El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Resignación
Cristiana
NO.
2715
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN NEW
Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 24 DE FEBRERO, 1901.
“No sea como
yo quiero, sino como tú”. Mateo 26: 39.
Escribiendo con respecto a nuestro Señor
Jesucristo, el apóstol Pablo dice: “Aunque era Hijo, por lo que padeció
aprendió la obediencia”. Aquel que, siendo Dios, sabía todas las cosas, tuvo
que aprender obediencia en el tiempo de Su humillación. Aquel que en Sí mismo
es
El propósito de este discurso es recomendarles
el bendito ejemplo de nuestro Señor Jesucristo y, con la ayuda de Dios el
Espíritu Santo, exhortarlos a que sean en todo semejantes a su gloriosa Cabeza
y a que aprendan, por todas las providencias cotidianas que Dios se complace en
prodigarles, esta lección de un sometimiento a la voluntad de Dios y de una
entrega total a Él.
Leyendo recientemente ciertas obras de
algunos autores que pertenecen a la iglesia de Roma, me ha impresionado el
maravilloso amor que revelan por el Señor Jesucristo. En un tiempo, yo tenía la
convicción de que era imposible que alguien fuera salvado en esa iglesia; pero,
frecuentemente, cuando termino de leer los libros de esos santos varones, me he
sentido como un enano a la par suya, y me he dicho: “Sí, a pesar de sus
errores, estos varones deben de haber sido instruidos por el Espíritu Santo. A
despecho de todos los males que han abrevado tan profundamente, estoy
completamente seguro de que deben de haber tenido comunión con Jesús, pues de
otra manera no habrían podido escribir como lo hicieron”. Tales escritores son
escasos y surgen a grandes intervalos pero, aun así, aun dentro de esa iglesia
apóstata hay un remanente de acuerdo a la elección de la gracia. Me encontraba
leyendo el otro día un libro escrito por uno de esos autores, y me encontré con
esta destacable expresión: “¿Acaso el cuerpo que tiene una Cabeza coronada de
espinas habría de tener miembros delicados y temerosos del dolor? ¡Ni Dios lo
quiera!” Este comentario me llegó directo al corazón. Consideré cuán a menudo los
hijos de Dios rehúyen el dolor y el reproche y la censura, y piensan que es
algo extraño que les sobrevenga alguna tribulación violenta. Bastaría que
recordaran que su Cabeza tuvo que sudar como grandes gotas de sangre que caían hasta
la tierra, y que su Cabeza estuvo coronada de espinas, para que no les
pareciera nada extraño que los miembros de Su cuerpo místico tengan que sufrir
también. Si Cristo hubiese sido una persona delicada, si nuestra gloriosa
Cabeza hubiera estado reposando sobre una blanda almohada de tranquilidad, entonces
los que somos miembros de Su Iglesia habríamos podido esperar que pasáramos por
este mundo disfrutando de dicha y de comodidades. Pero si Él tiene que ser
bañado en Su propia sangre, si las espinas deben horadar Sus sienes, si Sus
labios tienen que quedarse resecos, y si Su boca tiene que ser calcinada como
en un horno, ¿habríamos de escapar nosotros del sufrimiento y de la agonía? ¿Ha
de tener Cristo una cabeza de latón pero unas manos de oro? ¿Ha de parecer como
si Su cabeza reluciera en el horno y no hemos de relucir nosotros también en el
horno? Aunque Él deba atravesar los mares del sufrimiento,
“¿Hemos de ser llevados a los cielos,
Sobre camas
floridas de tranquilidad”?
¡Ah, no! Debemos ser conformados a
nuestro Señor en Su humillación, si es que hemos de ser semejantes a Él en Su
gloria.
Entonces, hermanos y hermanas, tengo que
predicarles sobre esta lección que algunos de nosotros hemos comenzado a
aprender, pero de la que hasta ahora sabemos muy poco, y es la lección de
decir: “No sea como yo quiero, sino como tú”. Primero, permítanme explicar el significado de esta oración; luego,
quisiera exhortarlos, mediante razones,
para que la conviertan en su constante clamor; a continuación, quisiera mostrarles cuál será el feliz efecto si se
convierte en el deseo supremo de sus espíritus; y vamos a concluir con una
pregunta práctica: ¿qué puede conducirnos
a esta bendita condición?
