El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Bienvenidos Todos
los que Vengan a Cristo
NO.
2349
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 25 DE
FEBRERO DE 1894.
“Al que a mí viene, no le echo fuera”. Juan 6: 37.
Cristo no murió en vano.
Su Padre le dio un cierto número que constituiría la recompensa de la aflicción
de Su alma, y ha de recibir a cada uno de ellos, tal como dijo: “Todo lo que el
Padre me da, vendrá a mí”. La gracia todopoderosa constreñirá dulcemente a
todos ellos a venir. Mi padre me dio recientemente algunas cartas que yo le
escribí cuando comenzaba a predicar. Son epístolas casi pueriles, pero, al
leerlas nuevamente, noté en una de ellas esta expresión: “Cómo anhelo ver la
salvación de miles de seres; pero mi gran consuelo es que algunos serán salvados,
tienen que ser salvados y habrán de ser salvados, pues está escrito: ‘Todo lo
que el Padre me da, vendrá a mí’”.
La pregunta que debe
plantearse cada uno de ustedes es: “¿Pertenezco yo a ese número?” Voy a
predicarles con el propósito de ayudarles a descubrir si pertenecen a ese
“todo” que el Padre le dio a Cristo, el “todo” que vendrá a Él. La segunda
parte del versículo puede ayudarnos a entender la primera parte. “Al que a mí
viene, no le echo fuera”, nos servirá para explicar las palabras previas de
nuestro Salvador: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí”.
No me queda tiempo para
extenderme en el prefacio. Debo adentrarme de inmediato en el tema y tratar de exponer
todo en una forma condensada. Tengan la bondad de prestar atención a la
palabra, pensar en ella y orar por ella; y ¡que Dios el Espíritu Santo la
aplique en todos sus corazones!
I. Primero,
noten en el texto
¿Qué es venir a Cristo?
Bien, implica abandonar todas las otras
confianzas. Venir a alguien, es dejar a todos los demás. Venir a Cristo es
dejar cualquier otra cosa, es abandonar cualquier otra esperanza, cualquier
otra confianza. ¿Confías en tus propias obras? ¿Confías en un sacerdote?
¿Confías en los méritos de
“A Jesús desangrándose en el madero
Vuelve tus ojos y tu corazón”,
y
acude a Él de inmediato, y vivirá tu alma para siempre.
Venir a Jesús quiere
decir, en breve, confiar en Él. Él es
un Salvador; ese es Su oficio; por tanto ven a Él, y confía en que Él te
salvará. Si tú pudieras salvarte a ti mismo no necesitarías un Salvador, y ya
que Cristo ha resuelto ser un Salvador, deja que cumpla ese oficio. Él lo hará.
Ven, y deposita todas tus necesidades a Sus pies, y confía en Él. Resuelve que
si te perdieras, estarías perdido después de haber confiado únicamente en
Jesús, y eso no puede suceder nunca. Ata todas tus esperanzas en un manojo, y
pon ese manojo sobre Cristo. Deja que Él sea toda tu salvación, y todo tu
deseo, y entonces tú serás salvo con seguridad.
Yo les he tratado de
explicar algunas veces a qué se asemeja la vida de fe: es muy semejante a un
hombre que camina sobre una cuerda floja. Al creyente se le dice que no caerá y
él confía en Dios que no caerá; pero cada vez y cuando dice: “¡Cuánta distancia
hay hasta abajo, si me cayera!” Con frecuencia he tenido esta experiencia:
subía por una escalera invisible y no podía ver el siguiente escalón, pero
cuando ponía mi pie sobre él, descubría que era de sólido granito. Yo no podía
ver el siguiente peldaño, y parecía como si debía hundirme en un abismo; sin
embargo, proseguía firmemente en mi ascenso, un paso a la vez, sin ser capaz de
ver jamás nada en esa absoluta oscuridad, según parecía y, sin embargo, siempre
contaba con una luz justo donde la necesitaba.
