El Púlpito de la Capilla New Park Street
El Tesoro de
NO.
295
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN EXETER HALL,
“El perdón de pecados según
las riquezas de su gracia” Efesios 1: 7.
Isaías ocupa entre los profetas el sitio
que Pablo ocupa entre los apóstoles. Cada uno de ellos
se destaca con singular prominencia habiendo sido levantado por Dios para un
conspicuo propósito, y cada uno brilla como una estrella de extraordinaria brillantez.
Isaías habló más de Cristo y describió más minuciosamente Su pasión y Su muerte
que todos los demás profetas tomados en su conjunto. Pablo proclamó la gracia
de Dios -gracia libre, plena, soberana y eterna- sobrepasando al glorioso
conjunto de los apóstoles. Algunas veces se remontaba a tales asombrosas
alturas o se sumergía en tales profundidades inescrutables, que aun Pedro no podía
seguirle. Estaba presto a confesar que “nuestro amado hermano Pablo, según la
sabiduría que le ha sido dada”, ha escrito “algunas cosas difíciles de
entender”. Judas pudo escribir acerca de los juicios de Dios y reprobar con
terribles palabras a “hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia
de nuestro Dios”. Pero no podía, como Pablo, explicar el propósito de la gracia
como fue planeado en la mente eterna, o la experiencia de la gracia como es
sentida y experimentada en el corazón humano. Está también Santiago: él, como
un fiel ministro, podía tratar de manera muy detallada con las evidencias
prácticas del carácter cristiano. Y sin embargo, pareciera que se queda en la
superficie; no penetra de manera profunda en el subsuelo sobre el que debe
estar asentado el piso visible de todas las gracias espirituales. Aun Juan,
sumamente favorecido entre todos esos apóstoles que fueron compañeros de
nuestro Señor en la tierra, -dulcemente como el discípulo amado escribe acerca
de la comunión con el Padre y Su Hijo Jesucristo- aun Juan no habla de la
gracia tan ricamente como lo hace Pablo “para que Jesucristo mostrase en mí el
primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para
vida eterna”. No se trata, en verdad, que tengamos libertad para preferir a un
apóstol sobre otro. No podemos dividir a
No hay ministros que contiendan tan plena
y resueltamente por la gracia libre, soberana e incondicional, como aquellos
que antes de su conversión se han recreado en pecados graves y escandalosos.
Sus predicadores caballerosos que han sido educados piadosamente y que han sido
enviados de su cuna a la escuela, de la escuela a la universidad y de la
universidad al púlpito sin encontrar mucha tentación, o sin ser rescatados de
las guaridas de la impiedad, saben comparativamente poco y hablan con escaso
énfasis acerca de la gracia inmerecida. Es
un Bunyan, que profería maldiciones, un Newton que era un verdadero monstruo en
el pecado, y son los seres semejantes a ellos los que no pueden olvidar ni
siquiera una hora en sus vidas posteriores la gracia que los libró del pozo del
abismo y que los arrebató, cual tizones, del incendio. Extraño, en verdad, que
Dios quiera que así sea.
Es inescrutable la providencia que
permite que algunos de los elegidos de Dios se extravíen y anden errantes hasta
donde una oveja se puede descarriar. Sin embargo, tales hombres se convierten
en los más valientes paladines de esa gracia que es la única que puede rescatar
a cualquier pecador de la eterna condenación.
Esta mañana nos proponemos exponer para
ustedes “las riquezas de la gracia de
Dios; este es el Tesoro; luego,
en segundo lugar, hablaremos del “Perdón
de los Pecados”, que ha de ser juzgado por esa Medida: el perdón va acorde
con las riquezas de Su gracia; y vamos a concluir después considerando
algunos de los privilegios que están
vinculados con eso.
I.
