El Púlpito de
Separando lo
Precioso de lo Vil
NO.
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SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN EXETER HALL,
“Para que sepáis que Jehová
hace diferencia entre los egipcios y los israelitas”. Éxodo 11: 7.
La diferencia entre los egipcios e Israel
era sobremanera manifiesta. A primera vista parecía que Egipto llevaba la gran
ventaja. Ellos tenían el látigo en su mano y el pobre Israel se dolía bajo el
azote. Egipto poseía la mano de obra de los israelitas: los hijos de Jacob
hacían ladrillos y los súbditos de Faraón habitaban las casas que los hijos de
Jacob edificaban. ¡Cuán pronto, sin embargo, las cosas cambiaron! Dios envió
plagas a Egipto pero la tierra Gosén fue librada. Él envió densas tinieblas
sobre toda la tierra, tanto que se podían palpar; pero en toda la tierra de
Gosén hubo luz. Envió todo tipo de moscas y piojos en todas sus fronteras, pero
en todas las habitaciones de Israel no se vio ni una mosca, ni fueron molestados
por las criaturas vivientes que brotaban del polvo animado de la tierra. El
Señor envió granizo y una epidemia terrible sobre los ganados de los egipcios;
pero el ganado de los hijos de Israel fue librado y en sus campos no cayó
ninguna lluvia asoladora del cielo. Finalmente el ángel destructor desenvainó
su reluciente espada para asestar su último golpe decisivo. En toda casa a
través de la tierra de Egipto hubo llanto y gemidos; Dios hirió de muerte al
primogénito de Egipto, las primicias de toda su fuerza, pero en cuanto a Su
pueblo Él los condujo como ovejas, los guió a través del desierto como un
rebaño de la mano de Moisés y Aarón. Llegaron al Mar Rojo y Él abrió una senda
para ellos; atravesaron el mar a pie, y allí se regocijaron en Él. Se juntaron
las corrientes como en un montón; los abismos se cuajaron en medio del mar.
Ellos atravesaron las profundidades como se atraviesa un desierto, pero cuando
los egipcios ensayaron hacer lo mismo murieron ahogados. En todas estas cosas
el Señor hizo una gloriosa distinción entre Egipto e Israel. La columna de
fuego que daba luz a Israel fue tinieblas para los ojos de Egipto. Siempre que
Dios bendecía a Israel, maldecía a Egipto; en el mismo instante en que enviaba
la bendición al uno, enviaba la maldición al otro. Él miraba a Israel y las
tribus se regocijaban, pero cuando miraba a los egipcios, su campamento era
trastornado.
Ahora, a oídos de ustedes en este día,
Egipto e Israel son declarados como tipos de dos pueblos que moran sobre la faz
de la tierra: los hombres que temen al Señor y los hombres que no le temen. Los
egipcios son la representación de quienes están muertos en delitos y pecados,
de quienes son enemigos de Dios por sus obras malvadas y forasteros para la
mancomunidad de Israel. Los israelitas, el antiguo pueblo de Dios, son puestos
ante nosotros como los representantes de aquellos que por la gracia han creído
en Cristo, que temen a Dios y procuran guardar Sus mandamientos. La tarea de
esta mañana será mostrarles, primero, la
diferencia; en segundo lugar, cuándo
se ve esa diferencia; y en tercer lugar, la razón por la que debe verse; sobre este último punto voy a
acicatear sus mentes, exhortándolos a hacer esa diferencia cada vez más
conspicua en su vida cotidiana.
I. Primero, entonces,
Hay muchas distinciones entre los hombres
que un día serán borradas, pero permítanme recordarles de entrada que esta es
una distinción eterna. Entre las
diferentes clases de hombres, los ricos y los pobres, hay canales de
intercomunicación, y eso es algo muy conveniente, pues entre menos se mantengan
las distinciones de clase será mejor para la felicidad de todos. No ha de
conservarse el tejido social manteniendo una columna a expensas de otra, ni
pintando de dorado el techo pero descuidando los cimientos. La mancomunidad es una, y la prosperidad de una clase es
proporcionalmente la prosperidad de todos. Pero hay una distinción tan amplia que
verdaderamente podemos decir de ella: “Una gran sima está puesta entre nosotros
y vosotros”, y entre más ancha sea la línea de demarcación, más feliz será para
la iglesia y mejor para el mundo. Hay una distinción de una anchura infinita entre
el pecador muerto en pecado y el hijo de Dios vivificado por el Espíritu que ha
sido adoptado en la familia del Altísimo. Con respecto a esta distinción
permítanme hacer los siguientes comentarios.