Yo solía sostenerle una
vela a mi padre, por la noche, cuando aserraba madera en el patio, y él
acostumbraba decirme: “Muchacho, por favor sostén la vela donde estoy aserrando
y no mires a otro lado”. Y a menudo he experimentado -cuando he querido ver
anticipadamente algo que tendría lugar a mitad de la siguiente semana, o del año
entrante- que el Señor pareciera decirme: “Sostén la vela para que alumbre la
parte de la obra que tienes que hacer hoy, y si puedes ver eso, quédate
satisfecho, pues esa es toda la luz que necesitas precisamente ahora”. Supón
que pudieras adentrarte en visión al interior de la siguiente semana;
constituiría una gran misericordia que perdieras tu vista por un tiempo, pues
una mirada de largo alcance que perciba anticipadamente las preocupaciones y los
problemas, no es un beneficio. “Basta a cada día su propio mal”, así como basta
a cada día su propio bien. Pero el Señor educa efectivamente a Su pueblo para
los cielos y lo hace probando su fe en el asunto de Su cuidado cotidiano de
ellos. Con frecuencia, la confianza de un hombre en Dios para la satisfacción
de sus necesidades terrenales, demuestra que ha confiado en el Señor para los
asuntos de mayor peso relacionados con la salvación de su alma. No pintes una
raya entre lo temporal y lo espiritual diciendo: “Dios llega únicamente hasta
aquí; por tanto, no he de llevar tal y tal asunto a Él en oración”.
Recuerdo haber oído
acerca de un cierto individuo de quien alguien comentaba: “Bien, es un hombre
muy raro: ¡el otro día estaba orando por una llave!” ¿Por qué no se podría orar
por una llave? ¿Por qué no se podría orar por un alfiler? Algunas veces pudiera
ser tan importante orar por un alfiler como orar por un reino. Las pequeñas
cosas son a menudo las piezas claves de los grandes eventos. Preocúpense por
traer todo a Dios en fe y en oración. “Por nada estéis afanosos, sino sean
conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con
acción de gracias”.
Me he desviado de mi
tema unos instantes, pero reflexionemos ahora de nuevo sobre este asunto de
venir a Cristo. Venir a Jesús no sólo implica abandonar todas las demás confianzas
y confiar en Cristo, sino que también significa seguirlo a Él. Si confías en Él, tienes que obedecerle. Si pones tu
alma en Sus manos, tienes que aceptarlo como tu Maestro y como tu Señor, así también
como tu Salvador. Cristo ha venido para salvarte del pecado, no en el
pecado. Por tanto, Él te ayudará a abandonar tu pecado sin importar cuál sea.
Él te dará la victoria sobre el pecado. Él te hará santo. Él te ayudará a hacer
todo lo que tengas que hacer a los ojos de Dios. Él puede salvar perpetuamente
a los que por Él se acercan a Dios, pero tienes que venir a Él, si quieres ser
salvado por Él.
Resumiendo todo lo que
he dicho, debes renunciar a cualquier otra esperanza; tienes que aceptar a
Jesús como tu única confianza, y luego tienes que ser obediente a Su mandato y aceptarlo
para que sea tu Maestro y tu Señor. ¿Estás dispuesto a hacerlo? Si no lo estás,
no tengo nada que decirte excepto ésto: ‘todo aquel que no crea en Él perecerá
sin esperanza’. Si no quieres aceptar el remedio de Dios para el mal de tu alma
-el único remedio disponible- no queda nada para ti excepto oscuridad y lúgubres
tinieblas por los siglos de los siglos.
II. Pero,
ahora, en segundo lugar, a la par que hay esta necesidad de un personaje, noten
también
Es un hecho que todo lo
que se necesita es venir a Cristo. ¿Dice alguien: “amigo, yo soy una persona muy oscura; nadie me conoce; mi nombre no estuvo
nunca en los periódicos, ni estará nunca; yo soy un don nadie”? Bien, si el señor
‘Don Nadie’ viene a Cristo, Él no lo echará fuera. ¡Ven, tú, persona
desconocida, tú, individuo anónimo, tú, a quien todo el mundo, excepto Cristo,
tiene en el olvido! Aun si tú
vinieras a Jesús, Él no te echaría fuera.
Otro dice: “yo soy muy raro”. No hables mucho
respecto a eso, pues yo también soy raro; pero, queridos amigos, sin importar
cuán singulares seamos, aunque seamos considerados muy excéntricos y algunos
piensen incluso que estamos un poco tocados de la cabeza, con todo, Jesús dice:
“Al que a mí viene, no le echo fuera”. ¡Ven, señor Raro! No estarás perdido por
falta de cerebro ni tampoco por tener demasiado cerebro, aunque ese no sea un
infortunio muy común. Si vienes a Cristo, aunque no tengas talento, aunque seas
muy pobre y no prosperes mucho en el mundo, Jesús te dice: “Al que a mí viene,
no le echo fuera”.
“¡Ah!”, dice un tercer
amigo, “a mí no me importa ser oscuro, o ser excéntrico, pero la gravedad de mi pecado es lo que me impide ir a Cristo”. Leamos
el texto de nuevo: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Aunque hubiese sido
culpable de siete asesinatos, y de todas las prostituciones y adulterios que
hubieren mancillado jamás al hombre mortal, aunque pudiera ser acusado de
pecados imposibles, con todo, si viniera a Cristo, fíjense, si viniera a Cristo, la promesa de Jesús
sería cumplida inclusive en su caso: “Al que a mí viene, no le echo fuera”.
