El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Un Hito
Memorable
NO.
2916
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 29 DE DICIEMBRE DE 1904.
Vigésimo quinto aniversario del primer sermón
del señor Spurgeon en el Tabernáculo
“He anunciado
justicia en grande congregación; he aquí, no refrené mis labios, Jehová, tú lo
sabes. No encubrí tu justicia dentro de mi corazón; he publicado tu fidelidad y
tu salvación; no oculté tu misericordia y tu verdad en grande asamblea. Jehová,
no retengas de mí tus misericordias; tu misericordia y tu verdad me guarden
siempre”. Salmo 40: 9-11.
Algunas veces, queridos
amigos, deberíamos hacer una revisión de nuestra vida. Hay ocasiones cuando los
hombres se ven obligados a hacerla, y la rememoración puede estar llena de
provecho para ellos. Me doy cuenta de que muchas personas miran al pasado en
sus horas de dificultad. Una nube negra los induce a hacer una pausa. En la
prosperidad, habrían continuado corriendo sin reflexionar mucho, pero la
aflicción los llama a hacer un alto. Son conducidos a Dios en oración, y si
Dios ha sido clemente para con ellos en el pasado, en tales momentos no es
inusual que recuerden Su gran bondad y que la mencionen mientras imploran en el
propiciatorio. Dicen: “Él les ha hecho bien a sus siervos. Hasta aquí nos ayudó
Jehová”. Miran al pasado y ven los Ebenezeres que han levantado en años
pasados, y entonces claman: “¿Ha olvidado Dios el tener misericordia?”
“¿Y habría podido enseñarme a confiar en Su
nombre,
Y traerme hasta aquí, para avergonzarme?”
De ese modo alejan sus
aflicciones, y el recuerdo de la anterior misericordia les ayuda a arrebatar
tizones de los altares de los años idos para encender con ellos el fuego del
sacrificio del momento presente.
Los hombres tienen también
la costumbre de revisar sus vidas cuando son llevados a las proximidades de la
tumba. Cuando tememos que la vida está a punto de acabar, es útil comenzar a
hacer el cálculo de la suma para ver a cuánto asciende el total. Si Dios nos
dijera: “Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás”, la mejor manera de
hacerlo sería recordando el pasado y considerando lo que hemos hecho y lo que
Dios ha hecho; y luego contrastar lo uno con lo otro, para que podamos
arrepentirnos del pecado y podamos tener esperanzas gracias a la misericordia.
Ahora bien, aunque
nosotros, personalmente, no hayamos sido conducidos todavía tan cerca de la
muerte, con todo, durante el mes pasado, como un pueblo, estuvimos yendo más o
menos continuamente al sepulcro. Creo que sumaron siete los notables hermanos y
hermanas que se quedaron dormidos la semana pasada, así que las flechas de la
muerte han estado silbando constantemente sobre nosotros; por tanto, como nos
hemos estado acercando a la ribera del río y se nos ha recordado que nosotros
mismos tendremos que desprendernos en breve de este tabernáculo, debemos mirar
un poco al pasado y acordarnos de todo el camino por donde nos ha traído el Señor
nuestro Dios.
Sin embargo, hay otras
ocasiones fuera de aquellas de gran aflicción o de una temida partida, en las
que los sabios están plenamente justificados de considerar el período como
particularmente notable. Yo he llegado hoy a una fecha así. Hemos visto pasar
veinticinco años desde que prediqué mi primer sermón en esta casa. Inauguramos
este santuario con cánticos de gozo. Muchos de los que entonces estuvieron con
nosotros están ahora en la gloria, y muchos de los que hoy están con nosotros ni
siquiera habían nacido entonces. A los que estuvieron presentes en la
inauguración del Tabernáculo les ha de parecer ahora un edificio que se está
poniendo viejo. Oigo que la gente habla del “amado y vetusto Tabernáculo”, y
hacen bien, pues un cuarto de siglo no es un lapso insignificante en la historia
de un edificio o de una Iglesia. Se ha logrado muchísimo en estos veinticinco
años, y hemos disfrutado de abundante misericordia, tanto a nivel personal como
de iglesia. No consideré apropiado dejar pasar la ocasión sin que ofreciera una
devota acción de gracias al Señor por toda Su misericordia para con nosotros, y
sin que me esforzara por decir unas palabras que tal vez nos hagan tomar una
mayor conciencia de nuestra deuda con Dios, y que nos induzcan a consagrarnos a
Su servicio más que nunca.
