El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Un Funeral de Rey

NO. 2390

 

SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 7 DE OCTUBRE DE 1888

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 9 DE DICIEMBRE DE 1894.

 

“Después de todo esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero secretamente por miedo de los judíos, rogó a Pilato que le permitiese llevarse el cuerpo de Jesús; y Pilato se lo concedió. Entonces vino, y se llevó el cuerpo de Jesús. También Nicodemo, el que antes había visitado a Jesús de noche, vino trayendo un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús, y lo envolvieron en lienzos con especias aromáticas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Y en el lugar donde había sido crucificado, había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual aún no había sido puesto ninguno. Allí, pues, por causa de la preparación de la pascua de los judíos, y porque aquel sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús”. Juan 19: 38-42.

 

Vayamos a esa tumba, pero no para llorar allí; es más, no lo hagamos ni siquiera para derramar una sola lágrima. La piedra ha sido rodada. El precioso cuerpo de nuestro Señor no se encuentra allí pues Cristo resucitó de los muertos. Pudiera ser que veamos una visión de ángeles, igual que María en el sepulcro, pero si no es así, pudiéramos contemplar un conjunto de verdades consoladoras que aún permanecen en derredor de la tumba vacía de nuestro Señor que ha ascendido.

 

La Santa Escritura nos dice expresamente que nuestro Señor fue enterrado. Evidentemente no era suficiente que simplemente se nos dijera que murió. Teníamos que saber que fue enterrado. ¿Por qué fue necesario eso? ¿Acaso no fue, primero, para que pudiéramos contar con un certificado de Su defunción? Nosotros no enterramos a seres humanos vivos, y el Señor Jesús no habría sido enterrado si el centurión no hubiese certificado que efectivamente había muerto. Probablemente el oficial romano había visto que el corazón de Cristo fue traspasado por la lanza del soldado, y al instante salió sangre y agua de Su costado. De todos modos, cuando sus hombres fueron para ejecutar el coup de grâce (golpe de gracia) que acabó con las vidas de los otros dos pues les quebraron las piernas, tenían tanta certeza de que quien pendía en el centro estaba realmente muerto que no le quebraron las piernas. El hecho de que enterraran a Cristo era el certificado de Pilato de que no pretendía meramente estar muerto, sino que se trataba de una muerte real, y que Su cuerpo estaba completamente desprovisto de vida. Este es un punto esencial, pues si Jesús no murió, no hizo ninguna expiación por el pecado. Si no murió, entonces no resucitó; y si no resucitó, entonces ‘vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados’. El sepulcro, por tanto, ocupa un lugar muy importante en la historia de la muerte de Jesús.

 

Además, ¿acaso no fue sepultado para dar cumplimiento al tipo que Él mismo había escogido? Así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo, en el corazón del mar, así también el Hijo del hombre iba a permanecer igual tiempo en las entrañas de la tierra. Cuando el profeta fugitivo fue echado al mar, las embravecidas olas se calmaron; la tempestad se aquietó cuando él fue entregado como una víctima; y cuando Cristo fue echado al mar de la muerte, se aquietó la tormenta de la ira todopoderosa; hoy navegamos como sobre un mar de vidrio porque Cristo fue enterrado en ese tremendo oleaje. Él tenía que cumplir el tipo de Jonás, o de lo contrario no habría hablado rectamente con respecto a Sí mismo cuando dijo: “La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás”.

 

Adicionalmente, ¿acaso no fue enterrado nuestro Señor para hacer que Su batalla en contra de la muerte y Su triunfo sobre ella fueran más completos? Él ha vencido a la muerte, pero también abrió de golpe el castillo de la muerte, esto es, la tumba. Le hizo frente al león en su guarida; enfrentó al adversario en su propio ambiente. En este duelo sin igual, Él se propuso luchar no únicamente con la muerte, sino con la muerte y la tumba conjuntamente; de aquí que el himno triunfal no sea simplemente, “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?”, sino que es también, “¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” La victoria de Cristo es absolutamente completa. Él ha llevado cautiva la cautividad porque Él se convirtió en un cautivo. Él ha vencido a todos los aliados de la muerte así como a la muerte misma al bajar a la tumba y hacer pedazos sus barras.

