El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Un Funeral de
Rey
NO.
2390
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 9 DE DICIEMBRE
DE 1894.
“Después de
todo esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero secretamente por
miedo de los judíos, rogó a Pilato que le permitiese llevarse el cuerpo de
Jesús; y Pilato se lo concedió. Entonces vino, y se llevó el cuerpo de Jesús.
También Nicodemo, el que antes había visitado a Jesús de noche, vino trayendo
un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de
Jesús, y lo envolvieron en lienzos con especias aromáticas, según es costumbre
sepultar entre los judíos. Y en el lugar donde había sido crucificado, había un
huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual aún no había sido puesto
ninguno. Allí, pues, por causa de la preparación de la pascua de los judíos, y
porque aquel sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús”. Juan 19: 38-42.
Vayamos a esa tumba,
pero no para llorar allí; es más, no lo hagamos ni siquiera para derramar una
sola lágrima. La piedra ha sido rodada. El precioso cuerpo de nuestro Señor no
se encuentra allí pues Cristo resucitó de los muertos. Pudiera ser que veamos
una visión de ángeles, igual que María en el sepulcro, pero si no es así,
pudiéramos contemplar un conjunto de verdades consoladoras que aún permanecen
en derredor de la tumba vacía de nuestro Señor que ha ascendido.
Además, ¿acaso no fue
sepultado para dar cumplimiento al tipo que Él mismo había escogido? Así como
Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo, en el corazón
del mar, así también el Hijo del hombre iba a permanecer igual tiempo en las
entrañas de la tierra. Cuando el profeta fugitivo fue echado al mar, las
embravecidas olas se calmaron; la tempestad se aquietó cuando él fue entregado
como una víctima; y cuando Cristo fue echado al mar de la muerte, se aquietó la
tormenta de la ira todopoderosa; hoy navegamos como sobre un mar de vidrio
porque Cristo fue enterrado en ese tremendo oleaje. Él tenía que cumplir el
tipo de Jonás, o de lo contrario no habría hablado rectamente con respecto a Sí
mismo cuando dijo: “La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no
le será dada, sino la señal del profeta Jonás”.
Adicionalmente, ¿acaso
no fue enterrado nuestro Señor para hacer que Su batalla en contra de la muerte
y Su triunfo sobre ella fueran más completos? Él ha vencido a la muerte, pero
también abrió de golpe el castillo de la muerte, esto es, la tumba. Le hizo
frente al león en su guarida; enfrentó al adversario en su propio ambiente. En
este duelo sin igual, Él se propuso luchar no únicamente con la muerte, sino
con la muerte y la tumba conjuntamente; de aquí que el himno triunfal no sea
simplemente, “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?”, sino que es también, “¿Dónde,
oh sepulcro, tu victoria?” La victoria de Cristo es absolutamente completa. Él
ha llevado cautiva la cautividad porque Él se convirtió en un cautivo. Él ha
vencido a todos los aliados de la muerte así como a la muerte misma al bajar a
la tumba y hacer pedazos sus barras.
Además de todo esto, ¿no
murió nuestro Señor, y condescendió a ser enterrado, para endulzar la tumba
para Su pueblo? Correctamente acabamos de cantar con respecto a la tumba:
“Allí permaneció el amado cuerpo de Jesús,
Y dejó un perfume perdurable”.
A menos que el Señor
venga pronto, como pudiera hacerlo –que Dios nos conceda que lo haga- nosotros
nos quedaremos dormidos, y estos cuerpos nuestros serán depositados en el silencio
de la tumba. No debemos atrevernos a temer al sepulcro; podemos ir segura y
honorablemente allí donde Cristo ha estado. Tal como les dije el otro día, Él dejó
el lino fino para que sea el decorado de nuestro último lecho; dejó el sudario
enrollado en un lugar aparte, para que los amigos que lloran puedan enjugar sus
lágrimas con él; dejó, junto a eso, la mirra y áloes, como cien libras de peso,
que Nicodemo había llevado. Nunca oí que fueran retirados de la tumba. Jesús
los dejó allí y siguen derramando su dulce fragancia en las tumbas de todos Sus
santos. No vamos a una bóveda fétida sino a una cámara perfumada, tapizada con
los lienzos de lino fino que envolvieron a Cristo, y olorosa con las especias
que prodigaron su dulzura en Él. Morir es ahora nuestra ganancia; dormir en
Jesús es ser ciertamente bendecido.
