El Púlpito de la Capilla New Park Street

El Tesoro de la Gracia

NO. 295

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 22 DE ENERO DE 1860

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EXETER HALL, STRAND, LONDRES.

 

“El perdón de pecados según las riquezas de su gracia” Efesios 1: 7.

 

Isaías ocupa entre los profetas el sitio que Pablo ocupa entre los apóstoles. Cada uno de ellos se destaca con singular prominencia habiendo sido levantado por Dios para un conspicuo propósito, y cada uno brilla como una estrella de extraordinaria brillantez. Isaías habló más de Cristo y describió más minuciosamente Su pasión y Su muerte que todos los demás profetas tomados en su conjunto. Pablo proclamó la gracia de Dios -gracia libre, plena, soberana y eterna- sobrepasando al glorioso conjunto de los apóstoles. Algunas veces se remontaba a tales asombrosas alturas o se sumergía en tales profundidades inescrutables, que aun Pedro no podía seguirle. Estaba presto a confesar que “nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le ha sido dada”, ha escrito “algunas cosas difíciles de entender”. Judas pudo escribir acerca de los juicios de Dios y reprobar con terribles palabras a “hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios”. Pero no podía, como Pablo, explicar el propósito de la gracia como fue planeado en la mente eterna, o la experiencia de la gracia como es sentida y experimentada en el corazón humano. Está también Santiago: él, como un fiel ministro, podía tratar de manera muy detallada con las evidencias prácticas del carácter cristiano. Y sin embargo, pareciera que se queda en la superficie; no penetra de manera profunda en el subsuelo sobre el que debe estar asentado el piso visible de todas las gracias espirituales. Aun Juan, sumamente favorecido entre todos esos apóstoles que fueron compañeros de nuestro Señor en la tierra, -dulcemente como el discípulo amado escribe acerca de la comunión con el Padre y Su Hijo Jesucristo- aun Juan no habla de la gracia tan ricamente como lo hace Pablo “para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna”. No se trata, en verdad, que tengamos libertad para preferir a un apóstol sobre otro. No podemos dividir a la Iglesia diciendo: ‘yo soy de Pablo, yo de Pedro, yo de Apolos; pero sí podemos reconocer el instrumento que a Dios le agradó utilizar; podemos admirar la manera en que el Espíritu Santo le equipó para su obra; podemos, con las iglesias de Judea, “glorificar a Dios en Pablo”. Entre los primeros padres, Agustín fue identificado como el “Doctor de la Gracia”, tanto se deleitaba él en esas doctrinas que exhiben la gratuidad del favor divino. Y podríamos afirmar ciertamente lo mismo de Pablo. El descollaba entre sus iguales declarando la gracia que trae salvación. El sentido de la gracia impregnaba todos sus pensamientos tal como la sangre vital circula por todas las venas del cuerpo de uno. Si habla de la conversión, “me llamó por su gracia”. Es más, él ve a la gracia activa antes de su conversión, y “me apartó desde el vientre de mi madre”. Pablo atribuye todo su ministerio a la gracia. “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo”. Véanle en cualquier momento y bajo cualesquiera circunstancias: ya sea abatido por la debilidad o transportado hasta el tercer cielo con revelación, él se describe de una sola manera, “Por la gracia de Dios soy lo que soy”.

 

No hay ministros que contiendan tan plena y resueltamente por la gracia libre, soberana e incondicional, como aquellos que antes de su conversión se han recreado en pecados graves y escandalosos. Sus predicadores caballerosos que han sido educados piadosamente y que han sido enviados de su cuna a la escuela, de la escuela a la universidad y de la universidad al púlpito sin encontrar mucha tentación, o sin ser rescatados de las guaridas de la impiedad, saben comparativamente poco y hablan con escaso énfasis acerca de la gracia inmerecida. Es un Bunyan, que profería maldiciones, un Newton que era un verdadero monstruo en el pecado, y son los seres semejantes a ellos los que no pueden olvidar ni siquiera una hora en sus vidas posteriores la gracia que los libró del pozo del abismo y que los arrebató, cual tizones, del incendio. Extraño, en verdad, que Dios quiera que así sea.

 

Es inescrutable la providencia que permite que algunos de los elegidos de Dios se extravíen y anden errantes hasta donde una oveja se puede descarriar. Sin embargo, tales hombres se convierten en los más valientes paladines de esa gracia que es la única que puede rescatar a cualquier pecador de la eterna condenación.

 

Esta mañana nos proponemos exponer para ustedes “las riquezas de la gracia de Dios; este es el Tesoro; luego, en segundo lugar, hablaremos del “Perdón de los Pecados”, que ha de ser juzgado por esa Medida: el perdón va acorde con las riquezas de Su gracia; y vamos a concluir después considerando algunos de los privilegios que están vinculados con eso.

