El Púlpito del Tabernáculo
Metropolitano
El Poder con Dios
NO. 2978
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL JUEVES 16 DE SEPTIEMBRE DE 1875
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 8 DE MARZO DE 1906.
“Has luchado con Dios.” Génesis 32: 28.
Los hombres tienen en muy alta consideración a cualquiera que ostente
poder con la realeza. Si yo dijera, en relación a cualquier persona aquí presente:
“Ese individuo tiene gran poder con la reina”, muchísimos de ustedes se voltearían
de inmediato para ver a esa persona. Quien tiene un gran poder con algún príncipe
terrenal, puede estar seguro de que tendrá muchos aduladores a su alrededor,
que le rendirán homenaje por causa del beneficio que esperarían obtener a través
de su mediación. Pero, queridos amigos, ¡qué mayor honor es todavía tener poder
con el Rey de reyes! El poder con los hombres podría ser algo malo, pero, ¡qué
bendición proviene del poder con Dios! ¡Cómo ennoblece el alma del hombre que
lo posee! Este hombre, Jacob, que tiene poder con Dios, es llamado Israel, un
príncipe, pues lo es; sólo que los príncipes no tienen una dignidad como la
suya, a menos que tengan también poder con Dios, pues es “un príncipe de Dios”.
Qué bendición tan completa debe ser tener poder con Dios, pues quien
tiene poder con Dios tiene que tener poder con los hombres. Las criaturas deben
someterse allí donde el Creador mismo ha cedido. Si puedes prevalecer con el
Maestro, puedes estar seguro de prevalecer también con Sus siervos. El hombre
que tiene poder con Dios, está a salvo. “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra
nosotros?” Ningún arma que sea apuntada contra ese hombre puede prosperar, y
más bien puede condenar a cada lengua que se alce contra él en juicio, pues
teniendo poder con Dios, será capaz de plantar su pie sobre el cuello de sus
adversarios y reinar sobre quienes se rebelan contra él. Un hombre así no puede
estar necesitado. Si tiene poder con Dios, le contará acerca de sus
necesidades, y todas ellas serán suplidas. Confesará sus pecados y le serán
perdonados. Dios tratará bien con el hombre que tiene poder con Él. Hay aquí un
rango tan amplio de bendición que no debo detenerme para tratarlo más
extensamente. Si ustedes tienen poder con Dios, verán que esta es un arma que,
como la espada encendida a la puerta de huerto del Edén, se revuelve por todos
lados. También podría decir de él lo mismo que dijo David de la espada de
Goliat: “Ninguna como ella; dámela.” El lenguaje humano no puede expresar nunca
ni la milésima parte del valor del poder con Dios.
I. Quiero que noten, primero, LO QUE ESTE PODER NO PUEDE SER: “poder con
Dios”.
Casi no necesitan que les diga que este poder no tiene nada de parecido a la fuerza física en oposición a Dios. El
poder que es mencionado en nuestro texto es poder con Dios, no poder contra
Dios. Ninguna criatura, por poderosa que sea, tiene poder alguno para estar en
oposición a la Omnipotencia. ¿Quiénes somos nosotros para que nos levantemos
alguna vez para oponernos al Altísimo? Que la estopa contienda con la fiera
llama, o la cera con el calor abrasador, pero nosotros no contendamos con Dios.
Si lo hiciéramos así, como la mariposa en la vela, seríamos totalmente
consumidos. Los hombres más fuertes y altivos sólo habrán de ser como hojarasca
en el día de la ira de Dios. De hecho, pensar que el hombre tiene algún poder
contra Dios es pura locura, pues no tenemos ningún poder en absoluto aparte de
Dios. Existimos únicamente porque Él lo quiere. La respiración de nuestra nariz
es un don Suyo minuto a minuto; si Él retirara Su mano sustentadora por un solo
instante, regresaríamos a la nada de la que provenimos. El hombre no tiene poder
contra Dios. ¡Oh, pecadores necios que le resisten, renuncien a esa batalla
desigual! Los exhorto, delante de Dios, a que calculen el costo de una
contienda con su Hacedor antes de comenzarla. Lo mismo da que un tiesto dispute
con quien lo moldeó, que ustedes, simples criaturas, contiendan con su Creador.
Él los desmenuzará, como vasos de alfarero, en el día de Su ira. Por tanto,
sean sabios, y pongan fin a la pelea, y estén en paz con Él.
Este “poder con Dios” tampoco quiere decir poder mental. Hay personas que parecieran exaltar su intelecto
incluso por encima de Dios mismo. Es algo excelente ser dotado con poderes de
argumentación y tener una aguda facultad de razonamiento, pero, al mismo
tiempo, para algunas personas, estas son posesiones muy peligrosas. Conozco a
ciertos individuos que dicen que nunca creerán aquello que no puedan entender.
Si se adhieren a esa determinación, nunca creerán en su propia existencia,
pues, en verdad, no pueden entenderla. Buscan demoler la Palabra de Dios y las
doctrinas del Evangelio con su ingenio sutil y su pensamiento profundo, pero es
pura locura que la insensatez humana pretenda contender con la sabiduría
divina. Que los hombres consideren que sus intelectos son un digno contrincante
de la omnisciencia de Dios, equivale a la demencia llevada al punto culminante,
pues “lo insensato de Dios es más sabio que los hombres”. Tanto la sencillez
del Evangelio, -que es muy sencillo- como “la locura de la predicación”, -que
en la consideración de algunas personas es total necedad- obtendrán la
victoria, mientras que quienes se imaginan que son sabios resultarán ser
necios.
