El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Cristo Debilitado, Fortalecido

NO. 2769

 

SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 5 DE JUNIO DE 1881

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 9 DE MARZO DE 1902.

 

“Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle”. Lucas 22: 43.

 

Yo supongo que este incidente ocurrió inmediatamente después de la primera oración de nuestro Señor en el huerto de Getsemaní. Sus súplicas se hicieron tan fervientes y tan intensas que provocaron en Él un sudor sangriento. Evidentemente estaba sumido en una gran agonía de temor al tiempo que oraba y luchaba hasta sudar sangre. El escritor de la Epístola a los Hebreos nos informa que “fue oído a causa de su temor reverente”. Es probable que ese ángel llegara en respuesta a esa oración. Esa fue la respuesta del Padre al clamor de Su Hijo desfalleciente que soportaba una infinitud de dolor por causa del pecado de Su pueblo, y que, por tanto, debía ser divinamente sostenido en cuanto a Su condición humana para no ser aplastado por el terrible peso que presionaba sobre Su alma santa.

 

La respuesta de Su petición llegó tan pronto como nuestro Salvador comenzó a orar. Eso nos recuerda la súplica de Daniel y el mensajero angélico a quien le fue ordenado volar tan raudamente que, tan pronto como la oración hubo salido de los labios del profeta, Gabriel ya estaba junto a él con su respuesta. Entonces, hermanos y hermanas, pónganse siempre de rodillas cuando vengan sus tiempos de tribulación. Prescindiendo de la forma que tomare su problema, aunque les pareciera ser incluso una lánguida representación de la agonía de su Señor en Getsemaní, adopten la misma postura en la que Él soportó la gran conmoción que le sobrevino. Arrodíllense y clamen a su Padre que está en el cielo, el cual puede salvarlos de la muerte y prevenir que la tribulación los destruya por completo, y puede darles la fortaleza necesaria para soportarla y guardarlos en medio de ella para alabanza de la gloria de Su gracia.

 

Esa es la primera lección que hemos de aprender de la experiencia de nuestro Señor en Getsemaní: la bendición de la oración. Él nos ha indicado que oremos, pero ha hecho algo más que eso, pues nos ha dado el ejemplo de la oración, y si es un ejemplo -como estamos seguros de que lo es- entonces es mucho más poderoso que el precepto, y no debemos dejar de imitar a nuestro Salvador en el ejercicio de una suplicación potente, prevalente y repetida, siempre que nuestros espíritus estén abatidos y nos encontremos en una dolorosa turbación de alma.

 

Posiblemente hayas dicho algunas veces: “Me siento tan afligido que no puedo orar”. Al contrario, hermano, ése es precisamente el momento en que debes orar. Así como las especias, cuando son molidas, producen mucha más fragancia por la molienda, así también la aflicción de tu espíritu debe ser el motivo para elevar una oración más ferviente a Dios, quien puede liberarte y quiere hacerlo. Tienes que expresar tu aflicción de una manera o de otra; entonces, no dejes que se manifieste en murmuración, sino en suplicación. Es una vil tentación que proviene de Satanás permanecer alejado del propiciatorio cuando tienes mayor necesidad de acudir allí, pero tú no cedas a esa tentación. Ora hasta que puedas orar; y si descubres que no estás lleno del Espíritu de suplicación, usa cualquier medida de la unción sagrada de que dispongas; y así, poco a poco, tendrás el bautismo del Espíritu, y la oración se convertirá para ti en un ejercicio más feliz y dichoso de lo que es al presente. Nuestro Salvador dijo a Sus discípulos: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte”; con todo, en aquel momento, más que en ningún otro, se encontraba en una agonía de oración y la intensidad de Su suplicación era proporcional a la intensidad de Su aflicción.

 

En nuestro texto hay dos cosas que debemos notar. Primero, la debilidad de nuestro Señor; y, en segundo lugar, el fortalecimiento de nuestro Señor.

