El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Cristo Atado

NO. 2822

 

SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL JUEVES 2 DE NOVIEMBRE DE 1882

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y LEÍDO TAMBIÉN EL DOMINGO 15 DE MARZO DE 1903.

 

“Anás entonces le envió atado a Caifás, el sumo sacerdote”.

Juan 18: 24.

 

Nuestro único tema en esta ocasión será: El CRISTO ATADO, -el Hijo de Dios como un Embajador maniatado, como un Rey en cadenas- el Dios-hombre que fue enviado, después de ser atado, para comparecer en un juicio ante el tribunal del sumo sacerdote Caifás.

 

Primero, me parece que esas ataduras de nuestro Señor nos muestran algo de miedo en Sus captores. ¿Por qué lo ataron? Él no iba a atacarlos. Él no tenía ningún deseo de escapar de sus manos. Sin embargo, pensaron probablemente que podría escaparse o que podría burlarlos de alguna manera. ¡Ay!, que los hombres le hayan tenido tanto miedo a Aquel que vino solo desde el cielo sin portar ningún arma y desprovisto de una armadura; que no vino para hacerle daño a nadie y que ni siquiera estaba dispuesto a protegerse de las ofensas que alguien pudiera infligirle. Que le hayan tenido miedo a Aquel que de inicio fue acostado en un pesebre y que a lo largo de toda Su vida exhibió más bien la debilidad de la condición humana que su fuerza. No obstante todo lo anterior, Sus adversarios a menudo le tenían miedo. Y así sucede todavía. Hay en las mentes de los hombres una latente convicción secreta de que el Cristo es más grande de lo que pareciera ser. Incluso cuando lo atacan con sus armas infieles no parecieran estar satisfechos nunca con sus propios argumentos y se entregan a la búsqueda de nuevos. Los impíos le han tenido miedo a Cristo hasta el día de hoy y su furia en Su contra semeja a menudo el ruido que hace el muchacho que chifla para darse ánimo mientras corre a toda prisa a través del camposanto.

 

Sin duda ataron también a Cristo para agravar la vergüenza de Su condición. Nuestro Salvador les dijo a quienes llegaron para arrestarlo en el huerto: “¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme?” Y entonces lo ataron firmemente como si fuese un ladrón. Tal vez ataran Sus manos a Su espalda con unas cuerdas que fueron amarradas con fuerza para mostrar que lo consideraban como un delincuente, y que no lo llevarían a una corte civil donde pudiera ventilarse un caso legal, sino que por el mismo hecho de atarlo ya lo habían condenado. Lo trataban como si ya hubiese sido sentenciado y como si no fuese digno de comparecer como un ciudadano libre que defiende su caso ante el tribunal. ¡Oh, qué vergüenza que el Señor de la vida y de la gloria fuese atado, que Aquel a quien los ángeles adoran con deleite, que Aquel quien es el propio sol de su cielo fuera atado como si fuese un malhechor y que fuese enviado para ser juzgado por un crimen que iba a costarle la vida! 

 

También podemos percibir esta acción de atar al Salvador como una agudización de Su dolor. Yo supongo que ninguno de ustedes ha sido atado jamás como lo fue nuestro Señor en aquel momento; si los hubiesen atado, conocerían el suplicio y el dolor que acompañan a esa acción. Juan nos informa que en Getsemaní, “la compañía de soldados, el tribuno y los alguaciles de los judíos, prendieron a Jesús y le ataron”. Acababa apenas de ponerse de pie pues había estado de rodillas y el sudor sangriento le cubría todavía como un fresco rocío carmesí, pero, con todo, aquellos varones “le ataron, y le llevaron primeramente a Anás”. Yo no encuentro ninguna indicación de que Anás soltara Sus ataduras o de que se le hubiese concedido siquiera un momento de respiro o descanso; antes bien, firmemente sujetado todavía por las cuerdas inclementes fue trasladado a través del gran pretorio hasta el ala opuesta del palacio en la que residía Caifás: “Anás entonces le envió atado a Caifás”. Entonces, seguramente, debieron de hacer eso en un puro desborde de malicia. Ya he dicho que parecían tener alguna suerte de miedo de que, después de todo, su cautivo se les escapara; sin embargo, ellos habrían podido desterrar muy fácilmente ese miedo de sus mentes. No había necesidad de atarle A ÉL. ¡Oh crueles perseguidores, contemplen Su rostro! Si han resuelto enviarlo a Su muerte, pueden conducirlo como una oveja que va al matadero. Ni siquiera abrirá Su boca para reconvenirles. No había ninguna necesidad de poner ataduras a un Ser tan amable como Él. Digo que deben de haberlo hecho por pura crueldad, para poder expresar así su odio por medio de cualquier método concebible, tanto en los pequeños detalles como en el gran objetivo que traían entre manos todo el tiempo, es decir, entregarlo a una muerte sobremanera dolorosa. ¡Ah, Dios mío! ¡Cuán vergonzosamente fue maltratado nuestro bendito Maestro en este mundo inhóspito! Los hombres habían sido frecuentemente regicidas y eso no ha de sorprendernos si se piensa qué clase de tiranos eran los que así eran asesinados; pero estos individuos se estaban convirtiendo en deicidas al entregar a la muerte al propio Hijo de Dios; y, antes de hacerlo, lo colmaron de todo tipo de escarnio y deshonra posibles para causarle una muerte saturada de oprobio y de dolor.

