El Púlpito de la Capilla New Park Street

Cristo Triunfante:

El Despojador de Principados y Potestades

NO. 273

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 4 DE SEPTIEMBRE, 1859

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN MUSIC HALL, ROYAL SURREY GARDENS, LONDRES.

 

“Y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz”. Colosenses 2: 15.

 

Para el ojo de la razón la cruz es el centro del dolor y el mayor abismo de la vergüenza. Jesús muere como un malhechor. Pende del patíbulo de un criminal y derrama Su sangre en el monte común de la condenación teniendo por compañeros a unos ladrones. Entrega el espíritu en medio de la burla, de las mofas, del escarnio, de la insolencia y la blasfemia. La tierra lo rechaza y lo separa izándolo de su superficie y el cielo no le suministra ninguna luz sino que oscurece el sol del mediodía a la hora de Su muerte. La imaginación no puede descender a un mayor abismo de dolor que aquel en el que el Salvador se hundió. La malicia satánica misma no podía inventar una calumnia más negra que la que fue lanzada contra Él. No escondió Su rostro de injurias y de esputos; ¡y qué injurias y esputos eran aquellos! Para el mundo la cruz ha de ser siempre el emblema de la vergüenza: para el judío tropezadero y para los gentiles locura. Sin embargo, cuán diferente es la visión que se presenta al ojo de la fe. La fe no conoce ninguna vergüenza en la cruz excepto la vergüenza de quienes le clavaron allí; no ve ninguna razón para el escarnio sino que lanza un indignado escarnio contra el pecado, el enemigo que traspasó al Señor. La fe ve dolor, ciertamente, pero observa que de este dolor brota una fuente de misericordia. Es cierto que lamenta la muerte de un Salvador, pero le contempla trayendo a la luz vida e inmortalidad en el preciso instante en que Su alma fue eclipsada en la sombra de la muerte. La fe considera a la cruz, no como el emblema de la vergüenza, sino como el signo de gloria. Los hijos de Belial recostaron a la cruz en el polvo, pero el cristiano hace de ella una constelación y la ve resplandecer en el séptimo cielo. El hombre la escupe, pero los creyentes, teniendo a los ángeles por compañeros, se postran y adoran a Aquel que vive para siempre aunque fue crucificado una vez. Hermanos míos, nuestro texto nos presenta una porción de la visión que la fe descubre con certeza cuando sus ojos son ungidos con el colirio del Espíritu. Nos dice que la cruz fue el campo de triunfo de Jesucristo. Allí luchó y allí también venció. Al triunfar en la cruz repartió los despojos. Es todavía algo más que eso; en nuestro texto se habla de la cruz como la carroza triunfal de Cristo en la que se trasladó cuando llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres. Calvino interpreta muy admirablemente la última frase de nuestro texto: “Es cierto que la expresión en el griego permite que nuestra lectura sea: en Él mismo; el contexto del pasaje, sin embargo, requiere que lo leamos de otra manera, porque lo que sería mezquino cuando es aplicado a Cristo, se adapta admirablemente bien cuando es aplicado a la cruz. Pues como había comparado previamente a la cruz con un insigne trofeo o una muestra de triunfo en la que Cristo exhibió a Sus enemigos, así la compara también ahora con una carroza triunfal en la que Él mismo se mostró en grandiosa magnificencia. Pues no hay ningún tribunal tan magnificente, ningún trono tan majestuoso, ninguna muestra de triunfo tan distinguida, ninguna carroza tan excelsa como lo es el patíbulo en el que Cristo ha sometido a la muerte y al demonio, al príncipe de la muerte; es más, en que los ha hollado completamente bajo Sus pies”.

 

Esta mañana, con la ayuda de Dios, voy a hablarles sobre las dos porciones del texto. Primero, voy a esforzarme por describir a Cristo despojando a Sus enemigos en la cruz; y habiendo hecho eso voy a guiar su imaginación y su fe más adelante para ver al Salvador en triunfal procesión sobre Su cruz, llevando cautivos a Sus enemigos y exhibiéndolos públicamente ante los ojos del asombrado universo.