 

I.   Primero, entonces, meditemos durante unos instantes sobre LA DEBILIDAD DE NUESTRO SEÑOR.

 

Partiendo del hecho que un ángel bajó del cielo para fortificarlo, es claro que Él se encontraba sumamente débil, pues los santos ángeles no hacen nunca nada superfluo. Ellos son siervos de un Dios eminentemente práctico, que no hace nunca lo que es innecesario hacer. Si Jesús no hubiese necesitado fortalecimiento, un ángel no habría venido del cielo para fortificarlo. Pero ¡cuán extraño suena a nuestros oídos que el Señor de la vida y de la gloria estuviera tan débil como para que necesitara ser fortalecido por una de Sus propias criaturas! ¡Cuán extraordinario pareciera que Él, quien es “Dios verdadero de Dios verdadero”, con todo, cuando vino a la tierra como Emanuel, Dios con nosotros, asumiera tan completamente nuestra naturaleza que se sintió tan débil como para que necesitara ser sostenido por una agencia angélica! Esto les pareció a algunos de los santos más antiguos como despectivo de Su dignidad divina, y, por eso, algunos de los manuscritos del Nuevo Testamento omiten este pasaje; se supone que el versículo fue eliminado por algunos que reclamaban ser ortodoxos, para que los arrianos no se apoderaran de él y lo usaran para apuntalar sus herejías. Yo no podría estar seguro en cuanto quiénes lo eliminaron de hecho, y no me sorprende que lo hubieran hecho. No tenían el derecho de hacer nada por el estilo, pues todo lo revelado en la Escritura es cierto. Pero nos da la impresión de que temblaban ante el pensamiento de que el Hijo de Dios se sintiera alguna vez tan débil como para que necesitara el apoyo de un mensajero angélico para ser fortalecido.

 

Sin embargo, hermanos y hermanas, este incidente demuestra la realidad de la condición humana de nuestro Salvador. Aquí pueden percibir ustedes cuán plenamente participó de la debilidad de nuestra humanidad; no participó en la debilidad espiritual como para volverse culpable de algún pecado, pero sí en la debilidad mental, como para ser susceptible de una gran depresión de espíritu, y también en la debilidad física, como para quedar exhausto hasta el límite por Su terrible sudor sangriento.

 

¿Qué es la debilidad extrema? Es algo diferente del dolor, pues el dolor agudo revela al menos alguna medida de fuerza; pero quizás algunos de ustedes sepan qué significa sentir como si a duras penas hubieran estado vivos; se sentían tan débiles que difícilmente se daban cuenta de que en realidad estaban vivos. La sangre fluía, si es que fluía del todo, pero lo hacía muy lentamente en los canales de sus venas; todo parecía estancado en su interior. Estaban totalmente desfallecidos y casi hubieran deseado quedar inconscientes pues la conciencia que tenían era extremadamente dolorosa; se encontraban tan débiles y enfermos que parecían estar casi a punto de morir. Las palabras de nuestro Maestro: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte”, demuestran que la sombra de una partida inminente pendía oscuramente sobre Su espíritu y alma y cuerpo, de tal forma que podía citar verdaderamente el Salmo 22 y decir: “Y me has puesto en el polvo de la muerte”.

 

Amados, yo creo que deberían alegrarse de que así sucediera con su Señor, pues ahora pueden ver cuán auténticamente fue hecho semejante a Sus hermanos en Su depresión mental y en Su debilidad física, así como también en otros sentidos.

 

Les ayudaría a tener una mejor idea acerca de la verdadera condición humana de Cristo si recordaran que éste no fue el único momento en que se sintió débil. Él, el Hijo del hombre, fue una vez un bebé y, por tanto, todos los tiernos ministerios que deben ser ejercidos por causa de la indefensión de la infancia fueron también necesarios en Su caso. Envuelto en pañales y acostado en un pesebre, ese niñito era todo el tiempo el Dios todopoderoso aunque condescendiera a suspender Su omnipotencia para redimir a Su pueblo de sus pecados. No duden de Su verdadera humanidad, y aprendan de ella cuán capaz es Él de identificarse tiernamente con todos los males de la infancia y con todas las penas de la niñez, que no son ni tan pocos ni tan pequeños como la gente se imagina.

