El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Incesante Cuidado
del Cristo Que Moría
NO.
2368
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 8 DE
JULIO DE 1894.
“Respondió
Jesús: Os he dicho que yo soy; pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos; para
que se cumpliese aquello que había dicho: De los que me diste, no perdí
ninguno”. Juan 18: 8, 9.
Los dos milagros
notables que nuestro Señor realizó en el Huerto de Getsemaní no deberían pasar
inadvertidos. El primero fue la caída a tierra de los soldados y de los
alguaciles de los sacerdotes. Jesús solamente les habló, pero hubo tal poder y
majestad en Su presencia y en Su voz, que ellos “retrocedieron, y cayeron a
tierra”. Eran totalmente incapaces de prenderle. Allí, en alguna medida, hubo una
demostración del poder divino de Cristo. Esos hombres habrían caído a la tumba
y al infierno mismo si Jesús hubiera aplicado la plena potencia de Su fuerza.
Bastó que dijera una palabra y ellos cayeron al suelo; no tuvieron ningún tipo
de poder en contra Suya. Amados, este milagro ha de servirles de consuelo.
Cuando los enemigos y adversarios de Cristo arremeten contra Él, Él puede derribarlos
fácilmente. Ha habido muchas crisis en la historia de
El otro milagro fue que
al ver la compañía de personas que venían juntas para prenderle, Él fue capaz
de escudar a voluntad a Sus discípulos, de manera que ni uno solo de ellos fue
lastimado. Al siervo del sumo sacerdote le cortaron una oreja. El bando
contrario fue el que más bien recibió la herida, pero ni las orejas de Pedro ni
los dedos de Juan se vieron afectados. Los apóstoles escaparon completamente
ilesos. Ellos mismos eran incapaces de protegerse, siendo un número muy
reducido en comparación con la cuadrilla armada que había sido enviada por el
sumo sacerdote; con todo, su Maestro los preservó, de lo cual aprendemos que el
Señor Jesucristo es capaz de cuidar a los Suyos. Cuando parecen ser como
corderos en medio de lobos, Él los guarda de manera que ningún lobo puede devorarlos.
Lo ha hecho y seguirá haciéndolo. “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro
Padre le ha placido daros el reino”. Él te preservará por medio de Su propio
poder milagroso y no tienes por qué desanimarte ante ninguna fuerza que esté en
orden de batalla contra ti. Piensa, entonces, en esos dos milagros. Pudieras
tener necesidad de recordarlos. Pudiera llegar un tiempo cuando será un grande
gozo para ti pensar en Cristo, enrojecido por el sudor sangriento, y sin
embargo, haciendo retroceder a Sus adversarios con una palabra, y rescatando al
pequeño puñado de Sus discípulos de cualquier cosa parecida a un daño.
Pero en mi texto noto
algo que me parece muy notable. “Pues” –dijo Jesús- “si me buscáis a mí, dejad
ir a éstos; para que se cumpliese aquello que había dicho”. Después de una
expresión de ese tipo naturalmente se esperaría encontrar algún texto del
Antiguo Testamento, algo dicho por David en los Salmos, o por uno de los
profetas, Isaías, o Ezequiel, pero no es así; es: “para que se cumpliese
aquello que había dicho: De los que me diste, no perdí ninguno”. Sólo hacía una
hora o dos que Jesús había pronunciado esa frase, pero ya estaba en las Escrituras
inspiradas, la cual comenzó a tener efecto y a ser cumplida de inmediato. No es
la antigüedad de la palabra de Dios lo que constituye su poder, sino su
veracidad. Lo que Cristo había dicho en oración aquella precisa noche era tan
cierto y tan palabra de Rey como lo que Dios había hablado por Su Espíritu a
través de unos santos varones siglos antes.
Amados, aprendan esta
lección. La palabra de Cristo es confiable; pueden confiarle todo su destino.
