El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Mejor
Banquete de Navidad
NO.
2340
UN SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 24 DE
DICIEMBRE, 1893
“¡Cuán dulces
son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca”. Salmo 119: 103.
Esta es una época de
festejos, y nosotros muy bien podemos tener nuestro festejo igual que otras
personas tienen los suyos. Veamos si encontramos algo que pudiéramos comer que
sea agradable a nuestro paladar espiritual y que satisfaga nuestro apetito
espiritual, para que estemos contentos y nos alegremos delante del Señor. ¿No
les parece que dos de las palabras de nuestro texto son muy extrañas? Si las
hubiesen escrito ustedes, ¿no habrían dicho: “Cuán dulces son a mi oído tus palabras”? En cambio el
salmista dice: “¡Cuán dulces son a mi paladar
tus palabras!”, pues esa es la palabra sugerida como traducción en la nota
marginal. El salmista no escribió: “¡Más que la miel a mi oído!”, sino, “más que la miel a mi boca”. ¿Acaso entonces
las palabras son cosas que podemos paladear y comer? No, si fueran las palabras
de un hombre. Serían necesarias muchas palabras nuestras para llenar un
estómago hambriento. “Calentaos y saciaos”: serían necesarias muchas toneladas
de ese tipo de ‘forraje’ para alimentar “a un hermano o una hermana… que tienen
necesidad del mantenimiento de cada día”, pues las palabras del hombre son aire
y son insustanciales, livianas y espumosas. A menudo engañan, se burlan y
despiertan esperanzas que siempre se esfuman; pero las palabras de Dios están
llenas de sustancia, son espíritu, son vida, y deben ser utilizadas como
alimento por seres espiritualmente hambrientos.
No se extrañen que les
diga eso. La palabra de Dios nos creó. ¿Habría de extrañarnos que Su palabra
nos sustente? Si Su palabra da vida, ¿se sorprenden porque Su palabra también
le proporcione alimento a esa vida? No se extrañen, pues escrito está: “No sólo
de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Las
palabras de Dios son comida y bebida, y son viandas, y si bien los cuerpos no
viven de palabras, las almas y los espíritus sí se alimentan de las palabras de
Dios, quedando así satisfechos y llenos de deleite. Este es el lenguaje de
alguien que come y a la vez de alguien que oye, de alguien que oyó las palabras
y luego se las comió. La expresión es de origen oriental, pero para nosotros no
resulta completamente extraña en nuestro lenguaje occidental, pues nosotros
también decimos: “parecían comerse las palabras de aquel hombre”; eso se dice
de los oyentes que están muy atentos a las palabras cuando las disfrutan,
cuando las palabras del predicador parecieran consolarlos y ministrarles sustento
a su mente y a su espíritu.
Me gusta esta manera de
describir la recepción de la palabra de Dios como un asunto de comer, pues un
hombre no puede comer la palabra de Dios sin que viva. Quien la ingiere vive
por hacerlo. La fe que come experimenta algo real; hay un algo allí que es muy
cierto y que contiene los elementos de la salvación, pues paladear es un
sentido espiritual que implica cercanía. Tú puedes oír a una gran distancia a
través del teléfono, pero, de alguna manera, no creo que nadie llegue a
inventar un catador eléctrico. Nadie sabe qué cosas pudieran inventarse, pero
me imagino que, estando aquí, nunca seré capaz de comer nada en Nueva York. Pienso
que difícilmente alcanzaríamos jamás un triunfo de la ciencia como ese. Siempre
tendremos que estar cerca de algo para poder probarlo, y lo mismo sucede con la
palabra de Dios. Si la oímos, es música en el oído; pero todavía pudiera
parecer que está lejos de nosotros. Tal vez no pudiéramos captarla ni
entenderla; pero si la saboreamos, eso quiere decir que realmente está
depositada en nuestro interior. Entonces ha llegado muy cerca de nosotros y
entramos en comunión con el Dios que la dio.