 

Además de haber sido un infante y de haber crecido gradualmente en estatura igual que como crecen otros niños, nuestro Señor estaba a menudo cansado. Cuánto deben de haberse asombrado los ángeles viendo a Aquel que blande el cetro de la soberanía universal y ordena a todas las huestes estrelladas de acuerdo a Su voluntad, cuando, “cansado del camino, sentado así junto al pozo” en Sicar, esperaba a la mujer cuya alma había ido a ganar y se limpiaba el sudor de Su frente y descansaba después de haber viajado a lo largo de las ardientes extensiones de la tierra. El profeta Isaías dijo verdaderamente que “el Dios eterno es Jehová, el cual creó los confines de la tierra. No desfallece, ni se fatiga con cansancio”. Ese es el lado divino de Su gloriosa naturaleza. “Jesús, cansado del camino, se sentó así junto al pozo”. Ese era el lado humano de Su naturaleza. Leemos que “no comió nada” durante la tentación de los cuarenta días en el desierto, y que “pasados los cuales, tuvo hambre”. ¿Ha sabido alguno de ustedes lo que es sufrir la amargura del hambre? Entonces, recuerden que nuestro Señor Jesucristo experimentó también ese tormento. Aquel a Quien adoramos y ante Quien nos postramos legítimamente como “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos”, y que como Hijo del hombre es el Mediador entre Dios y los hombres, tuvo hambre y también tuvo sed, pues le dijo a la mujer junto al pozo: “Dame de beber”.

 

En adición a ésto, nuestro Salvador se sentía a menudo tan agotado, que dormía, lo cual es otra demostración de Su verdadera humanidad. Se sintió tan cansado en alguna ocasión que se durmió incluso cuando la barca se sacudía de un lado a otro en medio de una tormenta y estaba a punto de hundirse. En otra ocasión leemos que los discípulos “le tomaron como estaba, en la barca”, lo que me parece que denota incluso algo más de lo que dice, es decir, que Él se sentía tan agotado que casi era incapaz de subirse a la barca; pero ellos “le tomaron como estaba”, y allí se quedó dormido. Sabemos, además, que “Jesús lloró”, no meramente una vez, ni dos, sino muchas veces; y sabemos también algo que completa la prueba de Su humanidad: que murió. Fue un extraño fenómeno que Aquel a quien el Padre ha dado “el tener vida en sí mismo”, hubiere sido llamado a atravesar las lúgubres sombras de la muerte para que en todos los puntos fuera semejante a Sus hermanos, y así fuera capaz de identificarse con nosotros.

 

¡Oh, seres débiles, vean cuán débil llegó a estar su Señor para fortificarlos a ustedes! Podríamos leer este pasaje que nos es familiar: “Que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” de una manera ligeramente diferente: “Que por amor a vosotros se hizo débil, siendo fuerte, para que vosotros con su debilidad fueseis fortalecidos”. Por tanto, amados, “fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza”.

 

¿Cuál fue la razón de la especial debilidad de nuestro Salvador cuando estaba en el huerto de Getsemaní? No puedo adentrarme de lleno ahora en ese asunto, pero quiero que noten qué fue lo que lo atribuló tan severamente allí. Yo supongo, primero, que fue el contacto con el pecado. Nuestro Salvador había visto siempre los efectos del pecado en los demás, pero nunca había sido afectado tan íntimamente como lo fue cuando entró en aquel huerto, pues allí, como nunca antes, la iniquidad de Su pueblo fue acumulada sobre Él, y ese contacto despertó en Él un santo horror.

 

Ustedes y yo no somos perfectamente puros, y por eso no estamos tan horrorizados ante el pecado como deberíamos estarlo; sin embargo, algunas veces podemos decir con el salmista: “Horror se apoderó de mí a causa de los inicuos que dejan tu ley”; pero que nuestro misericordioso Salvador –escuchen las palabras inspiradas y ninguna de ellas es mía- fuera “contado con los pecadores”, debe de haber sido algo terrible para Su alma pura y santa. Parecía retraerse de una tal posición y se necesitaba que fuera fortalecido para que pudiera ser capaz de soportar el contacto con esa terrible mole de iniquidad.

 

Pero, en adición a eso, Él tenía que soportar la carga de ese pecado. No bastaba que entrara en contacto con él, sino que está escrito: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”; y cuando comenzó a captar plenamente todo lo que estaba involucrado en Su posición como gran Portador del pecado, Su espíritu decayó y se sintió sumamente débil.

 

¡Ah, amigo!, si tú tuvieras que soportar la carga de tu pecado cuando te presentes delante del tribunal de Dios, te hundiría hasta lo más profundo del infierno; pero, ¿cuál no habría sido la agonía de Cristo cuando cargaba con el pecado de todo Su pueblo? Cuando la poderosa mole de la culpa de ellos vino rodando sobre Él, Su Padre vio que el alma humana y el cuerpo humano, ambos, necesitaban ser sostenidos, o de otra manera habrían sido aplastados por completo antes de que la obra expiatoria hubiere sido consumada.