También pudiera agregar
que creo que nuestro Señor fue enterrado para que desde Su tumba ascendiera a
Su trono. Él baja a las más abismales profundidades para elevarse desde allí a
las más excelsas alturas. Tú también, creyente, puedes llegar tan bajo como la
tumba, pero no puedes ir nunca más abajo, y cuando estés en el punto más bajo
al que puedas llegar, entonces vas en camino al punto más alto. Tu Señor se
rebajó para vencer, y tú tienes que hacerlo también. Habrás ganado la victoria
sobre la muerte cuando yazcas, rígido y frío, en tu último lecho. El adversario
pudiera pensar que te ha derrotado:
“Cuando callada esté tu lengua suplicante
Y ciego ese ojo avizor”,
e inactiva esa mano
antes diligente, pero no es así; entonces te habrás liberado de todo lo que te
obstaculiza para realizar tu más sublime servicio para tu Señor, y habrás
entrado en ese lugar santo donde verás Su rostro, y le servirás día y noche en
Su glorioso templo.
Me gusta pensar en Jesús
descendiendo a lo más profundo de la tierra, cuando recuerdo que quien
descendió es el mismo que también ascendió. Esto debería animarnos a sentir
que, por mucho que nos hundamos más y más bajo todavía, nos levantaremos
todavía más alto debido a ese hundimiento y entraremos todavía más completamente
en comunión con Cristo tanto en Sus sufrimientos como en Su gloria. Era
necesario, entonces, hermano mío, que hubiese una nueva tumba en el huerto
cerca del Gólgota, y que nuestro Señor yaciera allí. Es algo muy maravilloso
que Aquel cuyo rostro es la luz del cielo, en cuyas manos está el cetro del
gobierno del universo, y cuyos pies están calzados con las estrellas, tenga que
llevar la imagen de la muerte en Su pálido semblante, y tenga que yacer allí
sin vida para ser llevado por manos de otros y para ser amortajado, como
cualquier otro muerto pudiera serlo, en lino fino y especias aromáticas.
Pero mi tema en este
momento es concerniente a las maravillosas obras de Dios relacionadas con el
entierro de Jesús. La providencia de Dios comenzó con el cuerpo de Cristo desde
el propio principio, aun desde Su concepción; y le siguió hasta el fin, hasta
Su entierro. Ustedes ven al santo Niño en el pesebre, y notan cómo todas las
cosas que le rodean le ministran extrañamente. A lo largo de toda Su vida,
todas las cosas le ayudaron a bien, no para protegerlo del sufrimiento, sino
para provocar que sufriera, y para hacer que triunfara a través de esos
sufrimientos. Y cuando llegó la hora de Su muerte, veo el dedo de Dios
evidenciado en cada parte de esa terrible tragedia; pero ahora que está muerto,
¿le desamparará esa benévola providencia? ¡Ah, no!
Quiero detenerme aquí, y
decirles a los que preguntan ansiosamente: “¿Qué será de mí cuando muera? Yo
estoy muy afligido y necesitado”. Nunca pienses acerca de ese asunto; te basta
con confiar en Dios hasta que mueras. En cuanto a qué será de tu cuerpo cuando
mueras, nunca te preocupes por eso. Es maravilloso cómo Dios cuida el propio
polvo y las cenizas de Sus escogidos, cómo, algunas veces, reciben en la muerte
el respeto y el honor que nunca pensaron que vendrían, y después que han
muerto, sus hijos y su casa son bendecidos por Dios por causa de ellos. El Dios
de los vivos no desampara a Sus santos al morir, o después de la muerte. Así
como Rut le fue leal a Noemí, y le dijo: “Donde tú murieres, moriré yo, y allí
seré sepultada”, así, con mayor apego, Dios es fiel a Su pueblo; verá que los
entierren, y cuidará de sus hijos una vez que se hayan ido. Esta es Su consoladora
promesa: “Deja tus huérfanos, yo los criaré; y en mí confiarán tus viudas”.