Lo que Cristo ha dicho está lleno de verdad. Él es Sí y Amén, y lo mismo son
todas Sus palabras; permanecen firmes por los siglos de los siglos igual que Su
propia eterna Deidad. Por tanto, así como esa palabra de Cristo que acababa de
ser pronunciada tenía que cumplirse, crean que cada palabra Suya se cumplirá
íntegramente. El cielo y la tierra pasarán, pero ni una sola palabra dicha por
nuestro Salvador fallará jamás, y no le fallará al más pequeño de ustedes en su
peor hora de peligro. Yo leo esta verdad en el texto con muchísimo deleite.
Podríamos haber esperado encontrar aquí la cita de una Escritura del Antiguo
Testamento, pero
Esa noche, los soldados
y los alguaciles de los principales sacerdotes habían salido especialmente para
arrestar a Cristo. Todos ellos están allí: Pedro, Santiago, Juan, Bartolomé,
Tomás y el resto de los apóstoles; pero Judas ha venido para traicionar, no a
los siervos, sino al Señor de ellos, y los que están con el traidor han venido
para prender, no a los discípulos, sino a su Señor. Para mí hay algo alentador
con respecto a este hecho, aunque sea funesto. La lucha del gran adversario no
es tanto en contra nuestra como en contra de nuestro Señor. Los emisarios de
Satanás están muy furiosos algunas veces con los fieles defensores de la
verdad, pero su furia no es tanto contra ellos como contra la verdad y contra
el Cristo que es el centro de esa verdad. En la antigüedad odiaban a Lutero, a
Calvino, a Zwinglio y al resto de los reformadores, pero el principal punto de
ataque era la doctrina de la justificación por la fe en el Señor Jesucristo; y
en este día la gran lucha es en torno a la cruz. ¿Murió Jesús como el Sustituto
de Su pueblo? Esa es la pregunta; y hay algunos -me aflige decirlo- para quienes
este texto es aplicable: “El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de
dos o de tres testigos muere irremisiblemente. ¿Cuánto mayor castigo pensáis
que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre
del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?”
Este es el principal objetivo de los asaltos del enemigo: deshacerse de Cristo,
deshacerse de la expiación y deshacerse de Su sufrimiento en lugar de los
hombres. Dicen que pueden abrazar el resto del Evangelio; pero, ¿cuál es el
“resto”? ¿Qué es lo que queda? Un evangelio incruento y sin Cristo no es
adecuado ni para la tierra ni para el muladar; no honra a Dios ni convierte a
los hijos de los hombres.
Esta es nuestra
consolación: que el ataque es, después de todo, en contra del propio Maestro. Nuestro
Señor Jesucristo sigue siendo el gran blanco de las flechas del arquero. Si
bien Sus enemigos no siempre permiten que Sus discípulos sigan su camino, ellos
lo buscan a Él; más que nada es en
contra Suya que rabian. Como es la vindicación del pacto de Dios, Él va a
luchar hasta el final; en lo concerniente a tu parte en la batalla, como es por
Su verdad, y Su eterno poder y Deidad, y Su grande sacrificio, puedes seguir adelante
con ella a salvo, pues el que lucha por esta causa tendrá seguramente a Dios
con él.
Ahora vayamos a nuestro
texto y procuremos aprender de él algunas lecciones. Noto aquí, primero, el cuidado de Cristo por Sus discípulos al
morir. Luego, a continuación, veo que Su
cuidado se extiende a sus cuerpos; y, en tercer lugar, observo que Su cuidado hace que se ofrezca en lugar de
ellos. Él se arroja contra el filo de la espada de los adversarios, y dice:
“Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”.
I. Entonces,
primero, yo les pido que noten en nuestro texto EL CUIDADO DE CRISTO POR SUS
DISCÍPULOS AL MORIR. Permítanme corregir lo que acabo de decir, y exponerlo de
esta manera: EL INCESANTE CUIDADO DEL CRISTO QUE MORÍA; pues ustedes ven que Él
se ocupa ante todo de la seguridad de Sus discípulos. Los soldados han venido
para prenderle, pero Él no busca escapar. Le atan, pero no rompe Sus ataduras.
