El Púlpito de
NO.
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SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL MUSIC HALL, ROYAL SURREY GARDENS,
LONDRES.
“Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu”. Ezequiel 36: 27
Una característica
notable de los milagros de Cristo es que ninguno de
ellos es innecesario. Los presuntos milagros de Mahoma y los de la iglesia de
Roma, aun si se considerasen milagros, son un muestrario de hechos
extravagantes. Supongan que San Dionisio hubiese caminado con su cabeza
sostenida en sus manos después de haber sido decapitado; ¿qué propósito práctico
se habría logrado con esa acción? Para efectos de conferir algún bien práctico
a la humanidad, muy bien se hubiera podido quedar en su tumba. Los milagros de
Cristo, en cambio, nunca fueron innecesarios. No constituyen unos caprichos del
poder, y si bien es cierto que son manifestaciones de poderío, todos cumplían
un propósito práctico.
Lo mismo puede decirse
respecto a las promesas de Dios. No tenemos ni una sola promesa en
Comenzamos, entonces,
estableciendo esta proposición: la obra del Espíritu Santo es absolutamente
necesaria para nosotros, si es que queremos ser salvos.
1. En
el proceso de demostrar esto, antes que nada quisiera comentar que esta
proposición es muy evidente cuando recordamos
lo que el hombre es por naturaleza. Algunos dicen que el hombre puede
alcanzar la salvación por sí solo; dicen que si oye
El trasfondo del Evangelio
es que el hombre está muerto en el pecado y que la vida divina es un don de Dios,
y tendrías que ir en contra de todo este trasfondo antes de poder suponer que
el hombre puede conocer y amar a Cristo prescindiendo de la obra del Espíritu
Santo. El Espíritu encuentra a los hombres tan desprovistos de vida espiritual
como lo estaban los huesos secos de Ezequiel. Él une los huesos y arma el
esqueleto y luego viene de los cuatro vientos y sopla sobre los muertos, y ellos
viven y se ponen de pie; conforman un ejército grande en extremo, y adoran a
Dios. Pero aparte de eso, aparte de la influencia vivificadora del Espíritu de
Dios, las almas de los hombres yacen en el valle de los huesos secos y están muertas
y muertas por toda la eternidad.
Pero
Entonces, partiendo del
hecho de que la naturaleza del hombre es hostil al Espíritu divino, que odia la
gracia, que desprecia la manera en que la gracia le es otorgada porque inclinarse
para recibir la salvación gracias a los actos de otro es algo que va en contra
de su propia naturaleza altiva, por todo eso es necesario que el Espíritu de
Dios obre para cambiar la voluntad, para corregir la inclinación del corazón,
para poner al hombre en el sendero correcto y darle las fuerzas necesarias para
que corra en él. ¡Oh, si analizas al hombre y lo entiendes, no puedes evitar
reconocer la necesidad de la obra del Espíritu Santo! Un gran escritor ha
comentado muy acertadamente que nunca conoció a ningún hombre que sostuviera
algún gran error teológico, que no sostuviera conjuntamente alguna doctrina que
minimizara la depravación del hombre. El arminiano acepta que es cierto que el
hombre se encuentra en una condición caída, pero sostiene que todavía le queda
algún poder a su voluntad y que esa voluntad es libre; que el hombre puede
levantarse por sí solo. Minimiza el carácter desesperado de la caída del
hombre. Por otro lado, el antinomiano dice que el hombre no puede hacer nada, que
no es responsable en absoluto y que no está obligado a hacer nada ya que no es
su deber creer ni tampoco es su deber arrepentirse. También reduce la
pecaminosidad del hombre y no tiene una visión correcta de la caída. Pero una
vez que se adopta el punto de vista correcto, es a saber, que el hombre está
completamente caído, que es impotente, que es culpable, que está manchado y que
está perdido y condenado, entonces se
tendrá una sana doctrina en todos los
puntos del grandioso Evangelio de Jesucristo. Tan pronto crees que el hombre es
lo que
2.
Tengo otra prueba a la mano. La
salvación tiene que ser una obra del Espíritu en nosotros, porque los medios usados en la salvación son de por
sí inadecuados para el cumplimiento de la obra. ¿Y cuáles son los medios de
la salvación? Bien, ante todo y de manera primordial figura la predicación de
Sin embargo, otros
instrumentos son también utilizados para bendecir a las almas de los hombres.