I. Primero, entonces, ¿CUÁL ES EL
SIGNIFICADO DE ESTA ORACIÓN? “No sea como yo quiero, sino como tú”.
No me voy a dirigir a aquellos cristianos
que sólo son como enanos, que poco saben acerca de las cosas del reino. Más
bien voy a dirigirme a quienes hacen negocio en las profundas aguas de la
comunión, a quienes saben lo que es apoyar su cabeza en el pecho de Jesús y caminar
con Dios como lo hacía Enoc y hablar con Él como lo hacía Abraham. Queridos
hermanos míos, únicamente quienes son como ustedes pueden entender esta oración
en toda su longitud y en toda su anchura. El hermano de ustedes que escasamente
conoce todavía el significado de la palabra comunión, puede orar de esta manera
en alguna débil medida; con todo, no se puede esperar que discierna toda la
enseñanza espiritual que hay en estas palabras de nuestro Señor. Pero a ustedes
que han sido instruidos por Cristo, a ustedes que se han vuelto escolares
maduros en la escuela de Cristo puedo hablarles como a sabios. Juzguen lo que
digo.
Si ustedes y yo decimos esta oración de
todo corazón, y no la utilizamos como una mera fórmula sino que la decimos con
una plena intención, debemos estar preparados para este tipo de experiencias: algunas
veces, cuando estamos en medio del servicio más activo, cuando estamos
sirviendo diligentemente a Dios tanto con nuestras manos como con nuestro
corazón, cuando el éxito está coronando todas nuestras labores, el Señor nos arrumba, nos aparta de
repente de la viña y nos arroja en el horno. Justo en el momento preciso cuando
la iglesia pareciera necesitarnos más, cuando las necesidades del mundo están implorándonos
más, cuando nuestros corazones están llenos de amor por Cristo y por nuestros
prójimos, sucede a menudo que, justo entonces, Dios nos derriba con una
enfermedad o nos cambia de nuestra esfera de actividad. Pero si elevamos de
todo corazón esta oración, tenemos que estar preparados a decir: “No sea como
yo quiero, sino como tú”. Eso no es fácil, pues ¿no nos enseña el propio
Espíritu Santo que hemos de anhelar el servicio activo para nuestro Salvador?
Cuando Él pone en nosotros el amor por nuestro prójimo, ¿no nos constriñe, por
decirlo así, a hacer de la salvación de ellos nuestra comida y nuestra bebida?
Cuando está obrando activamente dentro de nuestros corazones, ¿no sentimos como
si no pudiéramos vivir sin servir a Dios? ¿No sentimos, entonces, que trabajar
para el Señor es nuestro más excelso reposo, y que bregar agotadoramente por
Jesús es nuestro más dulce placer? ¿No pareciera entonces sumamente
desquiciante para nuestro ardiente espíritu que nos veamos forzados a beber de
la copa de la enfermedad y a ser incapaces de realizar activamente cualquier
cosa para Dios? El predicador ve que los hombres son convertidos y que su
ministerio está siendo exitoso pero, súbitamente, es obligado a dejar de predicar;
o el maestro de la escuela dominical ha sido, por la gracia de Dios, el
instrumento para llevar a su clase a una interesante y esperanzadora condición;
sin embargo, justo cuando la clase necesita más de su presencia, él se ve
derribado en tierra de tal manera que no puede proseguir con su trabajo. ¡Ah!,
es entonces que el espíritu encuentra difícil decir: “No sea como yo quiero,
sino como tú”. Pero si adoptamos esta oración, esto es lo que significa: que
tenemos que estar preparados a sufrir en vez de servir, que tenemos que estar
tan dispuestos a permanecer en las trincheras como a escalar los muros, que
tenemos que estar tan dispuestos a ser arrumbados en el hospital del Rey como a
luchar en medio de las filas del ejército del Rey. Esto es duro para carne y
sangre, pero tenemos que hacerlo si presentamos esta petición.