Primero, consideren LAS
RIQUEZAS DE SU GRACIA. En un intento por descubrir lo que es inescrutable, yo
supongo que tenemos que usar algunas de esas comparaciones con las cuales
solemos estimar la riqueza de los monarcas y de los potentados de este mundo. Sucedió
una vez que el embajador español, en los días de gloria de España, fue a
visitar al embajador francés, y fue invitado por él a ver los tesoros de su
señor. Con sentimientos de orgullo le mostró los repositorios profusamente
surtidos con la más preciosa y más costosa riqueza de la tierra. “¿Podrías
mostrar joyas tan ricas”, dijo él “o algo parecido a esto en cuanto a la
magnificencia de las posesiones en todo el reino de tu soberano?” “¿Llamas rico
a tu señor?”, respondió el embajador de España, “vamos, los tesoros de mi señor
no tienen fondo”, aludiendo, por supuesto, a las minas de Perú y Petrosa. Así,
en verdad, en las riquezas de la gracia hay minas demasiado profundas para que
las pueda desentrañar el entendimiento finito del hombre. Por profunda que sea
tu investigación, hay todavía una capa situada por debajo que desconcierta toda
investigación. ¿Quién puede descubrir jamás los atributos de Dios? ¿Quién puede
conocer al Todopoderoso a la perfección? No sabemos cómo estimar la propia
cualidad y las propiedades de la gracia tal como mora en la mente de
Entremos pues, hermanos míos, en esta
resplandeciente mina de los atributos de la gracia de Dios. Cada uno de los
atributos de Dios es infinito, y por tanto, este atributo de la gracia no tiene
límites. Ustedes no pueden concebir la infinitud de Dios. ¿Por qué, entonces,
tendría yo que intentar describirla? Sin embargo, recuerden que como los
atributos de Dios tienen el mismo alcance, la medida de un atributo tiene que
ser la medida de otro. O, prosiguiendo, si un atributo no tiene límite, tampoco
lo tiene otro atributo. Ahora, ustedes no pueden concebir ningún límite para la
omnipotencia de Dios. ¿Qué es lo que no puede hacer? Él puede crear, Él puede
destruir. Él puede crear una miríada de universos con Su palabra, o Él puede
apagar la luz de miríadas de estrellas tan fácilmente como nosotros apagamos
una chispa con el pie. Basta que así lo quiera y criaturas sin número cantan Su
alabanza; otro acto de volición, y esas criaturas se hunden en su desnuda nada,
así como la espuma de un momento se deshace en la ola que la transporta y se
pierde para siempre. El astrónomo dirige su telescopio al espacio más remoto y
no puede encontrar ningún límite para el poder creador de Dios; pero si
pareciera encontrar algún límite, nosotros le informaríamos entonces que todos
los mundos de los mundos que se agrupan en el espacio, densos como las gotas
del rocío matutino sobre los prados, no son sino jirones del poder de Dios. Él
puede hacer más que todas esas cosas, puede deshacerlas y convertirlas en nada
y puede comenzar de nuevo. Ahora, así de ilimitado como es Su poder, así de
infinita es Su gracia. Así como tiene poder para hacer cualquier cosa, así
tiene gracia suficiente para dar cualquier cosa, para darlo todo al primero de
los pecadores.
Tomen otro atributo si les parece: la omnisciencia
de Dios. No hay límite para ella. Nosotros sabemos que su mirada está sobre
cada individuo de nuestra raza; le ve tan minuciosamente como si fuera la única
criatura que existiera. Se cuenta del águila que presume desafiar con su mirada
al sol, pero que, cuando alcanza su mayor altura puede detectar el movimiento
del pez más pequeño en las profundidades del mar. Pero, ¿qué es esto comparado
con la omnisciencia de Dios? Su ojo rastrea al sol en su maravilloso curso, Su
ojo advierte al cometa alado cuando vuela a través del espacio, Su ojo
discierne el límite más distante de la creación, habitada o inhabitada. No hay
nada oculto de esa luz, con Él no hay tinieblas del todo. Si me remonto al
cielo, Él está allí; si me sumerjo en el infierno Él está allí; si vuelo
montado en el rayo matutino más allá del mar occidental:
“Su mano, más
veloz, arribará primero,
Y allí
detendrá al fugitivo”.
No hay ningún límite para Su
entendimiento, ni lo hay para Su gracia. Así como Su conocimiento abarca todas
las cosas, así Su gracia abarca todos los pecados, todas las pruebas, todas las
debilidades del pueblo en el que está puesto Su corazón. Entonces, mis queridos
hermanos, la próxima vez que tengamos miedo de que la gracia de Dios se
extinga, miremos en el interior de esta mina y entonces reflexionemos en que
todo lo que ha sido extraído jamás de ella no la ha reducido ni en una sola
partícula. Todas las nubes que han sido tomadas del mar no han disminuido jamás
su profundidad, y todo el amor y toda la misericordia que Dios ha dado a los