 

I.   Primero, consideren LAS RIQUEZAS DE SU GRACIA. En un intento por descubrir lo que es inescrutable, yo supongo que tenemos que usar algunas de esas comparaciones con las cuales solemos estimar la riqueza de los monarcas y de los potentados de este mundo. Sucedió una vez que el embajador español, en los días de gloria de España, fue a visitar al embajador francés, y fue invitado por él a ver los tesoros de su señor. Con sentimientos de orgullo le mostró los repositorios profusamente surtidos con la más preciosa y más costosa riqueza de la tierra. “¿Podrías mostrar joyas tan ricas”, dijo él “o algo parecido a esto en cuanto a la magnificencia de las posesiones en todo el reino de tu soberano?” “¿Llamas rico a tu señor?”, respondió el embajador de España, “vamos, los tesoros de mi señor no tienen fondo”, aludiendo, por supuesto, a las minas de Perú y Petrosa. Así, en verdad, en las riquezas de la gracia hay minas demasiado profundas para que las pueda desentrañar el entendimiento finito del hombre. Por profunda que sea tu investigación, hay todavía una capa situada por debajo que desconcierta toda investigación. ¿Quién puede descubrir jamás los atributos de Dios? ¿Quién puede conocer al Todopoderoso a la perfección? No sabemos cómo estimar la propia cualidad y las propiedades de la gracia tal como mora en la mente de la Deidad. El amor en el pecho humano es una pasión. Con Dios no es así. El amor es un atributo de la esencia divina. Dios es amor. En los hombres, la gracia y la liberalidad pueden convertirse en un hábito, pero con Dios la gracia es un atributo intrínseco de Su naturaleza. Él tiene que ser clemente. Así como por necesidad de Su Deidad Él es omnipotente, y omnipresente, así también Él es clemente por absoluta necesidad de Su divinidad.

 

Entremos pues, hermanos míos, en esta resplandeciente mina de los atributos de la gracia de Dios. Cada uno de los atributos de Dios es infinito, y por tanto, este atributo de la gracia no tiene límites. Ustedes no pueden concebir la infinitud de Dios. ¿Por qué, entonces, tendría yo que intentar describirla? Sin embargo, recuerden que como los atributos de Dios tienen el mismo alcance, la medida de un atributo tiene que ser la medida de otro. O, prosiguiendo, si un atributo no tiene límite, tampoco lo tiene otro atributo. Ahora, ustedes no pueden concebir ningún límite para la omnipotencia de Dios. ¿Qué es lo que no puede hacer? Él puede crear, Él puede destruir. Él puede crear una miríada de universos con Su palabra, o Él puede apagar la luz de miríadas de estrellas tan fácilmente como nosotros apagamos una chispa con el pie. Basta que así lo quiera y criaturas sin número cantan Su alabanza; otro acto de volición, y esas criaturas se hunden en su desnuda nada, así como la espuma de un momento se deshace en la ola que la transporta y se pierde para siempre. El astrónomo dirige su telescopio al espacio más remoto y no puede encontrar ningún límite para el poder creador de Dios; pero si pareciera encontrar algún límite, nosotros le informaríamos entonces que todos los mundos de los mundos que se agrupan en el espacio, densos como las gotas del rocío matutino sobre los prados, no son sino jirones del poder de Dios. Él puede hacer más que todas esas cosas, puede deshacerlas y convertirlas en nada y puede comenzar de nuevo. Ahora, así de ilimitado como es Su poder, así de infinita es Su gracia. Así como tiene poder para hacer cualquier cosa, así tiene gracia suficiente para dar cualquier cosa, para darlo todo al primero de los pecadores.

 

Tomen otro atributo si les parece: la omnisciencia de Dios. No hay límite para ella. Nosotros sabemos que su mirada está sobre cada individuo de nuestra raza; le ve tan minuciosamente como si fuera la única criatura que existiera. Se cuenta del águila que presume desafiar con su mirada al sol, pero que, cuando alcanza su mayor altura puede detectar el movimiento del pez más pequeño en las profundidades del mar. Pero, ¿qué es esto comparado con la omnisciencia de Dios? Su ojo rastrea al sol en su maravilloso curso, Su ojo advierte al cometa alado cuando vuela a través del espacio, Su ojo discierne el límite más distante de la creación, habitada o inhabitada. No hay nada oculto de esa luz, con Él no hay tinieblas del todo. Si me remonto al cielo, Él está allí; si me sumerjo en el infierno Él está allí; si vuelo montado en el rayo matutino más allá del mar occidental:

 

“Su mano, más veloz, arribará primero,

Y allí detendrá al fugitivo”.

 

No hay ningún límite para Su entendimiento, ni lo hay para Su gracia. Así como Su conocimiento abarca todas las cosas, así Su gracia abarca todos los pecados, todas las pruebas, todas las debilidades del pueblo en el que está puesto Su corazón. Entonces, mis queridos hermanos, la próxima vez que tengamos miedo de que la gracia de Dios se extinga, miremos en el interior de esta mina y entonces reflexionemos en que todo lo que ha sido extraído jamás de ella no la ha reducido ni en una sola partícula. Todas las nubes que han sido tomadas del mar no han disminuido jamás su profundidad, y todo el amor y toda la misericordia que Dios ha dado a los casi infinitos números de la raza humana, no ha disminuido ni en una sola pizca la montaña de Su gracia. Pero sigamos adelante; nosotros juzgamos algunas veces la riqueza de los hombres no únicamente por sus propiedades reales en minas y cosas semejantes, sino por lo que tienen disponible que ha sido almacenado en el tesoro. Tengo que llevarlos ahora, hermanos míos, al reluciente tesoro de la gracia divina. Ustedes conocen su nombre, se llama el Pacto. ¿No han oído la maravillosa historia de lo que se hizo en la antigüedad antes de que el mundo fuera hecho? Dios sabía anticipadamente que el hombre caería, pero Él resolvió de acuerdo a Su propio propósito y voluntad infinitos, que de esta caída Él levantaría una multitud la cual nadie puede contar. El Padre Eterno sostuvo un solemne consejo con el Hijo y el Espíritu Santo. Así habló el Padre: “¡Yo quiero que los que he elegido sean salvados!” Así dijo el Hijo: “Padre mío, estoy dispuesto a desangrarme y morir para que Tu justicia no sufra y que Tu propósito sea ejecutado”. “Yo quiero” –dijo el Espíritu Santo- “que aquellos a quienes el Hijo redima con sangre sean llamados por gracia, sean vivificados, sean preservados, sean santificados y perfeccionados y llevados a salvo al hogar”. Entonces se suscribió el Pacto, y fue firmado, sellado y ratificado entre los Tres Sagrados. El Padre dio a Su Hijo, el Hijo se entregó a Sí mismo, y el Espíritu promete toda Su influencia y toda Su presencia a todos los elegidos. Entonces el Padre dio al Hijo las personas de Sus elegidos, entonces el Hijo se entregó a Sí mismo a los elegidos y los tomó en unión con Él, y entonces el Espíritu prometió en el pacto que esos elegidos iban a ser llevados a salvo al hogar al final. Siempre que pienso en el antiguo pacto de gracia, me quedo perfectamente asombrado y azorado con su gracia. Yo no podría ser inducido a ser arminiano de ninguna manera; la poesía misma de nuestra santa religión radica en esas antiguas cosas de los montes eternos, en ese glorioso pacto firmado y sellado y ratificado, bien ordenado en todas las cosas desde toda la eternidad.