Aunque este texto le
pertenece primero que nada, en el sentido más divino y más pleno, a nuestro
clemente Señor, también le pertenece a David, y a través de David, a todos
aquellos a quienes Dios ha llamado a dar un testimonio del Evangelio de Su
gracia. Podemos decir, y en efecto lo decimos, humildemente pero de manera sumamente
enérgica: “He anunciado justicia en grande congregación; he aquí no refrené mis labios, Jehová, tú lo sabes. No
encubrí tu justicia dentro de mi corazón; he publicado tu fidelidad y tu
salvación; no oculté tu misericordia y tu verdad en grande asamblea”. Sé que
hay muchos hermanos aquí que -cada quien en su propio ministerio- se unen a
nosotros diciendo lo mismo. A ellos hay
que agregarles muchos hermanos y hermanas que, aunque no están en el
ministerio, al menos a su medida, y en el espíritu de las palabras, pueden
afirmar lo mismo: “He anunciado justicia en grande congregación; he aquí, no
refrené mis labios, Jehová, tú lo sabes. No encubrí tu justicia dentro de mi
corazón; he publicado tu fidelidad y tu salvación; no oculté tu misericordia y
tu verdad en grande asamblea”.
I. Retomando,
entonces, nuestro texto, tenemos primero, UN TESTIMONIO CONTINUO. Muchos de
ustedes han dado testimonio de Dios en sus hogares así como en sus vidas;
algunos de ustedes han dado testimonio en sus clases en la escuela dominical;
algunos lo han hecho en las calles; otros en reuniones sostenidas en algunas
cabañas; algunos en asambleas más grandes. Quienes somos llamados al ministerio
público de
Ha sido imperfecto, pero ha sido sincero. Al
rememorar nuestro testimonio de Dios, casi desearíamos suprimirlo debido a sus
imperfecciones; pero podemos decir verazmente que ha sido dado sinceramente,
según la medida de la capacidad que nos ha sido concedida. Ha sido dado sin
ninguna duda, sin ninguna reserva mental y con intensidad de espíritu; ha sido dado
porque no podía ser silenciado. Yo les he predicado el Evangelio a ustedes,
hermanos y hermanas míos, porque lo he creído, y si lo que les he predicado no
fuera cierto, yo sería un réprobo. Para mí no hay ningún goce en la vida ni
ninguna esperanza en la muerte, excepto en ese Evangelio que he expuesto aquí
continuamente. No es para mí una teoría. Me atrevería a decir que es algo más
que una creencia. Se ha convertido en un hecho absoluto para mí. Está
entretejido con mi conciencia. Es parte de mi ser.
Cada día se vuelve más querido para mí; mis gozos me atan a él, y mis
aflicciones me conducen a él. Todo lo que está detrás de mí, todo lo que está delante
de mí, todo lo que está arriba de mí, todo lo que está debajo de mí, todo me
fuerza a decir que mi testimonio ha sido dado con mi corazón, con mi mente, con
mi alma y con mi fuerza; y estoy agradecido con Dios porque puedo decir esto,
expresándolo tal como lo expresa el texto: “Jehová, tú lo sabes”. Aunque otros
no conozcan la verdad del asunto, yo me regocijo porque mi Señor conoce mi
corazón.
