El Púlpito de
Cristo
Triunfante:
El Despojador de
Principados y Potestades
NO.
273
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN MUSIC HALL,
“Y despojando a los
principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre
ellos en la cruz”. Colosenses 2: 15.
Para el ojo de la razón la cruz es el
centro del dolor y el mayor abismo de la vergüenza. Jesús muere como un malhechor.
Pende del patíbulo de un criminal y derrama Su sangre en el monte común de la
condenación teniendo por compañeros a unos ladrones. Entrega el espíritu en
medio de la burla, de las mofas, del escarnio, de la insolencia y la blasfemia.
La tierra lo rechaza y lo separa izándolo de su superficie y el cielo no le
suministra ninguna luz sino que oscurece el sol del mediodía a la hora de Su
muerte. La imaginación no puede descender a un mayor abismo de dolor que aquel
en el que el Salvador se hundió. La malicia satánica misma no podía inventar
una calumnia más negra que la que fue lanzada contra Él. No escondió Su rostro
de injurias y de esputos; ¡y qué injurias y esputos eran aquellos! Para el
mundo la cruz ha de ser siempre el emblema de la vergüenza: para el judío tropezadero
y para los gentiles locura. Sin embargo, cuán diferente es la visión que se
presenta al ojo de la fe. La fe no conoce ninguna vergüenza en la cruz excepto
la vergüenza de quienes le clavaron allí; no ve ninguna razón para el escarnio
sino que lanza un indignado escarnio contra el pecado, el enemigo que traspasó
al Señor. La fe ve dolor, ciertamente, pero observa que de este dolor brota una
fuente de misericordia. Es cierto que lamenta la muerte de un Salvador, pero le
contempla trayendo a la luz vida e inmortalidad en el preciso instante en que
Su alma fue eclipsada en la sombra de la muerte. La fe considera a la cruz, no
como el emblema de la vergüenza, sino como el signo de gloria. Los hijos de
Belial recostaron a la cruz en el polvo, pero el cristiano hace de ella una constelación
y la ve resplandecer en el séptimo cielo. El hombre la escupe, pero los
creyentes, teniendo a los ángeles por compañeros, se postran y adoran a Aquel
que vive para siempre aunque fue crucificado una vez. Hermanos míos, nuestro texto
nos presenta una porción de la visión que la fe descubre con certeza cuando sus
ojos son ungidos con el colirio del Espíritu. Nos dice que la cruz fue el campo
de triunfo de Jesucristo. Allí luchó y allí también venció. Al triunfar en la
cruz repartió los despojos. Es todavía algo más que
eso; en nuestro texto se habla de la cruz como la carroza triunfal de Cristo en
la que se trasladó cuando llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los
hombres. Calvino interpreta muy admirablemente la última frase de nuestro
texto: “Es cierto que la expresión en el griego permite que nuestra lectura
sea: en Él mismo; el contexto del
pasaje, sin embargo, requiere que lo leamos de otra manera, porque lo que sería
mezquino cuando es aplicado a Cristo, se adapta admirablemente bien cuando es
aplicado a la cruz. Pues como había comparado previamente a la cruz con un
insigne trofeo o una muestra de triunfo en la que Cristo exhibió a Sus
enemigos, así la compara también ahora con una carroza triunfal en la que Él
mismo se mostró en grandiosa magnificencia. Pues no hay ningún tribunal tan
magnificente, ningún trono tan majestuoso, ninguna muestra de triunfo tan
distinguida, ninguna carroza tan excelsa como lo es el patíbulo en el que
Cristo ha sometido a la muerte y al demonio, al príncipe de la muerte; es más, en
que los ha hollado completamente bajo Sus pies”.
Esta mañana, con la ayuda de Dios, voy a
hablarles sobre las dos porciones del texto. Primero, voy a esforzarme por
describir a Cristo despojando a Sus
enemigos en la cruz; y habiendo hecho eso voy a guiar su imaginación y su
fe más adelante para ver al Salvador en
triunfal procesión sobre Su cruz, llevando cautivos a Sus enemigos y
exhibiéndolos públicamente ante los ojos del asombrado universo.