Le llevarán a prisión, y a la muerte, pero no dice ni una sola palabra en
defensa propia ni pronuncia maldición alguna contra Sus perseguidores. Su único
pensamiento es para Sus discípulos. Su pasión gobernante es fuerte en la muerte
y le sigue rigiendo Su amor.
Esto era todavía más
sorprendente porque Él estaba en el
primer embate del peligro. Había sido traicionado por Judas, y los
alguaciles del sumo sacerdote se estaban reuniendo en torno Suyo para
capturarle; sin embargo Él estaba tranquilo y sosegado y Su único pensamiento
era concerniente a los once que estaban con Él. Usualmente nosotros nos
tranquilizamos cuando nos acostumbramos a un problema; es en el primer
aturdimiento que nos vemos desconcertados y sin estabilidad. Yo supongo que lo
mismo sucede con ustedes; yo sé que eso sucede conmigo. Después de un tiempo aprendemos
a mirar tranquilamente en derredor nuestro; ceñimos los lomos de nuestra mente
y comenzamos a pensar como debemos hacerlo; pero al principio somos como
pájaros que son arrojados al mar por un fuerte viento, que no han aprendido
todavía a manejar sus alas en el ventarrón. No sucedió así con nuestro
Salvador. En aquel primer momento del ataque seguía pensando en Sus discípulos.
¡Oh, el esplendor de ese amor que no podía ser afectado! ¡Las muchas aguas no
pudieron apagarlo aun al irrumpir por primera vez; tampoco las corrientes pudieron
ahogarlo a pesar de haber crecido hasta el límite! Amados, Jesús no los olvida
nunca a ustedes que son los Suyos. No ocurre nunca nada en este mundo o en el
cielo que lo lleve a olvidarlos a ustedes. Él ha grabado sus nombres en las palmas
de Sus manos; están escritos en Su corazón; así que ya sea el primer embate de
la batalla de ustedes o de
Pero es todavía más
notable que Jesús pensara en Sus discípulos en
la debilidad de Su agonía. Enrojecido
por el sudor sangriento se levantó de debajo de los olivos y pasó al frente, y
estuvo allí a la luz de las antorchas delante de Sus perseguidores; pero la luz
que caía sobre Su frente no revelaba ningún cuidado por nada excepto por la
seguridad de Sus seguidores. Su alma entera estaba con ellos. Ese sudor
sangriento significaba un corazón que fluía con amor por cada poro por aquellos
que Su Padre le había dado y que había preservado durante tanto tiempo. Yo no
dudo de que se sintiera débil por la terrible agonía. Debe de haber sido
llevado al punto más bajo de tolerancia por esa agonía, pero aun así siguió
pensando en Sus discípulos. Amados, cuando ustedes y yo enfermamos y estamos
débiles, los demás no esperan que pensemos en ellos. Cuando estamos débiles y
enfermos nos volvemos un poco egoístas: necesitamos agua para humedecer
nuestros labios, esperamos que nuestros amigos nos cuiden y enjuguen el sudor
de nuestra frente. No sucedió así con nuestro Maestro. Él vino, no para ser
servido, sino para servir y lo hace diciéndole a la turbamulta: “Si me buscáis
a mí, dejad ir a éstos”.
