El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Una Embajada Solemne

NO. 3497

 

SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 26 DE FEBRERO DE 1871

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y TAMBIÉN PUBLICADO EL JUEVES 3 DE FEBRERO DE 1916.

 

“Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios”. 2 Corintios 5: 20.

 

Desde hace mucho tiempo ha habido una guerra entre el hombre y su Hacedor. Nuestra cabeza federal, Adán, arrojó el guante en el huerto del Edén en señal de desafío. A lo largo de los claros del bosque del Paraíso se escuchó el sonido de la trompeta, de aquella trompeta que rompió el silencio de paz e interrumpió el cántico de alabanza. A partir de aquel día y hasta ahora, no ha habido ninguna tregua, ningún tratado entre Dios y el hombre natural. El hombre ha estado en discrepancia con Dios. Su corazón ha estado en enemistad con Dios. No quiere ser reconciliado con Dios. A no ser que la gracia divina ponga un deseo en el corazón del hombre natural, éste nunca ha sentido o albergado, por sí solo, un deseo de restablecer la paz. Si alguno de ustedes anhela tener paz con su Hacedor, se debe a que Su Espíritu lo ha conducido a anhelarla. Librados a ustedes mismos, irían sin duda de conflicto en conflicto, de forcejeo en forcejeo, y perpetuarían el enfrentamiento hasta terminar en su destrucción eterna.

 

Pero, a pesar de que el hombre no quiere llegar a un acuerdo con Dios, ni pedir de Sus manos la paz, Dios muestra Su renuencia a estar en guerra con el hombre por más tiempo. Él demuestra que desea ansiosamente que el hombre se reconcilie con Él, y da el primer paso. Él mismo envía Sus embajadores. Él no invita a quienes son del bando opuesto –eso sería gracia- sino que envía embajadores, y manda a esos embajadores que sean muy denodados, y que argumenten con los hombres, que les rueguen y que les supliquen que se reconcilien con Dios. Yo entiendo ésto como una muestra segura de que en el corazón de Dios hay amor. ¡Vamos, ante el simple anuncio de estas buenas nuevas, los oídos del pecador rebelde deberían abrirse! Debería bastar para hacerle decir: “Oiré atentamente; voy a escuchar lo que Dios, el Señor, dirá, pues si es cierto que Él da el primer paso hacia mí, y que está dispuesto a dirimir esta contienda mortal, ¡no lo permita Dios que yo no acepte!; voy a oír y poner atención a todo lo que Dios le diga ahora a mi alma”. Que Él bendiga el mensaje para ustedes, para que se reconcilien con Él sin ningún retraso.

 

John Bunyan lo expone de manera muy clara. “Si un cierto rey sitiara una ciudad y enviara a su heraldo con una trompeta para que amenazara a los habitantes de aquella ciudad, y les dijera que si no entregaban la ciudad, el rey colgaría a todos los varones, entonces ellos se asomarían al instante sobre los muros y le darían una respuesta injuriosa; jurarían que combatirían contra el rey, y que no se rendirían nunca ante ese tirano. Pero si enviara una embajada con una bandera blanca, para comunicarles que si se rendían y se sometían al rey legal, él perdonaría a todos y cada uno de ellos, incluso a los más encarnizados enemigos, se aplacarían”. Entonces pregunta el honesto John: “¿Acaso no vendrían ellos temblando sobre los muros, y no abrirían sus puertas de par en par para recibir a su clemente monarca”?

 

¡Yo quisiera que un resultado así pudiera darse esta noche! Mientras hablo de la grandiosa gracia de este Príncipe de Paz, que ahora envía a Sus embajadores a los rebeldes, espero que algún rebelde diga: “Entonces estaré en paz con Él; no voy a resistirme por más tiempo. Un amor tan irresistible como éste ha disuelto mi corazón, ha definido mi elección y ha generado mi lealtad”.

 

Bien, ahora, hablemos un rato de los Embajadores; de la Comisión que les ha sido confiada; del deber que tienen que cumplir; y concluiremos con una pregunta: ¿Qué sigue? Primero, entonces, tenemos que hablar de:

 

I.   LOS EMBAJADORES.

 

¡Mensajeros bienvenidos son ellos! Todas las naciones, al unísono, han acordado honrar a sus embajadores. ¡Es extraño, entonces, que todas las naciones y todos los pueblos hayan conspirado para deshonrar a los embajadores de Dios! ¿Cuál de los embajadores de Dios, en tiempos antiguos, no fue perseguido, rechazado o asesinado? ¿Acaso no fueron lapidados, decapitados y aserrados? ¡Cuán continuamente fueron maltratados, y obligados a andar de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, aunque el mundo no era digno de ellos!