 

Además de todo esto, ¿no murió nuestro Señor, y condescendió a ser enterrado, para endulzar la tumba para Su pueblo? Correctamente acabamos de cantar con respecto a la tumba:

 

“Allí permaneció el amado cuerpo de Jesús,

Y dejó un perfume perdurable”.

 

A menos que el Señor venga pronto, como pudiera hacerlo –que Dios nos conceda que lo haga- nosotros nos quedaremos dormidos, y estos cuerpos nuestros serán depositados en el silencio de la tumba. No debemos atrevernos a temer al sepulcro; podemos ir segura y honorablemente allí donde Cristo ha estado. Tal como les dije el otro día, Él dejó el lino fino para que sea el decorado de nuestro último lecho; dejó el sudario enrollado en un lugar aparte, para que los amigos que lloran puedan enjugar sus lágrimas con él; dejó, junto a eso, la mirra y áloes, como cien libras de peso, que Nicodemo había llevado. Nunca oí que fueran retirados de la tumba. Jesús los dejó allí y siguen derramando su dulce fragancia en las tumbas de todos Sus santos. No vamos a una bóveda fétida sino a una cámara perfumada, tapizada con los lienzos de lino fino que envolvieron a Cristo, y olorosa con las especias que prodigaron su dulzura en Él. Morir es ahora nuestra ganancia; dormir en Jesús es ser ciertamente bendecido.

 

También pudiera agregar que creo que nuestro Señor fue enterrado para que desde Su tumba ascendiera a Su trono. Él baja a las más abismales profundidades para elevarse desde allí a las más excelsas alturas. Tú también, creyente, puedes llegar tan bajo como la tumba, pero no puedes ir nunca más abajo, y cuando estés en el punto más bajo al que puedas llegar, entonces vas en camino al punto más alto. Tu Señor se rebajó para vencer, y tú tienes que hacerlo también. Habrás ganado la victoria sobre la muerte cuando yazcas, rígido y frío, en tu último lecho. El adversario pudiera pensar que te ha derrotado:

 

“Cuando callada esté tu lengua suplicante

Y ciego ese ojo avizor”,

 

e inactiva esa mano antes diligente, pero no es así; entonces te habrás liberado de todo lo que te obstaculiza para realizar tu más sublime servicio para tu Señor, y habrás entrado en ese lugar santo donde verás Su rostro, y le servirás día y noche en Su glorioso templo.

 

Me gusta pensar en Jesús descendiendo a lo más profundo de la tierra, cuando recuerdo que quien descendió es el mismo que también ascendió. Esto debería animarnos a sentir que, por mucho que nos hundamos más y más bajo todavía, nos levantaremos todavía más alto debido a ese hundimiento y entraremos todavía más completamente en comunión con Cristo tanto en Sus sufrimientos como en Su gloria. Era necesario, entonces, hermano mío, que hubiese una nueva tumba en el huerto cerca del Gólgota, y que nuestro Señor yaciera allí. Es algo muy maravilloso que Aquel cuyo rostro es la luz del cielo, en cuyas manos está el cetro del gobierno del universo, y cuyos pies están calzados con las estrellas, tenga que llevar la imagen de la muerte en Su pálido semblante, y tenga que yacer allí sin vida para ser llevado por manos de otros y para ser amortajado, como cualquier otro muerto pudiera serlo, en lino fino y especias aromáticas.

 

Pero mi tema en este momento es concerniente a las maravillosas obras de Dios relacionadas con el entierro de Jesús. La providencia de Dios comenzó con el cuerpo de Cristo desde el propio principio, aun desde Su concepción; y le siguió hasta el fin, hasta Su entierro. Ustedes ven al santo Niño en el pesebre, y notan cómo todas las cosas que le rodean le ministran extrañamente. A lo largo de toda Su vida, todas las cosas le ayudaron a bien, no para protegerlo del sufrimiento, sino para provocar que sufriera, y para hacer que triunfara a través de esos sufrimientos. Y cuando llegó la hora de Su muerte, veo el dedo de Dios evidenciado en cada parte de esa terrible tragedia; pero ahora que está muerto, ¿le desamparará esa benévola providencia? ¡Ah, no!