Primero, la distinción entre los justos y
los malvados es sumamente antigua. Fue
ordenada por Dios desde antes de la fundación del mundo. Jehová escribió los
nombres de Sus elegidos en el pacto eterno; por ellos Cristo asumió el
compromiso de que Él sería Su fianza y el sustituto para sufrir en el lugar y
en la posición de ellos. Los compromisos del pacto fueron hechos en favor de ellos y exclusivamente de ellos. Sus nombres fueron inscritos desde la
eternidad en el libro de Dios y fueron grabados en las piedras preciosas del
pectoral de su grandioso sumo sacerdote. Fueron luego apartados en el pacto: “Jehová
ha escogido al piadoso para sí”. Mientras el mundo entero estaba bajo el
maligno, estas preciosas joyas fueron seleccionadas del muladar de la caída.
Ciertamente por naturaleza no eran mejores que otros hombres; con todo, la
soberanía divina, del brazo de la gracia divina, seleccionó a algunos para que
fueran vasos de misericordia que debían ser hechos aptos para el uso del Señor,
en quienes Jehová mostraría no únicamente Su misericordia sino la plenitud de
Su gracia y las riquezas de Su amor. Otras distinciones son meramente
temporales; son cosas que crecieron ayer y morirán mañana; pero esta es más
antigua que los montes eternos. Antes de que el cielo estrellado fuera
extendido o que fueran cavados los cimientos de la tierra, el Señor había
establecido una diferencia entre Israel y Egipto. Esto, sin embargo, es un
poderoso secreto, y aunque hemos de decirlo tal como lo encontramos en
Dios ha establecido otra distinción, es
decir, una distinción vital. Entre el
justo y el malvado hay una distinción esencial de naturaleza. Hay algunos entre
ustedes que imaginan que la única diferencia entre el verdadero cristiano y
cualquier otra persona es simplemente esta: que el uno asiste regularmente a su
lugar de adoración, que es más consistente en la práctica de ceremonias, que no
podría vivir sin la oración privada y cosas semejantes. Permíteme asegurarte
que si no hay una diferencia más grande que esta entre otro hombre y tú, tú no
eres un hijo de Dios. La distinción entre el inconverso y el convertido es
mucho más amplia que esto. No es una distinción de vestido o de forma externa
sino de esencia y de naturaleza. Traigan aquí una serpiente y un ángel: hay una
distinción entre los dos de tal carácter que la serpiente no se podría
convertir en un ángel, sin importar el esfuerzo que hiciera; el ángel no podría
comer el polvo que forma el alimento de la serpiente, ni la serpiente podría alzar
su voz y cantar el himno seráfico de los bienaventurados. Una distinción tan
amplia como esa es la que hay entre el hombre que teme a Dios y el hombre que
no le teme. Si tú eres todavía lo que siempre fuiste por naturaleza, no puedes
ser un verdadero cristiano y es completamente imposible que te conviertas en
uno por tus propios medios. Puedes lavarte y limpiarte, puedes vestirte y
abrigarte; serás el hijo de la naturaleza finamente vestido, pero no el hijo
viviente del cielo. Tú tienes que
nacer de nuevo; tienes que recibir una nueva naturaleza en tu interior; una
chispa de divinidad tiene que caer en tu pecho y tiene que arder allí. La
naturaleza caída únicamente se puede levantar a la altura de la naturaleza, tal
como el agua solo fluirá tan alto como su fuente; y como tú estás caído en la
naturaleza, así debes permanecer a menos que seas renovado por la gracia. Dios
por Su infinito poder ha vivificado a Su pueblo: Él los ha sacado de su vieja
naturaleza; aman ahora las cosas que una vez odiaron, y odian las cosas que una
vez amaron. Para ellos las cosas viejas “pasaron; he aquí todas son hechas
nuevas”. El cambio no consiste en que hablan más solemne y religiosamente, o
que han dejado de ir al teatro, o que no pasan su vida en las frivolidades del
mundo: ese no es el cambio; es una consecuencia de él, pero el cambio es más
profundo y más vital que eso; es un cambio de la propia esencia del hombre. Ya
no es más el hombre que una vez fue: ha sido “renovado en el espíritu de su
mente”, ha nacido de nuevo, ha sido regenerado, recreado: es un extraño y un
forastero aquí abajo; no pertenece más a este mundo sino al mundo venidero.
Entonces, en este sentido, el Señor ha establecido una diferencia entre Israel
y Egipto.