 

I.   Nuestra fe está invitada esta mañana, primero, a contemplar a CRISTO CONVIRTIENDO EN UN BOTÍN A LOS PRINCIPADOS Y POTESTADES. Satanás, aliado con el pecado y la muerte, había hecho de este mundo el hogar del dolor. El Príncipe del poder del aire, usurpador caído, no contento con sus dominios en el infierno tenía que invadir esta hermosa tierra. Encontró a nuestros primeros padres en medio del Edén; los tentó a renunciar a su alianza con el Rey del cielo y de inmediato se convirtieron en esclavos, en esclavos para siempre si el Señor del cielo no hubiera intervenido para rescatarlos. Mientras los grilletes estaban siendo asegurados a sus pies se oyó la voz de la misericordia que clamaba: “¡Seréis libres todavía!” En la plenitud del tiempo vendrá Uno que herirá la cabeza de la serpiente y sacará a los prisioneros de la casa de su servidumbre. La promesa se demoró largo tiempo. La tierra gemía y estaba con dolores de parto en su esclavitud. El hombre era el esclavo de Satanás, y pesadas eran las chirriantes cadenas que aprisionaban a su alma. Por fin, en la plenitud del tiempo, el Liberador llegó, nacido de una mujer. Este infante vencedor no era sino de un palmo de largo. Aquel que un día había de atar al antiguo dragón y arrojarlo en el pozo del abismo y poner un sello sobre él, yacía en el pesebre. Cuando la antigua serpiente supo que su enemigo había nacido, conspiró para darle muerte; se alió con Herodes para buscar al pequeño niño para destruirlo. Pero la providencia de Dios preservó al futuro conquistador que descendió a Egipto y allí fue ocultado por un poco de tiempo. Luego, cuando hubo alcanzado la plenitud de años, hizo su aparición pública y comenzó a predicar libertad para los cautivos y la apertura de la prisión para los que estaban confinados. Entonces Satanás lanzó de nuevo sus flechas y buscó terminar con la existencia de la simiente de la mujer. Buscó darle muerte, antes de Su tiempo, por diversos medios. Una vez los judíos tomaron piedras para apedrearle, y no dejaron de repetir su intento. Buscaron arrojarlo de cabeza desde la cima de un monte. Mediante todo tipo de ardides se esforzaban por quitarle la vida, pero Su hora no había llegado todavía. Los peligros podían rodearle pero Él era invulnerable hasta que el tiempo hubiera llegado. Por fin llegó el tremendo día. El conquistador tenía que combatir cuerpo a cuerpo con el terrible tirano. Se oyó una voz en el cielo que decía: “Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas”. Y Cristo mismo exclamó: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera”. El Redentor se levantó de la mesa de la comunión a la medianoche y marchó al combate. ¡Cuán horrenda fue la contienda! En el propio primer ataque el poderoso conquistador parecía quedar vencido. Derribado en tierra en el primer asalto, cayó de rodillas y exclamó: “Padre mío, si es posible pase de mí esta copa”. Una vez vivificada Su fuerza, fortalecido por el cielo, no se descorazonó más y desde aquella hora no expresó ni una sola palabra que diera la impresión de que renunciaba a la lucha. Bañado en un rojo sudor sangriento por aquella terrible refriega, se apresuró a entrar en lo denso del combate. El beso de Judas fue, por decirlo así, el primer llamado de la trompeta; el tribunal de Pilato fue el centelleo de la lanza; el cruel azote fue el entrecruzamiento de las espadas. Pero la cruz fue el centro de la batalla; allí, en la cima del Calvario, tenía que pelearse la terrible lucha de la eternidad. Ahora el Hijo de Dios tiene que levantarse y ceñirse Su espada en Su muslo. Una terrible derrota o una gloriosa conquista aguardan al Paladín de la iglesia. ¿Cuál de las dos será? Sostenemos la respiración en ansioso suspenso mientras la tormenta brama. Oigo el sonido de la trompeta. Los aullidos y los alaridos del infierno se alzan en horrendo clamor. El abismo está escupiendo sus legiones. Terribles como leones, hambrientos como lobos y negros como la noche, los demonios se apresuran a salir en miríadas. Las fuerzas de reserva de Satanás, aquellas que habían sido guardadas por largo tiempo contra este día de terrible batalla, rugen desde sus escondrijos. Vean cuán incontables son sus ejércitos y cuán fieros sus semblantes. El archienemigo lidera la caravana blandiendo su espada, pidiendo a sus seguidores que no peleen ni con grande ni con chico, sino sólo contra el Rey de Israel. Terribles son los líderes de la batalla. El pecado está allí y toda su innumerable prole, escupiendo el veneno de áspides e hincando los colmillos envenenados en la carne del Salvador. Muerte está allí montando su caballo amarillo, y su cruel dardo se abre paso a través del cuerpo de Jesús hasta llegar a lo más íntimo de Su corazón. Él está “muy triste, hasta la muerte”. El infierno viene con todas sus brasas de enebro y sus dardos de fuego. Pero el príncipe y cabeza entre ellos es Satanás. Recordando muy bien el día de la antigüedad cuando Cristo le arrojó desde las almenas del cielo, se abalanza con toda su malicia ordenando a gritos el ataque. Los dardos disparados al aire son tan incontables que tapan al sol. Las tinieblas cubren el campo de batalla, y como la de Egipto, era una oscuridad que podía palparse. La batalla parece indecisa durante mucho tiempo, pues no hay sino uno contra muchos. Un varón, -es más, tengo que decirlo, no sea que alguien me malinterprete- un Dios está dispuesto para la batalla contra diez mil de los principados y potestades. Avanzan, avanzan, y Él los enfrenta a todos. Silenciosamente al principio permite que sus filas rompan contra Él, soportando una dureza demasiado terrible para tener el tiempo de pensar en gritar. Pero al fin se escucha el grito de batalla. Aquel que está luchando por Su pueblo comienza a gritar, pero es un grito que hace temblar a la iglesia. Él clama: “Tengo sed”. El rigor de la batalla es tan extremo y es tan denso el polvo, que la sed le ahoga. Exclama: “Tengo sed”. Ahora, ciertamente, está a punto de ser derrotado… Esperen un momento; vean aquellos montones; todos esos han caído bajo Su brazo, y en cuanto a los demás, no les tengan miedo. El enemigo sólo se está apresurando a su propia destrucción. En vano son su furia y su ira, pues vean, la última fila está atacando y la batalla de los tiempos casi llega a su término. Por fin la oscuridad queda dispersada. Escuchen cómo da voces el conquistador diciendo: “Consumado es”. ¿Y dónde están ahora Sus enemigos? Todos ellos están muertos. ¡Allí queda el rey de los terrores, atravesado de un lado a otro por uno de sus propios dardos! ¡Allí yace Satanás con su cabeza toda sangrante y rota! ¡Por allá se arrastra la serpiente con su lomo quebrado, retorciéndose en espantosa miseria! ¡En cuanto al pecado, es despedazado y esparcido a los vientos del cielo! “Consumado es”, clama el conquistador al venir de Bosra con vestidos rojos, “He pisado yo solo el lagar… los pisé con mi ira… y su sangre salpicó mis vestidos”.