Me siento agradecido con
Dios porque puedo decir esto debido a los
temas del testimonio. El primer tema del testimonio del salmista había sido
“la justicia” de Dios. Ese es el punto principal que ha de advertirse en todo
el testimonio de Dios: la justicia positiva de Dios en Sí mismo; el
procedimiento de la justicia de Dios por el que justifica al impío; el método
de Dios de esparcir la justicia en el mundo por el poder y la energía de Su
Santo Espíritu. Desde luego, creo en un Dios que castiga el pecado. Yo nunca
los he complacido con la idea de que el pecado es una minucia, y de que en
alguna edad futura se puede expiar a sí mismo. No, me ha parecido que la
justicia de Dios es un oscuro trasfondo sobre el cual hay que dibujar las líneas
refulgentes de Su amor eterno en Cristo Jesús. La justicia de Dios es vindicada
a plenitud en la expiación de Cristo. Él es “el justo, y el que justifica al
que es de la fe de Jesús”. Yo no pido que me sea concedido ningún perdón
injustamente. Mi conciencia no podría quedarse satisfecha con un perdón que me
fuera otorgado injustamente, pues la gloria de Dios se vería deshonrada de esa
manera. Si el pecado fuese perdonado sin ninguna expiación, habría una mancha
en el libro del estatuto celestial. Pero nosotros hemos predicado la justicia
de Dios y sentimos que, haciéndolo, ponemos un cimiento seguro sobre el cual se
basan el consuelo y la esperanza del creyente en Cristo Jesús.
En adición a la justicia
de Dios, el salmista había predicado Su “fidelidad”. El Señor cumple todas Sus
promesas. Él es el Fiel Prometedor, y cumple lo que promete. No hay ninguna
mentira en Él, ningún cambio, ninguna sombra de indecisión. “Él dijo, ¿y no hará?”
¿Cuál de Sus promesas ha fallado jamás? ¿Se ha arrepentido de Su pacto incluso
en el más mínimo detalle, o ha alterado la palabra que ha salido de Sus labios?
No hemos dado testimonio de un Dios inconstante, ni de una débil salvación que
salva por un tiempo pero que después de todo no salva realmente, sino que permite
que los santos se aparten y perezcan eternamente. Es más, hemos transmitido de
manera resuelta la declaración de nuestro Señor: “Y yo les doy (a mis ovejas) vida eterna; y no
perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”. Nosotros creemos en el
amor eterno, en un pacto eterno, ordenado en todas las cosas, y que será
guardado, y por eso la justicia y la fidelidad han sido dos cimientos de
nuestro ministerio sobre los cuales hemos intentado edificar un Evangelio digno
de nuestra predicación y digno de la audición de ustedes.
Luego el salmista dice
que había dado testimonio de dos cosas conjuntamente: “Tu misericordia y tu
verdad”. ¡Oh, hermanos y hermanas, qué tema tenemos aquí! “¡Tu misericordia!”
La generosa misericordia de Dios, Su desbordante amor, Su linaje, su amabilidad
para Sus escogidos, a quienes ha constituido para que sean un pueblo cercano a
Él y a quienes les manifiesta Su propia alma. La palabra “amorosa”, añadida a la
palabra “amabilidad”, la convierten en una joya doblemente preciosa (1). ¿Hay
entre las palabras alguna otra que iguale a esta: “misericordia”? Predicarles
la misericordia del Señor ha sido algo dichoso para mí. No necesité ser impelido
a realizar esa feliz tarea. Más bien algunas veces casi he necesitado ser detenido
cuando he rebasado la hora asignada, y mi tema ha hecho que me olvide de todo.
¡Oh, la misericordia del Señor para con aquellos que depositan su confianza
bajo la sombra de Sus alas! Ese es un tema sobre el cual uno podría predicar
perennemente sin llegar a agotar sus tesoros.
Y luego Su “verdad”: la
verdad de Dios, la verdad de Su Palabra, la verdad de Su Hijo, la verdad de las
grandes doctrinas que recibimos por el Evangelio. Yo no les he predicado a
ustedes ningún tipo de especulación. Nunca he buscado inventar nuevas formas de
verdad. Un día se verá de quién son los pensamientos que se sostendrán: si los
pensamientos de Dios o los del hombre; y se verá cuál es el verdadero
ministerio: el que recoge
Ahora, queridos amigos, permítanme
decirles a continuación que este texto describe una obra que ha sido realizada en medio de grandes dificultades. Pudiera
parecer que es algo muy fácil tener un mensaje y decirlo simplemente. Sí, así
lo parece; pero no es tan fácil como se ve a primera vista. Yo no supongo que
ustedes crean que sus sirvientes transmiten siempre sus mensajes con precisión.