Quisiéramos comentar, adicionalmente, que
a esta diferencia de naturaleza le sigue una diferencia en el tratamiento judicial de los dos hombres. Con ambos, los
tratos de Dios son justos y rectos. ¡Lejos está de Él ser injusto con alguien!
El Señor nunca es severo más allá de lo que la justicia exige, ni es clemente
más allá de lo que la justicia permite. Aquí viene el impío, el hombre no
regenerado; él argumenta sus buenas obras, sus oraciones, sus lágrimas; el
Señor le juzgará de acuerdo a sus obras, y ¡ay de aquel día para él!, será
verdaderamente un día de aflicción pues pronto descubrirá que sus mejores
perfecciones son como trapo de inmundicia y que todas sus buenas obras sólo
parecían ser buenas porque él estaba en las tinieblas y no podía ver las
manchas que las pervertían. Se acerca otro hombre, es el hombre renovado. Dios
trata con él justamente, es cierto, pero no de acuerdo a la balanza de la ley.
Él mira a ese hombre como acepto en Cristo Jesús, justificado por medio de la
justicia de Cristo y lavado en Su sangre, y ahora trata con ese hombre, no como
un juez con un criminal, ni como un rey con un súbdito, sino como un padre con
su hijo. Ese hombre es acogido en el seno de Jehová; su ofensa es suprimida; su
alma es constantemente renovada por la influencia de la gracia divina y los
tratos de Dios con él son tan diferentes de los tratos de Dios con otro hombre,
como el amor de un esposo difiere de la severidad de un monarca airado. Por un
lado, es simple justicia; por el otro lado, es amor ferviente; por un lado, la
inflexible severidad de un juez, y por el otro lado, el afecto ilimitado del
corazón de un padre. Entonces, en esto también, el Señor ha establecido una
diferencia entre Israel y Egipto.
Esta distinción es realizada en la providencia. Es verdad que para el
ojo desnudo un evento les ocurre a ambos; sufre el justo así como el malvado y
van a la tumba que está señalada para todos los vivos; pero si pudiéramos mirar
más de cerca a la providencia de Dios, veríamos líneas de luz que dividen la
senda del piadoso de la suerte del transgresor. Para el justo cada providencia
es una bendición. Una bendición envuelve todas nuestras maldiciones y todas
nuestras cruces. Nuestras copas son algunas veces amargas pero siempre son
saludables. Nuestra aflicción es nuestro bienestar. Nunca somos perdedores por
nuestras pérdidas, sino que más bien nos enriquecemos para con Dios cuando
empobrecemos con respecto a los hombres. Sin embargo, para el pecador, todas
las cosas obran conjuntamente para mal. ¿Es próspero? Es como la bestia que es
engordada para el matadero. ¿Está sano? Es como la flor que se abre que está
madurando para la guadaña del segador. ¿Sufre? Sus sufrimientos son las
primeras gotas de la eterna granizada de la venganza divina. Si el pecador
pudiera abrir sus ojos se daría cuenta de que todo para él tiene un aspecto
negro. Para él las nubes están cargadas de truenos, y el mundo entero está vivo
con terror. Si la tierra pudiera hacer lo que quisiera, haría que se
desprendieran de su seno los monstruos que olvidan a Dios. Pero a los justos
todas las cosas les ayudan a bien. Venga lo malo o venga lo bueno, todo terminará
bien; cada ola lo transporta apresuradamente a su deseado puerto y aun el viento
tempestuoso hincha sus velas y le conduce más rápidamente hacia el puerto de
paz. El Señor ha establecido una diferencia entre Israel y Egipto en este
mundo.
Sin embargo, esa diferencia se hará más
claramente evidente en el día del juicio.
Entonces, cuando Él se siente en el trono de Su gloria, apartará los unos
de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Dará voces a
Sus ángeles, diciendo: “Recojan de mi reino a todos los que sirven de tropiezo,
y a los que hacen iniquidad”. Entonces, con la filosa hoz en su mano, el ángel
volará por en medio del cielo y recogerá la cizaña, y la atará en manojos para
quemarla. Pero, descendiendo de Su trono, sin delegar la deleitable tarea en
ningún ángel, el Rey mismo, el Segador coronado, tomará Su propia hoz de oro y
recogerá el trigo en Su granero. ¡Oh!, entonces, cuando el infierno abra
ampliamente sus fauces y se trague a los impenitentes, cuando desciendan al
pozo del abismo como lo hicieron en la antigüedad Coré, Datán y Abirán, cuando
vean a los justos entrando a torrentes en el cielo, como un chorro de luz, enfundados
en sus vestidos brillantes y resplandecientes, cantando triunfantes himnos y
sinfonías corales, entonces se verá que el Señor ha establecido una diferencia.
