El Púlpito del Tabernáculo
Metropolitano
Una Visita a Belén
NO. 2915
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 24 DE DICIEMBRE, 1854
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN LA CAPILLA NEW PARK STREET, SOUTHWARK,
LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 22 DE DICIEMBRE DE 1904.
“Pasemos, pues, hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido,
y que el Señor nos ha manifestado.” Lucas 2: 15.
Yo quisiera conducir su meditación de
esta noche, no a Belén, tal como es
ahora, sino a Belén, tal como fue
una vez.
Si visitaran el sitio de esa antigua
ciudad de Judá tal como se encuentra en el presente, encontrarían
muy pocas cosas que pudieran edificar sus corazones. Aproximadamente a unos
diez kilómetros al sur de Jerusalén, en la ladera de una colina, se ubica una
aldea, irregular y pequeña, que no ha sido notoria nunca ni por sus dimensiones ni por la riqueza de sus habitantes. El único
edificio digno de mención es un convento. Cuando se aproximan al lugar, si su
imaginación les pintara un patio, un establo o un pesebre, a su llegada se verían
grandemente desilusionados. Todo lo que alcanzarían a contemplar sería
ornamentos estridentes, puestos con el propósito de borrar, más bien que de
preservar, el sagrado interés con el que un cristiano contemplaría el lugar. Podrían
caminar sobre el piso de mármol de alguna capilla, y fijar su mirada en las
paredes engalanadas con cuadros, y adornadas con las fantásticas estatuillas y
otras chucherías que son encontrados usualmente en los lugares de adoración
pertenecientes a la iglesia de Roma. Dentro de una pequeña gruta, podrían
observar el lugar exacto que la superstición ha atribuido a la natividad de
nuestro Señor; allí, una estrella, hecha de plata y piedras preciosas, rodeada
de lámparas de oro, podría recordarles, -pero meramente como una parodia- la
sencilla historia de los evangelistas. En verdad, Belén fue siempre pequeña, y,
tal vez, hasta sea la más insignificante entre las familias de Judá, siendo
famosa únicamente por sus asociaciones históricas.
Entonces, amados hermanos, “Pasemos, pues,
hasta Belén” tal como era; de ser
posible, traslademos hasta nuestros propios días, la portentosa historia de ese
“Niño nacido”, ese “Hijo dado”. Imaginen que el evento tiene lugar precisamente
ahora. Procuraré pintar un cuadro con vívidos colores, para que perciban de
manera fresca la grandiosa verdad, y queden impresionados, -como debe ser- por
los hechos relativos al nacimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Yo les propongo ahora que hagamos UNA
VISITA A BELÉN, y voy a necesitar cinco acompañantes que vuelvan instructiva
nuestra visita; entonces, primero, quisiera contar con un anciano judío; a continuación, con un gentil anciano; luego, con
un pecador convicto; después, con un
joven creyente; y, por último, con un
cristiano avanzado. Sus comentarios no podrían dejar de agradarnos y
beneficiarnos. Posteriormente, me gustaría llevar a una familia entera al pesebre, para que todos contemplen al Divino
Infante y oigan lo que cada uno tiene que decir respecto a Él.
I. Entonces, para comenzar, ME GUSTARÍA IR A
BELÉN ACOMPAÑADO DE UN ANCIANO JUDÍO.
Vamos, mi venerable hermano de luenga
barba; tú eres, en verdad, un israelita, pues tu nombre es Simeón. ¿Ves al Niño
“envuelto en pañales, acostado en un pesebre”? Sí, lo ve; y, subyugado por el
espectáculo, toma al Niño en sus brazos y exclama: “Ahora, Señor, despides a tu
siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación.”
“Aquí tenemos”, -dice este hijo fiel de Abraham- “el cumplimiento de mil
profecías y promesas, la esperanza, la expectación y la dicha de mi noble
linaje; aquí está el Antitipo de todos aquellos símbolos místicos y ofrendas
típicas prescritos en las leyes de Moisés. Tú, oh Hijo del Altísimo, eres la
Simiente prometida de Abraham, el Siloh cuyo advenimiento vaticinó Jacob, el
más grandioso Hijo del gran David, y el Rey legítimo de Israel. ¡Nuestros
profetas anunciaron Tu venida, en verdad, en cada página profética; nuestros
bardos compitieron entre ellos para definir quién cantaba Tus loas con las más
dulces estrofas; y ahora, oh feliz hora, estos pobres ojos mortecinos ven Tu
figura encantadora! Es suficiente, y más que suficiente; ¡oh Dios, no pido
vivir más tiempo en la tierra!” Así habla el anciano judío; y, mientras habla,
observo la sonrisa embelesada que ilumina cada facción de su rostro y escucho
los profundos tonos melodiosos de su trémula voz. Mientras contempla al tierno
Niño, le oigo citar las palabras de Isaías: “Subirá cual renuevo delante de él”;
y luego, cuando mira hacia a un costado a la virgen madre, descendiente de la
casa real de David, vuelve rápidamente su mirada al Niño sin mácula y dice:
“como raíz de tierra seca”.
