El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Una Pregunta Apasionante

NO. 3085

 

UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y PUBLICADO EL JUEVES 26 DE MARZO DE 1908.

 

“Cuando entró él en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió, diciendo: ¿Quién es éste?” Mateo 21: 10.

 

¡Oh, que algo conmoviera a esta grandiosa ciudad nuestra! Me temo que al menos un tercio de nuestra población se está asentando en una apática indiferencia hacia toda religión. No es que haya miles que profesen ser infieles, pero, aunque no profesen serlo, realmente son infieles. No es que odien el Evangelio: no les interesa oírlo ni saber qué es lo que enseña. No tienen el suficiente interés para entrar en el santuario aunque fuera una sola vez en su vida, a menos que, influenciados por la moda o el miedo, participen en alguna observancia ceremonial.

 

Pienso que sería muy difícil llegar a tener una noción del terrible paganismo que impera en esta gran metrópoli. Podrían recorrer todas sus calles y descubrir que la mayor proporción de su población, muy lejos de hacer alguna profesión de religión, ni siquiera visita algún lugar de adoración, y no sabe nada más de lo que el misionero citadino o la maestra de Biblia le pudieran haber enseñado. Estamos entrando en un estado de cosas muy, muy, muy lamentable; necesitamos algo que le llegue a las masas, y obligue a la ciudad a ser conmovida.

 

Los cultos que se han celebrado recientemente en los teatros han sido, sin duda, de gran bendición; hacer que las catedrales estuviesen disponibles ha sido un paso en la dirección correcta; pero cualquiera puede ver que el efecto de esos cambios en la rutina ordinaria es naturalmente transitorio. Si se sigue predicando el mismo evangelio, no habrá una mayor atracción en un teatro de la que hay en una capilla o en una iglesia; una vez que pasa la novedad de su predicación, se desvanece. No podemos esperar ver las catedrales abarrotadas por largo tiempo ahora, más de lo que pudimos haberlo esperado hace veinte años. Eso es bueno como una oportunidad, pero tiene que ser temporal en sus resultados. Necesitaremos algo más grande que esto antes de que accedamos a las masas de Londres. Esto es sólo un diminuto martillo, por así decirlo; necesitamos un martillo más pesado que el de Tor para golpear esta Isla y conmoverla de un extremo al otro. Cuando se tiene a tres millones de personas reunidas en un solo lugar, no puedes moverlas abriendo simplemente media docena de teatros, o abarrotando una catedral, o llenando algún gran salón de adoración.

 

¡Qué signo tan esperanzador sería que la gente fuera apasionada incluso contra la religión! Realmente, yo preferiría que la odiaran inteligentemente a que sean apáticamente indiferentes a la religión. Un hombre que ha reflexionado lo suficiente acerca de sí mismo para oponerse a la verdad de Dios, es un sujeto más esperanzador que el hombre que no piensa del todo. No podemos hacer nada con unos troncos, pero sentimos que podemos vigorizar nuestros nervios yendo a la carga contra hombres poseídos de demonios, si tenemos el verdadero Evangelio para echar fuera a los demonios. Pero cuando los hombres están totalmente desposeídos de espíritu, cuando son simplemente torpes leños, pesados e irreflexivos, entonces no podemos tratar con ellos.

 

Por mi parte, no lamento ahora la actividad del Puseyismo y del Papado. Aunque les temo como a un terrible mal en sí mismo, agradezco todo lo que alivie la horrenda placidez del estancamiento religioso. Si sólo nos indujera a oponernos a él, haría que el verdadero espíritu protestante de Inglaterra saliera a la luz. Yo estaría agradecido por los resultados sanitarios, independientemente de lo mucho que deplore la devastadora pestilencia. Necesitamos algo que despierte otra vez a esta ciudad, y la conmueva de un extremo a otro.

 

I.   Creo que el texto nos dice qué es lo que lo logrará. ¿QUÉ ES AQUELLO QUE CONMOVERÁ A TODA LA CIUDAD DE LONDRES, COMO CONMOVIÓ A JERUSALÉN? Un Salvador reinante cabalgando en triunfo. Jesucristo no conmovió nunca a Jerusalén hasta que montó sobre aquella asna, hasta que tendieron sus mantos en el camino, y hasta que esparcieron las ramas y clamaron: “¡Hosanna!” Fue entonces, cuando cabalga en triunfo como Rey de los judíos, que la ciudad fue conmovida.

 

¡Oh, que tuviéramos un reinante Salvador más claramente reconocido en todas nuestras iglesias! De nada sirve presentar las cosas demasiado favorablemente u ocultar nuestra vergüenza. El grito de un Rey no está en medio de la iglesia en general. La antigua gloria que descansaba en el elegido del Señor ha partido en gran medida. Toma nota, Icabod, pues traspasada es la gloria de Israel. No tenemos ahora el descenso del potente brazo, ni la fuerza de un Dios presente, que una vez tuvimos. El mundo sabe muy poco acerca de la iglesia, y muy poco se preocupa de ella, en tanto que Cristo no reine en los palacios de la iglesia. Desplieguen la bandera del Rey, proclamen Su entrada, den a conocer Su residencia y, sin dilación, “Se levantarán los reyes de la tierra, y príncipes consultarán unidos contra Jehová y contra su ungido, diciendo: Rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas.”