 

Ustedes que aman a su Salvador pensarán con tierna simpatía cómo fue atado por aquellos hombres malvados; mi propósito primordial es tratar de descubrir cuáles son las lecciones que podemos aprender de las ataduras de Cristo.

 

I.   La primera lección es esta: de las cadenas de nuestro amado Redentor yo aprendo una lección respecto al pecado. LAS ATADURAS DE CRISTO NOS ENSEÑAN LO QUE EL PECADO LE HARÍA A DIOS SI PUDIERA.

 

En su enemistad en contra de Dios, el corazón no regenerado le trataría exactamente como se comportaron los hombres con el Hijo de Dios hace mil novecientos años. Lo que hicieron con Jesús es justo lo que haría el hombre con el propio Señor Dios del cielo y de la tierra si pudiera. “¡Cómo!”, –dices tú- “¿los hombres atarían a Dios?” ¡Ah, señores! Harían mucho más que eso si pudieran, pero definitivamente lo harían. Aniquilarían a Dios, si pudieran, pues “Dice el necio en su corazón: no hay Dios”, es decir, “¡No hay Dios para mí!” Mataría a Dios si eso fuese posible. No habría ninguna noticia más alegre para muchos que viven hoy, que se les informara con absoluta certeza que Dios no existe; con tales noticias, todos sus temores serían acallados de inmediato. En cuanto a nosotros, los que le amamos y confiamos en Él, si Dios no existiera, todos nuestros goces desaparecerían y nuestros peores temores se harían realidad; pero para los impíos, si se les pudiese asegurar que Dios estaba muerto, esas serían las más alegres noticias que hubiesen sido difundidas jamás desde el campanario de la iglesia. Le matarían si pudieran; pero, como no pueden matarle, procuran atarlo.

 

Observen cómo tratan de hacerlo negando Su poder. Hay muchos individuos que dicen creer en Dios, y, sin embargo, ¿en qué clase de Dios creen? Es un Dios que está encadenado por Sus propias leyes. “Aquí está el mundo”, -dicen ellos- “pero nadie ha de suponer que Dios tenga algo que ver con el mundo”. Parecen sostener la teoría de que, de una manera u otra, se le dio cuerda al mundo como si se tratase de un gran reloj y desde entonces ha estado andando. Dios ni siquiera ha venido a verlo; en verdad, es probable que no pueda verlo. El dios de ellos no ve, y no sabe nada; no es el Dios viviente. Pretenden rendirle un cumplido diciendo que pudiera haber una grandiosa primera causa, pero ni siquiera saben eso con certeza pues no saben nada. Vivimos en una época en la que el hombre que profesa ser un hombre docto se considera “un agnóstico”, que es una palabra griega que en latín significa “un ignorante”. Es decir, cuando llegas a ser un hombre muy diestro entonces te vuelves un ignorante que no sabe nada en absoluto. Tales personas van cacareando por todo el mundo que no saben nada del todo: no saben para nada si hay algún Dios, o en el caso de que hubiese un Dios, no saben si tiene algo que ver con el mundo. Dicen que el mundo anda por su propia cuenta. Dios puede poner en marcha a los mundos, si así le agradara, pero después de eso no tiene nada que ver con ellos.