¡Adiós, venerable judío, tu plática
resuena dulcemente en mis oídos; que pronto amanezca el día en el que todos tus
hermanos retornen a su patria, y confiesen allí a nuestro Jesús como su Mesías
y su Rey!
II. Mi siguiente acompañante será UN ANCIANO
GENTIL.
Se trata de un hombre inteligente. No me
hagan pregunta alguna en cuanto a su credo. Profundamente versado en las obras
de Dios en la naturaleza, él posee una luz trémula y tenue que le basta para
detectar la tenebrosidad moral que le circunda, aunque la verdad del Evangelio
no ha encontrado aún una entrada a su corazón. Llámenlo un escéptico, desde el
punto de vista pagano, si les parece; pero la suya no es una testaruda
perversión del corazón; es más bien ese estado de transición de la mente en
donde las falsas esperanzas son rechazadas, pero no ha sido todavía abrazada la
verdadera esperanza. Este hermano gentil está quedándose en Jerusalén, y
caminamos y conversamos juntos al dirigir nuestros pasos hacia Belén. Él me ha
dicho cuán gran placer siente cuando lee las Escrituras judías, y cómo ha
anhelado con frecuencia el amanecer de aquel día que los videntes de la Escritura
predicen. Ahora entramos en la casa, -una estrella brilla intensamente en el
cielo y está suspendida sobre el establo-; contemplamos al Niño y mi
acompañante exclama en un éxtasis: “¡Luz para revelación a los gentiles!”
“¡Hermoso Niño de la promesa”, -dice- “Tu nacimiento será un júbilo para todos
los pueblos! ¡Príncipe de paz, Tu reino será pacífico! Los reyes te ofrecerán
dones; todas las naciones te servirán. Los pobres se alegrarán en Tu
advenimiento, pues Tú les harás justicia; y los opresores se estremecerán en Tu
venida, pues Tus labios pronunciarán juicio en su contra.” Luego habló muy
dulcemente de las esperanzas que habían florecido en esa ‘sala de maternidad’. Parecía
como si en esa precisa hora viera en el Niño maravilloso que estaba frente a
él, el cumplimiento de muchas promesas antiguas en cuya letra ya era versado.
Era alentador escuchar a ese gentil citar palabras como estas, tomadas del
profeta evangélico: “Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el
cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos,
y un niño los pastoreará”.
En tanto que me despido de este amigo,
han de permitirme que les ofrezca una o dos reflexiones propias. Cuando, en Su
ira, Dios ocultó Su rostro de la casa de Jacob, alzó la luz de Su faz sobre los
gentiles. Cuando la tierra fecunda se convirtió en un desierto, al mismo tiempo
el páramo comenzó a florecer como el huerto del Señor. Moisés había anticipado
estos dos eventos y los profetas inspirados habían previsto tanto el uno como
el otro. El corazón engrosado del pueblo judío, la pesadez de sus ojos y la dureza
de sus oídos, no son más sorprendentes, -como un exacto cumplimiento del juicio
divino- que la extrema susceptibilidad de la mente gentil para recibir la
evidencia de la condición de Mesías de nuestro Señor, y abrazar Su Evangelio.
Así había dicho Jehová mil quinientos
años antes: “Yo también los moveré a celos con un pueblo que no es pueblo, los
provocaré a ira con una nación insensata.” No se asombren, entonces, sino
admiren las crisis de la historia cuando Pablo y Bernabé fueron comisionados a
decirles a los judíos que rechazaron el Evangelio: “He aquí, nos volvemos a los gentiles”.
Yo he consultado el mapa y he mirado, con
intensa emoción, la ruta que Pablo y Bernabé tomaron en su primer viaje misionero.
