El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Pobreza y Riquezas
NO. 2364
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL JUEVES 22 DE MARZO DE 1888
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y TAMBIÉN LEÍDO EL DOMINGO 10 DE JUNIO DE 1894.
“Porque ya conocéis la gracia de
nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico,
para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”. 2 Corintios 8: 9.
Estoy muy extenuado esta noche ya que he tenido
que hacer un supremo esfuerzo casi ininterrumpidamente, día tras día, para
dirigirme a grandes auditorios. Pensé, por tanto, que el único tema que podría
manejar sería algo apacible, que no requiriese de grandes pensamientos, ni de
parte del predicador ni de sus oyentes. Necesito darme un baño y descansar
mientras les hablo a ustedes y, por ventura no les dañe a ustedes tampoco, pues
no dudo de que se cansen a menudo con las preocupaciones cotidianas. Así que no
vamos a considerar ningún problema difícil, ni ninguna doctrina misteriosa en
estos momentos; antes bien, sólo hablaremos de cosas que conocemos.
El texto comienza así: “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor
Jesucristo”. Ustedes conocen eso, pues lo creen. No guardan ninguna duda de que
hubo una maravillosa gracia en el corazón del Señor Jesucristo. La gracia es un
atributo del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; y ustedes saben que hubo
infinita gracia, favor y compasión en el corazón del Señor Jesucristo; y fue
eso, y no los méritos de ustedes, lo que le indujo a abandonar las
prerrogativas reales del cielo y soportar los sufrimientos y las aflicciones de
nuestra condición moral. “Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo”.
Ustedes conocen también esta gracia porque han
aprendido a percibir su resultado. No sólo la conocen como una semilla, sino
que conocen las benditas flores que han brotado de ella porque, en Su gracia,
Él se hizo pobre para que ustedes fuesen enriquecidos; y, al tomar de esas
riquezas que Él ha conseguido para ustedes, no sólo han bebido de Su amarga
copa, sino que han bebido del vino adobado de Sus granadas, de tal manera que
ahora conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo por su fruto y su
resultado.
Yo pienso que el apóstol quiso decir aquí que
conocemos también la gracia de nuestro Señor Jesucristo por medio de lo que Él ha
hecho por nosotros. Podríamos haber sabido, en realidad, que Jesús era
misericordioso; pero no habríamos podido verlo ni conocerlo en la práctica si
Él, habiendo sido rico, no se hubiese hecho pobre para que nosotros, con Su
pobreza, fuésemos enriquecidos. La manera en que el apóstol muestra esa verdad
es justamente así.
El apóstol estaba exhortando a los cristianos
corintios a la liberalidad. Ellos constituían una comunidad mucho más rica que
la iglesia de Filipos; pero Pablo les dice que las iglesias de Macedonia, de su
pobreza habían sido a menudo muy generosas con los pobres, y persuade a esos
corintios, que gozaban de mayor prosperidad, a no verse superados por los
filipenses. Después de que Pablo les hubo citado ese ejemplo, sintió que podía
recurrir a un argumento mucho más sólido. Parecía decirles: “¿Cómo he de
conocer la gracia que poseen si no es por sus obras? ¿Cómo he de saber que
tienen a Cristo en sus corazones si no es por lo que dan de gracia para ayudar
a sus amigos más pobres? Luego proporciona este versículo como la prueba de que
hemos de ver la gracia por los resultados que produce: “Ya conocéis la gracia
de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico,
para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”.
La misma ley que dice que la gracia interna debe
ser manifestada por la acción externa, se aplica a Cristo y a nosotros. Si Él
no se hubiera hecho pobre para hacernos ricos, ¿cómo habríamos conocido
plenamente Su gracia? Y si ustedes y yo no diéramos, de nuestro dinero y de
nuestros talentos, a los pobres y a la causa de Cristo, ¿cómo sabríamos y cómo
sabrían los demás que hay alguna gracia dentro de nuestros corazones?
Amados, tal como lo he dicho antes, ustedes
conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo no solamente porque han oído de
ella, sino porque la han visto, porque han gustado y han experimentado la
gracia de nuestro Señor Jesucristo. Su esperanza del cielo descansa en esa
gracia y su consuelo cotidiano descansa allí. Si Cristo no fuera
misericordioso, ustedes estarían sin la gracia. Si no conocieran Su gracia, con
toda seguridad no tendrían ninguna gracia propia, pues es de Él, como de una
fuente que fluye perennemente, de quien todas las corrientes de gracia les
vienen a ustedes. Bienaventurados los hombres y bienaventuradas las mujeres
que, en el momento en que leo este texto: “Ya conocéis la gracia de nuestro
Señor Jesucristo”, pueden decir: “¡Sí, en verdad yo la conozco, gloria sea dada
a Dios!”