 

¿Cuál era aquella iglesia que turbaba a la Edad Media? Pues, una iglesia constituida por hombres que arriesgaban sus vidas hasta la muerte, hombres que se levantaban y predicaban a altas horas de la noche a los pocos asistentes que eran lo suficientemente valerosos para oírlos, hombres que en otros tiempos podían desafiar al tirano, y enfrentarse cara a cara con el cardenal o el papa, y decir la verdad, pasara lo que pasara. Aquellos eran hombres que tenían en medio de ellos a un Salvador reinante; aunque eran pocos y débiles, ese ejército intrépido sometió al mundo. El Vaticano tembló; las palabras que decían, sustentadas por el carácter del que daban muestras, caían como centellas a su alrededor. ¿Quieren indagar, hermanos míos, sobre los sencillos pero santos siervos de Dios que trajeron una Reforma a Inglaterra? Eran hombres que reconocían a un Salvador reinante. La iglesia estaba representada por hombres en cuyos corazones realmente moraba Jesucristo, hombres tales como Wycliffe y sus sucesores. Iban de mercado en mercado, contando sólo con medias páginas o páginas enteras de la Palabra de Dios, usándolas tan rápidamente como pudieran ser impresas. Las leían en las esquinas de las plazas; iban de un lugar a otro, predicando con lenguas de fuego y con un lenguaje sencillo, el Evangelio puro y sin adulteración, y pronto incendiaron a toda Inglaterra.

 

¿Y quiénes fueron aquellos que en días posteriores, en el siglo pasado, despertaron a la iglesia durmiente? Eran hombres en quienes reinaba Cristo; hombres tales como Whitefield y los hermanos Wesley, seres que se postraban ante la dignidad real de Jesús, y decían:

 

¿Acaso, por miedo a hombre débiles,

Reprimiremos en nosotros el curso del Espíritu?

 

Sin dejarse intimidar por ningún rostro mortal, ¿acaso suavizaban sus lenguas y moldeaban sus palabras para ganar la estimación humana? Sobre los cerros, en los cementerios parroquiales, junto a los caminos, por todas partes, por todas partes, desplegaban el estandarte de un Salvador reinante y, al instante, las tinieblas de Inglaterra cedieron su espacio a la luz gloriosa. Y ahora, si sólo pudiéramos lograr que la Iglesia de Dios despertara, pronto veríamos conmovida a toda la ciudad. Nuestros ministros deben predicar el Evangelio, y deben predicarlo con algo semejante a la fuerza; en lugar de regalarnos con ensayos morales y discursos elaboradamente preparados, deben hablar con el corazón, con palabras tales como las que Dios le dé para la ocasión; los miembros de la iglesia deben apoyarlos con un celo vehemente, con ferviente oración e incesantes labores; no necesitaríamos ninguna otra cosa para conmover a esta ciudad de un extremo al otro.

 

Oh, ver al Salvador cabalgando en su medio, y oír las aclamaciones, mientras los jubilosos convertidos aclaman, como los niños de los tiempos antiguos: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” Las antiguas atracciones de la cruz no han partido. No se puede predicar a Cristo sin obtener como resultado una congregación. Si predican “el Cristo” honestamente y lo predican plenamente, la gente tiene que venir a oír. Aunque odien y desprecien la verdad, regresarán para oírla. Girarán sobre sus talones, y dirán: “no podemos soportarla”; pero la siguiente vez que se abran las puertas, allí estarán. El Evangelio los toma por la oreja y los detiene. Tiene una influencia secreta y misteriosa incluso sobre los corazones que no lo reciben, para forzarlos al menos a prestar los oídos para oírlo. Entonces, la iglesia despertará y se logrará esa influencia, por medio de la cual, la ciudad entera será conmovida.

 

Pero, cuando hablamos de la iglesia, me temo que nosotros escondemos a menudo nuestros propios pecados bajo una declaración contra la iglesia. Vamos, ustedes son la iglesia. Ustedes no deben atar a la iglesia como una víctima temblorosa, y flagelarla; átense ustedes mismos, y que el látigo caiga sobre sus propios hombros. Si ustedes y yo tuviéramos un Cristo reinante en nuestros corazones, ayudaríamos a conmover a la ciudad.

