El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
La Actitud de nuestro Señor en la Ascensión


NO. 2949

Un sermón predicado la noche del Jueves 20 de Mayo de 1875

por Charles Haddon Spurgeon

En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.
Y publicado el Jueves 17 de Agosto, 1905

"Y los sacó fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo. Y aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo. Ellos, después de haberle adorado, volvieron a Jerusalén con gran gozo; y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios." Lucas 24:50-53

Sermones
Nuestro Señor Jesús, habiendo saqueado el sepulcro y habiendo demostrado así Su poder sobre las cosas que están debajo de la tierra, permaneció durante cuarenta días entre los hombres, y de esta manera reclamó Su poder sobre la tierra misma, y luego ascendió a través del aire para mostrar que el dominio del príncipe del poder del aire estaba destruido, y, finalmente, entró en el cielo de los cielos para reclamar allí la soberanía y tomar así posesión de Sus vastos dominios, desde las más abismales profundidades hasta las más empíreas alturas.

A mí me gusta imaginármelo recorriendo Sus dominios de un extremo al otro, como un conquistador que inspecciona las provincias que han sido conquistadas por su poder. Nuestro Señor no efectuó una rápida travesía a través del mundo. En la mañana de la resurrección, Él habría podido irse de la tumba -tan pronto como fue abierta- directo hasta Su gloria, pero tenía razones para quedarse durante un tiempo, y de esas razones hablaré brevemente antes de llegar al tema principal de mi discurso: la actitud de nuestro Señor en la ascensión.

Su ascensión ocurrió cuarenta días después que resucitó de los muertos. Ustedes saben cuán significativo ha sido siempre el período de cuarenta días en la Escritura; y ustedes saben que, en el propio caso de nuestro Señor, Él pasó cuarenta días en el desierto, siendo tentado por el demonio, así que fue conveniente que se quedara durante cuarenta días de triunfo, en la escena de Su primera gran batalla y victoria. De la instrucción que pudiera estar contenida en esos cuarenta días, no pretendo ofrecer una exposición antojadiza de su significado; pero es muy claro que bastaron para ciertos propósitos excelentes.

Fueron suficientes para demostrar a la humanidad entera que verdaderamente Él había resucitado de los muertos, no como un fantasma, sino en carne y sangre reales. Se apareció muchas veces a Sus discípulos de diferentes maneras y en diversos lugares. No era posible que quinientos hermanos pudieran ser todos engañados al mismo tiempo; y si fuera posible imaginarse eso, no es probable que, estando en grupos de dos o tres, e incluso individualmente, y teniendo el más íntimo trato con Él, pudieran haber estado equivocados. Era esencial, en el más alto grado, que el hecho de Su resurrección fuera certificado más allá de toda duda, y ahora permanece como el hecho más comprobado de toda la historia.

Podemos dudar muchísimas cosas que son registradas por los historiadores, pero no podemos dudar del hecho de la aparición de Cristo después de Su resurrección, pues no se llevó a cabo en un rincón, no se realizó meramente en una ocasión, sino delante muchos testigos y en muy diversos lugares. Los cuarenta días fueron un período suficiente para que nuestro Señor estuviera aquí y dejara muy en claro para todas las edades que realmente había resucitado de los muertos.

Además de eso, no albergo ninguna duda de que reguló Su estadía en la tierra con el propósito de eliminar cualquier duda persistente que pudiera rondar la mente de Sus discípulos. A Tomás fue necesario hablarle, y ordenarle que metiera su dedo en el lugar de los clavos y que metiera su mano en el costado del Señor; y hubo otros que, junto con Tomás, albergaron muchas dudas.

De hecho, no hubo ningún discípulo que no tuviera alguna duda de algún tipo, así que su Señor tuvo que actuar y hablar de tal manera que cada uno de ellos tuviera la completa seguridad en lo tocante a Su identidad, y en lo tocante a la naturaleza de Su cuerpo resucitado. Así les dijo: "Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo."

Además de eso, las instrucciones que Cristo había dado previamente a Sus discípulos requerían de unos últimos toques. Antes de Su muerte, Él les había dicho: "Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar"; pero después de que hubo resucitado de los muertos, ellos pudieron sobrellevar mucho más, y no hay ninguna duda de que Él les hizo revelaciones entonces, que dejaron que penetrara más luz en sus almas. Leemos, en más de una ocasión, acerca de cómo abrió sus entendimientos para que recibieran las Escrituras, y cómo abrió las Escrituras para que sus entendimientos pudieran captarlas.