Hermanos y hermanas, no debemos intentar argüir nunca ningún caso en
oposición a la voluntad de Dios, pues no podemos tener ningún poder con Él de
esa manera. Hemos de someter siempre nuestro juicio a la enseñanza de Su
Palabra, y conformar nuestra voluntad a Su voluntad. Si pensáramos alguna vez
que un cierto curso es el mejor, pero que fuera evidente, por la obra de la
providencia de Dios, que Él no lo considerara así, no sostengamos ningún debate
con Él ni por un instante, sino que debemos decir, como David: “Enmudecí, no
abrí mi boca, porque tú lo hiciste.” Si Dios hace algo, eso nos basta. Si Dios
dice algo, eso nos basta. En vez de alegar y razonar, “Escrito está”, o “dijo
Dios”, nos deben bastar para dirimir cualquier dilema
que concierna al cristiano.
Es casi indispensable decir, -en estos días de superstición- que nadie puede tener algún poder mágico con
Dios; pues, si bien en estos tiempos la gente se sentiría avergonzada de
confesar que cree en las artes mágicas, sin embargo, algo muy semejante a eso pareciera
subsistir todavía en la humanidad. Las personas suponen que hay alguna eficacia
en la mera repetición de ciertas palabras. Estoy seguro de que han de pensar
así, pues no ponen su corazón en sus palabras, sino que están contentos si han galopado
a través de una breve plegaria, o de alguna forma establecida de oración.
Otra suposición es que la oración es mucho mejor cuando es ofrecida por
un cierto individuo que es ordenado para esa labor especial, así que quienes
están enfermos mandan a llamar a un oficial para que venga y “ore por ellos”.
Yo he escuchado a menudo esa expresión, como si se pensara que dicha persona,
cuando lee una oración de un libro, pudiera, por una suerte de magia, hacer
bien al enfermo.
¡Oh señores, las meras palabras ensartadas en una ristra, ya sea que
estén en hebreo, en griego, en latín, o en inglés, no sirven de nada delante de
Dios! Es la expresión del corazón lo que Él oye, y no deben imaginar nunca que hay alguna excelencia en un cierto arreglo de letras y
sonidos, o que ciertos individuos, mediante el uso de estas palabras, pueden
atraer de lo alto las bendiciones.
Oh, no; Jacob no poseía ningún abracadabra,
ni talismán, ni magia, ni hechizo, ni encanto; ¡y Dios no quiera que
ustedes y yo seamos jamás semejantes paganos como para creer que hay poder
alguno con Dios en tales cosas! Necedades de este tipo no pueden prevalecer
ante Dios para que Él otorgue Sus bendiciones. Él las aborrece por completo.
Y, además, cuando hablamos de tener poder con Dios, no hemos de suponer que algún hombre pueda
tener algún poder meritorio con Dios. Algunas personas han pensado que un
hombre puede alcanzar un cierto grado de mérito, y que, entonces, recibirá
bendiciones del cielo: si ofrece un cierto número de oraciones, si hace esto o
siente aquello o sufre lo otro, entonces gozará de elevado favor con Dios.
Muchos están viviendo bajo este engaño, y, a su manera, están tratando de
conseguir poder con Dios por lo que son, o por lo que hacen o por lo que
sufren. Piensan que alcanzarían poder con Dios si sintieran más el pecado, o si
lloraran más, o si se arrepintieran más. Se trata siempre de algo que tienen
que hacer, o de algo que han de generar en sí mismos, que deben traer delante
de Dios, para que, cuando Él lo vea, diga: “Ahora voy a tener misericordia para
contigo, y voy a concederte la bendición que imploras.”
¡Oh, queridos amigos, todo esto es contrario al espíritu del Evangelio
de Jesucristo! Hay mucho más poder con Dios en el humilde reconocimiento de la
condición pecaminosa, que en un jactancioso reclamo de limpieza; mucho más
poder al suplicar que la gracia perdone, que en pedir que la justicia sea
recompensada, porque cuando argumentamos nuestro vacío y nuestro pecado,
estamos argumentando la verdad. Pero cuando hablamos de nuestra bondad y de
nuestros actos meritorios, argumentamos una mentira, y las mentiras no pueden
tener nunca algún poder en la presencia del Dios de la verdad.
¡Oh, hermanos y hermanas, sacudamos por siempre de nosotros, como
sacudiríamos de nuestra mano una víbora, toda idea de que, por alguna bondad
nuestra que incluso el Espíritu de Dios pudiera obrar en nosotros, seamos
capaces de merecer algo de las manos de Dios, y reclamar algo de la justicia de
nuestro Hacedor como un derecho!
II. Ahora, en segundo lugar, investiguemos DE DÓNDE PROCEDE ESTE PODER. Si
alguien preguntara: “¿Cómo puede tener un hombre poder con Dios?”, la respuesta
es: “no es porque el poder esté en él, sino que puede tener poder con Dios
debido a algo que está en Dios.”