 

Pero ha habido algunos hombres para quienes los embajadores de Dios han sido siempre bienvenidos. Son los hombres a quienes Dios ha ordenado para vida eterna. Aquéllos a favor de quienes, desde antes de todos los mundos, Él hizo un eficaz pacto de paz. Los embajadores reciben una cordial bienvenida por parte de ellos. Pero estando aquí para predicar como un embajador, yo voy a recibir sólo un poco de atención de parte de algunas de las personas de mi audiencia. Para muchos, la proclamación de la misericordia sonará a lugar común. Darán la vuelta en redondo y dirán: “No hay nada en ello”. Pero, vean, el embajador de Dios será muy bienvenido por parte de algunos de ustedes que han sentido amargamente su alienación, para algunos cuyos corazones, por un sentido de ruina, están preparados para las buenas nuevas de redención, para algunos en quienes el misterio secreto de la predestinación comienza a obrar, gracias a la ostensible energía del llamamiento eficaz. Éstos descubrirán que sus almas son grandes y seguramente conducidas a loar la proclamación de misericordia que será obrada, y dirán: “¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz!”

 

Los embajadores son siempre especialmente bienvenidos por un pueblo que está involucrado en una guerra que está más allá de su fuerza, cuando sus recursos están agotados y el peligro de una derrota es inminente. Si un principado muy diminuto se ha aventurado a rebelarse contra un gran imperio, cuando es absolutamente cierto que sus aldeas serán consumidas y sus provincias arrasadas y que todo su poder será aplastado, muy probablemente los embajadores habrán de recibir una cordial bienvenida por parte de ese principado.

 

¡Ah, hombre!, tú has desafiado al Rey del Cielo, cuyo poder es irresistible; por Él se hienden las peñas; Su voz quebranta los cedros del Líbano; Su mano controla al gran mar profundo. Es Él quien ata a las nubes con una cuerda, y ciñe a la tierra con un cinto. Los ángeles, poderosos en fortaleza, no pueden resistirle. ¡Desde las encumbradas almenas del cielo, Él despeñó a Satanás, el gran arcángel, y a la poderosa hueste de rebeldes estrellas matutinas! ¿Cómo podrías tú hacerle frente? ¿Acaso contenderá el rastrojo con la lengua del fuego? ¿Resistirá la vasija del alfarero a la vara de hierro? ¿Qué eres tú, sino una polilla que es fácilmente aplastada bajo su dedo? El hálito está en tus narices, pero no te pertenece; entonces, ¿cómo puedes tú, pobre mortal, contender con el único Ser que tiene inmortalidad? ¡Tu hálito es cortado más fácilmente de lo que una hoja marchita es llevada por el viento! ¿Cómo te puedes aventurar a estar en guerra con Alguien que tiene al cielo y a la tierra bajo Su mando, que tiene las llaves de la muerte y del Hades, y que tiene a Tofet como Su fuente de municiones contra ti? ¡Escucha Sus truenos, y que se coagule tu sangre! Con solo que un rayo destelle, ¡cómo te quedas pasmado! ¿Cómo, entonces, podrías enfrentarte a la grandeza de Su poder, o soportar el terror de Su ira? Es algo bienaventurado para ti que los términos de la paz sean proclamados a tus oídos. Dios está anuente a terminar la guerra; Él no quisiera que fueras Su adversario. ¿No aceptarás con júbilo lo que te propone? Jamás, ciertamente, hubo una guerra más cargada de desastre que esa guerra en la que locamente te has involucrado.

 

Un embajador es siempre bienvenido cuando el pueblo ha comenzado a sentir la fuerza victoriosa del rey. Aquella lejana provincia ya se ha rendido. Ciertas ciudades ya han sido tomadas por la espada y han sido entregadas al saqueo. Ahora los miserables habitantes se contentarían con alcanzar la paz. Le tienen pavor al pie del conquistador ya que han sentido su peso.

 

Sin duda hay algunas personas presentes que han conocido el poder de Dios en sus conciencias. Tal vez Él te haya aterrado con visiones, y te haya asustado con sueños. Aunque sólo hubieras oído una voz humana, la ley ha sido muy terrible para ti, y ahora no encuentras ningún placer en tu placer, ni tienes ningún deleite en tus deleites. Dios ha comenzado a romper tus huesos por medio de la convicción. Te ha hecho sentir que el pecado es algo amargo. Te ha emborrachado con ajenjo, y ha quebrado tus dientes con piedras de grava. Como al necio del Salmo ciento siete, Él te ha quebrantado con aflicción y trabajo, y tú clamas en angustia: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Sí, indudablemente, tú que sentiste una vez el peso de la mano de Dios sobre tu conciencia, te gozarás al oír que hay una embajada de paz que ha sido enviada a ti.

