El Púlpito de la Capilla New Park Street

La Necesidad de la Obra del Espíritu

NO. 251

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 8 DE MAYO DE 1859

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL MUSIC HALL, ROYAL SURREY GARDENS, LONDRES.

 

“Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu”. Ezequiel 36: 27

 

Una característica notable de los milagros de Cristo es que ninguno de ellos es innecesario. Los presuntos milagros de Mahoma y los de la iglesia de Roma, aun si se considerasen milagros, son un muestrario de hechos extravagantes. Supongan que San Dionisio hubiese caminado con su cabeza sostenida en sus manos después de haber sido decapitado; ¿qué propósito práctico se habría logrado con esa acción? Para efectos de conferir algún bien práctico a la humanidad, muy bien se hubiera podido quedar en su tumba. Los milagros de Cristo, en cambio, nunca fueron innecesarios. No constituyen unos caprichos del poder, y si bien es cierto que son manifestaciones de poderío, todos cumplían un propósito práctico.

 

Lo mismo puede decirse respecto a las promesas de Dios. No tenemos ni una sola promesa en la Escritura que pudiera ser considerada como un mero capricho de la gracia. Así como cada milagro fue necesario, absolutamente necesario, igualmente necesaria ha sido cada promesa contenida en la Palabra de Dios. Por eso yo puedo extraer un argumento del texto que tenemos ante nosotros -y yo pienso que puedo hacerlo de manera muy concluyente- en el sentido de que si Dios prometió en el pacto realizado con los miembros de Su pueblo poner Su Espíritu dentro de ellos, esa promesa tuvo que ser absolutamente necesaria. También tiene que ser absolutamente necesario para nuestra salvación que cada uno de nosotros reciba el Espíritu de Dios. Este será el tema del sermón de esta mañana. Yo espero que resulte muy interesante para quienes anhelan con ansia conocer el camino de la salvación.

 

Comenzamos, entonces, estableciendo esta proposición: la obra del Espíritu Santo es absolutamente necesaria para nosotros, si es que queremos ser salvos.

 

1.   En el proceso de demostrar esto, antes que nada quisiera comentar que esta proposición es muy evidente cuando recordamos lo que el hombre es por naturaleza. Algunos dicen que el hombre puede alcanzar la salvación por sí solo; dicen que si oye la Palabra, está en su poder recibirla, creerla y hacer que se opere en él un cambio salvador. A esto replicamos que ustedes desconocen lo que el hombre es por naturaleza, pues de otra manera nunca aventurarían una aseveración semejante. La Santa Escritura nos informa que el hombre está muerto en delitos y pecados por naturaleza. No dice que está enfermo, que está desfallecido, que se ha encallecido y endurecido y que su conciencia está cauterizada, sino que afirma que está categóricamente muerto. Cualquiera que sea el significado de la palabra “muerte” con relación al cuerpo, tiene ese mismo significado con respecto al alma del hombre desde la perspectiva de su relación con las cosas espirituales. Cuando el cuerpo está muerto, carece de todo poder y es incapaz de hacer algo por sí mismo. Entonces, cuando el alma del hombre está muerta en un sentido espiritual, si la figura tiene alguna validez, tiene que ser plena y completamente impotente e incapaz de hacer algo por sí misma o para sí misma. Cuando vean que los muertos se levanten por sí solos de sus tumbas, cuando vean que se quiten el sudario que los cubre y que abran las tapas de sus propios féretros y caminen por nuestras calles vivos y animados, todo ello como resultado de su propio poder, entonces tal vez puedan creer que las almas que están muertas en el pecado pueden volverse a Dios, pueden recrear su propia naturaleza, y por sí solas pueden hacerse herederas del cielo aunque antes fueran hijas de ira. Pero observen que sólo pueden hacerlo hasta entonces.

 

El trasfondo del Evangelio es que el hombre está muerto en el pecado y que la vida divina es un don de Dios, y tendrías que ir en contra de todo este trasfondo antes de poder suponer que el hombre puede conocer y amar a Cristo prescindiendo de la obra del Espíritu Santo. El Espíritu encuentra a los hombres tan desprovistos de vida espiritual como lo estaban los huesos secos de Ezequiel. Él une los huesos y arma el esqueleto y luego viene de los cuatro vientos y sopla sobre los muertos, y ellos viven y se ponen de pie; conforman un ejército grande en extremo, y adoran a Dios. Pero aparte de eso, aparte de la influencia vivificadora del Espíritu de Dios, las almas de los hombres yacen en el valle de los huesos secos y están muertas y muertas por toda la eternidad.