Esta idea de paladear la
palabra de Dios conlleva el concepto de receptividad. Un hombre pudiera oír
algo y, según decimos a veces, pudiera entrarle por un oído y salirle por el
otro, lo cual sucede con frecuencia. Pero cuando un hombre introduce algo en su
boca y lo prueba y resulta dulce a su paladar, entonces lo ha recibido. Si es
dulce para él, no haría lo que hacen los que comen algo que es desagradable, algo
objetable, que lo escupen de su boca; pero cuando lo encuentra gustoso, la
dulzura lo llevará a mantenerlo donde está hasta tragarlo. Por eso me encanta
el pensamiento de paladear la palabra de Dios porque implica cercanía, e
implica una recepción real, y un asimiento auténtico a lo que es muy apreciado
por el paladar.
La acción de catar es
también un asunto personal. “Amigos, romanos, paisanos”, dijo Marco Antonio en
su discurso fúnebre ante el cadáver de César: “préstenme oídos”; y los oídos
son prestados y cantidades de personas oyen por otros. Pero comer, ciertamente,
es un asunto personal; no hay ninguna posibilidad de que yo coma por ustedes.
Si deciden morirse de hambre gracias a un largo ayuno de cincuenta días,
háganlo. Si yo me sentara e intentara diligentemente comerme la porción del
alimento de ustedes y la mía también, no les serviría de nada en lo más mínimo.
Ustedes tendrían que comer por cuenta propia, y tampoco hay forma de conocer el
valor de la palabra de Dios mientras no la coman ustedes mismos. Tienen que
creerla personalmente, tienen que confiar en ella personalmente y tienen que
recibirla personalmente en lo más íntimo de su espíritu, pues de lo contrario
no podrían saber nada acerca de su poder para bendecir y para sustentar.
Queridos amigos, yo oro pidiendo que cada uno de nosotros, esta noche, entienda
lo que el salmista quiso decir cuando habló de saborear las palabras de Dios y
de encontrarlas más dulces que la miel a su boca.
I. Primero,
esta noche les pido que presten atención a UNA EXCLAMACIÓN. El texto contiene
dos notas exclamativas o admirativas: “¡Cuán dulces son a mi paladar tus
palabras! Más que la miel a mi boca”. Yo no puedo expresar en mi discurso las
notas admirativas y exclamativas como me gustaría hacerlo; pero este versículo
es evidentemente la expresión de alguien que está algo extrañado y asombrado, de
alguien que tiene un pensamiento que no puede expresar adecuadamente. Es un
pensamiento que proporciona un gran deleite al escritor, pues exclama: “¡Cuán
dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca”.
Ahora bien, yo creo que
muchos se sorprenden al descubrir que el
Evangelio sea tan suculento cuando el alma lo prueba por primera vez. Cuando
no creía en Cristo, no podía imaginar que un hombre fuera capaz de sentir tanto
deleite como el que experimenté cuando creí. Cuando miré a Cristo por primera
vez, y fui aligerado de mi carga, me asombró mucho el alivio que sentí cuando
la carga se desprendió de mis hombros. Me parecía como si nadie pudiera conocer
nunca un descanso como el que yo disfrutaba entonces. Cuando contemplé mi
pecado borrado totalmente por medio de la sangre expiatoria de Cristo, y cuando
supe que era “acepto en el Amado”, hubiera podido decir con la reina de Sabá: “Ni
aun se me dijo la mitad”. Yo había oído decir a mi padre y a otros cristianos
que los seres que confían en el Señor son bienaventurados, pero nunca pensé que
hubiera realmente una bienaventuranza como la que descubrí. Me imaginaba que me
seducirían con algunas dulces declaraciones de lo que, después de todo, pudiera
ser un lugar común, pero no descubrí que fuera así, y aquí estoy para dar mi
testimonio de que cuando creí la promesa de Dios estaba tan asombrado y sobrecogido
de gozo que, incluso ahora, no podría decirles cuánto deleite sentí, sí, y
cuánto deleite siento todavía en la palabra de un Dios fiel a todos los que
confían en Jesucristo Su Hijo.