 

Y ahora procede a repartir los despojos.

 

Hacemos una pausa aquí para comentar que cuando se reparten despojos esa es una señal segura de que la batalla está completamente ganada. El enemigo no permitirá nunca que se repartan despojos entre los conquistadores en tanto que le quede alguna fuerza. Podemos deducir de nuestro texto, con toda seguridad, que Jesucristo de una vez por todas ha puesto en completa fuga y ha derrotado enteramente a todos Sus enemigos al punto que han huido, o de lo contrario no habría repartido despojos.

 

Y ahora, ¿qué significa esta expresión de que Cristo reparte los despojos? Yo entiendo que quiere decir, antes que nada, que desarmó a todos Sus enemigos. Satanás vino contra Cristo; él tenía en su mano una espada aguda llamada la Ley, hundida en el veneno del pecado, de manera que cada herida que la ley infligía era mortal. Cristo arrebató esta espada de la mano de Satanás, y ahí se quedó desarmado el príncipe de las tinieblas. Su casco fue partido en dos y su cabeza fue aplastada como con una vara de hierro. Muerte se levantó en contra de Cristo. El Salvador le arrebató su aljaba, la vació de todos sus dardos, los partió en dos, le devolvió a Muerte el extremo adornado con la pluma pero le privó de las púas envenenadas para que no pudiera destruir jamás a los rescatados. El pecado vino contra Cristo; pero el pecado fue cortado en pedazos íntegramente. Había sido escudero de Satanás pero su escudo fue arrojado lejos y yacía muerto sobre la llanura. ¿No es acaso un noble cuadro contemplar a todos los enemigos de Cristo? Es más, hermanos míos, ¿no es un noble cuadro contemplar a todos sus enemigos y a los míos, totalmente desarmados? A Satanás no le queda ahora nada con lo que pueda atacarnos. Puede intentar hacernos daño pero no puede herirnos jamás, pues su espada y su lanza le han sido arrebatadas. En las antiguas batallas, especialmente entre los romanos, después que el enemigo había sido vencido, era la costumbre arrebatarle todas sus armas y municiones; posteriormente era despojado de su armadura y de sus vestidos, sus manos eran atadas a su espalda y se les hacía pasar bajo el yugo. Ahora, eso mismo ha hecho Cristo con el pecado, con la muerte y el infierno; ha tomado su armadura, los ha despojado de todas sus armas y los ha hecho pasar a todos bajo el yugo de manera que ahora son nuestros esclavos y en Cristo hemos vencido a aquellos que eran más fuertes que nosotros.