 

Un embajador es, de igual modo, siempre bienvenido por quienes están laborando bajo un miedo de una destrucción rápida y total. Si nadie entre ustedes se encuentra en ese aprieto, yo recuerdo cuando yo sí lo estaba, cuando pensaba cada día que era un portento de misericordias que yo fuera guardado con vida, y me sorprendía, al despertarme en la mañana, que no alzara mis ojos junto a Epulón en el infierno. ¡Todo lo relacionado con Cristo era precioso entonces para mí! Yo pienso que si hubiera podido tener algún indicio de que Dios, por ventura, tendría misericordia de mi alma, habría estado de pie en la más abarrotada capilla, y no me habría cansado tampoco si hubiera tenido que estar sentado en la banca más dura; ninguna longitud de servicio me habría agotado. Mis ojos estaban llenos de lágrimas. Mi alma estaba desfallecida de tanto estar alerta, y habría besado los pies de cualquier hombre que me hubiera indicado el camino de la salvación. Pero, ¡ay!, parecía como si nadie se preocupara de mi alma, hasta que al fin Dios bendijo un humilde instrumento para que proyectara luz sobre Su pobre hijo en tinieblas. Por ésto sé que las noticias de misericordia serán sumamente bienvenidas para ti, que estás entre las fauces del infierno, temiendo que las puertas sean cerradas tras de ti y estés perdido para siempre. Estarás dispuesto a clamar como nuestros amigos, los metodistas: “¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Aleluya! ¡Bendito sea el Señor!”, mientras oyes que Dios envía todavía una embajada de paz a tu alma.

 

Sumamente aceptable, también, es un mensajero de paz cuando el pueblo sabe que no trae duras condiciones. Cuando un cierto rey envió un mensaje a los habitantes de una ciudad, diciéndoles que quería establecer la paz con ellos a condición de sacarle a cada uno el ojo derecho y cortarle la diestra, yo estoy seguro de que las noticias deben de haber causado una suprema consternación, y el embajador no podía haber sido muy popular.

 

Pero no hay condiciones difíciles en el Evangelio. De hecho, no hay condiciones del todo. La paz que Dios hace con los hombres es incondicional. Es un Evangelio que no les pide nada a los hombres, sino que les da todo. El Señor dice: “Mis toros y animales engordados han sido muertos, y todo está dispuesto; venid a las bodas”. El hombre no tiene que hacer nada para estar preparado; todas las cosas están listas. Los términos –si he de usar una palabra que no me gusta- son sencillos y fáciles. “Crean y vivan”. Con qué gozo debería oír un pecador rebelde la voz del embajador que no trae duras condiciones de parte de Dios.

 

Y la fama del Rey, ¿no debería aumentar el entusiasmo con el que la embajada deba ser recibida? ¿Acaso no viene de parte de Aquel que no puede mentir? No propone ninguna paz temporal que pueda ser quebrantada en breve, sino una paz que ha de permanecer firme por los siglos de los siglos. No estamos siendo heraldos de un armisticio temporal, ni de un breve interludio entre las acciones. Testificamos y damos a conocer a ustedes una paz que es una paz eterna e inquebrantable, una paz que habrá de durar toda la vida y que sobrevivirá a la muerte, una paz que durará a lo largo de toda la eternidad.

 

Esta es la paz que es proclamada a todos los hombres. Es proclamada sin excepción. “El que creyere en el Señor Jesucristo será salvo”. Nadie está excluido de ésto, sino quienes se autoexcluyen. Tal embajador que traiga un mensaje así, ha de ser seguramente un bienvenido mensajero de su Dios. Preguntemos ahora, cuál es:

 

II.   LA COMISIÓN DE PAZ que Dios nos ha confiado para que proclamemos. Las palabras son concisas y el sentido es transparente. “Que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de reconciliación”. Abramos la comisión. Está contenida en pocas palabras. “Porque no quiero la muerte del que muere, dice Jehová el Señor; convertíos, pues, y viviréis”. “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta; si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”.