Primero, el pueblo de Dios
obtiene poder con Él por causa del propio carácter de la naturaleza de Dios. Ustedes
verán pronto lo que quiero decir. ¿Has visitado alguna vez a una familia sumida
en las profundidades de la pobreza, encontrándola con unos cuantos harapos con
los que duermen, sin nada en su alacena, con un niño moribundo por falta de
alimento, su madre y su padre con semblantes decaídos, y te dicen que, en las
últimas cuarenta y ocho horas no han comido absolutamente nada? ¿Y no sentiste
que tuvieron poder sobre ti, de tal forma que no pudiste evitar socorrerles?
Estoy seguro de que así ha sido, si tienes un corazón tierno y eres de un
espíritu generoso y misericordioso. El poder que tienen sobre ti no se origina
en sus riquezas, sino que es totalmente lo contrario, se origina en su pobreza.
Su poder sobre ti no radica en que sean respetables y prósperos, sino que es
todo lo contrario, ya que el poder sobre ti radica en que se encuentran sumidos
en la abyecta miseria. Su miseria tiene poder para excitar tu piedad. Debido a
que los ves en un estado tan triste, tú, que eres un hombre de espíritu
compasivo, eres movido de inmediato a tratar de socorrerles. Hay muchos
espectáculos de sufrimiento y aflicción en este mundo, que incluso un hombre fuerte
no puede soportar mirar, especialmente si es incapaz de aliviar a quienes están
sumidos en la zozobra.
Ahora, si nosotros, siendo malos, reaccionamos ante la contemplación de
la miseria humana, cuánto más no es movido a la piedad por la miseria de Sus
hijos, nuestro Padre celestial, que es todo bondad, y ternura,
y delicadeza y amor. Siempre que ustedes y yo vengamos a Él, es sabio que
argumentemos delante de Él nuestra debilidad, para que tenga piedad de
nosotros, y nos haga fuertes; que argumentemos nuestra pobreza, para que tenga
piedad de nosotros, y nos enriquezca; que argumentemos nuestra terrible
necesidad, para que tenga piedad de nosotros y supla toda nuestra necesidad,
nuestro abatimiento, nuestro corazón desfallecido, nuestro espíritu trémulo,
nuestra completa nada. De esta manera tendremos poder con Él.
Si han acostumbrado visitar al pobre, ustedes saben cómo aquellos que
han llegado a ser “veteranos” en recibir caridades, nunca exponen primero su
mejor pierna cuando quieren impresionarte con un debido sentido de su necesidad.
Si tuvieran algo en la casa, se cuidarían de que no lo vieras. Si hubiera
habido cualquier mejora en sus circunstancias desde que los visitaste la última
vez, tendrías que pescar un buen rato antes de descubrirlo. Pero son muy propensos
a mostrar el lado negro de su caso, porque su poder radica precisamente en eso
con quienes tienen un corazón generoso.
Y así, hermanos, nuestro poder con Dios, cuando acudimos a Él como
pecadores, no está en lo que somos, sino en lo que Dios es. Él es amor, es
misericordia, es ternura, es delicadeza. Él no quiere la muerte del pecador,
sino que se deleita en mostrar Su misericordia salvadora, y en manifestar la
abundancia de Su gracia. El cimiento de nuestro poder con Dios debe apoyarse
siempre en el amor y la ternura de Dios. Él es susceptible de piedad, sí, Él es
la ternura misma. Él es un Dios de compasión, y, por tanto, esa es la razón por
la que los pobres y débiles hijos de Adán tienen poder con Él.
Pero obtenemos una visión adicional de la fuente de la que proviene
este poder con Dios, cuando llegamos al siguiente punto, es decir, a la promesa de Dios. Dios ha querido
decir en Su Palabra que Él hará esto y lo otro, y que dará esto y aquello. Él
era muy libre, una vez, de hacer lo que quisiera, pero ahora que Dios nos ha
dado Su promesa, ya no es libre de quebrantarla, y sería inconsistente con Sus
gloriosos atributos si lo hiciera. Tampoco dejará jamás sin cumplimiento una
sola sílaba que hubiere brotado de Su boca. Cuando Dios dio Su promesa, se puso
efectivamente a Sí mismo, por decirlo así, en poder de quienes saben cómo
argumentar la promesa. Cada promesa es una dosis de vigor dada al hombre que
tiene fe en esa promesa, pues con ella puede vencer incluso al propio Dios
omnipotente.
Vamos, hermanos, si su carácter es lo que debiera ser, y una persona se
acercara a ustedes, y les dijera: “tú prometiste darme tal y tal cosa”, ¿acaso
la persona que puede decir eso no tiene poder sobre ustedes hasta el límite
máximo de su promesa? Si tú eres un hombre veraz, te logra vencer de inmediato.
Si tú le dijeras: “¿pero cuándo te di yo esa promesa? Podrías haber
malinterpretado lo que te dije”; entonces él metería su mano en el bolsillo y
sacaría tu promesa en blanco y negro, con tu nombre firmado allí y ya no habría
forma de escaparse de eso, ¿no es cierto? Ahora, esa es precisamente la manera
en la que Dios nos da poder con Él, pues nos ha dado Su promesa en blanco y
negro, y se encuentra aquí, en el Libro que conocemos como Su Libro, Su propia
Palabra infalible.