 

Quiero detenerme aquí, y decirles a los que preguntan ansiosamente: “¿Qué será de mí cuando muera? Yo estoy muy afligido y necesitado”. Nunca pienses acerca de ese asunto; te basta con confiar en Dios hasta que mueras. En cuanto a qué será de tu cuerpo cuando mueras, nunca te preocupes por eso. Es maravilloso cómo Dios cuida el propio polvo y las cenizas de Sus escogidos, cómo, algunas veces, reciben en la muerte el respeto y el honor que nunca pensaron que vendrían, y después que han muerto, sus hijos y su casa son bendecidos por Dios por causa de ellos. El Dios de los vivos no desampara a Sus santos al morir, o después de la muerte. Así como Rut le fue leal a Noemí, y le dijo: “Donde tú murieres, moriré yo, y allí seré sepultada”, así, con mayor apego, Dios es fiel a Su pueblo; verá que los entierren, y cuidará de sus hijos una vez que se hayan ido. Esta es Su consoladora promesa: “Deja tus huérfanos, yo los criaré; y en mí confiarán tus viudas”.

 

Permítanme recordarles ahora cómo cuidó Dios del Primogénito entre muchos hermanos. Jesús está muerto y en las manos de hombres malvados; los verdugos se han hecho cargo de Él, esos mismos verdugos que acaban de quebrar las piernas de los dos ladrones, están en poder de Cristo; pero ese precioso cuerpo tiene que ser preservado; ni un solo hueso Suyo debe ser quebrado. Ese inmaculado Ser no puede sufrir ningún irrespeto. La muerte y el infierno se habrían recreado insultando al cuerpo de Cristo si hubiesen podido. Así como Aquiles arrastró a Héctor en torno a los muros de Troya atado por los tobillos a su carro, así le habría gustado a Satanás que los hombres hubieran maltratado el cadáver de Cristo. Satanás le habría echado a los perros o a los milanos si hubiese podido hacer lo que quisiera; pero no debía ser así. Muchos varones que han sido príncipes recibieron el entierro de un burro; pero este grandioso Salvador, a quien los hombres despreciaron, tiene que recibir un funeral de rey; ¿cómo ha de tenerlo? Ese es el punto que deseo presentar a su atención ahora; y antes de que termine mi discurso, espero haber sido capaz de demostrarles que todo lo que se requería para el entierro de Cristo fue provisto.

 

I.   El primer requisito era que ALGUIEN RECUPERARA EL CUERPO.

 

La ley ha ejecutado a Jesús, aunque indebidamente, por lo que Su cuerpo le pertenece al verdugo, o de todas maneras, a la ley. ¿Quién ha de rescatar ese precioso cuerpo de las garras de la ley? ¡Ah!, pueden mirar todo lo que quieran, pero no podrían ver al varón que puede cumplir esa tarea; sin embargo, Dios sabe dónde está. Hay un tal José, que tiene una propiedad en Arimatea, un hombre rico, un miembro del Sanedrín, “miembro noble del concilio”. Él aparece en la escena, y es el varón idóneo para hacer lo que se requiere pues Él es un discípulo secreto. Siente un gran respeto por ese cadáver pues tenía en alta consideración a Jesús cuando vivía. Cuando miramos a José de arriba abajo, decimos: “Sí, si hace lo mejor posible, él es el hombre ideal para esta emergencia”. Él está endeudado con su Señor a quien prácticamente no reconoció durante Su vida; con todo, él es un verdadero discípulo. José: si tú puedes hacer algo en esta materia, te encargamos este solemne deber: que vayas y recuperes el cuerpo de Cristo.

 

Además, él era un oficial, y era influyente; por tanto, él podía ser recibido allí donde una persona privada no podría conseguirlo; y lo que venía más al caso con un hombre como Pilato, es que era un hombre rico, pues en aquellos días todo se hacía en las cortes como un favor. La causa del pobre pudiera ser justa, pero no podía obtener una audiencia; pero el oro en la mano de un rico sería mucho más persuasivo que los más convincentes argumentos en la lengua de un pobre. Así que este discípulo secreto es el que ha de pedir el cuerpo de Jesús, porque es un miembro noble del concilio, y también porque es rico. Si él está dispuesto a asumir la tarea, él es el hombre que debe cumplirla.