 

Nuestra comisión comienza con el anuncio de que Dios es amor, que Él está lleno de piedad y compasión, que está deseoso de recibir otra vez a Su criatura, que quiere perdonar, y que Él decide, ya que es consistente con el excelso atributo de Su justicia, aceptar incluso a los más rebeldes, y a contarlos entre Sus hijos. Nuestra comisión prosigue a revelar la manera y el motivo de la misericordia. En la medida en que Dios es amor y para suprimir todas las dificultades en el proceso de perdonar a los rebeldes, a Él le agradó entregar a Su unigénito Hijo para que esté en el lugar, en la posición y en sustitución de aquéllos a quienes Dios ha elegido. Él se comprometió a tomar los pecados de ellos, a llevar sus aflicciones, y a hacer una expiación a nombre de ellos. De esta manera la justicia de Dios queda satisfecha, y Su amor se desborda hacia la raza humana.

 

Por tanto, nosotros declaramos que Dios ha dado a Cristo, y que ha hecho de ésto una palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, incluso al primero de ellos. Cristo, el Hijo de Dios, se hizo hombre. Gozosa y voluntariamente asumió nuestra naturaleza; puso un velo a la forma de la Deidad con una humilde indumentaria de arcilla; nació de la Virgen María, vivió una vida de santidad, y murió una muerte de sacrificio. Por medio de esta portentosa muerte del Hombre, del Dios, Cristo Jesús, Dios está en paz con Su pueblo. La paz está ya hecha, pues Él es nuestra paz. Dios está en paz con cada ser por quien Jesús murió. Jesucristo estuvo en el lugar, en la posición y en sustitución de Su pueblo elegido. Cristo fue castigado por los pecados de ellos. La justicia no puede castigar dos veces por una ofensa. Como Cristo, el sustituto, fue castigado, el pecador no puede ser responsabilizado de sus propias ofensas. Aquéllos por quienes Jesús murió quedan libres. La proclamación es que Dios está anuente a reconciliarse, que está reconciliado. Es un anuncio, no meramente de que ustedes pueden tener paz, sino que esa paz está hecha con Dios por medio Jesucristo para ustedes; es una plena paz, sin condiciones; no es hecha a medias, antes bien está establecida enteramente; el castigo ha sido pagado hasta su saldo más insignificante, y el sacrificio fue inmolado completamente hasta que la última gota de sangre hubo expiado la última ofensa.

 

Pero para que nos satisfaga, la proclamación necesita de algo más. ¿Hay algunas buenas nuevas para ustedes y para mí? Bien, nuestro mensaje prosigue a anunciar que todo aquél, en todo el ancho mundo, que venga a Jesucristo y le confíe su causa como Redentor, Salvador y Amigo, estará en paz con Dios sin dilación, recibirá el pleno perdón por todas sus ofensas, y será bienvenido como un favorito del Altísimo. Sabrá que Jesús murió en lugar de él, y que se presentó como fianza por él cuando compareció delante de Dios. Por tanto, está libre de condenación; por tanto, está seguro de la salvación.

 

Esta proclamación, afirmo, ha de hacerse universalmente. Aunque no todo hombre será bendecido por ella, el predicador no puede discriminar entre aquellos que heredarán la bendición y aquéllos que no la heredarán. A pesar de que sólo algunos la aceptarán, el predicador no está autorizado a mostrar ninguna parcialidad. Es obra del Espíritu Santo grabar la Palabra en la conciencia, y despertar a la conciencia mediante la Palabra. En cuanto a nosotros, estamos muy dispuestos a volver nuestro rostro al norte o al sur, al este o al oeste. Alegremente la proclamaríamos al hombre cobrizo que caza en las sabanas de América, al hombre atezado que nunca oyó antes el nombre de Cristo, o al hombre blanco que ha escuchado a menudo, pero que nunca le ha hecho caso. El mismo mensaje: que Dios ha aceptado a Cristo como un sustituto para todo hombre que crea en Cristo, y que todo aquél que confíe en que Cristo lo salva, es salvo en ese instante, será suficiente para todos. Sí, quisiéramos decirles que antes que el pecador confíe en Cristo, está reconciliado para con Dios por Su muerte, porque la expiación que Él ofreció fue aceptada, y hubo una paz anticipada entre Dios y ese pecador. ¡Qué mensaje tengo que presentar! ¡Qué proclamación tengo que hacer! Nada se requiere de parte tuya. Dios no espera nada de ti que amerite Su estima o que aumente el valor de Su don. Si el arrepentimiento es indispensable, Él está dispuesto a dártelo. Si se necesita un tierno corazón, Él está listo a darte un corazón de carne. Si tú sientes que tienes un corazón de piedra, Él se ha comprometido a cambiarlo. Si te oprime tu culpa, Él dice: “Esparciré sobre vosotros agua limpia, agua proveniente de fuentes puras, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias, y de todos vuestros ídolos os limpiaré”. Sepan, todos los hombres, que no se hace ninguna excepción.