 

Pero la Escritura no sólo nos dice que el hombre está muerto en el pecado; nos dice algo peor que eso, es a saber, que él es plena y categóricamente reacio a todo lo que sea bueno y recto. “Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8: 7). Revisen toda la Escritura y continuamente encontrarán que la voluntad del hombre es descrita como contrapuesta a las cosas de Dios. ¿Qué dijo Cristo en aquel texto tan citado por los arminianos para refutar la propia doctrina que claramente enuncia? ¿Qué les dijo Cristo a quienes imaginaban que los hombres se acercarían sin necesidad de que se ejerciera la influencia divina? Les dijo, primero: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”; pero después dijo algo todavía más contundente: “No queréis venir a mí para que tengáis vida”. Nadie quiere venir. Ahí radica el mal mortal; no sólo afirma que el hombre es impotente para hacer lo bueno, sino que es lo suficientemente fuerte para hacer lo malo y que su voluntad está irremisiblemente contrapuesta a todo lo bueno. Anda, arminiano, dile a tus oyentes que vendrán si así lo quieren, pero has de saber que tu Redentor te mira a la cara y te dice que estás diciendo una mentira. Los hombres no quieren venir. Nunca vendrán por sí solos. No puedes inducirlos a venir; tampoco puedes forzarlos a venir con todos tus truenos ni puedes seducirlos a venir con todas tus invitaciones. Ellos no quieren venir a Cristo para que tengan vida. Si el Espíritu no los atrae no quieren venir, ni pueden venir.

 

Entonces, partiendo del hecho de que la naturaleza del hombre es hostil al Espíritu divino, que odia la gracia, que desprecia la manera en que la gracia le es otorgada porque inclinarse para recibir la salvación gracias a los actos de otro es algo que va en contra de su propia naturaleza altiva, por todo eso es necesario que el Espíritu de Dios obre para cambiar la voluntad, para corregir la inclinación del corazón, para poner al hombre en el sendero correcto y darle las fuerzas necesarias para que corra en él. ¡Oh, si analizas al hombre y lo entiendes, no puedes evitar reconocer la necesidad de la obra del Espíritu Santo! Un gran escritor ha comentado muy acertadamente que nunca conoció a ningún hombre que sostuviera algún gran error teológico, que no sostuviera conjuntamente alguna doctrina que minimizara la depravación del hombre. El arminiano acepta que es cierto que el hombre se encuentra en una condición caída, pero sostiene que todavía le queda algún poder a su voluntad y que esa voluntad es libre; que el hombre puede levantarse por sí solo. Minimiza el carácter desesperado de la caída del hombre. Por otro lado, el antinomiano dice que el hombre no puede hacer nada, que no es responsable en absoluto y que no está obligado a hacer nada ya que no es su deber creer ni tampoco es su deber arrepentirse. También reduce la pecaminosidad del hombre y no tiene una visión correcta de la caída. Pero una vez que se adopta el punto de vista correcto, es a saber, que el hombre está completamente caído, que es impotente, que es culpable, que está manchado y que está perdido y condenado, entonces se tendrá una sana doctrina en todos los puntos del grandioso Evangelio de Jesucristo. Tan pronto crees que el hombre es lo que la Escritura afirma que es, tan pronto crees que su corazón es depravado, que sus afectos son pervertidos, que su entendimiento está ensombrecido y que su voluntad es perversa –entonces tienes que sostener que si un desgraciado así descrito puede ser salvado- tiene que ser por la obra del Espíritu de Dios, y del Espíritu de Dios únicamente.

 