 

Entiendo que este es el primer significado de repartir los despojos: un total desarme del adversario.

 

A continuación, cuando los vencedores reparten despojos no sólo se llevan las armas sino todos los tesoros que pertenecen a sus enemigos. Desmantelan sus fortalezas y saquean todos sus pertrechos para que en el futuro no sean capaces de renovar el ataque. Cristo ha hecho lo propio con todos Sus enemigos. El viejo Satanás nos había despojado de todas nuestras posesiones. Satanás anexó el paraíso a sus territorios. Satanás había tomado todo el gozo y la felicidad y la paz del hombre, no para disfrutarlos él mismo, sino que le deleitaba hundirnos en la pobreza y en la condenación. Ahora todas nuestras herencias perdidas fueron recuperadas por Cristo. El Paraíso es nuestro y Cristo nos ha devuelto mucho más que todo el gozo y felicidad que Adán tenía. ¡Oh, ladrón de nuestra raza, cómo eres despojado y llevado cautivo! ¿Tú despojaste a Adán de sus riquezas? ¡El segundo Adán te las ha arrebatado! ¡Cómo fue cortado y quebrado el martillo de toda la tierra y el destruidor ha sido destruido! Ahora el necesitado será recordado, y nuevamente los mansos heredarán la tierra. “Se repartirá entonces botín de muchos despojos; los cojos arrebatarán el botín”.

 

Además, cuando los vencedores reparten despojos, es usual que se lleven todos los ornamentos del enemigo, las coronas y las joyas. Cristo hizo lo mismo con Satanás en la cruz. Satanás tenía una corona sobre su cabeza, una altiva diadema de triunfo. “Combatí al primer Adán”, dijo; “yo le vencí, y he aquí mi reluciente diadema”. Cristo la arrebató de su frente en la hora en que hirió la cabeza de la serpiente. Y ahora Satanás no puede jactarse de una sola victoria pues está completamente derrotado. En la primera refriega venció a la humanidad, pero en la segunda batalla la humanidad le derrotó. La corona le fue quitada a Satanás. Ya no es más el príncipe del pueblo de Dios. Su poder reinante se ha extinguido. Puede tentar, pero no puede obligar; puede amenazar, pero no puede someter, pues la corona ha sido arrebatada de su cabeza y los valientes son humillados. Oh, canten al Señor un cántico nuevo, todos ustedes que son Su pueblo, acérquense a Él con jubilosas loas y aclámenle con cánticos, todos ustedes que son Sus redimidos, porque quebrantó las puertas de bronce y desmenuzó los cerrojos de hierro, quebró el arco y cortó la lanza y quemó los carros en el fuego, quebrantó al enemigo y con los fuertes ha repartido despojos.

 

Y ahora, ¿qué nos dice eso a nosotros? Simplemente esto: si Cristo en la cruz ha despojado a Satanás, no debemos tener miedo de enfrentar a este gran enemigo de nuestras almas. Hermanos míos, debemos ser en todo semejantes a Cristo. Tenemos que cargar nuestra cruz, y sobre esa cruz tenemos que luchar como Él lo hizo con el pecado, con la muerte y el infierno. No hemos de temer. El resultado de la batalla es seguro pues así como el Señor, nuestro Salvador, ha vencido una vez, así también nosotros de manera muy segura venceremos en Él. Ninguno de ustedes ha de ser presa del pánico súbito cuando el maligno le caiga encima. Si te acusara, replícale con estas palabras: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?” Si te condenara, ríete hasta el escarnio, exclamando: “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó”. Si amenazara con separarte del amor de Cristo, enfréntalo con confianza: “Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”. Si él suelta a tus pecados contra ti, tú ahuyentas a los canes del infierno con esto: “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”. Si la muerte te amenazara, grítale en su propia cara: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”. Sostén en alto la cruz ante ti. Deja que sea tu escudo y tu adarga, y ten la seguridad de que así como tu Señor hizo huir al enemigo y después tomó los despojos, lo mismo sucederá contigo. Tus batallas con Satanás serán ventajosas para ti. Te volverás más rico gracias a tus antagonistas. Entre más numerosos sean, mayor será tu parte de los despojos. Tu tribulación produce paciencia, y la paciencia un carácter probado, y tu prueba, esperanza, y la esperanza no avergüenza. A través de muchas tribulaciones heredarán el reino, y los mismos ataques de Satanás les ayudarán a gozar más del reposo que queda para el pueblo de Dios. Pónganse en orden de batalla contra el pecado y Satanás. Todos ustedes que tensan el arco dispárenles, no escatimen flechas, pues sus enemigos son rebeldes contra Dios. Suban contra ellos, pongan sus pies sobre sus cuellos, no teman ni desmayen pues la batalla es del Señor y Él los entregará en sus manos. Sean muy valientes recordando que tienen que pelear contra un dragón sin aguijón. Pudiera sisear, pero sus dientes están rotos y su colmillo envenenado ha sido extraído. Tienen que librar una batalla con un enemigo que está lleno de cicatrices causadas por las armas de su Señor. Tienen que pelear con un enemigo que está desnudo. Resiente cada golpe que le dan pues no tiene nada que le proteja. Cristo lo ha dejado completamente desnudo, y ha partido su armadura y lo ha dejado indefenso delante de Su pueblo. No tengan miedo. El león puede rugir, pero no puede hacerlos pedazos jamás. El enemigo puede abalanzarse contra ti con un ruido espantoso y con terribles alarmas, pero no hay ninguna causa real para el miedo. Permanezcan firmes en el Señor. Ustedes hacen la guerra contra un rey que ha perdido su corona; ustedes luchan contra un enemigo que tiene sus pómulos golpeados y las articulaciones de sus lomos descoyuntadas. Regocíjense, regocíjense en el día de la batalla, pues para ustedes es sólo el comienzo de una eternidad de triunfo.