 

El contacto con el pecado y la asunción de la culpa del pecado eran razones suficientes para producir la excesiva debilidad del Salvador en Getsemaní; pero, además, Él estaba consciente de la cercanía de la muerte. He oído decir a algunas personas que no deberíamos huir de la muerte; pero yo asevero que, en la proporción en que un hombre es un buen hombre, la muerte será desagradable para él. Ustedes y yo nos hemos familiarizado, hasta un cierto grado, con el pensamiento de la muerte. Sabemos que tenemos que morir –a menos que el Señor venga pronto- pues todos los que se han ido antes que nosotros así lo han hecho, y las semillas de la muerte están sembradas en nosotros y como fiera enfermedad, están comenzando a obrar dentro de nuestra naturaleza. Es natural que esperemos morir, pues sabemos que somos mortales. Si alguien fuera a decirnos que seremos aniquilados, cualquier hombre razonable y sensible se horrorizaría ante la idea, pues eso no es natural para el alma del hombre.

 

Ahora bien, la muerte era tan antinatural para Cristo, como la aniquilación lo sería para nosotros. La muerte no había llegado a ser nunca una parte de Su naturaleza; Su alma santa no contenía ninguna de sus semillas; y Su cuerpo inmaculado –que no había conocido nunca ningún tipo de enfermedad o corrupción, sino que era tan puro como cuando, antes que nada, “el Santo Ser” fue creado por el Espíritu de Dios- también se retraía de la muerte. No había en él nada de lo que vuelve natural a la muerte; y, por tanto, por causa de la propia pureza de Su naturaleza, Él retrocedía ante la cercanía de la muerte, y necesitaba ser especialmente fortificado para enfrentar “al postrer enemigo”.

 

Sin embargo, fue probablemente el sentido de total abandono que estaba haciendo presa de Su mente, el que produjo esa debilidad extrema. Todos Sus discípulos le habían fallado y en breve lo abandonarían. Judas había alzado contra Él el calcañar, y no hubo ninguno dentro de Sus seguidores profesantes que se asiera a Él fielmente. Reyes, príncipes, escribas y gobernantes, todos se unieron en contra Suya, y de los pueblos nadie hubo consigo. Lo peor de todo fue que por la necesidad de Su sacrificio expiatorio, y por ser el Sustituto por Su pueblo, Su propio Padre le retiró la luz de Su rostro y ya en el huerto comenzaba a sentir esa agonía de alma que, en la cruz, le provocó aquel clamor doliente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Y ese sentimiento de completa soledad y abandono, agregado a todo lo que había soportado, lo hizo sentir tan extremadamente débil que fue necesario que fuera especialmente fortificado para la prueba extremadamente dura por la que todavía tendría que pasar.

 

II.   Ahora, en segundo lugar, debemos meditar durante unos instantes sobre EL FORTALECIMIENTO DE NUESTRO SEÑOR: “Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle”.

 

Es de noche y está arrodillado bajo los olivos, ofreciendo, como dice Pablo: “ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte”. Mientras luchaba allí, se ve sumido en tal estado de agonía que suda grandes gotas de sangre y, de pronto, refulge delante de Él, como un meteoro del cielo de medianoche, un espíritu reluciente venido directamente del trono de Dios para ministrarle en Su hora de necesidad.

 

Piensen en la condescendencia de Cristo al permitir que un ángel viniera y le fortaleciera. Él es el Señor de los ángeles así como de los hombres. A Su indicación, los ángeles vuelan más raudamente que el relámpago para cumplir Su voluntad. Sin embargo, en la extremidad de la debilidad, fue socorrido por uno de ellos. Fue una asombrosa condescendencia que el infinitamente grande y siempre bendito Cristo de Dios, consintiera que un espíritu de Su propia creación se le apareciera y le fortaleciera.

 

Pero a la vez que admiro la condescendencia que permitió que un ángel viniera, igualmente admiro el dominio propio que permitió que sólo viniera uno, pues, si le hubiera agradado, habría podido apelar a Su Padre, quien le habría enviado de inmediato “más de doce legiones de ángeles”. No, Él no hizo una solicitud así; Él se regocijó al contar con un ángel que lo fortaleciera, pero no aceptaría ni uno más. ¡Oh, qué bellezas sin par se combinan en nuestro bendito Salvador! Pueden mirar de este lado del escudo, y percibirán que es de oro puro. Luego pueden mirar del otro lado del escudo, pero no descubrirán que sea de bronce, como en la fábula, pues es de oro por todos lados. Nuestro Señor Jesús es “todo él codiciable”. Lo que hace o lo que deja de hacer, merece igualmente las alabanzas de Su pueblo.