Si decimos esta oración de todo corazón,
habrá una segunda tribulación para nosotros. Algunas veces, Dios exigirá de nosotros que laboremos en
campos adversos. Él hace que Sus hijos aren en la roca y que echen su pan
sobre las aguas. Él envía a su Ezequiel a profetizar en un valle lleno de
huesos secos, y a Su Jonás a llevar Su mensaje a Nínive. Él pide a Sus siervos
que hagan un trabajo extraño, un trabajo que pareciera que nunca será exitoso y
que no redundará en honor ni de Dios ni de ellos mismos. No dudo de que haya algunos
ministros que trabajan arduamente y que laboran con todo su vigor, pero que
sólo ven escaso fruto. Muy lejos, en las oscuras tierras del paganismo, hay
varones que han estado trabajando arduamente durante años pero que a duras
penas han tenido un convertido que los anime. Aquí también, en Inglaterra, hay
varones que predican
En otras ocasiones, Dios retira a Su pueblo de posiciones de un honorable servicio, y le da
otras funciones que son sustancialmente inferiores en la opinión de los
hombres. Yo pienso que para mí sería muy difícil ser desterrado de mi gran
congregación y de los miles de mis oyentes, para ser trasladado a alguna
pequeña aldea donde sólo pudiera predicar el Evangelio a un puñado de personas;
con todo, estoy seguro de que si yo me adentrara plenamente en el espíritu de
las palabras de nuestro Señor: “No sea como yo quiero, sino como tú” debería
estar tan dispuesto a estar allí como aquí.
Me he enterado de que la obediencia que
están obligados a prestar los jesuitas a sus superiores es de un carácter tan
extraordinario, que, en cierta ocasión, al superior de la orden se le metió en
la cabeza la loca idea de enviar de inmediato al presidente de una de sus
universidades (que había escrito los libros más sabios en varios idiomas y que
era un varón que poseía los más claros talentos) desde el país adonde se
encontraba a Bath, para que permaneciera en la calle durante un año como un
barrendero; y el hombre así lo hizo. Se vio forzado a hacerlo; su voto le
obligaba a hacer cualquier cosa que se le ordenara.
Ahora bien, es difícil hacer eso en un
sentido espiritual, pero, con todo, es un deber cristiano. Recordamos el dicho
de un buen hombre que afirmaba que los ángeles en el cielo están tan
completamente sometidos a la obediencia a Dios que, si fuera preciso hacer dos
trabajos, gobernar un imperio o barrer una calle, ninguno de los dos ángeles
que fueran seleccionados para desempeñar ambas diligencias, tendría jamás alguna
preferencia en el asunto, sino que dejaría que el Señor eligiera qué parte
debía cumplir. Tal vez tú pudieras ser llamado a abandonar el cargo de ser el
responsable de los servicios en algún lugar de adoración, para convertirte en
uno los más humildes miembros en otra iglesia; pudieras ser tomado de un lugar
de mucho honor, para ser colocado en el rango más bajo del ejército. ¿Estarías
dispuesto a someterte a ese tipo de tratamiento? Tu carne y sangre dicen:
“Señor, si puedo servir todavía en Tu ejército, hazme capitán, o, por lo menos,
permite que sea un sargento, o un cabo del ejército. Si pudiera ayudar a tirar
de tu carro, déjame ser el caballo que guíe, permíteme correr de primero en el
equipo, deja que ostente los listones vistosos”. Pero Dios podría decirte: “Yo
te puse en el fragor de la batalla y ahora te voy a poner en la retaguardia; te
di vigor y fuerza para que lucharas con gran éxito y ahora voy a hacer que te
quedes con el bagaje; voy a quitarte de la posición prominente y te usaré en
otra parte ahora”. Pero con tal de que pudiéramos decir de corazón esta
oración: “No sea como yo quiero, sino como tú”, estaríamos listos para servir a
Dios en cualquier parte y de cualquier manera, siempre y cuando supiéramos que
estamos cumpliendo Su voluntad.
Pero hay otra prueba que tendremos que
soportar a nuestra medida, que demostrará si entendemos lo que Cristo quiso
decir con esta oración. Algunas veces, en
el servicio de Cristo hemos de estar preparados a soportar la pérdida de la
reputación, del honor e incluso del propio nombre. Cuando vine a Londres
por primera vez para predicar
“Si sobre mi
rostro, por Tu amado nombre,
Llueven la
vergüenza y el reproche,
Saludo al reproche,
y doy la bienvenida a la vergüenza,
Siempre y
cuando Tú me recuerdes”.