2.               Tengo otra prueba a la mano. La salvación tiene que ser una obra del Espíritu en nosotros, porque los medios usados en la salvación son de por sí inadecuados para el cumplimiento de la obra. ¿Y cuáles son los medios de la salvación? Bien, ante todo y de manera primordial figura la predicación de la Palabra de Dios. Un mayor número de hombres es llevado a Cristo por la predicación que por cualquier otro medio, pues es el primero y el primordial instrumento de Dios. Es la espada del Espíritu, viva y eficaz, que penetra hasta partir las coyunturas y los tuétanos. “Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación”. Pero, ¿qué hay en la predicación que salve a las almas? Podría dar la impresión de ser el instrumento de la salvación de las almas. Yo podría señalarles diversas iglesias y capillas a las que ustedes pudieran entrar y decir: “Aquí hay un ministro en verdad instruido, un hombre que enseña e ilumina el intelecto”; ustedes se sientan y dicen: “Bien, si Dios tiene la intención de realizar una gran obra, Él va a usar a un hombre instruido como éste”. Pero, ¿conocen ustedes a algunos hombres instruidos que hayan llegado a ser instrumentos para llevar a las almas a Cristo en alguna gran medida? Hagan un recorrido por sus iglesias, si quieren, y mírenlas, y luego respondan esa pregunta. ¿Conocen a algunos grandes hombres –varones grandes en conocimiento y en sabiduría- que se hayan convertido en padres espirituales en nuestro Israel? ¿No es un hecho que salta a la vista que nuestros predicadores de moda, que nuestros elocuentes predicadores, que nuestros instruidos predicadores son justamente los varones más inútiles de la creación para ganar almas para Cristo? ¿Y dónde es que nacen las almas para Dios? Pues bien, nacen en la casa contra la cual la mofa y la burla y el escarnio del mundo apuntan sus baterías. Los pecadores son convertidos por medio del varón cuya elocuencia es tosca y burda, del varón que no tiene nada que lo haga interesante ante sus semejantes, que tiene que caer diariamente de rodillas y confesar su propia insensatez, y que cuando el mundo habla muy mal de él, siente que merece todo eso, puesto que él es sólo un vaso de barro en el que Dios se agrada en poner Su tesoro celestial. Me atreveré a decir que en cada etapa de la historia del mundo el ministerio más despreciado ha sido el más útil; y yo podría mostrarles en este día a unos pobres predicadores metodistas primitivos que a duras penas pueden hablar un correcto inglés, que han sido padres de más almas y que han llevado a Cristo a más personas que cualquier obispo en funciones. Vamos, al Señor le ha complacido siempre revestir de poder al débil y al insensato, pero no cubre de poder a quienes, si se obrase algún bien, podrían atribuir la excelencia del poder a su aprendizaje, a su elocuencia o a su posición. Así como era el deber del apóstol Pablo, así también es el deber de cada ministro gloriarse en sus debilidades. El mundo dice: “¡Bah, tu oratoria es inaceptable! Es áspera, ruda y excéntrica”. Sí, lo es, pero nos complace puesto que Dios la bendice. Entonces es mucho mejor que contenga debilidades, pues así se verá claramente que no es del hombre ni por el hombre, sino que es la obra de Dios y únicamente de Dios. Érase una vez –nos cuentan- un hombre sumamente curioso que deseaba ver la espada con la que un héroe notable había peleado algunas memorables batallas; echando una mirada a la hoja, le dijo: “Bien, yo no veo gran cosa en esta espada”. “No” –dijo el héroe- “pero no has examinado el brazo que la blande”. Y así también, cuando los hombres asisten para oír a algún ministro exitoso, son propensos a decir: “yo no veo nada en él”. No, pero no han examinado el brazo eterno que recoge la cosecha con esta espada del Espíritu. Si hubiesen visto la quijada del asno en la mano de Sansón, habrían dicho: “¡Cómo! ¿Montones sobre montones con esto?” ¡No; desenvaina alguna hoja pulida; saca el acero de Damasco! No, pero Dios quiere recibir toda la gloria y, por tanto, no es con el acero pulido sino con la quijada de Sansón que se ha de obtener la victoria. Lo mismo sucede con los ministros. Dios ha bendecido a los más débiles para hacer el mayor bien. Bien, entonces, ¿no se deduce de esto que tiene que ser la obra del Espíritu? Porque si no hay nada en el instrumento que pueda conducir a hacerla, ¿no es acaso la obra del Espíritu la que hace que se cumpla la obra? Déjenme simplemente mencionar esta lista: bajo el ministerio de la predicación las almas muertas son revividas, los pecadores son conducidos al arrepentimiento, los más viles pecadores son convertidos en santos y algunos hombres que venían resueltos a no creer se vieron forzados a creer. Ahora bien, ¿quién realiza todo eso? Si dices que se debe al ministerio, entonces yo me despido de tu sano juicio, porque no hay nada en un ministerio exitoso que tienda a hacerlo. Tiene que ser el Espíritu que obra en el hombre a través del ministerio, pues de lo contrario tales obras no serían realizadas nunca. Si no fuera por la agencia del Espíritu sería tan vano esperar salvar a las almas por medio de la predicación como esperar levantar a los muertos susurrándoles cosas al oído. Ustedes saben que Melancton  se dedicó a predicar sin el Espíritu del Señor, y él creía que podía convertir a toda la gente; pero finalmente descubrió que el viejo Adán era demasiado fuerte para el joven Melancton, y tuvo que hacer un alto y solicitar la ayuda del Espíritu Santo pues de la manera que lo hacía nunca vería a un alma convertida. Yo digo que ya que no hay nada en el ministerio de por sí, el hecho de que sea bendecido demuestra que la salvación tiene que ser una obra de un poder superior.

 

Sin embargo, otros instrumentos son también utilizados para bendecir a las almas de los hombres. Por ejemplo, están las dos ordenanzas del Bautismo y de la Cena del Señor. Ambas ordenanzas son constituidas en ricos instrumentos de la gracia. Pero permítanme preguntarles: ¿acaso hay algo en el bautismo que tenga la posibilidad de bendecir a alguien? ¿Acaso la inmersión en el agua puede tener la más leve tendencia a ser bendecida para el alma? Y luego con relación a comer el pan y a beber el vino en la Cena del Señor, ¿puede cualquier hombre racional concebir de alguna manera que haya algo en el simple trozo de pan que comemos y en el vino que bebemos? Y, sin embargo, sin duda la gracia de Dios acompaña eficazmente a ambas ordenanzas para la confirmación de la fe de quienes las reciben y aun para la conversión de quienes asisten a la ceremonia. Tiene que haber algo, entonces, más allá de la ceremonia externa; de hecho, el Espíritu de Dios tiene que dar testimonio por medio del agua, tiene que dar testimonio por medio del vino y dar testimonio por medio del pan, pues de lo contrario ninguna de estas cosas podría servir de instrumento de la gracia para nuestras almas. No podrían edificarnos ni podrían ayudarnos a tener comunión con Cristo; no podrían tender a generar la convicción en los pecadores ni a establecer a los santos. Entonces, con base en estos hechos, concluimos que tiene que haber una influencia superior, invisible y misteriosa: la influencia del divino Espíritu de Dios.