 

Haz una pequeña pausa aquí, mi querido oyente, y piensa que antes de que este mundo fuera hecho, antes de que Dios hubiese puesto los profundos cimientos de los montes, o hubiera llenado los mares con la fuente de la palma de Su mano, Él había elegido a Su pueblo, y había puesto Su corazón en ellos. A ellos se dio a Sí mismo, dio a Su Hijo, Su cielo y Su todo. Por ellos Cristo determinó renunciar a Su bienaventuranza, a Su hogar, a Su vida; a ellos el Espíritu les prometió todos Sus atributos, para que fueran bendecidos. Oh gracia divina, cuán gloriosa eres tú, sin principio ni fin. ¿Cómo he de alabarte? Ángeles, hagan suya la melodía; canten estos nobles temas: el amor del Padre, el amor del Hijo y el amor del Espíritu.

 

Esto, hermanos míos, si lo piensan bien, pudiera hacerlos estimar debidamente las riquezas de la gracia de Dios. Si leen el rollo del pacto de principio a fin, que contiene, como en efecto lo hace, la elección, la redención, el llamamiento, la justificación, el perdón, la adopción, el cielo, la inmortalidad, si leen todo eso, dirán: “¡Estas son las riquezas de la gracia! ¡Dios grande e infinito! ¡Quién es un Dios como Tú por las riquezas de Tu amor!”

 

Además, las riquezas de grandes reyes pueden ser estimadas a menudo por la munificencia de los monumentos que levantaron para registrar sus hazañas. Nos hemos quedado sorprendidos en estos tiempos modernos por las maravillosas riquezas de los reyes de Nínive y Babilonia. Los monarcas modernos con todos sus aparatos no podrían erigir tales cantidades gigantescas de palacios como aquellos en los que el viejo Nabucodonosor caminaba en tiempos antiguos. Nos volvemos a las pirámides, y vemos allí lo que la riqueza de las naciones puede lograr; miramos al otro lado del océano a México y a Perú, y vemos las reliquias de un pueblo semibárbaro pero nos quedamos pasmados y asombrados al pensar en qué riquezas y qué minas de riquezas deben de haber poseído antes de que tales obras pudiesen ser completadas. Tal vez pudiéramos juzgar mejor las riquezas de Salomón cuando pensamos en esas grandes ciudades que él construyó en el desierto: Tadmore y Palmira. Cuando visitamos esas ruinas y vemos las sólidas columnas y la magnificente escultura, decimos: Salomón era rico realmente. Al caminar en medio de las ruinas sentimos algo parecido a lo que sintió la reina de Saba: que ni aun en la Escritura se nos dice la mitad acerca de las riquezas de Salomón. Hermanos míos, Dios nos ha conducido a inspeccionar trofeos más ricos que los de Salomón, o de Nabucodonosor, o de Moctezuma o todos los de Faraón. Vuelvan su mirada hacia allá, y vean a toda esa hueste comprada con sangre, vestidos de ropas blancas, rodeando el trono; oigan cómo cantan, con voz triunfante, con melodías seráficas: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos”. ¿Y quiénes son ellos? ¿Quiénes son esos trofeos de Su gracia? Algunos de ellos provienen de los lupanares de la prostitución; muchos han venido de las tabernas de la borrachera. Es más, las manos de algunos de ellos que ahora son tan blancas y hermosas, antes estuvieron enrojecidas con la sangre de los santos. Veo allá a los hombres que clavaron al Salvador al madero; hombres que maldijeron a Dios, e invocaron muerte y condenación sobre ellos mismos. Veo allí a Manasés, que derramó tanta sangre inocente, y al ladrón que en el último momento miró a Cristo, y dijo: “Señor, acuérdate de mí”. Pero no necesito hacer que miren tan alto; miren, hermanos míos, a su alrededor, y pudiera ser que no conozcan al vecino junto a quien están sentados en esta mañana. Pero hay historias de gracia que algunos pudieran contar aquí esta mañana, que harían cantar a los propios ángeles más sonoramente de lo que lo han hecho antes. Bien, yo sé que estas mejillas se han enrojecido de llanto cuando he escuchado las historias de la gracia inmerecida obradas en esta congregación. Entonces yo las llego a conocer, pero, por supuesto, no son desconocidas para ustedes, que estuvieron entre los más viles de los hombres, entre la escoria de la sociedad. Contamos aquí con aquellos para los que proferir maldiciones era algo natural y la borrachera se había convertido en un hábito; y sin embargo, aquí están y son ahora siervos de Dios y de Su iglesia, y se deleitan en dar testimonio a otros del grandioso Salvador que han encontrado. Ah, pero, mi querido oyente, tal vez tú seas uno de esos trofeos, y si es así, la mejor prueba de las riquezas de Su gracia es la que tú encuentras en tu propia alma. Yo pienso que Dios es clemente cuando veo que otros son salvados, pero sé que lo es porque Él me ha salvado a mí; aquel muchacho díscolo y voluntarioso que se burlaba del amor de una madre, y que permanecía impasible a pesar de todas sus oraciones, que sólo deseaba conocer un pecado para perpetrarlo. ¿Está de pie aquí hoy para predicarles el Evangelio de la gracia de Dios? Sí. Entonces no hay ningún pecador fuera del infierno que haya pecado demasiado para que la gracia le salve. Ese amor que puede alcanzarme a mí, puede alcanzarte a ti. Ahora conozco las riquezas de Su gracia porque las he probado, y las siento en lo más íntimo de mi corazón, mi querido oyente, y espero que tú las conozcas también, y entonces te unirás con nuestro poeta que dice:

 

“Entonces seré el que cante más recio en la multitud,

Mientras las resonantes mansiones en los cielos suenen

Con gritos de gracia soberana”.

 

Vayamos ahora un poco más adelante. Hemos mirado así el vino y los tesoros y los monumentos. Pero hay más. Una cosa que asombró a la reina de Saba, con respecto a las riquezas de Salomón, fue la suntuosidad de su mesa. Grandes multitudes se sentaban a la mesa para comer y beber, y aunque eran muchos, con todo, todos tenían lo suficiente y aun sobraba. Su corazón se quedó pasmado cuando ella vio las provisiones que llevaban en un solo día. Olvido en este preciso momento, aunque tenía la intención de referirme al pasaje de cuántos animales engordados, cuántos bueyes de pasto y cuántos ciervos, corzos, y animales de caza de todo tipo, y cuántas coros de harina y cuántos galones de aceite eran llevados a la mesa de Salomón cada día, pero era algo maravilloso; y las multitudes que se sentaban a festejar eran maravillosas también, y sin embargo, había suficiente para todos. Y ahora piensen, hermanos míos, en las hospitalidades del Dios de la gracia cada día. Millones de millones de Su pueblo están sentados en este día al festín; hambrientos y sedientos traen con ellos al banquete gran apetito, pero ni uno solo de ellos regresa insatisfecho; hay suficiente para cada uno, suficiente para todos, suficiente perennemente. Aunque las huestes que se alimentan allí son incontables como las estrellas del cielo, con todo, yo veo que a ninguno le hace falta su porción. Él abre Su mano y suple la carencia de cada santo viviente sobre la faz de la tierra. Piensen en cuánta gracia requiere un santo, tanta gracia que nada sino el Infinito puede suministrársela por un día. Quemamos tanto combustible cada día para mantener el fuego del amor en nuestros corazones, que podríamos agotar las minas de Inglaterra de toda su riqueza de carbón. Ciertamente, si no fuera porque tenemos infinitos tesoros de gracia, el consumo diario de un solo santo podría demandar más que todo lo que pueda encontrarse sobre la faz de la tierra. Y, sin embargo, no es uno sino son muchos santos, y muchos cientos, no por un solo día, sino por muchos días; no únicamente por muchos años, sino generación tras generación, siglo tras siglo, raza tras raza de hombres, que viven de la plenitud de Dios en Cristo. Sin embargo, ninguno de ellos padece hambre; todos beben hasta saciarse; comen y quedan satisfechos. Entonces, qué riquezas de gracia podemos ver en la suntuosidad de Su hospitalidad.

 

Algunas veces, hermanos míos, he pensado que si pudiera obtener la comida sobrante en la puerta trasera de la gracia de Dios yo estaría satisfecho, como la mujer que dijo: “Los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”, o como el hijo pródigo que dijo: “Hazme como a uno de tus jornaleros”. Pero ustedes recordarán que ningún hijo de Dios es orillado jamás a vivir de algarrobas; Dios no da los desperdicios de Su gracia al más insignificante de ellos, sino que todos son alimentados como Mefiboset: comen de la propia mesa del rey los bocadillos más exquisitos. Y si uno puede hablar por los demás, creo que en los asuntos de la gracia todos tenemos la porción de Benjamín: todos tenemos diez veces más de lo que habríamos podido esperar, y aunque no recibimos más de lo que necesitamos, con todo, nos quedamos sorprendidos a veces ante la maravillosa abundancia de la gracia que Dios nos da en el pacto y en la promesa.