casi infinitos números de la raza humana, no ha disminuido ni en una sola pizca
la montaña de Su gracia. Pero sigamos adelante; nosotros juzgamos algunas veces
la riqueza de los hombres no únicamente por sus propiedades reales en minas y
cosas semejantes, sino por lo que tienen disponible que ha sido almacenado en
el tesoro. Tengo que llevarlos ahora, hermanos míos, al reluciente tesoro de la
gracia divina. Ustedes conocen su nombre, se llama el Pacto. ¿No han oído la
maravillosa historia de lo que se hizo en la antigüedad antes de que el mundo
fuera hecho? Dios sabía anticipadamente que el hombre caería, pero Él resolvió
de acuerdo a Su propio propósito y voluntad infinitos, que de esta caída Él
levantaría una multitud la cual nadie puede contar. El Padre Eterno sostuvo un
solemne consejo con el Hijo y el Espíritu Santo. Así habló el Padre: “¡Yo
quiero que los que he elegido sean salvados!” Así dijo el Hijo: “Padre mío,
estoy dispuesto a desangrarme y morir para que Tu justicia no sufra y que Tu
propósito sea ejecutado”. “Yo quiero” –dijo el Espíritu Santo- “que aquellos a
quienes el Hijo redima con sangre sean llamados por gracia, sean vivificados,
sean preservados, sean santificados y perfeccionados y llevados a salvo al
hogar”. Entonces se suscribió el Pacto, y fue firmado, sellado y ratificado
entre los Tres Sagrados. El Padre dio a Su Hijo, el Hijo se entregó a Sí mismo,
y el Espíritu promete toda Su influencia y toda Su presencia a todos los
elegidos. Entonces el Padre dio al Hijo las personas de Sus elegidos, entonces
el Hijo se entregó a Sí mismo a los elegidos y los tomó en unión con Él, y
entonces el Espíritu prometió en el pacto que esos elegidos iban a ser llevados
a salvo al hogar al final. Siempre que pienso en el antiguo pacto de gracia, me
quedo perfectamente asombrado y azorado con su gracia. Yo no podría ser
inducido a ser arminiano de ninguna manera; la poesía misma de nuestra santa
religión radica en esas antiguas cosas de los montes eternos, en ese glorioso
pacto firmado y sellado y ratificado, bien ordenado en todas las cosas desde
toda la eternidad.
Haz una pequeña pausa aquí, mi querido
oyente, y piensa que antes de que este mundo fuera hecho, antes de que Dios
hubiese puesto los profundos cimientos de los montes, o hubiera llenado los
mares con la fuente de la palma de Su mano, Él había elegido a Su pueblo, y
había puesto Su corazón en ellos. A ellos se dio a Sí mismo, dio a Su Hijo, Su
cielo y Su todo. Por ellos Cristo determinó renunciar a Su bienaventuranza, a Su
hogar, a Su vida; a ellos el Espíritu les prometió todos Sus atributos, para
que fueran bendecidos. Oh gracia divina, cuán gloriosa eres tú, sin principio
ni fin. ¿Cómo he de alabarte? Ángeles, hagan suya la melodía; canten estos
nobles temas: el amor del Padre, el amor del Hijo y el amor del Espíritu.
Esto, hermanos míos, si lo piensan bien,
pudiera hacerlos estimar debidamente las riquezas de la gracia de Dios. Si leen
el rollo del pacto de principio a fin, que contiene, como en efecto lo hace, la
elección, la redención, el llamamiento, la justificación, el perdón, la
adopción, el cielo, la inmortalidad, si leen todo eso, dirán: “¡Estas son las
riquezas de la gracia! ¡Dios grande e infinito! ¡Quién es un Dios como Tú por
las riquezas de Tu amor!”
Además, las riquezas de grandes reyes
pueden ser estimadas a menudo por la munificencia de los monumentos que
levantaron para registrar sus hazañas. Nos hemos quedado sorprendidos en estos
tiempos modernos por las maravillosas riquezas de los reyes de Nínive y
Babilonia. Los monarcas modernos con todos sus aparatos no podrían erigir tales
cantidades gigantescas de palacios como aquellos en los que el viejo
Nabucodonosor caminaba en tiempos antiguos. Nos volvemos a las pirámides, y
vemos allí lo que la riqueza de las naciones puede lograr; miramos al otro lado
del océano a México y a Perú, y vemos las reliquias de un pueblo semibárbaro
pero nos quedamos pasmados y asombrados al pensar en qué riquezas y qué minas
de riquezas deben de haber poseído antes de que tales obras pudiesen ser
completadas. Tal vez pudiéramos juzgar mejor las riquezas de Salomón cuando
pensamos en esas grandes ciudades que él construyó en el desierto: Tadmore y
Palmira. Cuando visitamos esas ruinas y vemos las sólidas columnas y la
magnificente escultura, decimos: Salomón era rico realmente. Al caminar en
medio de las ruinas sentimos algo parecido a lo que sintió la reina de Saba:
que ni aun en
“Entonces
seré el que cante más recio en la multitud,
Mientras las
resonantes mansiones en los cielos suenen
Con gritos de
gracia soberana”.