 

¿Me preguntas qué quiero decir con eso? No me refiero a la manera en que algunos de ustedes muestran la calidad de su fe por la cantidad de sus frutos. Tus convicciones y tu conversión asumen una forma muy moderada. Las mantienes muy a raya; tiras de la rienda sobre los movimientos del corazón; tu religión nunca se desboca, ¡nunca! Eres un hermano muy prudente; nunca serás culpable de nada parecido al entusiasmo, y nadie escribirá con tiza jamás la palabra “Fanático” en tu espalda. Nunca conmoverás a la ciudad, amigo mío, no hay temor de eso. Mientras las súplicas que deberían hacer arder tu corazón, se congelen en tus oídos, no conmoverás nunca a la ciudad. Mientras los temas que deberían postrarte en tierra en humildad de espíritu, y luego remontarte como sobre alas de águilas en un rapto de deleite, no te afecten del todo, y sigas imperturbable, como una piedra, nunca conmoverás la ciudad. Pero si tú y yo sintiéramos que las cosas en las que creemos son de primordial y suprema importancia, que son dignas de vivir por ellas y dignas de morir por ellas, que no hay nada más, de hecho, en todo el mundo, que sea digno de cuidado o de atención, excepto estas cosas, entonces, amados, pronto veríamos a la ciudad conmovida.

 

Un cristiano ferviente plenamente entregado a su Señor, un alma perfectamente devota a Cristo, es de más valor para ganar almas y para conquistar al mundo, que cincuenta mil individuos que son meros profesantes. Ustedes saben lo que solía suceder en las guerras antiguas. Toda la tropa servía a su manera; pero era un solo hombre que constituía el vértice del triángulo, quien rompía las filas del enemigo, y recogía todas las lanzas y las juntaba en su propio pecho: era él quien conseguía la victoria. El hombre que arremetía primero con su hacha de combate y mataba al enemigo, y daba ánimo a todos los trémulos soldados que iban detrás, –el hombre que les decía que la victoria sería para los valerosos, y que siguieran adelante contra pronósticos pavorosos– ese era el hombre que hacía famoso a su país. Y necesitamos cristianos así en estos días, que no conozcan el miedo, que no crean en la derrota, y que estén animados por la seguridad de que el Dios Altísimo está con nosotros, y que seguirán adelante, y adelante, y adelante, venciendo y para vencer.

 

Vean, quien conmueve a la ciudad es un Cristo reinante, Cristo, que cabalga en el corazón en una gloriosa procesión de aclamación jubilosa. Esto es lo grandioso que conmoverá a las apáticas masas de Londres.

 

II.   LA GRAN MULTITUD, AL SER CONMOVIDA, HARÁ LA PREGUNTA: “¿QUIÉN ES ESTE?”; y sería algo desafortunado si tú, que estás con Cristo, no fueras capaz de dar una respuesta. Algunos de ustedes, cuyos corazones son rectos para con Él, espero, a duras penas están atentos a este precepto: “Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros”. En verdad, por encima de todo, yo desapruebo que obtengan su credo de mí, que edifiquen su credo sobre el hecho de que el predicador ha dicho tal y tal cosa. Necesitamos estudiantes de la Biblia como cristianos, hombres que no solamente crean en la verdad, sino que tengan buenas razones para creerla; hombres que puedan enfrentar el error con el argumento: “Escrito está”, y puedan sostener la verdad a cualquier riesgo, usando armas tomadas de la armería del Libro inspirado de Dios.

 

¡Oh, que tuviéramos entre nosotros más personas aptas para ser maestros! Pero, ¡ay!, me temo que tendremos que decir de muchos de ustedes, como dijo Pablo de los débiles de su tiempo, que, debiendo ser ya maestros, tenían necesidad de que se les volviera a enseñar; y cuando debían haber estado partiendo el pan de vida para otros, ellos mismos necesitaban todavía ser alimentados con leche. Espero que ése no sea el caso en cuanto a nosotros. Espero que podamos crecer en gracia de tal manera, que, cuando se haga la pregunta: “¿Quién es éste?”, seamos capaces de responderla.

 

Amados, ¿tienen el deseo de hacer el bien a sus semejantes? ¿Tienen un anhelo vehemente en su alma de ser el instrumento para llevar a otros a Cristo? Para cumplir esto, es necesariamente imperativo que tengan un conocimiento de Jesús. Ha de ser un conocimiento de corazón. Ustedes les dicen algunas veces a sus hijos que aprendan sus lecciones de memoria. No se puede aprender a Cristo de ninguna otra manera. No se puede aprender de Cristo con la cabeza. Solamente el amor puede aprender el amor; y Cristo es el amor encarnado. Es a través de amarle, y de tener comunión con Él, que llegarán a entenderle. Han de conocerle de memoria. Luego tienen que conocerle en la práctica. Yo no consideraría de valor ninguna respuesta a mis ansiosas indagaciones que proviniera de una persona meramente teórica. ¿Acaso no podría leer el Libro, y averiguar yo mismo la teoría? Yo necesito ser enseñado por alguien que ha gustado y tratado las cosas de las cuales habla.