Es una bendición poder llegar delante de Dios de rodillas, y poner tu
dedo en una promesa que está en la Biblia, y decir: “Señor, esto es lo que has
prometido que harás; yo te suplico que lo hagas, porque Tú eres el Dios de la
verdad. Yo sé que Tú no puedes mentir, así que te recuerdo Tu promesa, y te
suplico que hagas como has dicho.” ¿No ven qué poder tienen con Dios cuando Él
les ha otorgado fe para que se aferren a Él de esta manera, trayendo Su propia
promesa graciosa en la mano? Hay un poder conquistador en la fe, porque la fe
argumenta la promesa de Dios.
De esa manera ustedes ven que hay dos fuentes de poder: la naturaleza
de Dios y la promesa de Dios.
Pero el verdadero hijo de Dios conoce otras fuentes de poder con Dios;
así, a continuación, él argumenta las
relaciones de gracia. Dios, en Su infinita misericordia, se ha agradado en
elegir a un cierto grupo de elegidos para que sean Sus hijos. “Vosotros me
seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso.” No había en ellos mismos ninguna
razón para que fueran Sus hijos e hijas, pero Su gracia soberana los adoptó, y
Su Espíritu los regeneró. Pero en el momento en que Dios hizo a cualquiera de
nosotros Su hijo, le otorgó otra vez poder con Él, -y hablo con toda
reverencia- y se puso en sus manos.
¿Quién de nosotros no conoce el poder de un hijo con su padre? Hay
algunos hijos que tienen demasiado poder. Hay una historia griega acerca de un
pequeño niño que gobernaba Atenas entera, porque gobernaba a su madre, y su
madre gobernaba a su padre, y su padre gobernaba el senado, y el senado
gobernaba a Atenas; y así, de esa manera, el muchachito prácticamente gobernaba
toda la ciudad; y me temo que hay algunos hijos que tienen en gran medida
demasiado poder en ese sentido.
Pero nuestro Padre Celestial, aunque es demasiado sabio para no
consentirnos de esa manera, es tan bueno que no nos negará ningún privilegio
que, por derecho, pertenece a la posición de un hijo. Cuando el hijo suyo apela
a ustedes porque hay algo que realmente necesita, pero que no le han otorgado,
y les dice, por fin, “pero, padre querido, ¿no me concederás esto?”, o si le
han castigado, y les dice: “padre, detén tu mano; ¿no soy acaso tu hijo?”, no
pueden resistir su petición. Él tiene poder con ustedes; ustedes saben que lo
tiene.
Y qué poder tan maravilloso tenemos cuando podemos decir, en verdad, “¡Abba,
Padre!” Tendremos poder con Dios en nuestros tiempos de mayor debilidad si
podemos clamar: “¡Abba, Padre!” No puedo olvidar nunca una cierta enfermedad
que tuve, cuando fui atormentado con dolor, y fui muy abatido con angustia de
espíritu por causa de la naturaleza del mal que me aquejaba, y me sentía
impelido casi a desesperar una noche, hasta que me aferré a Dios, en una agonía
de oración, y argumenté con Él algo parecido a esto: “si mi hijo estuviera
sumido en una angustia como yo lo estoy, yo le escucharía, y le aliviaría si
pudiera. Tú eres mi Padre, y yo soy Tu hijo, entonces, ¿no me tratarás como a un
hijo?” Casi al instante que presenté ese argumento delante de Dios, mi dolor cesó,
y caí en un dulce sueño del que desperté con un “¡Abba, Padre!” en mis labios y
en mi corazón. Yo creo que este es un argumento invencible, porque, cuando Dios
se llama a Sí mismo Padre, lo dice en serio. Hay algunos padres, en este mundo,
que no actúan para nada como deberían hacerlo los padres; deberían sentirse
avergonzados, pero eso no se dirá nunca de nuestro Padre Celestial. Él es un
verdadero Padre, y tiene entrañas de compasión para con Sus hijos, y no aflige
ni lastima voluntariamente a los hijos de los hombres; y cuando sabemos cómo
apelar a Su Paternidad, prevaleceremos con Él.
Además, queridos amigos, el poder
que tenemos con Dios proviene también de Sus acciones pasadas. Miren lo que
ha hecho por Su propio pueblo. Primero, Él lo escogió. Bien, entonces, como Él
lo escogió, no puede desecharlo, porque Él es un Dios inmutable; como Él hizo
Su elección, la mantiene. Pablo pregunta: “¿Ha desechado Dios a su pueblo? Y él
responde a su propia pregunta: “No ha desechado Dios a su pueblo, al cual desde
antes conoció.” Eso es lo que no ha hecho nunca.
Luego, además de elegirnos, Él también nos ha redimido; y después de
que nos redimió de la destrucción por la sangre de Su Hijo, ¿puede permitir que
nos perdamos? ¿Podría pagar por nosotros tal precio, y, sin embargo,
desentenderse de guardarnos hasta el fin? Eso no puede ser. Cuando entregó a Su
Hijo como recompensa por nosotros, en verdad, se puso en nuestras manos, pues “El
que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?”
Basta que sepas que Dios entregó a Su Hijo por ti, querido amigo, que
sepas que Jesucristo es tuyo, y entonces la lógica de tu oración es bastante
clara, y bastante potente cuando dices: “¿qué podrías negarme, oh Padre mío? Tú
me has dado a Tu Hijo; entonces, por Su sangre y heridas, por Su vida, y
muerte, y por la gloria de la resurrección, concede a mi espíritu la gracia que
necesita, puesto que Tú me has dado a Jesucristo.”