I. Nuestra fe está invitada esta mañana,
primero, a contemplar a CRISTO CONVIRTIENDO EN UN BOTÍN A LOS PRINCIPADOS Y
POTESTADES. Satanás, aliado con el pecado y la muerte, había hecho de este
mundo el hogar del dolor. El Príncipe del poder del aire, usurpador caído, no
contento con sus dominios en el infierno tenía que invadir esta hermosa tierra.
Encontró a nuestros primeros padres en medio del Edén; los tentó a renunciar a
su alianza con el Rey del cielo y de inmediato se convirtieron en esclavos, en
esclavos para siempre si el Señor del cielo no hubiera intervenido para
rescatarlos. Mientras los grilletes estaban siendo asegurados a sus pies se oyó
la voz de la misericordia que clamaba: “¡Seréis
libres todavía!” En la plenitud del tiempo vendrá Uno que herirá la cabeza
de la serpiente y sacará a los prisioneros de la casa de su servidumbre. La
promesa se demoró largo tiempo. La tierra gemía y estaba con dolores de parto
en su esclavitud. El hombre era el esclavo de Satanás, y pesadas eran las chirriantes
cadenas que aprisionaban a su alma. Por fin, en la plenitud del tiempo, el
Liberador llegó, nacido de una mujer. Este infante vencedor no era sino de un
palmo de largo. Aquel que un día
había de atar al antiguo dragón y arrojarlo en el pozo del abismo y poner un
sello sobre él, yacía en el pesebre. Cuando la antigua serpiente supo que su
enemigo había nacido, conspiró para darle muerte; se alió con Herodes para buscar
al pequeño niño para destruirlo. Pero la providencia de Dios preservó al futuro
conquistador que descendió a Egipto y allí fue ocultado por un poco de tiempo.
Luego, cuando hubo alcanzado la plenitud de años, hizo su aparición pública y
comenzó a predicar libertad para los cautivos y la apertura de la prisión para
los que estaban confinados. Entonces Satanás lanzó de nuevo sus flechas y buscó
terminar con la existencia de la simiente de la mujer. Buscó darle muerte,
antes de Su tiempo, por diversos medios. Una vez los judíos tomaron piedras
para apedrearle, y no dejaron de repetir su intento. Buscaron arrojarlo de
cabeza desde la cima de un monte. Mediante todo tipo de ardides se esforzaban
por quitarle la vida, pero Su hora no había llegado todavía. Los peligros
podían rodearle pero Él era invulnerable hasta que el tiempo hubiera llegado.
Por fin llegó el tremendo día. El conquistador tenía que combatir cuerpo a
cuerpo con el terrible tirano. Se oyó una voz en el cielo que decía: “Esta es
vuestra hora, y la potestad de las tinieblas”. Y Cristo mismo exclamó: “Ahora
es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera”.
El Redentor se levantó de la mesa de la comunión a la medianoche y marchó al
combate. ¡Cuán horrenda fue la contienda! En el propio primer ataque el
poderoso conquistador parecía quedar vencido. Derribado en tierra en el primer
asalto, cayó de rodillas y exclamó: “Padre mío, si es posible pase de mí esta
copa”. Una vez vivificada Su fuerza, fortalecido por el cielo, no se
descorazonó más y desde aquella hora no expresó ni una sola palabra que diera
la impresión de que renunciaba a la lucha. Bañado en un rojo sudor sangriento
por aquella terrible refriega, se apresuró a entrar en lo denso del combate. El
beso de Judas fue, por decirlo así, el primer llamado de la trompeta; el
tribunal de Pilato fue el centelleo de la lanza; el cruel azote fue el
entrecruzamiento de las espadas. Pero la cruz fue el centro de la batalla;
allí, en la cima del Calvario, tenía que pelearse la terrible lucha de la
eternidad. Ahora el Hijo de Dios tiene que levantarse y ceñirse Su espada en Su
muslo. Una terrible derrota o una gloriosa conquista aguardan al Paladín de la iglesia.