Y observen, queridos
amigos, que nuestro Señor Jesús no sólo corría el mayor peligro y sufría la
gran debilidad de Su agonía, sino que enfrentaba la plena expectativa de una muerte cruel. Él sabía todo lo que
iban a hacerle. Cuando ustedes y yo tenemos que sufrir, desconocemos lo que nos
espera; es una circunstancia feliz que no lo sepamos. Pero Jesús sabía que le
abofetearían y que le vendarían los ojos, que le escupirían en el rostro, que
le azotarían, sabía que la corona de espinas le desgarraría las sienes, sabía
que sería conducido como un malhechor llevando el patíbulo a cuestas. Sabía que
clavarían Sus pies y Sus manos al cruel madero, sabía que clamaría: “Tengo
sed”, sabía que Su Padre debía desampararle en razón del pecado del hombre que
sería puesto sobre Él. Él sabía todo eso; esas gigantescas olas del Atlántico
del dolor ya arrojaban su espuma en Su rostro; Sus labios estaban salados con
la salmuera de Su pena venidera; pero Él no pensaba en eso; Su único
pensamiento era para Sus amados, aquellos que Su Padre le había dado. Hasta la
muerte Él pondrá Sus ojos en Sus ovejas y sujetará Su cayado de Pastor con el
que mantendrá alejado a su enemigo. ¡Oh, el amor de Cristo totalmente absorbente
y que le consume por completo! Verdaderamente era como carbones de enebro que
tienen una llama muy vehemente. Amados, ¿conocen ustedes ese amor? Si es así, sus
corazones han de corresponderle, amándole a cambio con toda la fuerza de su
vida y toda la riqueza de su ser. Aun entonces no podrían amarle nunca como Él
los ha amado.
Debo agregar que era aún
más notable que Jesús continuara pensando en Sus discípulos en un momento en
que Él sabía lo que eran. Ellos
habían estado durmiendo aun cuando Él estaba cubierto del sudor sangriento. Incluso
los tres que había seleccionado como Sus guardaespaldas y que había ubicado a
una distancia como de un tiro de piedra de Su terrible agonía, se habían
dormido. Jesús también sabía que todos los once le abandonarían y huirían, y
que uno de ellos incluso le negaría; con todo, pensó en ellos. Oh, Señor, ¿cómo
puedes pensar en las criaturas pecadoras que somos nosotros? Me alegra que
estos apóstoles no fueran perfectos. No debemos regocijarnos con nada que sea
malo, pero aun así, a mí me sirve de consuelo saber que Jesús los cuidaba
aunque no fueran sino unas pobres criaturas, pues ahora puedo creer que Él me
ama. Aunque me duermo cuando debería estar despierto y velar con Él, con todo,
Él me ama. Aunque yo huya bajo el embate de una fuerte tentación, Él sigue
amándome; sí, y aun si yo llegara a negarle, con todo, yo puedo entender que
así como amó a Pedro, seguirá amándome todavía. ¡Oh santos defectuosos, ustedes
que le aman y, sin embargo, a menudo le fallan, ustedes que confían en Él y,
sin embargo, a menudo están desalentados, acopien fuerzas, se los ruego, con
base en este maravilloso amor de Jesús! ¿Acaso no es el amor de Cristo una suma
de milagros, todos los portentos compactados? No es un tema sorprendente que Él
ame, pero sí lo es que ame a tales gusanos como somos nosotros, que nos amara
cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, que nos ame para vida,
que nos ame a pesar de nuestras faltas, que nos ame a la perfección y que nos
ame hasta llevarnos a compartir Su gloria. Regocíjense, entonces, por este
portentoso cuidado de Cristo, el Cristo que moría con un incesante cuidado por
Sus discípulos.
II. Pero
ahora, en segundo lugar, SU CUIDADO SE EXTIENDE A SUS CUERPOS.
No me voy a extender sobre
este punto, pero quiero que noten algo de la dulzura que contiene. Mientras les
leía hace unos instantes, habrán notado que nuestro Señor dijo: “De los que me
diste, no perdí ninguno”. Seguramente quiso decir que los guardó para que no se
descarriaran en el pecado, ¿no es cierto? ¿No quiso decir que los guardó para
eterna salvación? Sin duda que así fue; pero lo mayor incluye a lo menor. El
que guarda a un hombre, guarda a todo el hombre: espíritu, alma y cuerpo.