Esta, entonces, pudiera
ser la exclamación de un alma que prueba el Evangelio por primera vez; pero
también pudiera ser la exclamación de un
alma que es alentada porque sigue probando el Evangelio: “¡Cuán dulces son
a mi paladar tus palabras!” “Desde hace cuarenta años” –dice alguien- “conozco
al Señor”. Otro dice: “Yo conozco a Cristo desde hace treinta años y sigue
siendo para mí tan precioso como siempre; Su palabra es tan fresca y novedosa
como si nunca la hubiese oído antes, y Su promesa llega a mi alma con tanta
vida y poder como si la acabara de proclamar ayer, o como si nunca la hubiera
oído hasta este momento”. A ti que estás llegando a la mitad de la vida o que
incluso estás rondando ya la ancianidad, ¿no te sorprende descubrir algunas
veces cuán dulce es la palabra de Dios para ti? Y si, quizás, hayas estado alejado
de la casa de Dios viajando por tierras extranjeras, o si has quedado postrado
por la enfermedad, o, si, tal vez, seas un predicador y no oyes a menudo un
sermón, ¿no es muy deleitable para ti sentarte en tu reclinatorio, y decir mientras
oyes el Evangelio: “¡Oh, cuán dulce es; cuán claramente veo todo!”?
Hace algunos años oí un
sermón –no tengo a menudo la oportunidad de oír uno- y cuando mis lágrimas
comenzaron a rodar por una sencilla declaración del Evangelio, me dije a mí
mismo: “Sí, no soy un simple intermediario que entrega el Evangelio a los
demás, pues disfruto mucho su sabor”. Vamos, he tenido que estar aquí, a veces,
como los carniceros en la época de Navidad, cortando y despegando trozos de
carne para todos ustedes, y yo no he comido ni siquiera un bocado durante todo
ese tiempo; pero cuando tengo la oportunidad de sentarme a la mesa y escuchar,
tal vez, a algún pobre y humilde predicador que habla de Cristo, pareciera que
me dispongo a usar mi cuchillo y mi tenedor y digo: “Sí, ese es precisamente el
alimento para mí; sírvanme un poco más. Mi alma se alimenta de ese tipo de
comida”. Y me he sentido alegre, con un deleite íntimo e indecible, al
descubrir cuán dulce es a mi paladar. “Sí, más que la miel a mi boca”.
Regocíjense, queridos amigos, si descubren que es así.
Yo supongo que este
lenguaje exclamativo y admirativo pudiera provenir también del santo más avanzado que va creciendo en el conocimiento del
Evangelio, del creyente que ha estudiado la palabra de Dios con gran empeño,
y ha tenido una muy profunda experiencia con ella. Pronto acabamos con otros
libros, pero
Pero eso no sucede nunca
con las palabras de Dios. Eso no sucede nunca con
II. Pero
ahora, en segundo lugar, no tomen únicamente al texto con sus dos notas de
admiración, sino como UNA DECLARACIÓN, una fría declaración de hechos. David es
alguien que, cuando su corazón arde con un santo fervor y cuando su mano empuña
la pluma como un diestro escritor, escribe con precisión. Se apega únicamente a
la verdad aun cuando es más enfático, de tal manera que estoy seguro de que
David tiene la intención de decirnos aquí que las palabras de Dios eran
exquisitas para él.
Primero, eran indeciblemente dulces: “¡Cuán
dulces!”, pero no nos dice cuán dulces eran. Dice: “¡Cuán dulces son a mi
paladar tus palabras!”; es como si no pudiese decirnos cuán deleitables eran
para él las enseñanzas de la palabra de Dios; eran algo indecible. Nosotros
podemos decirles, queridos oyentes, que las palabras de la promesa de Dios son
muy, muy dulces, pero no podríamos transmitirles ni la menor idea de cuán
grande es esa dulzura. ¡Oh, gustad, y ved que es bueno Jehová! No hay forma de
describir los sabores de un banquete real, no hay forma de describirle a un
hombre que carece del sentido del olfato la fragancia de un delicioso perfume; y,
de igual manera, tienes que conocer personalmente la dulzura de la palabra de
Dios pues para nosotros es positivamente indecible.
Hay algo que sí expresa
el salmista. Nos dice que las palabras de Dios son sobresalientemente dulces, pues, dice: “Más que la miel a mi boca”.