 

Cuando Carlos II regresó a Inglaterra, hubo una amnistía, excepto para ciertas personas, las cuales eran mencionadas por su nombre: Hugh Peters y otros fueron proscritos. Pero aquí no hay ninguna excepción. No encuentro que ningún traidor sea excluido o denunciado por nombre. Tengo que proclamar una inmunidad de tan grande alcance universal, que es indiscriminada: “Todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.

 

Además, en mi comisión no se hace ninguna excepción para ninguna forma de pecado, a menos que sea el pecado contra el Espíritu Santo, que acarrea su propia evidencia así como su consecuencia. Aquéllos a quienes me dirijo ahora, si han sentido atracciones de corazón hacia Dios, no han cometido ese crimen mortal. Asesinato, robo, falsificación, delitos graves, adulterio y avaricia, que es idolatría -por negro y espantoso que sea el catálogo- aquí hay perdón para la lista íntegra. Saqueen las alcantarillas, por inmundas que sean; barran las pocilgas, por odiosas que sean; saquen las abominaciones de la época, por degradantes que sean; aquí el perdón no sólo es posible, o probable, sino positivo. Traigan a un hombre aquí que se haya manchado a sí mismo hasta quedar completamente de color carmesí con todo tipo de infamias, practicadas no sólo por el lapso de una hora sino que fueran el hábito de toda una vida, y Dios es todavía capaz de perdonarlo. Jesucristo puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios.

 

Yo no sé si ustedes encuentran muy bueno oír esta proclamación, pero yo en verdad sé que, declararla, es sumamente gratificante para mí. Tres veces feliz soy yo, por tener un anuncio para los rebeldes. ¡Oyentes que no suelen visitarnos, escuchen mi voz! ¿Por cuál extraña casualidad se han mezclado sus almas temerarias, desatentas, inconversas, con esta multitud de adoradores? No es frecuente que ustedes huellen el piso de un lugar de adoración. Difícilmente saben ustedes cómo fueron conducidos a entrar aquí. ¡A qué profundidades de pecado se han hundido, a qué extremidades de iniquidad han llegado! Ustedes se asombran de encontrarse en compañía del pueblo de Dios. Pero ya que están aquí, pongan mucha atención al mensaje: “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados; vuélvete a mí, porque yo te desposé. He dado mi sangre para redimirte. Vuélvete a mí, oh hijo de hombre descarriado; vuélvete, vuélvete, y tendré misericordia de ti, porque Dios soy, y no hombre”. Habiendo abierto así mi comisión, voy a esforzarme para cumplir:

 

III.   UN DEBER MUY SOLEMNE.

 

Mi texto me proporciona una orden. Dice: “Como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios”. Entonces da la impresión de que no tenemos que leer simplemente nuestra comisión, sino que hemos de rogarles que la acepten. ¿Por qué deberíamos rogarles? ¿No es acaso porque ustedes son criaturas racionales y no autómatas, hombres y no máquinas? Una máquina puede ser forzada a realizar funciones sin necesidad de persuasión, pero el Espíritu de Dios actúa a menudo en el corazón del hombre por medio del sonido de argumentos y súplicas afectuosas de Sus siervos, a quienes comisiona. Hemos de implorarles, porque sus corazones son tan duros que ustedes son propensos a desafiar el poder de Dios, y a resistir a Su gracia. Por tanto, les rogamos que depongan sus armas. Hemos de implorarles, porque ustedes son incrédulos y no quieren dar crédito a las buenas nuevas. Ustedes dicen que es demasiado bueno para ser cierto que Dios tendrá misericordia de individuos como ustedes. Por tanto, hemos de poner nuestra mano sobre ustedes, arrodillarnos ante ustedes, e implorarles que no desechen esta bendita embajada. Hemos de rogarles porque ustedes son tan altivos y están tan satisfechos de sí mismos, que prefieren seguir su propia justicia y asirse a sus propias obras, a aceptar una paz que les ofrecida gratuitamente ahora. Hemos de implorarles porque ustedes son indiferentes. Le prestan poca atención a lo que se dice: proseguirán su camino y olvidarán todas nuestras proclamaciones; por tanto, hemos de insistirles urgentemente, inmediatamente e importunamente, y rogarles como cuando una madre intercede por la vida de su hijo, o como cuando un criminal condenado le implora al juez que tenga piedad de él; así hemos de implorarles a ustedes.