Pero lo más importante de todo es que nuestro Señor permaneció aquí durante cuarenta días para girar Sus instrucciones a Sus discípulos. A uno de ellos le dijo: "Pastorea mis ovejas", y "Apacienta mis corderos"; y les dijo a todos ellos: "Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo." No partiría hasta no haber girado Sus últimas instrucciones, hasta no haber ordenado, por decirlo así, Sus batallones, hasta no haberlos colocado en Sus filas, y no haberles ordenado marchar hacia delante a la batalla y la victoria.

Hubo una infinita sabiduría en la demora entre la resurrección y la ascensión; y entre más lo consideremos, más veremos que así fue. Baste esto en relación al tiempo de la estancia de nuestro Señor aquí, después de que resucitó de los muertos.

Además, el lugar desde el cual tuvo lugar la ascensión, es muy instructivo. Lucas nos dice: "Y los sacó fuera hasta Betania"; pero en los Hechos de los Apóstoles, nos informa que esta memorable escena tuvo lugar en "el monte que se llama del Olivar, el cual está cerca de Jerusalén, camino de un día de reposo." Las dos narraciones no son inconsistentes entre sí. Yo supongo que nuestro Señor se encontraba en aquella parte del Monte de los Olivos desde la que podía ver Betania.

Para mí, la observación que hace Van Oosterzee sobre este acontecimiento es muy hermosa; él afirma que, cuando nos colocamos en el lugar de la ascensión de nuestro Señor, tenemos tres cosas: el cielo abierto sobre nosotros, pues Cristo atravesó las puertas de oro; tenemos un hogar feliz abajo, cercano a nuestros pies, pues allí estaba Betania, donde María y Marta y Lázaro tenían su feliz morada, y nadie es más feliz que quienes están unidos al Cristo resucitado; y luego tenemos aquí una senda, hollada a menudo por los benditos pies de Cristo, y los discípulos debían regresar por esa senda a Jerusalén, a la misma Jerusalén de la cual los había sacado para Su ascensión. Así que Su ascensión desde esta ubicación nos proporciona tres cosas hermosas: un cielo abierto, un hogar feliz y un sendero consagrado y emparejado por Sus benditos pies.

Tal vez la circunstancia más significativa acerca del lugar de Su ascensión fue que Él regresó al cielo desde el punto en el que había tenido comunión con Sus discípulos frecuentemente. Allí les había abierto muchos misterios. Fue allí que se sentaron, y contemplaron Jerusalén, y Él les habló acerca de la destrucción final de la ciudad culpable. Era un lugar muy querido para ellos, y que debió de haber traído muchos recuerdos a la mente de nuestro Salvador. Allí, justo debajo de la cumbre del monte, se encontraban los olivos de Getsemaní, y Sus ojos podrían haber mirado el lugar en el que luchó por nuestra causa con todos los poderes de la muerte y del infierno.

Es dulce pensar que ascendió a Su gloria desde el lugar de Su agonía y de Su sudor sangriento; y, hermanos míos, nosotros haremos lo mismo en nuestra medida. Desde el lecho en que muramos ascenderemos a la gloria, y allí seremos transfigurados, y seremos hechos semejantes a nuestro Señor; y desde el sepulcro de la muerte -nuestro Getsemaní- nuestros cuerpos saltarán, a la venida del Señor y al sonido de la gran trompeta, para entrar en toda la belleza de la resurrección y la vida. Sí, allí donde combatimos, venceremos; allí donde sufrimos, allí reinaremos.

Me gusta pensar en que el último lugar de la tierra que Jesús tocó fue un monte, pues los montes han sido con frecuencia los lugares en los que se han llevado a cabo las transacciones más grandiosas entre los hombres y Dios, y me gusta verlo acercarse al cielo tanto como pudo sobre Sus pies, porque Él no obraría un milagro en tanto que se pudiera hacer algo por los medios ordinarios; y luego, suavemente, por así decirlo, empujó la tierra hacia abajo y Él mismo ascendió a la gloria, donde ahora se sienta a la diestra de Dios, el Padre.

Consideren el tiempo y el lugar de la ascensión de nuestro Señor, y tendrán algunos temas dignos de su más profunda meditación.

Luego, piensen en la escena misma. Hay discípulos de Cristo congregados en derredor Suyo, ciertamente los apóstoles, y tal vez, otros de Sus seguidores. Salieron a Betania y al monte del Olivar procedentes de Jerusalén. No sabría decir si atravesaron las calles al mediodía; pienso que es muy probable; y si así fue, muchos deben de haber mirado sorprendidos al Nazareno, a Quien habían visto clavado en la cruz del Calvario, vivo nuevamente ahora, y pasando a lo largo de sus calles; si sucedió así o no, no podría decirlo. Atravesaron el Cedrón, ese horrendo torrente en el que depositaban las contaminaciones del templo; y luego rodearon Getsemaní, por el sendero serpenteante, hasta llegar a la cima del monte del Olivar, donde Jesús podía mirar hacia abajo, a un costado, a Jerusalén, y, al otro lado, a Betania; y comenzó a hablar con Sus discípulos; ¿qué pasa si digo que comenzó a cantar Su himno de agonía? No, no debo decir eso, pues no murió otra vez, sino que cantó Su himno de partida, y dio Su mensaje de despedida, y entonces comenzó a levantarse.