Permítanme recordarles
ahora cómo cuidó Dios del Primogénito entre muchos hermanos. Jesús está muerto y
en las manos de hombres malvados; los verdugos se han hecho cargo de Él, esos
mismos verdugos que acaban de quebrar las piernas de los dos ladrones, están en
poder de Cristo; pero ese precioso cuerpo tiene que ser preservado; ni un solo
hueso Suyo debe ser quebrado. Ese inmaculado Ser no puede sufrir ningún
irrespeto. La muerte y el infierno se habrían recreado insultando al cuerpo de
Cristo si hubiesen podido. Así como Aquiles arrastró a Héctor en torno a los
muros de Troya atado por los tobillos a su carro, así le habría gustado a
Satanás que los hombres hubieran maltratado el cadáver de Cristo. Satanás le
habría echado a los perros o a los milanos si hubiese podido hacer lo que
quisiera; pero no debía ser así. Muchos varones que han sido príncipes
recibieron el entierro de un burro; pero este grandioso Salvador, a quien los
hombres despreciaron, tiene que recibir un funeral de rey; ¿cómo ha de tenerlo?
Ese es el punto que deseo presentar a su atención ahora; y antes de que termine
mi discurso, espero haber sido capaz de demostrarles que todo lo que se
requería para el entierro de Cristo fue provisto.
I. El
primer requisito era que ALGUIEN RECUPERARA EL CUERPO.
La ley ha ejecutado a
Jesús, aunque indebidamente, por lo que Su cuerpo le pertenece al verdugo, o de
todas maneras, a la ley. ¿Quién ha de rescatar ese precioso cuerpo de las
garras de la ley? ¡Ah!, pueden mirar todo lo que quieran, pero no podrían ver
al varón que puede cumplir esa tarea; sin embargo, Dios sabe dónde está. Hay un
tal José, que tiene una propiedad en Arimatea, un hombre rico, un miembro del
Sanedrín, “miembro noble del concilio”. Él aparece en la escena, y es el varón
idóneo para hacer lo que se requiere pues Él es un discípulo secreto. Siente un gran respeto por ese cadáver pues
tenía en alta consideración a Jesús cuando vivía. Cuando miramos a José de
arriba abajo, decimos: “Sí, si hace lo mejor posible, él es el hombre ideal
para esta emergencia”. Él está endeudado con su Señor a quien prácticamente no
reconoció durante Su vida; con todo, él es un verdadero discípulo. José: si tú
puedes hacer algo en esta materia, te encargamos este solemne deber: que vayas
y recuperes el cuerpo de Cristo.
Además, él era un oficial, y era influyente; por tanto,
él podía ser recibido allí donde una persona privada no podría conseguirlo; y
lo que venía más al caso con un hombre como Pilato, es que era un hombre rico, pues en aquellos días todo
se hacía en las cortes como un favor. La causa del pobre pudiera ser justa,
pero no podía obtener una audiencia; pero el oro en la mano de un rico sería
mucho más persuasivo que los más convincentes argumentos en la lengua de un
pobre. Así que este discípulo secreto es el que ha de pedir el cuerpo de Jesús,
porque es un miembro noble del concilio, y también porque es rico. Si él está
dispuesto a asumir la tarea, él es el hombre que debe cumplirla.
Pero mi corazón me hace
dudar porque como José ha sido un discípulo secretamente, concluyo que tiene
que ser muy tímido. Más o menos durante
los dos últimos dos años José ha sido realmente un seguidor de Cristo, y sin
embargo, se ha mantenido en el concilio. Ha sido un miembro del Sanedrín, pero
no ha externado su desaprobación en contra de sus malas actuaciones. ¡Caramba!,
tengo miedo de que no sea capaz de ir y hablar con Pilato. Pero noten,
hermanos, lo que Marcos nos dice acerca de él: “José de Arimatea… vino y entró
osadamente a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús”. Dios puede hacer que un
cobarde se vuelva intrépido como un león cuando lo necesita; y este buen
hombre, lleno de honor y poseedor de abundantes riquezas, dijo: “Iré a Pilato”.