¿No ven, queridos hermanos y hermanas en Cristo, que cada misericordia
que Dios les ha otorgado les da poder sobre Él? Por eso, ustedes cantan con
John Newton,
“Su amor en tiempos pasados me prohíbe
pensar
Que me abandonará al final para que me
hunda en la tribulación;
Cada dulce Eben-ezer al que paso revista,
Confirma Su disposición de ayudarme por
completo.”
Si ha hecho tanto por nosotros, ¿acaso no hará más todavía? ¿Acaso cada
bendición que es otorgada por Dios, no nos llega con este mensaje de Su boca:
“vendrán más cosas todavía”, ¿y no podemos estar muy seguros de que Él, que nos
ha bendecido ahora durante cuarenta años, o durante cincuenta, sesenta,
setenta, -y veo a algunos que han sumado ochenta años, y que han tenido la
bendición de Dios todo el tiempo- entonces, ¿acaso no se ha comprometido y
obligado, por todos estos años de favor y misericordia, a bendecirles incluso
hasta el final? Ciertamente así es.
III. Ahora noten, en tercer lugar, CÓMO PUEDE SER EJERCIDO, ESTE PODER CON
DIOS, POR LOS CRISTIANOS. ¿Qué forma toma el poder con Dios? Por supuesto que
toma la forma de la oración. Los cristianos ejercen el poder que tienen con
Dios cuando se acercan a Él para pedir bendiciones para ellos y para otros;
pero no todo el que ora tiene poder con Dios, o sabe cómo usar el poder que
realmente existe. ¿Cuál es la gente que tiene realmente poder con Dios? Les
diré.
Primero, este poder es ejercido
por quienes son profundamente sensibles de su propia debilidad. Nadie que
piense que es fuerte tiene poder con Dios, excepto en el sentido en el que
Pablo escribió, “Cuando soy débil, entonces soy fuerte.” Yo tengo una idea, -y
pienso que la Escritura la apoya- y es que Jacob luchó muy intensamente con el
ángel, aunque no obtuvo la victoria sino hasta que el ángel tocó en el sitio
del encaje de su muslo, y provocó que el muslo se descoyuntara. Entonces,
cuando Jacob no pudo estar más de pie, al momento de caer se aferró con toda su
fuerza al ángel como si quisiera derribarlo también ya que debía caer, y el
peso de Jacob era mayor aún porque no podía estar de pie. Su misma debilidad
fue un elemento de su fuerza, y ese momento de debilidad fue el momento de su
victoria.
Ahora, si acuden a Dios sintiendo que están parcialmente llenos, Él no
los llenará, sino que esperará hasta que estén muy vacíos antes de que derrame
Su bendición en ustedes. Él no mezclará aceite con agua; y hasta que hubiere
vaciado toda el agua de la vasija, no comenzará a derramar Su aceite o Su vino.
Cuando sienten que tienen un poco de fuerza para orar, pienso que es muy
probable que no tengan poder con Dios, pero cuando se llega al punto en que claman:
“oh Dios, yo no puedo hacer nada; todo mi poder es convertido en completa
debilidad; soy conducido a la necesidad más extrema”; entonces, en la propia
desesperación de su debilidad, se aferran al Dios que hace las promesas, y, por
decirlo así, derriban al ángel, y obtienen la bendición, como lo hizo Jacob. Es
su debilidad la que obtiene la bendición, no su fortaleza.
¿Han tratado alguna vez de acudir a Dios como un hombre plenamente santificado?
Yo lo hice una vez. Había escuchado a algunos de los hermanos “perfectos” que
van viajando al cielo en el tren de “alto nivel”, y se me ocurrió probar su
plan de oración. Acudí al Señor como un hombre consagrado y santificado. Toqué
a la puerta. Yo estaba acostumbrado a conseguir la admisión al primer llamado,
pero, esta vez, no la conseguí. Toqué otra vez, y seguí tocando, aunque no me
sentía muy tranquilo en mi conciencia acerca de lo que estaba haciendo. Por fin,
clamé ruidosamente para que me dejasen entrar; y cuando me preguntaron quién
era yo, respondí que era un hombre perfectamente consagrado y plenamente
santificado. ¡Pero ellos replicaron que no me conocían! El hecho era que nunca
me habían visto antes en ese carácter. Por fin, cuando sentí que tenía que
entrar y tenía que alcanzar una bendición, toqué otra vez, y cuando el
centinela de la puerta preguntó: “¿quién anda allí?”, respondí: “yo, soy Charles
Spurgeon”, un pobre pecador que no tiene ninguna santificación o perfección
propias que argumentar, pero que confía únicamente en Jesucristo, el Salvador
de los pecadores.” El portero dijo: “oh, eres tú, ¿no es cierto? Entra; te conocemos lo suficiente, te hemos
conocido todos estos años”, y, entonces, entré directamente.
Yo creo que esa es la mejor manera de orar, y la manera de tener éxito.