“¡Pero cuán duro debe de haber sido”
–dices- “sufrir la pérdida de tu reputación, y que se dijeran falsamente cosas
perversas en tu contra por causa del nombre de Cristo!” ¿Y por qué fue tan
duro? Pues bien, fue duro porque precisamente yo no había aprendido plenamente
cómo presentar esta oración de nuestro Señor Jesucristo, y me temo que todavía no
lo he aprendido por completo. Era algo muy deleitable que incluso nuestros
enemigos hablaran bien de nosotros, y que fuéramos a través del mundo
revestidos con tal santidad de carácter que los hombres que cubren de escarnio
a toda la religión no pudieran encontrar fallas en nosotros; pero es algo
igualmente glorioso que seamos puestos en la picota de la vergüenza, y que
seamos apedreados por cada transeúnte y que seamos la canción del borracho y el
objeto de escarnio del blasfemo, cuando no lo merecemos, y que soportemos todo
eso por causa de Cristo. Ese es un verdadero heroísmo; ese es el significado de
la oración de nuestro texto.
Además, algunos de ustedes han pensado
algunas veces: “¡Oh, que el Maestro se complaciera en abrir una puerta para mí
donde yo pudiera ser un instrumento para hacer el bien! ¡Cuán dichoso sería si pudiera tener ya sea más riquezas, o mayor
influencia, o más conocimiento, o más talentos para poder servirle mejor!” Has
orado y has meditado al respecto y te has dicho: “¡Con sólo que pudiera llegar
a tal y tal posición, de qué manera tan excelente sería capaz de servir a
Dios!” Has visto que tu Señor da a algunos de Sus siervos diez talentos, pero a
ti te ha dado sólo uno; entonces te has puesto de rodillas y le has pedido que
fuera tan bondadoso de darte dos, pero Él te lo ha negado. O has recibido dos
talentos, y le has pedido que te permitiera tener diez, y Él te ha dicho: “No,
te daré dos talentos y nada más”. Pero tú dices: “¿No es acaso un deseo
laudable que yo busque hacer más bien?” Ciertamente. Comercia con tus talentos
y multiplícalos si puedes. Pero supón que no tuvieras poder de expresión, supón
que no tuvieras ninguna oportunidad de servir a Dios, o incluso supón que la
esfera de tu influencia fuera limitada, ¿qué pasaría entonces? Pues bien, debes
decir: “Señor, yo esperaba que fuera Tu voluntad que tuviera una esfera más
amplia; pero si no lo es, si bien quisiera servirte en una escala mayor, estaré
muy contento de glorificarte en mi actual esfera más restringida pues me parece
que hay una oportunidad para probar mi fe y mi resignación y repito: ‘No sea
como yo quiero, sino como tú’”.
Varones cristianos, ¿están preparados
para decir de corazón esta oración? Me temo que no hay ni un solo individuo
entre nosotros que pudiera decir esta oración con toda la plenitud de su
significado. Tal vez pudieran llegar tan lejos como yo he llegado; pero si Dios
les tomara la palabra, y les dijera: “Mi voluntad es que tu esposa sea atacada
por una fatal enfermedad, y que se doble y muera ante tus ojos cual lirio
mortecino; que tus hijos sean alzados y sean estrechados contra mi pecho en el
cielo; que tu hogar sea quemado con fuego; que te quedes sin un centavo, que
seas un indigente dependiente de la caridad de otros; es Mi voluntad que
atravieses el mar; que vayas a tierras distantes y que soportes durezas
desconocidas; es mi voluntad que, finalmente, tus huesos permanezcan siendo
blanqueados sobre la arena del desierto en algún clima extraño”. ¿Estás
dispuesto a soportar todo eso por Cristo? Recuerda que no habrías captado el
pleno significado de esta oración si no hubieres dicho: “Sí” a todo lo que
significa; y mientras no recorras las máximas distancias a las que la
providencia de Dios quiere que llegues, no habrás captado el pleno alcance de
la resignación contenida en este clamor de nuestro Señor. Creo que muchos de
los primeros cristianos se sabían esta oración de memoria; es maravilloso
comprobar cuán dispuestos estaban a hacer cualquier cosa y a ser cualquier cosa
por Cristo. Tenían metida en su cabeza la idea de que no debían vivir para sí,
y también la tenían metida en su corazón, y ellos creían que sufrir el martirio
era el más excelso honor que podrían desear. Por consiguiente, si eran llevados
a los tribunales de los jueces, nunca huían de sus perseguidores; casi
cortejaban a la muerte pues pensaban que el más sublime privilegio que podrían tener
era que fueran despedazados por los leones en la arena o que fueran decapitados
por la espada. Ahora bien, con sólo que pudiéramos introducir esa idea en
nuestros corazones, con qué valor nos ceñiríamos, cuán plenamente podríamos
servir entonces a Dios, y cuán pacientemente podríamos soportar la persecución.