¡Vamos!, este cruel gobernador vacilante es capaz de dar muerte a un hombre si
le exaspera. ¡Quién sabe cómo pudiera terminar esta entrevista! Pero José dice:
“Iré a Pilato”. Consigue que lo reciba, y solicita el cuerpo de Jesús. Pilato
exclama: “¡Pero no ha muerto todavía!” “Sí, está muerto”, -responde José- “yo
le vi morir”. Cuando viene el centurión certifica que está muerto. Pilato no
puede imaginar qué querrá hacer José con los huesos de un hombre muerto, pero
le dice: “Puedes llevarte Su cuerpo. Bájalo de la cruz y puedes llevártelo”.
Así que José regresa a la cruz; ha demostrado que era exactamente el hombre que
se necesitaba para esa obra. Nosotros no habríamos pensado nunca en él, pero
Dios lo tenía en reserva para la hora de necesidad, y lo puso al frente en el
momento preciso.
Ahora se puede ver a
José alejándose a toda prisa del pretorio de Pilato y dirigiéndose al monte
Calvario, donde las cruces siguen en pie todavía. Tiene en su mano la orden
firmada por el gobernador. La muestra al oficial a cargo y como es un varón de
tal prominencia, muy bien conocido como un honorable miembro del concilio, un caballero
con un cargo oficial, y una persona adinerada, todo el mundo está dispuesto a
ayudarle. Probablemente el propio José es el primero en colocar la escalera,
ayudando a despegar los grandes clavos y a bajar el cuerpo bendito. Él es el
varón indicado para esta obra, pues nadie
puede ponerle objeciones. Ha sido un miembro del concilio, de manera que
los que están del lado Sanedrín no tienen objeciones en contra suya. Las santas
mujeres le observan, pero no sienten ningún miedo por su acción; le conocen,
pues probablemente ha tenido muchos gestos de benevolencia para con ellas
privadamente en días pasados, y saben que él ha sido un discípulo secreto del
Señor. Él ha traído consigo lino fino, que tuvo la suficiente capacidad de
comprar, y baja reverentemente de la cruz el cuerpo de Jesús, y lo envuelve
tiernamente con los costosos lienzos que ha comprado; y así este penoso asunto es
concluido sin ninguna interferencia de parte de nadie.
Yo espero que estos
detalles no les parezcan triviales, pues nada de lo que concierne a nuestro
Señor y Su causa es trivial. En el tabernáculo y en el templo, aun los clavos
tenían que ser debidamente preparados; y pienso que, en este asunto de proveer
una persona adecuada que fuera y rescatara el cuerpo de Jesús de mano del
custodio legal, tenemos que admirar la maravillosa bondad de Dios. Tengan la
seguridad de que si en cualquier otro momento hubiese una tarea grande y terrible
que cumplir, Dios encontrará al varón que la hará. Si se necesita a alguien,
más bien pronto, a riesgo de su propia vida por dar testimonio de Cristo, se encontrará
a la persona apropiada; y hasta que este capítulo de la providencia divina
llegue a un fin en la eterna gloria de nuestro Señor, no habrá nunca una
crisis, sin importar cuán crucial, en la que no se encuentre al varón a quien
Dios requiere, o a la mujer que ha de ocupar el lugar que el Señor tiene para
que cumpla lo que necesita.
Así, José ha recuperado
el cuerpo de Jesús de las manos de Pilato y puede hacer lo que quiera con él;
ese es el primer punto.
II. El
siguiente requerimiento es que ALGUIEN ENTIERRE EL CUERPO.