 

Me he esforzado así por reflexionar sobre la primera parte del texto: Cristo en la cruz repartió los despojos y quiere que nosotros hagamos lo propio.

 

II.   La segunda parte de nuestro texto se refiere no sólo a la repartición de los despojos, sino AL TRIUNFO. Cuando un general romano había realizado grandes hazañas en un país extranjero, su más alta recompensa era que el senado decretara su triunfo. Por supuesto que se realizaba una repartición de los despojos en el campo de batalla, y cada soldado y cada capitán tomaba su parte, pero todo hombre esperaba con entusiasmo el día en que gozaría del triunfo público. En un cierto día prefijado, las puertas de Roma se abrían de par en par; todas las casas eran decoradas con ornamentos; el pueblo se subía a las azoteas de las casas o se agolpaba en grandes multitudes a lo largo de las calles. Se abrían las puertas y pronto la primera legión comenzaba a desfilar con sus ondeantes estandartes y tocando sus trompetas. El pueblo veía a los fieros guerreros cuando marchaban a lo largo de las calles al regresar de sus campos de batalla teñidos en sangre. Después de que una mitad del ejército había desfilado así, tus ojos se posarían en uno que era el centro de toda la atracción: transportado en una noble carroza tirada por caballos blancos como la leche, iba muy erguido el propio conquistador, coronado con la corona de laurel. Encadenados al costado de su carroza iban los reyes y los valientes de las regiones que había conquistado. Inmediatamente detrás de ellos iba parte del botín. Allí llevaban el marfil y el ébano, y las bestias de los diferentes países que él había sometido. A continuación iba el resto de la soldadesca, una larga, larga corriente de hombres valientes, y todos ellos compartían los triunfos de su capitán. Detrás de ellos iban los pendones, las viejas banderas que habían ondeado en lo alto en la batalla y los estandartes que habían sido capturados al enemigo. Y después de todo esto iban grandes emblemas pintados con las grandes victorias del guerrero. En uno de ellos habría un mapa gigantesco describiendo los ríos que había atravesado o los mares que su armada había surcado. Todo estaba representado en un cuadro y el populacho daba un grito renovado al ver el memorial de cada triunfo. Y luego, atrás, conjuntamente con los trofeos, iban los prisioneros de un rango menos eminente. Luego se cerraba la retaguardia con sonido de trompeta que acrecentaba la aclamación de la muchedumbre. Era un noble día para la antigua Roma. Los niños no olvidarían nunca esos triunfos; calculaban sus años por el tiempo transcurrido entre un triunfo y otro. Se celebraba un día de fiesta especial. Las mujeres arrojaban flores delante del conquistador y él era el verdadero monarca del día.