Bastaría con que aprendiéramos el significado de esta oración: “No sea como yo
quiero, sino como tú”.
II. En segundo lugar, HE DE INTENTAR DARLES
ALGUNAS RAZONES POR LAS QUE SERÁ LO MEJOR PARA NOSOTROS QUE BUSQUEMOS TENER AL
ESPÍRITU SANTO EN NUESTRO INTERIOR, PARA QUE PODAMOS POSEER ESA DISPOSICIÓN DE
ÁNIMO Y DE CORAZÓN.
Y la primera razón es que es simplemente un asunto de derecho. Dios hace lo que
place en todo momento, y yo no debo hacer lo que yo quiera si es contrario a Su
voluntad. Si alguna vez mi voluntad tiene propósitos contrapuestos a los de la
voluntad del Ser Supremo, lo correcto es que mi voluntad se sujete a
Pero, además, esto no es sólo un asunto
de derecho, es un asunto de sabiduría
para nosotros. Amado hermano, puedes estar seguro de que si pudiéramos
cumplir nuestra propia voluntad, sería a menudo lo peor para nosotros en el
mundo; pero dejar que Dios haga lo que quiera con nosotros, aun si estuviese en
nuestro poder frustrarlo, es un acto de sabiduría de nuestra parte. ¿Qué es lo
que deseo cuando anhelo que se haga mi voluntad? Deseo mi propia felicidad;
bien, pero la alcanzaré con mucha mayor facilidad si dejo que Dios haga Su
voluntad, pues la voluntad de Dios es para Su gloria a la vez que para mi
felicidad; entonces, por mucho que piense que mi propia voluntad tenderá a
contribuir a mi comodidad y a mi felicidad, puedo tener la seguridad de que la
voluntad de Dios es infinitamente más benéfica para mí que mi propia voluntad;
y que, aunque la voluntad de Dios pudiera parecer oscura y sombría para mí en
ese momento, con todo, de un aparente mal Él sacará un bien que nunca podría
haber provenido de aquel supuesto bien tras el que mi débil y pusilánime juicio
es propenso a correr.
Pero, además, supongan que fuera posible
que se hiciera nuestra voluntad. ¿Acaso
no sería una violación de esa confianza amorosa que Cristo muy bien puede
exigir de nuestras manos: que confiemos en Él? ¿Acaso no somos salvados por
confiar en nuestro Señor Jesucristo? ¿Acaso la fe en Cristo no ha sido el
instrumento de mi salvación del pecado y del infierno? Entonces,
definitivamente no debo huir de este gobierno cuando me encuentre en
situaciones de tribulación y dificultad. Si la fe ha sido superior al pecado,
por medio de la sangre de Cristo, ciertamente será superior a la tribulación,
gracias al brazo todopoderoso de Cristo. ¿No le dije, cuando vine a Él por
primera vez, que no iba a confiar en nadie sino sólo en Él? ¿No declaré que
todas mis demás confianzas se habían roto y se habían quebrado y que habían
sido esparcidas al viento? ¿Y no le pedí que me permitiera poner mi confianza
únicamente en Él? ¿Y seré un traidor después de eso? ¿Erigiré ahora algún otro
objeto sobre el que haya de poner mi confianza? ¡Oh, no!, mi amor por Jesús y
mi gratitud a Él por Su condescendencia en aceptar mi fe, me obliga a confiar
en Él y sólo en Él a partir de ahora.
Con frecuencia nos perdemos de la fuerza
de una verdad por no hacerla palpable a nuestra propia mente; tratemos de hacer
palpable esta verdad. Imaginen que el Señor Jesús está visiblemente presente en
este púlpito. Supongan que dirige Su mirada hacia alguno de ustedes y le dice:
“Hijo mío, Mi voluntad y la tuya no coinciden en este momento; tú deseas tal y
tal cosa, pero Yo te digo: ‘No; no has de tenerla’; ahora, hijo mío, ¿cuál
voluntad ha de prevalecer:
Por tanto, amados amigos, por causa del
amor, por causa de la sabiduría, por causa de lo recto, yo les imploro de nuevo
que supliquen al Espíritu Santo que les enseñe esta oración de nuestro Señor
Jesucristo y que les explique su bendito significado.