Se supone que la miel es la más dulce de todas las sustancias conocidas, pero
David quiere decirnos que si hubiere alguna cosa que pudiese deleitar al
corazón del hombre, la palabra de Dios es más cautivante para su corazón que
esa cosa. David quiere decir que independientemente de lo que pudiera animar a
un hombre, la palabra de Dios podría aliviarlo superando a cualquier otra
consolación. Si en cualquier otra cosa hubiere gozo, hubiere paz, hubiere
descanso y hubiere bienaventuranza, todo eso y más puede ser encontrado en un
grado superior en las enseñanzas de la palabra de Dios y en las bendiciones del
pacto de gracia. Más dulce que la dulzura misma, más dulce que la cosa más
dulce que el propio Dios haya hecho es la palabra de Dios que Él ha hablado. ¡Oh,
que sólo supiéramos cómo saborearla!
El salmista hace también
esta declaración: que todas las palabras
de Dios son indeciblemente dulces para él. No dice que lo sean para todos
los hombres, sino que dice: “¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más
que la miel a mi boca”. Se refiere a todas las palabras de Dios. Conocemos algunas
personas que aman las promesas de Dios, pero a quienes no les importan mucho
Sus preceptos. Si Dios dice una palabra de gracia, eso les gusta; pero si se
trata de una palabra que contiene un mandamiento, ya no les importa mucho. ¡Oh,
hermanos y hermanas, espero que saboreemos toda palabra que Dios haya dicho! Un
hombre no debería decir: “Yo prefiero un sermón sobre el Nuevo Testamento que
uno sobre el Antiguo Testamento”. No debemos ser selectivos con la palabra de
Dios. Cuando los individuos comienzan a contraponer una palabra de Dios contra
otra, se convierten en ateos virtuales, pues el hombre que se atreve a criticar
a la revelación de Dios se hace mayor que Dios, y con ello le resta a
David pareciera decir
que las palabras de Dios eran preciosas
para él en todo momento. Eran dulces para él cuando escribió el texto, y no
podría decir en qué condición corporal y mental se encontraba en aquel momento,
pero esto sí sé, que estando acostados sobre el lecho de los enfermos, transidos
de dolor, muchos santos de Dios han dicho: “¡Cuán dulces son a mi paladar tus
palabras!” Y esto también sé, que emocionados de gratitud por las bendiciones
de la providencia –salud, riquezas, amigos- con todo, los santos de Dios han
encontrado mayor dulzura en Su palabra que en todas las cosas temporales, y
siguen diciendo todavía: “¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras!” Una marca
permanente de un hijo de Dios es que las palabras de Dios son dulces para él,
sí, algunas veces muy dulces, aun cuando esté medio temeroso de participar de
ellas. “¡Oh”, -dice- “pluguiese a Dios que fueran mías! No necesito nada más
dulce que la palabra de Dios y, aun si estoy un poco temeroso de apropiármela,
con todo, es muy, muy amada para mí”. Si el nombre de Jesús es más dulce que la
miel a tu paladar, entonces alégrate, pues esa es la marca de un hijo de Dios
que no ha fallado todavía y que nunca fallará mientras el mundo permanezca.
III. Ahora,
en tercer lugar, miren el texto de nuevo y verán que contiene UNA REPETICIÓN: “¡Cuán
dulces son a mi paladar tus palabras!” Bien, eso está muy bien David. Te
entendemos. “Más que la miel a mi boca”. ¿Por qué quieres decir eso? ¿No estás
repitiendo lo mismo dos veces? Sí, e intencionalmente, porque la palabra de
Dios es dulce a Su pueblo de muchas maneras y muchas veces.
Como ya les he dicho, es
muy dulce en su recepción. Cuando la
recibimos por primera vez en nuestro corazón y nos alimentamos de ella, es muy
preciosa, pero espiritualmente los hombres son algo parecido a los rumiantes,
pues tienen el poder de alimentarse una, y otra, y otra vez con aquello que una
vez deglutieron. Miren cómo se echa el ganado y cómo rumia su alimento; y es
cuando rumia, supongo yo, que obtiene la dulzura de lo que ha comido. Y espiritualmente,
una vez que los hombres han recibido a Cristo, extraen una creciente dulzura de
Él por medio de la meditación. Habiéndola
recibido en sus almas, posteriormente digieren internamente la preciosa palabra
y obtienen el jugo secreto y la latente dulzura de las promesas de la más santa
revelación de Dios y del propio Jesucristo. Es así que el salmista dice
primero: “¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Y luego las revuelve de
nuevo en su boca por medio de la meditación, y por eso se repite diciendo: “Más
que la miel a mi boca”.