 

Pero mi corazón me hace dudar porque como José ha sido un discípulo secretamente, concluyo que tiene que ser muy tímido. Más o menos durante los dos últimos dos años José ha sido realmente un seguidor de Cristo, y sin embargo, se ha mantenido en el concilio. Ha sido un miembro del Sanedrín, pero no ha externado su desaprobación en contra de sus malas actuaciones. ¡Caramba!, tengo miedo de que no sea capaz de ir y hablar con Pilato. Pero noten, hermanos, lo que Marcos nos dice acerca de él: “José de Arimatea… vino y entró osadamente a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús”. Dios puede hacer que un cobarde se vuelva intrépido como un león cuando lo necesita; y este buen hombre, lleno de honor y poseedor de abundantes riquezas, dijo: “Iré a Pilato”. ¡Vamos!, este cruel gobernador vacilante es capaz de dar muerte a un hombre si le exaspera. ¡Quién sabe cómo pudiera terminar esta entrevista! Pero José dice: “Iré a Pilato”. Consigue que lo reciba, y solicita el cuerpo de Jesús. Pilato exclama: “¡Pero no ha muerto todavía!” “Sí, está muerto”, -responde José- “yo le vi morir”. Cuando viene el centurión certifica que está muerto. Pilato no puede imaginar qué querrá hacer José con los huesos de un hombre muerto, pero le dice: “Puedes llevarte Su cuerpo. Bájalo de la cruz y puedes llevártelo”. Así que José regresa a la cruz; ha demostrado que era exactamente el hombre que se necesitaba para esa obra. Nosotros no habríamos pensado nunca en él, pero Dios lo tenía en reserva para la hora de necesidad, y lo puso al frente en el momento preciso.

 

Ahora se puede ver a José alejándose a toda prisa del pretorio de Pilato y dirigiéndose al monte Calvario, donde las cruces siguen en pie todavía. Tiene en su mano la orden firmada por el gobernador. La muestra al oficial a cargo y como es un varón de tal prominencia, muy bien conocido como un honorable miembro del concilio, un caballero con un cargo oficial, y una persona adinerada, todo el mundo está dispuesto a ayudarle. Probablemente el propio José es el primero en colocar la escalera, ayudando a despegar los grandes clavos y a bajar el cuerpo bendito. Él es el varón indicado para esta obra, pues nadie puede ponerle objeciones. Ha sido un miembro del concilio, de manera que los que están del lado Sanedrín no tienen objeciones en contra suya. Las santas mujeres le observan, pero no sienten ningún miedo por su acción; le conocen, pues probablemente ha tenido muchos gestos de benevolencia para con ellas privadamente en días pasados, y saben que él ha sido un discípulo secreto del Señor. Él ha traído consigo lino fino, que tuvo la suficiente capacidad de comprar, y baja reverentemente de la cruz el cuerpo de Jesús, y lo envuelve tiernamente con los costosos lienzos que ha comprado; y así este penoso asunto es concluido sin ninguna interferencia de parte de nadie.

 

Yo espero que estos detalles no les parezcan triviales, pues nada de lo que concierne a nuestro Señor y Su causa es trivial. En el tabernáculo y en el templo, aun los clavos tenían que ser debidamente preparados; y pienso que, en este asunto de proveer una persona adecuada que fuera y rescatara el cuerpo de Jesús de mano del custodio legal, tenemos que admirar la maravillosa bondad de Dios. Tengan la seguridad de que si en cualquier otro momento hubiese una tarea grande y terrible que cumplir, Dios encontrará al varón que la hará. Si se necesita a alguien, más bien pronto, a riesgo de su propia vida por dar testimonio de Cristo, se encontrará a la persona apropiada; y hasta que este capítulo de la providencia divina llegue a un fin en la eterna gloria de nuestro Señor, no habrá nunca una crisis, sin importar cuán crucial, en la que no se encuentre al varón a quien Dios requiere, o a la mujer que ha de ocupar el lugar que el Señor tiene para que cumpla lo que necesita.

 

Así, José ha recuperado el cuerpo de Jesús de las manos de Pilato y puede hacer lo que quiera con él; ese es el primer punto.