¿Cuál de las dos será? Sostenemos la respiración en ansioso suspenso mientras
la tormenta brama. Oigo el sonido de la trompeta. Los aullidos y los alaridos
del infierno se alzan en horrendo clamor. El abismo está escupiendo sus
legiones. Terribles como leones, hambrientos como lobos y negros como la noche,
los demonios se apresuran a salir en miríadas. Las fuerzas de reserva de
Satanás, aquellas que habían sido guardadas por largo tiempo contra este día de
terrible batalla, rugen desde sus escondrijos. Vean cuán incontables son sus
ejércitos y cuán fieros sus semblantes. El archienemigo lidera la caravana
blandiendo su espada, pidiendo a sus seguidores que no peleen ni con grande ni
con chico, sino sólo contra el Rey de Israel. Terribles son los líderes de la
batalla. El pecado está allí y toda su innumerable prole, escupiendo el veneno
de áspides e hincando los colmillos envenenados en la carne del Salvador. Muerte
está allí montando su caballo amarillo, y su cruel dardo se abre paso a través
del cuerpo de Jesús hasta llegar a lo más íntimo de Su corazón. Él está “muy
triste, hasta la muerte”. El infierno viene con todas
sus brasas de enebro y sus dardos de fuego. Pero el príncipe y cabeza entre
ellos es Satanás. Recordando muy bien el día de la antigüedad cuando Cristo le
arrojó desde las almenas del cielo, se abalanza con toda su malicia ordenando a
gritos el ataque. Los dardos disparados al aire son tan incontables que tapan
al sol. Las tinieblas cubren el campo de batalla, y como la de Egipto, era una
oscuridad que podía palparse. La batalla parece indecisa durante mucho tiempo,
pues no hay sino uno contra muchos. Un varón, -es más, tengo que decirlo, no
sea que alguien me malinterprete- un Dios
está dispuesto para la batalla contra diez mil de los principados y
potestades. Avanzan, avanzan, y Él los enfrenta a todos. Silenciosamente al
principio permite que sus filas rompan contra Él, soportando una dureza
demasiado terrible para tener el tiempo de pensar en gritar. Pero al fin se
escucha el grito de batalla. Aquel que está luchando por Su pueblo comienza a
gritar, pero es un grito que hace temblar a la iglesia. Él clama: “Tengo sed”.
El rigor de la batalla es tan extremo y es tan denso el polvo, que la sed le
ahoga. Exclama: “Tengo sed”. Ahora, ciertamente, está a punto de ser derrotado…
Esperen un momento; vean aquellos montones; todos esos han caído bajo Su brazo,
y en cuanto a los demás, no les tengan miedo. El enemigo sólo se está
apresurando a su propia destrucción. En vano son su furia y su ira, pues vean,
la última fila está atacando y la batalla de los tiempos casi llega a su
término. Por fin la oscuridad queda dispersada. Escuchen cómo da voces el
conquistador diciendo: “Consumado es”. ¿Y dónde están ahora Sus enemigos? Todos
ellos están muertos. ¡Allí queda el rey de los terrores, atravesado de un lado
a otro por uno de sus propios dardos! ¡Allí yace Satanás con su cabeza toda
sangrante y rota! ¡Por allá se arrastra la serpiente con su lomo quebrado,
retorciéndose en espantosa miseria! ¡En cuanto al pecado, es despedazado y
esparcido a los vientos del cielo! “Consumado
es”, clama el conquistador al venir de Bosra con vestidos rojos, “He pisado
yo solo el lagar… los pisé con mi ira… y su sangre salpicó mis vestidos”.
Y ahora procede a repartir los despojos.
Hacemos una pausa aquí para comentar que
cuando se reparten despojos esa es una señal segura de que la batalla está
completamente ganada. El enemigo no permitirá nunca que se repartan despojos
entre los conquistadores en tanto que le quede alguna fuerza. Podemos deducir de
nuestro texto, con toda seguridad, que Jesucristo de una vez por todas ha
puesto en completa fuga y ha derrotado enteramente a todos Sus enemigos al
punto que han huido, o de lo contrario no habría repartido despojos.
Y ahora, ¿qué significa esta expresión de
que Cristo reparte los despojos? Yo entiendo que
quiere decir, antes que nada, que desarmó
a todos Sus enemigos. Satanás vino contra Cristo; él tenía en su mano una
espada aguda llamada
Entiendo que este es el primer
significado de repartir los despojos: un total desarme
del adversario.