¡Cuán atónitos debieron de haberse quedado Sus discípulos! ¡Cómo debieron de haber retrocedido al tiempo que la majestad refulgía de Su ser! Comenzó a levantarse, y subió, despacio, alzándose majestuosamente, y los discípulos miraban hasta que desapareció poco a poco ante sus ojos atónitos; y cuando estaba a punto de desaparecer de su vista, vieron una nube que flotaba y los separaba de Él, y partió: se fue a Su trono.

Me gusta pensar en la ascensión de nuestro Señor de esta manera sencilla aunque sublime. Yo podría haber estado aterrorizado si hubiera sido Eliseo caminando con Elías cuando los caballos y los carros de fuego vinieron para llevárselo, pero no hubo nada terrible acerca de esta ascensión de Cristo. Él no fue un profeta de fuego; Él era delicado, manso y humilde, y no hubo nada que inspirara terror en la manera que ascendió al cielo.

Es muy hermoso para mi mente pensar que no se empleó ningún medio en conexión con esta ascensión. No requirió de alas de ángeles que lo transportaran hasta arriba, de ningún brazo visible de la omnipotencia que lo alzara suavemente de esta tierra, de ninguna águila de Júpiter que ocultara a este Ser elegido y selecto. No; sino que se eleva por Su propio poder y majestad; no necesita de ninguna ayuda. Los ángeles habrían sido muy felices de venir una vez más a la tierra, como habían venido en Su nacimiento, como habían estado en el desierto, como habían venido a Su tumba: gustosamente le habrían ministrado; pero no necesitaba del ministerio de los ángeles; al menos, al comienzo de Su jornada. Él demostró el poder innato de Su Deidad, por el cual podía partir del mundo justo cuando quisiera, rompiendo con la ley de la gravedad, y suspendiendo las leyes que gobiernan usualmente la materia. Muy bien podía realizar esto, ya que Él había hecho esas leyes, y podía alterarlas y controlarlas como le pluguiera. "Le recibió una nube que le ocultó de sus ojos", pues yo supongo que ya habían visto todo lo que tenían que ver; y, tal vez, detrás de esa nube hubo escenas de gloria que no era posible que ojos humanos contemplaran, y palabras que no era legal que seres humanos oyeran. No sé nada acerca de eso. Me agrada el pensamiento de nuestro autor de himnos relativo a los ángeles, después de que la nube le hubo ocultado de la vista de los mortales:

"Trajeron Su carroza de lo alto,
Para llevarlo hasta Su trono;
Batieron sus alas triunfales y clamaron:
'La obra gloriosa está consumada.'"

Parece haber una guía para nosotros en ese incomparable Salmo 24: "Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria." Se lee como si los centinelas que estaban sobre la puerta preguntaran: "¿Quién es este Rey de gloria?", y los ángeles presentes respondieran: "Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla. Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria." De estas cosas hablamos con aliento entrecortado, pues desconocemos lo que sucedió entonces, pero sí sabemos que "Le recibió una nube que le ocultó de sus ojos."

El punto sobre el que quiero reflexionar especialmente, es este: ¿cuál fue la actitud en la que Cristo fue visto por última vez por Sus discípulos? Voy a leer las palabras: "Y alzando sus manos, los bendijo. Y aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo"; de tal forma que la última actitud en la que Cristo fue visto fue esta: Sus manos estaban alzadas en el acto de bendecir a Sus discípulos.

Voy a concentrarme en esa única cosa: las manos alzadas de Jesucristo, para bendecir, mientras partía de este mundo. Algunas veces hay mucho contenido en la actitud que uno asume. El actor, el orador y el predicador, todos ellos, saben que debe haber una acción apropiada en cualquier cosa que hagan. Cuando Rafael representó a Pablo de pie con sus manos levantadas en Atenas, predicando, lo hizo con un buen propósito. Tal vez, la habilidad del artista no ha sido percibida siempre, pues, ¿qué estaba diciendo Pablo cuando alzó sus manos?: "El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres"; y al instante alzó sus manos; y puedo entender muy bien que Pablo alzara sus manos ante Agripa cuando dijo: "¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!, y las esposas chirriaron en sus muñecas.