 

Amados hermanos en Cristo, busquen conocer a Jesús viviendo en Él. Beban de Su sangre; coman de Su carne; estén en constante comunión con Él hasta que su unión vital con Su persona trascienda su fe, mediante una constante experiencia jubilosa. Conozcan a Cristo prácticamente.

 

Amados, procuren también conocer a Cristo a través de ser enseñados por Su Espíritu. Ese conocimiento de Cristo que obtenemos del entendimiento humano es de poco valor; el único conocimiento verdadero es la revelación de Cristo en nosotros por medio del Espíritu Santo.

 

Juan Bunyan solía decir que él predicaba únicamente las verdades que el Señor había grabado con fuego en él. ¡Oh, que el Señor grabe con fuego esas verdades en ustedes! Que se agrade el Señor en escribir en las tablas de sus corazones la historia de su Señor, de tal manera que, cuando cualquiera les preguntara: “¿Quién es éste?”, no necesiten hacer una pausa ni por un instante, o pedirle a algún teólogo que les ayude a dar la respuesta:

 

“Sino que de buena gana les digan a los pecadores por doquier

Cuán amoroso Salvador han encontrado.”

 

III.   ESTA INDAGACIÓN ACERCA DE CRISTO HA DE SER ATENDIDA SIEMPRE CON UNA RESPUESTA CLARA Y PRECISA.

 

Si yo pudiera predicar un solo sermón más antes de morir, sé de lo que debería tratar; debería ser acerca de mi Señor Jesucristo; y pienso que, cuando lleguemos al término de nuestro ministerio, algo que deploraremos será no haber predicado más acerca de Él. Estoy seguro de que ningún ministro se arrepentirá jamás de haber predicado demasiado de Cristo. Ustedes que están en Jesús, hablen mucho acerca de Él, y su plática debe ser muy sencilla. Díganles a los pecadores que “Dios fue hecho carne, y habitó entre nosotros, y sus discípulos vieron su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.” Díganles que Él vino a esta tierra como un Sustituto de Su pueblo, que Su vida santa es tomada como la justicia de ese pueblo, que Sus sufrimientos y muerte constituyen una expiación completa y apaciguan la ira de Dios por todos sus pecados. No permitan que se pierda nunca una oportunidad de proclamar la doctrina de la sustitución. Ese es el núcleo del Evangelio; el pecador está en el lugar de Cristo y Cristo está en el lugar del pecador; nuestras deudas con Dios son pagadas por Cristo; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, para que tuviéramos paz por medio de Su castigo.

 

Quisiera expresar este tema muy denodadamente a mis amados hermanos y hermanas en Cristo Jesús, y especialmente a ustedes, que pertenecen a la membresía de esta iglesia. En cada ocasión, y especialmente cuando reciban aunque sea media invitación para hacerlo, hablen en lo concerniente a la persona de Cristo como Dios y hombre, en lo concerniente a la obra de Cristo de tomar la culpa humana y sufrir por ella, en lo concerniente al valor de esa obra y de su capacidad de quitar todo tipo de pecado y de blasfemia. Díganle al peor pecador que la sangre de Cristo puede limpiarlo; díganselo al borracho, a la ramera, al ladrón y al asesino. Díganles a todos ellos que el que crea en Él no es condenado; y nunca, por miedo o por vergüenza, rehúsen dar una respuesta a una indagación tan esperanzada como esta: “¿Quién es éste?”

 

¿Y qué les diré a ustedes que son movidos por la curiosidad para hacer esta pregunta: “Quién es éste”? Me figuro que había algunas personas en Jerusalén que estaban tan ocupadas con sus actividades comerciales que no indagaron: “¿Quién es éste?” “¡Oh!”, –dirían– “no tenemos necesidad de traspasar el umbral para ver lo que la turba está haciendo en la calle: muchos niños claman: “¡Hosanna!”, y un número de ociosos chismosos siguen a un tipo ridículo que cabalga sobre un asno por la calle; eso es todo”.

 

Otras personas, sin duda, tenían el gusanito de la curiosidad; no podían evitar indagar. Así que salieron a la calle, se introdujeron en medio de la multitud, y le preguntaban a alguien: “¿Quién es éste?” “No lo sé” –respondía el otro– “yo también he venido para averiguarlo.” “Pero, ¿quién es éste?”, repetían una y otra vez; y muy probablemente recibían seis respuestas erróneas antes de recibir la respuesta correcta. Se abrían paso a empujones, y al fin conseguían un buen lugar para observar, tal vez, subiéndose a un árbol como lo hizo Zaqueo; y allí estaban, muy alertas, tratando de obtener una respuesta a la pregunta: “¿Quién es éste?”

 

Bien, yo supongo que una curiosidad como ésta podría albergarse en su mente; de cualquier manera, yo la tuve en mi mente una vez, y creo que hay muchos que la tienen ahora. Les diré en qué ocasiones es alimentada esta curiosidad. Un trabajador ha acostumbrado trabajar con otro que con frecuencia se encontraba intoxicado, un malhablado habitual, y tal vez, incluso un ser propenso a veces a blasfemar. Le nota inesperadamente un carácter cambiado, morigerado en toda su conducta, afectuoso, considerado con su esposa y con sus hijos, diligente y además de todo esto, ahora es religioso. ¡Qué cambio! ¿Podría pasar inadvertido?