“Pero” –dice otro- “yo estoy completamente desgastado, soy un
bueno para nada. He pasado todos mis días y mis años en pecado. He llegado
al propio final del capítulo; no valgo la pena para nadie. ¡Apresúrate a venir,
tú, retazo de vida! Jesús dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Tú tienes
que caminar con dos bastones, ¿no es cierto? No te preocupes, ven a Jesús.
Estás tan débil que te asombras de estar con vida a tu avanzada edad. Mi Señor
te recibirá aunque tengas cien años de edad; ha habido muchos casos de personas
que han sido traídas a Cristo incluso después de esa edad. Hay unos ejemplos
muy notables registrados de ese hecho. Cristo dice: “Al que a mí viene, no le
echo fuera”. Si fueras tan viejo como Matusalén, bastaría que vinieras a Cristo
y no serías echado fuera.
“¡Ay!”, -dice alguien-
“mi caso es peor inclusive que el de ese anciano amigo, pues además de ser viejo,
he resistido al Espíritu de Dios. Mi
conciencia me ha remordido muchos años, pero he tratado de encubrirlo todo. He
ahogado todo pensamiento piadoso”. Sí, sí; y es también algo muy triste, pero a
pesar de todo eso, si tú vienes a Cristo, si pudieras correr a toda velocidad
para alcanzar la salvación y venir a Jesús, Él no podría echarte fuera.
Un amigo tal vez diga: “Me temo que he cometido el pecado
imperdonable”. Si tú vienes a Cristo, no lo habrías cometido, lo sé; pues a
todo aquel que venga a Él, Jesús no lo echará fuera. Por tanto, no podrías
haber cometido el pecado imperdonable. Apresúrate a venir, amigo, y si eres más
negro que todo el resto de los pecadores del mundo, mucho más gloriosa será la
gracia de Dios cuando haya demostrado su poder lavándote en la preciosa sangre
de Jesús y dejándote más blanco que la nieve.
“¡Ah!”, -dice alguien-
“tú no me conoces, amigo”. No, mi querido amigo, no te conozco; pero, tal vez,
uno de estos días podré tener ese gusto. “No sería ningún placer para ti, amigo,
pues soy un apóstata. Yo solía ser un
profesante de la religión, pero he renunciado a todo eso y he regresado al
mundo, haciendo intencional y perversamente todo tipo de cosas malas. ¡Ah!,
bien, con solo que vinieras a Cristo, aunque hubieren en ti siete apostasías
apiladas unas sobre otras, Su promesa sigue siendo válida: “Al que a mí viene,
no le echo fuera”. Oh rebelde, sin importar lo que hubiera sido tu pasado y sin
importar lo que sea el presente, retorna a Cristo, pues Él se apega a Su
palabra empeñada, y mi texto no menciona ninguna excepción: “Al que a mí viene,
no le echo fuera”.
“Bien, amigo”, -clama
otro- “me gustaría venir a Cristo, pero no
me siento apto para venir”. Entonces, ven aun estando descalificado, tal
como estás. Jesús dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Si me
despertaran a media noche con el grito de “¡Fuego!”, y yo viera que alguien
estaba junto a la ventana que da a la escalera de emergencia, no creo que me
quedaría en la cama diciendo: “No tengo puesta mi corbata de etiqueta”, o “no
tengo puesto mi mejor chaleco”. No hablaría del todo de esa manera. Saldría por
la ventana tan rápido como pudiera, y bajaría por la escalera de emergencia.
¿Por qué hablas acerca de idoneidad, idoneidad, idoneidad? Me he enterado de un
partidario de Carlos I que perdió su
vida porque se detuvo a encrespar sus cabellos mientras era perseguido por los
soldados de Cromwell. Algunos de ustedes podrían reírse de la insensatez de ese
caballero; pero eso es exactamente lo mismo que tu plática acerca de la
idoneidad. ¿Qué es toda tu idoneidad sino encrespar tus cabellos cuando estás
en peligro inminente de perder tu alma? Tu idoneidad no es nada para Cristo.
Recuerda lo que cantamos al comienzo del servicio:
“No permitas que la conciencia te detenga,
Ni sueñes tercamente con la idoneidad;
Toda la idoneidad que Él requiere
Es que sientas tu necesidad de Él;
Eso te lo da Él;
Es la palanca de apoyo del Espíritu”.