 

¿Cómo podría el ángel fortalecer a Cristo? Esa es una pregunta muy natural, pero es muy posible que habiendo respondido a la pregunta de la mejor manera que pudiéramos hacerlo, no le diéramos una respuesta plenamente  satisfactoria. Sin embargo, puedo concebir que de alguna manera misteriosa un ángel del cielo le hubiera podido infundir de hecho un renovado vigor a la constitución física de Cristo. No puedo afirmar positivamente que así fuera, pero me parece que es algo muy probable. Sabemos que en verdad Dios puede comunicar nueva fuerza de pronto a los espíritus desfallecientes; y, ciertamente, si lo hubiera querido, habría podido alzar así la cabeza inclinada de Su Hijo para hacerlo sentir de nuevo fortificado y resuelto.

 

Tal vez haya sido así; pero, de cualquier manera, sentir que tenía una compañía pura debe de haber fortalecido al Salvador. Es un gran gozo para un hombre que está batallando a favor de lo recto contra una multitud que ama lo torcido, encontrar a un camarada a su lado que ama la verdad como él mismo la ama. Para una mente pura, obligada a escuchar las bromas obscenas de los individuos licenciosos, no conozco nada que sea más fortalecedor que oír un susurro al oído de alguien que le dice: “Yo también amo lo que es casto y puro, y odio la conversación inmunda de los malvados”. Así, por ventura, el mero hecho de que ese ángel refulgente estuviera al lado del Salvador, o que se inclinara reverentemente ante Él, en sí mismo, podría haberle fortalecido.

 

Junto a eso, estaba la tierna simpatía que esta ministración angélica demostró. Puedo imaginar que todos los santos ángeles se asomaban sobre las murallas del cielo para observar la portentosa vida del Salvador; y ahora que lo ven en el huerto, y que perciben, por toda Su apariencia y por Su desesperada agonía, que la muerte se le está aproximando, se quedan tan atónitos que ansían el permiso para que al menos uno de ellos descienda para ver si pudiera llevarle socorro de la casa de Su Padre en lo alto. Puedo imaginar a los ángeles diciendo: “¿No cantamos acerca de Él cuando nació en Belén? ¿Acaso algunos de nosotros no le ministramos cuando estaba en el desierto, entre las bestias salvajes, hambriento después de Su prolongado ayuno y de Su terrible tentación? ¿No le han visto los ángeles todo el tiempo que ha estado en la tierra? ¡Oh, vayamos algunos de nosotros en Su ayuda!” Y sin mayor esfuerzo puedo suponer que Dios le dijo a Gabriel: “Tu nombre significa: ‘la fortaleza de Dios’; anda y fortalece a tu Señor en Getsemaní”, “Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle”, y pienso que fue fortalecido, al menos en parte, al observar la simpatía de todo el ejército celestial para con Él en Su trance de secreta aflicción. Pudiera parecer que estaba solo como hombre, pero, como Señor y Rey, tenía de Su lado a un grupo innumerable de ángeles que esperaban para cumplir Su voluntad; y vino allí uno de ellos para asegurarle que, después de todo, no estaba solo.

 

A continuación, sin duda nuestro Salvador fue consolado por el servicio voluntario del ángel. Ustedes saben, amados hermanos y hermanas, cuánto puede alegrarnos un pequeño acto de amabilidad cuando estamos abatidos en espíritu. Cuando somos despreciados y desechados entre los hombres, cuando somos abandonados y difamados por quienes deberían habernos tratado de manera diferente, incluso una tierna mirada de un niño nos ayuda a suprimir nuestra depresión. En tiempos de soledad, te ayuda tener incluso un perro contigo, que lama tu mano y que te muestre tanta amabilidad como le sea posible mostrarte. Y nuestro bendito Señor, que siempre apreció y aprecia todavía el más mínimo servicio que le sea rendido –pues ni un solo vaso de agua fría dado a un discípulo en el nombre de Cristo perderá su recompensa- fue animado por la devoción y el homenaje del espíritu ministrante que vino del cielo para fortalecerlo. Me pregunto si el ángel le adoró; yo pienso que no podía hacer nada que no fuera al menos que eso; y debe de haber sido algo trascendente adorar al ensangrentado Hijo de Dios. ¡Oh, que cualquiera de nosotros hubiera podido rendirle un homenaje como ese! El tiempo para un ministerio especial, así como ese, ha concluido ahora; sin embargo, mi fe pareciera traerle de regreso aquí, en este momento, justo como si estuviéramos en Getsemaní. ¡Yo te adoro, bendito Dios eterno, nunca más semejante a Dios que cuando demostraste Tu perfecta condición humana al sudar grandes gotas de sangre en la terrible debilidad de Tu depresión en el huerto de la aflicción!

