pobre y el enfermo y el necesitado que habrías estado dispuesto a sufrir con
ellos, a soportar todas sus repugnantes enfermedades, es más, si sumado a todo
eso entregaras tu cuerpo a las llamas, pero confiaras en cualquiera de estas
cosas, tu condenación sería tan segura como si fueras un ladrón o un borracho.
Entiéndanme, pues lo
que digo lleva toda mi intención. No quiero que piensen que hablo incautamente
ahora. Cristo dijo de los fariseos de tiempos antiguos precisamente lo mismo
que acabo de decir de ustedes. Los fariseos eran buenos y hasta excelentes a su
manera, pero, el Señor dijo: los publicanos y las rameras entran en el reino de
Dios delante de ustedes, porque
ustedes quieren irse por el camino equivocado, mientras que los pobres
publicanos y las rameras fueron conducidos a seguir el camino correcto. Los
fariseos que iban por todas partes para hacer una justicia propia, no se
sometieron a la justicia de Cristo; el publicano y la ramera, sabiendo que no
poseían nada de lo cual vanagloriarse, venían a Cristo y le tomaban como era, y
entregaron sus almas para ser salvadas por Su gracia. ¡Oh, que podamos hacer lo
mismo!, pues hasta que desechemos la justicia propia, estaremos en un estado de
condenación y de agonía, y la sentencia debe ser ejecutada en nosotros por los
siglos de los siglos.
IV. Concluyo ahora con el último punto, es decir, que este argumento, si lo
conservamos, no solamente acusa a su argumentador ahora, sino que ARRUINARÁ AL
ARGUMENTADOR PARA SIEMPRE.
Permítanme
mostrarles dos suicidios. Allá vemos a un hombre que ha afilado una daga, y
después de buscar la oportunidad propicia, se acuchilla en el corazón. Allí
cae. ¿Quién culparía a alguien por su muerte? Él solo se mató; su sangre caiga
sobre su cabeza.
Por aquí vemos a
otro hombre: está muy débil y enfermo; a duras penas se arrastra por las
calles. Un médico le atiende; le dice al hombre: “caballero, su enfermedad es
mortal; va a morir, pero yo conozco un remedio que ciertamente lo sanará. Allí
está; se lo doy gratuitamente. Todo lo que le pido es que lo tome libremente”.
“Doctor”, -dice el hombre- “usted me insulta; yo estoy tan bien como nunca lo
estuve en mi vida; no estoy enfermo”. “Pero”, -replica el médico- “hay ciertos
signos que observo en su semblante que me demuestran que sufrirá de una
enfermedad mortal, y yo se lo estoy advirtiendo”. El hombre reflexiona por un
momento; recuerda que ha habido en él ciertos signos de esta misma enfermedad; un
monitor interno le dice que así es. Obstinadamente le responde por segunda vez
al médico: “Doctor, si necesito su medicina enviaré a buscarla, y si la
requiero, yo la pagaré”. Él sabe a ciencia cierta que no tiene ni un centavo en
sus bolsillos, y que no puede obtener crédito en ninguna parte, y allí está
ante él la copa dadora de vida que aunque el médico obtuvo a un gran costo, se
la ofrece gratuitamente y lo invita a que la tome libremente. “No”, -responde
el hombre- “no voy a tomarla; podré estar algo enfermo, pero no estoy peor que
mis vecinos; no estoy más enfermo que otras personas y no voy a tomarla”. Un
día acudes a su lecho y descubres que ha dormido su último sueño, y allí está
muerto cual una piedra. ¿Quién mató a este hombre? ¿Quién lo asesinó? Su sangre
caiga sobre su propia cabeza; en un suicida tan vil como el otro.
Ahora voy a
mostrarles a otros dos suicidas. Hay un hombre aquí que dice: “Bien, que pase
lo que sea en el mundo venidero, pero yo tendré mi hartazgo en este mundo.
Díganme dónde están los placeres disponibles y yo los obtendré. Dejen las cosas
de Dios para los viejos necios y gente parecida; yo voy a tener las cosas del
presente, y los gozos y deleites del tiempo”. Él vacía la copa de la
borrachera, frecuenta la guarida de la insensatez, y si se entera de algún
lugar donde se adquiere un vicio, se apresura en pos de él. Es como Byron; es
un rayo arrojado por la mano de un archimaligno; destella a lo largo de todo el
firmamento del pecado, y allí destaca, hasta que, podrido en cuerpo y alma,
muere. Es un suicida. Desafió a Dios; fue en contra de las leyes de la
naturaleza y de la gracia, despreció las advertencias, declaró que quería ser
condenado y ha logrado lo que tan ricamente merecía.
Aquí está otro. Ese
dice: “yo desprecio estos vicios; yo soy el hombre más recto, honesto y
encomiable. Siento que no necesito salvación, y si la necesitara, yo mismo
podría obtenerla. Yo puedo hacer cualquier cosa que me digas y siento que tengo
una fuerza mental y la suficiente dignidad viril que conservo en mí para
lograrlo. Yo te digo, amigo, tú me insultas cuando me pides que confíe en
Cristo”. “Bien”, -responde- “yo considero que hay tal dignidad en la naturaleza
humana, y tal virtud en mí, que no necesito un corazón nuevo, y no voy sucumbir
ni doblegar mi espíritu al Evangelio de Cristo sobre los términos de una gracia
inmerecida”. Muy bien, amigo, cuando estés en el infierno y alces tus ojos -y harás eso tan ciertamente como el más
profano y promiscuo- tu sangre caerá sobre tu cabeza, y serás un suicida tan
real como aquel que perversa y desenfrenadamente embistió en contra de las
leyes de Dios y del hombre, y se buscó un fin súbito y apresurado por su
iniquidad y sus crímenes.