Por ejemplo, están las dos ordenanzas del Bautismo y de
3. En
tercer lugar, permítanme recordarles de nuevo que puede verse claramente la
absoluta necesidad de la obra del Espíritu Santo en el corazón partiendo de
este hecho: que todo lo que ha sido hecho
por Dios el Padre, y todo lo que ha sido hecho por Dios el Hijo es ineficaz
para nosotros, a menos que el Espíritu les revele estas cosas a nuestras almas.
En primer lugar, nosotros creemos que Dios el Padre elige a Su pueblo. Él
lo eligió para Sí desde antes de todos los mundos. Pero permítanme preguntarles:
¿qué efecto puede tener en alguien la doctrina de la elección mientras el
Espíritu de Dios no entre en Él? ¿Cómo sé que Dios me eligió desde antes de la
fundación del mundo? ¿Cómo se pudiera saber eso? ¿Puedo subir al cielo y leerlo
en el rollo? ¿Es posible que me abra paso a través de las densas nieblas que
ocultan la eternidad y que abra los siete sellos del libro y lea que mi nombre
se encuentra registrado allí? ¡Ah, no! La elección es una letra muerta tanto en
mi conciencia como en el efecto que pudiera producir en mí, mientras el
Espíritu de Dios no me llame de las tinieblas a Su luz admirable. Y luego, gracias
a mi llamado, veo mi elección, y sabiéndome llamado por Dios, sé que he sido
elegido por Dios desde antes de la fundación del mundo. La doctrina de la
elección es algo muy precioso para un hijo de Dios. Pero ¿qué la hace valiosa?
Nada, excepto la influencia del Espíritu. Mientras el Espíritu no abra los ojos
para leerla, mientras el Espíritu no divulgue el secreto místico, ningún
corazón puede conocer su elección. Ningún ángel reveló jamás a hombre alguno
que era elegido de Dios. Quien lo hace es el Espíritu. Él, mediante Sus operaciones
divinas, da un infalible testimonio a nuestros espíritus de que somos nacidos
de Dios y entonces somos capacitados para “leer nuestro título de propiedad sin
gravamen en las mansiones en los cielos”.
Además, miren el pacto
de gracia. Sabemos que Dios el Padre hizo un pacto con el Señor Jesucristo desde
antes de todos los mundos, y que en ese pacto le fueron dadas y le fueron
garantizadas a Él las personas de todo Su pueblo; ¿pero de qué nos serviría el
pacto o cuál sería su utilidad para nosotros si el Espíritu Santo no nos
entregara las bendiciones del pacto? El pacto es, por decirlo así, un árbol
alto cargado de frutos; si el Espíritu no sacudiera ese árbol e hiciera que el
fruto caiga para que llegue hasta el nivel donde nos encontramos, ¿cómo
podríamos alcanzarlo? Traigan aquí a cualquier pecador y díganle que existe un
pacto de gracia, y ¿qué se ganaría con ello? “Ah” –dice- “yo no podría ser
incluido en él; mi nombre no puede ser registrado allí; no puedo ser elegido en
Cristo”; pero basta que el Espíritu de Dios more en su corazón ricamente por
medio de la fe y del amor que es en Cristo Jesús, y ese hombre ve el pacto,
ordenado en todas las cosas y que será cumplido y clama con David: “Es toda mi
salvación y mi deseo”.
Consideren, igualmente,
la redención de Cristo. Sabemos que Cristo estuvo en la condición, en la
posición y en sustitución de todo Su pueblo, y que todos aquellos que entrarán
en el cielo comparecerán allá por un acto de justicia así como de gracia, en
vista de que Cristo fue castigado en su lugar y en su posición, y que habría
sido injusto que Dios los castigara, en vista de que Dios ya había castigado a
Cristo en vez de ellos. Creemos que ya que Cristo pagó todas sus deudas, ellos
tienen el derecho a su libertad en Cristo; que como Cristo los ha recubierto
con Su justicia, tienen tanto derecho a la vida eterna como si ellos mismos
hubieran sido perfectamente santos. Pero, ¿de qué me sirve eso mientras el
Espíritu no tome de las cosas de Cristo y me las muestre? ¿Qué es la sangre de
Cristo para cualquiera de ustedes mientras no hubiere recibido el Espíritu de
gracia? Ustedes han oído predicar al ministro acerca de la sangre de Cristo mil
veces, pero han seguido de largo. No significó nada para ustedes que Jesús
muriera. Ustedes saben que Él expió por unos pecados que no eran Suyos, pero
sólo lo consideraron como un cuento, y, tal vez, hasta como un cuento ocioso.