Pero, ¿no piensan que la
repetición que hay en el texto significa algo más, es decir, que si bien la
palabra de Cristo es primero que nada muy dulce a nuestro paladar, hay también
otra dulzura cuando la introducimos en nuestra boca, no tanto porque la comamos
nosotros, como por decirla a otros? Hay gran dulzura en torno a la declaración de las palabras de Dios.
Algunos de ustedes, que aman al Señor, todavía no se lo han dicho a nadie. Son
cristianos secretos y se ocultan detrás de una columna y de un poste. ¡Oh, pero
dicen que la palabra de Dios es muy dulce para ustedes mientras comen su trozo
de pan en un rincón! Así es, pero obtendrían una dulzura mayor si salieran y
declararan que aman al Señor. Estoy seguro de que así sería. De hecho, hay
muchos hijos de Dios que no disfrutan nunca de la plena dulzura de la religión
porque no han tenido el valor de confesar a Cristo delante de los hombres. Yo
desearía que algunos de ustedes que se sienten inseguros, ustedes, que tienen mucho
miedo y temen, obedecieran el Evangelio. Ustedes saben que el Evangelio es: “El
que creyere y fuere bautizado, será salvo”. “Con el corazón se cree para justicia,
pero con la boca se confiesa para salvación”. Si obedecen a la totalidad del
Evangelio ahora, entonces obtendrán la totalidad de su dulzura. Pero quizás
hubiera algún sabor peculiar en la palabra que no hayan conocido todavía porque
han sido hijos desobedientes. ¿Advirtieron alguna vez esa invitación de nuestro
Señor: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré
descansar”? Sí, ustedes dicen que saben todo acerca de eso. Cristo les dice:
“Venid a mí, y yo os haré descansar”. Ahora vamos un poco más lejos; ¿cuál es
el siguiente versículo? “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas”.
¡Vamos, ese es otro descanso! Yo pensé que ya tenían descanso; ¿no dijo Jesús
que Él les daría descanso? Sin embargo, en el siguiente versículo dice:
“Hallaréis descanso”. Sí, ese es otro descanso, un descanso que es todavía más
profundo que se encuentra cuando toman voluntariamente el yugo de Cristo sobre
ustedes, y se convierten en Sus discípulos y aprenden de Él. Entonces creo en
verdad que mi texto significa justo eso. La palabra de Dios es muy dulce al paladar
cuando la reciben por fe, pero tiene otra dulzura que es muy especial y más
profunda cuando la colocan en la boca y confiesan a Cristo delante de los
hombres.
Y permítanme agregar a
esto que hay una dulzura muy especial vinculada con la predicación de Cristo en
la proclamación pública de Su
palabra. Pudiera ser que algún hermano aquí tenga el don de la oratoria, pero
que no la haya usado nunca para su Maestro. Permítanme intercalar mi testimonio
aquí. La palabra de Dios ha sido indeciblemente dulce para mi propio corazón,
conforme la he creído; ha sido notablemente preciosa para mí, conforme la he
confesado como cristiano; pero todavía hay un algo, no podría decirles qué, de
singular deleite acerca de la predicación de esta palabra. ¡Oh, algunas veces,
cuando he preparado mi sermón, en mi vientre ha sido amargo pero ha sido como
miel en mi boca cuando lo he predicado a la gran congregación reunida aquí! Si
pudiera elegir mi destino y si tuviera que detenerme incluso fuera del cielo
para algún propósito, sería un cielo para mí que se me permitiera estar siempre
predicando a Cristo y las glorias de Su salvación, y no sabría cuál sería mi
elección entre eso y el cielo. Si tuviera el privilegio de estar sin cesar loando
y alabando y exaltando a la amada Palabra de Dios, al Cristo que nació en
Belén, si pudiera declarar por doquier a los pecadores que Dios está en Cristo
reconciliando consigo al mundo, es más, que Él ya ha efectuado una reconciliación
para todos los que en Él creen, esto podría ser un cielo suficiente, al menos
para un pobre corazón, por todos los siglos.