Vayamos ahora un poco más adelante. Hemos
mirado así el vino y los tesoros y los monumentos. Pero hay más. Una cosa que
asombró a la reina de Saba, con respecto a las riquezas de Salomón, fue la
suntuosidad de su mesa. Grandes multitudes se sentaban a la mesa para comer y
beber, y aunque eran muchos, con todo, todos tenían lo suficiente y aun
sobraba. Su corazón se quedó pasmado cuando ella vio las provisiones que
llevaban en un solo día. Olvido en este preciso momento, aunque tenía la
intención de referirme al pasaje de cuántos animales engordados, cuántos bueyes
de pasto y cuántos ciervos, corzos, y animales de caza de todo tipo, y cuántas
coros de harina y cuántos galones de aceite eran llevados a la mesa de Salomón cada
día, pero era algo maravilloso; y las multitudes que se sentaban a festejar
eran maravillosas también, y sin embargo, había suficiente para todos. Y ahora
piensen, hermanos míos, en las hospitalidades del Dios de la gracia cada día.
Millones de millones de Su pueblo están sentados en este día al festín;
hambrientos y sedientos traen con ellos al banquete gran apetito, pero ni uno
solo de ellos regresa insatisfecho; hay suficiente para cada uno, suficiente para
todos, suficiente perennemente. Aunque las huestes que se alimentan allí son
incontables como las estrellas del cielo, con todo, yo veo que a ninguno le
hace falta su porción. Él abre Su mano y suple la carencia de cada santo
viviente sobre la faz de la tierra. Piensen en cuánta gracia requiere un santo,
tanta gracia que nada sino el Infinito puede suministrársela por un día.
Quemamos tanto combustible cada día para mantener el fuego del amor en nuestros
corazones, que podríamos agotar las minas de Inglaterra de toda su riqueza de
carbón. Ciertamente, si no fuera porque tenemos infinitos tesoros de gracia, el
consumo diario de un solo santo podría demandar más que todo lo que pueda
encontrarse sobre la faz de la tierra. Y, sin embargo, no es uno sino son
muchos santos, y muchos cientos, no por un solo día, sino por muchos días; no
únicamente por muchos años, sino generación tras generación, siglo tras siglo,
raza tras raza de hombres, que viven de la plenitud de Dios en Cristo. Sin
embargo, ninguno de ellos padece hambre; todos beben hasta saciarse; comen y
quedan satisfechos. Entonces, qué riquezas de gracia podemos ver en la
suntuosidad de Su hospitalidad.
Algunas veces, hermanos míos, he pensado
que si pudiera obtener la comida sobrante en la puerta trasera de la gracia de
Dios yo estaría satisfecho, como la mujer que dijo: “Los perrillos comen de las
migajas que caen de la mesa de sus amos”, o como el hijo pródigo que dijo: “Hazme
como a uno de tus jornaleros”. Pero ustedes recordarán que ningún hijo de Dios
es orillado jamás a vivir de algarrobas; Dios no da los desperdicios de Su
gracia al más insignificante de ellos, sino que todos son alimentados como Mefiboset:
comen de la propia mesa del rey los bocadillos más exquisitos. Y si uno puede
hablar por los demás, creo que en los asuntos de la gracia todos tenemos la
porción de Benjamín: todos tenemos diez veces más de lo que habríamos podido
esperar, y aunque no recibimos más de lo que necesitamos, con todo, nos
quedamos sorprendidos a veces ante la maravillosa abundancia de la gracia que
Dios nos da en el pacto y en la promesa.
Ahora vamos a otro punto para ilustrar la
grandeza de las riquezas de la gracia de Dios. Las riquezas de un hombre pueden
ser juzgadas a menudo por el atuendo de sus hijos, por la manera en que viste a
su servidumbre y a los de su casa. No es de esperarse que el hijo del hombre
pobre, aunque esté cómodamente vestido, use vestidos semejantes a los que usan
los hijos de los príncipes. Veamos, entonces, cuáles son las ropas con las que
el pueblo de Dios está vestido, y cómo son atendidos. Aquí hablo otra vez sobre
un tema donde se necesita una gran imaginación y mi propia imaginación me falla
por completo. Los hijos de Dios están cubiertos con un manto, un manto sin
costura, que si se llegara a perder, ni la tierra ni el cielo podrían comprar
algo semejante a él. En su textura sobrepasa al lino fino de los comerciantes;
en cuanto a blancura es más puro que la nieve recién caída; ningún telar en la
tierra podría hacerlo, pero Jesús gastó Su vida para elaborar mi manto de
justicia. Había una gota de sangre en cada giro de la lanzadera, y cada hilo
fue hecho con las agonías de Su propio corazón. Es un manto que es divino,
completo; es uno mejor que el que Adán usó en la perfección del Edén. Adán sólo
tenía una justicia humana, aunque era perfecta, pero nosotros tenemos una
justicia divinamente perfecta. Alma mía, estás vestida extrañamente, pues el
manto de tu Salvador está sobre ti; el manto real de David cubre a su Jonatán.