Ven a Cristo tal como
eres, sucio, vil, descuidado, impío y sin Cristo. Ven ahora, ahora mismo, pues
Jesús dijo: “Al que a mí viene, no le echo fuera”.
¿Acaso no hay una
gloriosa amplitud en mi texto: “Al que a mí viene, no le echo fuera”? ¿Quién
es: ‘Al’? Es ‘todo aquel que venga’. ¿Cuál: “Al que a mí viene”? Cualquiera que
venga de cualquier parte del mundo. Si viene a Cristo, no será echado fuera. Un
hombre colorado, o negro, o blanco, o amarillo o un hombre cobrizo, sin
importar quién sea, si viene a Jesús, no será echado fuera.
Cuando quieras describir
algo ampliamente, siempre es mejor que lo declares y lo dejes así. No entres en
detalles; el Salvador no lo hace. Hace algunos años, un hombre, un esposo
amable y amoroso, deseaba dejar a su esposa todas sus propiedades. Quería que
su esposa recibiera todo lo que poseía, como debía ser, de tal forma que estableció
en su testamento: “Lego a mi amada esposa, Elizabeth, todo lo que poseo”. Eso
estaba muy bien. Luego prosiguió a describir en detalle todo lo que le estaba
dejando, todos los bienes sobre los cuales tenía dominio absoluto, en vez de
declararla “heredera universal”. Daba la casualidad que la mayor parte de sus
propiedades estaban en arriendo, y no figuraban en la relación de los bienes en
dominio absoluto de tal forma que la esposa no recibió nada de eso porque su
esposo había optado por dar una descripción detallada en vez de declararla
heredera universal; por culpa del detalle la herencia se le escapó a la buena
mujer.
Ahora, aquí no hay detalle
en absoluto: “Al que a mí viene”. Eso quiere decir que cualquier hombre,
cualquier mujer y cualquier niño bajo los anchos cielos, que vengan simplemente
y confíen en Cristo, no serán echados fuera de ninguna manera. Doy gracias a
Dios porque no hay ninguna alusión a ninguna identidad en especial, como para
que se dijera especialmente: “las personas de tal identidad serán recibidas”,
pues entonces los caracteres que no son mencionados se supondrían excluidos;
pero el texto quiere decir claramente que toda alma que venga a Cristo será
recibida por Él.
III. El
vuelo del tiempo me apremia, por tanto, les ruego que escuchen con atención
mientras les hablo, en tercer lugar, acerca de
Entonces, mi querido
amigo, si vinieras a Cristo, ¿cómo podría
el Señor echarte fuera? ¿Cómo podría hacerlo en consistencia con Su
veracidad? Imaginen a mi Señor Jesús haciendo esta declaración y entregándola
como una Escritura inspirada: “Al que a mí viene, no le echo fuera”, y sin
embargo, echando fuera a alguien, a ese alguien desconocido que está parado en
la esquina. ¡Vamos, sería una mentira; sería una mentira actuada! Les ruego que
no blasfemen de mi Señor, el Cristo veraz, al suponer que pudiera ser culpable
de una conducta como esa. Él podría haber hecho lo que quisiera en cuanto a quién
recibiría hasta el momento de hacer la promesa; pero después de comprometer Su
palabra, se obligó a guardarla por la veracidad de Su naturaleza; y en tanto
que Cristo sea el Cristo veraz, Él tiene que recibir a toda alma que venga a
Él.
Pero déjame preguntarte:
supón que vinieras a Cristo y que Él te echara fuera; ¿con qué manos podría hacerlo? Tú respondes: “Con sus propias
manos”. ¡Cómo! ¿Cristo da un paso adelante para echar fuera a un pecador que ha
venido a Él? Pregunto de nuevo: ¿con qué manos podría hacerlo? ¿Acaso lo haría
con esas manos traspasadas que todavía muestran las señas de los clavos? ¿Acaso
el Crucificado rechazaría a un pecador? ¡Ah!, no; Él no tiene ninguna mano con
la que haría una cruel obra como ésa, pues entregó ambas manos para que fueran
clavadas al madero por los hombres culpables. No tiene ni manos ni pies ni
corazón con los que pudiera rechazar a los pecadores, pues todos esos miembros
fueron perforados en Su muerte por los pecadores; por tanto, no podría echarlos
fuera si vinieran a Él.