Antioquía, la ciudad de la que partieron, está situada directamente al norte de
Jerusalén, y allí, en proporciones no muy desiguales, se podía encontrar tanto
judíos como gentiles. “Al judío, primeramente”, era conforme al precepto
divino; y, puesto que su propia nación rechazó la gracia de Dios, he aquí, se
volvieron a los gentiles, con un resultado manifestado inmediatamente que los
alegró grandemente, pues los gentiles oyeron con regocijo, y glorificaban la Palabra
del Señor.
Conforme sigan los diversos viajes del
apóstol Pablo, verán que el curso fue siempre hacia el norte, o, más bien, en
una dirección noroeste, y así las nuevas del Evangelio prosiguieron su viaje
hasta que la Iglesia de los redimidos encontró un punto central en nuestra isla
grandemente favorecida.
Me parece oír que algunos de ustedes
dicen: “No somos anticuarios del suficiente calibre para apreciar la compañía de
tus dos venerables acompañantes.” Bien, entonces, amados, los tres compañeros
que siguen serán tomados de entre ustedes y pudiera ser que descubran sus
propios pensamientos expresados en los esbozos que estoy a punto de añadir.
III. El siguiente en el orden ES EL PECADOR
DESPIERTO
Ven aquí, hermana mía, me agrada verte, y
voy a disfrutar mucho de tu compañía en nuestro camino a Belén. ¿Por qué
retrocedes? No tengas miedo; no hay nada aquí que deba horrorizarte. Entra,
entra. Con trémulo recelo, mi hermana avanza hasta el tosco pesebre en el que
se encuentra el Niño. Pareciera que tiene miedo de alegrarse, y está
desmesuradamente asombrada de sí misma porque no se ha desmayado. Me pregunta:
“¿Y acaso, señor, es este, real y verdaderamente, el gran misterio de la
piedad? ¿Acaso contemplo yo, en este pesebre, a ‘Dios manifestado en la carne’?
Yo esperaba ver algo muy diferente.” Mirando su rostro, comprendí claramente
que ella difícilmente podía creer debido al gozo. Esta trémula penitente es una
visitante humilde aunque cautivadora del lugar de nacimiento de mi Señor. Yo desearía
tener esta noche muchas más personas como ella en esta congregación. Ustedes
verían cómo el misterio se disuelve en misericordia. Ninguna espada encendida que
se revuelve por todos lados obstruye su entrada; ningún boleto de admisión es
requerido por un insolente criado a la puerta; no se muestra ningún favor por
rangos o títulos especiales; pueden entrar libremente para ver al más noble
Niño, nacido de mujer, en el más humilde catre en el que un infante hubiere
estado cobijado alguna vez. Ni siquiera una visible tiara de luz circunda Su
frente. Es demasiado humilde, se los aseguro, para ser descrito por la imaginación
del poeta, o bosquejado por el pincel del artista: como hijo de pobre, está
envuelto en pañales y es acunado en un pesebre. Se requiere de fe para creer lo
que el ojo del sentido no podría discernir jamás, cuando se mira al “Príncipe
de la vida” con tan humilde aspecto.
IV. Mi cuarto acompañante es UN JOVEN
CREYENTE.
Bien, hermano mío, tú y yo juntos hemos
tenido a menudo una dulce comunión relacionada con las cosas del reino; “Pasemos, pues, hasta Belén, y veamos
esto que ha sucedido, y que el Señor nos ha manifestado.” Diviso la sagrada
jovialidad en el rostro de mi joven amigo conforme se aproxima al misterio
encarnado. Con frecuencia le he oído discutir sobre curiosas sutilezas
doctrinales; pero ahora, con serenidad de espíritu, mira el rostro del Divino
Niño, y dice: “La verdad ha brotado de la tierra, pues una mujer ha dado a luz
a su Hijo; y la justicia ha mirado desde el cielo, pues Dios, en verdad, se ha
revelado en ese Niño”. Mira al pequeño Niño tan ansiosamente como si un fresco
manantial de santa gratitud se hubiere abierto en su corazón. “Aquí no hay
visión, ni imaginación, ni mito”, -afirma- “sino un partícipe real de nuestra carne
y de nuestra sangre; Él no ha asumido la naturaleza de los ángeles, sino la
naturaleza de la simiente de Abraham. El cielo y la tierra se han unido para
hacernos bienaventurados. ¡La fuerza y la debilidad se han dado la mano aquí!” Hace
una pausa para adorar, y luego habla de nuevo: “¡en qué tabernáculo tan
pequeño, débil y delicado te dignas morar ahora, oh glorioso Dios! En verdad,
la misericordia y la verdad se han encontrado aquí, y la justicia y la paz se
han besado. Oh Jesús, Salvador, Tú eres la misericordia misma, la entrañable