“Bien”, -dirá
alguien- “este es un sermón bien adaptado para las personas con justicia propia,
pero yo no soy una de ellas”. Entonces, ¿qué eres tú, amigo? ¿Eres un creyente
en Cristo? “No puedo decir que los sea, caballero”. ¿No lo eres, entonces?
“Bien, quisiera serlo, pero me temo que no podría creer en Cristo”. Eres un
justo con justicia propia. Dios te manda que creas en Cristo, y tú dices que no
eres apto para hacerlo. Ahora, qué significa esto sino que estás queriendo hacerte
apto tú mismo y, después de todo, ese es el espíritu de la justicia propia;
eres tan arrogante que no quieres tomar a Cristo a menos que pienses que puedes
llevarle algo a Él; eso es. “¡Ah!, no”, -dice una pobre persona de corazón
quebrantado- “no creo que eso sea justo para mí, pues yo en verdad siento como
si daría cualquier cosa si pudiera esperar ser salvado; pero, ¡oh, soy tan
desventurado! No puedo creer”. Ahora, eso, después de todo, es justicia propia.
Cristo te ordena que confíes en Él. Tú dices: “No, no confiaré en Ti, Cristo,
porque yo soy un tal por cual y un tal por cual”. Así, entonces, estás queriendo
hacerte alguien, y luego Jesucristo debe hacer el resto. Se trata del mismo
espíritu de justicia propia sólo que en otro traje.
“¡Ah!”, -dice
alguien- “pero si sólo sintiera lo suficiente mi necesidad, como lo acabas de
decir ahora, amigo, entonces creo que confiaría en Cristo”. Eso es de nuevo
justicia propia; tú quieres que tu sentido de necesidad te salve. “¡Oh!, pero,
amigo, no puedo creer en Cristo como yo quisiera”. Eso es de nuevo justicia
propia. Sólo déjame decir una frase solemne que puedes rumiar a placer. Si
confías en tu fe y en tu arrepentimiento, estarás tan perdido como si confiases
en tus buenas obras o confiases en tus pecados. El cimiento de tu salvación no
es la fe, sino Cristo; no es el arrepentimiento,
sino Cristo. Si yo confío en mi
confianza en Cristo, estoy perdido. Mi tarea es confiar en Cristo; apoyarme en
Él; depender, no de lo que el Espíritu ha hecho en mí, sino de lo que Cristo
hizo por mí cuando colgó realmente en el madero. Ahora, has de saber que cuando
Cristo murió, cargó con los pecados de todo Su pueblo sobre Su cabeza, y allí y
entonces, todos esos pecados cesaron de existir. En el momento en que Cristo
murió, los pecados de todos Sus redimidos fueron borrados. Él sufrió entonces
todo lo que ellos debieron sufrir; Él pagó todas sus deudas; y sus pecados
fueron real y positivamente alzados de los
hombros de ustedes en aquel día y
puestos sobre Sus hombros, pues “Jehová
cargó en él el pecado de todos nosotros”. Y ahora, si tú crees en Jesús, no
queda ningún pecado en ti, pues tu pecado fue puesto en Cristo; Cristo fue
castigado por tus pecados antes de que fueran cometidos, y como dice Kent:
“Aquí hay perdón para transgresiones pasadas,
Sin importar cuán negro sea su tinte;
Y ¡oh!, alma mía, mira con asombro
Que para pecados futuros hay perdón también”.
¡Bendito privilegio
del creyente! Pero si ustedes viven y mueren siendo incrédulos, sepan esto: que
todos sus pecados permanecen sobre sus hombros. Cristo no hizo nunca ninguna
expiación por ustedes; no han sido nunca comprados con sangre; nunca tuvieron
un interés en Su sacrificio. Ustedes viven y mueren en ustedes mismos,
perdidos; en ustedes mismos, arruinados; en ustedes mismos, completamente
destruidos. Pero creyendo, en el instante en que creen, pueden saber que fueron
elegidos por Dios desde antes de la fundación del mundo. Creyendo, pueden saber
que la justicia de Cristo es toda de ustedes; que todo lo que Él hizo, lo hizo
por ustedes; que todo lo que sufrió, lo sufrió por ustedes. De hecho, en el
momento en que creen, están donde Cristo estuvo como Hijo aceptado de Dios; y
Cristo está donde ustedes estaban, como el pecador, y sufre como si Él hubiera
sido el pecador, y muere como si hubiese sido el culpable: muere en su lugar,
muere en vez de ustedes.
¡Oh, Espíritu de
Dios!, danos fe esta mañana. Rescátanos del yo; únenos a Cristo; oh, que
podamos ser salvados ahora por Su gracia inmerecida y ser salvos en la
eternidad.
Nota del traductor:
La
historia principal de Deyanira es la de la túnica
de Neso. Un centauro salvaje
llamado Neso intentó violar a Deyanira mientras la ayudaba a cruzar el río Euneo.
Heracles vio lo que ocurría desde el otro lado de un río y le disparó una
flecha envenenada al pecho. Agonizando, Neso mintió a Deyanira contándole que
la sangre de su corazón aseguraría que Heracles le amase para siempre. Deyanira
creyó sus palabras y guardó un poco de dicho veneno. Cuando su confianza en
Heracles empezó a menguar, untó su famosa túnica de cuero con la sangre. Licas,
el siervo de Heracles, le llevó su túnica y cuando se la puso, Heracles murió
lenta y dolorosamente cuando ésta quemó (con llamas reales o por el calor del
veneno) su piel. Desesperada al ver lo que había hecho, Deyanira se suicidó
ahorcándose. Tomado de la
Mitología griega.[
Traductor:Allan Román
3/Septiembre/2009
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