 

Ahora, evidentemente nuestro apóstol habría visto algunos de esos triunfos, y los toma como una representación de lo que Cristo hizo en la cruz. Dice: “Los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz”. ¿Pensaron alguna vez que la cruz podía ser la escena de un triunfo? La mayoría de los antiguos comentaristas difícilmente pueden concebir que eso sea cierto. Dicen: “Esto ha de referirse seguramente a la resurrección y a la ascensión de Cristo”. Pero, pese a ello, la Escritura dice que aun en la cruz Cristo disfrutó de un triunfo. ¡Sí!, mientras esas manos se desangraban, los ángeles volcaban aclamaciones en Su cabeza. Sí, mientras esos pies estaban siendo traspasados con los clavos, los espíritus más nobles en el mundo estaban agolpándose con admiración en torno Suyo. Y cuando murió con agonías indecibles en esa cruz teñida en sangre se oyó un clamor como nunca se había oído antes pues los rescatados en el cielo y todos los ángeles de Dios cantaban Su alabanza con la armonía más sonora. Entonces el coro completo cantó el cántico de Moisés, el siervo de Dios y del Cordero, pues en verdad había cortado a Rahab y había herido gravemente al dragón. ‘Cantad a Jehová, porque en extremo se ha engrandecido’. El Señor reinará por los siglos de los siglos, Rey de Reyes y Señor de Señores.

 

Sin embargo, esta mañana no me siento capaz de idear una escena tan grandiosa, y no obstante, tan contraria a todo lo que la carne pudiera adivinar que representa un cuadro de Cristo triunfando realmente en la cruz, en medio de Su derramamiento de sangre, de Sus heridas y dolores, siendo realmente un vencedor triunfante y admirado por todos. Decido, más bien, tomar mi texto así: la cruz es la base del triunfo definitivo de Cristo. Puede decirse que realmente triunfó allí, porque fue por un solo acto Suyo, esa sola ofrenda de Sí mismo, que venció completamente a todos Sus enemigos y se sentó para siempre a la diestra de la Majestad en los cielos. Para el ojo espiritual, en la cruz están contenidas todas las victorias de Cristo. Pudieran no estar ahí de hecho, pero están ahí virtualmente; el ojo de la fe puede descubrir el germen de Sus glorias en las agonías de la cruz.

 

Ténganme paciencia mientras intento describir humildemente el triunfo que ahora resulta de la cruz.

 