 

¡Ah, amados!, pero la verdad es que las leyes de Dios son simplemente las maneras en las que Él actúa. No hay ninguna fuerza en el mundo que sea independiente de Dios. Toda la fuerza de atracción se debe simplemente a que Dios vive todavía y a que derrama Su energía en la materia que atrae. A cada instante Dios es el que obra en todas las cosas según el designio de Su voluntad. De hecho, la omnipotencia es la fuente de toda la potencia que hay en el universo. Dios está en todas partes; y, en vez de estar desterrado del mundo y de que el mundo ande sin Él, si Dios no estuviese aquí, este planeta y el sol y la luna y las estrellas se retirarían a su nada original, de la misma manera que la espuma de un instante se disuelve en la ola que la transporta y desaparece para siempre. Sólo Dios es. Todo lo demás, llámalo como quieras, consiste en fenómenos sensibles que provienen de Su poder eterno. Dios es. Las otras cosas pudieran ser o no pudieran ser; pero Dios es. Hizo bien David al escribir por inspiración del Espíritu: “Una vez habló Dios; dos veces he oído esto: que de Dios es el poder”. Pero esa no es la clase de Dios que quisieran los impíos; ellos quisieran un dios cuyas manos pudieran ser atadas para dejarlo reducido a la impotencia.

 

Harían eso especialmente con respecto a la providencia. “Miren” –dicen- “ustedes los cristianos oran, y son lo suficientemente necios para creer que Dios los oye porque oran y creer que les envía las bendiciones que piden”. Se supone que somos tontos pero me parece que eso es una mera suposición. Probablemente esos caballeros que son tan generosos en endilgar sus epítetos pudieran estar regalando lo que realmente les pertenece. Nosotros somos insensatos; eso dicen ellos, esos hombres de cultura, esa gente pensante; al menos son las personas que se describen a sí mismas con esos nombres altisonantes, y habiendo hecho eso, para demostrar que su cultura ha hecho de ellos unos perfectos caballeros, llaman a todos los demás y en especial a todos los cristianos: “necios”. Bien, nosotros no estamos ansiosos por contender con ellos en cuanto a ese asunto, y estamos muy satisfechos con asumir la posición que efectivamente asumimos y con ser llamados necios por creer que Dios ciertamente oye y responde nuestras peticiones. Aun cuando esa gente está dispuesta a reconocer que hay un Dios providente, piensan que tiene Sus manos atadas de manera que no puede hacer nada. Bien, en lo que a mí respecta, yo preferiría creer en un dios fabricado con lodo del Ganges, o en el fetiche de los hotentotes, antes que doblar mi rodilla ante un dios que no pudiera oír y que no pudiera responderme.

 

Algunos incrédulos hablan de un Dios que tiene atadas Sus manos en lo relativo al castigo del pecado. “Los hombres mueren como perros”. Así dicen algunos de esos perrunos varones. “Dios no castiga el pecado”. Eso dicen algunos pecadores que imaginan haberse preparado un muladar sobre el cual caerán tan pronto como Dios los arroje por la ventana como completamente inútiles. Se imbuyen de ideas que son contrarias a la verdad acerca del Altísimo con el objeto de poder pecar con impunidad. Pero, prescindiendo de lo que piensen o digan, debemos tener la seguridad de que hay un Dios y de que Él es un Dios ante quien cada uno de nosotros habrá de comparecer para rendir cuentas de lo que hubiere hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo. Podemos estar muy seguros de que aunque en Su misericordia Él puede esperar pacientemente un tiempo antes de castigar la iniquidad, con todo, Su mano no está atada y la levantará en breve; y cuando la levante para castigar al hombre que ha quebrantado Sus leyes, lo hará tan eficazmente que el pecador sabrá en verdad que hay un Dios que no pasará por alto la transgresión, ni le guiñará el ojo al pecado si permanece en la impenitencia. Entonces, alegrémonos siempre de dar nuestro testimonio de que Dios no puede estar atado, pero esperemos ver siempre que los inconversos, de un modo o de otro, procuran atar las manos del Altísimo así como aquellos pecadores en Jerusalén ataron al Cristo de Dios.

 

Algunas personas piensan que Dios debería hacer esto y aquello, y en el momento en que comienzas a razonar con ellas no se atienen a lo que dice la Escritura, sino que tienen una noción preconcebida de lo que debería hacerse y lo que no debería hacerse. Es decir, querrías atar Sus manos de manera que Él tenga que hacer lo que tú  juzgues adecuado; pero, si Él juzga que un curso en particular es recto, pero no satisface tu gusto, entonces de inmediato una de tus opciones es no tener ningún Dios, o la otra es tener un dios que sea maniatado por tu razón y que se conserve atado para que cumpla tu voluntad. En la persona de nuestro bendito Maestro que fue trasladado desde Getsemaní con Sus manos fuertemente atadas, vemos un cuadro exacto de lo que los impíos querrían hacer siempre con Dios si pudieran, y lo que realmente le hacen, espiritualmente, en sus propias mentes y en sus corazones. ¡Que Dios nos libre de ser culpables de un pecado como ese! ¡Oh, que la sangre preciosa de nuestro Señor Jesucristo quite ese pecado si es que permanece como un peso sobre la conciencia de alguien a quien me esté dirigiendo ahora!