 

O, tal vez, visita la casa de un vecino y descubre que el vecino está muy enfermo e indispuesto; el vecino es un trabajador con una numerosa familia, y sería muy grave que se muriera, y dejara huérfanos a esos pequeñitos; pero él se endereza en la cama, y le dice a su amigo visitante que no le preocupan para nada esos temas, pues todo lo ha puesto en manos de Dios; le dice: “yo solía angustiarme y preocuparme, pero ahora, ya sea que viva o muera, lo dejo todo en manos de Dios; estoy perfectamente resignado a Su voluntad; Cristo está conmigo aquí; y encuentro que:  

 

“Es dulce quedarse plácidamente en Sus manos,

Y no conocer otra voluntad que la Suya”.

 

“Oh” –dice el hombre– “¿quién es éste que ha provocado tal cambio en mi vecino?” ¿Cuál podría ser la causa de este cambio? ¿Cuál será la razón de esto?

 

En otro caso, un hombre vigila a otro; le persigue, se mofa y se ríe de él, y le lanza todo tipo de amenazas e improperios. Ve que todo lo soporta muy ecuánimemente; sabe que no puede tentarle a hacer lo que es malo, aunque procure hacerlo con mucho ahínco; la senda de la integridad es hollada año tras año, y el hombre mundano, al mirarlo, no puede descifrarlo. Pregunta: “¿Quién es éste?”

 

Ve a otra persona: a un cristiano feliz, vivaz, entusiasta y dichoso. “Bien” –piensa este hombre– “yo tengo que ir al teatro para divertirme; he de tener compañía, y he de beber una cierta cantidad de licor antes de levantarme el ánimo; pero he aquí un hombre alegre y lleno de vida sin necesidad de todas estas cosas. Es pobre, pero es feliz; tiene una chaqueta de pana, pero no tiene un corazón de pana; él es ‘tan feliz como un rey’; su alma es dichosa en su interior; no puedo descifrarlo; “¿Quién es éste?”

 

Estas cosas agitan la curiosidad de los hombres, y yo espero, queridos amigos, que ustedes procuren despertar más y más la curiosidad por este plan. ¡Y cuán a menudo un santo lecho de muerte agita esa curiosidad! Cuando el creyente agonizante canta victoria, o se sume en su descanso con perfecto gozo, el mundano le contempla, y pregunta: “¿Quién es este?” No logro captarlo, no logro comprenderlo.”

 

Ahora, no ha de sorprendernos, mis queridos amigos, que haya alguna curiosidad por saber acerca de Cristo. Debería haber mucha más curiosidad. Consideren que Dios mismo les habla por Cristo. ¿Hablará Dios, y al hombre mortal no le habría de importar oír lo que Dios le dice? ¿Me hablará Dios a mí por Su amado Hijo, y no tendré oídos para oír la Palabra Divina? Debería estar ansioso por conocerla. Los profetas hablaron de Cristo –Moisés, David, Isaías, Jeremías– todos ellos hablaron de Cristo. ¿Se dieron todos esos testimonios acerca de Él y no me habría de importar conocer de Él? Cuando Él vino a la tierra, fue con cánticos de ángeles, y una nueva estrella fue colgada para darle la bienvenida a Su nacimiento; ¿y, acaso no tengo curiosidad por saber de Él? Entiendo que Su persona es compleja, que Él es a la vez Dios y hombre: ¡Él es una Persona extraña y maravillosa! ¿Acaso no deseo saber más de Él? Descubro que murió, y que resucitó de nuevo, y que hay un estrecho vínculo entre Su muerte y resurrección con el perdón de nuestros pecados y la justificación de nuestras almas; ¿acaso no quiero saber nada al respecto de eso?

 

Cristo ha venido para resolver el más tremendo problema, ha venido para contarnos de la vida más allá de la tumba, de la inmortalidad una vez que la corrupción haya cumplido su trabajo; ¿acaso no tengo curiosidad acerca de esto? El sangrante Salvador, clavado en la cruz, le dice a todo hombre aquí presente que tenga alguna curiosidad en Su naturaleza: “¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido”. Yo alabo la curiosidad que los condujera a saber más de Jesucristo. Estudien mucho este bendito Libro. Curiosea en esos misterios que hablan mucho de Él, y has de hacerlo hasta que recibas una respuesta a esta pregunta: “¿Quién es éste?”