Entonces nuestro Señor Jesús interpreta aquí Su propia oración, que tenía que
ver con las almas de Su pueblo. Él principalmente la interpreta en cuanto a sus
cuerpos, pues ordenó a los que vinieron para prenderle que dejaran ir a Sus
discípulos, diciendo: “Pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”.
Ustedes me dirán: “Esa
es una interpretación menor de una expresión mayor”. Yo sé que lo es, y este es
su consuelo, que si hay pequeños significados para las promesas, pueden
citarlos y rogar por ellos, así como también creer y orar por el mayor e inmensurable
significado de las promesas. A mí me gusta creer que Aquel que me ama como un
espíritu inmortal, me ama como un hombre mortal. Aquel que me ama como seré
delante de Su trono en gloria, me amó tal como era cuando estaba sostenido en
el pecho de mi madre, y me ama tal como soy ahora, con muchas debilidades y
endebleces que se adhieren a mí. Aquel que cuida el alma, cuida también el
cuerpo.
Noten que este cuidado de nuestro Señor fue eficaz. ¿No
es algo singular que ninguno de aquellos soldados y siervos del sumo sacerdote
tocara a uno solo de los once? ¿No es notable que Malco, al haber perdido su
oreja derecha, no sintiera que era su deber arremeter contra Pedro? Pero el
Salvador se interpone y simplemente toca la oreja herida, y la sana, y a Pedro
le permiten que se vaya. Ese acto de Pedro bastaba para iniciar una batalla
campal en derredor. Y sabemos que los once sólo contaban con dos espadas. Sólo
habrían podido presentar una débil oposición contra una compañía de hombres
armados; sin embargo, ni uno solo de ellos fue lesionado. ¡Cuán bien protege
Jesús a los Suyos!
Y es todavía más notable
que los apóstoles no se vieran afectados en el momento de la muerte de Cristo.
No me hubiera sorprendido en absoluto si la turba que clamaba: “¡Crucifícale,
crucifícale!”, hubiese dicho también: “Aquí están algunos de Sus discípulos; matémoslos
también a ellos; agravemos las agonías del moribundo Nazareno matando a Sus
discípulos en Su presencia”. Sin embargo, ningún perro movió su lengua en
contra de ellos. Y cuando se reportó que Cristo había resucitado de los
muertos, ¿por qué Sus enemigos no cayeron sobre María Magdalena y el resto de
las mujeres? Cuarenta días estuvo Jesús en la tierra, y yo no encuentro que en
todo ese tiempo hubiera habido algo que obstaculizara las idas y venidas de alguno
de Sus discípulos en alguna parte. Después de que el Espíritu Santo hubo sido
derramado vino un tiempo de persecución, pero hasta entonces no estaba en la
mente del Salvador que los judíos tocaran a alguno de Sus discípulos, y no
pudieron hacerlo. El diablo no puede ir más lejos de lo que su cadena le
permite, y los peores enemigos de Cristo no pueden hacer nada más que lo que
Cristo les permite. ¡Qué cuidado tan eficaz fue el del Maestro que mantuvo el
amplio escudo de Su divina protección no solamente sobre los once, sino también
sobre todo el resto de los fieles! Él experimentaba Sus peores momentos cuando
le prendieron y le ataron y se lo llevaron, pero aun entonces protegió a Su
pueblo de todo mal con Su palabra soberana, tanto en cuanto a sus cuerpos como
a sus almas.
Noten también que fue necesario que tuvieran una protección
especial. Jesús tenía la intención de que todos ellos siguieran vivos
después de Su muerte para que fueran testigos de Su resurrección. Ellos eran un
pequeño puñado de grano para siembra, y Él no iba a tolerar que ningún grano se
desperdiciara, porque era por medio de ese precioso trigo que Su Iglesia iba a
ser alimentada y el mundo iba a ser sembrado con vida espiritual.