¿Alguna vez se sentaron en torno a una mesa y le dijeron a una persona alguna
historia, pidiéndole que se la contara a su vecino? Dejen que cada uno la
susurre a otro y para cuando llegue al final del recorrido difícilmente
reconocerían su historia; habría cambiado mucho. En nuestras mentes hay una
tendencia a alterar lo que contamos, y es una verdadera lucha apegarse a la
estricta verdad. Además, a esta época le encantan las cosas bonitas, lo fresco
y lo novedoso; y no siempre es fácil nadar contra la corriente, ni lo es ir en
contra de la tendencia de los tiempos y del espíritu de la época. No tenemos un
deseo especial de ser considerados más necios que cualquier otra persona. Sabemos
dónde está toda la sabiduría; al menos deberíamos saberlo, pues oímos acerca de
ella con la suficiente frecuencia. Pregúntenles a los hermanos de la escuela
del “pensamiento moderno” si no tienen toda la sabiduría que se pudiera poseer
actualmente. Si no dicen que la tienen, muchos de ellos actúan como si pensaran
que la tienen. No, amigos, después de todo no es tan fácil apegarse simplemente
a la verdad sencilla. Hay un hermano que ha ideado algo maravillosamente
novedoso. Leemos su libro; ¿acaso no lo podríamos seguir un poco? Descubrirán,
hermanos, que si resuelven asirse firmemente a la fe que ha sido una vez dada a
los santos, tendrán que pelear una batalla en la que serán vencidos a menos que
confíen en Dios para recibir la fortaleza. Si están dispuestos a desprenderse
de la verdad, sólo tienen que buscar agradar al hombre, y eso se logra pronto,
y entonces recibirán el saludo de: “¡Salve, compañero! Encantado de conocerte”.
Pero si tienen la intención de declarar la verdad de Dios, necesitarán la ayuda
del Altísimo en la lucha.
Pero aunque el testimonio
ha sido dado en condiciones difíciles, ha
ido acompañado de un indecible placer. ¡Oh, el deleite de predicar el
Evangelio! Con frecuencia les digo a los jóvenes que solicitan su admisión en
el Colegio: “Si puedes evitarlo, no te hagas un ministro”. Pero si no puedes evitarlo,
si un destino divino te induce, ¡dale gracias a Dios de que así sea! Si eres
capaz de predicar el Evangelio, eres más feliz que si hubieses sido escogido para
ocupar algún trono. No hay ningún otro oficio como ese debajo del cielo. He
oído que algunos dicen que nuestro estudio profesional de
Hermanos en el
ministerio, ¿acaso no han leído
Podría decir mucho más
acerca de este punto, pero no debo hacerlo, pues nuestro tiempo se agota. Esto
debería bastar en cuanto al tema de nuestro testimonio continuo.
II. Ahora,
en segundo lugar, el texto hace mención de UNA NOTABLE AUDIENCIA. El salmista
repite dos veces: “He anunciado justicia en grande
congregación”; y luego otra vez: “No oculté tu misericordia y tu verdad en grande asamblea”.
Es asombroso para el predicador que haya una gran congregación para
oír el Evangelio. Yo no sé qué piensen al respecto, pero si alguien hubiera
sido invitado aquí para hablar tantas veces a la semana sobre política, me
pregunto si hubiéramos tenido una congregación igual de numerosa al término de
veinticinco años. Mi amigo el señor Varley es un poderoso orador; pero si él
hubiera estado predicando acerca de la abstinencia total durante veinticinco
años, yo estoy seguro de que algunos se habrían abstenido totalmente de venir a
oírlo. Si yo hubiera tenido que predicar aquí acerca de –bien, ¿qué tópico
diré?- por ejemplo, del objetivo que
He oído acerca de dos
infieles, uno de los cuales le dijo a su compañero: “Si tuvieras que ir a la
cárcel durante doce meses, y sólo pudieras llevar contigo un libro, ¿cuál
escogerías?” Se quedó muy sorprendido cuando su compañero le respondió: “¡Oh,
yo llevaría
Joven que estás
comenzando a predicar, no tengas miedo de apegarte a tus textos; esa es la
mejor manera de obtener variedad en tus discursos. Satura tus sermones de
‘Biblina’, la esencia de la verdad bíblica y siempre tendrás algo nuevo que
comunicar.