Mira al pueblo de Dios vestido también con las ropas de la santificación. ¿Hubo
alguna vez un manto como ese? Está literalmente rígido por el peso de las
joyas. Él viste cada día al más insignificante miembro de Su pueblo como si
fuese un día de bodas; los viste como una novia se adorna con joyas; Él ha dado
a Etiopía y a Seba para ellos, y hará que se vistan en oro de Ofir. ¡Qué
riquezas de gracia debe de haber en Dios que viste así a Sus hijos!
Pero concluyamos este punto que ni
siquiera he comenzado. Si quisieras conocer las plenas riquezas de la gracia
divina, lee el corazón del Padre cuando envió a Su Hijo a la tierra para morir;
lee las líneas en el semblante del Padre cuando derrama Su ira sobre Su
primogénito y bienamado Hijo. Lee también la misteriosa caligrafía en la carne
y el alma del Salvador, cuando sobre la cruz, temblando en agonía, las ondas de
creciente dolor ruedan sobre Su pecho. Si quieres conocer el amor tienes que
mirar a Cristo, y verás a un hombre tan lleno de dolor que Su cabeza, Su
cabello y Sus vestidos están ensangrentados. Fue el amor el que le hizo sudar
como grandes gotas de sangre. Si quieres conocer el amor, tienes que ver cómo
se burlan del Omnipotente Sus criaturas, tienes que oír cómo calumnian al
Inmaculado los pecadores, tienes que oír cómo entrega el Eterno Ser Su vida en
medio de gemidos, y clama en las agonías de la muerte. “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?” En suma, resumiéndolo todo, las riquezas de la
gracia de Dios son infinitas, más allá de todo límite; son inextinguibles, no
pueden ser consumidas nunca; son suficientes para todo, bastan para cada alma
que venga a tomar de ellas; habrá suficiente por siempre mientras dure la
tierra, hasta que la última vasija de misericordia sea llevada a casa a salvo.
Suficiente, entonces, en lo que respecta
a las riquezas de Su gracia.
II. Por un minuto o dos, déjenme considerar
ahora EL PERDÓN DE LOS PECADOS.
El tesoro
de la gracia de Dios es la medida de
nuestro perdón; este perdón de pecados es conforme a las riquezas de Su gracia.
Podemos inferir, entonces, que el perdón que Dios da al penitente no es un
perdón mezquino. ¿No has pedido perdón a alguien algunas veces, y él te ha
dicho: “Sí, te perdono”, y tú has pensado: “Bien, ni siquiera hubiera pedido
perdón si hubiera pensado que lo daría en un estilo tan rudo como ese; pude
haber continuado como estaba, en vez de ser perdonado de una manera tan forzada”?
Pero cuando Dios perdona a un hombre, aunque sea el peor de los pecadores,
extiende Su mano y perdona libremente; de hecho, hay tanto gozo en el corazón
de Dios cuando perdona, como lo hay en el corazón del pecador cuando es
perdonado. Dios es tan bendecido al dar como lo somos nosotros al recibir. Perdonar
es Su propia naturaleza. Él tiene que ser clemente, tiene que ser amoroso, y
cuando activa Su corazón de amor para liberarnos de nuestros pecados no
escatima el flujo; lo hace voluntariamente, y sin reproche. Además, si el
perdón va en proporción a las riquezas de Su gracia, podemos tener la seguridad
de que no es un perdón limitado, que no es el perdón de algunos pecados
mientras otros quedan sobre la espalda. No, esto no sería conforme a
“Hay perdón
para las transgresiones pasadas,
No importa
cuán negro sea su matiz;
Y, ¡oh!, alma
mía, mira asombrada,
Para pecados
venideros hay perdón también”.