Además, todavía no
estaban listos para enfrentar la persecución. Posteriormente la enfrentaron
viril y gozosamente; pero en aquel momento, mientras el Espíritu de Dios no
hubiese sido derramado, eran unos pobres niños débiles. Hermanos, el Señor
Jesucristo puede resguardarnos de la enfermedad y de todo tipo de aflicción
corporal hasta que seamos aptos para soportarlo, y Él también puede
preservarnos de la muerte hasta que nuestra labor sea cumplida. Es un buen
dicho, aunque no pertenece a
Además, el cuidado que Dios prodigó a Su pueblo fue
mucho mejor que el propio cuidado de ellos. Vean, Pedro va a cuidar a su
Maestro y enreda las cosas; pero cuando su Maestro lo cuidó, fue un asunto muy
diferente. Pedro va a luchar por sus hermanos: saca la espada y corta la oreja
de Malco, y Pedro probablemente lamentó no haberle cortado la cabeza. Pero,
¿qué bien hizo Pedro? Sólo incrementó el peligro en el que se encontraban; provocó
que los hombres sintieran mayor furia contra ellos. Pero la palabra de Cristo
era de amplio alcance; allí había suficiente defensa para todos los apóstoles:
“Dejad ir a éstos”, y ellos se fueron. Hermanos y hermanas, nosotros
obtendríamos mejores resultados en muchas cosas si no hiciéramos nada en
absoluto. Hay muchas personas que cuando se están ahogando, se hunden más
rápidamente por los esfuerzos que hacen por evitarlo. Me han informado que si
se quedaran quietos sobre sus espaldas, flotarían; y yo creo que, en muchos
problemas, hacemos que el problema sea diez veces mayor por patalear y
forcejear. “Guarda silencio ante Jehová, y espera en él”. Hazlo especialmente
si se tratara de un escándalo. Si alguien habla mal de ti, no le respondas. Yo
he tenido muchísima experiencia de ese tipo –tal vez tanto como el que más- y
me he encontrado siempre con que si recibo una mancha de lodo en cualquier
lugar de mi saco, y procedo a quitarla, se ha puesto peor que antes. Hay que
dejarla que se seque; entonces saldrá fácilmente. Aun entonces tal vez sería
mejor que dejaras que alguien más se encargara de cepillar tu ropa y limpiar
tus zapatos; tú mismo no podrías hacerlo tan bien como si alguien más lo
hiciera por ti. Repito que obtendríamos mejores resultados si no hiciéramos
nada. A estos once apóstoles les fue mejor una vez que Pedro hubo guardado esa
fea y vieja espada suya y hubo abandonado la lucha, y cuando a una palabra de
su Maestro se alejó sano y salvo de los hombres armados que habían arrestado a
su Señor.
Amados, ustedes están
muy bien si están en las manos de Jesucristo; están bien en cuanto a su cuerpo,
bien en cuanto a su estado, bien en cuanto a su carácter, bien en cuanto a las
cosas pequeñas así como en cuanto a las cosas grandes, si simplemente dejan
todo en esas manos amadas que nunca fallan porque actúan para ese amado corazón
que nunca cesa de latir con infinito afecto por todos aquellos que el Padre le
dio.
III. Me
he demorado por más tiempo del que pretendía, así que llego ahora al tercero y
último punto, que es: EL CUIDADO DE CRISTO LE CONDUJO A OFRECERSE EN VEZ DE SU
PUEBLO.