 

Yo pienso que nunca me siento tan consciente de mi propia debilidad como cuando tengo que entregarles exhortaciones. ¡Oh!, ha habido unas cuantas veces en mi ministerio cuando he podido implorarles, con ojos humedecidos, que sean reconciliados con Dios, pero estos ojos secos míos no son muy a menudo las fuentes de lágrimas que yo desearía. Necesitamos a alguien como Richard Baxter para que expusiera detalladamente esta última parte del texto. Tal vez pudiéramos manejar la primera parte mejor que él, pero él podría tratar ésta última parte mucho mejor que nosotros. ¡Oh, cómo los habría intimado por la terrible realidad de las cosas venideras! Con qué resplandecientes ojos y ardientes palabras diría: “¡Oh, hombres, volveos, volveos, ¿por qué moriréis?! Por la necesidad que sentirán de un Salvador en los dolores cuando partan al otro mundo, cuando las pulsaciones sean escasas y débiles y expiren exhalando un último suspiro; por la resurrección, que si no fuera a Su semejanza, cuando despierten sería para vergüenza y desprecio eternos; por el tribunal del juicio, donde sus pecados serán publicados, y serán llamados a rendir cuentas por los actos hechos en el cuerpo; por el espantoso decreto que arroja por siempre en el abismo a quienes no se arrepientan; por el cielo que perderán, y por el infierno en el que caerán; por la eternidad, esa horripilante eternidad cuyos años nunca se extinguen; por la ira venidera, y la quemante indignación que nunca se enfriará; por la inmortalidad de sus propias almas, por los peligros que afrontan ahora, por las promesas que desprecian, por las provocaciones que multiplican, por los castigos que acumulan, les rogamos: reconcíliense con Dios”. Vuelen a Jesús. Invoquen Su nombre. Confíen en Él, en Su palabra, en Su obra, en Su bondad y en Su gracia. Este es el camino para la reconciliación. Doblen la rodilla y honren al Hijo. Los conminamos a que hagan eso. Vuelvan ahora en amistad con Él, y tengan paz. Mi texto pende como un aplastante peso sobre mi alma en este instante. Es terrible en su grandeza, y está majestuosamente lleno de amor divino. He de leer de nuevo las palabras a sus oídos. ¡Oh, que su sentido irrumpiera en su entendimiento!

 

Nosotros hemos de rogarles como si Dios en efecto les rogara, y hemos de hacerlo a nombre de Cristo. Deben ver que Dios mismo habla cuando hablan Sus embajadores. ¡Me pregunto, oh, me pregunto si tengo el suficiente cerebro para comprender el pensamiento de cómo Dios les rogaría que se reconcilien! Es el propio ruego del Padre para con Su hijo pródigo. ¿Pueden imaginar al padre de la parábola saliendo a buscar a su hijo, y encontrándolo vestido de harapos alimentando a los cerdos? ¿Pueden concebirlo diciendo: “¡Hijo mío, querido hijo mío, regresa!? ¡Regresa y yo te lo perdonaré todo! Imaginen que oyen a ese hijo diciéndole a su padre: “Vete, no quiero oír nada de eso”, hasta que su padre le dice: “Mi querido hijo, ¿por qué habrías de preferir la compañía de los puercos a la casa de tu padre”? ¿Por qué habrías de vestir andrajosamente cuando podrías estar vestido con el mejor manto? ¿Por qué habrías de estar hambriento en una provincia apartada, cuando mi casa estará llena de festejos por tu retorno?” ¿Qué pasaría si aquel hijo profiriera alguna palabra irrespetuosa, y le dijera a su padre en su cara que nunca habría de regresar? ¡Oh!, imagino que veo a ese hombre amoroso y venerable apoyándose sobre el cuello de su hijo y besándolo, tal como se encuentra, inmundo, (“por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros delitos y pecados”), y le dice al rebelde que le insulta y resiente su ternura: “¡Mi querido hijo, debes regresar; tengo que tenerte a mi lado; no puedo estar sin ti! ¡Debes estar conmigo; regresa!” Con ese mismo estilo hemos de rogarles a los hombres.

 

¡Ah!, entonces yo no puedo rogarles como quisiera. Como si Dios mismo, el ofendido Hacedor de ustedes, viniera ahora como vino a Adán al aire del día, y les dijera: “¡Oh!, regresen a Mí, pues con amor eterno los he amado”, de igual manera, como si Dios hablara, yo quisiera requerirlos de amores, a ustedes, los peores pecadores, para que se vuelvan a Él.