¡Pero cuán alentador es pensar en la gran
congregación! Donde hay abundancia de peces siempre hay buena pesca. Estamos
obligados a pescar una sola alma dondequiera que pudiera encontrarse una, y quienes
pescan un pez a la vez realizan un gran servicio para el Señor. ¡Pero qué
deleite es tener la gran red barredera del Evangelio, y echarla en un lago como
este, mientras Dios guía la mano del pescador! ¡Seguramente es un hombre feliz!
Pero entonces, queridos
amigos, cuando pensamos en esta gran congregación, ¡qué solemnes pensamientos se vienen a la mente! Yo subo algunas
veces a esta plataforma, y cuando echo un nuevo vistazo a esta gran
congregación, me quedo pasmado. Una y otra vez he sentido que preferiría huir
antes que enfrentar de nuevo a esta tremenda multitud para hablarle una vez
más. ¡Oh, señores, pensar que muchos de ellos son varones moribundos y mujeres
moribundas, y pensar que todos ellos necesitan este Evangelio que yo predico, y
que muchos van a rechazarlo arrostrando terribles consecuencias, y algunos
podrán aceptarlo (será aceptado, gracias a Dios) con consecuencias de gozo
indecible! ¡Pensar que tendremos que rendir cuentas de cómo hemos predicado, y
de cómo lo han oído ustedes! ¡Pensar que todos nos reuniremos de nuevo delante
del tribunal del juicio para rendir cuentas del servicio de cada domingo y de
cada jueves! Si Jerjes no podía contener una lágrima ante el pensamiento de las
miríadas de sus hombres que morían, ¿quién podría mirar a una congregación como
esta sin ser movido a compasión? Sí, sí; no es fácil predicar a una gran
congregación como para poder decir al final: “Estoy limpio de la sangre de
todos los hombres, pues no he rehuido ante ustedes todo el consejo de Dios”.
El espectáculo de esta
gran congregación reunida esta noche sugiere
muchos recuerdos. Me acuerdo de algunos seres queridos que solían sentarse
aquí, y ahí, y allí y allá. Casi puedo verlos ahora: algunos amados santos
ancianos de cabezas grises, que solían ser nuestra gloria y que ahora están con
Dios; algunos ardientes y jóvenes espíritus que fueron arrebatados antes de
alcanzar la plenitud de la vida. Ustedes están sentados donde se sentaron algunos
que amaron mucho a su Señor y le sirvieron fielmente. Ocupen dignamente sus
lugares, queridos amigos.
Pero excúsenme si no
digo nada más acerca de este tópico. Mi cerebro parece estar sumido en un
torbellino, al tiempo que visiones que se esfuman pasan ante mi memoria en
rápida sucesión. Si quieren ver a la vida y a la muerte, párense aquí. Me
siento como el capitán sobre el puente de mando de un barco. Los miro allá
abajo a ustedes que son los pasajeros y la tripulación; sin embargo, desde otra
perspectiva, pareciera que estoy mirando grandes olas que pasan de prisa, y
luego vienen otras, y siguen otras; una sucesión de cambios interminables sin
que nada permanezca. ¿Cuánto tiempo duraremos? ¿Cuán pronto nos iremos nosotros
también? Bien, es algo trascendente haber predicado a Cristo a esta gran
congregación. Es algo trascendente creer que quienes no lo han recibido no
tienen ninguna excusa. Es mucho mejor creer que muchos lo han recibido, y que
nos reuniremos con ellos en la tierra de gloria, regocijándonos en ese glorioso
sacrificio por el cual han sido limpiados del pecado, en ese amado Salvador por
cuya vida y muerte han sido vivificados y han sido hechos herederos de la gloria
eterna. ¡Oh, que esta fe sea encontrada en todos nosotros, y que todos podamos
al final unirnos en la asamblea general de
III. Sólo
me quedan unos cuantos minutos en los que puedo reflexionar sobre el último de
los tres puntos:
Esta oración es apropiada para el predicador, y él la
musita ahora. Tomando las palabras de David, y apropiándome de ellas, elevo mi
oración al Señor en este momento: “Jehová, no retengas de mí tus misericordias; tu misericordia y tu verdad me guarden siempre”.
La oración es también apropiada para cada cristiano aquí presente.