No se nos dice mucho acerca de la acción con la que nuestro Señor Jesucristo acompañó Sus palabras. Hay algo que fue registrado acerca de Él, en lo que sería una gran bendición si todos los ministros le imitaran: "Abriendo su boca les enseñaba, diciendo." No siempre sabemos qué postura adoptaba; pero, en la ocasión de Su ascensión, sabemos exactamente cuál era Su postura: "Alzando sus manos, los bendijo."

I. Observen, primero, que SUS MANOS ESTABAN ALZADAS PARA BENDECIR.

Esta bendición no fue algo inusual, pues Sus manos eran manos benditas, y nada sino bendiciones, salían siempre de ellas. ¡Qué bendiciones habían recibido miles de personas de esas amadas manos Suyas! Esas manos habían multiplicado los panes y los peces, y habían alimentado a miles de personas hambrientas. Esas manos habían tocado los ojos de los ciegos y los había abierto. Esas manos habían sido puestas sobre el leproso, y había sido sanado. Esas manos habían tocado el féretro en el que yacía el joven muerto, y había sido resucitado de nuevo. ¡Esas benditas manos!

Jesús hacía continuamente amplios recorridos haciendo el bien, y Sus manos estaban siempre esparciendo bendiciones en derredor Suyo, repletas ambas con el rico tesoro proveniente del depósito de Su amoroso corazón. Entonces, conforme bendecía a Sus discípulos al momento que los dejaba, sólo continuaba haciendo lo que había hecho siempre desde que le conocieron.

La bendición más rica que recibas alguna vez de Cristo, no es algo nuevo; es justamente una continuación de Sus hábitos y prácticas antiguos; y si fuera, en este instante, a alzar Sus manos, para darnos alguna bendición especial -como ruego que lo haga- únicamente sería otro eslabón en una larga cadena, de la que cada eslabón es más precioso que el diamante más valioso del mundo. Él alzó Sus manos para bendecir a Sus discípulos de nuevo, porque siempre había estado bendiciéndolos; y seguirá bendiciéndonos, hermanos, porque nos ha bendecido en el pasado, y Él no cambia.

Cristo bendijo a Sus discípulos, pero esta vez lo hizo de una manera diferente, pues les bendijo con una nueva autoridad. Ustedes saben que el sumo sacerdote salía, después de que se había cumplido el día de la expiación, y de que todos los sacrificios habían sido ofrecidos, y se quitaba las vestiduras blancas que había usado durante la primera parte del día como sacerdote común. Esas vestiduras deben de haber estado todas manchadas con sangre, pues todo el día había estado ocupado con el derramamiento y la rociadura de la sangre. Y luego, el sumo sacerdote se vestía con su manto de gloria y belleza, el vestido de azul, y carmesí y lino fino, con sus campanillas de un muy dulce sonido, y sus granadas, y un pectoral resplandeciente sobre su pecho, y una mitra sobre su cabeza; y luego salía, y daba al pueblo la bendición que sólo podía ser otorgada cuando la expiación era consumada.

Y así, hoy, Jesucristo bendice a Su pueblo, no como el sacerdote que está ofrendando el sacrificio, sino como alguien que lo ha ofrecido. Todo está consumado; y ahora, con autoridad, no como un intercesor, sino como alguien que posee el poder de dar, bendice a Su pueblo. Él había invocado bendiciones sobre ellos con anterioridad; ahora pronuncia bendiciones sobre ellos. Había mirado a lo alto, al cielo, por la bendición; pero ahora, por decirlo así, mira desde lo alto, desde el cielo, y Él mismo concede la bendición, pues ahora la tiene en Sus propias manos.

"Toda Su obra y Su guerra completadas."

Ahora va a lo alto, a Su cielo, y demuestra Su derecho a reinar al comenzar ahora el reino de la bendición en medio de los hijos de los hombres. Si pudiera expresarlo así, antes había bendecido a Sus discípulos como el predicador pronuncia la bendición al cierre de su servicio; pero Él ahora los bendecía como no los había bendecido nunca antes, y en ese sentido, fue el comienzo de ese discurso de oro, procedente de aquel pulpito consagrado que está a la diestra de Dios, desde el que continúa predicándonos con base en este texto: "Porque yo vivo, vosotros también viviréis."