A continuación, cuando los vencedores
reparten despojos no sólo se llevan las armas sino todos los tesoros que
pertenecen a sus enemigos. Desmantelan sus fortalezas y saquean todos sus
pertrechos para que en el futuro no sean capaces de renovar el ataque. Cristo
ha hecho lo propio con todos Sus enemigos. El viejo Satanás nos había despojado
de todas nuestras posesiones. Satanás anexó el paraíso a sus territorios.
Satanás había tomado todo el gozo y la felicidad y la paz del hombre, no para
disfrutarlos él mismo, sino que le deleitaba hundirnos en la pobreza y en la
condenación. Ahora todas nuestras herencias perdidas fueron recuperadas por
Cristo. El Paraíso es nuestro y Cristo nos ha devuelto mucho más que todo el
gozo y felicidad que Adán tenía. ¡Oh, ladrón de nuestra raza, cómo eres
despojado y llevado cautivo! ¿Tú despojaste a Adán de sus riquezas? ¡El segundo
Adán te las ha arrebatado! ¡Cómo fue cortado y quebrado el martillo de toda la
tierra y el destruidor ha sido destruido! Ahora el necesitado será recordado, y
nuevamente los mansos heredarán la tierra. “Se repartirá entonces botín de
muchos despojos; los cojos arrebatarán el botín”.
Además, cuando los vencedores reparten despojos,
es usual que se lleven todos los ornamentos del enemigo, las coronas y las
joyas. Cristo hizo lo mismo con Satanás en la cruz. Satanás tenía una corona
sobre su cabeza, una altiva diadema de triunfo. “Combatí al primer Adán”, dijo;
“yo le vencí, y he aquí mi reluciente diadema”. Cristo la arrebató de su frente
en la hora en que hirió la cabeza de la serpiente. Y ahora Satanás no puede
jactarse de una sola victoria pues está completamente derrotado. En la primera
refriega venció a la humanidad, pero en la segunda batalla la humanidad le derrotó.
La corona le fue quitada a Satanás. Ya no es más el príncipe del pueblo de
Dios. Su poder reinante se ha extinguido. Puede tentar, pero no puede obligar;
puede amenazar, pero no puede someter, pues la corona ha sido arrebatada de su
cabeza y los valientes son humillados. Oh, canten al Señor un cántico nuevo,
todos ustedes que son Su pueblo, acérquense a Él con jubilosas loas y aclámenle
con cánticos, todos ustedes que son Sus redimidos, porque quebrantó las puertas
de bronce y desmenuzó los cerrojos de hierro, quebró el arco y cortó la lanza y
quemó los carros en el fuego, quebrantó al enemigo y con los fuertes ha
repartido despojos.
Y ahora, ¿qué nos dice eso a nosotros?
Simplemente esto: si Cristo en la cruz ha despojado a Satanás, no debemos tener
miedo de enfrentar a este gran enemigo de nuestras almas. Hermanos míos, debemos
ser en todo semejantes a Cristo. Tenemos que cargar nuestra cruz, y sobre esa
cruz tenemos que luchar como Él lo hizo con el pecado, con la muerte y el
infierno. No hemos de temer. El resultado de la batalla es seguro pues así como
el Señor, nuestro Salvador, ha vencido una vez, así también nosotros de manera
muy segura venceremos en Él. Ninguno de ustedes ha de ser presa del pánico
súbito cuando el maligno le caiga encima. Si te acusara, replícale con estas
palabras: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?” Si te condenara, ríete
hasta el escarnio, exclamando: “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que
murió; más aun, el que también resucitó”. Si amenazara con separarte del amor
de Cristo, enfréntalo con confianza: “Estoy seguro de que ni la muerte, ni la
vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por
venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá
separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”. Si él suelta a
tus pecados contra ti, tú ahuyentas a los canes del infierno con esto: “Si
alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el
justo”. Si la muerte te amenazara, grítale en su propia cara: “¿Dónde está, oh
muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”. Sostén en alto la cruz
ante ti. Deja que sea tu escudo y tu adarga, y ten la seguridad de que así como
tu Señor hizo huir al enemigo y después tomó los
despojos, lo mismo sucederá contigo. Tus batallas con Satanás serán ventajosas
para ti. Te volverás más rico gracias a tus antagonistas. Entre más numerosos
sean, mayor será tu parte de los despojos. Tu tribulación produce paciencia, y
la paciencia un carácter probado, y tu prueba,