Permítanme leerla, y que cada cristiano la musite ahora: “Jehová, no
retengas de mí tus misericordias; tu
misericordia y tu verdad me guarden
siempre”.
Con una pequeña
alteración, esta oración les podría
convenir a ustedes que todavía no son salvos, pero que desean serlo: “Jehová,
no retengas de mí tus misericordias”.
¿La estás musitando? ¿Acaso no es este un tiempo adecuado para elevar esta
oración? Todas las señales son propicias. Hay “un ruido como de marcha por las
copas de las balsameras”. Hay señales de un bien abundante. Esta noche nos
cubre el rocío. Por tanto, si no has orado nunca, ¡eleva ahora esta oración; y
que Dios te ayude a reclamar la respuesta mediante una fe apropiadora!
Me parece que al menos
tres cosas le sugirieron al salmista esta oración.
Primero, le fue sugerida por la gran congregación. David
pareciera decir: “Jehová, como hay tantos seres que necesitan de Tu cuidado, no
permitas que yo me pierda en medio de la multitud; no retengas de mí Tus
misericordias”.
“Señor, me entero acerca de lluvias de bendiciones
Que esparces, libres y plenas;
Lluvias que refrescan a la tierra sedienta;
Deja que algunas gotas caigan sobre mí,
También sobre mí”.
A continuación, le fue sugerida por el tema. “Tu
misericordia y tu verdad me guarden siempre. Como oigo acerca de Tu bondad, no
puedo tolerar perdérmela. Como oigo acerca de Tu verdad, no quisiera ser un
extraño para ella. ¡Señor, bendíceme también a mí!”
Luego, además, le fue sugerida por el futuro. El
salmista esperaba sufrir grandes pruebas y serias aflicciones, y por tanto
oraba: “Tu misericordia y tu verdad me guarden siempre”.
Ahora, como congregación,
hemos cumplido veinticinco años en este edificio, pero no debemos suponer que
hemos llegado al final de nuestras luchas o ni siquiera al fin de nuestros
pecados. Oh, hermanos y hermanas, este es solo un tramo del camino al cielo.
Creo que les dije una vez antes que algunos amigos, cuando erigen un Ebenezer,
se sientan en la cima, y dicen: “Aquí nos vamos a detener”. Cuando este
Tabernáculo fue inaugurado, yo recuerdo que esa noche puse un afilado clavo de
hierro en la parte superior de “la piedra de ayuda”, para que nadie pudiera
sentarse sobre ella; y hago lo mismo otra vez sobre la piedra Ebenezer que
erijo en recuerdo de la bondad de Dios. Que ninguno de nosotros se siente al
final de este vigésimo quinto año y diga: “hemos llegado hasta aquí, y aquí nos
vamos a quedar”. Largas noches de tinieblas acechan ante nosotros, hay gigantes
contra quienes debemos luchar, montañas que debemos escalar y ríos que debemos
atravesar. ¿Quién sueña con la tranquilidad mientras permanezca aquí, en el
país del enemigo? ¡Desenvaina tu espada, amigo! No has concluido la batalla.
¡Despierta, tú que duermes! No has llegado todavía al lugar de reposo. Este es
el lugar para vigilar y orar y luchar y esforzarte. Por tanto clamamos: “No
retengas de mí tus misericordias”. Nos estamos haciendo viejos; nos estamos
volviendo débiles; tal vez nos estemos haciendo menos sabios. ¿Quién garantiza
que todos los años nos traerán buenas nuevas? Podrían traernos mal si confiamos
en nuestra experiencia pasada. Necesitamos que Dios esté con nosotros igual que
ha estado siempre. Por tanto, hemos de clamar a Él pidiendo: “Desde esta noche
bendícenos más y más”.
El pobre salmista
experimentaba grandes problemas cuando elevó esta oración. Dice: “Me han
rodeado males sin número”. Por tanto pide: “No retengas de mí tus
misericordias”.
Añade: “Me han alcanzado
mis maldades”. Si hay alguien aquí cuya conciencia lo esté acusando, y que sea
culpable delante de su Dios, que eleve esta oración por causa de sus
iniquidades.
Prosigue diciendo: “No
puedo levantar la vista”. Si ese es tu caso, si no puedes levantar la vista,
pídele al Señor que mire hacia abajo, y clama pidiéndole que nunca retenga de
ti su misericordia.