Cuando a través de la sima infranqueable el rico vea a Lázaro en el seno de
Abraham, -cuando desde el más profundo abismo del infierno el condenado vea al
que es acepto, glorificado en la bienaventuranza- entonces resaltará la verdad,
escrita en letras de fuego: “Jehová hace
diferencia entre los egipcios y los israelitas”.
II. Pasamos a nuestro segundo punto: ¿CUÁNDO
SE VE ESA DIFERENCIA?
Nuestra respuesta es: se ve a menudo en el templo de Dios. Dos hombres suben
al templo a adorar; se sientan el uno junto al otro en la casa de Dios; a ambos
se les predica la palabra; ambos la escuchan, tal vez con igual atención; el
uno prosigue su camino y olvida, pero el otro recuerda. Regresan otra vez: el
uno escucha y el ministro es para él como alguien que toca una agradable
melodía en un instrumento; el otro escucha y llora; siente que la palabra es
viva y poderosa, más cortante que una espada de dos filos. Penetra en su
conciencia; le atraviesa, le hiere en lo más vivo; cada palabra parece ser como
una flecha disparada por el arco de Dios que encuentra un blanco en su conciencia.
Y ahora regresan nuevamente. El uno siente por fin que la palabra es suya; por medio de ella ha sido
conducido al arrepentimiento y a la fe en Cristo, y ahora sube a cantar las
alabanzas de Dios como Su hijo acepto; mientras que el otro sigue cantando como
un mero formalista –se une a una adoración en la cual siente muy poco interés- y
sigue elevando su voz en una oración en la que su corazón está muy ausente. Si
yo tuviera aquí esta mañana un montón de limaduras de acero y de cenizas
mezcladas entre sí, y quisiera detectar la diferencia entre las dos cosas, sólo
tendría que insertar un imán; las limaduras serían atraídas y las cenizas
permanecerían inertes. Lo mismo sucede con esta congregación. Si yo quisiera
saber hoy quiénes son aquellos que son el Israel de Dios y quiénes son todavía
los egipcios bastardos, todo lo que se necesita es predicar el Evangelio. El
Evangelio encuentra al pueblo de Dios; tiene una afinidad con ellos. Cuando
viene a ellos y el Espíritu Santo de Dios abre sus corazones, ellos lo reciben;
se aferran a él y se regocijan en él; en cambio, quienes no son de Dios,
quienes no tienen parte ni interés en la redención de Cristo, lo oyen en vano e
incluso son endurecidos por él, y siguen su camino para pecar con mayor ímpetu
después de todas las advertencias que han recibido.
Dinos, ahora, mi querido oyente –para que
te quede más claro- ¿has visto alguna vez esta diferencia entre otra persona y
tú? ¿Oyes ahora el Evangelio como no lo oíste nunca antes? Esta es la época de oír;
hay más personas que asisten ahora a nuestros lugares de adoración que antes,
pero aun así, los que son bendecidos no son los oidores sino los hacedores de
Pero va más allá. Si el israelita es
consistente con su deber, como pienso que debe serlo, en breve siente que le
incumbe salir del resto de la humanidad y unirse a
Pero, prosiguiendo: toda la vida del cristiano, si fuera lo que debería ser, está
mostrándole al mundo que el Señor hace una diferencia. Aquí hay dos hombres que
experimentan una crisis; enfrentan el mismo problema; son socios en un negocio;
han perdido todo el dinero; la casa está arruinada; se ven reducidos a la
mendicidad y tienen que comenzar de nuevo en el mundo. Ahora, ¿cuál de esos dos
varones es el cristiano? Hay uno que está a punto de mesarse el cabello; no
puede tolerar que haya tenido que trabajar toda su vida y que ahora sea pobre
como Lázaro. Piensa que
Esta distinción se hace evidente también
en un hombre piadoso cuando está bajo la presión de alguna fuerte tentación. Hay dos comerciantes: ambos parecen hacer
negocios de la misma manera; pero al fin se les presenta una rara oportunidad.