Jesús dijo: “Pues si me
buscáis a mí, dejad ir a éstos”. Esto equivalía a decir: “No pueden hacerme daño a mí y a mi pueblo a la vez”. Esta es una
gran verdad, aunque yo se las expongo sencillamente a ustedes. Cuando salen los
juicios de Dios, no es posible que caigan sobre Cristo y también sobre Su
pueblo. ¿Fue Jesucristo el Sustituto de Su pueblo? Concédanlo; entonces, si el
castigo del pecado cayó sobre Cristo, no puede caer sobre aquellos por quienes
Cristo murió. No va de acuerdo con la justicia natural y mucho menos con la
justicia divina que el Sustituto sufra primero, y luego que sufra también la
persona a quien sustituyó. Eso no puede ser. ¿Por qué tener entonces un
Sustituto, a menos que ese Sustituto exonere por su sufrimiento a los que
sustituyó? Les voy a dar una ilustración muy sencilla, la encontrarán en el
Libro de Deuteronomio. Allí está la antigua ordenanza divina que establecía que
si un hombre encontraba un nido de pájaro y había pichones en el nido, si
tomaba a los pichones tenía que dejar ir libre a la madre; no debía tomarlos a ambos;
eso iba en contra de la ley divina. Así, o muere Cristo o muere Su pueblo, pero
no ambos. La justicia no acepta que ambos sufran, y el Señor Jesucristo
articula esa grandiosa ley cuando dice: “Si me buscáis a mí, heme aquí, pero dejad
ir a éstos, pues no pueden prendernos a ambos”. Eso sería contrario a la
sagrada ley y a la divina equidad que yace en el fondo de todo lo que es
verdadero. ¿Murió por mí Cristo, mi Rescate? Entonces yo no moriré. ¿Pagó Él mi
deuda? Entonces está saldada y no seré llamado a pagarla.
“Sí Tú has obtenido mi exoneración,
Y voluntariamente soportaste en lugar mío
Toda la ira divina;
Dios no puede exigir el pago dos veces,
Primero de mano de mi sangrante Fianza,
Y luego nuevamente de la mía”.
¿Sufrió Jesús fuera de la puerta de la ciudad? Entonces, alma
mía, vuélvete a tu reposo puesto que Él murió por ti. La justicia no podía
reclamarle tanto a
Cristo sufrió en vez de
Su pueblo. ¿Qué pues? Como les he dicho antes, no pueden sufrir por lo mismo;
por tanto, como Jesús sufrió, ustedes,
que son Su pueblo, quedan exonerados. Tal vez tú desciendas a la tumba y a
menos que el Señor venga pronto, nosotros moriremos; pero, como Jesús murió, la
muerte no puede retenernos. La trompeta de la resurrección hará sonar su nota
de plata, y este será el mensaje para el sordo y frío oído de la muerte:
“Puesto que Yo morí, deja ir a éstos”, y cada sepulcro se abrirá y las cavernas
de la muerte no retendrán más los cuerpos de los santos, sino que de los lechos
del polvo y de la silente arcilla, todos los redimidos de Cristo resucitarán.
La muerte lo buscó, y por tanto, la muerte tiene que dejar ir a quienes le
pertenecen; y en cuanto a la justicia, viene el día terrible y tremendo, el día
por el que fueron hechos todos los demás días, el día del juicio y de la
condenación de los impíos. ¿Me presentaré temblando delante de ese tribunal
eterno? No, no será así. ¿Sentiré que la tierra tiembla a mis pies, y veré al
cielo partiéndose sobre mí y a las estrellas cayendo como hojas marchitas en
otoño? Sin duda así será. ¿Vendrá el ángel vengador con su terrible espada de
fuego, y arrasará con nosotros, pobres pecadores? Lo hará, a menos que estemos
en Cristo; pero si estamos entre los redimidos con sangre, tendrá que detener
su venganza de fuego pues saldrá voz del resucitado y reinante Salvador
diciendo: “Tú me heriste, deja ir a éstos”, y como Él murió por nosotros, nos
iremos. ¿Por dónde? Por aquellas escaleras relucientes, hechas de luz; allá
arriba donde los ángeles vienen y van, nos abriremos paso como niños que suben
por las escaleras de su casa, nos iremos arriba, al mundo de luz y al hogar de
gloria donde el rostro de nuestro Salvador es el sol, y Su presencia constituye
el cielo. Sí, y este será el permiso para que ascendamos allá: que Jesús nos
amó y murió para redimirnos de nuestros pecados.