esperanza, y la esperanza no avergüenza. A través de muchas tribulaciones
heredarán el reino, y los mismos ataques de Satanás les ayudarán a gozar más
del reposo que queda para el pueblo de Dios. Pónganse en orden de batalla
contra el pecado y Satanás. Todos ustedes que tensan el arco dispárenles, no
escatimen flechas, pues sus enemigos son rebeldes contra Dios. Suban contra
ellos, pongan sus pies sobre sus cuellos, no teman ni desmayen pues la batalla
es del Señor y Él los entregará en sus manos. Sean muy valientes recordando que
tienen que pelear contra un dragón sin aguijón. Pudiera sisear, pero sus
dientes están rotos y su colmillo envenenado ha sido extraído. Tienen que
librar una batalla con un enemigo que está lleno de cicatrices causadas por las
armas de su Señor. Tienen que pelear con un enemigo que está desnudo. Resiente
cada golpe que le dan pues no tiene nada que le proteja. Cristo lo ha dejado
completamente desnudo, y ha partido su armadura y lo ha dejado indefenso
delante de Su pueblo. No tengan miedo. El león puede rugir, pero no puede
hacerlos pedazos jamás. El enemigo puede abalanzarse contra ti con un ruido
espantoso y con terribles alarmas, pero no hay ninguna causa real para el
miedo. Permanezcan firmes en el Señor. Ustedes hacen la guerra contra un rey
que ha perdido su corona; ustedes luchan contra un enemigo que tiene sus pómulos
golpeados y las articulaciones de sus lomos descoyuntadas. Regocíjense,
regocíjense en el día de la batalla, pues para ustedes es sólo el comienzo de una
eternidad de triunfo.
Me he esforzado así por reflexionar sobre
la primera parte del texto: Cristo en la cruz repartió los
despojos y quiere que nosotros hagamos lo propio.
II. La segunda parte de nuestro texto se
refiere no sólo a la repartición de los despojos, sino
AL TRIUNFO. Cuando un general romano había realizado grandes hazañas en un país
extranjero, su más alta recompensa era que el senado decretara su triunfo. Por
supuesto que se realizaba una repartición de los
despojos en el campo de batalla, y cada soldado y cada capitán tomaba su parte,
pero todo hombre esperaba con entusiasmo el día en que gozaría del triunfo
público. En un cierto día prefijado, las puertas de Roma se abrían de par en
par; todas las casas eran decoradas con ornamentos; el pueblo se subía a las
azoteas de las casas o se agolpaba en grandes multitudes a lo largo de las
calles. Se abrían las puertas y pronto la primera legión comenzaba a desfilar
con sus ondeantes estandartes y tocando sus trompetas. El pueblo veía a los
fieros guerreros cuando marchaban a lo largo de las calles al regresar de sus
campos de batalla teñidos en sangre. Después de que una mitad del ejército
había desfilado así, tus ojos se posarían en uno que era el centro de toda la
atracción: transportado en una noble carroza tirada por caballos blancos como la
leche, iba muy erguido el propio conquistador, coronado con la corona de
laurel. Encadenados al costado de su carroza iban los reyes y los valientes de
las regiones que había conquistado. Inmediatamente detrás de ellos iba parte
del botín. Allí llevaban el marfil y el ébano, y las bestias de los diferentes
países que él había sometido. A continuación iba el resto de la soldadesca, una
larga, larga corriente de hombres valientes, y todos ellos compartían los
triunfos de su capitán. Detrás de ellos iban los pendones, las viejas banderas
que habían ondeado en lo alto en la batalla y los estandartes que habían sido
capturados al enemigo. Y después de todo esto iban grandes emblemas pintados
con las grandes victorias del guerrero. En uno de ellos habría un mapa
gigantesco describiendo los ríos que había atravesado o los mares que su armada
había surcado. Todo estaba representado en un cuadro y el populacho daba un
grito renovado al ver el memorial de cada triunfo. Y luego, atrás, conjuntamente
con los trofeos, iban los prisioneros de un rango menos eminente. Luego se
cerraba la retaguardia con sonido de trompeta que acrecentaba la aclamación de
la muchedumbre. Era un noble día para la antigua Roma. Los niños no olvidarían
nunca esos triunfos; calculaban sus años por el tiempo transcurrido entre un
triunfo y otro. Se celebraba un día de fiesta especial. Las mujeres arrojaban flores
delante del conquistador y él era el verdadero monarca del día.