 

Podría haber, en esta casa de oración, algunas personas que estén haciendo la pregunta en positiva ignorancia: “¿Quién es éste?” Pienso que no debemos dar por hecho que toda nuestra congregación entiende el Evangelio, pues no todos lo entienden. Un gran número de nuestros oyentes no entienden el simple mandamiento: “Cree y vivirás” que Dios ha escrito muy claramente en la Biblia. Yo recibo algunas veces cartas de personas que han oído el Evangelio predicado aquí, que me consternan. La forma en la que mis corresponsales miran las cosas, parecen concluyentes de que no han leído la Biblia nunca; se imaginan que mi predicación y la de todos los demás debe ser cambiada para adaptarse a algún capricho o antojo suyos. La ignorancia señalada en nuestro texto era extraña, pues Cristo había visitado Jerusalén, y había estado allí obrando milagros y, sin embargo, la gente preguntaba: “¿Quién es éste?”

 

Y Jesucristo es predicado en la propia calle donde vives; puedes oír acerca de Él al aire libre si quieres, en el ministerio de algún predicador callejero; el misionero citadino te hablará acerca de Él; puedes comprar un Testamento por dos centavos; cualquiera puede saber acerca de Jesucristo; y, sin embargo, hay una gran cantidad de personas que no saben nada acerca de Él.

 

Pero, ¿acaso la ignorancia acerca de Jesucristo no es voluntaria en esta época? Quienes desconocen acerca de Jesucristo no tienen a quién culpar, sino a sí mismos. Permítanme recordarles que esta ignorancia es muy dañina; por culpa de ella pierden mucho gozo y consuelo aquí abajo, además de los riesgos del más allá. La ignorancia acerca de Jesucristo será fatal para el bienestar de tu alma. Puede ser que no sepas leer, pero si conoces a Cristo, podrás “leer tu título de propiedad de una mansión en el cielo.”

 

Es malo que un hombre no sepa algo sobre todas las ciencias, pero un individuo puede ir muy bien al cielo aunque sólo sepa la ciencia de Cristo crucificado. No conocer a Jesús te dejará fuera del cielo, aunque poseyeras todos los títulos de todas las universidades del mundo escritos a continuación de tu nombre. La ignorancia acerca de quien es el Salvador de los pecadores resulta en ignorar el remedio de la enfermedad de tu alma, ignorar la llave que abre la puerta del cielo, ignorar quién puede encender la lámpara de la fe en los sepulcros de la muerte. ¡Oh, les suplico que, si han sido ignorantes hasta este momento acerca del Salvador, no se queden satisfechos hasta conocerle!

 

Y cuando hablo de ignorancia acerca de Cristo, no me refiero a ignorancia de Su nombre, ni del hecho de que existe tal Persona; me refiero más especialmente a aquella ignorancia espiritual que es muy común entre las personas mejor informadas. Nueve de cada diez personas que asisten a un lugar de adoración no saben el significado del derramamiento de la sangre del Salvador para remisión del pecado. Si los presionas para que te digan cómo es que Cristo salva, te dirán que Él hizo una cosa u otra por la cual Dios puede perdonar el pecado. Aunque el grandioso hecho de que Cristo fue realmente castigado en el lugar y posición y en el sitio de Su pueblo elegido es un hecho tan claro como el mediodía en la Escritura, ellos no lo ven.

 

La doctrina de la redención general: que Cristo murió por los condenados en el infierno, y sufrió los tormentos de quienes después son atormentados eternamente, me parece que es detestable, subversiva de todo el Evangelio y destructiva de la única columna sobre la cual son edificadas nuestras esperanzas. Cristo estuvo en el lugar de Sus elegidos; hizo una plena expiación por ellos; por ellos sufrió de tal manera que ningún pecado será puesto a sus puertas. Así como el amor del Padre los abrazó, así la muerte de Su Hijo los reconcilió.

 

¿Y quiénes son éstos que son redimidos así  de entre los hombres? Son aquellos que creen en Jesucristo. Esta definición no es más sencilla que concluyente para aquellos a quienes la obra del Espíritu de Dios es inteligible. Si en verdad pones tu confianza en Él, es evidente que Cristo murió por ti de una forma y de una manera en la que nunca murió por Judas; Él murió por ti tan vicariamente, que las ofensas que cometiste le fueron imputadas a Él, y no a ti y, por tanto, tus pecados te son perdonados. Si confías en Él, no puedes ser castigado por tus pecados, pues Cristo fue castigado por ellos. ¿Cómo pueden ser exigidas de ti las deudas que fueron pagadas originalmente por tu Salvador? Tú has sido absuelto. El Señor dijo: “Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”; y cuando prendieron a Jesús dejaron ir a Su pueblo escogido. Tú has sido absuelto; delante del tribunal de Dios estás exonerado. Nadie te podría acusar de nada si confías en Jesucristo, pues Él sufrió lo que te correspondía. La ignorancia de esa gran verdad fundamental del Evangelio entero, mantiene a miles en las tinieblas. Es la gran bola y la cadena en la pierna de muchos prisioneros espirituales; y si sólo supieran eso, y pudieran deletrear “sustitución” sin ningún error, muy pronto entrarían en el gozo y la libertad perfectos.