misericordia de nuestro Dios está encarnada en Ti. Tú eres la Verdad, la misma
Verdad que los profetas anhelaban ver, y en la cual los ángeles deseaban mirar,
la Verdad que mi alma buscó por tanto tiempo, pero que no podía encontrar hasta
que contemplé Tu faz. Una vez pensé que la Verdad estaba oculta en algún
profundo tratado, o en algún docto libro, pero ahora sé que es revelada en Ti,
¡oh Jesús, mi pariente, y, sin embargo, el igual de Tu Padre! Y, dulce Niño, Tú
eres también la justicia, la única justicia que Dios puede aceptar. ¡Qué
condescendencia, y a la vez qué paciencia! ¡Ah, amado Niño, cuán quieto te
quedas! ¡Me sorprende que, consciente de Tu divino poder, puedas soportar de
esta manera las fastidiosas y prolongadas horas de la infancia con una humildad
tan extraña, tan extraordinaria! Creo que, si hubieras estado a mi lado, y me
hubieras cuidado, ese habría sido un servicio que podría muy bien admirar; pero,
sobrepasa cualquier esfuerzo de la imaginación, darse cuenta de lo que será
para Ti ser tan débil, tan desvalido, tan necesitado de ser alimentado y
cuidado por una madre terrenal. ¡Que el Admirable, el Dios fuerte, se humille
de esta manera, es profunda humildad!
Así habló el joven creyente y me gustó
mucho su discurso, pues pude ver en él cómo la fe obraba por amor, y cómo el
fin de la controversia y del argumento es alcanzado en Belén, pues
“indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en
carne.”
V. Ahora voy a ir a Belén en compañía de UN
CRISTIANO MADURO, tal como lo era Pablo, el anciano, o Juan, el teólogo; no,
más bien lo haré con algún cristiano que encuentre en el círculo de los
miembros de mi propia iglesia.
Tranquilo, pacífico y benigno, pareciera
como si su entrenamiento en la escuela de Cristo y la sagrada unción del
Espíritu Santo le han convertido en un niño, conforme su carácter madura y su
idoneidad para el reino de los cielos se vuelve más aparente. Las lágrimas
resplandecían en los ojos del anciano al momento de mirar con terneza expresiva
a ese “Niño de eternos días”. No habló mucho, y lo que dijo no fue exactamente
parecido a lo que cualquier otro de mis acompañantes había hablado. Su
comportamiento consistía en citar breves frases de la Palabra de Dios, con gran
exactitud. Las expresaba lentamente, las ponderaba profundamente, y había
abundante unción espiritual en el acento con el que hablaba. Sólo voy a
mencionar unas cuantas de las útiles frases que expresó:
Primero dijo: “Nadie subió al cielo, sino
el que descendió del cielo; el Hijo del
Hombre, que está en el cielo”; y realmente daba la impresión de que podía
ver más de lo yo hubiere visto jamás en aquel pasaje; ¡Jesús, el hijo del
hombre, que estaba en el cielo incluso cuando estaba en la tierra! Luego miró
al Niño y dijo: “Este era en el principio con Dios”. Después de eso, expresó
estas tres breves frases en sucesión: “En el principio era el Verbo”; “Todas
las cosas por él fueron hechas”; “Y aquel Verbo fue hecho carne”. Se veía como
si se diese cuenta de la grandeza del misterio de que nuestro Señor Jesús hiciera
primero todas las cosas, y posteriormente Él mismo “fuera hecho carne”. Luego,
reverentemente, dobló su rodilla, juntó sus manos y exclamó: “el don de mi
Padre, ‘¡Mirad cuál amor!”
Al retirarnos de aquel pesebre y de aquel
establo, ese anciano cristiano pone su mano en mi hombro y dice: “joven amigo,
he ido a Belén muchas veces; era uno de mis sitios más favoritos antes de que
nacieras, y he aprendido una dulce lección allí que me gustaría transmitirte:
el Infinito se volvió finito; el Todopoderoso consintió en volverse débil;
Aquel que sostuvo todas las cosas por la palabra de Su poder, se tornó
indefenso voluntariamente; Aquel cuya palabra dio existencia a todos los
mundos, renunció por un tiempo incluso al poder del habla. En todas estas
cosas, Él cumplió la voluntad de Su Padre; así que no tengas miedo, ni te
sorprendas con ningún asombro, si fueras tratado de igual manera, pues Su Padre
es también tu Padre. Tú, que te has gozado en los antiguos convenios del pacto
eterno, podrías tener que depender débilmente de las misericordias de la hora. Tú
te has recostado sobre el pecho de tu Salvador a Su mesa; pero en el momento
presente podrías ser tan débil que debes depender de la atención de una mujer.