Cuando vistes tus mejores galas y llevas tus altos moños es cuando el Señor no
te conoce; cuando te hayas quitado todo eso, y acudas a Él tal como acudiste al
principio, entonces puedes decirle:
“Siendo una vez un pecador cercano a la
desesperación
Busqué Tu propiciatorio por medio de la
oración;
Entonces Misericordia oyó, y lo libertó,
Señor, esa misericordia me tocó a mí”;
y
yo soy ese pobre publicano, que no se atrevía ni siquiera a alzar los ojos al
cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘Dios, sé propicio a mí,
pecador’, y descendió a su casa justificado, antes que el hermano que está
allá, que habló muy altivamente acerca de la vida muy enaltecida, pero que
descendió a su casa sin una bendición.”
Sí, hermano mío, tú eres fuerte cuando eres débil, y eres perfecto
cuando sabes que eres imperfecto, y estás más cerca del cielo cuando piensas
que te encuentras más lejos. Entre menos te estimes a ti mismo, más alta es la
estima de Dios hacia ti.
Además, para tener poder con
Dios, debemos tener una fe simple. Nadie que dude puede prevalecer con
Dios. La promesa no es para quien es irresoluto, pues Santiago dice: “No
piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor.” El hombre
que obtiene la bendición es el que cree plenamente en la promesa de Dios, y que
cree en ella de tal manera que actúa de acuerdo a esa fe.
Nunca olvidaré la fe de un cierto miembro de esta iglesia, que todavía
vive. Hace como dieciocho o diecinueve años, yo estaba, en verdad, gravemente
enfermo. La mayoría de la gente pensaba que me iba a morir, pero, una mañana,
muy temprano, este buen hermano vino a mi casa, y solicitó ver a mi esposa. Era
justo al amanecer, y cuando ella lo recibió, él le dijo: “he pasado toda esta
noche luchando con Dios por la vida de su esposo. No podemos permitirnos perder
a nuestro pastor, y estoy seguro de que él vivirá, así que pensé que caminaría
hasta aquí, para decirle esto.” “Muchas gracias, muchas gracias”, le respondió
mi esposa. “Estoy muy agradecida por sus oraciones y por su fe.” No es
cualquiera el que puede orar a Dios así, y fallamos en obtener las bendiciones
que buscamos porque no oramos de esa manera.
Pero, queridos hermanos y hermanas, si creyéramos en Dios, tal como
creemos en nuestros amigos, si tuviéramos la misma confianza en Dios que le brindamos
a nuestros esposos y a nuestras esposas, ¡cuán potentes seríamos en la fe! Él
merece mil veces más confianza de la que podamos depositar jamás en el mejor de
nuestros parientes o amigos, y si tuviéramos fe en Sus promesas,
prevaleceríamos con certeza. Si confían en Él, no les fallará. Es posible que
incluso un buen hombre le falle al que confía en él, pero es completamente
imposible que Dios le falle al alma que ha confiado en Él.
Estoy seguro de que si nosotros, los ministros, simplemente creyéramos
más en Dios, y predicáramos con más fe, Él nos honraría más. Me imagino que si
Dios nos diera bendiciones de Pentecostés, se vería que muchos de nosotros no
estamos listos de ninguna manera para recibirlas. Supongan que hubiera cinco
mil personas convertidas en un día aquí. Entonces la mayoría de las iglesias a
nuestro alrededor dirían: “hay un chocante estado de excitación en el Tabernáculo;
¡es verdaderamente terrible!” Los hermanos muy “centrados” sentirían que nos
habríamos unido al arminianismo, o a algún otro error; y yo pienso que algunos
de ustedes dirían, muy tristemente: “¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Nosotros en verdad esperamos que perseveren.” El primer pensamiento que sería
provocado en muchas mentes cristianas sería el de sospecha. Estoy seguro de que
si reportáramos que, en cualquier lugar de Inglaterra, tres mil personas fueron
conducidas a conocer al Señor en un día, no habría un cristiano en un grupo de
diez que creyera que tal cosa fuera posible, y no habría uno entre cien que
pensara que fuera verdad; y, nosotros, los ministros, pensaríamos de manera
bastante parecida.
Yo me encontraba predicando en Bedford, y oraba para que Dios bendijera
el sermón, y me diera por lo menos algunas cuantas almas esa tarde. Cuando hube
terminado, estaba allí un viejo hermano wesleyano que me propinó una buena
reprimenda, más que merecida. Él me dijo: “yo no dije ‘Amén’ cuando tú pedías
por la conversión de unas cuantas almas, pues pensé que estabas limitando al
Santo de Israel. ¿Por qué no oraste con todo tu corazón para que fueran salvos
todos ellos? Yo sí lo hice”, -agregó- “y esa es la razón por la que no dije
‘Amén’ a tu mezquina oración.”
Con frecuencia se da el caso que nosotros, los predicadores, no
honramos a Dios pues no creemos que Él dará grandes bendiciones, y, por tanto,
Él no nos honra dándonos esas grandes bendiciones. Pero si nos mantuviéramos adheridos
a la verdad, y tuviéramos una confianza más firme en que la Palabra de Dios no
regresará vacía a Él jamás, Él haría cosas muchísimo mayores por nosotros de
las que hubiere hecho hasta ahora.