 

II.   En segundo lugar, he aquí UNA LECCIÓN DE AMOR.

 

Anás envió atado a nuestro Señor Jesús a Caifás; pero, antes de que le ataran, ya le sujetaban otras cuerdas. Cristo fue atado con cuerdas de amor; ¿y quién le ató de esa manera sino Él mismo? Desde el principio, antes de la tierra, Su ojo presciente vio anticipadamente a todo Su pueblo con su pecado, y amó a ese pueblo, y se entregó a él entonces en el eterno propósito; y a menudo miró, a través del panorama de las edades, a los hombres y mujeres que habrían de nacer, y, con un amor cercano y ardiente por cada uno de ellos, por ellos se comprometió a que soportaría las injurias y los esputos, y que incluso moriría en su lugar y en su condición, para redimirlos para Sí. Entonces, cuando veo a nuestro Divino Maestro conducido de aquella manera al tribunal, me aflijo por las cuerdas de fibras trenzadas con las que los hombres lo ataron, pero mi corazón se exulta por esas cuerdas invisibles con las que Él se ató por un propósito, por un pacto, por un juramento, por un amor inmutable e infinito, comprometiéndose a que se entregaría para ser el rescate de Su pueblo.

 

Luego, siguiendo esas cuerdas de amor, si miras de cerca, verás Su amor desplegado de nuevo en el hecho de que Él estaba atado con nuestras cuerdas. Nosotros, queridos amigos, habíamos pecado en contra de Dios, y así habíamos incurrido en la sentencia de la justicia infalible y ahora esa sentencia debía recaer sobre Él. Nosotros debíamos ser atados, pero Cristo fue atado en lugar nuestro. Si ustedes y yo hubiéramos sido atados con la desesperación y hubiéramos sido irremisiblemente conducidos a esa prisión de la que nadie escapará jamás; si ese hubiese sido el momento cuando estábamos comenzando a sentir los tormentos del infierno que nuestros pecados merecen, ¿qué hubiéramos podido decir? Pero, ¡he aquí!, en lugar nuestro, y en nuestra posición y condición, Jesús es llevado a soportar la ira del cielo. Él no debe levantar Su mano en Su propia defensa, ni levantar Su dedo para Su propio consuelo, pues Él está soportando:

 

“Para que no tengamos que soportar nunca,

La justa ira de Su Padre”.

 

III.   Pero ahora, en tercer lugar, aprendamos de aquí UNA LECCIÓN DE GRANDE PRIVILEGIO.

 

Nuestro Señor Jesucristo fue atado, y de ese hecho emana su antítesis: entonces, todo Su pueblo quedó en libertad. Cuando Cristo fue hecho maldición por nosotros se convirtió en una bendición para nosotros. Cuando Cristo fue hecho pecado por nosotros, nosotros fuimos hechos justicia de Dios en Él. Cuando Él murió, entonces nosotros vivimos. Y así, cuando Él fue atado, nosotros fuimos liberados. Podemos ver el tipo de ese intercambio de prisioneros en el hecho de que Barrabás quedó en libertad cuando el Señor Jesús fue entregado para ser crucificado; y más aún podemos verlo en Su súplica por Sus discípulos en el huerto: “pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”. Es con una maravillosa alegría que cantamos en nuestros corazones:

 

“Estábamos atados en penosa servidumbre,

Pero nuestro Jesús nos puso en libertad”.

 