No importa cuántos, no importa cuán
atroces, no importa cuán innumerables pudieran haber sido tus pecados, el
instante en que crees, cada uno de ellos es borrado. En el Libro de Dios no hay
ni un solo pecado contra nadie en este lugar, cuya confianza esté en Cristo, ni
uno solo, ni siquiera la sombra de uno, ni una mancha, ni el remanente de algún
pecado que permanezca, todos han desaparecido. Cuando el diluvio de Noé cubrió
los montes más elevados, pueden tener la seguridad que cubrió las madrigueras
de los topos; y cuando el amor de Dios cubre los pecados pequeños, cubre los grandes,
¡y todos desaparecen de inmediato! Cuando una factura es pagada totalmente, no
hay ningún inciso que pueda ser cobrado de nuevo, y cuando Dios perdona los
pecados del creyente no queda ni un solo pecado; ni siquiera la mitad de uno
puede ser llevado a Su recuerdo de nuevo. Es más, cuando Dios perdona, no
únicamente lo perdona todo, sino que lo hace de una vez por todas. Algunos nos
dicen que Dios perdona a los hombres pero que, sin embargo, se pierden. ¡Un
excelente dios es ese de ustedes! Ellos creen que el pecador penitente
encuentra misericordia, pero que si al poco tiempo resbala o tropieza, será
sacado del pacto de gracia y perecerá. Yo no podría ni querría creer en un pacto
así; yo lo piso bajo mis pies como algo completamente despreciable. Cuando el
Dios que yo amo perdona, nunca castiga posteriormente. Por un sacrificio hay
una plena remisión de todo pecado que hubo alguna vez en contra de un creyente,
o que alguna vez habrá en contra suya. Aunque vivas hasta que tu cabello quede
blanco tres veces, hasta que los mil años de Matusalén pasen sobre tu surcada frente,
ni un solo pecado habrá jamás en tu contra, ni serás castigado jamás por ningún
pecado, pues cada pecado es perdonado, es plenamente perdonado, de manera que
ni siquiera parte del castigo será ejecutado en contra tuya. “Bien, pero” –dice
alguien- “¿cómo es que Dios castiga a Sus hijos?” Yo respondo: no los castiga.
Él los disciplina como un padre, pero eso es diferente del castigo de un juez.
Si el hijo de un juez fuera llevado al tribunal, y ese hijo fuere perdonado
libremente de todo el mal que hubiera hecho, si la justicia lo exoneró y lo
absolvió, pudiera suceder no obstante que hubiera un mal en el corazón de ese
hijo que el padre, por amor al hijo, tendría que sacar con azotes. Pero hay una
gran diferencia entre una vara en la mano del verdugo, y una vara en la mano de
un padre. Que Dios me hiera, si peco contra Él; sin embargo, no es debido a la
culpa del pecado; no hay ningún castigo en él de ningún tipo pues la cláusula
penal ha sido eliminada. Es sólo para curarme de mi falta que hace salir la
locura de mi corazón. ¿Castigas a tus hijos vengativamente porque estás enojado
con ellos? No, sino porque los amas; si tú eres lo que los padres deberían ser,
el castigo es una prueba de tu afecto, y tu corazón se duele más que sus
dolores corporales, cuando tienes que castigarlos por lo que han hecho mal.
Dios no está enojado en contra de Sus hijos, ni hay ningún pecado en ellos que
Él castigará. Él les aplicará la vara pero no los castigará por el pecado. ¡Oh
gracia gloriosa! Es un Evangelio digno de ser predicado.
“El instante
en que un pecador cree,
Y confía en
Su Dios crucificado,
Recibe de
inmediato su perdón,
Redención
plena por medio de la sangre de Cristo”.
Todo ha sido borrado; cada átomo ha desaparecido;
ha sido quitado por siempre y para siempre, y él lo sabe muy bien.
“Ahora
liberado del pecado camino en libertad,
La sangre de
mi Salvador es mi pleno descargo;
A Sus amados
pies pongo mi alma,
Como un
pecador salvado, y le rindo homenaje”.
Habiendo hablado así del perdón del
pecado diciendo que es plenamente proporcionado a la gracia de Dios, le voy a
hacer esta pregunta a mi oyente: Amigo mío, ¿eres un hombre perdonado? ¿Todos
tus pecados han desaparecido? “No” –dice alguien- “no puedo decir que han desaparecido,
pero estoy haciendo lo mejor que puedo para reformarme”. ¡Ah!, puedes hacer lo
mejor que puedas para reformarte, y yo espero que lo hagas, pero eso nunca
lavará tus pecados pasados. Todas las aguas de los ríos de la reforma no pueden
lavar nunca ni una sola mancha de roja sangre de la culpa. “Pero” –dice uno-
“¿puedo creer, tal como soy, que mis pecados son perdonados?” No, pero te diré
qué puedes hacer. Con la ayuda de Dios, ahora puedes arrojarte simplemente
sobre la sangre y la justicia de Cristo, y en el instante en que haces eso,
todos tus pecados desaparecen, y desaparecen de tal manera que no pueden
regresar otra vez. “El que cree en el Señor Jesucristo será salvo”. Es más, él
es salvo en el momento de su fe. No es recibido más como un pecador a los ojos
de Dios. Cristo ha sido castigado por él. La justicia de Cristo lo envuelve y
es acepto en el amado. “Bien, pero” –dice uno- “yo puedo creer que un hombre,
después de que ha sido cristiano por mucho tiempo, puede saber que sus pecados
han sido perdonados, pero no puedo imaginar que yo pueda saberlo de inmediato”.