 

Ustedes saben, queridos amigos, que el grandioso Dios envió a otro embajador, y ese grandioso embajador fue Cristo. Ahora el Apóstol dice que nosotros, los ministros, somos embajadores de Cristo que ocupamos el lugar de Cristo. Cristo ya no es más un embajador; Él se ha ido al cielo; nosotros ocupamos Su lugar para con los hijos de los hombres, no para hacer la paz, sino para proclamarla.

 

¡Cómo! Entonces, ¿he de hablar en lugar de Cristo? ¿Pero cómo puedo imaginarme que mi Señor Jesús está aquí? Ay, mi imaginación no está a la altura de la tarea. Yo querría identificarme con Él lo suficiente como para ponerme en Su caso y usar Sus palabras. Me parece verle mirando a esta gran multitud como una vez miró a los habitantes de Jerusalén. Voltea Su rostro y recorre estas galerías, y aquellos pasillos de allá, y al fin rompe en un mar de llanto, diciendo: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” Él está ahogado en llanto, y cuando ha hecho una pausa por un momento, clama: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; no quebraré la caña cascada, ni apagaré el pábilo que humeare”.

 

Además, me imagino que le veo, y Él los mira de nuevo, y cuando observa a algunos corazones tan obcecados y duros que no se derriten, se descubre Su manto, y exclama: “Vean aquí”. ¿Se fijan en la profunda herida en Su costado? Cuando alza Sus manos, y muestra las señales de los clavos, y señala hacia abajo, a Sus pies perforados, dice: “Por estas heridas mías, que soporté cuando sufría por ustedes, oh pueblo mío, vuélvanse a Mí; vengan, inclínense a mis pies, y tomen la paz que he conseguido para ustedes. ¡Oh, no sean incrédulos, sino creyentes! ¡No duden más! ¡Dios está reconciliado! ¡No tiemblen más! La paz ha sido establecida. No se esfuercen más en las obras de la ley, no se aferren más a sus propias acciones. Cesen de consultar a sus sentimientos. Consumado es. Cuando incliné mi cabeza sobre el madero, consumé todo para ustedes. ¡Tomen la salvación; tómenla ahora! ¡Vengan a Mí; vengan a Mí ahora tal como son!”

 

¡Ay!, ésto no es sino una pobre representación de mi Señor y Maestro. Yo desearía mejor yacer entre los terrones del valle, durmiendo en mi tumba, que ser un embajador tan pobre. Pero, Señor, ¿por cuál razón escogiste a Tu siervo, y por qué permites todavía que este pueblo oiga su voz, si no lo capacitas más poderosamente para rogarles a los hombres? No tengo más palabras, ¡oh!, entonces que estas lágrimas les rueguen a ustedes. Yo siento que podría dar gustosamente mi vida si sirviera de algo para la salvación de sus almas. De buena gana querría experimentar la muerte de un mártir, si ustedes fueran por ello persuadidos de venir a Cristo para tener vida. Pero, ¡oh!, pecadores, ningún ruego mío prevalecería jamás si el ruego de Cristo demostrara ser ineficaz para ustedes. Para cada uno de ustedes está dirigida una definida proclamación de salvación. Todo aquel que entre ustedes crea que Cristo murió, y que puede salvarle, y confíe su alma a lo que Él hizo, será salvo. ¡Oh!, ¿por qué rechazarlo? Él no los lastimará ni les hará daño. ¡Aférrense a esta buena esperanza, pues su tiempo es breve! ¡La muerte se está apresurando; la eternidad está cerca! ¡Aférrense a ella, pues el infierno hierve, y las llamas que brotan son terribles! ¡Aférrense a ella, pues el cielo es resplandeciente, y las arpas de los ángeles son dulces más allá de toda comparación! Aférrense a ella. ¡Alegrará su corazón en la tierra, disipará sus miedos y suprimirá sus aflicciones! ¡Aférrense a ella! Los transportará a través de las olas del Jordán, y los depositará a salvo del lado de Canaán.

 

¡Oh, por el amor del Padre, por la sangre de Jesús, por el amor del Espíritu, yo te imploro, pecador: cree y vive! ¡Por la cruz y las cinco heridas, por la agonía y el sudor sangriento, por la resurrección, y por la ascensión, pecador, cree y vive! ¡Por cada argumento que toque tu naturaleza, por cada motivo que pudiera influir sobre tu razón y sacudir tus pasiones, en el nombre de Dios que me envió, por el Todopoderoso que te hizo, por el Hijo Eterno que te redimió, por el don del Espíritu Santo, pecador, yo te ordeno, con la divina autoridad que sanciona mi vehemencia, que seas reconciliado con Dios por medio de la muerte de Su Hijo!