 

3.   En tercer lugar, permítanme recordarles de nuevo que puede verse claramente la absoluta necesidad de la obra del Espíritu Santo en el corazón partiendo de este hecho: que todo lo que ha sido hecho por Dios el Padre, y todo lo que ha sido hecho por Dios el Hijo es ineficaz para nosotros, a menos que el Espíritu les revele estas cosas a nuestras almas. En primer lugar, nosotros creemos que Dios el Padre elige a Su pueblo. Él lo eligió para Sí desde antes de todos los mundos. Pero permítanme preguntarles: ¿qué efecto puede tener en alguien la doctrina de la elección mientras el Espíritu de Dios no entre en Él? ¿Cómo sé que Dios me eligió desde antes de la fundación del mundo? ¿Cómo se pudiera saber eso? ¿Puedo subir al cielo y leerlo en el rollo? ¿Es posible que me abra paso a través de las densas nieblas que ocultan la eternidad y que abra los siete sellos del libro y lea que mi nombre se encuentra registrado allí? ¡Ah, no! La elección es una letra muerta tanto en mi conciencia como en el efecto que pudiera producir en mí, mientras el Espíritu de Dios no me llame de las tinieblas a Su luz admirable. Y luego, gracias a mi llamado, veo mi elección, y sabiéndome llamado por Dios, sé que he sido elegido por Dios desde antes de la fundación del mundo. La doctrina de la elección es algo muy precioso para un hijo de Dios. Pero ¿qué la hace valiosa? Nada, excepto la influencia del Espíritu. Mientras el Espíritu no abra los ojos para leerla, mientras el Espíritu no divulgue el secreto místico, ningún corazón puede conocer su elección. Ningún ángel reveló jamás a hombre alguno que era elegido de Dios. Quien lo hace es el Espíritu. Él, mediante Sus operaciones divinas, da un infalible testimonio a nuestros espíritus de que somos nacidos de Dios y entonces somos capacitados para “leer nuestro título de propiedad sin gravamen en las mansiones en los cielos”.

 

Además, miren el pacto de gracia. Sabemos que Dios el Padre hizo un pacto con el Señor Jesucristo desde antes de todos los mundos, y que en ese pacto le fueron dadas y le fueron garantizadas a Él las personas de todo Su pueblo; ¿pero de qué nos serviría el pacto o cuál sería su utilidad para nosotros si el Espíritu Santo no nos entregara las bendiciones del pacto? El pacto es, por decirlo así, un árbol alto cargado de frutos; si el Espíritu no sacudiera ese árbol e hiciera que el fruto caiga para que llegue hasta el nivel donde nos encontramos, ¿cómo podríamos alcanzarlo? Traigan aquí a cualquier pecador y díganle que existe un pacto de gracia, y ¿qué se ganaría con ello? “Ah” –dice- “yo no podría ser incluido en él; mi nombre no puede ser registrado allí; no puedo ser elegido en Cristo”; pero basta que el Espíritu de Dios more en su corazón ricamente por medio de la fe y del amor que es en Cristo Jesús, y ese hombre ve el pacto, ordenado en todas las cosas y que será cumplido y clama con David: “Es toda mi salvación y mi deseo”.

 

Consideren, igualmente, la redención de Cristo. Sabemos que Cristo estuvo en la condición, en la posición y en sustitución de todo Su pueblo, y que todos aquellos que entrarán en el cielo comparecerán allá por un acto de justicia así como de gracia, en vista de que Cristo fue castigado en su lugar y en su posición, y que habría sido injusto que Dios los castigara, en vista de que Dios ya había castigado a Cristo en vez de ellos. Creemos que ya que Cristo pagó todas sus deudas, ellos tienen el derecho a su libertad en Cristo; que como Cristo los ha recubierto con Su justicia, tienen tanto derecho a la vida eterna como si ellos mismos hubieran sido perfectamente santos. Pero, ¿de qué me sirve eso mientras el Espíritu no tome de las cosas de Cristo y me las muestre? ¿Qué es la sangre de Cristo para cualquiera de ustedes mientras no hubiere recibido el Espíritu de gracia? Ustedes han oído predicar al ministro acerca de la sangre de Cristo mil veces, pero han seguido de largo. No significó nada para ustedes que Jesús muriera. Ustedes saben que Él expió por unos pecados que no eran Suyos, pero sólo lo consideraron como un cuento, y, tal vez, hasta como un cuento ocioso. Pero cuando el Espíritu de Dios los condujo a la cruz, y les abrió los ojos, y los habilitó para ver a Cristo crucificado, ah, entonces la sangre tuvo ciertamente un significado. Cuando Su mano sumergió el hisopo en la sangre, y cuando aplicó esa sangre al espíritu de ustedes, entonces hubo un gozo y una paz en la fe, que no conocieron nunca antes. Pero, ah, mi querido oyente, que Cristo haya muerto no significa nada para ti a menos que tengas un Espíritu viviente en tu interior. Cristo no te proporciona ningún beneficio salvador, personal y duradero, a menos que el Espíritu de Dios te hubiere bautizado en la fuente repleta con Su sangre, y te hubiere limpiado en ella de la cabeza a los pies.