Cristo ha vencido para siempre a todos Sus enemigos y ha repartido los despojos en el campo de batalla, y ahora, aun en este día, Él está disfrutando de la bien ganada recompensa y del triunfo resultante de Su enorme esfuerzo. Alcen sus ojos a las almenas del cielo, la gran metrópoli de Dios. Las puertas que son unas perlas están abiertas de par en par, y la ciudad luce dispuesta con sus paredes enjoyadas como una esposa ataviada para su marido. ¿Ven a los ángeles agolpándose en las almenas? ¿Los observan en cada mansión de la ciudad celestial, anhelando con avidez algo y buscando algo que todavía no llega? Por fin se oye el sonido de una trompeta y los ángeles se apresuran a las puertas: la vanguardia de los redimidos se está aproximando a la ciudad. Abel entra solo, vestido con ropas de color escarlata como el heraldo de un glorioso ejército de mártires. ¡Escuchen el grito de aclamación! Este es el primero de los guerreros de Cristo -a la vez un soldado y un trofeo- que han sido liberados. Pisándole los talones siguen otros que en aquellos tempranos tiempos se habían enterado de la fama del Salvador que vendría. En pos de ellos puede descubrirse un poderoso ejército de veteranos patriarcales, que dieron testimonio de la venida del Señor en una época desenfrenada. Vean a Enoc caminando todavía con Dios y cantando dulcemente: “He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares”. Allí está también Noé, que había navegado en el arca con el Señor como su piloto. Luego siguen Abraham, Isaac y Jacob, Moisés, Josué y Samuel y David, todos ellos varones esforzados y valientes. ¡Escúchenlos al entrar! Cada uno de ellos, ondeando su casco en el aire, clama: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos”. ¡Miren con admiración, hermanos míos, a este noble ejército! Observen a los héroes al marchar a lo largo de las calles de oro, encontrando en todas partes una entusiasta bienvenida de los ángeles que guardaron su dignidad. Siguen llegando y llegando esas legiones incontables. ¿Hubo alguna vez un espectáculo semejante? No es el desfile espectacular de un día, sino el “espectáculo magnífico” de todos los tiempos. Llegan escuadrones del ejército de los redimidos de Cristo a lo largo de cuatro mil años. Algunas veces hay una corta fila pues la gente ha sido menguada y abatida a menudo; pero luego les sucede una multitud, y llegan y llegan y siguen llegando, todos dando voces, todos alabando a Aquel que los amó y se entregó por ellos. ¡Pero vean, Él viene! Veo a Su heraldo inmediato cubierto con un traje de piel de camello y con un cinto de cuero alrededor de sus lomos. El Príncipe de la casa de David no viene muy lejos. Que todos los ojos se abran. ¡Ahora, fíjense cómo no sólo los ángeles, sino los redimidos, se agolpan junto a las ventanas del cielo! ¡Él viene! ¡Él viene! ¡Es el propio Cristo! Espoleen a los corceles blancos como la nieve para que suban a los montes eternos. “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria”. Vean, Él entra en medio de aclamaciones. ¡Es Él! Pero no está coronado de espinas. ¡Es Él! Pero aunque Sus manos muestran las cicatrices, ya no están manchadas de sangre. Sus ojos son como una llama de fuego y sobre Su cabeza hay muchas coronas, y en Su vestimenta y en Su muslo está escrito: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES. Él está en lo alto de esa carroza que tiene “su interior recamado de amor por las doncellas de Jerusalén”. Cubierto con un vestido teñido en sangre todos le confiesan como el emperador de cielo y tierra. ¡Sigue avanzando, sigue avanzando y las aclamaciones que le rodean son más fuertes que el estruendo de muchas aguas y que el sonido de un gran trueno! Vean cómo la visión de Juan se ha convertido en una realidad, pues ahora podemos ver por nosotros mismos y oír con nuestros oídos el cántico nuevo del cual escribe, “Y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra. Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número era millones de millones, que decían a gran voz: el Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza. Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Los cuatro seres vivientes decían: Amén; y los veinticuatro ancianos se postraron sobre sus rostros y adoraron al que vive por los siglos de los siglos”. ¿Pero quiénes son esos que van atados a las ruedas de Su carroza? ¿Quiénes son esos sombríos monstruos que vienen aullando en la retaguardia? Yo los conozco. Primero que nada está el archienemigo. ¡Miren a la antigua serpiente, atada y con grilletes, cómo retuerce su desordenado lomo! Sus tonos azulados están todos manchados por arrastrarse en el polvo y sus escamas están desprovistas de la brillantez que una vez presumía. Ahora es llevada cautiva la cautividad, y la muerte y el infierno serán arrojados en el lago de fuego. Con qué irrisión es mirado el cabecilla de los rebeldes. Cómo se ha vuelto el objeto de un desprecio eterno. ‘El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos’. Contemplen cómo es quebrantada la cabeza de la serpiente y cómo es hollado el dragón. Y ahora miren atentamente a aquel horrendo monstruo, Pecado, encadenado a la mano de su satánico padre. Miren cómo hace girar sus globos oculares de fuego, observen cómo se contorsiona y se retuerce sumido en agonías. Fíjense cómo mira a la ciudad santa, pero es incapaz de escupir su veneno allá, pues está encadenado y amordazado, y es arrastrado como un cautivo involuntario junto a las ruedas de la carroza del vencedor. Y allí también está la vieja Muerte, con sus dardos todos rotos y con sus manos atadas a su espalda, el sombrío rey de los terrores. También es un cautivo. ¡Escuchen los cantos de los redimidos, de aquellos que han entrado en el Paraíso, al tiempo que ven a esos importantes prisioneros arrastrados a todo lo largo del recorrido! “Digno es Él” –dicen a voces- “de vivir y reinar al lado de Su Todopoderoso Padre, pues ha ascendido a lo alto, ha llevado cautiva a la cautividad y ha recibido dones para los hombres”.

 

Y ahora veo que entra tras Él el grueso de Su pueblo. Los apóstoles llegan primero en una benévola comunión cantando himnos a su Señor; y luego sus inmediatos sucesores; y luego un gran escuadrón de aquellos que a través de crueles burlas y sangre, a través del fuego y la espada han seguido a su Señor. Estos son aquellos de quienes el mundo no era digno y que más brillan entre las estrellas del cielo. Miren también a los poderosos predicadores y confesores de la fe, Crisóstomo, Atanasio, Agustín y otros semejantes. Sean testigos de su santa unanimidad en la alabanza de su Señor. Luego dejen que sus ojos recorran las refulgentes filas hasta llegar a los días de la Reforma. Veo en medio del escuadrón a Lutero y a Calvino, a Zwinglio, tres santos hermanos. Veo justo delante de ellos a Wickliffe, y a Huss, y a Jerónimo de Praga, todos ellos marchando juntos. Y luego veo un número que nadie puede contar, convertido a Dios por medio de esos poderosos reformadores que siguen ahora en la retaguardia del Rey de reyes y Señor de señores. Y mirando hasta nuestros días veo que la corriente se amplía y se vuelve más ancha. Pues muchos son los soldados que en estos últimos tiempos han entrado en el triunfo de su Señor. Podemos lamentar su ausencia en medio de nosotros, pero hemos de regocijarnos en su presencia con el Señor. ¿Pero cuál es el grito unánime, cuál es la sola canción que todavía circula desde la primera fila a la última? Es esta: “¡Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos!” ¿Han cambiado la tonada? ¿Han suplantado Su nombre con otro? ¿Han puesto la corona sobre otra cabeza o han subido otro héroe a la carroza? Ah, no, siguen contentos esperando que la triunfante procesión progrese a lo largo de su glorioso recorrido; siguen contentos de regocijarse contemplando los renovados trofeos de Su amor, pues cada soldado es un trofeo, cada guerrero en el ejército de Cristo es otra prueba de Su poder salvador y de Su victoria sobre la muerte y el infierno.