En aquella ocasión, la bendición de nuestro Señor Jesucristo fue, sin duda, una bendición muy plena. No se nos informa lo que dijo; me quedo tranquilo con desconocerlo. Me gusta pensar que, posiblemente, no pronunció palabra alguna; sino que semejaba una bendición, y, sobre todo, concedió una bendición con esas benditas manos Suyas. No ascendió con Sus manos cerradas, como si estuvieran llenas de algo exclusivo para Él, sino que estaban extendidas, como si quisiera vaciar Sus manos de las innumerables bendiciones que había obtenido para nosotros, "Miren, hijos míos," -dice- "miren; no me guardo nada para Mí; todo lo que tengo es para ustedes. Escuchen, discípulos míos, escuchen; todo lo que el Padre me ha hecho saber, Yo les he hecho saber a ustedes. Miren, hijos míos; miren, hermanos míos, he aquí, Yo les he dado todo lo que tengo: mi humanidad y mi Deidad, mi vida, mi muerte, mi resurrección y mi gloria."

Y así, con esas benditas manos levantadas, parece impartir la más plena bendición concebible, pues Él nos da todo lo que Dios puede dar, Él nos da todo lo que tiene para que sea nuestro por siempre y para siempre. ¿Acaso no pueden visualizarlo haciendo esto? Le veo ahora con el ojo de mi mente. Mi imaginación pareciera ayudar a mi fe, y yo bendigo Su amado nombre porque la última vez que Sus discípulos le vieron, le vieron con Sus manos vacías después que derramó sobre ellos la bendición.

Noten, también, que esta bendición fue para Sus discípulos. ¿Acaso no puedo poner el énfasis en eso? "Alzando sus manos, los bendijo." Sí, hay bendiciones comunes en las que todos los hombres tienen una participación; pero hay bendiciones para Sus elegidos. Él es universalmente benevolente; pero Él es especialmente generoso para con Sus propios elegidos. Él amó a Su iglesia y se entregó por ella. Él ha redimido a Su pueblo con Su sangre, de todo linaje y lengua y pueblo y nación. Había algo especial acerca de la bendición de Cristo, tal como lo había acerca de Su intercesión. Él dijo a Su Padre en relación a Sus discípulos: "Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste"; y ahora que había resucitado de los muertos, los bendecía. ¿Puedo esperar contarme entre ellos, pues sobre esos discípulos recayó la bendición para que a su vez pudiera ser impartida a la Iglesia entera de Cristo, de la que ellos eran los representantes? ¿Ha recaído esa bendición sobre ti, amado? ¿Nos ha bendecido Dios "con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo"? ¿Hemos recibido la bendición del perdón, la bendición de la justificación, la bendición de la adopción? ¿Tenemos hoy la bendición de la comunión, la bendición del poder para vencer al pecado? El Señor da todas estas cosas a los Suyos que le conocen, a Sus ovejas que oyen Su voz, y que le siguen, y para quienes Él es, en verdad, el buen Pastor.

Entonces permítanme susurrarles a su oído: si les ha bendecido, serán bendecidos, pues no hay poder en el cielo, o en la tierra, o en el infierno, que pueda revertir la bendición que Él otorga. Si Jesús lo dice, ustedes en verdad son bendecidos; y Él lo dirá de nuevo en el último y tremendo día: "Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo." No obstante todas sus tribulaciones y todos sus problemas, sus debilidades y flaquezas, ustedes son benditos: "Benditos vosotros de Jehová, que hizo los cielos y la tierra"; y serán benditos por siempre y para siempre; pues Él, que ha ido a lo alto, les ha dejado el legado de Su bendición, que no les será quitado nunca.

Yo considero esta bendición de los discípulos de parte de su Señor ascendiendo, como un adecuado final para la vida del Salvador, como si el Señor les dijera: "he aquí, este es un resumen de mi vida entera; he vivido para bendecirles. Esa es la suma total de mi enseñanza, ese es el grandioso fin de mi ministerio, ese es el resultado seguro de mi muerte: que Yo los bendiga".

Esa bendición de la resurrección, es la culminación de la vida de nuestro Salvador; esa es la última piedra colocada sobre la pirámide de Su poderosa obra; esa bendición es la última y la más elevada, y es la mejor de todas. Hemos de gloriarnos y regocijarnos en ella. ¿Quién podría agregar algo a lo que Cristo ha consumado? Lucas concluye su Evangelio de manera sumamente apropiada con un "Amén", y es Amén. Ciertamente así será. No hay maldiciones que sigan a la bendición divina. No habrá terrores de ira que sigan a la bendición del amor. Él lo ha dicho, y permanece firme; aunque pasen el cielo y la tierra, Su pueblo será bendito.

Este es mi primer punto: la postura de nuestro Señor al ascender. Sus manos estaban alzadas para bendecir.

