El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Revelación y
Conversión
NO.
2870
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 11 DE FEBRERO DE 1904.
“La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma”. Salmo 19: 7.
Cuando David habló de
“la ley de Jehová”, no se refería meramente a la ley tal como fue dada en los
diez mandamientos, aunque esa ley es también perfecta, y es usada, en cierta
medida, en la conversión de las almas. El término incluye la doctrina íntegra
de Dios, la totalidad de la revelación divina. Aunque en el tiempo de David no
existía una revelación tan plena y tan clara como la que tenemos ahora, pues el
Nuevo Testamento no había sido dado entonces, ni tampoco gran parte del Antiguo
Testamento, con todo, el texto no ha perdido nada de su vigor anterior, sino que
más bien ha ganado más. Entonces voy a utilizarlo como si fuera aplicable a
todas las Escrituras -a la ley y al Evangelio- y a todo lo que Dios ha
revelado; y hablando de la ley en ese sentido, puedo decir verdaderamente que
es perfecta, y que convierte el alma.
Un árbol es conocido por
sus frutos, y un libro debe ser probado por sus efectos. Hay algunos libros que
dan su fruto para el verdugo y el calabozo, y esos libros son difundidos muy
ampliamente hoy en día. A menudo son embellecidos con grabados, y son puestos
en manos de muchachos y muchachas, y una cosecha de criminales es
constantemente el resultado de su publicación y de su circulación. Se han
escrito libros que han propagado el contagio moral a lo largo de los siglos. No
necesito mencionarlos, pero si fuese posible juntarlos a todos ellos en un solo
montón y quemarlos, así como los efesios quemaron sus libros de magia, sería
una de las mayores bendiciones concebibles. Con todo, si se hiciera eso, me
temo que otros cerebros perversos se pondrían a trabajar para elucubrar
blasfemias similares, y se encontrarían otras manos que difundieran esas viles
producciones.
Mi primer objetivo será
mostrar cómo
I. Primero,
entonces, he de mostrar CÓMO
El hombre tiene puesta
su mirada lejos de su Hacedor. Desde el fatal día en que nuestros primeros padres
quebrantaron la ley de Dios, todos nosotros hemos sido culpables del mismo
grave crimen. Somos seres que le dan la espalda a la luz, y vamos cuesta abajo en
el camino que conduce a la destrucción. Lo que necesitamos es que se nos haga
girar en sentido contrario, pues ese es el significado de la palabra “conversión”:
dar la media vuelta. Necesitamos oír la orden: “Media vuelta a la derecha”, y
marchar en la dirección opuesta al sentido que antes llevábamos. Nuestro texto
dice, ciertamente, que
Es así como es llevada a
cabo la obra de la conversión: primero, es
por las Escrituras de la verdad que los hombres son conducidos a ver que están
en el error. Hay millones y millones de hombres en el mundo que van por el
camino errado, y, sin embargo, ellos no lo saben; y hay decenas de miles que
creen que incluso sirven a Dios, cuando más bien se están oponiendo
completamente a Él. Hay algunos que, hasta donde está en su poder, aún matan a Cristo,
pero no saben lo que hacen. Una de las súplicas que nuestro Salvador elevó en
la cruz fue: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Refiriéndome a
mi propio caso, sé que, durante años, yo no estaba consciente de haber cometido
ningún pecado grave. Por la gracia restrictiva de Dios, yo había sido guardado
de inmoralidades externas y de transgresiones escandalosas, y, por tanto,
pensaba que andaba muy bien. ¿Acaso no oraba? ¿Acaso no asistía a un lugar de
adoración? ¿Acaso no actuaba debidamente para con mis semejantes? ¿Acaso no
tenía, a semejanza de un niño, una tierna conciencia? Me parecía, durante un
tiempo, que todo marchaba bien; y, tal vez, me esté dirigiendo a alguien más
que diga: “Bien, si no estoy bien, me pregunto quién pudiera estarlo; y si me
he equivocado, ¿cómo se estarán equivocando mis vecinos?” ¡Ah, esa es a menudo
nuestra manera de hablar! Mientras estemos ciegos, no podremos ver nuestras
fallas; pero cuando el Espíritu de Dios viene a nosotros y nos revela la ley de
Dios, entonces percibimos que hemos quebrantado la totalidad de los diez
mandamientos, en su espíritu si no es que en su letra. Incluso el más casto de
los hombres haría bien en temblar al recordar esa escrutadora palabra de
Cristo: “Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella
en su corazón”. Cuando ustedes comprenden que los mandamientos de Dios no sólo
prohíben acciones indebidas, sino también los deseos y las imaginaciones y los
pensamientos del corazón, y que, por consiguiente, un hombre puede cometer
asesinato mientras está acostado en su cama, y puede robar a su vecino sin
tocar un centavo de su dinero o sin tocar sus bienes; que puede blasfemar a
Dios aunque no haya expresado nunca un juramento, y que puede quebrantar todos
los mandamientos de la ley, del primero al último, antes de que se ponga sus
ropas en la mañana; cuando se ponen a examinar su vida bajo esa luz, verán que
están en una condición muy diferente de la que consideraban que estaban.