 

No tengo tiempo para expandirme más, o de lo contrario podría describir los impresionantes cuadros al final de la procesión pues en los antiguos triunfos romanos, los hechos del conquistador eran descritos con pinturas. Los pueblos que había tomado, los ríos que había atravesado, las provincias que había sometido y las batallas que había peleado eran representados en cuadros y expuestos a la vista del pueblo que con grandes festejos y regocijo le acompañaba en multitudes, o le contemplaba desde las ventanas de sus casas, y llenaba el aire con sus aclamaciones y aplausos. Yo podría presentarles, antes que nada, el cuadro de los calabozos del infierno reducidos a polvo. Satanás había preparado en lo hondo de las profundidades de las tinieblas una prisión para los elegidos de Dios, pero Cristo no ha dejado que quede piedra sobre piedra. En el cuadro yo veo que las cadenas han sido reducidas a pedazos, las puertas de la prisión han sido quemadas a fuego, y todas las profundidades del anchuroso abismo han sido sacudidas hasta sus cimientos. En otro cuadro veo el cielo abierto para todos los creyentes; veo las puertas que estaban firmemente selladas que han sido abiertas con la barra de oro de la expiación de Cristo. Veo a uno -otro cuadro- con la tumba saqueada; veo a Jesús en ella, dormitando por un tiempo, y luego rodando la piedra y resucitando a la inmortalidad y la gloria. Pero no podemos detenernos para describir estos impresionantes cuadros de las victorias de Su amor. Sabemos que llegará el tiempo cuando la procesión triunfante cesará, cuando el último de Sus redimidos haya entrado en la ciudad de la felicidad y la dicha, y cuando al sonido de una trompeta que se oirá por última vez, Él ascenderá al cielo y tomará a Su pueblo consigo para reinar con Dios, nuestro Padre, por los siglos de los siglos.

 

Nuestra única pregunta, y con eso concluimos, es, ¿por medio de la gracia tenemos una buena esperanza de que marcharemos en esa tremenda procesión? ¿Pasarán revista de nosotros en aquel día de pompa y de gloria? Dime, alma mía, ¿tendrás tú una humilde parte en aquel glorioso desfile? ¿Seguirás junto a las ruedas de Su carroza? ¿Te unirás a los retumbantes hosannas? ¿Ayudará tu voz a acrecentar el eterno coro? Algunas veces temo que no será así. Hay momentos en los que me hago la terrible pregunta: ¿qué pasaría si mi nombre quedara fuera cuando pase la lista de revista? Hermanos, ¿no los turba ese pensamiento? Sin embargo, hago la pregunta de nuevo. ¿Estarás allí tú; verás esa pompa? ¿Le contemplarás triunfar al final sobre el pecado y el infierno? ¿Puedes responder esta pregunta? Hay otra pregunta pero la respuesta servirá para ambas: ¿crees tú en el Señor Jesucristo? ¿Es Él tu confianza y tu apoyo? ¿Has encargado tu alma a Su guarda? ¿Reposando en Su poderío puedes decir por tu espíritu inmortal:

 

“No tengo ningún otro refugio,

Pende mi alma indefensa de ti?

 

Si puedes decir eso, tus ojos le verán en el día de Su gloria; es más, tú participarás de Su gloria y te sentarás con Él en Su trono, así como Él ha vencido y se sienta con Su Padre en Su trono. Me sonrojo al predicar como lo he hecho esta mañana sobre un tema que está más allá de mi poder; sin embargo, no podía dejar de cantarlo, sino que, como mejor pueda, debo cantarlo. Que Dios aumente su fe, y fortalezca su esperanza e inflame su amor, y les dé la disposición a ser hechos partícipes de la herencia de los santos en luz, para que cuando venga con las veloces nubes en las alas del viento, ustedes estén listos a encontrarse con Él, y asciendan con Él para contemplar por siempre la visión de Su gloria.

 

Que Dios nos conceda esta bendición, por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

 

 

Traductor: Allan Román

24/Julio/2014

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