El conocimiento de nuestro perdón no siempre viene en el momento en que
creemos, pero el hecho de nuestro perdón está antes de nuestro conocimiento de él,
y podemos ser perdonados antes de que lo sepamos. Pero si tú crees en el Señor
Jesucristo con todo tu corazón, te voy a decir esto: Si tu fe está libre de
cualquier confianza en ti mismo, tú sabrás hoy que tus pecados te son
perdonados, pues el testimonio del Espíritu dará testimonio a tu corazón, y tú
oirás esa voz secreta, ese silbo apacible que te dice: “Ten buen ánimo; tus
pecados, que son muchos, te son todos perdonados”. “Oh” –dice uno- “yo daría
todo lo que tengo por eso”. Y tú podrías dar todo lo que tienes, pero no lo
tendrías a ese precio. Podrías dar al primogénito por tu transgresión, el fruto
de tu cuerpo por el pecado de tu alma, podrías ofrecer ríos de aceite, y el
sebo de diez mil animales gordos; no lo tendrías por dinero, pero puedes tenerlo
por nada; es traído a ti gratuitamente; se te pide que lo tomes. Sólo reconoce
tu pecado, y pon tu confianza en Cristo, y no hay ni un solo hombre entre
ustedes que oirá algo acerca de su pecado en el día del juicio. Será arrojado
en la profundidad del océano, será llevado para siempre.
Voy a mostrarles un cuadro, y luego voy a
dejar el tema. Vean, allí está el sumo sacerdote de los judíos. Le llevan un
macho cabrío; es llamado “el macho cabrío expiatorio”. Él pone sus manos sobre
la cabeza de este macho cabrío, y comienza a hacer una confesión de pecado.
¿Vendrás y harás lo mismo? Jesucristo es el macho cabrío expiatorio; ven y pon
tu mano sobre esta cabeza coronada de espinas, y haz confesión de tu pecado,
como lo hacía el sumo sacerdote en la antigüedad. ¿La has hecho? ¿Ha sido
confesado tu pecado? Ahora cree que Jesucristo es capaz y que está dispuesto a
quitar tu pecado. Confía enteramente y completamente en Él. ¿Ahora qué sucede?
El sumo sacerdote toma el macho cabrío expiatorio, lo pone en manos de un
hombre de confianza que lo conduce sobre el monte y por el valle, hasta que
está a muchas millas de distancia, y entonces, soltando de pronto sus ataduras,
lo asusta, y el macho cabrío huye tan rápido como le es posible. El hombre lo
vigila hasta que se va, y ya no puede verlo más. Regresa, y dice: “Me llevé
lejos al macho cabrío expiatorio, y desapareció de mi vista; se ha ido al
desierto”. Ah, mi querido oyente, y si tú has puesto tus pecados en Cristo
mediante una plena confesión, recuerda que Él los ha quitado; cuanto está lejos
el oriente del occidente se han marchado y se han marchado eternamente. Tu
borrachera, tus juramentos se han ido, tus mentiras, tu robo se ha ido, tu
quebrantamiento del día domingo, tus malos pensamientos se han ido, todos se
han ido, y tú no los verás nunca más.
“Sumergidos,
como en un mar sin orillas,
Perdidos,
como en la inmensidad”.
III. Y ahora concluyo notando LOS BENDITOS
PRIVILEGIOS QUE SIGUEN SIEMPRE AL PERDÓN QUE NOS ES OTORGADO CONFORME A
En primer lugar, tendrás paz de
conciencia, tu corazón que palpita tan rápido cuando estás solo estará muy quieto
y tranquilo. Estarás menos solo cuando estás solo. Ese miedo tuyo que hace que
aceleres el paso en la oscuridad porque tienes temor de algo, pero no sabes de
qué, se esfumará por completo. Me enteré de un individuo que estaba tan constantemente
endeudado, y que era arrestado tan continuamente por los alguaciles, que en una
ocasión, cuando iba por unos barandales que protegían una cierta área, habiendo
enredado su manga en uno de los barandales, se dio la vuelta y dijo: “Amigo, yo
no te debo nada”. Pensaba que se trataba de un alguacil. Y lo mismo sucede con
pecadores no perdonados, en dondequiera que estén piensan que van a ser
arrestados. No pueden disfrutar nada. Aun su júbilo, qué es, sino sólo el color
del gozo, el crepitar de las espinas bajo la olla; no hay un fuego sólido y
firme. Pero una vez que un hombre es perdonado, puede caminar en cualquier
parte. Dice: “para mí no es nada si vivo o muero, si las profundidades del mar
me cubren, o si soy enterrado debajo de la avalancha; con el pecado perdonado,
estoy seguro”. La muerte no tiene ningún aguijón para él. Su conciencia está en
paz. Luego da un paso al frente. Sabiendo que sus pecados están perdonados
tiene un gozo indecible. Nadie tiene unos ojos tan chispeantes como el verdadero
cristiano; entonces un hombre conoce su interés en Cristo, y puede leer su título
libre de gravamen. Es un hombre feliz, y tiene que ser feliz. Sus tribulaciones,
¿cuáles son? Menos que nada y vanidad, pues todos sus pecados han sido
perdonados. Cuando el pobre esclavo desembarca por primera vez en Canadá,
pudiera darse el caso de que no tuviera ni un centavo en su cartera y
escasamente ninguna otra cosa que harapos sobre su espalda; pero pone su pie en
suelo británico, y es libre; véanle saltar y danzar, y aplaude diciendo: “Gran
Dios, yo te doy gracias porque soy un hombre libre”. Lo mismo sucede con el
cristiano, él puede decir en su cabaña cuando se sienta para comer su mendrugo
de pan: gracias a Dios no tengo ningún pecado mezclado en mi copa. Todos han
sido perdonados. El pan pudiera estar seco, pero no está ni la mitad de seco
como lo estaría si tuviera que comerlo con las hierbas amargas de una
conciencia culpable y con un terrible aprensión de la ira de Dios. Tiene un
gozo que resistirá todos los climas, un gozo que no cambia con la temperatura,
un gozo que brilla en la oscuridad y que resplandece en la noche así como en el
día.