Esta noche tengo que hablar de dos cosas; ambas
son muy simples, y están en la superficie del texto. La primera es: la pobreza de nuestro Señor Jesucristo; y
la segunda es: las riquezas de Sus
santos.
I. Primero, hemos de pensar en LA POBREZA DE
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO: “Por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico”.
Esta pobreza fue voluntariamente asumida por
nuestra causa. No había ninguna necesidad de que Cristo fuera pobre, excepto
por causa nuestra. Algunas personas nacen pobres, y pareciera como si, a pesar
de todas sus luchas, no pudieran nunca salir de la pobreza; pero puede decirse
verdaderamente de nuestro Señor Jesucristo que “era rico”. ¿He de llevarlos en
el pensamiento a las glorias de la eternidad cuando, como Dios verdadero de
Dios verdadero, moraba en el seno del Padre? Era tan rico que todo lo que
poseía era como nada para Él. No dependía de ninguno de los ángeles que había
creado, ni Su gloria estaba sujeta a ninguna de las obras de Sus manos.
Verdaderamente el cielo era Su morada; pero habría podido crear diez mil cielos
si hubiera querido hacerlo. Todos los más grandes portentos que realizó no eran
sino muestras de lo que podía hacer. Dentro de Su poder estaba toda la posibilidad
de tener una riqueza inconcebible e inmensurable; sin embargo, hizo a un lado
todo eso, se privó del poder de enriquecerse y descendió a la tierra para
ayudarnos. Su pobreza era plenamente voluntaria; había una necesidad impuesta
sobre Él, pero esa única necesidad era Su propio amor. No había ninguna
necesidad, en lo que a Él concierne, para que nunca fuera pobre; la única
necesidad era que nosotros estábamos necesitados, y Él nos amó de tal manera
que quiso rescatarnos de la pobreza y hacernos eternamente ricos.
La pobreza de nuestro Señor fue también muy
enfática. Yo creo que es muy cierto que nadie sabe tanto lo que significa ser
pobre como la persona que fue rica una vez. Quien conoce verdaderamente la
mendicidad es el emperador caído que tiene que mendigar. Quien sabe
verdaderamente en qué consiste la pobreza es el hombre que una vez poseyó abundantes
acres y que al final tiene que rentar un alojamiento en un desván.
Así sucedió con el Salvador; Él era
enfáticamente rico. No se puede comprimir dentro la palabra “rico” todo lo que
Jesús fue; se siente que ‘rico’ es una palabra muy pobre, aunque sea rica, para
describir Su condición celestial. Él era enfáticamente rico; y así, cuando
descendió a la pobreza, fue una pobreza con un énfasis puesto en ella, ya que
el contraste era muy grande. La diferencia entre el hombre más rico y el más
pobre no es nada simplemente comparada con la diferencia entre Cristo en la
gloria de Su Deidad y Cristo en Su humillación, pues el abatimiento fue
inmensurable. No podrían describir Sus riquezas, y no podrían describir Su
pobreza. Ustedes no han tenido nunca la menor idea de cuán alto estaba, como
Dios; y no podrían imaginar nunca cuán bajo se abatió cuando clamó: “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
Su pobreza, entonces, fue asumida voluntariamente,
y fue enfatizada por el contraste con las riquezas que antes poseía. Ahora
tratemos de examinar algunos de los detalles de esta pobreza.
Primero, esta pobreza de Cristo fue vista en Su condición. Ser hombre constituía
para Él una gran pobreza. La condición humana es una pobre cosa cuando se la
compara con la Deidad. Cuán estrecho espacio llena el hombre; pero Dios es
infinito. Cuán poco puede hacer el hombre; sin embargo, Dios es omnipotente.
Cuán poco, en verdad, sabe el hombre; pero Dios es omnisciente. Cuán confinado
está el hombre a un solo lugar; pero Dios es omnipresente. Yo no digo que Jesús
cesó nunca de ser Dios, pero nosotros recordamos en verdad que se hizo hombre,
y al hacerse hombre, se volvió pobre en comparación con Su condición como Dios.