 

Además. Se piensa que la expresión: “¿Quién es éste?” reflejaba desprecio de parte de muchos. Decían: “¿qué es lo que sigue, eh? Hemos oído acerca de todo tipo de agitaciones y ruidos y, ahora, ¿qué sigue? He aquí un hombre que no tiene dónde apoyar Su cabeza; sin embargo, pasa cabalgando como un rey. ¡He aquí un hombre que viste la túnica común de un campesino galileo, y hay gente que tiende sus mantos en el camino, y tienden ramas de árboles delante de Él! ¿Qué sigue ahora y qué sigue después?” Posiblemente algunos dijeran con un tono de escarnio: “Bien, ¿qué veremos en el futuro? ¡El Rey de los judíos! ¡Sí, seguro! Su padre y Su madre están con nosotros; ¿no es éste el hijo del pobre carpintero? ¡Rey de los judíos, en verdad! Y así, sólo lanzaban una mirada de desprecio y se alejaban. Sí; pero, amigos, deténganse un momento. Algunas personas que desprecian, merecen ser despreciadas; pero nosotros no las trataremos así.

 

Después de todo, no puede ser algo muy bueno y sabio burlarse del Salvador, si recuerdan que los ángeles no se burlan y nunca se burlaron de Él. Los ángeles vinieron con Él cuando descendió la primera vez al pesebre de Belén; vinieron con cánticos de júbilo en aquella noche memorable cuando nació de la Virgen. ¿No cantaron: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!”? No te burles allí donde los ángeles cantan. Cuando Él se alejó después, en una hora de terrible aflicción, al huerto de Getsemaní, donde grandes gotas de sangre cayeron a la tierra, los ángeles vinieron y le fortalecieron. Vigilaban en torno al madero sangriento y se preguntaban cómo el Señor de gloria podía morir así; y cuando entró al sepulcro, me parece que colgaron sus arpas en silencio por un tiempo. Esto sabemos: que, al tercer día, cuando Él rompió las ataduras de la muerte, uno de los ángeles llegó para rodar la piedra, y otros dos se sentaron, el uno a los pies y el otro a la cabecera del lugar donde Jesús había sido puesto; y cuando los cuarenta días se hubieron cumplido, y ascendió a Su morada:

 

“Trajeron Su carro de lo alto,

Para que lo condujera a Su trono;

Batieron sus alas triunfantes, y clamaron:

‘La gloriosa obra está concluida’.”

 

En el cielo claman: “El Cordero que fue inmolado es digno”. El más poderoso arcángel en la gloria considera un honor cumplir las encomiendas de Jesucristo. Entonces, no te burles. ¿De qué te burlas? Estos espíritus son por lo menos tan sabios como tú. Haz una pausa por un instante y “Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino”.

 

¿No te interesan a ti los ángeles? Entonces, escucha: no te burles, pues hay hombres tan sabios como tú, que no se han burlado de Cristo. Tú mencionas a algún gran hombre que fue un burlador. Ah, bien, pudiera haberlo sido, pues los grandes hombres no son siempre sabios; pero, por otro lado, en lo que Newton creía, en lo que Locke confiaba, de lo que Milton cantaba, de lo que un Bunyan podía soñar en la cárcel de Bedford, no puede ser algo tan despreciable, después de todo. Yo podría mencionar algunos nombres de quienes no podrías ni querrías burlarte. Te reconocerías desconocido e innoble si los llamaras desconocidos e innobles. El nombre que estos hombres, grandes incluso en la estima de ustedes, consideraron digno de su más alta reverencia, no deberían reprocharlo ustedes con tanta facilidad. Vamos, amigo mío, analiza tú también este problema. Dale un poco de ejercicio a tu entendimiento con esta pregunta: “¿Quién es éste?” Procura saber quién y qué es Cristo, y considera si no es un Salvador adecuado para ti.

 

No finjas ser desdeñoso, pues, después de todo, si bien lo consideras, no hay nada que despreciar. ¿Cuál es la historia del Evangelio? Es esta: que aunque seas el enemigo de Cristo, Cristo no es tu enemigo. Aquí está la historia: que, cuando aún éramos enemigos Suyos, a su tiempo Cristo murió por los impíos. Yo no podría despreciar nunca a un hombre que amó a Sus enemigos, y si le viera venir para morir y salvar a otro, siendo ése otro Su enemigo, no podría despreciarle. Podría considerarlo imprudente y podría pensar que el precio de Su valiosa vida es demasiado caro para comprar a los seres miserables por quienes murió, pero no podría despreciar Su amor.