 

Ahora vamos a otro punto para ilustrar la grandeza de las riquezas de la gracia de Dios. Las riquezas de un hombre pueden ser juzgadas a menudo por el atuendo de sus hijos, por la manera en que viste a su servidumbre y a los de su casa. No es de esperarse que el hijo del hombre pobre, aunque esté cómodamente vestido, use vestidos semejantes a los que usan los hijos de los príncipes. Veamos, entonces, cuáles son las ropas con las que el pueblo de Dios está vestido, y cómo son atendidos. Aquí hablo otra vez sobre un tema donde se necesita una gran imaginación y mi propia imaginación me falla por completo. Los hijos de Dios están cubiertos con un manto, un manto sin costura, que si se llegara a perder, ni la tierra ni el cielo podrían comprar algo semejante a él. En su textura sobrepasa al lino fino de los comerciantes; en cuanto a blancura es más puro que la nieve recién caída; ningún telar en la tierra podría hacerlo, pero Jesús gastó Su vida para elaborar mi manto de justicia. Había una gota de sangre en cada giro de la lanzadera, y cada hilo fue hecho con las agonías de Su propio corazón. Es un manto que es divino, completo; es uno mejor que el que Adán usó en la perfección del Edén. Adán sólo tenía una justicia humana, aunque era perfecta, pero nosotros tenemos una justicia divinamente perfecta. Alma mía, estás vestida extrañamente, pues el manto de tu Salvador está sobre ti; el manto real de David cubre a su Jonatán. Mira al pueblo de Dios vestido también con las ropas de la santificación. ¿Hubo alguna vez un manto como ese? Está literalmente rígido por el peso de las joyas. Él viste cada día al más insignificante miembro de Su pueblo como si fuese un día de bodas; los viste como una novia se adorna con joyas; Él ha dado a Etiopía y a Seba para ellos, y hará que se vistan en oro de Ofir. ¡Qué riquezas de gracia debe de haber en Dios que viste así a Sus hijos!

 

Pero concluyamos este punto que ni siquiera he comenzado. Si quisieras conocer las plenas riquezas de la gracia divina, lee el corazón del Padre cuando envió a Su Hijo a la tierra para morir; lee las líneas en el semblante del Padre cuando derrama Su ira sobre Su primogénito y bienamado Hijo. Lee también la misteriosa caligrafía en la carne y el alma del Salvador, cuando sobre la cruz, temblando en agonía, las ondas de creciente dolor ruedan sobre Su pecho. Si quieres conocer el amor tienes que mirar a Cristo, y verás a un hombre tan lleno de dolor que Su cabeza, Su cabello y Sus vestidos están ensangrentados. Fue el amor el que le hizo sudar como grandes gotas de sangre. Si quieres conocer el amor, tienes que ver cómo se burlan del Omnipotente Sus criaturas, tienes que oír cómo calumnian al Inmaculado los pecadores, tienes que oír cómo entrega el Eterno Ser Su vida en medio de gemidos, y clama en las agonías de la muerte. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” En suma, resumiéndolo todo, las riquezas de la gracia de Dios son infinitas, más allá de todo límite; son inextinguibles, no pueden ser consumidas nunca; son suficientes para todo, bastan para cada alma que venga a tomar de ellas; habrá suficiente por siempre mientras dure la tierra, hasta que la última vasija de misericordia sea llevada a casa a salvo.

 

Suficiente, entonces, en lo que respecta a las riquezas de Su gracia.

 

II.   Por un minuto o dos, déjenme considerar ahora EL PERDÓN DE LOS PECADOS.

 

El tesoro de la gracia de Dios es la medida de nuestro perdón; este perdón de pecados es conforme a las riquezas de Su gracia. Podemos inferir, entonces, que el perdón que Dios da al penitente no es un perdón mezquino. ¿No has pedido perdón a alguien algunas veces, y él te ha dicho: “Sí, te perdono”, y tú has pensado: “Bien, ni siquiera hubiera pedido perdón si hubiera pensado que lo daría en un estilo tan rudo como ese; pude haber continuado como estaba, en vez de ser perdonado de una manera tan forzada”? Pero cuando Dios perdona a un hombre, aunque sea el peor de los pecadores, extiende Su mano y perdona libremente; de hecho, hay tanto gozo en el corazón de Dios cuando perdona, como lo hay en el corazón del pecador cuando es perdonado. Dios es tan bendecido al dar como lo somos nosotros al recibir. Perdonar es Su propia naturaleza. Él tiene que ser clemente, tiene que ser amoroso, y cuando activa Su corazón de amor para liberarnos de nuestros pecados no escatima el flujo; lo hace voluntariamente, y sin reproche. Además, si el perdón va en proporción a las riquezas de Su gracia, podemos tener la seguridad de que no es un perdón limitado, que no es el perdón de algunos pecados mientras otros quedan sobre la espalda. No, esto no sería conforme a la Deidad, no sería consistente con las riquezas de Su gracia. Cuando Dios perdona, pone la marca en todo pecado que el creyente ha cometido alguna vez, o que cometerá jamás. Ese último punto pudiera hacerlos titubear, pero yo creo, en verdad, con Juan Kent, que en la sangre de Cristo:

 

“Hay perdón para las transgresiones pasadas,

No importa cuán negro sea su matiz;

Y, ¡oh!, alma mía, mira asombrada,

Para pecados venideros hay perdón también”.