Pero entonces, como hombre, fue también un hombre pobre. Él podría haber nacido
en salones de mármol, blandir el cetro del imperio universal y recibir desde Su
nacimiento el homenaje de toda la humanidad. Pero en vez de eso, ustedes lo
saben, fue conocido como el hijo del carpintero; Su madre fue sólo una humilde doncella
judía, y su lugar de nacimiento fue un establo, una pobre posada para el
Príncipe de los reyes de la tierra. La primera etapa de Su vida la pasó en un
taller de carpintero, y después, Sus compañeros fueron mayormente unos pobres
pescadores. No se le encuentra frecuentando la compañía de senadores ni de
filósofos ni de los grandes de la tierra; antes bien, va de un humilde hogar a
otro, y para Su sustento depende de las dádivas de Sus seguidores. Ciertas
mujeres le ministraban de sus bienes. Él estuvo toda Su vida familiarizado con
la pobreza, al punto que podía decir: “Las zorras tienen guaridas, y las aves
del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza”. Ustedes
recuerdan ese pasaje que está dividido de manera que un nuevo capítulo da
comienzo en el punto en que no debería haber ninguna división: “Cada uno se fue
a su casa; y Jesús se fue al monte de los Olivos”, pues Él no tenía una casa;
Su único hogar estaba entre los olivos donde imploraba a Su Dios.
Luego recuerden que Cristo, mientras estuvo
aquí, fue un siervo; era el siervo del Padre. No estimó el ser igual a Dios
como cosa a que aferrarse y tomó forma de siervo. Ha
sido bien llamado por los ‘Latinos’ “Servus
servorum”, el siervo de los siervos; y lo ven en ese carácter cuando se
levanta de la cena, se quita Su manto, toma una toalla, se la ciñe, y poniendo
agua en un lebrillo, comienza a lavar los pies de Sus discípulos. Bien dijo: “Yo
estoy entre vosotros como el que sirve”. Aquel, ante quien el refulgente
serafín vela su rostro y yace abatido en humilde adoración, lava los pies de
Sus discípulos. Pueden entender, entonces, cómo es contado entre los pobres, en
Su condición.
Tal vez la pobreza de Cristo, en cuanto a Su
condición, es vista más claramente en Su asociación no sólo con discípulos
pobres, sino con los despreciados de la humanidad. Los fariseos dijeron
verazmente: “Este a los pecadores recibe, y con ellos come”. Ésta fue la
ocasión cuando Lucas escribió: “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y
pecadores para oírle”. Se hizo su compañero para su bien, pues había venido a
buscar y a salvar lo que se había perdido. Él condescendió a estar en medio de
los más viles; es más, Él no se inclinaba hacia ellos algunas veces, sino que
siempre parecía estar en medio de ellos, siempre escarbando en el cieno para
encontrar las joyas que se habían perdido allí. Entonces, amados, ustedes verán
que como hombre, como un hombre pobre, como un siervo, y asociándose con los
más viles de los hombres por su bien, Cristo, en verdad, se volvió pobre en Su
condición.
El segundo punto de Su pobreza fue en Su reputación. Toda la gloria le
pertenecía a Cristo, y las alabanzas de todo el ejército celestial le eran ofrecidas a Él gozosamente, pero se despojó a Sí mismo. A
menudo, cuando todavía estaba aquí, los hombres lo trataban con todo el
escarnio y el desprecio que podían expresar. Permítanme citar despacio estas
palabras: “Entonces le escupieron en el rostro”. Le vendaron los ojos; le
golpeaban el rostro; le pegaban con las palmas de sus manos, diciendo:
“Profetiza, Cristo, ¿quién es el que te golpeó?” Le llamaban: “Este es un
hombre comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores”. Lo
despojaron de Su reputación; algunos incluso llegaron tan lejos como para decir
que obraba Sus milagros por medio de Beelzebú, el príncipe de los demonios. No
era posible que lo pudieran degradar más abajo de lo que lo hicieron; el
escarnio de ellos llegó al límite máximo en contra de este bendito y adorable
Hijo de Dios. Incluso quienes tenían la reputación de ser hombres buenos, a
veces lo tenían en poca consideración. Su madre y Sus hermanos procuraban
entramparlo, porque evidentemente juzgaban que estaba loco; y en el momento de
su más terrible necesidad, todos Sus discípulos huyeron de Él y lo dejaron
solo. En Su mayor apuro ningún hombre le rindió homenaje, sino que todos tenían
un comentario hiriente que hacerle. En este sentido fue pobre: en que se
despojó a Sí mismo.