Queridos amigos, ¿piensan ustedes que usamos nuestra libertad como deberíamos? ¿Acaso no oramos a Dios algunas veces como si nos hubiéramos quedado mudos y como si nuestra lengua estuviese atada? ¿Acaso no vamos a los grandes cofres repletos de gracia y, en lugar de tomar lo que necesitamos tal como tenemos el derecho de hacerlo, nos quedamos parados allí como si nuestras manos estuvieran atadas y no pudiéramos tomar ni siquiera una pizca de la abundante plenitud que está dispuesta allí para nosotros? Algunas veces, cuando hay algún trabajo que hacer por Cristo, sentimos como si estuviésemos atados. No nos atrevemos a extender nuestras manos; tenemos miedo de hacerlo; sin embargo, Jesús nos ha liberado. Oh creyente, ¿por qué te comportas como si todavía portaras los grilletes y las cadenas en tus pies? ¿Por qué te conduces como alguien que está atado todavía? Tu libertad es una libertad segura y es una libertad justa. Cristo, el gran Emancipador, te ha dado la libertad, y tú eres “verdaderamente libre”. Disfruta tu libertad; disfruta el acceso a Dios; disfruta el privilegio de reclamar las promesas que Dios te ha dado. Disfruta el ejercicio del poder con el que Dios te ha dotado; disfruta la santa unción con la que el Señor te ha preparado para que le sirvas. No te pongas taciturno como un pájaro enjaulado cuando eres libre de volar lejos. Puedo imaginar un pájaro que ha estado enjaulado durante años; se le podría quitar la jaula, -cada uno de sus barrotes- y no obstante, el pobre pajarito ha estado tan acostumbrado a posarse en ese cetro dentro de su jaula que no advierte el hecho de que su prisión ha desaparecido, y allí sigue posado y sigue estando taciturno. ¡Remonta el vuelo, dulce cantor! Todos los verdes campos y el cielo azul son tuyos. Extiende tus alas y vuela por encima de las nubes y entona el himno de tu libertad como si quisieras que llegara a oídos de los ángeles. Amados, que sea así con sus espíritus y con el mío. Cristo nos ha dado la libertad; por tanto, no debemos regresar a la servidumbre ni debemos quedarnos inmóviles como si estuviéramos en prisión, sino que debemos regocijarnos por nuestra libertad en esta misma hora y debemos hacerlo todos nuestros días.

 

IV.   La cuarta lección de las cuerdas de Cristo es UNA LECCIÓN DE OBLIGACIÓN.

 

Esto pudiera parecer como una paradoja que contrasta con la lección previa, pero, no obstante, es igualmente cierta. Amados, ¿fue atado Jesús por ustedes y por mí? Entonces, debemos atarnos a Él y por Él. Yo me regocijo por la dulce incapacidad que resulta del perfecto amor a Cristo. “¿Incapacidad?”, preguntas. Sí, quiero decir incapacidad. El verdadero hijo de Dios “no puede pecar, porque es nacido de Dios”. Hay muchas otras cosas que no puede hacer; no puede abandonar a su Señor, pues dice juntamente con Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. No puede olvidar sus obligaciones; no puede dejar de entregar su tiempo, su fuerza y su riqueza a su Señor; no puede convertirse en un canalla y en un avariento. No puede dar su alma en casamiento a nadie más, pues Cristo se ha desposado con Él como una casta virgen.

 

Hay momentos en los que el hijo de Dios se une a Nehemías diciendo: “¿Un hombre como yo ha de huir?” O, “¿cómo puede un individuo tan privilegiado como yo entregarse a tal y tal pecado?” Los impíos se burlan de nosotros a veces y dicen: “¡Ah, no puedes hacer tal y tal cosa, pero nosotros sí podemos!” Y nosotros les respondemos:”No hemos perdido ningún poder que deseemos tener jamás, y hemos ganado el poder de concentrar toda nuestra fuerza en la justicia y la verdad; y, ahora, nuestro corazón está atado demasiado firmemente a Cristo para que sigamos a los ídolos de ustedes. Nuestros ojos están ahora tan absortos en la visión de nuestro Salvador que no podemos ver ningún encanto en las cosas con las que ustedes quisieran embrujarnos. Nuestra memoria está ahora tan llena de Cristo que no tenemos ningún deseo de contaminar los preciosos depósitos que custodian los recuerdos del pasado”.

 

A partir de ahora estamos crucificados con Cristo, y eso nos genera una bendita incapacidad en la que nos regocijamos grandemente. Nuestro corazón podría conmoverse, tal vez, un poquito, pero nuestras manos y pies están sujetados al madero y no podemos movernos. ¡Oh, la incapacidad es bienaventurada cuando, al fin, el corazón no puede amar, ni el cerebro puede pensar, ni la mano puede hacer, y ni siquiera la imaginación puede concebir algo que vaya más allá del dulce círculo de una completa consagración al Señor y de una absoluta dedicación a Su servicio! ¡Acudan, entonces, ustedes, ángeles del Señor, y átennos a Él! Esta ha de ser la oración de todo creyente: “Atad víctimas con cuerdas a los cuernos del altar”. No permitamos jamás que algo nos tiente a alejarnos del Señor. Puedes calcular el valor de todo el tesoro de Egipto y luego dejarlo ir y se esfumará como un sueño pues no hay nada en él.