 

II.   El siguiente requerimiento es que ALGUIEN ENTIERRE EL CUERPO.

 

No necesitamos que un solo individuo se lleve ese cuerpo y lo deposite en la tumba, pues alguien como Jesús debe tener un funeral honorable. Vean ahora lo que sucede. Hay otro varón quien es también un miembro del concilio, “Un principal entre los judíos”, “Un maestro de Israel”, otro discípulo secreto que había venido a Jesús de noche; él se aparece en ese preciso momento: “También Nicodemo, el que antes había visitado a Jesús de noche”. Ahora contamos con dos seres dolientes para el funeral de nuestro Señor. Pedro y Bartolomé, ¿dónde están ustedes? Ellos están muy lejos; no pueden oírme. ¿Quién seguirá el cuerpo de Jesús a la tumba? ¿Quién será el principal ser doliente? Hay algunas piadosas mujeres, lo suficientemente valientes para permanecer alejadas, y lo suficientemente dispuestas, a una señal, a venir y unirse al triste cortège (cortejo) que acompaña al cadáver a la tumba. Pero cuán honroso fue para Cristo que los dos primeros y los principales seres dolientes en aquella triste ocasión fueran dos miembros del Sanedrín. ¡José de Arimatea y Nicodemo, dos varones notables, dos individuos estimables que eran tenidos en honra aun entre los judíos que crucificaron a Cristo!

 

Primero, déjenme decirles acerca de estos dos varones que asistieron al entierro de nuestro Señor, que ellos le honraron. Así se cumplió la profecía de Isaías, “Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca”. Hasta que Cristo hubo pagado el terrible precio de nuestra redención, todo el tiempo fue despreciado y desechado entre los hombres; pero tan pronto como pudo decir: “¡Consumado es!”, y la deuda hubo sido pagada en su totalidad, en adelante ya no debía ser despreciado y desechado. Ahora, unos varones ricos tienen que venir para rendirle homenaje, y de conformidad a eso, José y Nicodemo vinieron. Pudiera parecer tan solo una minucia, pero indica el cambio de la marea, tal como lo podría indicar una paja que flota. Jesús ya no es más escarnecido, ni siquiera es acompañado sólo por los más pobres y más oscuros de los galileos; pero José de Arimatea, y Nicodemo, un principal entre los judíos, asisten al funeral del grandioso Señor y Salvador de los hombres, y así rinden a Su cadáver todo el honor que les es posible.

 

A la vez que así le rinden honor, ellos reciben de Él mucho más honor. ¡Ah, hermanos míos, a estos dos varones les fue concedido un gran privilegio! Estoy sorprendido de cómo fue que esta posición les fue asignada a dos personas que se habían mantenido entre bastidores durante tanto tiempo. Ellos habían perdido –ellos habían perdido- no puedo decirles cuánto habían perdido, dos, tal vez tres años de constante compañerismo con Cristo, y de instrucción de Sus propios labios amados; ellos habían perdido incalculablemente. Iban en la retaguardia de todos los discípulos de Cristo; María Magdalena iba al frente de ellos, la mujer que era una pecadora iba muy por delante de ellos ya que ellos iban a la zaga; con todo, su Señor, en el esplendor de Su gracia, les concede este privilegio aun cuando Él mismo está muerto, a ellos les es concedido el excelso honor de hacerse cargo de Su bendito cuerpo, y de depositarle en la tumba. Me temo que algunos de ustedes, cristianos secretos que nunca se manifiestan valientemente por Cristo, no tendrán un honor como este. Si el Señor llega a usarlos alguna vez, será en algún triste asunto, como un funeral; y aun eso será un honor para ustedes, si se les permite acompañarle en Su muerte aunque no hayan participado de la gloria de Su vida. Ustedes pierden, ¡oh!, ustedes pierden incalculables bendiciones por no declarar su condición de discípulos. Sin embargo yo oro pidiendo que llegue un tiempo, y que venga de inmediato, cuando ustedes salgan a la luz y hagan lo que puedan por su Señor, diciéndose a ustedes mismos: “Ahora es la hora cuando aun yo, tímido como soy, tengo que confesarle”. Cuando el asesinato de las almas está en tus calles, cuando la herejía está en tus púlpitos, cuando la apostasía está en tus iglesias, tú eres un cobarde hasta el último grano de tu hombría espiritual si tú, que amas a Cristo, no profesas valientemente que estás de Su lado y no declaras que le perteneces. Si tú nunca le has confesado delante de los hombres y descuidas esta oportunidad en la que hay la mayor y más urgente necesidad, me temo que no le reconocerás nunca.