Tu lengua fue tocada como con un carbón proveniente del altar celestial, pero
tus labios pueden ser sellados todavía como los de un infante. Si aún te
hundieras más profundamente en la humillación, nunca alcanzarías la profundidad
a la que descendió Jesús en ese acto único de condescendencia.” “Cierto,
cierto”, -respondí- “el hermano que es joven apuntó a la maravillosa
condescendencia del Hijo de Dios; tú me las has explicado más plenamente”.
Entonces, de esta manera, amados, me he
esforzado por cumplir mi propósito de ir a Belén con cinco acompañantes
distintos, siendo todos ellos personas representativas. ¡Ay, es lamentable que
algunos de ustedes no estén representados por alguno de estos personajes! “¿No
os conmueve a cuantos pasáis por el camino?” ¿No les importa esta bendita
natividad, que marcó desde tiempos antiguos “el cumplimiento del tiempo”? Si
murieran sin el conocimiento de este misterio, sus vidas serían un terrible
hueco, y su porción eterna será verdaderamente terrible.
VI. Préstenme su más solícita atención, por
un poco más de tiempo, mientras intento cambiar la línea de la meditación.
Podría agradarle a Dios que, mientras procuro CONDUCIR A UNA FAMILIA ENTERA A
BELÉN, algunos corazones que hasta aquí se han resistido a todos mis llamados,
puedan todavía rendirse al Señor Jesucristo.
Un cuadro familiar servirá a mi
propósito. Imaginen que hoy es la noche previa del día de Navidad, y que un
padre cristiano tiene a todo su hogar reunido junto a él en torno a la lumbre
de la chimenea. Deseoso de combinar la instrucción con el placer, propone que
el tema de la conversación sea “el
nacimiento de Cristo”, y que cada uno de los niños diga algo al respecto, y que
él predicará un breve sermón sobre cada una de sus observaciones. Invita a
María, -la sirvienta- a la habitación, y cuando todos están confortablemente
sentados, comienzan.
(1) Después de un simple bosquejo de los
hechos, el padre se vuelve a su hijo menor, y le pregunta: “¿qué tienes que
decir, Memito?” El muchachito, que es apenas lo suficientemente grande para
asistir a la escuela dominical, repite dos líneas que ha aprendido a cantar
allí, y que muchos de ustedes, sin duda, conocen:
“Jesucristo,
mi Señor y Salvador,
Una vez se
hizo un niño como yo.”
“Bien, mi querido hijo”, -le dice el
padre- “una vez se volvió un niño como yo.” Sí, Jesús nació en el mundo como
nacen los otros bebés. Él era tan pequeño, tan delicado, tan débil, como los
otros infantes y necesitó ser alimentado al igual que ellos.
“El Dios
Todopoderoso se hizo hombre,
Un bebé igual
que los otros que vemos:
Tan pequeño
en tamaño, y débil de cuerpo,
Como siempre
han sido los bebés.
A partir de
allí creció y fue un infante dócil,
A pasos
tersos y normales;
Y luego se
convirtió en un muchacho más grande,
Sentado en el
regazo de María.
Inicialmente
cargado por falta de fuerzas,
Con el tiempo
corrió solo;
Luego llegó a
ser un mozuelo, un adolescente; luego,
Un joven; por
fin, un hombre.”
Es incorrecto pintar cuadros del niño
Jesús, y luego decirles que son como Él. Los idólatras perversos hacen eso. Más
bien debemos pensar de Jesucristo como hecho en todo semejante a Sus hermanos.
Nunca hubo algo en lo que no fuera semejante a nosotros, excepto que Él no
tenía pecado. Él solía comer, y beber, y dormir, y se despertaba, y reía, y
gritaba, y era cariñoso con Su madre, igual que lo hacen otros niños. Así que
está muy bien que digas, Memito: ‘una vez se hizo un niño como yo’.