 

¡Oh, hay algo tan majestuoso en el amor de Cristo que no puedes burlarte de él! Quita ahora esa mueca de tus labios. Él no murió por algo Suyo en ningún sentido; Él se desangró por Sus amigos: es más, por Sus enemigos. Su oración de moribundo fue: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”; e incluso cuando Sus amigos lo abandonaron, Sus últimos pensamientos fueron para ellos. Aunque era rico, por nuestra causa se hizo pobre, para que, con Su pobreza, nosotros fuésemos enriquecidos. No hay ningún objeto de burla en esto. Él hace a un lado Su gloria, cuelga Su manto de azur en el cielo, y se quita de Sus dedos los anillos para colgarlos como estrellas, y desciende, y nace como una débil criatura. Permanece en el regazo materno. Vive tan sumido en la pobreza que no tiene dónde recostar Su cabeza; y cuando la zorra fue a su madriguera y el pájaro voló a su nido, Él fue a la solitaria montaña, y Sus guedejas fueron humedecidas por el rocío de la noche. “Dame de beber”, dice, sentado junto al pozo de Samaria. Él es abandonado, despreciado y desechado entre los hombres; y cuando muere, incluso Dios mismo lo abandona. Jesús clama: “¿Por qué me has desamparado?” Y todo esto se debió a Su poderoso amor, a Su amor que todo lo vence por los hijos de los hombres. Tú no puedes despreciar a este Hombre. Yo amaría al Salvador, incluso si no hubiera muerto por mí. No podría evitarlo. Mi corazón tiene que aceptar un amor como el Suyo; la desinteresada renuncia de todo por causa de quienes le odiaban tiene el derecho de reclamar los afectos de nuestro corazón.

 

No lo desprecies, permíteme que te lo repita, pues tú no sabes si un día podrías estar donde Él está. ¡Oh, si supieras que te lavaría con Su preciosa sangre, y te limpiaría; si supieras que te echaría el manto de Su justicia; si tú supieras que te llevaría a lo alto para que estés con Él, y pondría la rama de palma en tu mano, y te haría cantar por siempre sobre la victoria por medio de Su preciosa sangre, no le despreciarías!  

 

Y, sin embargo, esa será la porción de todos ustedes si creen en Él, si se apoyan completamente sobre Su obra terminada. Donde Él está, allí estarán ustedes, y verán Su rostro. No desprecien a quien es el Amigo del pecador. ¿Acaso puede caerles mal Aquel que es el Amante de su alma? ¿Cómo pueden rechazar ser Sus amantes? Derramando Sus lágrimas sobre ustedes, y Su sangre por ustedes, ¿cómo podrían hacer otra cosa que arrojarse a Sus pies?

 

No le desprecien, finalmente, pues Él viene otra vez rodeado de pompa y gloria. No hablen con ligereza de quien está a la puerta. Él viene en camino, tal vez, mientras estoy hablando de estas cosas incomparables. Pronto podría venir en medio de nosotros, pero vendrá con una guirnalda que es un arcoíris, y nubes de tormenta. Él vendrá sentado sobre el gran trono blanco, y todo ojo lo verá, y también lo verán quienes le traspasaron. No lo desprecien ahora, pues no podrán despreciarle entonces. ¿Harán ahora lo que no podrán hacer entonces? ¡Oh, qué diferente historia contarán algunos hombres cuando Cristo venga! ¡Cómo ocultarán sus rostros sumamente detestables aquellos que le endilgaron nombres detestables! Pasen al frente ahora, no hagan el papel de cobardes; pasen al frente ahora, y escúpanle en el rostro una vez más, ustedes, villanos, que una vez lo hicieron mientras Él vivía. Vengan y clávenle otra vez al madero; ¡Judas, ven y dale un beso, como lo hiciste una vez! ¿Pueden verlos? ¡Cómo, huyen! Ocultan sus cabezas. Ya no le desprecian ni le rechazan, sino que el clamor de ellos es: “Peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos”. “Ustedes, montes, abran sus entrañas y provéannos un escondite”.

 

Pero eso no puede ser; los ojos de amor del Cordero se han convertido en los ojos de fuego del León, y Aquel que fue manso y dulce ahora se ha convertido en fiero y terrible. La voz que una vez fue dulce como música, ahora es fuerte y terrible como el estrépito de un trueno; y Aquel que una vez prodigó misericordia, ahora prodiga rayos de venganza. ¡Oh, no desprecien a Aquel que vendrá pronto en Su gloria! Póstrense ahora, y “Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira”. Pregunta: “¿Quién es éste?”, y cuando hagas la pregunta, respóndela tú mismo: “Tal es mi amado, tal es mi amigo, oh doncellas de Jerusalén.” Confía en Jesucristo, pecador, y sabrás quién es; y Él, sabiendo quién eres tú, te salvará con una gran salvación. Amén.

 

Notas del traductor:

 

Tor o Thor, dios guerrero escandinavo, señor del trueno. Su símbolo, el martillo, se encuentra sobre las piedras rúnicas.

 

Puseyismo: se refiere a gente que opina como el Dr. Pusey, de la Iglesia de Inglaterra, que proponía la reunión con la iglesia católica romana.

 

Morigerado: se refiere a moderación, templanza.

 

 

                          

Traductor: Allan Román

5/Diciembre/2012

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