III. Noten, a continuación, EL EFECTO DE DECIR
Y DE SENTIR VERDADERAMENTE: “NO SEA COMO YO QUIERO, SINO COMO TÚ”.
El primer efecto es una constante felicidad. Si quisieran
descubrir la causa de la mayoría de sus aflicciones, caven junto a la raíz de
la voluntad propia, pues allí es donde se ubica. Cuando su corazón ha sido
enteramente santificado para Dios y su voluntad está enteramente sometida a Él,
lo amargo se vuelve dulce, el dolor se convierte en placer y el sufrimiento se
torna en gozo. Cuando la voluntad de un hombre está enteramente sometida a la
voluntad de Dios, no es posible que la mente de ese hombre se vea turbada. “Bien”
–dirá alguien- “esa es una afirmación muy asombrosa”; y alguien más dirá: “yo
he intentado realmente que mi voluntad se someta a la voluntad de Dios, y con
todo, estoy turbado”. Sí, y eso sucede simplemente porque, aunque lo has
intentado, igual que todos nosotros, no has alcanzado todavía el pleno
sometimiento a la voluntad del Señor. Pero una vez que lo hayas alcanzado –me
temo que nunca lo alcanzarás en esta vida- entonces estarás libre de todo lo
que provoca tu aflicción o el desasosiego de tu mente.
Otro bendito efecto de esta oración,
cuando es dicha verazmente, es que da al
hombre valentía y santo valor. Si mi mente está plenamente sometida a la
voluntad de Dios, ¿qué habría de temer en todo el mundo? A mí me sucede lo que
sucedió con Policarpo; cuando el emperador romano lo amenazó con el destierro,
Policarpo le respondió: “no puedes desterrarme, pues el mundo entero es la casa
de mi Padre, y tú no puedes desterrarme de él”. “Pero te voy a matar”, le dijo
el emperador. “No, no puedes matarme, pues mi vida está escondida con Cristo en
Dios”. “Te voy a despojar de todos tus tesoros”. “No, no puedes hacerlo, pues
no tengo nada que tú conozcas; mi tesoro está en el cielo, y mi corazón está
también allá”. “Pero te voy a alejar de los hombres y te quedarás sin amigos”.
“No, no puedes hacerlo, pues tengo un Amigo en el cielo de Quien tú no puedes
separarme. Yo te desafío porque no hay nada que puedas hacerme”.
Y eso mismo puede decir siempre el
cristiano una vez que su voluntad está de acuerdo con la voluntad de Dios. Puede
desafiar a todos los hombres y puede desafiar al infierno mismo, pues es capaz
de decir: “No puede pasarme nada que sea contrario a la voluntad de Dios y si
es Su voluntad, también es mi voluntad. Si le agrada a Dios, me agrada a mí.
Dios se ha complacido en darme parte de Su voluntad, así que estoy satisfecho
con lo que me envíe”.
El hombre, después de todo, es sólo la
segunda causa de nuestras aflicciones. Tal vez un perseguidor le diga a un hijo
de Dios: “Puedo afligirte”. “No, no puedes, pues tú dependes de la grandiosa
Primera Causa, y Él y yo coincidimos”. ¡Ah!, queridos amigos, no hay nada que
haga que los hombres sean tan cobardes como el hecho de que tengan voluntades
contrarias a la voluntad de Dios; pero cuando nos ponemos enteramente en las
manos de Dios, ¿qué hemos de temer? Lo que hizo que Jacob se acobardara cuando
Esaú vino para reunirse con él fue que no estaba sometido a la voluntad de Dios.