(2) “Ahora, Juan”, -dijo el padre,
dirigiéndose a un chamaco un poco mayor- “tú, ¿qué tienes que decir?” “Bien, papá”, -dijo Juan- “si
Jesucristo fue igual a nosotros en algunas cosas, no creo que haya tenido tantas
comodidades como nosotros; no tendría un cuarto de juegos tan bonito, ni una
cama tan cómoda. ¿Acaso no era turbado por los caballos, y las vacas y los
camellos? Me parece chocante que haya tenido que vivir en un establo.”
“Esa es una observación muy apropiada,
Juan”, le respondió su padre. ‘Todos nosotros debemos considerar cómo nuestro
Señor compartió Su vida con los pobres. Cuando esos magos vinieron del oriente,
me atrevería a decir que estuvieron sorprendidos, primero, al descubrir que
Jesús era el niño de un hombre pobre; sin embargo, se postraron y le adoraron,
y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes muy costosos: oro, incienso y
mirra. ¡Ah!, y cuando el Hijo de Dios se humilló del cielo a la tierra, dejó
atrás los esplendentes palacios de los reyes, y los salones de mármol de los
opulentos y los nobles, y estableció Su morada en los alojamientos de la pobreza.
Aun así, Él era ‘nacido Rey de los judíos’. Ahora, Juan, ¿leíste alguna vez sobre
algún hijo que fuera nacido rey? Nunca lo hiciste, por supuesto; los hijos han
nacido siendo príncipes, y herederos al trono, pero nadie, aparte de Jesús,
nació jamás siendo rey.
La pobreza de las circunstancias de nuestro
Salvador es como un contraste que realza la gloriosa dignidad de Su persona.
Ustedes han leído acerca de algunos reyes buenos, tales como David, y Ezequías
y Josías; sin embargo, si no hubieran sido reyes, nunca nos habríamos enterado
de ellos; pero sucedió algo muy diferente con Jesucristo. Él poseía una mayor
grandeza verdadera en ese establo que la que hubiere poseído cualquier otro rey
en un palacio; pero no se imaginen que solamente en Su niñez fue el Pariente
del pobre. Cuando creció y llegó a ser un hombre, dijo: “Las zorras tienen
guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde
recostar su cabeza.”
¿Saben, hijos míos, que nuestros
consuelos fueron comprados con el precio de Sus sufrimientos? “Se hizo pobre,
siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos.” Por tanto,
debemos dar gracias y alabar al bendito Jesús cada vez que recordemos que Él
estaba en este mundo en una peor condición de la que nos encontramos nosotros.
(3) “Ahora te toca a ti”, -dijo el padre mirando
a su hijita, una niña inteligente, que apenas comenzaba a ser de alguna ayuda para
su madre en el desempeño de los deberes domésticos cotidianos. Pobre niña; al
oír esto, inclinó modestamente su cabeza, pues recordó, justo entonces, cuán
frecuentemente los pequeños actos de descuido la habían expuesto a los fieles
pero tiernos regaños de sus padres. Por fin dijo: “¡oh, padre, cuán bueno fue
Jesucristo! Él no hizo nunca nada malo.” “Muy cierto, mi amor”, le respondió el
padre. “Eso que comentas es un dulce tema para la meditación. Su naturaleza fue
sin pecado, Sus pensamientos eran puros, Su corazón era transparente, y todas
Sus acciones fueron justas y rectas. Ustedes han leído acerca de las ovejas que
Moisés ordenó en la ley que fueran ofrecidas en sacrificio a Dios. Todas debían
estar libres de mancha y defecto; y si hubiere habido la menor traza de
impureza en el Niño que nació de María, no habría podido ser nunca nuestro
Salvador.
Algunas veces se nos vienen pensamientos
perversos y nadie lo sabe sino Dios; y, algunas veces, hacemos lo que es malo,
aunque nadie nos descubra. No sucedió igual con el manso y humilde Salvador; Él
no tuvo nunca ni siquiera una imperfección. En la ley de Jehová estaba Su
delicia y en Su ley meditaba de día y de noche. Aun cuando no cometamos ningún
pecado positivo, a menudo olvidamos cumplir con nuestro deber; pero Jesús nunca
lo hizo. Era como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en
su tiempo. No frustró jamás alguna esperanza que hubiere sido depositada en
Él.”
“Hasta aquí”, -dijo el padre- “hemos
tenido ya tres hermosos pensamientos: Jesucristo tomó nuestra naturaleza,
condescendió a ser muy pobre, y era sin pecado.”