II. Ahora, en segundo lugar, ESAS MANOS ERAN MANOS HORADADAS.

¡Miren! Está levantándose sobre el Monte de los Olivos. Todavía no ha ascendido lo suficientemente alto para que lo perdamos de vista por completo; mi imaginación está procurando visualizar la escena, y miro, y digo: "sí, yo le conozco; puedo ver todavía las señales de los clavos." Mientras esté a la vista, con Sus manos alzadas, pueden ver las señales distintivas del Señor Jesús: los emblemas y las marcas del Crucificado. No podrían confundirle. Esas son las manos que fueron clavadas al cruel madero de la cruz.

Esas manos horadadas, cuando alzamos nuestra mirada para verlas, son útiles y consoladoras, porque, primero, nos permiten saber que son realmente las manos de Cristo. Es Él quien nos bendice; por fe, estamos recibiendo bendición de Jesucristo, y no de alguien más. Pero esas manos hacen algo más que eso por nosotros. Nos muestran el precio de la bendición que nos ha otorgado. Nos está bendiciendo, pero, ¡oh, cuánto le costaron esas bendiciones! Innumerables misericordias fluyen de arriba sobre nosotros:

"Dichas, como Sus aflicciones, inmensas, desconocidas."

Pero Él no quiere que olvidemos los dolores con los que compró nuestras dichas.

"No hay un solo don otorgado por Su mano
Que no le hubiere costado un gemido de Su corazón."

Hermano, tú eres bendecido por el Señor Jesucristo, pero la bendición te es otorgada por la mano horadada de Cristo. Si no hubiese sufrido nunca, no habrías podido ser salvado nunca. "El castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados." Los discípulos vieron, no meramente que era una bendición proveniente de su Señor, y una bendición que le había costado las señales de los clavos, sino que era una bendición que les llegaba por la vía de Sus manos horadadas.

Todo lo bueno lo recibimos por medio de Cristo, y especialmente por medio de su sacrificio expiatorio. No podemos tener Su justicia aparte de Sus sufrimientos. No podemos obtener poder para conquistar al pecado y a Satanás, aparte de la mano que fue horadada.

"Cuando gravemente herida el alma golpeada
Yace sangrante y sin ninguna venda,
Una sola mano, una mano horadada,
Puede curar la herida del pecador."

Podrías probar todas las manos reales del mundo, pero no podrían curar el verdadero "mal del Rey" (1) -el terrible mal del pecado- que sólo se cura hasta que la mano horadada de Jesús sea puesta sobre el pobre sufriente; y, entonces, cesa al instante la fiebre de la desesperación, y es extraído el amor desesperado al pecado. Únicamente las heridas de Jesús pueden curar las heridas de nuestra humanidad enferma. ¡Qué bendición es saber que el camino al corazón de Dios es a través de las heridas de Cristo! No se puede obtener nada de Dios excepto a través de esas heridas. Esta es aquella escalera que vio Jacob en su visión. Esta es aquella puerta del Paraíso a través de la cual los justos deben entrar. Este es el refugio de aquellas pobres almas que son acosadas por el león rugiente del infierno; deben huir veloces, como cervatillos aterrorizados, hacia las heridas de Jesús, y encontrar protección allí. Ustedes saben cómo lo expresa nuestro himno:

"Primero míralo a Él, y luego al pecador,
Mírame a través de las heridas de Jesús."

Es una bendición mirar esas manos horadadas; no con estos ojos mortales, pues podrían haberlas mirado, y, sin embargo, podríamos no haber creído en Él; pero es una gran bendición mirar, con el ojo de la fe, a las manos horadadas de Jesús; mirarlo a Él, a quien hemos horadado, y así, ser conducidos a lamentar el pecado que le horadó. Es una gran bendición tener un corazón quebrantado que se lamenta por causa del pecado, y mirar a Jesucristo y saber que se ha llevado mis pecados de inmediato con esas amadas manos Suyas horadadas: eso es todavía una mayor bendición.

Le pido al Señor que capacite a muchos de ustedes para que miren a las manos horadadas de Jesús. Hay vida en una mirada a Él. Vuelve ahora tus ojos, aunque empañados de lágrimas, casi ciegos por la incredulidad, con una catarata de desesperación incrustada sobre ellos, y míralo de la mejor manera que puedas:

"Él soportó, para que tú no tuvieras que aguantarla,
La justa ira de Su Padre."

Únicamente en esas manos horadadas puedes encontrar salvación, pues todo poder en el cielo y en la tierra es dado a esas manos, y por esa razón es que les predicamos el Evangelio. Jesús es capaz, con un roce, de conceder la salvación sobre el propio primero de los pecadores. Así que la bendición llega por las manos que fueron horadadas.