Dios había dicho de antemano que el mayor de los dos hijos de Isaac serviría al
menor; Jacob tenía el deber de creer eso y de seguir valientemente adelante con
sus esposas y con sus hijos, y el deber de no inclinarse ante Esaú, sino de
decirle: “La promesa es que el mayor servirá al menor; por tanto, yo no voy a
inclinarme delante de ti; a ti te corresponde postrarte delante de mí”. Pero el
pobre Jacob dijo: “Tal vez sea la voluntad de Dios que Esaú me venza y me hiera
la madre con los hijos; pero mi voluntad es que no sea así”. La confrontación
en el vado de Jaboc ha sido descrita muy bien; pero si Jacob no hubiera dudado
de la promesa de Dios, nunca se habría postrado siete veces, rostro en tierra, delante
de su hermano Esaú. Habría dicho en la santa majestad de su fe: “Esaú, hermano
mío, tú no puedes hacerme ningún daño, pues tú no puedes hacer nada que sea
contrario a la voluntad de Dios. Tú no puedes hacer nada que sea contrario a Su
decreto, y yo estaré complacido con lo que sea.
Entonces, este sometimiento a la voluntad
de Dios proporciona, primero, gozo en el corazón, y luego otorga un intrépido
valor; y con todo, hay otra consecuencia. Tan pronto como alguien dice verazmente:
“No sea como yo quiero, sino como tú”, esta resolución tiende a aligerar cada deber, a facilitar cada prueba y a endulzar cada
tribulación. No deberíamos sentir nunca que es algo difícil servir a Dios;
sin embargo, hay muchas personas que, si hacen alguna pequeña cosa para el
Señor, piensan que han hecho mucho; y si hay algo grande que deba realizarse,
primero es preciso suplicarles muy insistentemente para lograr que lo hagan; y
cuando lo hacen, muy a menudo lo hacen tan mal que uno se siente medio arrepentido
de haberles pedido que lo hicieran. Una gran cantidad de personas hace que
parezca algo grande lo que realmente es muy pequeño. Toman una buena acción que
han realizado, y la martillan hasta que se convierte en algo tan delgado como
una lámina de oro, y luego piensan que pueden cubrir con esa única buena acción
una semana entera. Todos los siete días serán glorificados por una acción cuya
realización sólo tomó cinco minutos; bastará con creces, piensan, incluso para
cubrir todo el tiempo venidero.
Pero el cristiano cuya voluntad es
conforme a la voluntad de Dios, dice: “Señor mío, ¿hay algo más que pudiera
hacer? Entonces, lo haré con mucho gusto. ¿Implica eso falta de descanso? Yo lo
haré. ¿Involucra pérdida de tiempo en mi negocio? ¿Implica para mí, algunas
veces, trabajo pesado y fatigoso? Señor, se hará, si es Tu voluntad, pues Tu
voluntad y la mía están en completo acuerdo. Si es posible, yo lo haré; y
estimaré todas las cosas como pérdida para ganar a Cristo, y ser hallado en Él,
regocijándome en Su justicia y no en la mía propia”.
IV. Esta renuncia produce otros muchos
benditos y benéficos efectos. Pero he de concluir observando que LA ÚNICA
MANERA EN
Puedes tratar de sojuzgar a tu propio yo,
pero nunca lograrás hacerlo solo. Puedes trabajar arduamente a través de la abnegación
para reprimir tu ambición, pero encontrarás que adopta otra forma y que crece
apoyada en lo que tú pensabas que la envenenaría. Podrías buscar concentrar en
Cristo todo el amor de tu alma, y en el propio acto descubrirás que el yo se
introduce furtivamente. Algunas veces me asombro –y sin embargo no me quedo asombrado
cuando conozco el mal de mi propio corazón- cuando atisbo en mi interior y
encuentro que, en el preciso instante en que pensaba que mi motivo era el más
puro, era muy impuro; y me parece que a ustedes les sucede lo mismo, queridos
amigos. Ustedes realizan una buena acción, dan alguna caridad a los pobres, tal
vez, y dicen: “lo haré sin que se sepa”. Alguien habla de eso, y tú le comentas
al instante: “hubiera preferido que no hablaras de eso; no me gusta que se
hable de lo que yo he hecho; me hace daño”. Tal vez sólo sea tu orgullo el que
te induce decir que te hace daño, pues para algunas personas su modestia es su
motivo de orgullo; de hecho, su orgullo secreto es hacer el bien sin que la
gente lo sepa. Se glorían en ese supuesto sigilo, y cuando su acción llega a
ser conocida, sienten que su modestia se deteriora, y les da miedo que la gente
diga: “Ah, ya ven que se sabe lo que hacen; realmente no realizan en secreto
sus buenas acciones”. Así que incluso nuestra modestia puede constituir nuestro
orgullo; y lo que algunas personas consideran que es su orgullo pudiera ser la
voluntad de Dios y pudiera constituir una modestia real. Renunciar a nuestra
propia voluntad es un trabajo muy duro, pero es posible hacerlo y esa es una de
las lecciones que deberíamos aprender de este texto: “No sea como yo quiero,
sino como tú”.