Luego, prosiguiendo, ese hombre tiene acceso
a Dios. Otro individuo que tiene pecados no perdonados permanece lejos, y si
piensa en Dios del todo, es como un fuego consumidor. Pero el cristiano
perdonado mira a Dios cuando ve los montes y los collados, y los arroyos
rodantes y la rugiente marea, dice: “Mi Padre hizo todo eso”; y le da la mano
al Todopoderoso a través de toda la infinita extensión que divide al hombre de
su Hacedor. Su corazón vuela a Dios. Mora cerca de Él, y siente que puede
hablar con Dios como un hombre habla con su amigo.
Luego otro efecto de esto es que el
creyente no le teme a ningún infierno. Hay cosas solemnes en
Además, el cristiano perdonado está
esperando el cielo. Él está esperando la venida del Señor Jesucristo, pues si
la muerte interviniera antes de ese glorioso evento, sabe que para él la muerte
súbita es súbita gloria; y en la posesión de una conciencia tranquila y de paz
con Dios, puede subir a su aposento cuando venga la última hora solemne; puede encoger
sus pies en su cama; puede decirle adiós a sus hermanos y compañeros, a su
esposa y a sus hijos, y puede cerrar sus ojos en paz sin dudar de que los
abrirá en el cielo. Tal vez el gozo del pecado perdonado nunca se destaca más brillantemente
que en el lecho de un moribundo. Con frecuencia he tenido el privilegio de comprobar
el poder de la religión cuando he estado junto al lecho de personas moribundas.
Hay una joven mujer que está ahora en el cielo y que una vez fue miembro de
esta nuestra iglesia. Yo fui a verla con uno de mis amados diáconos cuando su
partida estaba muy cercana. Sufría la última etapa de la tisis. Se miraba
hermosa y dulcemente bella, y creo que nunca oí tales sílabas como las que
caían de los labios de esa muchacha. Había tenido decepciones, y pruebas, y
problemas, pero de todo ello no tenía que decir ni una sola palabra, excepto
que bendecía a Dios por ello; la habían llevado más cerca del Salvador. Y
cuando le preguntamos si no tenía miedo de morir, “No” –respondió- “lo único que
temo es esto: tengo miedo de vivir, no sea que mi paciencia se agote. Todavía
no he dicho ni una palabra de impaciencia, señor, y espero no hacerlo. Es
triste estar tan débil, pero pienso que si me tocara decidir preferiría estar
aquí que gozando de salud, pues es algo muy precioso para mí; yo sé que mi
Redentor vive, y estoy esperando el momento cuando Él envíe su carro de fuego
para llevarme con Él”. Yo le hice la pregunta: “¿Tienes alguna duda?” “No,
ninguna, señor, ¿por qué habría de tenerla? Yo sujeto mis brazos alrededor del
cuello de Cristo”. “Y ¿no tienes ningún miedo por tus pecados?” “No, señor,
todos han sido perdonados; yo confío en la sangre preciosa del Salvador”. “¿Y
crees que seguirás siendo tan valiente como ahora cuando llegue efectivamente
el momento de tu muerte?” “No señor, si Él me dejara, pero Él nunca me dejará,
pues ha dicho: ‘No te desampararé, ni te dejaré’”. Ahí tienen a la fe, queridos
hermanos y hermanas; que todos la tengamos y recibamos el perdón de los pecados
según las riquezas de Su gracia.
Traductor: Allan Román
15/Mayo/2014
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