(4) En la habitación se encontraba también un
muchacho más grande, que acababa de regresar del internado escolar para pasar
sus vacaciones de Navidad en casa. Entonces su padre se dirigió a este hijo y
le dijo: “Fred, a continuación tenemos que oír tu comentario”. Muy breve, pero
muy significativa, fue la respuesta de Fred: “ese Niño tenía una mente
maravillosa”.
“En verdad la tenía”, -dijo el padre- “y
sería muy bueno que hubiere en todos nosotros este sentir que hubo también en
Cristo Jesús. Su mente era infinita, pues participó en los eternos consejos de
Dios. Pero yo preferiría sugerirles otra línea de pensamiento: ‘En Él estaba la
luz’. La mente de Jesús era como la luz por su claridad y pureza. Nosotros
vemos con frecuencia a las cosas a través de un medio distorsionado; nos
formamos impresiones erróneas, y nos cuesta bastante corregirlas; pero Jesús
era de un rápido entendimiento para discernir entre el bien y el mal. Su mente
no se vio nunca influida por el prejuicio; veía las cosas tal como son. Nunca
tuvo que pedir prestados los ojos de otras personas, y nunca guiaron Su juicio
las ideas incubadas en el cerebro de otras personas. Tenía luz en Sí mismo, y
esa luz era la vida de los hombres, por lo que fue capaz siempre de instruir a
los ignorantes, y guiar sus pies en los senderos de paz. De igual manera, Su
corazón era puro, y eso tiene más que ver con el desarrollo de la mente, y el
mejoramiento del entendimiento, de lo que estamos inclinados a suponer. Ninguna
imaginación corrupta empañó jamás Su visión. Siempre estaba en armonía con
Dios, y siempre sintió buena voluntad para con el hombre. Bien dices, Fred, que
poseía una mente maravillosa”.
(5)
Después de que cada uno de los hijos hizo
alguna observación, el padre se dirigió, a continuación, a María, la sirvienta.
“No seas tímida”, -le dijo- “y di lo que piensas, y comparte con nosotros tu
pensamiento”. “Solamente pensaba, señor”, -dijo María- “cuán humilde de parte
del Señor fue asumir la forma de un siervo.” “Cierto, María, muy cierto; y
siempre es muy útil considerar cómo Jesús se rebajó a nuestro humilde estado.
Deberíamos reconciliarnos con cualquier ‘porción’ que Jesús escogiera
voluntariamente para Sí mismo. Pero hay algo más en tu comentario que es
aplicable a Belén, y a la natividad, de lo que tú, tal vez, hubieres imaginado;
pues, de acuerdo al relato que hace el doctor Kitto sobre la posada, o caravanserai, la sagrada familia ocupaba
el lugar de los siervos. Imaginen ahora una construcción cuadrada de paredes
altas y sólidas, construidas de ladrillos sobre un cimiento de piedra, con un
gran arco en la entrada. Estas paredes encierran un gran espacio abierto con un
pozo en medio de esa área. En el centro hay un patio interior, que contiene una
plataforma levantada, cubierta en sus cuatro costados por hileras de portales, y luego, en la pared trasera
hay unas puertas pequeñas que conducen a diminutas celdas que constituían los
alojamientos. Así podemos suponer que era el ‘mesón’ en el que ‘no había lugar’
para María y José.
Ahora vamos a hacer una descripción del
establo. Está formado por una avenida cubierta que corre entre la pared trasera
de las habitaciones de la posada y la pared exterior de todo el edificio; así,
está al mismo nivel del patio, y un metro aproximadamente por debajo de la plataforma
suspendida. Las paredes laterales del cuadrángulo interior, al proyectarse por
detrás hacia el patio, forman nichos o pesebres, que los siervos y los muleros
usaban como albergue del mal clima. Nos da la impresión de que José y María
encontraron un refugio en uno de esos nichos. Se supone que allí nació el niño
Jesús; y si así fuera, ¡cuán literalmente cierto es que tomó la forma de
siervo, y ocupó la habitación de los siervos!”
(6) Una vez más el padre buscó un texto
fresco, y, mirando a su esposa, le dijo: “querida, has adoptado un tranquilo
interés en nuestras conversaciones esta noche; oigamos ahora tu reflexión.