 

No importa cuántos, no importa cuán atroces, no importa cuán innumerables pudieran haber sido tus pecados, el instante en que crees, cada uno de ellos es borrado. En el Libro de Dios no hay ni un solo pecado contra nadie en este lugar, cuya confianza esté en Cristo, ni uno solo, ni siquiera la sombra de uno, ni una mancha, ni el remanente de algún pecado que permanezca, todos han desaparecido. Cuando el diluvio de Noé cubrió los montes más elevados, pueden tener la seguridad que cubrió las madrigueras de los topos; y cuando el amor de Dios cubre los pecados pequeños, cubre los grandes, ¡y todos desaparecen de inmediato! Cuando una factura es pagada totalmente, no hay ningún inciso que pueda ser cobrado de nuevo, y cuando Dios perdona los pecados del creyente no queda ni un solo pecado; ni siquiera la mitad de uno puede ser llevado a Su recuerdo de nuevo. Es más, cuando Dios perdona, no únicamente lo perdona todo, sino que lo hace de una vez por todas. Algunos nos dicen que Dios perdona a los hombres pero que, sin embargo, se pierden. ¡Un excelente dios es ese de ustedes! Ellos creen que el pecador penitente encuentra misericordia, pero que si al poco tiempo resbala o tropieza, será sacado del pacto de gracia y perecerá. Yo no podría ni querría creer en un pacto así; yo lo piso bajo mis pies como algo completamente despreciable. Cuando el Dios que yo amo perdona, nunca castiga posteriormente. Por un sacrificio hay una plena remisión de todo pecado que hubo alguna vez en contra de un creyente, o que alguna vez habrá en contra suya. Aunque vivas hasta que tu cabello quede blanco tres veces, hasta que los mil años de Matusalén pasen sobre tu surcada frente, ni un solo pecado habrá jamás en tu contra, ni serás castigado jamás por ningún pecado, pues cada pecado es perdonado, es plenamente perdonado, de manera que ni siquiera parte del castigo será ejecutado en contra tuya. “Bien, pero” –dice alguien- “¿cómo es que Dios castiga a Sus hijos?” Yo respondo: no los castiga. Él los disciplina como un padre, pero eso es diferente del castigo de un juez. Si el hijo de un juez fuera llevado al tribunal, y ese hijo fuere perdonado libremente de todo el mal que hubiera hecho, si la justicia lo exoneró y lo absolvió, pudiera suceder no obstante que hubiera un mal en el corazón de ese hijo que el padre, por amor al hijo, tendría que sacar con azotes. Pero hay una gran diferencia entre una vara en la mano del verdugo, y una vara en la mano de un padre. Que Dios me hiera, si peco contra Él; sin embargo, no es debido a la culpa del pecado; no hay ningún castigo en él de ningún tipo pues la cláusula penal ha sido eliminada. Es sólo para curarme de mi falta que hace salir la locura de mi corazón. ¿Castigas a tus hijos vengativamente porque estás enojado con ellos? No, sino porque los amas; si tú eres lo que los padres deberían ser, el castigo es una prueba de tu afecto, y tu corazón se duele más que sus dolores corporales, cuando tienes que castigarlos por lo que han hecho mal. Dios no está enojado en contra de Sus hijos, ni hay ningún pecado en ellos que Él castigará. Él les aplicará la vara pero no los castigará por el pecado. ¡Oh gracia gloriosa! Es un Evangelio digno de ser predicado.

 

“El instante en que un pecador cree,

Y confía en Su Dios crucificado,

Recibe de inmediato su perdón,

Redención plena por medio de la sangre de Cristo”.

 

Todo ha sido borrado; cada átomo ha desaparecido; ha sido quitado por siempre y para siempre, y él lo sabe muy bien.

 

“Ahora liberado del pecado camino en libertad,

La sangre de mi Salvador es mi pleno descargo;

A Sus amados pies pongo mi alma,

Como un pecador salvado, y le rindo homenaje”.

 

Habiendo hablado así del perdón del pecado diciendo que es plenamente proporcionado a la gracia de Dios, le voy a hacer esta pregunta a mi oyente: Amigo mío, ¿eres un hombre perdonado? ¿Todos tus pecados han desaparecido? “No” –dice alguien- “no puedo decir que han desaparecido, pero estoy haciendo lo mejor que puedo para reformarme”. ¡Ah!, puedes hacer lo mejor que puedas para reformarte, y yo espero que lo hagas, pero eso nunca lavará tus pecados pasados. Todas las aguas de los ríos de la reforma no pueden lavar nunca ni una sola mancha de roja sangre de la culpa. “Pero” –dice uno- “¿puedo creer, tal como soy, que mis pecados son perdonados?” No, pero te diré qué puedes hacer. Con la ayuda de Dios, ahora puedes arrojarte simplemente sobre la sangre y la justicia de Cristo, y en el instante en que haces eso, todos tus pecados desaparecen, y desaparecen de tal manera que no pueden regresar otra vez. “El que cree en el Señor Jesucristo será salvo”. Es más, él es salvo en el momento de su fe. No es recibido más como un pecador a los ojos de Dios. Cristo ha sido castigado por él. La justicia de Cristo lo envuelve y es acepto en el amado. “Bien, pero” –dice uno- “yo puedo creer que un hombre, después de que ha sido cristiano por mucho tiempo, puede saber que sus pecados han sido perdonados, pero no puedo imaginar que yo pueda saberlo de inmediato”. El conocimiento de nuestro perdón no siempre viene en el momento en que creemos, pero el hecho de nuestro perdón está antes de nuestro conocimiento de él, y podemos ser perdonados antes de que lo sepamos. Pero si tú crees en el Señor Jesucristo con todo tu corazón, te voy a decir esto: Si tu fe está libre de cualquier confianza en ti mismo, tú sabrás hoy que tus pecados te son perdonados, pues el testimonio del Espíritu dará testimonio a tu corazón, y tú oirás esa voz secreta, ese silbo apacible que te dice: “Ten buen ánimo; tus pecados, que son muchos, te son todos perdonados”. “Oh” –dice uno- “yo daría todo lo que tengo por eso”. Y tú podrías dar todo lo que tienes, pero no lo tendrías a ese precio. Podrías dar al primogénito por tu transgresión, el fruto de tu cuerpo por el pecado de tu alma, podrías ofrecer ríos de aceite, y el sebo de diez mil animales gordos; no lo tendrías por dinero, pero puedes tenerlo por nada; es traído a ti gratuitamente; se te pide que lo tomes. Sólo reconoce tu pecado, y pon tu confianza en Cristo, y no hay ni un solo hombre entre ustedes que oirá algo acerca de su pecado en el día del juicio. Será arrojado en la profundidad del océano, será llevado para siempre.