Ahora, evidentemente nuestro apóstol habría
visto algunos de esos triunfos, y los toma como una representación de lo que
Cristo hizo en la cruz. Dice: “Los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos
en la cruz”. ¿Pensaron alguna vez que la cruz podía ser la escena de un
triunfo? La mayoría de los antiguos comentaristas difícilmente pueden concebir
que eso sea cierto. Dicen: “Esto ha de referirse seguramente a la resurrección
y a la ascensión de Cristo”. Pero, pese a ello,
Sin embargo, esta mañana no me siento
capaz de idear una escena tan grandiosa, y no obstante, tan contraria a todo lo
que la carne pudiera adivinar que representa un cuadro de Cristo triunfando
realmente en la cruz, en medio de Su derramamiento de sangre, de Sus heridas y dolores,
siendo realmente un vencedor triunfante y admirado por todos. Decido, más bien,
tomar mi texto así: la cruz es la base del triunfo definitivo de Cristo. Puede
decirse que realmente triunfó allí, porque fue por un solo acto Suyo, esa sola
ofrenda de Sí mismo, que venció completamente a todos Sus enemigos y se sentó
para siempre a la diestra de
Ténganme paciencia mientras intento
describir humildemente el triunfo que ahora resulta de la cruz.
Cristo ha vencido para siempre a todos
Sus enemigos y ha repartido los despojos en el campo
de batalla, y ahora, aun en este día, Él está disfrutando de la bien ganada recompensa
y del triunfo resultante de Su enorme esfuerzo. Alcen sus ojos a las almenas
del cielo, la gran metrópoli de Dios. Las puertas que son unas perlas están
abiertas de par en par, y la ciudad luce dispuesta con sus paredes enjoyadas
como una esposa ataviada para su marido. ¿Ven a los ángeles agolpándose en las
almenas? ¿Los observan en cada mansión de la ciudad celestial, anhelando con
avidez algo y buscando algo que todavía no llega? Por fin se oye el sonido de
una trompeta y los ángeles se apresuran a las puertas: la vanguardia de los
redimidos se está aproximando a la ciudad. Abel entra solo, vestido con ropas
de color escarlata como el heraldo de un glorioso ejército de mártires.
¡Escuchen el grito de aclamación! Este es el primero de los guerreros de Cristo
-a la vez un soldado y un trofeo- que han sido liberados. Pisándole los talones
siguen otros que en aquellos tempranos tiempos se habían enterado de la fama
del Salvador que vendría. En pos de ellos puede descubrirse un poderoso
ejército de veteranos patriarcales, que dieron testimonio de la venida del
Señor en una época desenfrenada. Vean a Enoc caminando todavía con Dios y
cantando dulcemente: “He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de
millares”. Allí está también Noé, que había navegado en el arca con el Señor
como su piloto. Luego siguen Abraham, Isaac y Jacob, Moisés, Josué y Samuel y
David, todos ellos varones esforzados y valientes. ¡Escúchenlos al entrar! Cada
uno de ellos, ondeando su casco en el aire, clama: “Al que nos amó, y nos lavó
de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria e imperio por los siglos de
los siglos”. ¡Miren con admiración, hermanos míos, a este noble ejército!