 

Ambos, José de Arimatea y Nicodemo, eran necesarios para esta triste tarea; y aunque no hubiéramos pensado nunca en invitarlos para llevarla a cabo, con todo, ellos eran los únicos dos varones vinculados con Cristo que eran exactamente adecuados para el oficio; y, como ya he dicho, hermanos, ellos honraron así a Cristo, y Él así los honró a ellos. Debería decir también, hermanos, que entre todos los discípulos, no había unos seres dolientes más sinceros por Cristo que estos dos varones. Me parece que oigo que José da un profundo suspiro, y dice: “¡Ah, Nicodemo, cuán perverso he sido, pues no me he conducido con Cristo como debería haberlo hecho! Debí haber ido con Él a prisión, y a la muerte; en vez de eso, he estado entre los impíos, los ricos y honrados”. “¡Ah!”, -dice Nicodemo- “y yo fui a Él de noche, y Él me habló muy dulcemente, pero me he estado escondiendo desde entonces. Me siento avergonzado de tocar esta bendita mano sangrante; me doy cuenta de que es un gran honor que se me permita tocar estos preciosos pies y cubrirlos con lino, pero no merezco tal honor, estoy seguro”; y ellos se detendrían, y llorarían, y suspirarían de nuevo, al pensar cómo habían tratado cruelmente a su Señor, por causa de lo que pudieran haber pensado que era modestia, pero que sus conciencias ahora les dicen que no era otra cosa que vergonzosa cobardía. Y yo no creo que entre todos los seguidores de Cristo hubiese algunos que fueran más tiernos con ese bendito cuerpo, pues eran caballeros. No eran hombres del campo o pescadores, acostumbrados a tratar o a ser tratados rudamente; ellos eran de un molde más tierno, y cuando contemplaron ese amado cuerpo, ¡cuán delicadamente lo tratarían! Siendo también dueños de propiedades, tendrían muchos sirvientes capaces de ayudarles en todo tipo de formas. En Su maravilloso entierro, nuestro Señor Jesús no podía ser mejor atendido, ni haber sido enterrado por hombres que habrían cumplido con el deber luctuoso con sentimientos más solemnes, con más callada reverencia. Ellos le amaban, y sin embargo sentían que habían actuado de una manera poco amorosa para con Él, y ahora también sentían que lo mejor que pudieran hacer era demasiado poco para el Ser bendito que había sellado el perdón de su cobardía al permitir ser confiado a sus manos. Puedo ver un gran amor en este Cristo muerto, y gran compasión, y gran benevolencia, ya que incluso Su cuerpo sin vida estaba dando vida a la fe y esperanza de José y de Nicodemo, y estaba encendiéndoles con un fresco ardor. Mientras contemplaban Su cadáver deben de haberse sentido forzados a tomar la resolución de que nunca más se avergonzarían de Aquel a quien habían ayudado a colocar en la tumba.

 

Hasta ahora, en la imaginación, hemos puesto a nuestro Señor Jesucristo en las manos de dos personas sumamente apropiadas para enterrarle.

 

III. El siguiente requisito consiste en LOS MATERIALES NECESARIOS PARA EL ENTIERRO.

 

Es costumbre de los judíos enterrar el cuerpo envolviéndolo en lino fino; ¿dónde está ese lino? Yo no creo que Pedro tenga una yarda de lino en alguna parte; me cuesta creer que Santiago y Juan tengan algo más fino que unas batas de pescadores, y así sucesivamente. Lino fino: que sea el mejor que pueda comprarse, que sea blanco como la nieve para envolver con él este cuerpo perfecto; ¿pero dónde ha de obtenerse? José lo tiene; él es un hombre rico que puede conseguir todo lo que se necesita, y ha traído consigo los mejores lienzos para envolver con ellos el cuerpo del Salvador.

 

Pero también tenemos que tener un abundante compuesto de especias, que pesen al menos cincuenta libras. “¡Oh!”, -dice Nicodemo- “yo traje conmigo cien libras y si hubiera encontrado un medio de transporte, y más especias no hubieran sido superfluas, habría traído muchos cientos de libras de peso de mirra y áloes, bien mezclados según el arte del apotecario, para envolver ese bendito cuerpo”.