“¡Cuán dulces son a mi
paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca”. Prueba, hermano, para ver si
no endulza tu boca comenzar a predicar a Cristo. Tal vez hayas estado demasiado
callado y hayas sido demasiado silencioso. Levántate y habla en favor de Jesús
y ve si la miel no viene a tu boca de inmediato. Antaño, retrataban al orador
con abejas que zumbaban alrededor de sus labios y recogían la miel que caía de
sus dulces expresiones. Eso muy bien pudiera ser sólo una fábula en relación al
orador humano, pero ciertamente es válido en cuanto al hombre que predica a
Cristo, que sus labios rebosan miel, y que entre más hable de su amado Señor y
Maestro y entre menos trate de engrandecerse con la elocuencia humana, más
sagrada elocuencia habrá en cada palabra que pronuncie.
Pienso que he explicado lo
de la repetición, ¿no es cierto? No es ninguna repetición después de todo; por
lo menos, no es una tautología; se trata de una repetición correcta y
necesaria.
IV. Y
ahora voy a terminar, en cuarto lugar, con UN EXAMEN, el examen de cada quien
aquí presente esta noche. Es el cierre del año, y nadie objetaría a unas
cuantas preguntas personales en un momento así.
La primera pregunta primordial
es esta: ¿son dulces para mí las palabras de Dios? ¿Es Cristo mismo,
Primero, ¿será que no
tengo paladar? ¿Tengo un paladar
espiritual? Sería algo triste estar desprovisto por completo de un paladar
natural; yo conozco a una persona que no tiene el sentido del gusto. El poeta
Wordsworth careció durante años del sentido del olfato. Él era un caso muy
notable, con una mente muy sutil, muy preciosa, muy hermosa. Una vez, durante
un lapso muy breve, le regresó el sentido del olfato cuando estaba entre los
brezos, y ustedes saben cómo cada ‘primavera’ (flores amarillas) a la vera del
río tenía palabras para Wordsworth, y le hablaba realmente; y cuando le llegaba
el dulce perfume de las apreciadas flores de mayo, el poeta quedaba muy
arrobado, como si por un breve lapso hubiera entrado en el cielo. Pero el
sentido del olfato pronto se esfumó, y otra vez se vio infelizmente desprovisto de él. La flor más rica, el más dulce arbusto no
podrían ser nada para el hombre cuya nariz fuera insensible a su perfume.
¿Y qué tal si me
sucediera eso espiritualmente? Quizá, mi querido oyente, hayas oído todo lo que
hemos estado diciendo acerca de Cristo y hayas escuchado muchos himnos
inspirados y únicos acerca de Él, pero nunca sentiste realmente que hubiera
ninguna dulzura en Él. Entonces te imploro que te preguntes si no será porque
careces de alguno de los sentidos que otras personas poseen. Si una persona
fuera a decirme: “¡Cuán hermoso es ese cielo italiano! ¡Es de un azul
profundo!”, y si yo volteara a verlo y dijera: “¡yo no veo absolutamente nada!”;
y si cuando esa persona señalara al mar, o a los verdes campos, y yo mirara en
aquella dirección y no viera nada, ¿qué habría de concluir? Pues bien, ¡que esa
persona poseía un sentido llamado de la vista que yo no poseía! Por supuesto
que yo podría ser lo suficientemente necio para decir: “No hay ningún cielo
azul; no existe tal cosa. No hay verdes campos; no hay ningún océano; no existe
el sol; estoy seguro de que no existen, pues no vi nunca nada de eso”.