 

Dentro de las múltiples bendiciones del pacto sólo menciono unas cuantas, simplemente para mostrarles que ninguna de ellas es de alguna utilidad a menos que el Espíritu Santo nos las proporcione. Las bendiciones cuelgan de un clavo, del clavo Cristo Jesús; pero nosotros somos de baja estatura y no podemos alcanzarlas. El Espíritu de Dios las pone abajo y nos las entrega, y helas allí; son nuestras. Es como el maná en los cielos que está lejos del alcance de los mortales; pero el Espíritu de Dios abre las ventanas del cielo, hace descender el pan, lo coloca en nuestros labios y nos capacita para comerlo. La sangre y la justicia de Cristo son como un vino almacenado en una tinaja que está fuera de nuestro alcance. El Espíritu Santo sumerge nuestro vaso en este precioso vino, y entonces bebemos; pero sin el Espíritu habremos de morir y de perecer de todas maneras, aunque el Padre elija y el Hijo redima, pues sería como si el Padre no nos hubiera elegido nunca y como si el Hijo no nos hubiera comprado nunca con Su sangre. El Espíritu es absolutamente necesario. Sin Él ni las obras del Padre ni las del Hijo son de alguna utilidad para nosotros.

 

4.   Esto nos conduce a otro punto. La experiencia del verdadero cristiano es una realidad; pero nunca puede ser conocida ni sentida sin el Espíritu de Dios. Pues, ¿qué es la experiencia del cristiano? Permítanme darles sólo un breve resumen de algunas de sus escenas. Una persona vino a este salón esta mañana: se trata de uno de los hombres de mayor reputación en Londres. Nunca se ha entregado a ningún tipo de vicio externo; no ha sido nunca deshonesto; es conocido más bien como un comerciante recto y leal. Ahora, para su sorpresa, se le informa que es un pecador perdido y condenado, y tan perdido en verdad como el ladrón que murió en la cruz por sus crímenes. ¿Ustedes opinan que ese hombre lo creería? Con todo, supongan que lo creyera simplemente porque lo leyó en la Biblia. ¿Piensan que ese hombre será llevado a sentirlo? Yo sé que ustedes dicen: “¡Imposible!” Algunos de ustedes, incluso ahora, tal vez se estén diciendo: “Bien, ¡yo nunca lo creería!” ¿Pueden imaginar a ese honorable y recto comerciante musitando: “Dios, sé propicio a mí, pecador”?, estando junto a la ramera y al blasfemo y sintiendo en su propio corazón como si hubiese sido tan culpable como ellos, y usando precisamente la misma oración, dice: “¡Señor, sálvame, que perezco!” Ustedes no pueden concebirlo, ¿no es cierto? Va en contra de la naturaleza que un hombre que ha sido tan bueno como él, se rebaje al nivel del peor pecador. Ah, pero eso tendrá que hacerse antes de poder ser salvo; tiene que sentir eso antes de poder entrar al cielo. Ahora, yo pregunto, ¿quién puede reducirlo a una experiencia tan arrasadora como esa sino el Espíritu de Dios? Yo sé muy bien que la naturaleza arrogante no se doblega a hacer eso. Todos nosotros somos aristócratas en nuestra propia justicia; no nos gusta doblarnos hacia el suelo ni ser contados entre los pecadores comunes. Si somos conducidos allá, tiene que ser el Espíritu de Dios el que nos derribe. Vamos, yo sé que si alguien me hubiera dicho que tenía que clamar a Dios pidiéndole misericordia, y que tenía que confesar que había sido el más vil de los viles, yo me habría reído en su cara; yo le habría dicho: “Cómo, yo no he hecho nada particularmente malo; yo no le hecho daño a nadie”. Y sin embargo, yo sé que en este preciso día puedo tomar mi lugar en la más baja posición, y cuando entre en el cielo me sentiré feliz al sentarme entre los peores pecadores para alabar al poderoso amor que me ha salvado de mis pecados. Ahora, ¿qué produce esta humillación del corazón? La gracia. Va en contra de la naturaleza que un hombre honesto e íntegro a los ojos del mundo se sienta un pecador perdido. Tiene que ser el resultado de la obra del Espíritu Santo pues de lo contrario nunca se haría.