Piensen, por ejemplo, en esa solemne declaración de nuestro Señor: “Yo os digo
que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el
día del juicio”. El Espíritu de Dios aclara muy bien verdades como esas por
medio de
Entonces, enseguida,
Un buen hombre me envió
el otro día un volumen de sus poemas. Tan pronto como lo abrí vi una línea de un
verso que era demasiado corta, y el buen hermano sentía que evidentemente lo
era, pues trató de arreglar el asunto alargando demasiado la siguiente línea,
lo cual, como pueden ver de inmediato, generó dos fallas en vez de una.
De igual manera
descubrirán que algunos que van en un sentido equivocado con respecto a sus prójimos,
a menudo se vuelven muy supersticiosos, y se adentran muchísimo más en otras
direcciones diferentes de la que Dios les pide que sigan, y así, prácticamente,
construyen una larga línea hacia Dios para compensar la corta línea que los
separa de los hombres, y entonces cometen dos errores en lugar de uno.
He ahí una oveja que se
ha descarriado; se ha desviado tanto yendo hacia el este, que, para rectificar
su desvío, trata de cubrir una distancia similar hacia el oeste; y si fuera
convencida de que va por el camino errado, todo lo que hace es descarriarse en una
igual distancia hacia el norte; y muy pronto, se dirige hacia el sur. Todo el
tiempo se está descarriando por una ruta diferente con la intención de regresar
al redil; y, en ese sentido, los pecadores son tan necios como esa oveja.
Ahora,
Lo siguiente que hace
“Aquí contemplo el rostro de mi Salvador
Casi en cada página”.
Casi no hay ni un solo capítulo
en que Cristo no sea expuesto, más o menos claramente, como el Salvador de los
pecadores. Así que ustedes pueden ver que
Pero
Y habiendo hecho eso, el hombre es convertido, pues cuando un
hombre mira únicamente a Cristo, vuelve su rostro hacia Dios. Ahora tiene
confianza en Dios y de ella brota el amor a Dios, y ahora desea agradar a Dios
porque ha sido supremamente clemente proveyéndole al Salvador. El hombre ha
sido inducido a dar la media vuelta; de rebelarse en contra de Dios ha llegado
a sentir una intensa gratitud por su Redentor, y busca vivir para la gloria de
Dios como jamás habría pensado hacerlo antes.
Yo les pregunto, a
ustedes, que son el pueblo de Dios, si no han sentido desde su conversión el
poder de
¿Y no han descubierto
ustedes, amados, que sucede así en su experiencia, al estar leyendo
Esta ha sido para mí una
de las grandes evidencias de la verdad de la inspiración. Estando solo en la
noche, y mirando a lo alto, a la bóveda estrellada del cielo, me he preguntado:
“¿Es realmente verdadero este Evangelio en el que he creído y que he predicado
a otros durante tantos años?” Estando absolutamente seguro de que hay un Dios
–pues nadie sino un necio podría dudarlo- he dicho: “Bien, este Evangelio me ha
conducido a amar a Dios. Yo sé que lo amo con todo mi corazón y con toda mi
alma. Y cuantas veces ejerce su poder legítimo sobre mí, me induce a intentar
agradarle. Siempre que estoy bajo su influencia, me hace odiar toda maldad, toda
mezquindad y toda falsedad. Ahora, sería algo muy extraño que una mentira
condujera a un hombre a actuar de esa manera, así que tiene que ser verdadero”.