 

Vean, hermanos míos, Cristo no necesitaba nada cuando estaba muerto; ¿piensan que va a necesitar algo mientras está vivo? “¡Ah!”, pero nuestra pequeña iglesia y nuestra pobre causa necesitan dinero con urgencia, y entonces vamos a realizar un bazar”. ¿Qué? ¿Y no han pensado en acudir a su Señor para obtener lo que necesitan? El hecho es que la Iglesia de Dios ha estado mirando al diablo para encontrar fondos para la obra del Señor, en vez de buscar la ayuda en el propio Señor. Es una lástima que no podamos recurrir a Aquel que, aun estando muerto, contaba con cien libras de peso de mirra y áloes que le habían llevado. ¿No podemos confiar en Él para todo lo que se necesita para Su servicio? Será un día mejor y más brillante para la Iglesia cuando crea que si Cristo necesita mirra y áloes puede conseguirlos. ¿Acaso no dice el Señor: “Mía es la plata, y mío es el oro… Mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados… Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti; porque mío es el mundo y su plenitud”? Salgamos a pelear las batallas del Señor sin albergar ninguna duda respecto al comisariato de Su ejército. Él puede proveer y Él proveerá; únicamente confiemos en Él, y no descendamos a Egipto en busca de ayuda ni nos apoyemos en un brazo de carne.

 

Así como Nicodemo dio con tanta liberalidad al Cristo muerto, ¡cuán generosamente deberíamos dar a nuestro viviente Señor ustedes y yo! Si tenemos algo en el mundo, démoslo todo a Cristo. Aunque no nos quede nada sino una tumba que hemos dispuesto para nuestro propio funeral, entreguémosla también, como lo hizo José cuando cedió su nueva tumba para que su Señor y Maestro pudiera ser enterrado allí.

 

Así ven ustedes que todo lo que se necesita para el entierro de Cristo ya está allí. Entonces dejo esa parte de nuestro tema, y prosigo a la siguiente.

 

IV.   Otro requisito es UN LUGAR DONDE ENTERRAR EL CUERPO.

 

Tenemos el cuerpo, ya que Pilato nos lo entregó; tenemos las especias y el lino fino y tenemos a los dos varones listos para enterrar el cuerpo; ahora necesitamos una tumba.

 

Sería muy conveniente y también muy importante que pudiéramos conseguir un sepulcro que esté cerca porque, vean, si el cuerpo de Cristo tuviera que ser trasladado a una gran distancia para ser enterrado, los judíos dirían: “¡Ah!”, lo cambiaron en el camino; lo sacaron a una o dos millas de la ciudad, y el Cristo que resucitó de los muertos no es el Cristo que fue enterrado”. Pero aquí, justo al pie de esta rocosa pendiente llamada Gólgota, hay un huerto, y en ese huerto hay una tumba. Observen la providencia de Dios en este asunto pues esa tumba pertenece a José, y allí el cuerpo del Salvador es amorosamente colocado. Él no careció de una tumba y no podía carecer de una cuando se requirió; cuando le llegó el tiempo de ser enterrado, el sepulcro ya estaba allí preparado, labrado en la peña.

 

Sería también una gran ventaja si pudiera ser una tumba nueva, donde aun no hubiera sido puesto ninguno; pues si le hubieran enterrado en una antigua tumba, los judíos dirían que había tocado los huesos de algún profeta o de otro santo varón y que por eso revivió. ¡Ah!, bien, la de José es una tumba nueva; no hay ningún hueso ahí, pues nadie ha sido enterrado allí antes.

 

Parecería, también, que lo adecuado para nuestro Señor era tener una tumba en una roca. No puedes poner apropiadamente en arena a quien es, Él mismo, la Roca de la eternidad. Es más, nuestro Señor Jesús, con ese grandioso amor inmutable y eterna fidelidad Suyos, ha de yacer en la roca sólida. Allí está todo listo para Él, justo el tipo preciso de tumba que se necesita para Aquel que es la Roca de nuestra salvación.

 

Si fuera también una tumba en un huerto, habría un toque de belleza familiar en ese arreglo. A uno le gusta que los propios alrededores de la tumba de Cristo sean instructivos. No puedo detenerme a hablarles acerca de toda la belleza y la instrucción que se hacen presentes alrededor de un huerto; los huertos de la Escritura son los temas más especialmente fructíferos, y la tumba de nuestro Señor en el huerto podría sugerirnos un tema sumamente provechoso para la meditación.