No necesitamos que un
solo individuo se lleve ese cuerpo y lo deposite en la tumba, pues alguien como
Jesús debe tener un funeral honorable. Vean ahora lo que sucede. Hay otro varón
quien es también un miembro del concilio, “Un principal entre los judíos”, “Un maestro
de Israel”, otro discípulo secreto que había venido a Jesús de noche; él se
aparece en ese preciso momento: “También Nicodemo, el que antes había visitado a
Jesús de noche”. Ahora contamos con dos seres dolientes para el funeral de
nuestro Señor. Pedro y Bartolomé, ¿dónde están ustedes? Ellos están muy lejos; no
pueden oírme. ¿Quién seguirá el cuerpo de Jesús a la tumba? ¿Quién será el
principal ser doliente? Hay algunas piadosas mujeres, lo suficientemente
valientes para permanecer alejadas, y lo suficientemente dispuestas, a una
señal, a venir y unirse al triste cortège
(cortejo) que acompaña al cadáver a la tumba. Pero cuán honroso
fue para Cristo que los dos primeros y los principales seres dolientes en
aquella triste ocasión fueran dos miembros del Sanedrín. ¡José de Arimatea y
Nicodemo, dos varones notables, dos individuos estimables que eran tenidos en
honra aun entre los judíos que crucificaron a Cristo!
Primero, déjenme decirles
acerca de estos dos varones que asistieron al entierro de nuestro Señor, que ellos le honraron. Así se cumplió la
profecía de Isaías, “Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los
ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca”. Hasta
que Cristo hubo pagado el terrible precio de nuestra redención, todo el tiempo fue
despreciado y desechado entre los hombres; pero tan pronto como pudo decir:
“¡Consumado es!”, y la deuda hubo sido pagada en su totalidad, en adelante ya no
debía ser despreciado y desechado. Ahora, unos varones ricos tienen que venir
para rendirle homenaje, y de conformidad a eso, José y Nicodemo vinieron. Pudiera
parecer tan solo una minucia, pero indica el cambio de la marea, tal como lo
podría indicar una paja que flota. Jesús ya no es más escarnecido, ni siquiera
es acompañado sólo por los más pobres y más oscuros de los galileos; pero José
de Arimatea, y Nicodemo, un principal entre los judíos, asisten al funeral del
grandioso Señor y Salvador de los hombres, y así rinden a Su cadáver todo el
honor que les es posible.
A la vez que así le
rinden honor, ellos reciben de Él mucho
más honor. ¡Ah, hermanos míos, a estos dos varones les fue concedido un
gran privilegio! Estoy sorprendido de cómo fue que esta posición les fue
asignada a dos personas que se habían mantenido entre bastidores durante tanto
tiempo. Ellos habían perdido –ellos habían perdido- no puedo decirles cuánto
habían perdido, dos, tal vez tres años de constante compañerismo con Cristo, y
de instrucción de Sus propios labios amados; ellos habían perdido
incalculablemente. Iban en la retaguardia de todos los discípulos de Cristo;
María Magdalena iba al frente de ellos, la mujer que era una pecadora iba muy
por delante de ellos ya que ellos iban a la zaga; con todo, su Señor, en el
esplendor de Su gracia, les concede este privilegio aun cuando Él mismo está
muerto, a ellos les es concedido el excelso honor de hacerse cargo de Su
bendito cuerpo, y de depositarle en la tumba. Me temo que algunos de ustedes,
cristianos secretos que nunca se manifiestan valientemente por Cristo, no
tendrán un honor como este. Si el Señor llega a usarlos alguna vez, será en
algún triste asunto, como un funeral; y aun eso será un honor para ustedes, si
se les permite acompañarle en Su muerte aunque no hayan participado de la
gloria de Su vida. Ustedes pierden, ¡oh!, ustedes pierden incalculables
bendiciones por no declarar su condición de discípulos. Sin embargo yo oro
pidiendo que llegue un tiempo, y que venga de inmediato, cuando ustedes salgan
a la luz y hagan lo que puedan por su Señor, diciéndose a ustedes mismos:
“Ahora es la hora cuando aun yo, tímido como soy, tengo que confesarle”. Cuando
el asesinato de las almas está en tus calles, cuando la herejía está en tus
púlpitos, cuando la apostasía está en tus iglesias, tú eres un cobarde hasta el
último grano de tu hombría espiritual si tú, que amas a Cristo, no profesas valientemente
que estás de Su lado y no declaras que le perteneces. Si tú nunca le has
confesado delante de los hombres y descuidas esta oportunidad en la que hay la
mayor y más urgente necesidad, me temo que no le reconocerás nunca.