Si no tienen ninguna conciencia podrían hacer una fortuna. Ahora vendrá la
prueba. Un hombre busca la oportunidad y la aprovecha inescrupulosamente. Ese
hombre no es ningún cristiano; registren eso como algo cierto. Hay otro hombre:
siente un anhelo por la ganancia, pues es humano, pero su corazón odia el
pecado, pues ha sido renovado por la gracia divina. “No” –dice- “es mejor
cerrar la tienda que ganarme la vida deshonestamente; es mejor que quede
arruinado en esta vida que quedar arruinado en el mundo venidero”. La máxima
del establecimiento al otro lado de la calle es “Tenemos que vivir”; la máxima de esta tienda será: “Tenemos que
morir”. Los clientes pronto saben en qué lugar tratarán con ellos muy
honestamente, y allí descubres en algún grado que el Señor ha establecido una
diferencia entre Egipto e Israel.
Pero para no entretenerlos demasiado en
este punto: esa diferencia brilla muy vívidamente en la hora de la muerte. ¡Oh, cuán clara es esa diferencia algunas
veces! La última vez que el cólera visitó Londres con severidad, aunque yo tenía
muchos compromisos en el campo, renuncié a ellos para permanecer en Londres. Es
el deber del ministro estar siempre en el lugar de visitación y de enfermedad.
Nunca vi más conspicuamente que entonces en mi vida la diferencia entre el
hombre que teme a Dios y el hombre que no le teme. Me llamaron un día lunes,
como a eso de las tres y media, para ir a ver a un hombre que se estaba
muriendo. Fui a visitarlo, y entré en el lugar donde estaba acostado. Él había
ido a Brighton el domingo en la mañana en una excursión, y regresó enfermo; y
allí yacía al borde de la tumba. Yo me quedé a su lado, y le hablé. La única
conciencia que tenía era un presentimiento de terror mezclado con el estupor de
la alarma: pronto aun eso se había esfumado, y yo tuve que quedarme suspirando
allí con una pobre anciana que lo había cuidado, sin ninguna esperanza con
respecto a su alma. Regresé a casa. Entonces me llamaron para que viera a una
joven mujer; su muerte era también inminente, pero era un espectáculo hermoso,
muy hermoso: ella estaba cantando aunque sabía que se estaba muriendo; hablaba
con quienes la rodeaban, les decía a sus hermanos y hermanas que la siguieran
al cielo, y se despidió de su padre sonriendo como si se tratara de un día de
bodas. Ella estaba feliz y era bendecida. Vi entonces muy claramente que si no
hay una diferencia en el goce de la vida, hay una diferencia cuando llegamos a
la hora de nuestra muerte. Pero el primer caso que mencioné no es el peor que
haya visto jamás. He visto a muchos al momento de su muerte cuyas historias de
nada serviría contar. Los he visto cuando sus globos oculares han estado
mirando penetrantemente desde sus cuencas, cuando han conocido de Cristo y han
oído el Evangelio, pero, no obstante, lo han rechazado. Han estado muriendo en agonías
tan extremas que uno solo podía huir de la habitación sintiendo que era algo
terrible caer en las manos de un Dios airado y entrar en ese fuego que todo lo
devora. En el lecho de muerte será manifiesto que el Señor ha establecido una
diferencia entre Israel y Egipto.
III. Me he dado prisa en estos dos primeros
puntos porque quiero detenerme muy enérgica y muy solemnemente en mi último
punto. Hablamos con respecto a la diferencia que se ve entre los justos y los malvados. Mi último punto es: ¿POR QUÉ
DEBE VERSE ESA DIFERENCIA? Tengo aquí un objetivo y un sentido prácticos; y yo
espero que si el resto del sermón los deja indiferentes, esto, al menos,
vivifique sus conciencias.
Esta es una época que contiene muchos
signos esperanzadores; con todo, si juzgamos de acuerdo a la regla de
Mi primer argumento es este. Cuando
Pero aunque este argumento bastara para
mantener a
Pero ahora tengo que decir algo muy
triste: no quisiera tener que decirlo, pero tengo que hacerlo. Hermanos y
hermanas, a menos que conviertan en su tarea cotidiana ver que exista una
diferencia entre ustedes y el mundo, harán más daño que el bien que
posiblemente pudieran hacer.
¿Y qué piensan ustedes que es regresar a
casa, a nuestra propia tierra, que mantiene el sistema de comercio que se
aplica entre nosotros? Todos ustedes saben que hay negocios donde no es posible
que un joven sea honesto en la tienda, donde, si declarara la verdad completa,
sería despedido. ¿Por qué es, piensan ustedes, que se mantiene el sistema de
etiquetar los bienes en el aparador que difieren de lo que se vende adentro o
de exhibir una cosa y luego dar otro artículo, o el sistema de decir mentiras
piadosas a través del mostrador con la intención de obtener un mejor precio?