Yo no sé si alguno de ustedes ha tenido que
hacer nunca lo que les ha tocado hacer a unos cuantos; después de gozar de
buena reputación entre sus hermanos, deliberadamente, sabiendo lo que hacían, han
tenido que hacer aquello que habría de sujetarlos a una mala interpretación, y
al escándalo, y al escarnio, y han tenido que hacerlo por la causa del Señor y sufrir
todas las consecuencias sin respingar. Puedo decirles que para un espíritu
sensible es pobreza, en verdad, ser despojado del respeto que uno ha gozado por
largo tiempo; sin embargo, el Salvador, por amor a nosotros, se quitó cada uno
de Sus vestidos de honor que tenía el derecho de vestir, y se volvió
despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en
quebranto. Ésta fue una parte de Su pobreza: la pobreza de la reputación.
Luego, en tercer lugar, había una pobreza en operación, pues el Señor Jesucristo
en Su propia condición natural era capaz de hacer lo que quisiera; no había
nada que Él deseara hacer que no pudiera hacer. Bastaba que Él juzgara recto
crear o destruir y todo estaba en Su poder; pero cuando vino a esta tierra por
causa nuestra, se hizo pobre. Fue necesario entonces que pusiera una limitación
a Su propia omnipotencia. Tiene hambre; pero es una tentación del maligno la
que le sugiere que debería convertir las piedras en pan. Tiene sed, y a Su
palabra, el agua hubiera saltado del pozo; pero tiene que rogarle a una mujer
de Samaria, y decirle: “Dame de beber”. Él nunca obra un milagro en Su propio beneficio.
Se hace tan pobre en cuanto a Sus operaciones, tan incapaz de ayudarse, como el
más incapaz entre nosotros; y ésto lo hace, fíjense, por una continua determinación
de Su voluntad que permanecería siendo pobre porque así lo había determinado; con
un solo deseo Él habría podido convocar legiones de ángeles para que vinieran
del cielo en Su auxilio. ¿Cómo podría yo admirar suficientemente esta
voluntaria pobreza de operación? Nuestro Señor Jesucristo quiso restringirse a
perder, y a sufrir incluso la muerte, cuando naturalmente poseía el poder de
librarse de todas esas pruebas.
El siguiente tipo de pobreza que veo en Cristo
es en la comunión. Aunque un hombre
fuera muy pobre, si pudiera asociarse siempre con personas de educación y de
refinamiento, suponiendo que fuera un hombre de esa clase, la pobreza para él
sería algo sin importancia. “Nosotros cultivamos” -decían los estudiantes de
Edimburgo- “nosotros cultivamos la literatura con un poco de cereal de avena”,
y nadie parece compadecerlos. Nadie necesita compadecerse de ellos; están muy
dispuestos a tomar cereal de avena si pueden tener la literatura. Si se asocian
con hombres pensantes y hombres de posición, tienen un festín de la razón, y un
desfogue del alma, y están contentos con un poco de cereal de avena, si ese
fuera el costo que tienen que pagar.
Pero nuestro Salvador nunca convivió con alguien
que pudiera ser llamado Su igual ni por un instante; Él no aprendió de nadie.
Había un discípulo a quien Jesús amaba; todos sabemos por qué amaba a Juan:
porque era el más cercano a su Maestro; pero ¡qué diferencia de altura había
entre Jesús y Juan! Cuando un hombre crece por encima de sus semejantes, eso le
conduce a sentir una terrible soledad. Tú podrías ambicionar esa posición,
jovencito, y anhelar alcanzar el pico más elevado del monte; pero hace frío
allá arriba y hay desolación y soledad. Yo creo que cuando eres igual a tus
semejantes disfrutas de un gozo mucho mayor y puedes asociarte con ellos como
tal.
Pero en cuanto a nuestro Señor y Maestro,
siempre parece estar sobre el pináculo del templo o en la cumbre de la montaña.