Pero cuando el Espíritu de Dios los condujo a la cruz, y les abrió los ojos, y
los habilitó para ver a Cristo crucificado, ah, entonces la sangre tuvo ciertamente
un significado. Cuando Su mano sumergió el hisopo en la sangre, y cuando aplicó
esa sangre al espíritu de ustedes, entonces hubo un gozo y una paz en la fe, que
no conocieron nunca antes. Pero, ah, mi querido oyente, que Cristo haya muerto
no significa nada para ti a menos que tengas un Espíritu viviente en tu
interior. Cristo no te proporciona ningún beneficio salvador, personal y
duradero, a menos que el Espíritu de Dios te hubiere bautizado en la fuente
repleta con Su sangre, y te hubiere limpiado en ella de la cabeza a los pies.
Dentro de las múltiples
bendiciones del pacto sólo menciono unas cuantas, simplemente para mostrarles
que ninguna de ellas es de alguna utilidad a menos que el Espíritu Santo nos
las proporcione. Las bendiciones cuelgan de un clavo, del clavo Cristo Jesús;
pero nosotros somos de baja estatura y no podemos alcanzarlas. El Espíritu de
Dios las pone abajo y nos las entrega, y helas allí; son nuestras. Es como el
maná en los cielos que está lejos del alcance de los mortales; pero el Espíritu
de Dios abre las ventanas del cielo, hace descender el pan, lo coloca en
nuestros labios y nos capacita para comerlo. La sangre y la justicia de Cristo
son como un vino almacenado en una tinaja que está fuera de nuestro alcance. El
Espíritu Santo sumerge nuestro vaso en este precioso vino, y entonces bebemos;
pero sin el Espíritu habremos de morir y de perecer de todas maneras, aunque el
Padre elija y el Hijo redima, pues sería como si el Padre no nos hubiera
elegido nunca y como si el Hijo no nos hubiera comprado nunca con Su sangre. El
Espíritu es absolutamente necesario. Sin Él ni las obras del Padre ni las del
Hijo son de alguna utilidad para nosotros.
4. Esto
nos conduce a otro punto. La experiencia
del verdadero cristiano es una realidad; pero nunca puede ser conocida ni
sentida sin el Espíritu de Dios. Pues, ¿qué es la experiencia del
cristiano? Permítanme darles sólo un breve resumen de algunas de sus escenas.
Una persona vino a este salón esta mañana: se trata de uno de los hombres de
mayor reputación en Londres. Nunca se ha entregado a ningún tipo de vicio
externo; no ha sido nunca deshonesto; es conocido más bien como un comerciante
recto y leal. Ahora, para su sorpresa, se le informa que es un pecador perdido
y condenado, y tan perdido en verdad como el ladrón que murió en la cruz por
sus crímenes. ¿Ustedes opinan que ese hombre lo creería? Con todo, supongan que
lo creyera simplemente porque lo leyó en
Bien, después que un
hombre ha sido traído aquí, ¿puedes concebir que ese hombre sienta por fin un
remordimiento de conciencia y que sea conducido a creer que su vida pasada
merece la ira de Dios? Su primer pensamiento sería: “Bueno, ahora, voy a vivir
mejor de lo que he vivido jamás”. Diría: “Ahora voy a intentar hacer el papel
de un ermitaño y voy a provocarme tormentos por aquí y por allá y voy a negarme
a mí mismo y voy a hacer penitencia; y de esa manera, dándole importancia a las
ceremonias externas de la religión, aunado al desarrollo de un elevado carácter
moral, sin duda he de borrar cualesquiera suciedades y manchas que hayan existido”.
¿Pueden suponer que ese hombre sea conducido finalmente a sentir que, si llega
alguna vez al cielo, tendría que llegar allá por medio de la justicia de
alguien más? “¿Por medio de la justicia de otra persona?”, -pregunta-. “Yo no
quiero ser recompensado por lo que otro individuo haga; no lo quiero. Voy a ir
y voy a jugarme el todo por el todo; voy a llegar allá gracias a lo que yo
mismo haga. Dime qué tengo que hacer y lo haré; me sentiré orgulloso de hacerlo,
sin importar cuán humillante pudiera ser, para poder ganar por fin el amor y la
estimación de Dios”. Ahora, ¿puedes concebir que un hombre que piense así sea conducido
a sentir que no puede hacer nada? Aunque se considere un hombre bueno, no puede
hacer absolutamente nada que amerite el amor y el favor de Dios, y si va al
cielo tiene que ir gracias a lo que Cristo hizo. De la misma manera que el
borracho tiene que ir allá por medio de los méritos de Cristo, así este hombre
moral ha de entrar en la vida sin poseer nada excepto la perfecta justicia de
Cristo y por haber sido lavado en la sangre de Jesús. Decimos que esto es tan
contrario a la naturaleza humana, que es tan diametralmente opuesto a todos los
instintos de nuestra pobre humanidad caída, que nada sino el Espíritu de Dios
puede llevar a un hombre a desnudarse de toda la justicia propia y de toda la
fortaleza de la criatura, y a verse forzado a descansar y a apoyarse sencilla y
enteramente en Jesucristo el Salvador.