 

Bien, después que un hombre ha sido traído aquí, ¿puedes concebir que ese hombre sienta por fin un remordimiento de conciencia y que sea conducido a creer que su vida pasada merece la ira de Dios? Su primer pensamiento sería: “Bueno, ahora, voy a vivir mejor de lo que he vivido jamás”. Diría: “Ahora voy a intentar hacer el papel de un ermitaño y voy a provocarme tormentos por aquí y por allá y voy a negarme a mí mismo y voy a hacer penitencia; y de esa manera, dándole importancia a las ceremonias externas de la religión, aunado al desarrollo de un elevado carácter moral, sin duda he de borrar cualesquiera suciedades y manchas que hayan existido”. ¿Pueden suponer que ese hombre sea conducido finalmente a sentir que, si llega alguna vez al cielo, tendría que llegar allá por medio de la justicia de alguien más? “¿Por medio de la justicia de otra persona?”, -pregunta-. “Yo no quiero ser recompensado por lo que otro individuo haga; no lo quiero. Voy a ir y voy a jugarme el todo por el todo; voy a llegar allá gracias a lo que yo mismo haga. Dime qué tengo que hacer y lo haré; me sentiré orgulloso de hacerlo, sin importar cuán humillante pudiera ser, para poder ganar por fin el amor y la estimación de Dios”. Ahora, ¿puedes concebir que un hombre que piense así sea conducido a sentir que no puede hacer nada? Aunque se considere un hombre bueno, no puede hacer absolutamente nada que amerite el amor y el favor de Dios, y si va al cielo tiene que ir gracias a lo que Cristo hizo. De la misma manera que el borracho tiene que ir allá por medio de los méritos de Cristo, así este hombre moral ha de entrar en la vida sin poseer nada excepto la perfecta justicia de Cristo y por haber sido lavado en la sangre de Jesús. Decimos que esto es tan contrario a la naturaleza humana, que es tan diametralmente opuesto a todos los instintos de nuestra pobre humanidad caída, que nada sino el Espíritu de Dios puede llevar a un hombre a desnudarse de toda la justicia propia y de toda la fortaleza de la criatura, y a verse forzado a descansar y a apoyarse sencilla y enteramente en Jesucristo el Salvador.

 

Esas dos experiencias bastarían para demostrar la necesidad de que el Espíritu Santo convierta a un hombre en un cristiano. Pero permítanme describir ahora a un cristiano tal como es después de su conversión. Si llega la aflicción, tormentas de aflicción, él mira a la tempestad a la cara y dice: “yo sé que todas las cosas obran para mi bien”. Sus hijos fallecen, la compañera de su seno es llevada a la tumba; él dice: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito”. Su hacienda fracasa, su cosecha se malogra; las perspectivas de su negocio son turbias, todo parece perdido y él se ve reducido a la pobreza; dice: “Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salvación”. A continuación lo ves acostado en su lecho de enfermedad, y sumido allí, dice: “Bueno me es haber sido humillado, pues antes que fuera humillado, descarriado andaba; mas ahora guardo tu palabra”. Por fin lo ves acercándose al oscuro valle de la sombra de muerte, y lo oyes exclamar: “Sí, aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento”. Ahora yo les pregunto: ¿qué es lo que hace que este hombre esté tan tranquilo en medio de todas estas diversas aflicciones y tribulaciones personales, sino el Espíritu de Dios? Oh, ustedes que dudan de la influencia del Espíritu, hagan algo similar sin Él, vayan y mueran como mueren los cristianos, y vivan como viven ellos, y si pueden mostrar la misma resignación tranquila, el mismo gozo apacible y la misma firme creencia en que las cosas adversas obrarán para bien a pesar de todo, entonces pudiéramos estar en libertad de renunciar al punto, pero no hasta entonces. La noble y sublime experiencia de un cristiano en tiempos de tribulación y de sufrimiento demuestra que tiene que existir una obra del Espíritu de Dios.

 

Pero miren también al cristiano en sus momentos de dicha. Él es un hombre rico. Dios le ha dado todo el deseo de su corazón en la tierra. Míralo. Dice: “yo no valoro estas cosas en absoluto, excepto en la medida que son un don de Dios; yo permanezco sin apegarme a ellas, y a pesar de esta casa y de este hogar y de todos estos consuelos, ‘tengo el deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor’. Es cierto. Yo no necesito nada en la tierra, pero todavía siento que morir sería ganancia para mí, aunque tenga que dejar todo esto”. No se aferra a la tierra; no la ase con una mano firme, sino que la considera como polvo, como una cosa que ha de pasar. Se solaza muy poco en ella, diciendo:

 

“No tengo ninguna ciudad permanente aquí,

Busco una ciudad que no está a la vista”.