A este sentido de nuestra propia debilidad, y nuestra plena fe en Dios,
debemos agregar la sincera atención a Su
Palabra. Hermano, no puedes esperar que Dios te escuche si tú no quieres
escucharle; y cuando le pides a Dios, no debes imaginar que Él te dará lo que
le pidas si tú no le das lo que Él te pide. Si un hombre ama el pecado, sus
oraciones no pueden prosperar con el Dios de santidad. Cuando Dios le dice a un
hombre: “Debes hacer tal y tal cosa”, y el hombre responde: “yo no voy a hacerlo”,
la siguiente vez que acuda a Dios en oración, es muy probable que el Señor le
diga: “Como tú no hiciste como yo deseaba, yo no haré como tú deseas.” La
tolerancia de cualquier pecado conocido nos priva del poder con Dios, y el
descuido de cualquier deber conocido impide al hombre que tenga éxito cuando
está de rodillas. Si quieres prevalecer con Dios, has de tener “una conciencia
sin ofensa.” Deben acudir delante del Señor confesando su pecado, y diciendo:
“¡Oh Señor, ayúdame a hacer Tu voluntad en todas la cosas! Estoy perfectamente
dispuesto a hacerlo, y deseo ser Tu siervo leal y obediente en todas las
cosas”. Si hicieran eso, descubrirían que cualquier cosa que pidieran con fe en
la oración, la recibirían.
En adición a todo lo que he dicho, el
hombre que ha de prevalecer con Dios debe ser un hombre que es terriblemente
decidido. ¡Qué hombre tan decidido fue Jacob en aquella noche de lucha! ¡Qué
grandiosa expresión fue aquella: “No te dejaré, si no me bendices”! Por decirlo
así, las oraciones frías, en efecto, le piden a Dios que no las escuche. Cuando
oran por alguna cosa, si no presentan su petición con sinceridad y fervor, no
pueden esperar que el Señor los escuche.
Algunas personas, cuando oran, se asemejan a los niñitos de las calles,
que tocan al pasar una puerta, y se escabullen; pero el hombre que ora
rectamente, se aferra a la aldaba de la puerta de la misericordia, y toca, y
toca, y si no hay respuesta, toca una y otra vez, y si todavía entonces no hay
una respuesta, vuelve a tocar, y otra vez, y otra vez, y otra vez, y otra vez,
y entre más tenga que esperar, más ruidosamente vuelve a tocar hasta que, por
fin, pensarías que iba a tomar por asalto la casa, y que haría saltar los
postes de las puertas de sus lugares, ya que toca tan fuerte. Ese es el tipo de
hombre que tiene éxito con Dios: el hombre que no deja ir al Señor mientras no
le bendiga.
Las oraciones de John Knox hicieron descender sobre Escocia muchas
copiosas bendiciones porque eran las oraciones de un hombre cuyo corazón estaba
encendido con sagrada decisión, y que oraba con toda su alma y espíritu.
Nuestro propio Señor Jesús dijo: “El reino de los cielos sufre violencia, y los
violentos lo arrebatan.”
A todos estos requisitos para el poder con Dios hemos de agregar la santa importunidad. Luchar no es sólo
asir a un hombre, para luego dejarle ir. Me pregunto cómo asió Jacob a aquel
hombre que luchó con él hasta que rayaba el alba. Les garantizo que lo aferraba
con firmeza, y me parece que, algunas veces se trataba de trabajo de las
piernas, y, luego, de trabajo con el brazo, y, luego, de trabajo con la
cintura; pues, cuando los hombres luchan con firme decisión, todos sus nervios,
y músculos, y huesos y todos los miembros del cuerpo son ejercitados. Eso debe
de haber sucedido con Jacob aquella noche, que se mantuvo aferrando firmemente al
ángel, y diciendo en su alma si no es que con sus labios:
“Tengo la intención de quedarme Contigo
toda la noche,
Y luchar hasta que raye el alba”;
y,
por tanto, la bendición le fue dada porque prosiguió esforzándose por
conseguirla. Hay algunas misericordias que no serán otorgadas nunca, excepto
como respuesta a la oración perseverante e importuna.
¡Oh, hermano o hermana, si sabes cómo seguir argumentando, tú eres
quien tiene poder con Dios! Serás llamado Israel si puedes pasar la noche
entera en una importunidad creyente, humilde, determinada y resuelta; la
bendición debe venir, si sientes que no puedes prescindir de ella, porque
quieres que te sea otorgada para la gloria de Dios.
Y, queridos amigos, hay gran poder con Dios cuando, en la oración
importuna, llegamos al final a un ruego
lloroso. En Oseas 12: 4, el profeta nos informa que Jacob “venció al ángel,
y prevaleció; lloró, y le rogó.” Moisés no nos dice eso en el Libro de Génesis,
pero Oseas tenía también la inspiración del Espíritu Santo, y nos da esta
interesante descripción sobre la lucha de Jacob: que “lloró”. Me parece ver al
patriarca cubierto de sudor por causa de sus grandes esfuerzos en la lucha,
pero, en adición a eso, su corazón está quebrantándose en su interior, y él
está suspirando y clamando todo ese tiempo, y las ardientes lágrimas están
cayendo en la mano del ángel; y pienso que fueron las lágrimas las que
finalmente obtuvieron la victoria.
Ustedes recuerdan que, cuando nuestro Señor Jesucristo se encontraba en
el huerto de Getsemaní, “ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y
lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor
reverente”; y el hombre que sabe cómo llorar, si no con un llanto, sí con
lágrimas espirituales, el hombre cuya alma se ve incitada a una apasionada agonía
de deseo, es el hombre que tiene poder con Dios. Si tuviéramos miembros de ese
tipo en esta iglesia, -yo creo que contamos con muchos miembros que realmente
lloran por las almas de los pecadores- son los hombres y mujeres que harán
descender la bendición en respuesta a sus oraciones y lágrimas.