Ese sistema no resistiría ni una hora si no fuera por los cristianos
profesantes que lo practican. No tienen el valor moral para decir de una vez
por todas: “No tendremos nada que ver con estas cosas”. Si lo hicieran, si
Este argumento, ciertamente severo y
duro, podría movernos a apartarnos del mundo. Pero una vez más, ¿cómo es
posible que honremos a Jesucristo mientras no hay ninguna diferencia entre
nosotros y el mundo? Yo puedo imaginar que un hombre no profese ser un
cristiano, y sin embargo, que honre a su Señor; eso sin embargo, es un asunto
de la imaginación. Yo no conozco ningún ejemplo real; pero no puedo imaginar
que un hombre profese ser un cristiano, y que luego actúe como el mundo actúa,
y sin embargo, que honre a Cristo.
Me parece ver que mi Señor está frente a
mí. Tiene algo más que esas cinco benditas heridas. Veo que Sus manos sangran.
“¡Mi Señor! ¡Mi Señor!”, grito, “¿dónde recibiste esas heridas? Esas
perforaciones no son las de los clavos, ni es la herida abierta por la punta de
la lanza; ¿de dónde provienen esas heridas?” Le oigo responder tristemente: “Estas
son las heridas que he recibido en la casa de mis amigos; tal y tal cristiano
cayó, tal y tal discípulo me siguió de lejos, y al final, como Pedro, me negó
por completo. Tal y tal de mis hijos es codicioso, tal otro es altivo, tal otro
ha tomado a su vecino por el cuello y le ha dicho: ‘Págame lo que me debes’, y
Yo he sido herido en la casa de mis amigos”. Oh, bendito Jesús, perdónanos,
perdónanos, y danos Tu gracia para que ya no lo hagamos más, pues nosotros queremos seguirte adondequiera que vayas;
Tú sabes que queremos ser Tuyos, que queremos
honrarte y no afligirte. Oh, danos ahora entonces de Tu propio Espíritu, para
que podamos salir del mundo y ser como Tú, santo, inocente, sin mancha, y
separado de los pecadores.
Sólo tengo que decir estas dos cosas y
habré concluido. Para los profesantes de la religión digo esta palabra.
Profesantes de la religión, hay algunos de ustedes que son monedas falsas.
Cuando te acercas a la mesa del Señor tú mientes,
y cuando dices de ti mismo: “yo soy un miembro de tal y tal iglesia”, dices
algo que es una deshonra para ti. Ahora permítanme recordarles, señores, que
ustedes pueden sostener su profesión aquí, pero cuando se presenten ante el
tribunal de Dios, al final, descubrirán que es algo terrible que su profesión
no haya sido real. Tiemblen, señores, a la diestra de Dios. Allí está la balanza
y tendrán que ser pesados en ella, y si son hallados faltos, su porción tendrá
que ser entre los engañadores, y ustedes saben dónde es eso: es en el más
profundo abismo del infierno. Tiembla, amigo diácono, tiembla, miembro de
La última palabra es para quienes no son
profesantes del todo. Dios ha establecido una diferencia entre ustedes y los
justos. ¡Oh, mis queridos amigos, yo les suplico que le den vueltas a ese
pensamiento en sus mentes! No hay
tres caracteres, no hay vínculos intermedios; no hay una frontera entre los
justos y los malvados. Hoy tú eres ya sea un amigo de Dios o Su enemigo. En
esta hora o has sido vivificado o estás muerto; y, ¡oh!, recuerda que cuando
llegue la muerte será el cielo o el infierno para ti, ángeles o diablos tendrán
que ser tus compañeros, y las llamas tendrán que ser tu lecho y tu cobertor de
fuego, o de lo contrario las glorias de la eternidad serán tu herencia
perpetua. Recuerda que el camino al cielo está abierto. “El que cree en el
Señor Jesús será salvo”. Cree en Él, cree en Él, y vive. Confía en Él, y serás
salvo. Deposita la confianza de tu alma en Jesús, y serás librado ahora. Que Dios te ayude a hacer eso
ahora, y ya no habrá más ninguna diferencia entre tú y los justos, sino que
serás uno de ellos, y estarás con ellos en el día cuando Jesús venga para
sentarse en el trono de Su padre David para reinar entre los hombres.
Traductor: Allan Román
29/Mayo/2014
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