 

Acaso, también, la presencia del ángel consoló y fortificó al Salvador como si se tratara de un goce anticipado de Su victoria final. ¿Qué era este ángel sino el pionero de todo el ejército celestial que vendría a reunirse con Él cuando la lucha hubiere terminado? Él era un ángel que, en plena confianza de la victoria de Su Señor, había volado antes que los demás para rendir un homenaje al Hijo de Dios vencedor, que aplastaría al antiguo dragón bajo Sus pies.

 

Ustedes recuerdan cómo, cuando Jesús nació, primero vino un ángel que comenzó a hablarles a los pastores acerca de Él, “Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios, y decían: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” El primer ángel había tomado la ventaja, por decirlo así, sobre sus hermanos, y se les había adelantado; pero apenas las portentosas noticias fueron propagadas a lo largo de las calles del cielo, cada ángel resolvió darle alcance antes de que su mensaje fuera completado. Entonces, aquí tenemos un ángel que vino como un precursor para recordarle a su Señor la victoria definitiva, y luego hubo muchos más que vinieron con las mismas buenas noticias; pero, para el corazón del Salvador, la venida de ese ángel fue una señal de que Él llevaría cautiva a la cautividad y de que miríadas de otros espíritus resplandecientes se agolparían en torno Suyo y clamarían: “¡Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, para que el Rey de gloria, que recién experimentó Su vergüenza teñida en sangre, entre en Su herencia celestial y eterna!”

 

Todavía hay algo más: ¿acaso no es muy probable que este ángel le hubiere traído al Salvador un mensaje del cielo? Los ángeles son generalmente mensajeros de Dios; entonces, tienen algo que comunicar de parte Suya y, tal vez, este ángel, inclinándose sobre la postura de postración del Salvador, susurrara a Su oído: “Ten buen ánimo; tienes que atravesar toda esta agonía, pero, gracias a ella, salvarás a una innumerable multitud de hijos e hijas de los hombres, que te amarán y te adorarán a Ti y a Tu Padre por los siglos de los siglos. Él está contigo incluso en este instante. Aunque, para que la expiación sea completa Él tenga que ocultar de Ti Su rostro por causa de los requerimientos de la justicia, Su corazón está contigo, y Él te ama siempre”. ¡Oh, cómo debe de haber sido animado nuestro Señor Jesús si algunas palabras parecidas a éstas hubieren sido susurradas a Sus oídos!

 

Ahora, para concluir, procuremos aprender las lecciones de este incidente. Amados hermanos y hermanas, ustedes y yo podríamos tener que pasar a través de grandes aflicciones, -ciertamente, las nuestras no serán nunca tan grandes como aquéllas que experimentó nuestro divino Señor- pero podríamos tener que atravesar por las mismas aguas. Bien, en tales momentos, como ya lo he dicho, recurramos a la oración, y contentémonos con recibir consuelo de los instrumentos más humildes. “Esa es una observación demasiado simple”, dirás tú. Si bien es muy simple, es una observación que algunas personas tienen la necesidad de rememorar. Ustedes recuerdan cómo Naamán el sirio fue sanado gracias al comentario de una muchachita cautiva y, algunas veces, grandes santos han sido animados por las palabras de gente muy insignificante. Ustedes recuerdan cómo el doctor Guthrie, cuando estaba agonizando, pedía un “un himno infantil”. Iba muy acorde con él, un hombre-niño grande, glorioso y de mente sencilla. Él dijo lo que ustedes y yo debimos haber sentido algunas veces cuando necesitábamos ‘un himno infantil’, un gozoso cántico infantil para animarnos en la hora de la depresión y de la aflicción.