Déjame hacerte otra
pregunta: ¿Qué beneficio sería para
Cristo si Él efectivamente te echara fuera? Si mi amado Señor, el de la
corona de espinas y del costado traspasado y de las manos perforadas te fuera a
echar lejos, ¿qué gloria le aportaría eso a Él? Si te arrojara al infierno, a
ti que has venido a Él, ¿qué felicidad le proporcionaría eso? Si te echara
fuera, a ti que has buscado Su rostro, a ti que has confiado en Su amor y en Su
sangre, ¿por qué método concebible eso lo haría más dichoso o más grande? No
puede ser.
¿Qué implicaría tal suposición? Imagina por un momento
que Jesús efectivamente echara fuera a alguien que viniera a Él; si se
comprobara que un alma vino a Cristo y, con todo, Él la echó fuera, ¿qué
sucedería? Bien, ¡habría miles de nosotros que no predicaríamos nunca más! Por
lo pronto yo acabaría con mi oficio. Si mi Señor echara fuera a un pecador que
viniere a Él, yo no podría, con una limpia conciencia, ir a predicar basándome
en Sus palabras: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Además, sentiría que si
Él falló en una promesa, podría fallar en otras. Yo no podría salir a predicar
un evangelio posible pero dudoso. Yo he tener los “haré” y los “así será”
provenientes del trono eterno de Dios; y si no fuera así, nuestra predicación
sería vana y vuestra fe también sería vana.
Vean cuáles serían las
consecuencias si un alma viniera a Cristo y Cristo la echara fuera. Todos los
santos perderían su confianza en Él. Si un hombre quebranta su promesa una vez,
no tiene caso que diga: “Bien, yo soy generalmente veraz”. Has comprobado que
no cumplió su palabra una vez, y no confiarías en él de nuevo, ¿no es cierto?
No; y si nuestro amado Señor, de quien todas Sus palabras son verdaderas y
veraces, pudiera incumplir una de Sus promesas una sola vez, perdería la confianza
de Su pueblo por completo y Su Iglesia perdería la fe que es su misma vida.
¡Ah, Dios mío!, y luego
se enterarían de ésto en el cielo, y un alma que viniera a Cristo y fuera
echada fuera detendría la música de las arpas del cielo, empañaría el lustre de
la tierra de la gloria, y suprimiría su gozo, pues los glorificados susurrarían
entre sí: “Jesús ha quebrantado Su promesa. Echó fuera a un alma que oraba y
creía; entonces Él podría quebrantar la promesa que nos hizo, y podría echarnos
fuera del cielo”. Cuando comenzaran a alabarle, ese acto solitario suyo pondría
un nudo en sus gargantas y no serían capaces de cantar. Estarían pensando en esa
pobre alma que confió en Él pero que fue echada fuera; así que ¿cómo podrían
cantar: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre”, si
tuvieran que agregar: “pero no lavó a todos los que vinieron a Él, aunque había
prometido que lo haría”?
No me gusta hablar
siquiera de todo lo que esa suposición implicaría; es algo muy terrible para
mí, pues se enterarían de ello en el infierno, y se lo transmitirían los unos a
los otros, y un terrible regocijo se apoderaría de los diabólicos corazones del
demonio y de todos sus compañeros, que dirían: “El Cristo no cumple Su palabra;
el alardeado Salvador rechazó a uno que vino a Él. Solía recibir incluso a las
rameras y hasta permitió que una de ellas lavara Sus pies con sus lágrimas; y
los publicanos y los pecadores venían y se juntaban en torno suyo, y Él les
hablaba en tonos de amor; pero aquí está uno… bueno, él era demasiado vil para
que lo bendijera el Salvador; era tan extremadamente descarriado que Jesús no
pudo restaurarlo. Cristo no pudo limpiarlo. Él pudo salvar a pecadores menores,
pero no a los mayores; podía salvar pecadores hace mil ochocientos años. ¡Oh!,
hizo ostentación de la salvación de ellos, pero Su poder se ha extinguido ahora
y ya no puede salvar pecadores”. Oh, en los salones del Hades, qué chistes y
ridiculizaciones serían arrojados contra ese amado nombre, y, ¡casi diría, ‘justamente’,
si Cristo echara fuera a uno que viniera a Él! Pero, amados, eso no puede
suceder nunca; es tan seguro como el juramento de Dios, tan cierto como el ser
de Jehová, que el que viene a Cristo no será echado fuera. Yo gustosamente doy
mi propio testimonio ante esta muchedumbre reunida que:
“Yo vine a Jesús tal como estaba,
Cansado y desgastado y triste;
Encontré en Él un lugar de reposo,
Y Él me ha alegrado”.
¡Vengan, cada uno de
ustedes, y comprueben por experiencia propia que el texto es verdadero, por
nuestro Señor Jesucristo! Amén.
Traductor: Allan Román
26/Mayo/2011
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