 

Observa a ese hombre; tiene suficiente espacio para los placeres de este mundo, pero bebe de una cisterna más elevada. Su placer proviene de cosas invisibles; sus momentos más felices son cuando deja fuera todas esas cosas buenas y viene a Dios como un pobre pecador culpable, y a través de Cristo entra en comunión con Él, y se remonta a una intimidad de acceso y confianza y se acerca valerosamente al trono de la gracia celestial. Ahora, ¿qué es lo que motiva a un hombre que dispone de todas esas misericordias a no poner su corazón en la cosas de la tierra? Es algo maravilloso ciertamente que un hombre que posee oro y plata, y rebaños y manadas, no convierta a todo eso en su dios, sino que diga:

 

“No hay nada en torno a esta espaciosa tierra

Que satisfaga mi gran deseo;

Mis más nobles pensamientos aspiran

A un gozo ilimitado y a una dicha sólida”.

 

Estas cosas no constituyen mi tesoro; mi tesoro está en el cielo, y únicamente en el cielo. ¿Qué motiva esto? No se debe a una mera virtud moral. Ninguna doctrina de los estoicos condujo jamás a una condición semejante. No; lo que conduce a un hombre a vivir en el cielo teniendo una tentación para vivir en la tierra tiene que ser la obra del Espíritu y únicamente la obra del Espíritu. No me sorprende que un hombre pobre anhele el cielo pues no tiene nada que mirar en la tierra. No me sorprende que la alondra vuele a lo alto cuando hay una espina en el nido, pues no hay ningún descanso para ella abajo. Cuando ustedes son golpeados y carcomidos por la tribulación, no ha de sorprender que digan:

 

“¡Jerusalén! ¡Mi hogar feliz!

Nombre por siempre amado para mí;

¿Cuándo tendrán un fin mis trabajos,

En gozo, y paz y en Ti?

 

Pero el mayor portento es que aunque recubras el nido de la manera más suave posible, aunque le proporciones todas las misericordias de esta vida, no puedes impedir que diga:

 

“A Jesús, la corona de mi esperanza,

Mi alma se apresura a partir;

Oh, querubines, llévenme a lo alto,

Y transpórtenme a Su trono”.

 

5.   Y ahora, por último, los actos aceptables de la vida del cristiano no pueden realizarse sin el Espíritu; y de esto se comprueba otra vez la necesidad del Espíritu de Dios. El primer acto de la vida del cristiano es el arrepentimiento. ¿Han intentado alguna vez arrepentirse? Si lo han hecho, si lo intentaron sin el Espíritu de Dios, saben entonces que exhortar a un hombre a que se arrepienta sin la ayuda del Espíritu es exhortarlo a realizar algo imposible. Sería más fácil que una piedra llorara y que un desierto floreciera que un pecador se arrepienta por su propia voluntad. Si Dios le ofreciera el cielo a alguien, simplemente sobre la base del arrepentimiento del pecado, el cielo sería tan imposible de alcanzar como es imposible alcanzarlo mediante las buenas obras, pues arrepentirse es tan imposible para el hombre como imposible le es guardar la ley de Dios, pues el arrepentimiento está en la propia raíz de la obediencia perfecta a la ley de Dios. Me parece a mí que en el arrepentimiento está la ley completa solidificada y condensada; y si un hombre pudiese arrepentirse por su propia voluntad, entonces no habría necesidad de un Salvador, ya que puede ir de igual manera al cielo escalando de inmediato las empinadas laderas del Sinaí.

 

El acto siguiente en la vida divina es la fe. Talvez ustedes piensen que la fe es algo muy fácil; pero si son llevados alguna vez a sentir la carga del pecado, descubrirían que no es una labor tan fácil. Si son conducidos alguna vez al cieno profundo donde no hay ningún apoyadero, no es tan fácil poner sus pies sobre una roca cuando no se puede ver la roca. Yo encuentro que la fe es la cosa más fácil del mundo cuando no hay necesidad de creer en nada; pero cuando tengo la oportunidad de ejercitar mi fe, entonces descubro que no tengo tanta fuerza para aplicarla. Hablando con un campesino un día, él usaba esta figura: “En medio del invierno pienso algunas veces que podría desyerbar muy bien el campo; y al inicio de la primavera pienso: ¡oh!, cómo quisiera cosechar; me siento listo para hacerlo; pero cuando llega el tiempo de desyerbar, y cuando llega el tiempo de cosechar, descubro que me faltan las fuerzas”. Entonces, cuando no tienen aflicciones, ¿acaso no podrían segarlas de inmediato? Cuando no tienen que realizar ninguna tarea, ¿acaso no podrían hacerla fácilmente? Pero cuando el trabajo y los problemas se presentan, entonces descubren cuán difícil es enfrentarlos. Muchos cristianos son como el ciervo, que hablaba consigo mismo y se decía: “¿Por qué habría yo de huir de los perros? Poseo un par de notables cuernos y tengo también excelentes y veloces patas; yo podría causarles algún daño a esos galgos. ¿Por qué mejor no me detengo para mostrarles lo que puedo hacer con mi cornamenta? Puedo mantener alejados a los perros que sean”. Pero tan pronto ladraron los perros el ciervo salió huyendo. Lo mismo sucede con nosotros. “Tan pronto como aceche el pecado” –decimos nosotros- “lo vamos a destrozar y lo vamos a destruir; tan pronto como sobrevenga alguna aflicción, la superaremos”; pero cuando llegan el pecado y la aflicción, entonces descubrimos nuestra debilidad. Entonces tenemos que clamar pidiendo la ayuda del Espíritu; y por medio de Él podemos hacer todas las cosas y sin Él no podemos hacer absolutamente nada.