Ambos, José de Arimatea
y Nicodemo, eran necesarios para esta triste tarea; y aunque no hubiéramos
pensado nunca en invitarlos para llevarla a cabo, con todo, ellos eran los
únicos dos varones vinculados con Cristo que eran exactamente adecuados para el
oficio; y, como ya he dicho, hermanos, ellos honraron así a Cristo, y Él así
los honró a ellos. Debería decir también, hermanos, que entre todos los
discípulos, no había unos seres dolientes
más sinceros por Cristo que estos dos varones. Me parece que oigo que José
da un profundo suspiro, y dice: “¡Ah, Nicodemo, cuán perverso he sido, pues no
me he conducido con Cristo como debería haberlo hecho! Debí haber ido con Él a
prisión, y a la muerte; en vez de eso, he estado entre los impíos, los ricos y
honrados”. “¡Ah!”, -dice Nicodemo- “y yo fui a Él de noche, y Él me habló muy dulcemente,
pero me he estado escondiendo desde entonces. Me siento avergonzado de tocar
esta bendita mano sangrante; me doy cuenta de que es un gran honor que se me
permita tocar estos preciosos pies y cubrirlos con lino, pero no merezco tal
honor, estoy seguro”; y ellos se detendrían, y llorarían, y suspirarían de nuevo,
al pensar cómo habían tratado cruelmente a su Señor, por causa de lo que
pudieran haber pensado que era modestia, pero que sus conciencias ahora les
dicen que no era otra cosa que vergonzosa cobardía. Y yo no creo que entre
todos los seguidores de Cristo hubiese algunos que fueran más tiernos con ese bendito cuerpo, pues eran caballeros. No eran
hombres del campo o pescadores, acostumbrados a tratar o a ser tratados
rudamente; ellos eran de un molde más tierno, y cuando contemplaron ese amado
cuerpo, ¡cuán delicadamente lo tratarían! Siendo también dueños de propiedades,
tendrían muchos sirvientes capaces de ayudarles en todo tipo de formas. En Su
maravilloso entierro, nuestro Señor Jesús no podía ser mejor atendido, ni haber
sido enterrado por hombres que habrían cumplido con el deber luctuoso con
sentimientos más solemnes, con más callada reverencia. Ellos le amaban, y sin
embargo sentían que habían actuado de una manera poco amorosa para con Él, y
ahora también sentían que lo mejor que pudieran hacer era demasiado poco para
el Ser bendito que había sellado el perdón de su cobardía al permitir ser
confiado a sus manos. Puedo ver un gran amor en este Cristo muerto, y gran
compasión, y gran benevolencia, ya que incluso Su cuerpo sin vida estaba dando
vida a la fe y esperanza de José y de Nicodemo, y estaba encendiéndoles con un
fresco ardor. Mientras contemplaban Su cadáver deben de haberse sentido forzados
a tomar la resolución de que nunca más se avergonzarían de Aquel a quien habían
ayudado a colocar en la tumba.
Hasta ahora, en la
imaginación, hemos puesto a nuestro Señor Jesucristo en las manos de dos
personas sumamente apropiadas para enterrarle.
III. El siguiente requisito consiste en LOS MATERIALES
NECESARIOS PARA EL ENTIERRO.
Es costumbre de los
judíos enterrar el cuerpo envolviéndolo en lino fino; ¿dónde está ese lino? Yo
no creo que Pedro tenga una yarda de lino en alguna parte; me cuesta creer que
Santiago y Juan tengan algo más fino que unas batas de pescadores, y así
sucesivamente. Lino fino: que sea el
mejor que pueda comprarse, que sea blanco como la nieve para envolver con él
este cuerpo perfecto; ¿pero dónde ha de obtenerse? José lo tiene; él es un
hombre rico que puede conseguir todo lo que se necesita, y ha traído consigo
los mejores lienzos para envolver con ellos el cuerpo del Salvador.