Esas dos experiencias
bastarían para demostrar la necesidad de que el Espíritu Santo convierta a un
hombre en un cristiano. Pero permítanme describir ahora a un cristiano tal como
es después de su conversión. Si llega la aflicción, tormentas de aflicción, él
mira a la tempestad a la cara y dice: “yo sé que todas las cosas obran para mi
bien”. Sus hijos fallecen, la compañera de su seno es llevada a la tumba; él
dice: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito”. Su
hacienda fracasa, su cosecha se malogra; las perspectivas de su negocio son
turbias, todo parece perdido y él se ve reducido a la pobreza; dice: “Aunque la
higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del
olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada,
y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegraré en Jehová, y me
gozaré en el Dios de mi salvación”. A continuación lo ves acostado en su lecho
de enfermedad, y sumido allí, dice: “Bueno me es haber sido humillado, pues antes
que fuera humillado, descarriado andaba; mas ahora guardo tu palabra”. Por fin
lo ves acercándose al oscuro valle de la sombra de muerte, y lo oyes exclamar:
“Sí, aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú
estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento”. Ahora yo les
pregunto: ¿qué es lo que hace que este hombre esté tan tranquilo en medio de
todas estas diversas aflicciones y tribulaciones personales, sino el Espíritu
de Dios? Oh, ustedes que dudan de la influencia del Espíritu, hagan algo
similar sin Él, vayan y mueran como mueren los cristianos, y vivan como viven
ellos, y si pueden mostrar la misma resignación tranquila, el mismo gozo
apacible y la misma firme creencia en que las cosas adversas obrarán para bien
a pesar de todo, entonces pudiéramos estar en libertad de renunciar al punto,
pero no hasta entonces. La noble y sublime experiencia de un cristiano en
tiempos de tribulación y de sufrimiento demuestra que tiene que existir una
obra del Espíritu de Dios.
Pero miren también al
cristiano en sus momentos de dicha. Él es un hombre rico. Dios le ha dado todo
el deseo de su corazón en la tierra. Míralo. Dice: “yo no valoro estas cosas en
absoluto, excepto en la medida que son un don de Dios; yo permanezco sin
apegarme a ellas, y a pesar de esta casa y de este hogar y de todos estos
consuelos, ‘tengo el deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo
mejor’. Es cierto. Yo no necesito nada en la tierra, pero todavía siento que
morir sería ganancia para mí, aunque tenga que dejar todo esto”. No se aferra a
la tierra; no la ase con una mano firme, sino que la considera como polvo, como
una cosa que ha de pasar. Se solaza muy poco en ella, diciendo:
“No tengo ninguna ciudad permanente aquí,
Busco una ciudad que no está a la vista”.
Observa a ese hombre;
tiene suficiente espacio para los placeres de este mundo, pero bebe de una cisterna
más elevada. Su placer proviene de cosas invisibles; sus momentos más felices
son cuando deja fuera todas esas cosas buenas y viene a Dios como un pobre
pecador culpable, y a través de Cristo entra en comunión con Él, y se remonta a
una intimidad de acceso y confianza y se acerca valerosamente al trono de la
gracia celestial. Ahora, ¿qué es lo que motiva a un hombre que dispone de todas
esas misericordias a no poner su corazón en la cosas de la tierra? Es algo
maravilloso ciertamente que un hombre que posee oro y plata, y rebaños y
manadas, no convierta a todo eso en su dios, sino que diga:
“No hay nada en torno a esta espaciosa tierra
Que satisfaga mi gran deseo;
Mis más nobles pensamientos aspiran
A un gozo ilimitado y a una dicha sólida”.
Estas cosas no
constituyen mi tesoro; mi tesoro está en el cielo, y únicamente en el cielo.