 

En todos los actos de la vida cristiana, ya sea el acto de consagrarse a Cristo, o ya sea el acto de la oración cotidiana, sea el acto de la sumisión constante, o sea el de predicar el Evangelio, sea el de ministrar para las necesidades de los pobres o el de consolar a los desconsolados, en todas esas cosas el cristiano descubre su debilidad y su impotencia, a menos que esté revestido con el Espíritu de Dios. Vamos, yo he ido a veces a visitar a los enfermos pensando cuánto me gustaría consolarlos pero terminaba sin poder decir ni una sola palabra que valiera la pena de oírse o de decirse; y mi alma agonizaba procurando ser un instrumento de consuelo para el pobre hermano enfermo y desconsolado, pero yo no podía hacer nada, y salía del aposento y casi deseaba no haber visitado nunca a una persona enferma en mi vida; así aprendí mi propia locura. Lo mismo sucede con mucha frecuencia con la predicación. Preparas un sermón, lo estudias, y vienes para predicarlo pero generas el mayor revoltijo que se pudiera generar. Entonces dices: “ojalá no hubiera predicado nunca”. Pero todo esto es para mostrarnos que ni consolando ni predicando se podría hacer lo correcto, a menos que el Espíritu obre en nosotros así el querer como el hacer, por Su buena voluntad. Además, todo lo que hacemos sin el Espíritu es inaceptable para Dios; y todo lo que hacemos bajo Su influencia, por mucho que lo despreciemos, no es despreciable para Dios pues Él nunca desprecia Su propia obra, y el Espíritu no puede mirar lo que hace en nosotros de ninguna otra manera que con complacencia y deleite. Si el Espíritu me ayuda a gemir entonces Dios tiene que aceptar al que gime. Si tú pudieras elevar la mejor oración en el mundo, sin el Espíritu, Dios no querría tener que ver nada con ella; pero aunque la oración sea entrecortada y sea coja y tullida, si el Espíritu la elaboró, Dios la mirará e igual que lo hizo respecto a las obras de la creación, dirá: “Es buena en gran manera” y la aceptará.

 

Y ahora permítanme concluir haciendo esta pregunta. Querido oyente, ¿tienes entonces contigo al Espíritu de Dios? Yo me atrevería a decir que la mayoría de ustedes tiene alguna religión. Bien, ¿de qué tipo es? ¿Es un artículo casero? ¿Lo que eres te lo debes a ti? Entonces, si es así, eres un hombre perdido hasta este momento. Querido oyente, si no has ido más lejos de lo que has caminado por ti mismo, todavía no vas en camino al cielo, antes bien te has encaminado en la ruta equivocada; pero si has recibido algo que ni la carne ni la sangre pudieran revelarte, si has sido conducido a hacer todo aquello que una vez odiaste y a amar todo aquello que una vez despreciaste, y a despreciar aquello en lo que una vez se posaron tu corazón y tu orgullo, entonces, alma, si esa es la obra del Espíritu, regocíjate; pues donde Él ha comenzado la buena obra, la concluirá. Y tú puedes saber si es la obra del Espíritu por ésto: ¿has sido conducido a Cristo y has sido apartado de tu yo? ¿Has sido apartado de todos los sentimientos, de todos los actos, de todas las voluntades, de todas las oraciones que constituían la base de tu confianza y de tu esperanza, y has sido llevado a confiar desnudamente en la obra consumada de Cristo? Si es así, esto es algo más de lo que la naturaleza humana enseñó jamás a alguien; esa es una altura a la que nunca ascendió la naturaleza humana. El Espíritu de Dios ha hecho eso, y Él nunca abandonará lo que comenzó una vez. Irás de poder en poder, y tú estarás en medio de la multitud lavada con sangre, por fin completo en Cristo y acepto en el Bienamado. Pero si no tienes el Espíritu de Cristo, no eres para nada Suyo. Que el Espíritu te conduzca a tu aposento para llorar ahora, para arrepentirte ahora, para mirar a Cristo ahora, y que tengas una vida divina implantada ahora que ni el tiempo ni la eternidad serán capaces de destruir. Que Dios oiga esta oración y haga que nos retiremos con una bendición, por Jesús nuestro Señor. Amén.      

 

 

 

Traductor: Allan Román

30/Abril/2012

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