Observen a los héroes al marchar a lo largo de las calles de oro, encontrando
en todas partes una entusiasta bienvenida de los ángeles que guardaron su
dignidad. Siguen llegando y llegando esas legiones incontables. ¿Hubo alguna
vez un espectáculo semejante? No es el desfile espectacular de un día, sino el
“espectáculo magnífico” de todos los tiempos. Llegan escuadrones del ejército
de los redimidos de Cristo a lo largo de cuatro mil años. Algunas veces hay una
corta fila pues la gente ha sido menguada y abatida a menudo; pero luego les
sucede una multitud, y llegan y llegan y siguen llegando, todos dando voces,
todos alabando a Aquel que los amó y se entregó por ellos. ¡Pero vean, Él viene! Veo a Su heraldo inmediato
cubierto con un traje de piel de camello y con un cinto de cuero alrededor de
sus lomos. El Príncipe de la casa de David no viene muy lejos. Que todos los
ojos se abran. ¡Ahora, fíjense cómo no sólo los ángeles, sino los redimidos, se
agolpan junto a las ventanas del cielo! ¡Él viene! ¡Él viene! ¡Es el propio
Cristo! Espoleen a los corceles blancos como la nieve para que suban a los
montes eternos. “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras,
puertas eternas, y entrará el Rey de gloria”. Vean, Él entra en medio de
aclamaciones. ¡Es Él! Pero no está coronado de espinas. ¡Es Él! Pero aunque Sus
manos muestran las cicatrices, ya no están manchadas de sangre. Sus ojos son
como una llama de fuego y sobre Su cabeza hay muchas coronas, y en Su
vestimenta y en Su muslo está escrito: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES. Él está
en lo alto de esa carroza que tiene “su interior recamado de amor por las
doncellas de Jerusalén”. Cubierto con un vestido teñido en sangre todos le
confiesan como el emperador de cielo y tierra. ¡Sigue avanzando, sigue
avanzando y las aclamaciones que le rodean son más fuertes que el estruendo de
muchas aguas y que el sonido de un gran trueno! Vean cómo la visión de Juan se
ha convertido en una realidad, pues ahora podemos ver por nosotros mismos y oír
con nuestros oídos el cántico nuevo del cual escribe, “Y cantaban un nuevo
cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque
tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje
y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y
sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra. Y miré, y oí la voz de muchos ángeles
alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número
era millones de millones, que decían a gran voz: el Cordero que fue inmolado es
digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la
gloria y la alabanza. Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la
tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos
hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza,
la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Los cuatro seres
vivientes decían: Amén; y los veinticuatro ancianos se postraron sobre sus
rostros y adoraron al que vive por los siglos de los siglos”. ¿Pero quiénes son
esos que van atados a las ruedas de Su carroza? ¿Quiénes son esos sombríos
monstruos que vienen aullando en la retaguardia? Yo los conozco. Primero que
nada está el archienemigo. ¡Miren a la antigua serpiente, atada y con
grilletes, cómo retuerce su desordenado lomo! Sus tonos azulados están todos
manchados por arrastrarse en el polvo y sus escamas están desprovistas de la
brillantez que una vez presumía. Ahora es llevada cautiva la cautividad, y la
muerte y el infierno serán arrojados en el lago de fuego. Con qué irrisión es
mirado el cabecilla de los rebeldes. Cómo se ha vuelto el objeto de un
desprecio eterno. ‘El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de
ellos’. Contemplen cómo es quebrantada la cabeza de la serpiente y cómo es
hollado el dragón. Y ahora miren atentamente a aquel horrendo monstruo, Pecado, encadenado a la mano de su
satánico padre. Miren cómo hace girar sus globos oculares de fuego, observen
cómo se contorsiona y se retuerce sumido en agonías. Fíjense cómo mira a la
ciudad santa, pero es incapaz de escupir su veneno allá, pues está encadenado y
amordazado, y es arrastrado como un cautivo involuntario junto a las ruedas de
la carroza del vencedor. Y allí también está la vieja Muerte, con sus dardos
todos rotos y con sus manos atadas a su espalda, el sombrío rey de los
terrores. También es un cautivo. ¡Escuchen los cantos de los redimidos, de
aquellos que han entrado en el Paraíso, al tiempo que ven a esos importantes
prisioneros arrastrados a todo lo largo del recorrido! “Digno es Él” –dicen a
voces- “de vivir y reinar al lado de Su Todopoderoso Padre, pues ha ascendido a
lo alto, ha llevado cautiva a la cautividad y ha recibido dones para los
hombres”.