 

Voy a mostrarles un cuadro, y luego voy a dejar el tema. Vean, allí está el sumo sacerdote de los judíos. Le llevan un macho cabrío; es llamado “el macho cabrío expiatorio”. Él pone sus manos sobre la cabeza de este macho cabrío, y comienza a hacer una confesión de pecado. ¿Vendrás y harás lo mismo? Jesucristo es el macho cabrío expiatorio; ven y pon tu mano sobre esta cabeza coronada de espinas, y haz confesión de tu pecado, como lo hacía el sumo sacerdote en la antigüedad. ¿La has hecho? ¿Ha sido confesado tu pecado? Ahora cree que Jesucristo es capaz y que está dispuesto a quitar tu pecado. Confía enteramente y completamente en Él. ¿Ahora qué sucede? El sumo sacerdote toma el macho cabrío expiatorio, lo pone en manos de un hombre de confianza que lo conduce sobre el monte y por el valle, hasta que está a muchas millas de distancia, y entonces, soltando de pronto sus ataduras, lo asusta, y el macho cabrío huye tan rápido como le es posible. El hombre lo vigila hasta que se va, y ya no puede verlo más. Regresa, y dice: “Me llevé lejos al macho cabrío expiatorio, y desapareció de mi vista; se ha ido al desierto”. Ah, mi querido oyente, y si tú has puesto tus pecados en Cristo mediante una plena confesión, recuerda que Él los ha quitado; cuanto está lejos el oriente del occidente se han marchado y se han marchado eternamente. Tu borrachera, tus juramentos se han ido, tus mentiras, tu robo se ha ido, tu quebrantamiento del día domingo, tus malos pensamientos se han ido, todos se han ido, y tú no los verás nunca más.

 

“Sumergidos, como en un mar sin orillas,

Perdidos, como en la inmensidad”.

 

III.   Y ahora concluyo notando LOS BENDITOS PRIVILEGIOS QUE SIGUEN SIEMPRE AL PERDÓN QUE NOS ES OTORGADO CONFORME A LA GRACIA DE DIOS. Yo pienso que hay una gran cantidad de personas que no creen que haya alguna realidad en la religión en absoluto. Piensan que es algo muy respetable ir a la iglesia y asistir a la capilla, pero llegar al punto de gozar jamás de una conciencia de que sus pecados son todos perdonados, nunca piensan en eso. Y yo tengo que confesar que, en la religión de estos tiempos modernos, no pareciera haber mucha realidad. Yo no oigo en este día esa proclamación del Evangelio que suena claramente y que es la inequívoca proclamación que quisiera oír. Es algo grandioso llevar el Evangelio a todo tipo de hombres, llevarlo al teatro, y cosas parecidas, pero queremos que el Evangelio no sea diluido; la leche tiene que contener un poco menos de agua. Tiene que haber una verdad más clara y palpable que se le enseñe a la gente, un algo que ellos puedan realmente sujetar, un algo que puedan entender, aun si no quieren creerlo. Confío en que nadie me malentienda en esta mañana en lo que he dicho. Es posible obtener que todos nuestros pecados sean perdonados ahora. Es posible saberlo y disfrutarlo. Ahora voy a mostrarles cuál será la felicidad resultante para ustedes si obtuvieran esta bendición.

 