Yo pienso que esta acción de Cristo es un epítome del Evangelio, la sustancia de todo el asunto: las manos horadadas distribuyendo bendiciones. Allí está Jesús, ascendiendo de la tierra al cielo de la cual resucitó, desde el sepulcro donde fue enterrado después de que murió como el Sustituto de los pecadores; y cuando asciende, está bendiciendo a los hombres con Sus manos horadadas. A un pecador yo le diría: "Esta es la vía por la que la bendición ha de venir, procedente de las manos horadadas del Cristo que resucitó de los muertos. Míralo a Él y vive."

III. No he de demorarme más, aunque el tema es seductor, sino que lo he concluir con una tercera reflexión. Les he recordado que las manos de Cristo fueron alzadas para bendecir, y que esas manos eran manos horadadas; ahora, en tercer lugar, tengo que mostrarles que ESAS MANOS BLANDEN EL CETRO. Miramos hacia atrás, al Calvario y al Olivar, y recordamos que las manos que nos bendijeron fueron las manos que sangraron por nosotros. Ahora miramos hacia delante, y vemos que las manos que nos bendijeron son las manos que gobiernan el mundo.

En este preciso momento, el cetro de la providencia es sostenido en la mano que fue horadada: la mano del Hombre de amor, el Crucificado; pues "todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten." No hay un solo ángel en el cielo que no se deleite en cumplir Sus órdenes, y vendrá el tiempo en el que "en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre."

Además, esas manos, que nos bendijeron, son las manos que gobiernan la Iglesia de Dios. En este momento, Jesús camina en medio de los candeleros de oro, portando bendiciones para las diversas ramas de Su Iglesia, gobernando en todas partes en todas las cosas, pues Él es "Cabeza sobre todas las cosas a la iglesia".

Y esas son las manos que veremos en la mañana de la resurrección, cuando suene la trompeta, y ese gran trono blanco que, como un espejo, reflejará el yo más íntimo del hombre, llenará el centro de la prodigiosa asamblea de todos los hombres de todas las naciones y de todas las edades. La mano del Juez será la mano de nuestro Redentor. La esposa le dice al Esposo en el Cantar de los Cantares: "Sus manos, como anillos de oro engastados de jacintos." Independientemente de lo que pueda significar ese hermoso conjunto de imágenes, estoy seguro de que no puede ser lo suficientemente bueno para expresar la belleza de la mano de Cristo para nosotros. La joya más brillante que haya usado jamás algún monarca, no podría compararse, ni siquiera por un segundo, con la belleza de esas heridas Suyas.

"Ahora brillan esplendentes Sus señales de los clavos,
Todo ojo verá Sus heridas:
Quienes le horadaron
Se lamentarán ante Su aparición".

Pero nosotros no lo haremos, pues diremos: "Esas son las mismas manos que nos bendijeron. La última vez que fueron vistas por hombres mortales estaban extendidas para bendecir a Sus discípulos, así que no pueden ser manos que nos hieran, pues Él no bendice primero para después maldecir". Nunca se dirá de Él: "De una misma boca proceden bendición y maldición" para Su pueblo. No, Él dice: "He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida"; y en esas huellas de los clavos, Jesús lee los nombres de todos los miembros de Su pueblo. Por amor a ellos soportó todo lo que aguantó por su causa. Las manos de Jacob, sin duda, mostraban las marcas de su dura faena de catorce años por Raquel; y si se las enseñó alguna vez, deben haber parecido hermosas a la vista de ella, ya que eran señales de su amor largamente probado.

Pero, ¡oh, qué benditas muestras de amor serán las señales de los clavos de Cristo para nosotros, y qué benditas seguridades serán para nosotros, que, habiéndonos amado tanto, nunca nos maldecirá; que, habiéndonos comprado con Su sangre, no puede desecharnos! "¿Quién nos separará del amor de Cristo?" No se puede separar las señales de los clavos de las manos, ni podrías separar a aquellos que fueron redimidos por la sangre de Jesús, del corazón de Aquel que los redimió. En Su carne lleva las señales de Su eterna unión con nosotros; y esa señal de los clavos es como el anillo de matrimonio: la muestra que Él es hueso de nuestro hueso, y carne de nuestra carne, y uno con nosotros por siempre. "Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos." Pablo con verdad escribió: "Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia."

¿Cuál habrá de ser el resultado de todo esto? ¿Han visto a Cristo en alguna medida esta noche? ¿Ha hecho uso de mi lengua el Espíritu Santo, como si fuera un pincel, para pintar un cuadro? Por fe, ¿han visto a Cristo ascendiendo con manos alzadas, las manos horadadas, las manos que han de blandir el cetro de la soberanía universal? Entonces, hagan justo los que hicieron Sus discípulos.