 

Así que la tumba de Cristo es la cosa precisa que desearíamos para Él. En ninguna tumba de segunda mano, en ninguna fosa municipal, en ninguna tumba para un indigente, cavada en la tierra, sino en el sepulcro de un varón rico, digno de un rey, es allí que el Cristo debe yacer. Vean cómo provee Dios para Su Hijo, y aprendan cómo proveerá para ustedes. Si Él provee para Su Hijo estando muerto, Él proveerá para ustedes mientras vivan; por tanto, sean consolados prescindiendo de cuál pudiera ser su condición.

 

V.   Hay una dificultad más, y tal vez sea la peor de todas, pues tiene que ver con EL TIEMPO PARA EL ENTIERRO. Vean, ya es muy entrada la tarde, y además, es la “preparación” para un día de reposo muy importante, y estas buenas personas no pueden realizar ningún trabajo en el día de reposo; sus conciencias no les permiten hacerlo, pues son judíos estrictos. Pero sucedió que obtuvieron el cuerpo justo a tiempo para envolverlo con las especias y con el lino, y luego se nos informa que “Allí, pues, por causa de la preparación de la pascua de los judíos, y porque aquel sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús”. Para mí es un pensamiento muy bonito que, habiendo poco tiempo, el lugar del entierro estaba tan cerca. Se habría necesitado todo el crepúsculo que persistiera para llevar a Jesús lejos, pero el lugar apropiado estaba cerca. La providencia sabía todo acerca de la dificultad, y proporcionó lo necesario.

 

A continuación, no podían dedicarle mucho tiempo al cuerpo, y la ceremonia fue sumamente apropiada para la resurrección de Cristo. Amados, siempre que no puedan hacer algo por su Señor como quisieran hacerlo, hagan lo mejor que puedan, y pueden estar seguros de que habrán hecho lo que debía hacerse. “¡Oh, no!”, -dicen- “¡oh, no!, nos habría gustado haberlo envuelto más pausadamente, y más delicadamente: nos hubiera gustado concluir debidamente con el embalsamamiento de ese precioso cuerpo”. Escuchen: no se requería nada más. Jesús no iba a permanecer en el sepulcro mucho tiempo. El Santo de Dios no podía ver la corrupción. No necesitaba ser embalsamado pues pronto iba a levantarse otra vez, por lo que un entierro apresurado era más que suficiente.

 

Escuchen nuevamente: hay otra cosa digna de mención. La obra inacabada los llevó temprano al sepulcro. Si no terminan su tarea de amor en la noche de la crucifixión, estarán allí temprano en la mañana, cuando el sábado haya concluido, para completarla. Eso era precisamente lo que se necesitaba, que, tan pronto como el Maestro resucitara, en ese primer día de la semana estuvieran allí para verle; pero tal vez no habrían estado allí para verle si no hubiesen venido, como lo hicieron las santas mujeres, con más especias para terminar la obra que, comparativamente hablando, había sido hecha tan ruda y apresuradamente en aquella terrible noche.

 

Todo estaba bien; y yo extraje mucho consuelo y gozo de este hecho cuando estaba reflexionando en él. Me dije: “Algunas veces, estoy tan oprimido con el cuidado de las muchas cosas confiadas a mí que no puedo estudiar mi sermón como quisiera”. Tal vez es mucho mejor que así sea; el Maestro no necesita sermones estudiados. Pudiera ser también que se adapte mucho mejor para el oyente. Si no puedes enterrar a Cristo como quisieras porque no hay tiempo, cuando hayas hecho lo mejor que puedas, y te hayas afligido por eso, habrás hecho la cosa precisa que tu Señor quiere que hagas. Quédate contento con eso, y simplemente debes decirte: “Él toma la voluntad por el acto, y todas mis fallas y errores los pasa por alto porque lo hice por amor a Su amado nombre”.

 

Les he hablado a ustedes acerca del cadáver de Cristo. ¡Oh, que hubiera tenido la oportunidad de hablarles acerca de Él como el Señor viviente! Pero como no puedo hacerlo pues nuestro tiempo se ha agotado, les pediría que simplemente se inclinen, y en fe y amor besen esas heridas, admiren esa mano perforada, y esa otra mano, ese pie clavado, y ese otro pie, ese costado con el boquete de la lanza, y ese amado rostro con los ojos cerrados, y que entonces digan: “Él sufrió todo eso por mí; ¿qué he hecho yo por Él?” ¡Que Dios los bendiga! Amén.   

 

 

Traductor: Allan Román

13/Marzo/2014

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