El efecto moral de
Escuché una vez una
encantadora historia sobre Robert Hall –el más poderoso de nuestros oradores
bautistas- y tal vez uno de los más grandes y elocuentes ministros que haya
vivido jamás. Él estaba sujeto a ataques de terrible depresión de ánimo; y, una
noche, cuando se dirigía hacia un cierto lugar adonde iba a predicar, tuvo que
detenerse por causa de una fuerte nevada. Había tal cantidad de nieve que se
vio obligado a pasar la noche en la casa de la granja donde había tenido que
detenerse. Pero tendría que predicar –decía- tenía listo su discurso y tendría
que predicarlo. De tal forma que tuvieron que reunir a los sirvientes, y a la
gente de la granja, y el señor Hall predicó el sermón que tenía preparado, un
sermón demasiado maravilloso para ser predicado en la sala de la casa de una
granja, y después que todas las personas se marcharon, se sentó junto a la chimenea
con el buen hombre de la casa –un granjero sencillo- y el señor Hall le
preguntó: “Ahora dígame, señor Fulano de Tal, ¿cuál piensa usted que sea una
evidencia segura de que un hombre sea un hijo de Dios? A veces me temo que no
soy un hijo.”
“¡Oh!”, –le respondió el
granjero- “mi querido señor Hall, ¿cómo puede usted hablar así?”
“Bien, ¿cuál piensa
usted que es la mejor evidencia de que un hombre es realmente un hijo de Dios?”
“¡Oh!”, -replicó el
granjero- “estoy seguro de que si un hombre ama a Dios, quiere decir que
realmente lo es”.
“Entonces”, -dijo el
granjero continuando con la historia- “deberían haberlo oído hablar. Dijo:
‘¿Amar a Dios, amigo? ¿Amar a Dios? Aunque yo estuviera condenado, todavía lo
amaría. ¡Él es un Ser tan bendito, tan santo, tan veraz, tan clemente, tan
amable, tan justo!’ Prosiguió durante una hora alabando a Dios, y las lágrimas
rodaban por sus mejillas mientras seguía diciendo: ‘¡Amarlo! No podría evitar
amarlo; tengo que amarlo. Sin importar lo que me haga, tengo que amarlo’”.
Ahora bien, yo he
sentido precisamente eso algunas veces, y entonces me he dicho a mí mismo:
“¿Qué me hizo amar así al Señor? Pues bien, lo que he leído acerca de Él en
este bendito Libro y lo que creo que Él ha hecho por mí en la persona de Su
amado Hijo; y eso que me conduce al estado de amarlo con todo mi ser, tiene que
ser algo correcto y verdadero”.
Si alguno de ustedes se
ha rebelado, yo oro pidiendo que este mismo Libro bendito lo traiga de regreso.
Recibí una carta el otro día procedente de una región remota de América, que
hizo bien a mi corazón. Era de un hombre que fue uno de mis primeros
convertidos en
II. Tengo
que ser muy breve en la segunda parte de mi tema, que es,
Cuando
La verdadera conversión
también le da al hombre el perdón pero no
lo hace presuntuoso. Su transgresión pasada le ha sido perdonada, pero no
por eso dice: “Iré y transgrediré de la misma manera de nuevo. Si el perdón es
obtenido tan fácilmente, ¿por qué no habría de pecar?” Ningún hombre
verdaderamente convertido habló así jamás; o, si algún pensamiento se le
hubiere ocurrido, debe de haber dicho de inmediato: “¡Quítate de delante de mí,
Satanás!, porque no pones la mira en las cosas de Dios”, pues aquellas
expresiones serían diabólicas. “¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia
abunde? En ninguna manera”. Aunque el hombre es perdonado, odia al pecado así
como el niño que se ha quemado odia al fuego. Tiene miedo de que, por algún
paso inadvertido, pudiera ofender al Señor, quien ha borrado el pasado.
Además, la verdadera
conversión le da al hombre un perfecto
descanso, pero no detiene su progreso. Él sabe que la obra que le ha
salvado es la obra consumada del Señor Jesucristo, y que no tiene que agregar
ni siquiera un hilo al manto de justicia que le ha sido entregado; sin embargo,
desea crecer en la gracia para volverse más y más santo, más semejante al Dios
y Señor. A la vez que descansa perfectamente en Cristo, extiende las alas de su
alma para poder volar más y más alto hacia su Dios y Señor.
Además, la verdadera
conversión le da seguridad al hombre,
pero no le permite dejar de ser vigilante. Él sabe que está a salvo, y que
no perecerá nunca, y que nadie lo puede arrebatar de las manos de Cristo; pero
siempre está vigilando contra cualquier enemigo, contra el mundo, la carne y el
demonio. Uno de nuestros escritores de himnos expresa dulcemente esta doble
verdad:
“No tenemos ningún miedo de que pudieras perder
A ninguno de los que el eterno amor eligió;
Pero nunca abusaríamos de esa gracia;
No debemos caer. No debemos caer”.