Primero, "le adoraron". Rindamos a Jesús ahora, en nuestra mente, un claro acto de adoración; no debe concluir el día hasta que, en adición a todas esas devociones que solemos rendirle, efectivamente le adoremos. Hay una nube entre nosotros y Él, pero el consuelo es que es solamente una nube; y el sol pronto traspasa una nube. Es una nube que está derramando una lluvia bendiciones sobre nosotros; pues era conveniente para nosotros que Cristo se fuera, y el descenso del Espíritu es uno de los resultados de Su ascensión a los cielos. Él puede brillar a través de esa nube, y brillar también gloriosamente a través de ella. Adorémosle ahora. "¡Bendito sea Tu nombre, oh Tú Eterno Dios, Emanuel, Dios con nosotros!" Adórale, hermano, en el silencio de tu alma.

Luego, a continuación, como los discípulos, hemos de llenarnos de gozo, pues se nos informa que "Después de haberle adorado, volvieron a Jerusalén con gran gozo." Sí, deben regresar a su Jerusalén, deben regresar a casa, deben ir en medio de hombres y mujeres impíos para servir a su Señor; pero han de ir como lo hicieron los discípulos: "con gran gozo"; vayan con esta nota de júbilo en sus labios:

"Nuestro Señor ha resucitado de los muertos;
Nuestro Jesús ha ascendido a lo alto;
Los poderes del infierno son conducidos cautivos
Arrastrados a los portales del firmamento."

Yo he experimentado que un pensamiento de la exaltación de nuestro Señor me ha alzado de los límites de la desesperación, en una terrible hora, hace mucho tiempo, cuando la razón casi vacilaba después de que me habían sobrevenido grandes calamidades. Recuperé mi equilibrio y mi paz mental, en un solo instante, al recordar este texto específico: "Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre." Yo me sentí, después del accidente en el Surrey Gardens Music Hall, como el soldado que estaba mortalmente herido, y tirado en una zanja, pero me pareció oír el grito: "Dios también LE exaltó", así que no me importó lo que me sucediera a mí, en tanto que mi Señor fuera exaltado.

Se dice que uno de los grandes soldados de Napoleón yacía herido, y desangrándose hasta la muerte; pero vio al Emperador cabalgando cerca de él, y sus ojos despidieron fuego otra vez, y dijo: "no se preocupen por mí, pues el Emperador está a salvo." Así es como yo sentí, en un sentido mucho más elevado, en relación a mi exaltado Señor, y me dije: "En tanto que viva y reine, todo está bien. Los hombres pudieran encolerizarse contra mí como quieran, pero, ¿qué importa en tanto que Él sea exaltado?" Yo quisiera, queridos amigos, que sintieran así en relación a su Señor que ascendió al cielo. Regresen a casa, y adórenle, y sean llenos de gran gozo.

Luego hubo otra cosa que hicieron los discípulos; ellos "estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios. Su gozo ha de tener una adecuada expresión. Jesús ha resucitado, así que comiencen a alabarle; y, habiéndolo hecho una vez, continúen alabándole, y no dejen de hacerlo en tanto que haya una causa para alabarle, y eso será por siempre y para siempre. Jesús ha ido a lo alto, al cielo, y ha abierto un camino directo al trono de Dios, entonces envíen sus alabanzas a Él, a lo alto; el corazón de ustedes ha de remontarse directamente desde la tierra hasta el corazón de Dios. Yo puedo exhortarlos a que hagan esto, pero únicamente el Espíritu Santo puede habilitarlos para hacerlo, y yo ruego que Él haga esto ahora para todo el pueblo del Señor.

Si los que están fuera se estuvieran preguntando: "¿qué tenemos que ver con este Jesús que ha ascendido al cielo?", permítanme simplemente recordarles de otro propósito de Su exaltación. Pedro le dijo al sumo sacerdote: "A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento", -esto es, al propio primero de los pecadores- "para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados"; y es por medio de la fe en Él que este perdón les puede ser otorgado a ustedes. Si confían en Él, que ha resucitado de los muertos, y ha ascendido a Su gloria, serán salvos, pues "puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos." Eso es lo que está haciendo ahora, así que confíen a Él su caso, confíen en Él ahora, por causa de Su amado nombre. Amén.

Nota del traductor:

(1) Mal del Rey: En la Edad Media se tenía la creencia que ciertas enfermedades de la piel, y en particular la 'escrófula', o tumefacción de los ganglios linfáticos que predispone a la tuberculosis, podían ser curadas si el rey tocaba al enfermo. "El toque real", el toque del soberano de Inglaterra. Por esta razón la escrófula era conocida también como el 'Mal del Rey'.