Hermanos y hermanas, si tienen el hábito de llorar por sus hijos
inconversos, y, en sus súplicas a Dios por su salvación, tienen la costumbre de
llorar a menos que venga la bendición, pueden tener la seguridad de obtener la
bendición tarde o temprano. Ustedes son precisamente la fuerza de la iglesia,
son los salvavidas de la iglesia, y Dios otorgará con certeza innumerables
bendiciones en respuesta a esas oraciones y lágrimas suyas. ¡Que tengamos
muchos miembros con ese perfil, pues son gente que tiene poder con Dios!
IV. Concluyo notando brevemente QUÉ USO SE LE PUEDE DAR A ESTE PODER.
Siempre que es otorgado este poder con Dios, atraerá muchas bendiciones de lo alto sobre la persona que lo posee, y
también la convertirá en instrumento de
gran bendición para los demás. Mi tiempo casi se ha agotado, así que sólo
voy a reflexionar sobre el segundo punto.
Abraham era un hombre que tenía poder con Dios, pero por allá estaba
Lot viviendo en Sodoma, justo como muchísimos cristianos profesantes lo están
haciendo hoy día. Espero que sean pueblo de Dios, pero no puedo entenderlos. Les
gustan las diversiones mundanas, y gozan con la conversación mundana; son como
Lot en Sodoma. Me pregunto cómo pueden soportar esa atmósfera asquerosa en la
que viven. A menudo he repetido que la gracia de Dios puede vivir donde yo no
puedo vivir. Hay algunas personas con las que no me gustaría convivir, y, sin
embargo, confío que la gracia de Dios está en ellas; al menos, así lo espero, y
no debo juzgarlas.
Pero, queridos hermanos, si alguna vez esa parte de la iglesia que es
como Lot en Sodoma obtiene una bendición, tiene que ser por medio de ustedes,
que son como Abraham, y tienen poder con Dios. Oren por sus pobres hermanos
inconsistentes; supliquen al Señor que les impida adentrarse más en el camino
del pecado. Pídanle al Señor que no sean destruidos con Sodoma en el día de Su
venganza, y el Señor los escuchará, y sacará a Lot de Sodoma a salvo, aunque
pudiera ser que Lot tenga que perder todo lo que posee, y perder a su esposa,
también, antes de que salga. Ustedes lo sacarán si saben cómo orar por él.
Moisés era otro hombre que tenía poder con Dios. Ustedes recuerdan que,
cuando los israelitas hicieron un becerro de oro, el Señor le dijo a Moisés: “Ahora,
pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma; y de ti yo haré
una nación grande.” ¿Acaso no fue esa una maravillosa oportunidad para Moisés?
Él habría de ser constituido en una gran nación, y todo el resto de la gente debía
ser destruida. Pero ustedes recuerdan cómo argumentó Moisés con el Señor, y no
argumentó en vano. El Señor le dijo: “Ahora, pues, déjame que se encienda mi
ira en ellos, y los consuma”; pero pareciera que Moisés se levantó y asió la
mano de Dios, en la que sostenía Su vara de venganza, y, por fin, el Señor le
dijo que perdonaría a la nación, y la guardaría en respuesta a la súplica de
Moisés, el hombre que tenía poder con Dios.
Y estaba también Aarón, cuando la plaga estalló entre el pueblo que
había murmurado contra él y contra Moisés, y miles de personas estaban siendo
eliminadas. Al mandato de Moisés, tomó un incensario, y lo llenó de carbones
hirvientes y de incienso, y corrió hasta el centro de la congregación, justo
allí donde la ola de muerte había sobrevenido; “Y se puso entre los muertos y
los vivos; y cesó la mortandad”, pues Aarón, el sumo sacerdote con su
incensario, tenía poder con Dios.
El Señor Jesucristo, el grandioso Antitipo de Aarón, está ejerciendo
continuamente este poder en favor de Su pueblo, y también ayuda a algunos de
Sus siervos a hacer la misma obra, por ejemplo, a Martín Lutero. Cómo parecía
estar con el incensario del Evangelio entre los vivos y los muertos. Y en otros
tiempos tenebrosos y otras edades peligrosas, Dios ha levantado a muchos
siervos eminentes a quienes les ha dado el mismo incensario del Evangelio, que
exhala un dulce olor de Cristo conforme lo mecen también de un lado al otro,
colocados entre los vivos y los muertos.
¡Oh, que Dios concediera poder a muchos de ustedes, queridos hermanos y
hermanas en Cristo, en formas parecidas a estas! Recuerden el poder que
tuvieron los primeros cristianos con Dios para sacar de la prisión a Pedro. Si
ustedes tienen poder con Dios, es un motor que pueden encender de todo tipo de
maneras para bendición de sus compañeros cristianos y de los pobres pecadores
perdidos.
Por tanto, los exhorto a que lo busquen; y cuando lo obtengan, ¡sosténganlo
firmemente, y caminen humildemente delante de Dios para que no les quite este
poder, y para que sean fuertes en el Señor, y en el
poder de Su autoridad, por Jesucristo nuestro Señor! Amén.
Traductor: Allan Román
12/Mayo/2012
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