¿Qué motiva esto? No se debe a una mera virtud moral. Ninguna doctrina de los
estoicos condujo jamás a una condición semejante. No; lo que conduce a un
hombre a vivir en el cielo teniendo una tentación para vivir en la tierra tiene
que ser la obra del Espíritu y únicamente la obra del Espíritu. No me sorprende
que un hombre pobre anhele el cielo pues no tiene nada que mirar en la tierra.
No me sorprende que la alondra vuele a lo alto cuando hay una espina en el nido,
pues no hay ningún descanso para ella abajo. Cuando ustedes son golpeados y
carcomidos por la tribulación, no ha de sorprender que digan:
“¡Jerusalén! ¡Mi hogar feliz!
Nombre por siempre amado para mí;
¿Cuándo tendrán un fin mis trabajos,
En gozo, y paz y en Ti?”
Pero el mayor portento
es que aunque recubras el nido de la manera más suave posible, aunque le
proporciones todas las misericordias de esta vida, no puedes impedir que diga:
“A Jesús, la corona de mi esperanza,
Mi alma se apresura a partir;
Oh, querubines, llévenme a lo alto,
Y transpórtenme a Su trono”.
5. Y
ahora, por último, los actos aceptables
de la vida del cristiano no pueden realizarse sin el Espíritu; y de esto se
comprueba otra vez la necesidad del Espíritu de Dios. El primer acto de la vida
del cristiano es el arrepentimiento. ¿Han intentado alguna vez arrepentirse? Si
lo han hecho, si lo intentaron sin el Espíritu de Dios, saben entonces que
exhortar a un hombre a que se arrepienta sin la ayuda del Espíritu es
exhortarlo a realizar algo imposible. Sería más fácil que una piedra llorara y
que un desierto floreciera que un pecador se arrepienta por su propia voluntad.
Si Dios le ofreciera el cielo a alguien, simplemente sobre la base del
arrepentimiento del pecado, el cielo sería tan imposible de alcanzar como es
imposible alcanzarlo mediante las buenas obras, pues arrepentirse es tan imposible
para el hombre como imposible le es guardar la ley de Dios, pues el arrepentimiento
está en la propia raíz de la obediencia perfecta a la ley de Dios. Me parece a
mí que en el arrepentimiento está la ley completa solidificada y condensada; y
si un hombre pudiese arrepentirse por su propia voluntad, entonces no habría
necesidad de un Salvador, ya que puede ir de igual manera al cielo escalando de
inmediato las empinadas laderas del Sinaí.
El acto siguiente en la
vida divina es la fe. Talvez ustedes piensen que la fe es algo muy fácil; pero
si son llevados alguna vez a sentir la carga del pecado, descubrirían que no es
una labor tan fácil. Si son conducidos alguna vez al cieno profundo donde no
hay ningún apoyadero, no es tan fácil poner sus pies sobre una roca cuando no
se puede ver la roca. Yo encuentro que la fe es la cosa más fácil del mundo
cuando no hay necesidad de creer en nada; pero cuando tengo la oportunidad de
ejercitar mi fe, entonces descubro que no tengo tanta fuerza para aplicarla.
Hablando con un campesino un día, él usaba esta figura: “En medio del invierno
pienso algunas veces que podría desyerbar muy bien el campo; y al inicio de la
primavera pienso: ¡oh!, cómo quisiera cosechar; me siento listo para hacerlo;
pero cuando llega el tiempo de desyerbar, y cuando llega el tiempo de cosechar,
descubro que me faltan las fuerzas”. Entonces, cuando no tienen aflicciones, ¿acaso
no podrían segarlas de inmediato? Cuando no tienen que realizar ninguna tarea,
¿acaso no podrían hacerla fácilmente? Pero cuando el trabajo y los problemas se
presentan, entonces descubren cuán difícil es enfrentarlos. Muchos cristianos
son como el ciervo, que hablaba consigo mismo y se decía: “¿Por qué habría yo
de huir de los perros? Poseo un par de notables cuernos y tengo también
excelentes y veloces patas; yo podría causarles algún daño a esos galgos. ¿Por
qué mejor no me detengo para mostrarles lo que puedo hacer con mi cornamenta? Puedo
mantener alejados a los perros que sean”. Pero tan pronto ladraron los perros
el ciervo salió huyendo. Lo mismo sucede con nosotros. “Tan pronto como aceche
el pecado” –decimos nosotros- “lo vamos a destrozar y lo vamos a destruir; tan
pronto como sobrevenga alguna aflicción, la superaremos”; pero cuando llegan el
pecado y la aflicción, entonces descubrimos nuestra debilidad. Entonces tenemos
que clamar pidiendo la ayuda del Espíritu; y por medio de Él podemos hacer
todas las cosas y sin Él no podemos hacer absolutamente nada.