Estoy seguro de que puedes decir algo que nos agradará escuchar a todos.” La
madre se veía absorta en el pensamiento, y daba la impresión que tenía ante sí
un cuadro vívido de la escena completa, y sus ojos se iluminaron como si en
realidad pudiese ver al amado Niño en el pesebre. Habló con suma naturalidad y
lo hizo muy maternalmente. ¡Qué Niño tan hermoso! Y, sin embargo, -agregó con
un profundo suspiro- “Él, que es así más hermoso en Su cuna que los hijos de
los hombres, después de unos breves años, estaba tan sobrecogido de ansiedad,
sufrimiento y angustia, que su parecer fue desfigurado más que el de cualquier
otro hombre, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres.”
Una melancólica tristeza se deslizó en el
semblante de cada uno mientras aquella piadosa madre compartía sus reflexiones.
La ternura de la mujer parecía ser santificada por la gracia divina en su
corazón, para producir su más rica fragancia. El padre de inmediato rompió la
quietud cuando dijo: “¡Ah, amada mía, tú has dicho lo mejor!” Su corazón estaba
quebrantado con reproche; ese humilde nacimiento no era sino el preludio de una
vida todavía más humilde, y de una muerte todavía más humillante. Tu
sentimiento, amor mío, es una evidencia sumamente preciosa de tu íntima
relación con Él.
“Un amigo
fiel participa del dolor;
Pero no puede
haber ninguna unión
Entre un
corazón que se derrite como la cera
Y corazones
tan duros como la piedra;
Entre una
cabeza que vierte sangre
Y miembros
incólumes y sanos,
Entre un Dios
agonizante
Y un alma que
no siente.”
(7) “Para concluir ahora”, dijo el padre,
mirando a su alrededor y recorriendo con una expresión animada a los miembros
de su hogar, “yo supongo que ustedes esperan unas cuantas palabras de mi parte.
Por mucho que les gusten las observaciones de su madre, pienso que no sería
correcto, en un día tan propicio como este, terminar con un tono melancólico y
triste. Ustedes saben que los padres son generalmente sumamente precavidos
acerca de las perspectivas de sus hijos. Yo puedo mirarlos a ustedes,
muchachos, y pensar, ‘no te ha de importar si tienes unas cuantas dificultades,
en tanto que puedas esforzarte exitosamente frente a ellas’. Bien, ahora, me he
estado imaginando el pesebre, el Niño que estaba acostado allí, y, María, Su
madre, vigilándolo amorosamente; les diré lo que pensaba. Esas manitas tomarán
un día el cetro del imperio universal; esos bracitos lucharán a brazo partido
con el monstruo llamado ‘Muerte’, y lo destruirán; esos diminutos pies hollarán
el cuello de la serpiente, y aplastarán la cabeza de ese antiguo engañador; sí,
y esa pequeña lengua, que todavía no ha aprendido a articular palabra, derramará,
en breve, tales arroyos de elocuencia proveniente de Sus labios, que
fertilizarán las mentes de toda la raza humana, e infundirán Su enseñanza en la
literatura del mundo; y después de un breve tiempo, esa lengua pronunciará los
juicios del cielo sobre los destinos de toda la humanidad. Todos nosotros hemos
considerado que es maravilloso que el Dios de la gloria se humillara tanto;
pero un día consideraremos que es más maravilloso que el Varón de dolores sea
exaltado muy en alto. La tierra no pudo encontrar un lugar tan bajo para Él; el
cielo difícilmente encontrará un lugar lo suficientemente excelso para Él.
Entonces ya sólo queda por decir esto
acerca de Jesucristo: Él es ‘el mismo ayer, y hoy, y por los siglos’. Nosotros
podemos cambiar con las circunstancias, pero Jesús nunca lo hizo y nunca lo
hará. Cuando le miramos en el pesebre, podemos decir: “Él es el Admirable, el
Consejero, el Dios fuerte’. Y cuando le veamos exaltado a la diestra de Su
Padre, podremos exclamar: ‘¡He aquí el Hombre!’
“Todavía
retiene Su corazón humano,
Aunque esté
entronizado en la más excelsa bienaventuranza,
Siente los
dolores de cada miembro tentado,
Pues nuestra
aflicción es la Suya”.
Así concluyó la serie de observaciones
hechas por varios miembros de una familia cristiana en torno a la chimenea en
el tiempo de Navidad. El padre dijo que era tiempo de retirarse y les dio a
todos las buenas noches; y tal como dijo el padre, así digo yo: “¡buenas noches
y que el Señor los bendiga a todos!” Amén.
Traductor: Allan Román
11/Diciembre/2008
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