 

Los hijos de Sion no conocen otra cosa

Que dichas sólidas y un permanente tesoro”.

 

y eso permanecerá con ustedes que están atados a Cristo para vivir con Él y para morir con Él si fuese necesario. Entonces, siempre que veamos a Cristo atado, oremos pidiendo que podamos cargar también Sus cadenas, y que estemos tan atados como Él estuvo atado. “¡Oh, Dios!”, -debe decir todo cristiano – “siervo tuyo soy, hijo de tu sierva. Tú has roto mis prisiones, ahora átame a Ti y a Tu bendito servicio de una vez por todas”.

 

V.   La última lección es una que yo pido que todos nosotros podamos aprender, seamos santos o pecadores; es UNA LECCIÓN DE ADVERTENCIA.

 

Queridos amigos, si bien lo he hecho muy débilmente, he tratado de retratar a Cristo atado con cuerdas, y ahora quiero decirles muy solemnemente a todos ustedes: No aten con cuerdas a Cristo. Ustedes que son inconversos, procuren no atar nunca a Cristo. Pueden hacerlo si no leen Su Palabra. Tienen una Biblia en casa pero nunca la leen; su estuche está cerrado y la tienen guardada en un cajón junto con sus mejores pañuelos de bolsillo. ¿Acaso no es así? Ese es otro cuadro de Cristo atado: una pobre Biblia cerrada a la que no le permites nunca hablar contigo, es más, a la que ni siquiera le permites intercambiar ni media palabra contigo pues tienes tanta prisa por hacer otras cosas que no puedes escucharla. Desata las cuerdas; déjala tener su libertad. Ten comunión con ella algunas veces. Haz que el corazón de Dios en la Biblia hable con tu propio corazón. Si no lo haces, esa Biblia cerrada, esa Biblia guardada, ese precioso Libro escondido en el cajón, es Cristo en una prisión, y un día, cuando menos lo esperes, oirás que Cristo te dice: “En cuanto lo hiciste al mayor de todos mis testigos, a mí me lo hiciste”. Mantuviste a Moisés y a Isaías y a Jeremías y a todos los profetas en prisión; y a todos los apóstoles, y al propio Señor, tú los ataste con cuerdas y no quisiste oír ni una sola palabra de lo que tenían que decirte. Que eso no sea aplicable a ninguno de ustedes, queridos amigos.

 

Hay otros que no quieren asistir a escuchar la Palabra. No asisten a ningún lugar de adoración. Tal vez pudieran haber entrado aquí alguna vez; pero, como regla, no van nunca a ninguna parte para adorar a Dios. Aquí, en Londres, la gente podría vivir en alguna calle donde hay un ministerio que salva almas, pero muchas de esas personas nunca traspasan el umbral de la casa de oración. En algunas calles ni siquiera una de cada cien personas entra jamás al lugar donde el pueblo de Dios se congrega para la adoración. ¿Acaso no es eso atar las manos de Cristo? ¿Cómo puede llegar el Evangelio a la gente que no quiere oírlo, que rehúsa escucharlo categóricamente? Están amordazando realmente al bendito Maestro y eso es peor aún que atarlo con cuerdas. Introducen una mordaza entre Sus dientes, y hacen que calle en lo que a ellos respecta. Algunos de ellos, si pudieran, amordazarían al mensajero así como también amordazan al Maestro, pues no lo necesitan. “No nos molestes”, le dicen. “¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?”, y entonces atan a Cristo y lo envían lejos tal como Anás le envió atado a Caifás.

 

Hay algunos que leen la Biblia y también acuden para oír el Evangelio, pero de igual manera atan a Cristo por el prejuicio. Algunas personas no pueden nunca recibir una bendición a través de ciertos ministros, porque resolvieron de antemano que no se beneficiarían a través de ellos. Ustedes saben cómo vienen con alguna noción preconcebida; y aunque un ángel del cielo fuera a hablarles, criticarían severamente cualquier cosa que les dijera debido al prejuicio que anida en su mente. Probablemente no puedan dar ninguna razón mejor para su antagonismo que la que dio aquella persona que no simpatizaba con el doctor Fell:

 

“No me caes bien, doctor Fell,

Por qué razón, no lo sé;

Pero esto sí sé, y lo sé muy bien,

No me caes bien, doctor Fell”.