Además, si hubiera alguien de quien estás
un poco envidioso –tal vez un ministro que te arrebata un poco de brillo porque
predica mejor que tú, o un maestro de la escuela dominical que es más exitoso
en su obra- convierte a esa persona en particular en el objeto de tu más
persistente oración, y esfuérzate hasta donde te sea posible por incrementar la
popularidad y el éxito de esa persona. Alguien pregunta: “Pero, ¿puedes llevar
a la naturaleza humana hasta ese punto? ¿Se puede intentar exaltar al propio
rival? Queridos amigos míos, nunca conocerán el pleno significado de esta oración
mientras no hubieren intentado hacer eso y buscar de hecho honrar a su rival
más que a ustedes mismos; ese es el verdadero espíritu del Evangelio: “En
cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros”. Algunas veces me ha
parecido que es un trabajo muy difícil, he de confesarlo, pero me he ejercitado
para lograrlo. ¿Puede hacerse eso? Sí, Juan el Bautista lo hizo; dijo acerca de
Jesús: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”. Si le hubiesen
preguntado a Juan si deseaba crecer, habría respondido: “Bien, me gustaría
tener más discípulos; aun así, si es la voluntad del Señor, estoy muy contento
de menguar, y que Cristo crezca”.
Por tanto, ¡cuán importante es que
aprendamos cómo podemos alcanzar este estado de aquiescencia con la voluntad de
nuestro Padre celestial! Les he dado las razones para ello, pero, ¿cómo puede
hacerse? Únicamente por la operación del Espíritu de Dios. En cuanto a la carne
y sangre, no te ayudarán en lo más mínimo, más bien irán en contra; y cuando
piensas que, seguramente, tienes a carne y sangre bajo control, descubrirás que
llevan una ventaja sobre ti cuando creías que los estabas venciendo. Pídele al
Espíritu Santo que more en ti, que habite en ti, que te bautice, que te sumerja
en Su sagrada influencia, que te cubra, que te entierre en Su sublime poder; así,
y sólo así, cuando estés completamente sumergido en el Espíritu, y hundido, por
decirlo así, en el mar rojo de la sangre del Salvador, serás conducido a darte
cuenta del significado de esta gran oración: “No sea como yo quiero, sino como
tú”. “Señor, no el ego, sino Cristo; no mi propia gloria, sino Tu gloria; no mi
engrandecimiento, sino el Tuyo; es más, ni siquiera mi éxito, sino Tu éxito; no
la prosperidad de mi propia iglesia, o de mi propio yo, sino la prosperidad de
Tu iglesia y el incremento de Tu gloria; que todo sea hecho como Tú quieres, y
no como yo quiero”.
¡Cuán diferente es esto de todo lo que
está vinculado con el mundo! He tratado de llevarlos a una alta elevación; y si
han sido capaces de subir hasta allá, o incluso si han quedado jadeantes
después de intentar llegar allá, ¡cuán sorprendente ha sido el contraste entre
este espíritu y el espíritu del mundano! No les diré nada a los que son
inconversos, excepto esto: dense cuenta de cuán en contra están de lo que Dios
quiere que sean, y de lo que han de ser, antes de que puedan entrar en el reino
de los cielos. Ustedes saben que no podrían decir: “Que Dios haga Su voluntad”,
y ustedes saben también que no podrían humillarse para convertirse en un
pequeño niño. Esto demuestra su profunda depravación; entonces, ¡que el
Espíritu Santo los renueve, pues tienen necesidad de ser renovados para que
puedan ser convertidos en nuevas criaturas en Cristo Jesús! ¡Que Él los
santifique enteramente, espíritu, alma y cuerpo y que al final los presente sin
mancha delante del trono de Dios, por causa de Su amado nombre! Amén.
Traductor: Allan Román
21/Marzo/2012
www.spurgeon.com.mx