En primer lugar, tendrás paz de conciencia, tu corazón que palpita tan rápido cuando estás solo estará muy quieto y tranquilo. Estarás menos solo cuando estás solo. Ese miedo tuyo que hace que aceleres el paso en la oscuridad porque tienes temor de algo, pero no sabes de qué, se esfumará por completo. Me enteré de un individuo que estaba tan constantemente endeudado, y que era arrestado tan continuamente por los alguaciles, que en una ocasión, cuando iba por unos barandales que protegían una cierta área, habiendo enredado su manga en uno de los barandales, se dio la vuelta y dijo: “Amigo, yo no te debo nada”. Pensaba que se trataba de un alguacil. Y lo mismo sucede con pecadores no perdonados, en dondequiera que estén piensan que van a ser arrestados. No pueden disfrutar nada. Aun su júbilo, qué es, sino sólo el color del gozo, el crepitar de las espinas bajo la olla; no hay un fuego sólido y firme. Pero una vez que un hombre es perdonado, puede caminar en cualquier parte. Dice: “para mí no es nada si vivo o muero, si las profundidades del mar me cubren, o si soy enterrado debajo de la avalancha; con el pecado perdonado, estoy seguro”. La muerte no tiene ningún aguijón para él. Su conciencia está en paz. Luego da un paso al frente. Sabiendo que sus pecados están perdonados tiene un gozo indecible. Nadie tiene unos ojos tan chispeantes como el verdadero cristiano; entonces un hombre conoce su interés en Cristo, y puede leer su título libre de gravamen. Es un hombre feliz, y tiene que ser feliz. Sus tribulaciones, ¿cuáles son? Menos que nada y vanidad, pues todos sus pecados han sido perdonados. Cuando el pobre esclavo desembarca por primera vez en Canadá, pudiera darse el caso de que no tuviera ni un centavo en su cartera y escasamente ninguna otra cosa que harapos sobre su espalda; pero pone su pie en suelo británico, y es libre; véanle saltar y danzar, y aplaude diciendo: “Gran Dios, yo te doy gracias porque soy un hombre libre”. Lo mismo sucede con el cristiano, él puede decir en su cabaña cuando se sienta para comer su mendrugo de pan: gracias a Dios no tengo ningún pecado mezclado en mi copa. Todos han sido perdonados. El pan pudiera estar seco, pero no está ni la mitad de seco como lo estaría si tuviera que comerlo con las hierbas amargas de una conciencia culpable y con un terrible aprensión de la ira de Dios. Tiene un gozo que resistirá todos los climas, un gozo que no cambia con la temperatura, un gozo que brilla en la oscuridad y que resplandece en la noche así como en el día.

 

Luego, prosiguiendo, ese hombre tiene acceso a Dios. Otro individuo que tiene pecados no perdonados permanece lejos, y si piensa en Dios del todo, es como un fuego consumidor. Pero el cristiano perdonado mira a Dios cuando ve los montes y los collados, y los arroyos rodantes y la rugiente marea, dice: “Mi Padre hizo todo eso”; y le da la mano al Todopoderoso a través de toda la infinita extensión que divide al hombre de su Hacedor. Su corazón vuela a Dios. Mora cerca de Él, y siente que puede hablar con Dios como un hombre habla con su amigo.

 

Luego otro efecto de esto es que el creyente no le teme a ningún infierno. Hay cosas solemnes en la Palabra de Dios, pero no aterran al creyente. Pudiera haber un pozo del abismo que no tiene fondo, pero dentro de él su pie jamás resbalará; es cierto que hay un fuego que no se apagará nunca, pero no puede quemarle. Ese fuego es para el pecador, pero él no tiene ningún pecado que le sea imputado; todos han sido perdonados. Aun la horda congregada de todos los demonios en el infierno no podría llevarle allí, pues no tiene ni un solo pecado del que pueda acusársele. Aunque peca diariamente, siente que todos esos pecados han sido expiados; sabe que Cristo ha sido castigado en su lugar, y, por tanto, la Justicia no puede tocarle de nuevo.

 

Además, el cristiano perdonado está esperando el cielo. Él está esperando la venida del Señor Jesucristo, pues si la muerte interviniera antes de ese glorioso evento, sabe que para él la muerte súbita es súbita gloria; y en la posesión de una conciencia tranquila y de paz con Dios, puede subir a su aposento cuando venga la última hora solemne; puede encoger sus pies en su cama; puede decirle adiós a sus hermanos y compañeros, a su esposa y a sus hijos, y puede cerrar sus ojos en paz sin dudar de que los abrirá en el cielo. Tal vez el gozo del pecado perdonado nunca se destaca más brillantemente que en el lecho de un moribundo. Con frecuencia he tenido el privilegio de comprobar el poder de la religión cuando he estado junto al lecho de personas moribundas. Hay una joven mujer que está ahora en el cielo y que una vez fue miembro de esta nuestra iglesia. Yo fui a verla con uno de mis amados diáconos cuando su partida estaba muy cercana. Sufría la última etapa de la tisis. Se miraba hermosa y dulcemente bella, y creo que nunca oí tales sílabas como las que caían de los labios de esa muchacha. Había tenido decepciones, y pruebas, y problemas, pero de todo ello no tenía que decir ni una sola palabra, excepto que bendecía a Dios por ello; la habían llevado más cerca del Salvador. Y cuando le preguntamos si no tenía miedo de morir, “No” –respondió- “lo único que temo es esto: tengo miedo de vivir, no sea que mi paciencia se agote. Todavía no he dicho ni una palabra de impaciencia, señor, y espero no hacerlo. Es triste estar tan débil, pero pienso que si me tocara decidir preferiría estar aquí que gozando de salud, pues es algo muy precioso para mí; yo sé que mi Redentor vive, y estoy esperando el momento cuando Él envíe su carro de fuego para llevarme con Él”. Yo le hice la pregunta: “¿Tienes alguna duda?” “No, ninguna, señor, ¿por qué habría de tenerla? Yo sujeto mis brazos alrededor del cuello de Cristo”. “Y ¿no tienes ningún miedo por tus pecados?” “No, señor, todos han sido perdonados; yo confío en la sangre preciosa del Salvador”. “¿Y crees que seguirás siendo tan valiente como ahora cuando llegue efectivamente el momento de tu muerte?” “No señor, si Él me dejara, pero Él nunca me dejará, pues ha dicho: ‘No te desampararé, ni te dejaré’”. Ahí tienen a la fe, queridos hermanos y hermanas; que todos la tengamos y recibamos el perdón de los pecados según las riquezas de Su gracia.     

 

 

 

Traductor: Allan Román

15/Mayo/2014

www.spurgeon.com.mx