 

He conocido a ciertos individuos que atan a Cristo de otra manera: posponiendo su decisión. Han oído un sermón y han sentido su poder, y su alma se ha visto conmovida por él, pero su idea primordial ha sido tratar de escapar de Cristo o atarle Sus manos, si fuese posible. Creo que les he dicho antes que en una ocasión, cuando me encontraba predicando en el campo, el caballero en cuya casa me hospedaba se levantó de pronto hacia el final del sermón y salió; y un apreciado amigo que me había acompañado, le siguió afuera y le preguntó: “¿Por qué te saliste?” Él respondió: “Si me hubiera quedado allí otros cinco minutos, habría sido convertido. El señor Spurgeon pareciera tratarme justo como si yo estuviera hecho de caucho: me estruja y me da la forma que él quiere, así que me vi obligado a salir”. “Pero” –le dijo mi amigo- “¿no habría sido una gran bendición para ti si hubieras sido convertido?” “Pues no”, -replicó él- “al menos, no precisamente ahora. Tengo algunas cosas en perspectiva de las que no podría perderme, así que no puedo darme el lujo de ser convertido justo ahora”. Hay otros que no actúan de manera similar a esa, pero el resultado es el mismo. Aunque no lo digan con las mismas palabras, dicen con sus acciones: “Ahora, Señor, voy a atarte un momentito. Tengo la intención de hacerte caso en breve; espero que Tu bendita mano se pose sobre mí para mi salvación, pero no en este momento, por favor; no en este momento”. Esas personas siempre usan cuerdas de seda, pero el acto de atar es precisamente tan eficaz como lo sería si tomaran un repulsivo par de esposas tales como las que saca un policía para prender a un ladrón. Ese hombre dice: “Sólo permíteme atar tus manos un momentito; otro mes, tal vez, posiblemente otro año”. ¡Oh, esa maldita dilación! ¡A cuántos ha arruinado por toda la eternidad! Es el lazo que ata las manos de Cristo el Salvador que dice: “He aquí ahora el día de salvación”.

 

Otros hombres atan las manos de Cristo buscando el placer en el pecado. Después de haber sido conmovidos por un sermón van directamente a algún repugnante lugar de reunión, tal vez, a alguna cantina; o, al día siguiente se juntan con personas que se encargarán de apagar en ellos cualquier pensamiento serio tal como es extinguido el fuego; ¿y qué es eso sino atar las manos de Cristo? Yo conozco a ciertas personas –me estremezco cuando pienso en ellas- que realizan persistentemente aquello que saben que les impedirá sentir alguna vez el poder de la Palabra de Dios. ¡Oh, que por algún medio pudieran ser arrancadas de su presente posición y que pudieran ser trasladadas de inmediato allí donde la verdad pudiera influenciarlas, de manera que fueran conducidas a los pies de Jesús! Creo que oigo decir a alguien: “Esa es una chocante manera de atar las manos de Cristo”. Entonces, ten cuidado, amigo mío, para que tú mismo no caigas en ese pecado.

 

Ahora, en conclusión, quiero dirigirme muy brevemente al propio pueblo del Señor.

 

¿No creen, amados, que ustedes y yo hemos atado algunas veces las manos de Cristo? Seguramente recuerdan haber leído aquella frase: “Y no hizo allí muchos milagros”. Sus manos estaban atadas. ¿Pero, qué fue lo que las ató? Terminen la cita: “a causa de la incredulidad de ellos”. ¿Acaso no hay muchas iglesias que han atado las manos de Cristo porque no creen que Él pueda obrar milagros allí? Si el Señor Jesucristo fuera a convertir al mismo tiempo a tres mil personas por la predicación de su pastor, ¿qué piensan ustedes que probablemente dirían los diáconos y los ancianos de esa iglesia? “Nosotros nunca pensamos que veríamos aquí una conmoción como esa; ¡y pensar que tuvo lugar en nuestro lugar de adoración! Tenemos que ser muy cautelosos ahora. Sin duda esas personas querrán unirse a la iglesia. Tendremos que esperar que pase el verano, y el invierno, y probarlos seriamente; no nos gusta esta clase de conmoción”. ¡Ah, señores, no necesitan molestarse con una expectación como esa! No es probable que Dios les otorgue a ustedes una bendición como esa; nunca envía a Sus hijos donde no son bienvenidos; y, como regla, mientras no prepare a Su pueblo para recibir la bendición, la bendición no llegará.