Yo sé que en Su condescendencia Él nunca está allí; se inclina hacia la gente,
pero, aun así, es una inclinación, e inclinarse, ustedes lo saben, es una
acción que provoca dolor en la espalda; quiero decir que tener que inclinarse
siempre y no tener a nadie que sea tu camarada y tu socio es una acción que
aflige al corazón.
Jesús se privó de la compañía más selecta que
podría haber gozado, tomada del senado de los cielos, de las asambleas de los
perfectos, de la multitud de ángeles. Los seres celestiales pueden ir y venir
casualmente con encomiendas de lo alto; pero Jesús vino aquí principalmente
para asociarse con los pecadores, para que Su mente perfecta estuviera en contacto
constante con los ignorantes, y para que Su espíritu instruido, culto y santo
fuera vejado por seres frívolos y volubles en quienes no se puede confiar. Qué
pobreza debe de haber sentido el fiel, el justo, el veraz y sabio Salvador,
cuando Sus discípulos no podían entenderle; y cuando, conforme develaba algunas
de las más profundas verdades que había venido a revelar, “Muchos de sus
discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él”. Fue una mayor pobreza aún
cuando, en el huerto, levantándose de la agonía y del sudor sangriento,
encontró durmiendo a los tres discípulos que le eran más cercanos, y les dijo:
“¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?” Ah, entonces se encontraba en
las profundidades de la pobreza en cuanto a la comunión de Su espíritu.
Pienso que todavía no hemos alcanzado las más
hondas profundidades de la pobreza del Salvador mientras no lleguemos al hecho
de que cargó con el pecado. Un hombre
puede ser muy pobre en cuanto a bienes materiales, y puede ser capaz de
soportarlo. Pudiera haber asumido las deudas de otro, las cuales podrían
abrumarlo seriamente; sin embargo, la carga no puede quebrantarlo; pero cuando
pierde su carácter sin ninguna culpa propia y sólo porque desea liberar a otro,
y cuando tiene que entrar en contacto con el pecado de otro y no puede evitar
entrar en contacto con él, si su mente es pura e inocente, eso es una terrible
pobreza para él.
Hermanos, el mayor milagro del que me he
enterado es que el Cordero de Dios cargara con el pecado de los hombres, y que
cargara con el pecado de tal manera que lo quitara, porque, recuerden, no había
en Cristo ninguna mancha de pecado de ningún tipo. No había ninguna inclinación
al pecado en Él; y sin embargo, oigan estas inspiradas palabras: “Al que no
conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado”. Por supuesto que el Salvador no
podía ser pecador nunca, y no usaremos ninguna palabra que pudiera sugerir
siquiera un pensamiento así; repudiaríamos con indignación tal idea; empero, Él
ocupó en verdad el lugar del pecador; Él soportó la maldición del pecador: “(porque
está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)”. Es más, incluso me
voy a atrever a decir que, delante del Señor Dios, Él estuvo como el único
pecador, aunque no era ningún pecador; pero el Señor hizo que se encontrara en
Él la iniquidad de todos nosotros. Jesús respondió a la citación de la ley, y
se presentó allí como el Sustituto de Su pueblo, “el Justo por los injustos”, y
todavía más, se presentó allí por los injustos: “Quien llevó él mismo nuestros
pecados en su cuerpo sobre el madero”. Permítanme citarles esas palabras de
nuevo: “Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”.
Para Él, que era “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos”, para Él,
sin quien no se hizo nada de lo que fue hecho, para Él, ante quien los
querubines y serafines continuamente claman: “Santo, santo, santo”, ésta ha de
ser en verdad una pobreza abyecta, pues aunque era rico en santidad, por
nuestra causa se hizo pobre al llevar nuestro pecado.