La verdadera conversión
también proporciona al hombre fortaleza y
santidad, pero nunca le permite jactarse. Se gloría, pero se gloría
únicamente en el Señor. Sabe que un gran cambio ha sido obrado en él, pero ve
todavía tantas imperfecciones propias que se lamenta por ellas delante del
Señor. No tiene tiempo de jactarse porque todo su tiempo ha sido absorbido en
el arrepentimiento de sus pecados, en la fe en su Salvador y en buscar vivir
para la alabanza y gloria de Dios.
La verdadera conversión,
de igual manera, da una armonía a todos
los deberes de la vida cristiana. Hace que un hombre ame más a su Dios, y
ame más a sus semejantes. No me merece una buena opinión esa religión que
consiste en la así llamada ‘profesión de religión’ que hace que una joven mujer
deje a su padre y a su madre, y a toda su familia, y vaya y se encierre en un
convento, o se convierta en una hermana de la miseria de algún tipo o de otro.
Si mi hijo, cuando dice que es convertido, dejara de amar a su padre, yo
tendría serias dudas acerca de su conversión; pienso que ha de ser una
conversión obrada por el diablo, no por Dios. Pero siempre que hay un verdadero
amor a Dios, con seguridad ha de haber también amor a nuestros semejantes. El
mismo Dios que escribió en una tabla ciertos mandamientos en relación a Sí
mismo, escribió en la otra tabla los mandamientos relacionados con nuestros
semejantes. “Amarás a Jehová tu Dios”, es ciertamente un mandamiento divino; y
lo mismo es el otro mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. La
verdadera conversión equilibra todos los deberes, las emociones, las esperanzas
y las dichas.
La verdadera conversión induce al hombre a vivir para Dios. Hace
todo para la gloria de Dios, ya sea que coma, o beba o haga cualquier otra
cosa. La verdadera conversión induce al
hombre a vivir delante de Dios. Solía tratar de imaginarse que Dios no lo
veía; pero, ahora, desea vivir como delante de los ojos de Dios en todo
momento, y le alegra estar allí, alegre incluso de que Dios vea sus pecados,
para que los borre tan pronto como los contempla. Y ese hombre llega ahora a vivir con Dios. Goza de una bendita
comunión con Él; habla con Él como un hombre habla con su amigo; y, en breve,
morará con Dios a lo largo de toda la eternidad, en el palacio en lo alto. Esto
debería convencerte de cuán excelente cosa es la conversión verdadera y real.
III. No
tengo necesidad de decir mucho, en tercer lugar, concerniente a
“La ley de Jehová es
perfecta, que convierte el alma”, de
inmediato, desde el inicio de la conversión hasta el fin. Siempre que
queramos ver conversiones –y yo espero que sea siempre- lo mejor que podemos
hacer es “predicar
Pero, mi querido
hermano, si tú predicas
Estábamos sentados en
torno a una mesa de un hotel en Mentone, una noche durante la cena, y yo quería
hablarle a un amigo que estaba sentado justo frente a mí, pero alguien había
puesto entre nosotros un bouquet de flores sumamente magnífico en un florero
muy espléndido. Yo estaba agradecido de que esas flores florecieran en medio
del invierno, y me agradaba verlas y olerlas; pero, al poco tiempo, las hice a un
lado porque estaban bloqueando mi vista del rostro de mi amigo. Así, yo admiro
el lenguaje exquisito y nadie lo goza más que yo en su lugar apropiado; incluso
pienso que puedo manejarlo un poco si me propusiera intentarlo. Pero siempre
que se interpone entre una pobre alma y Cristo, me gustaría decir: “Rompan ese
florero en mil pedazos, arrojen esas flores al fuego; no las necesitamos allí,
pues es preciso que el pobre pecador vea a Cristo”.
Entonces, queridos
maestros, y queridos hermanos ministros, démosles
Hay otra cosa que siento
que debo decirles. No debemos pensar que,
para tener conversiones, es necesario dejar fuera alguna parte del Evangelio. Me
temo que algunas personas piensan que, si te paras y gritas: “Crean, crean,
crean, crean, crean, crean, crean”, convertirán a cualquier número de personas;
pero no es así. Tienes que decirles a tus oyentes lo que tienen que creer;
tienes que darles
Ahora, queridos amigos,
ustedes que no son convertidos, mi palabra para concluir está dirigida a
ustedes. Si realmente desean fortaleza, vida y salvación, las obtendrán oyendo
Traductor: Allan Román
15/Septiembre/2011
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