 

IV.   ¿QUÉ SIGUE?

 

Cuando hayamos respondido esta pregunta, habremos terminado. ¿Qué sigue? ¿Hay algunos de ustedes con quienes esta paz ha sido hecha en esta buena hora? Voy a regresar y se lo diré a mi Señor. Entonces habrá frescas ratificaciones entre ustedes y Él. Los ángeles lo oirán y tocarán sus arpas renovadamente y resonarán melodías más dulces de las que hubieren conocido hasta entonces.

 

Hay otros de ustedes que no quieren ser reconciliados. Debo recibir una respuesta de parte de ustedes. ¿Dudan? ¿Se demoran? ¿Rehúsan? ¡Algunos de ustedes no recibirán otra advertencia! No se llorarán lágrimas de compasión otra vez por ustedes; ningún corazón amoroso los invitará de nuevo a venir a Cristo; debo recibir una respuesta ahora. Sí o no. ¿Quieren ser condenados o no? ¿Quieren ser salvados o no? No aceptaré que digan: “Cuando tenga oportunidad te llamaré”. Pecador, no puede haber una mejor oportunidad que ésta. Éste es un lugar conveniente; es la casa de Dios. Es un tiempo adecuado; es el día del Señor. Ahora, pecador, ¿quieres ser reconciliado, restaurado, perdonado? “¿Quieres ser sano?”, preguntó Jesús, y yo te pregunto lo mismo a ti: “¿Quieres ser sano?” ¿Respondes que “No”? ¿Debo aceptar eso como respuesta? Ten presente, pecador, que tengo que decírselo a mi Señor. He de decírselo cuando busque el aposento del Rey esta noche; he de decirle tu respuesta: que no quieres. ¿Qué le queda por hacer, entonces, a un embajador cuando te ha hablado en el nombre del Soberano? Si no quieres volverte, debemos sacudir el polvo de nuestros pies contra ustedes. Yo estoy limpio; yo estoy limpio; de la sangre de todos ustedes yo estoy limpio. Si perecen habiendo sido advertidos, perecen inexcusablemente. La ira viene sobre ustedes, y no sobre aquél que, hasta donde pudo, ha dado el mensaje de su Señor. Una vez más te pido que lo aceptes. ¿Todavía dices que no? La bandera blanca será arriada. Ha estado izada durante el tiempo suficiente. ¿Habré de arriarla, y habré de izar ahora la bandera roja? ¿He de lanzarte amenazas porque no pusiste atención a las súplicas?

 

“Si sus oídos rehusaran

El lenguaje de Su gracia,

Y si sus corazones se endurecieran como tercos judíos,

Esa incrédula raza,

El Señor, vestido de ira,

Alzará Su mano y jurará,

Que ustedes, que despreciaron mi reposo prometido,

No tendrán ninguna porción allí”.

 

¡Pero no, yo no puedo arriar esa bandera blanca! Mi corazón no me permitiría hacer eso; ondeará todavía allí, ondeará todavía allí como un signo y un símbolo del día de gracia. La misericordia te está siendo ofrecida todavía. Pero hay uno que viene –puedo oír sus pisadas- que arriará esa bandera blanca. La visión ronda ante mis ojos. Ese esqueleto torvo y sin corazón a quien los hombres llaman: Muerte, arrancará la bandera blanca de su lugar, y subirá la bandera color rojo sangre, con el negro blasón de los rayos. Entonces, ¿dónde están ustedes, pecadores? ¿Dónde estarán entonces? Ustedes se estremecen ante el pensamiento. Pone su mano sobre ustedes. No hay escape. ¡Oh, vuélvanse, vuélvanse, vuélvanse!

 

Ven y sé bienvenido, pecador, ven ahora mientras seas bienvenido. Quien te invita es el amor. Jesús te extiende Su mano todo el día. Él ha extendido Sus manos a una generación rebelde y opositora. No digas: “Voy a pensarlo”, antes bien, cede a Su amor que pone a tu alrededor cuerdas humanas para atraerte. No hagas una buena resolución, sino haz la buena confesión. Ahora, incluso ahora mismo, pido que la gracia soberana te constriña, y que el amor irresistible te atraiga. Que puedas creer con tu corazón, y que registres tu profesión de inmediato. Antes de que cierres tus ojos en el sueño, justo como lo desearías antes de que tus ojos se cierren en la muerte, pido que estés en paz con Dios. Al tiempo que te ruego, le pido a Dios en oración que esto llegue a pasar, por Su Hijo, Jesucristo. Amén. 

 

 

 

Traductor: Allan Román

21/Junio/2012

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