El límite de Su pobreza y su clímax fue cuando al final murió. Tal vez nunca hemos
comprendido la maravilla que es que Él, “el único que tiene inmortalidad” haya
muerto en realidad. Su espíritu partió, entregó el espíritu, ese espíritu que
había sido un huésped dentro de Su cuerpo, Él entregó ese huésped y Su cuerpo
quedó sin huésped, como una casa vacía. ¡Qué espectáculo es ese (no me
sorprende que grandes pintores hayan tratado de pintarlo), el descenso de la
cruz, la envoltura de Su cuerpo magullado en un lienzo de lino blanco cubierto
de especias preciosas! ¿Puede ser éste realmente el Hijo de Dios, el Redentor
de los hombres? ¿Lo envuelven en una sábana, y los hombres y las mujeres santos
en realidad lo llevan a un sepulcro? Sí, y a una tumba prestada; pues así como
había yacido en una cuna prestada, ahora duerme en un sepulcro prestado. Lo
colocan allí, pues está muerto; Sus ojos están firmemente cerrados igual que
los de cualquier otro muerto, y Sus manos están igual de frías e inmóviles,
pues la muerte de Cristo no fue una muerte imaginaria. El Señor de la vida y de
la gloria murió en realidad, y allí, en el sepulcro de José, fue enterrado, y
de allí se levantó al tercer día. Cuando tiembla la tierra y el ángel rueda la
piedra del sepulcro, díganse a ustedes mismos: “Ya conocéis la gracia de
nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre”, tan pobre que
realmente yació muerto por algún tiempo en el sepulcro de José.
Aquí dejo este primer punto; ¡que Dios el
Espíritu Santo nos ayude a entender la pobreza de nuestro Señor Jesucristo!
II. Pero ahora, queridos amigos, muy rápidamente,
pero, aun así, confío que concienzudamente, quisiera mostrarles LAS RIQUEZAS DE
LOS CREYENTES. Esas riquezas son exactamente paralelas a la pobreza de Cristo.
Nuestro Señor Jesucristo no vino al mundo para hacerse pobre en relación al
dinero para que ustedes y yo pudiéramos volvernos ricos con una riqueza
mundana, pues muchos de los mejores elementos de Su pueblo son tan pobres como
la pobreza misma, en lo concerniente a este despreciable metal; antes bien, así
como Él vino para soportar la verdadera pobreza, también vino para darnos
verdaderas riquezas.
He presentado ante su atención una pobreza que
no radicaba tanto en la escasez de Sus vestidos, o en la austeridad de Su
comida, como en otros asuntos. Entonces, las riquezas que Cristo proporciona no
radican en que nos vistamos con escarlata y lino fino, y en comer suntuosamente
cada día, sino que son similares en carácter a los distintivos de la pobreza de
nuestro Señor.
Primero, entonces, Él hizo a Su pueblo rico en condición. Hermanos y hermanas, somos
siervos, como Cristo lo fue; pero lo que era un abatimiento para Él, es una
elevación para nosotros. Para nosotros no hay mayor honor que ser llamados siervos
del Señor Jesucristo; y servir a los siervos de Dios, ser servus servorum (siervo de siervos), es un privilegio que cualquier
de nosotros ambicionaría. Lavar los pies de los discípulos es ahora un honor
para nosotros, y sentimos que así es. Si al siervo se le permite ser como su
Señor, eso es una gran exaltación para él. Por la pobreza de Cristo nosotros
somos hechos ricos en nuestra condición, de tal manera que hoy somos hijos de
Dios; hoy tenemos acceso al propiciatorio; hoy, Él oye atentamente la voz de un
hombre; hoy, Jesús nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios, y reinaremos por
los siglos de los siglos. La condición del creyente es de elevada exaltación en
la proporción en que la condición de Cristo fue de humillación y pobreza.
Lo mismo sucede con el creyente en su reputación. ¡Oh hermanos, qué
reputación nos ha dado Cristo ahora! Él nos ha dado la reputación que Él desechó,
pues ahora somos justos en Su justicia; somos agradables con el encanto que Él
pone en nosotros; tenemos un nombre y un lugar, mejores que el de hijos e
hijas. Ahora no estamos considerados dentro de los culpables, sino entre los
piadosos; no somos contados entre los rebeldes extranjeros, sino entre los
hijos obedientes. ¡Oh, bendito sea el nombre de Jesús, porque nos ha revestido
de honor cuando se vistió de vergüenza!
Lo mismo es cierto en cuanto a nuestra operación. Yo les mostré cómo
Cristo estrechó y limitó voluntariamente Su poder; pero ¡miren cómo ha ampliado
nuestro poder! Hay un texto que con frecuencia miro y admiro. Jesús dijo: “El
que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará,
porque yo voy al Padre”. Él hace que tengamos un poder casi ilimitado; no somos
nada excepto unos pobres hombres débiles y, sin embargo, ¡cuán maravillosamente
usa Dios a los hombres! ¿No han notado nunca en la Epístolas de Pablo, cómo
representa al ministro de Cristo como siendo tanto un padre como una madre para
un alma recién nacida? Al escribir a Filemón, le dice: “Te ruego por mi hijo Onésimo,
a quien engendré en mis prisiones”. Y a los gálatas les escribe: “Hijitos míos,
por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en
vosotros”. ¿Acaso no es algo muy maravilloso que seamos llamados: “Colaboradores
de Dios”, es decir, nuestra debilidad colaborando lado a lado con la
omnipotencia misma?