 

¿No piensan ustedes, también, que un ministro puede atar las manos de Cristo muy fácilmente? Me temo que yo lo he hecho a veces sin pretenderlo. Supongan que yo fuera a predicar algunos sermones excelentes; adviertan que yo no hago eso; pero sólo supongan que yo fuera a predicar algunos excelentes sermones que pasaran directamente sobre las cabezas de la gente y una buena anciana fuera a decir: “yo no tendría la presunción de entenderlo pero es muy maravilloso”, ¿no creen que yo estaría atando las manos de Cristo con guirnaldas de flores? ¿Y no podemos subir al púlpito y hablar mucho acerca de la jerga teológica, y usar palabras que son apropiadas para nosotros en el salón de clases, pero que son muy incomprendidas o que no son entendidas del todo por la mayoría del pueblo? ¿No es eso atar las manos de Cristo? Y cuando un predicador es lo que llaman muy “pesado”, con lo cual no se quiere significar que pesa mucho sino que es muy aburrido; o cuando es muy frío y sin corazón, y predica como si estuviera trabajando a destajo y se alegraría si acabara pronto; cuando ese es el caso, ¿no creen ustedes que están atadas las manos de Cristo? ¿No han oído nunca algunos sermones de los que podrían decir con justicia: “Bien, si Dios fuera a convertir a alguien mediante ese discurso, ciertamente sería un milagro prodigioso, algo completamente fuera de la manera común en que suceden los milagros, pues Él estaría usando para hacer cumplir Su propósito de gracia un implemento que estaba inobjetablemente calculado para producir justo el efecto opuesto”? De vez en cuando y para mi gran aflicción yo he oído sermones de ese tipo. Y ustedes, maestros de la escuela dominical, tienen que tener cuidado de no enseñar de tal manera de ser obstáculos para sus alumnos más bien que ayudas, pues eso sería atar las manos de Cristo y presentarlo atado, como Sansón, ante su salón de clases, más bien para servir de diversión para los filisteos que para darle la honra a Él. ¡Que todos recibamos la gracia de evitar un mal como ese!

 

¿Y no creen ustedes, queridos amigos, que los que amamos a Cristo atamos Sus manos cuando somos cobardes y retraídos y nunca decimos una palabra por Él? ¿Cómo puede el Evangelio salvar a los pecadores si no se predica nunca? Si ustedes no presentan nunca a Cristo a sus compañeros, si no ponen nunca un librito sobre la mesa de algún amigo y si nunca intentan decirle simplemente una palabra acerca del Salvador, ¿no es eso atar las manos de Cristo? Lo que sigue a no tener a ningún Cristo del todo es que la iglesia se quede callada en relación a Él. Es algo terrible contemplar lo que sería si no hubiese ningún Salvador; pero ¿cuál es la ventaja de que haya un Salvador si los hombres nunca oyen hablar acerca de Él? Vamos, ustedes que son muy retraídos, no se excusen más. “Oh” –dice uno- “pero yo siempre fui de una disposición que se bate en retirada”. Así era aquel soldado que fue fusilado por huir en el día de la batalla; era culpable de cobardía y fue sentenciado a muerte por ello. Si tú has estado atando al Maestro hasta este día por tu espíritu de retraimiento, debes dar un paso al frente de inmediato, y debes declarar lo que Cristo ha hecho por ti, para que, con Sus manos desatadas, pueda hacer lo mismo por otros.

 

¿Y no piensas tú que siempre que somos inconsistentes en nuestra conducta –especialmente en la familia- atamos las manos de Cristo? Hay un padre que ora por sus hijos pidiendo que vivan delante de Dios. Escúchenlo cinco minutos más tarde. ¡Vamos, sus hijos odian verlo! Es tal tirano para ellos que no pueden soportarlo. Hay una madre, también, que ora y le pide a Dios que salve a sus hijas. Sube al aposento alto y suplica fervorosamente por ellas; sin embargo, baja las escaleras y les concede cuanto le pidan y nunca dice ni una sola palabra para ponerles un alto en sus malos caminos. Ella actúa para con cada una de sus hijas como Elí, en versión femenina; ¿no está atando las manos de Cristo? ¿Qué puede esperar ella sino que Dios, que obra de acuerdo a reglas, decida dejar que su cruel amabilidad influencie a sus hijas para mal, antes que responder a sus oraciones por su conversión? Seamos santos, queridos amigos, porque entonces, por fe, veremos al Dios santo moviéndose libremente y obrando entre nosotros y realizando grandes obras para Su propia gloria. ¡Que así lo haga, por nuestro Señor Jesucristo! Amén.

 

 

Traductor: Allan Román

14/Marzo/2013

www.spurgeon.com.mx