Con esto concluyo,
queridos oyentes. Cuando vengo a este púlpito, y especialmente en los últimos
dos o tres domingos por la noche, cuando he sentido como si mi cabeza nadara al
verlos a ustedes, me parezco a alguien parado sobre un alto acantilado, medio
temeroso de permanecer allí, y me digo: “¿Les predicaré por mucho tiempo a
estas personas?” Bien, bien, ya sea que lo haga o no, quisiera recalcar esta
pregunta para sus conciencias ya que los veré en aquel gran día ¿tienen ustedes una porción en el amor y el
cuidado de Jesús? ¿Llevó Él sus pecados en Su propio cuerpo en el madero?
¿Creen en Él? Es decir, ¿confían en Él? ¿Han puesto sus almas en Sus manos para
que Él las salve? Si es así, ustedes son salvos en Él.
Dime a continuación,
querido amigo, ¿le obedeces? ¿Es Él tu Dios y Señor? ¿Es Su voluntad la suprema
ley de tu vida? ¿O deseas que así sea, y oras porque así sea? Entonces puedes
proseguir tu camino, pues Cristo estuvo en tu lugar. ¿Sufres con Él? ¿Estás
dispuesto a sufrir por Él? Hay algunos que están dispuestos a ir con Cristo siempre
y cuando calce Sus zapatillas de plata, y lleve Su manto de púrpura y Su corona
enjoyada. ¡Cuán buenos son! ¡Cuán valerosamente dirán: “yo soy un cristiano”,
cuando todo el mundo les arroja flores de primavera a su paso! Sí, pero cuando
la gente se burla, y te llama un viejo puritano, un metodista, un
presbiteriano, o algún otro nombre burlesco, y cuando aquellos que te predican
son muy maltratados y dicen cosas malas de ellos, ¿puedes ponerte del lado de
un Cristo despreciado? ¿Puedes estar al pie de Su cruz? ¿Puedes reconocerlo
cuando la sangre está goteando por Sus heridas, cuando todo el mundo le saca la
lengua y tiene palabras ofensivas para el Crucificado? ¿Puedes decir: “yo le
sigo amando”? Recuerda a la buena mujer escocesa, cuando Claverhouse había
asesinado a su piadoso marido. “¡Ah!”, -le dijo él- “¿qué piensas de tu buen
marido ahora?” Y ella respondió: “Yo siempre pensé que mi varón era muy hermoso;
pero nunca vi su aspecto tan hermoso como se mira ahora que ha muerto por su
Señor”. ¿Puedes decir lo mismo de Cristo? Él fue siempre precioso para mí; yo
lo amo de cualquier manera, pero cuando veo que se pone su manto carmesí, y que
sangra por cada poro por mí, cuando lo rubíes están en Sus manos y en Sus pies,
y veo que sigue siendo despreciado y desechado entre los hombres, lo amo más
que nunca; y yo amo Su cruz, y la tomo; yo amo Su vergüenza, y Su vituperio, y
los considero “mayores riquezas que los tesoros de los egipcios”. Si sucede así
contigo, si tú estás con Él en Su vergüenza, yo te garantizo que tú estarás con
Él en Su gloria. Yo considero que es una posición mezquina estar sólo con un
Cristo reinante en la tierra, e ir con Él sólo cuando hay buen tiempo. ¡Oh,
pero este es el sello y la prueba del amor, si estás con Él cuando los copos de
nieve golpean tu rostro y la tormenta se precipita contra ti, y, sin embargo, puedes
seguir valerosamente si Él te guía en el camino! ¡Que Dios los convierta en ese
tipo de seguidores del Crucificado! ¡Que sus pies sepan en qué consiste ser
atravesados por espinas, o de otra manera su cabeza no sabrá nunca en qué
consiste sentir el peso de la diadema de gloria! ¡Que estén dispuestos a ser
despreciados y rechazados, pues si no, se habrán despojado de su corona! ¡Que
Dios los bendiga, queridos amigos, y bendito sea Su nombre por ayudarme otra
vez a hablarles a ustedes en esta noche! Amén.
Traductor: Allan Román
27/Febrero/2014