Hermanos y hermanas míos, tal vez ustedes no
sepan cuán grandemente Cristo los ha enriquecido. ¿Han comprobado alguna vez
cuán ricos los ha hecho en el poder de la oración? “Abre tu boca, y yo la
llenaré”. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid
todo lo que queréis, y os será hecho”. Nosotros no usamos lo suficiente el grandioso
nombre de Cristo, pero si lo hiciéramos, obraríamos milagros; quiero decir, no
en el mundo material, sino que los milagros espirituales estarían a nuestra
entera disposición. Por Su pobreza de operación, nuestro grandioso Señor Jesús nos
ha enriquecido con un portentoso poder de gracia.
Dije también que se había hecho pobre en comunión, y les mostré cuán estrecho
era el círculo de hombres con quienes Él se asociaba; pero nos ha enriquecido
portentosamente en comunión, de tal manera que hemos ido “a la congregación de
los primogénitos que están inscritos en los cielos”. He aquí, Él nos ha dado
tal comunión consigo mismo que afirma de nosotros, los que creemos: “ése es mi
hermano, y hermana, y madre”. Nosotros tenemos comunión con Dios también: “Nuestra
comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”. ¡Qué
riquezas nos ha dado aquí!
A continuación, ustedes recordarán, hablé acerca
del hecho de que Cristo cargó con el pecado y dije que es un terrible ejemplo
de Su pobreza; pero por Su sustitución tenemos aceptación con Dios. Vean cuán ricos nos ha hecho, pues somos “aceptos
en el Amado”. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios”. Éste
es un pasaje maravilloso en la profecía de Jeremías: “Este será su nombre con
el cual le llamarán; Jehová, justicia nuestra”. Cómo, ¿la iglesia misma es
llamada: “Jehová, justicia nuestra”? Sí, ella toma el nombre del esposo; la
Iglesia tiene el propio título de Cristo conferido a ella. Cristo se hizo
pobre, en verdad, cuando estuvo en nuestro lugar; pero nos ha fijado en un
lugar amplio y rico, dándonos completa aceptación con el Padre por medio de Su
justicia.
Luego, al completar la historia, presenté a
nuestro Señor yaciendo en el sueño de la muerte del sepulcro; pero piensen, oh
amados, que ahora nos ha dado, en consecuencia de esa muerte, vida eterna. Sus propias palabras son: “El
que cree en mí, tiene vida eterna”. “Todo aquel que vive y cree en mí, no
morirá eternamente. ¿Crees esto?” Porque Cristo murió, nosotros vivimos; porque
Él murió, nosotros no moriremos nunca. La pena capital ha sido ejecutada en
nuestro Sustituto, y no puede ser ejecutada nunca más. El castigo no puede ser
infligido primero sobre la Fianza sangrante, y luego sobre aquéllos cuyo lugar
ocupó esa Fianza; por tanto, nosotros vivimos por Su muerte y la segunda muerte
no tiene ningún poder sobre nosotros.
La muerte no es una aniquilación; ninguna
persona sensata se imagina nunca que lo sea. La muerte es la separación del
alma y del cuerpo; la muerte, en su sentido más elevado, es la separación del
alma, de Dios. Nosotros podremos conocer la primera muerte, la separación del
alma del cuerpo; pero la segunda muerte, la separación del alma, de Dios, ésa
nunca la conoceremos, pues Jesús la conoció por nosotros cuando dijo: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Pero ahora, “sabiendo que Cristo,
habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más
de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto
vive, para Dios vive”. ¡Oh, cuán ricos nos ha hecho en la sempiterna vida
indestructible que nos ha conferido por medio de Su muerte expiatoria y de Su
gloriosa resurrección!
Concluyo sólo con estas dos o tres observaciones
que el tema nos sugiere.