Pero también tenemos que
tener un abundante compuesto de especias,
que pesen al menos cincuenta libras. “¡Oh!”, -dice Nicodemo- “yo traje
conmigo cien libras y si hubiera encontrado un medio de transporte, y más
especias no hubieran sido superfluas, habría traído muchos cientos de libras de
peso de mirra y áloes, bien mezclados según el arte del apotecario, para
envolver ese bendito cuerpo”.
Vean, hermanos míos,
Cristo no necesitaba nada cuando estaba muerto; ¿piensan que va a necesitar algo
mientras está vivo? “¡Ah!”, pero nuestra pequeña iglesia y nuestra pobre causa
necesitan dinero con urgencia, y entonces vamos a realizar un bazar”. ¿Qué? ¿Y
no han pensado en acudir a su Señor para obtener lo que necesitan? El hecho es
que
Así como Nicodemo dio
con tanta liberalidad al Cristo muerto, ¡cuán generosamente deberíamos dar a
nuestro viviente Señor ustedes y yo! Si tenemos algo en el mundo, démoslo todo
a Cristo. Aunque no nos quede nada sino una tumba que hemos dispuesto para
nuestro propio funeral, entreguémosla también, como lo hizo José cuando cedió
su nueva tumba para que su Señor y Maestro pudiera ser enterrado allí.
Así ven ustedes que todo
lo que se necesita para el entierro de Cristo ya está allí. Entonces dejo esa
parte de nuestro tema, y prosigo a la siguiente.
IV. Otro
requisito es UN LUGAR DONDE ENTERRAR EL CUERPO.
Tenemos el cuerpo, ya
que Pilato nos lo entregó; tenemos las especias y el lino fino y tenemos a los
dos varones listos para enterrar el cuerpo; ahora necesitamos una tumba.
Sería muy conveniente y
también muy importante que pudiéramos conseguir un sepulcro que esté cerca porque, vean, si el cuerpo de Cristo
tuviera que ser trasladado a una gran distancia para ser enterrado, los judíos
dirían: “¡Ah!”, lo cambiaron en el camino; lo sacaron a una o dos millas de la
ciudad, y el Cristo que resucitó de los muertos no es el Cristo que fue
enterrado”. Pero aquí, justo al pie de esta rocosa pendiente llamada Gólgota,
hay un huerto, y en ese huerto hay una tumba. Observen la providencia de Dios
en este asunto pues esa tumba pertenece a José, y allí el cuerpo del Salvador
es amorosamente colocado. Él no careció de una tumba y no podía carecer de una
cuando se requirió; cuando le llegó el tiempo de ser enterrado, el sepulcro ya
estaba allí preparado, labrado en la peña.
Sería también una gran
ventaja si pudiera ser una tumba nueva, donde
aun no hubiera sido puesto ninguno; pues si le hubieran enterrado en una
antigua tumba, los judíos dirían que había tocado los huesos de algún profeta o
de otro santo varón y que por eso revivió. ¡Ah!, bien, la de José es una tumba
nueva; no hay ningún hueso ahí, pues nadie ha sido enterrado allí antes.
Parecería, también, que lo
adecuado para nuestro Señor era tener una
tumba en una roca. No puedes poner apropiadamente en arena a quien es, Él
mismo,
Si fuera también una tumba en un huerto, habría un toque
de belleza familiar en ese arreglo. A uno le gusta que los propios alrededores
de la tumba de Cristo sean instructivos. No puedo detenerme a hablarles acerca
de toda la belleza y la instrucción que se hacen presentes alrededor de un
huerto; los huertos de
Así que la tumba de
Cristo es la cosa precisa que desearíamos para Él. En ninguna tumba de segunda
mano, en ninguna fosa municipal, en ninguna tumba para un indigente, cavada en
la tierra, sino en el sepulcro de un varón rico, digno de un rey, es allí que
el Cristo debe yacer. Vean cómo provee Dios para Su Hijo, y aprendan cómo
proveerá para ustedes. Si Él provee para Su Hijo estando muerto, Él proveerá
para ustedes mientras vivan; por tanto, sean consolados prescindiendo de cuál
pudiera ser su condición.