 

Hay algunas personas que parecieran como si no quisieran ser convertidas a menos que pudieran ver a algún eminente ministro. Incluso eso no satisfaría a algunas de ellas; necesitan una revelación especial del cielo. No tomarían un texto de la Biblia –aunque yo no puedo concebir nada mejor que eso- pero piensan que, si pudieran soñar algo o si pudieran oír palabras habladas al aire de la tarde por alguna voz extraña en el cielo, entonces podrían ser convertidos. Bien, hermanos y hermanas, si no comen de las manzanas que crecen en los árboles, no han de esperar que los ángeles vengan y se las traigan. Tienen una palabra más segura de testimonio en la Biblia, de la que pudiéramos tener en cualquier otra parte. Si no son convertidos por esa Palabra, es una gran lástima; y es algo peor que lástima: es un gran pecado. Si su Señor y Maestro condescendió a recibir consolación de un ángel a quien Él mismo había creado, ustedes deberían estar dispuestos a recoger consuelo de la plática más débil de la persona más pobre, del más insignificante miembro del pueblo de Dios, cuando procuran animarlos.

 

Conocí a un viejo profesante que dijo acerca de un joven ministro: “No me sirve de nada oírle, pues no ha tenido la experiencia que yo he tenido; entonces, ¿cómo podría instruirme o ayudarme?” ¡Oh, señores, yo he sabido que muchos santos ancianos obtienen más consuelo de muchachos piadosos del que obtuvieron jamás proveniente de personas de su misma edad! Dios sabe cómo perfeccionar la alabanza de la boca de los niños y de los que maman; y no he oído nunca que haya hecho eso de la boca de los ancianos. ¿Por qué sucede eso? Porque los ancianos saben demasiado, pero los niños no saben nada, y, por tanto, la alabanza a Dios salida de sus bocas es perfeccionada. Por tanto, nunca hemos de despreciar a los mensajeros de Dios, por humildes que pudieran ser.

 

La siguiente lección es que a la vez que deben estar agradecidos por el consolador más insignificante, con todo, en sus tiempos de más profunda necesidad, pueden esperar que vengan a ustedes los consoladores más grandes. Permítanme recordarles que un ángel se le apareció a José cuando Herodes buscaba quitarle la vida a Cristo. Luego, más tarde, los ángeles se le aparecieron a Cristo cuando el diablo le había estado tentando. Y ahora, en Getsemaní, cuando hubo una peculiar manifestación de la malicia diabólica pues era la hora de los poderes de las tinieblas, entonces, cuando el demonio andaba suelto y andaba haciendo lo más que podía en contra de Cristo, un ángel vino del cielo para fortalecerlo.

 

Entonces, tendrán su mayor fortaleza cuando estén sumidos en sus tribulaciones más aflictivas. Tal vez tengan poco que ver con ángeles mientras no se encuentren en serios problemas, pero entonces será cumplida la promesa: “A sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra”. Ellos están siempre listos para ser sus guardianes; pero, en el asunto del fortalecimiento espiritual, estos espíritus santos podrían tener poco que ver con algunos de ustedes mientras no estén frente a frente con Apolión, y tengan que pelear duras batallas con el maligno mismo. Vale la pena atravesar lugares ásperos para que los ángeles lo sostengan a uno. Vale la pena ir a Getsemaní, si allí podemos contar con los ángeles del cielo para que nos fortalezcan. Entonces, tengan buen ánimo, hermanos, sin importar qué cosa los espere. Entre más oscura sea su experiencia, más brillante será lo que resulte de ella. Los discípulos temieron cuando entraron en la nube en el Monte de la Transfiguración; pero cuando penetraron en ella, vieron a Jesús, a Moisés y a Elías en gloria.

 

Oh, ustedes, que son verdaderos seguidores de Cristo, no teman a las nubes que se ciernen a bajo nivel sobre ustedes, pues verán la brillantez detrás de ellas, y al Cristo en ellas y benditos serán sus espíritus.

 

Pero si no creen en Cristo, realmente me aflijo por ustedes, pues tendrán la aflicción sin el solaz, la copa de la amargura sin el ángel, la agonía -y eso para siempre- sin el mensajero del cielo que los consuele. ¡Oh, que todos ustedes creyeran en Jesús! ¡Que Dios les ayude a hacerlo, por Cristo nuestro Señor! Amén.         

 

Traductor: Allan Román

23/Marzo/2011

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