Primero, si tal es el resultado de la pobreza de
Cristo, “para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”, ¿cuál habrá de
ser el resultado de Sus riquezas? Si por Su muerte nosotros vivimos, ¿cuál ha
de ser el resultado de Su vida? Si por Su humillación somos enriquecidos, ¿qué
es lo que vendrá de Su gloria? Si por Su primera venida, cuando vino como una
ofrenda del pecado, ha logrado todo ésto, ¿qué no habrá de esperarse cuando
venga una segunda vez sin una ofrenda de pecado para salvación? Intenten
resolver ese problema si pueden.
Aquí tenemos otra consideración. Si la pobreza
de Cristo es tal como he tratado de describirla, ¿cuáles no serán las riquezas
de Su pueblo? Si nuestras riquezas son proporcionales a Su pobreza, ¡cuán ricos
somos! Él fue supremamente pobre; y nosotros, si creemos en Él, seremos
supremamente ricos. Él se abatió muy bajo, y nosotros somos elevados en la
misma proporción. Así es como actúan las balanzas del santuario; conforme Él se
hunde, nosotros somos elevados. ¿Quisieran intentar ver cuán altos deben de estar
de acuerdo a esta norma? ¡Cuántas riquezas han de pertenecerles cuando las
juzgan por la pobreza de Cristo!
La siguiente pregunta es: si tales son nuestras
riquezas, ¿por qué nos quejamos de pobreza? Allá está un hijo de Dios que no
sabe si posee alguna gracia. Mete su mano en el bolsillo de su alma para ver si
puede encontrar un centavo de gracia. Hermano mío, todas las cosas son tuyas si
estás en Cristo, pues agradó al Padre que en Él habite toda la plenitud. Hay
muchos hijos del Rey que tienen el derecho de reinar como príncipes, pero que
continúan viviendo como mendigos. Ellos pesan cada onza que comen; pasan hambre
espiritualmente hasta casi desfallecer. ¿Qué pretenden? ¿Por qué no habrían de
alegrarse en el Señor ustedes, a quienes Dios les ha dado a Cristo, es decir,
les ha dado todo, y por qué no habrían de regocijarse con un gozo indecible y
lleno de gloria?
Concluyo con una pregunta más. Si tal fue Su
pobreza, ¿por qué no habríamos de estar también dispuestos nosotros a ser
pobres para Su gloria? Si Él quiso hacer de lado Su honor, ¿por qué no deberíamos
hacer de lado el nuestro? Si Él renunció a Su tranquilidad, ¿por qué no
renunciamos a la nuestra? Si Él estaba dispuesto a ser un siervo, ¿por qué no
habríamos de ser siervos? Si Él se despojó a Sí mismo, ¿por qué no habríamos de
hacer lo mismo? Eso es muy diferente de la acción de mi amigo que está allá,
que dijo: “Bien, tú sabes, no puedo soportarlo; no creo que deba ser tratado
así; realmente siento que debería ser más respetado”. ¡Ah, pobre alma, si te
conocieras, no hablarías así! ¿Quién entre nosotros merece algún respeto? Nos
llaman: “Reverendos”. Me enferma pensar que algún mortal deba ser considerado
como un “reverendo”. ¿Qué reverencia nos podría ser debida, excepto aquélla que
establece que cada mujer “respete a su marido”? Eso es escritural; pero nunca
se dice que cada oyente debe reverenciar al predicador.
¡Oh, cuán pobres criaturas somos en nuestra
mejor condición! Si Dios nos permitiera que sirviéramos de esteras para las
puertas de la iglesia, sería un honor muy elevado para nosotros. He visto a
veces una escoba fuera de una puerta donde los agricultores vienen a limpiar
sus zapatos; es algo grandioso que un hombre sea justamente eso. Yo pienso que
me estoy acercando bastante para alcanzar ese honor y esa gloria, pues muchas
personas están limpiando sus botas contra mí, justo ahora; y yo estoy muy
contento de que así sea si ellos pueden deshacerse de parte del lodo, y así no
van a arruinar el piso de la casa de Dios. Cada uno de nosotros debe pensar que
lo que le suceda, importa poco; debemos estar dispuestos a morir en una zanja
en tanto que Jesús se siente en el trono y sea establecida en el mundo Su
verdad grandiosa. “Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor
a vosotros se hizo pobre”. Vayan e imítenlo, y estén dispuestos a no ser nada
en absoluto, en tanto que Él sea todo en todo. ¡Que Dios los bendiga! Amén.
Traductor: Allan Román
15/Julio/2010
www.spurgeon.com.mx