Y ahora veo que entra tras Él el grueso
de Su pueblo. Los apóstoles llegan primero en una benévola comunión cantando
himnos a su Señor; y luego sus inmediatos sucesores; y luego un gran escuadrón
de aquellos que a través de crueles burlas y sangre, a través del fuego y la
espada han seguido a su Señor. Estos son aquellos de quienes el mundo no era
digno y que más brillan entre las estrellas del cielo. Miren también a los
poderosos predicadores y confesores de la fe, Crisóstomo, Atanasio, Agustín y
otros semejantes. Sean testigos de su santa unanimidad en la alabanza de su
Señor. Luego dejen que sus ojos recorran las refulgentes filas hasta llegar a
los días de
No tengo tiempo para expandirme más, o de
lo contrario podría describir los impresionantes cuadros al final de la
procesión pues en los antiguos triunfos romanos, los hechos del conquistador
eran descritos con pinturas. Los pueblos que había tomado, los ríos que había
atravesado, las provincias que había sometido y las batallas que había peleado
eran representados en cuadros y expuestos a la vista del pueblo que con grandes
festejos y regocijo le acompañaba en multitudes, o le contemplaba desde las ventanas
de sus casas, y llenaba el aire con sus aclamaciones y aplausos. Yo podría
presentarles, antes que nada, el cuadro de los calabozos del infierno reducidos
a polvo. Satanás había preparado en lo hondo de las profundidades de las tinieblas
una prisión para los elegidos de Dios, pero Cristo no ha dejado que quede
piedra sobre piedra. En el cuadro yo veo que las cadenas han sido reducidas a
pedazos, las puertas de la prisión han sido quemadas a fuego, y todas las
profundidades del anchuroso abismo han sido sacudidas hasta sus cimientos. En
otro cuadro veo el cielo abierto para todos los creyentes; veo las puertas que
estaban firmemente selladas que han sido abiertas con la barra de oro de la
expiación de Cristo. Veo a uno -otro cuadro- con la tumba saqueada; veo a Jesús
en ella, dormitando por un tiempo, y luego rodando la piedra y resucitando a la
inmortalidad y la gloria. Pero no podemos detenernos para describir estos
impresionantes cuadros de las victorias de Su amor. Sabemos que llegará el
tiempo cuando la procesión triunfante cesará, cuando el último de Sus redimidos
haya entrado en la ciudad de la felicidad y la dicha, y cuando al sonido de una
trompeta que se oirá por última vez, Él ascenderá al cielo y tomará a Su pueblo
consigo para reinar con Dios, nuestro Padre, por los siglos de los siglos.
Nuestra única pregunta, y con eso
concluimos, es, ¿por medio de la gracia tenemos una buena esperanza de que
marcharemos en esa tremenda procesión? ¿Pasarán revista de nosotros en aquel
día de pompa y de gloria? Dime, alma mía, ¿tendrás tú una humilde parte en
aquel glorioso desfile? ¿Seguirás junto a las ruedas de Su carroza? ¿Te unirás
a los retumbantes hosannas? ¿Ayudará tu voz a acrecentar el eterno coro?
Algunas veces temo que no será así. Hay momentos en los que me hago la terrible
pregunta: ¿qué pasaría si mi nombre quedara fuera cuando pase la lista de
revista? Hermanos, ¿no los turba ese pensamiento? Sin embargo, hago la pregunta
de nuevo. ¿Estarás allí tú; verás esa pompa? ¿Le contemplarás triunfar al final
sobre el pecado y el infierno? ¿Puedes responder esta pregunta? Hay otra
pregunta pero la respuesta servirá para ambas: ¿crees tú en el Señor
Jesucristo? ¿Es Él tu confianza y tu apoyo? ¿Has encargado tu alma a Su guarda?
¿Reposando en Su poderío puedes decir por tu espíritu
inmortal:
“No tengo
ningún otro refugio,
Pende mi alma
indefensa de ti?”
Si puedes decir eso, tus ojos le verán en
el día de Su gloria; es más, tú participarás de Su gloria y te sentarás con Él
en Su trono, así como Él ha vencido y se sienta con Su Padre en Su trono. Me
sonrojo al predicar como lo he hecho esta mañana sobre un tema que está más
allá de mi poder; sin embargo, no podía dejar de cantarlo, sino que, como mejor
pueda, debo cantarlo. Que Dios aumente su fe, y fortalezca su esperanza e
inflame su amor, y les dé la disposición a ser hechos partícipes de la herencia
de los santos en luz, para que cuando venga con las veloces nubes en las alas
del viento, ustedes estén listos a encontrarse con Él, y asciendan con Él para
contemplar por siempre la visión de Su gloria.
Que Dios nos conceda esta bendición, por
Cristo nuestro Señor. Amén.
Traductor: Allan Román
24/Julio/2014
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