David dice
adicionalmente respecto a sus iniquidades: “Se han aumentado más que los
cabellos de mi cabeza, y mi corazón me falla”. Bien, cuando nuestro corazón en
verdad nos falla, hemos de recordar la misericordia que nos ha ayudado a lo
largo de tanto tiempo, y debemos arrojarnos otra vez sobre esa misericordia
para todo lo que nos espera.
No voy a aventurar
ninguna profecía. El miércoles asistí al funeral de nuestro amado hermano el
doctor Stanford. Ustedes podrían asistir al mío antes de que acabe este año; o
yo podría asistir al de ustedes. Aunque pudieran levantar la cortina que oculta
el futuro, no desearían hacerlo, ¿no es cierto? Confíen en el Señor de tal
manera que si viven, estén preparados a vivir, y si mueren, estén preparados a
morir. Pienso que lo mejor que pueden hacer es hacer la siguiente cosa que les
toque, y hacerla completamente bien. Yo estuve aquí el lunes pasado. No había
tenido descanso de la obra espiritual desde las tres de la tarde hasta las
nueve y media de la noche; y aproximadamente a la mitad de ese lapso, pensé:
“Bien, no sé cómo voy a completar esta larga, larga tarde de entrevistas a
buscadores y a candidatos para la membresía de la iglesia”. Así que le pregunté
a un hermano: “¿Cómo podré hacerlo todo?” Sin embargo, había una tasa de té
frente a mí, y dije: “creo que voy a tomarme ese te; eso es lo siguiente que
tengo que hacer”. Con frecuencia ese será su mejor curso de acción: hacer
simplemente lo siguiente que puedan hacer cuando se estén diciendo: “¿Qué haré
si vivo hasta la ancianidad?” Cuando regresen a casa esta noche, coman su cena
y vayan a la cama para la gloria de Dios; y cuando se levanten por la mañana,
no piensen en lo que van a hacer en la noche. Hagan lo que les corresponda
cuando comiencen las tareas del día, y continúen en esa misma dirección. Si
pudieran ver la suficiente distancia para dar un paso a la vez, eso es todo lo
lejos que necesitan ver. No comiencen a atisbar el futuro; vayan directamente
de día en día, dependiendo de Dios para la misericordia y la gracia y la
fortaleza del día. Esa es la manera de vivir, y yo estoy persuadido de que esa
es la manera de morir. El señor Wesley dijo: “Si yo supiera que iba a morir
esta noche, y tuviera un compromiso de asistir a una sesión de clases, yo
asistiría. Si hubiera prometido visitar y ver a la anciana Betty de Tal, camino
de regreso, a verla iría. Luego tendría que ir a casa, y haría la oración en
familia. Haría eso. Luego me quitaría mis botas, y me iría a la cama, tal como
lo haría si no me fuera a morir”.
Oh, no permitan que la
muerte sea un tipo de adición al programa que no estaba calculada; pero vivan
de tal manera que cuando llegue –si viniera mientras estamos sentados aquí-
estén preparados para recibirla. Entonces la suya será una vida feliz, una vida
útil. El secularismo nos enseña que debemos mirar a este mundo. El cristianismo
nos enseña que la mejor manera de prepararnos para este mundo es estar
plenamente preparados para el siguiente. Si nuestra conversación y nuestra
ciudadanía están en el cielo incluso mientras estamos en la tierra, eso eleva y
glorifica los deberes seculares, que de otra manera se arrastrarían en el cieno.
¡Que Dios los bendiga, amados! Alabemos Su nombre por todas las misericordias
del pasado cuarto de siglo, y confiemos en Su gracia para todo el futuro.
Nota del traductor:
(1) La palabra que
desglosa aquí el pastor Spurgeon es: lovingkindness,
la cual es traducida en español como “misericordia”, y tiene dos
componentes: loving y kindness: amabilidad amorosa.
(2) Hito: Señal de
piedra que se pone para marcar los límites de un terreno o la dirección de un
camino; para indicar las distancias, etc.; mojón, poste. Hecho importante que
constituye un punto de referencia en la historia o en la vida de algo o de
alguien.
Traductor: Allan Román
22/Diciembre/2011
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