En todos los actos de la
vida cristiana, ya sea el acto de consagrarse a Cristo, o ya sea el acto de la
oración cotidiana, sea el acto de la sumisión constante, o sea el de predicar
el Evangelio, sea el de ministrar para las necesidades de los pobres o el de
consolar a los desconsolados, en todas esas cosas el cristiano descubre su
debilidad y su impotencia, a menos que esté revestido con el Espíritu de Dios.
Vamos, yo he ido a veces a visitar a los enfermos pensando cuánto me gustaría
consolarlos pero terminaba sin poder decir ni una sola palabra que valiera la
pena de oírse o de decirse; y mi alma agonizaba procurando ser un instrumento
de consuelo para el pobre hermano enfermo y desconsolado, pero yo no podía
hacer nada, y salía del aposento y casi deseaba no haber visitado nunca a una
persona enferma en mi vida; así aprendí mi propia locura. Lo mismo sucede con
mucha frecuencia con la predicación. Preparas un sermón, lo estudias, y vienes
para predicarlo pero generas el mayor revoltijo que se pudiera generar.
Entonces dices: “ojalá no hubiera predicado nunca”. Pero todo esto es para
mostrarnos que ni consolando ni predicando se podría hacer lo correcto, a menos
que el Espíritu obre en nosotros así el querer como el hacer, por Su buena
voluntad. Además, todo lo que hacemos sin el Espíritu es inaceptable para Dios;
y todo lo que hacemos bajo Su influencia, por mucho que lo despreciemos, no es
despreciable para Dios pues Él nunca desprecia Su propia obra, y el Espíritu no
puede mirar lo que hace en nosotros de ninguna otra manera que con complacencia
y deleite. Si el Espíritu me ayuda a gemir entonces Dios tiene que aceptar al
que gime. Si tú pudieras elevar la mejor oración en el mundo, sin el Espíritu,
Dios no querría tener que ver nada con ella; pero aunque la oración sea
entrecortada y sea coja y tullida, si el Espíritu la elaboró, Dios la mirará e
igual que lo hizo respecto a las obras de la creación, dirá: “Es buena en gran
manera” y la aceptará.
Y ahora permítanme
concluir haciendo esta pregunta. Querido oyente, ¿tienes entonces contigo al
Espíritu de Dios? Yo me atrevería a decir que la mayoría de ustedes tiene
alguna religión. Bien, ¿de qué tipo es? ¿Es un artículo casero? ¿Lo que eres te
lo debes a ti? Entonces, si es así, eres un hombre perdido hasta este momento.
Querido oyente, si no has ido más lejos de lo que has caminado por ti mismo, todavía
no vas en camino al cielo, antes bien te has encaminado en la ruta equivocada;
pero si has recibido algo que ni la carne ni la sangre pudieran revelarte, si
has sido conducido a hacer todo aquello que una vez odiaste y a amar todo
aquello que una vez despreciaste, y a despreciar aquello en lo que una vez se
posaron tu corazón y tu orgullo, entonces, alma, si esa es la obra del
Espíritu, regocíjate; pues donde Él ha comenzado la buena obra, la concluirá. Y
tú puedes saber si es la obra del Espíritu por ésto: ¿has sido conducido a
Cristo y has sido apartado de tu yo? ¿Has sido apartado de todos los
sentimientos, de todos los actos, de todas las voluntades, de todas las
oraciones que constituían la base de tu confianza y de tu esperanza, y has sido
llevado a confiar desnudamente en la obra consumada de Cristo? Si es así, esto
es algo más de lo que la naturaleza humana enseñó jamás a alguien; esa es una
altura a la que nunca ascendió la naturaleza humana. El Espíritu de Dios ha
hecho eso, y Él nunca abandonará lo que comenzó una vez. Irás de poder en
poder, y tú estarás en medio de la multitud lavada con sangre, por fin completo
en Cristo y acepto en el Bienamado. Pero si no tienes el Espíritu de Cristo, no
eres para nada Suyo. Que el Espíritu te conduzca a tu aposento para llorar
ahora, para arrepentirte ahora, para mirar a Cristo ahora, y que tengas una
vida divina implantada ahora que ni el tiempo ni la eternidad serán capaces de
destruir. Que Dios oiga esta oración y haga que nos retiremos con una
bendición, por Jesús nuestro Señor. Amén.
Traductor: Allan Román
30/Abril/2012
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