V. Hay
una dificultad más, y tal vez sea la peor de todas, pues tiene que ver con EL
TIEMPO PARA EL ENTIERRO. Vean, ya es muy entrada la tarde, y además, es la “preparación”
para un día de reposo muy importante, y estas buenas personas no pueden
realizar ningún trabajo en el día de reposo; sus conciencias no les permiten
hacerlo, pues son judíos estrictos. Pero sucedió que obtuvieron el cuerpo justo
a tiempo para envolverlo con las especias y con el lino, y luego se nos informa
que “Allí, pues, por causa de la preparación de la pascua de los judíos, y
porque aquel sepulcro estaba cerca,
pusieron a Jesús”. Para mí es un pensamiento muy bonito que, habiendo poco
tiempo, el lugar del entierro estaba tan cerca. Se habría necesitado todo el
crepúsculo que persistiera para llevar a Jesús lejos, pero el lugar apropiado
estaba cerca. La providencia sabía todo acerca de la dificultad, y proporcionó
lo necesario.
A continuación, no
podían dedicarle mucho tiempo al cuerpo, y la
ceremonia fue sumamente apropiada para la resurrección de Cristo. Amados,
siempre que no puedan hacer algo por su Señor como quisieran hacerlo, hagan lo
mejor que puedan, y pueden estar seguros de que habrán hecho lo que debía
hacerse. “¡Oh, no!”, -dicen- “¡oh, no!, nos habría gustado haberlo envuelto más
pausadamente, y más delicadamente: nos hubiera gustado concluir debidamente con
el embalsamamiento de ese precioso cuerpo”. Escuchen: no se requería nada más.
Jesús no iba a permanecer en el sepulcro mucho tiempo. El Santo de Dios no
podía ver la corrupción. No necesitaba ser embalsamado pues pronto iba a
levantarse otra vez, por lo que un entierro apresurado era más que suficiente.
Escuchen nuevamente: hay
otra cosa digna de mención. La obra
inacabada los llevó temprano al sepulcro. Si no terminan su tarea de amor
en la noche de la crucifixión, estarán allí temprano en la mañana, cuando el
sábado haya concluido, para completarla. Eso era precisamente lo que se
necesitaba, que, tan pronto como el Maestro resucitara, en ese primer día de la
semana estuvieran allí para verle; pero tal vez no habrían estado allí para
verle si no hubiesen venido, como lo hicieron las santas mujeres, con más
especias para terminar la obra que, comparativamente hablando, había sido hecha
tan ruda y apresuradamente en aquella terrible noche.
Todo estaba bien; y yo
extraje mucho consuelo y gozo de este hecho cuando estaba reflexionando en él.
Me dije: “Algunas veces, estoy tan oprimido con el cuidado de las muchas cosas
confiadas a mí que no puedo estudiar mi sermón como quisiera”. Tal vez es mucho
mejor que así sea; el Maestro no necesita sermones estudiados. Pudiera ser
también que se adapte mucho mejor para el oyente. Si no puedes enterrar a
Cristo como quisieras porque no hay tiempo, cuando hayas hecho lo mejor que
puedas, y te hayas afligido por eso, habrás hecho la cosa precisa que tu Señor
quiere que hagas. Quédate contento con eso, y simplemente debes decirte: “Él
toma la voluntad por el acto, y todas mis fallas y errores los pasa por alto
porque lo hice por amor a Su amado nombre”.
Les he hablado a ustedes
acerca del cadáver de Cristo. ¡Oh, que hubiera tenido la oportunidad de
hablarles acerca de Él como el Señor viviente! Pero como no puedo hacerlo pues
nuestro tiempo se ha agotado, les pediría que simplemente se inclinen, y en fe
y amor besen esas heridas, admiren esa mano perforada, y esa otra mano, ese pie
clavado, y ese otro pie, ese costado con el boquete de la lanza, y ese amado
rostro con los ojos cerrados, y que entonces digan: “Él sufrió todo eso por mí;
¿qué he hecho yo por Él?” ¡Que Dios los bendiga! Amén.
Traductor: Allan Román
13/Marzo/2014