Un día vi a un hombre
sentado a una mesa, con su servilleta debajo de su barbilla, disfrutando de su
comida; él escuchó, desde su lugar, alguna observación que hice acerca de algún
pecador; entonces intervino diciendo: “yo nunca he tenido una sensación
espiritual en mi vida, y yo no creo que haya nada espiritual en este mundo”. Ahora,
si yo hubiera estado parado junto a una pocilga y un cerdo me hubiera hecho esa
observación, yo no le habría contradicho. Y no contradije a aquel hombre, pues
pensé que había dicho la verdad. Creí en verdad que ese hombre no había
experimentado nunca una sensación espiritual en su vida. Y cuando alguien dice:
“yo no percibo ninguna dulzura en Cristo, y, por tanto, no hay ninguna”, yo
desearía que llegaran a esta otra conclusión: “por tanto, no tengo ese sentido
del gusto que me permitiría percibir Su dulzura”, pues esa es la pura verdad.
Un hombre que no ha
nacido de nuevo todavía está muerto para todas las cosas espirituales, y no
puede oír, ni ver, ni gustar nada que sea espiritual. No está vivo para Dios.
Yo le haría una solemne pregunta a todo aquel que dijera: “no veo ninguna
belleza en Cristo”. La pregunta es: ¿no será que no tienes ojos? Si tú dijeras:
“no oigo ninguna música en Su voz; de hecho, no oigo Su voz”, ¿no será que tus
oídos están sellados? Y si dijeras: “no detecto ninguna dulzura en la palabra
de Dios, o en el Cristo de Dios”, ¿no será porque todavía estás muerto en
delitos y pecados? ¡Si es así, que Dios te vivifique por Su infinita
misericordia!
Hay aún otra respuesta a
la pregunta que pretendo hacer a manera de examen. Si la palabra de Dios no es
muy dulce para mí, ¿será porque no tengo
apetito? Salomón dice: “El hombre saciado desprecia el panal de miel; pero
al hambriento todo lo amargo es dulce”. ¡Ah, cuando un alma está llena de sí
misma, y del mundo, y de los placeres del pecado, no me sorprende que no vea
ninguna dulzura en Cristo, pues no tiene nada de apetito! ¡Oh, pero cuando un
alma está vacía, cuando un alma tiene hambre y sed de Dios, cuando está
consciente de sus carencias y de sus miserias -como espero que algunos de los
presentes lo estén- entonces Cristo es en verdad dulce! ¡Oh, hambrientos, recíbanlo
en sus almas, succionen Su preciosa palabra! Cristo ha venido con el propósito
de alimentar a los espíritus hambrientos. Si lo necesitan, pueden tenerlo y
entre más lo necesiten, más disponible estará para ustedes y más libremente
pueden participar de Él. Él es precisamente el Cristo que necesitan. ¡Que Dios
haga que tengan voracidad de Él, que sean tan voraces que no puedan descansar
nunca hasta recibirlo como siendo completamente de ustedes!
Hay todavía otra respuesta.
Si no percibo la dulzura en Cristo, he de preguntarme: ¿estoy saludable? Cuando un hombre está enfermo su alma “abomina
todo alimento”. Nada sabe rico para un hombre cuyo paladar no funciona bien debido
a alguna enfermedad. Ahora, ¿acaso, esta noche, alguien de ustedes no siente
ningún gozo en Cristo? Hermano, entonces estás enfermo. Saca tu lengua pues
vamos a examinarla. ¡Ah, estoy seguro de que está recubierta del mundo! Algo no
te funciona si Cristo no es dulce para ti. Algunas veces algunos de ustedes se
han sentado en estos reclinatorios y han oído la predicación de Cristo hasta
que difícilmente supieron cómo quedarse en sus lugares. Estaban dispuestos a
ponerse de pie y a aplaudir para alabanza de Su amado nombre. Pero ahora no sienten
nada en absoluto. Podrían casi quedarse dormidos si es que no están dormidos
realmente. El predicador está muy dispuesto a compartir la culpa con ustedes,
pues no es todo lo que debería ser; pero no tiene la intención de aceptar toda
la culpa, ya que, hasta donde sabe, predica ahora al mismo Salvador que siempre
predicó y trata de hacerlo con el mismo denuedo de siempre. ¿No será que te
estás poniendo enfermo, que tu corazón se está quedando débil? Vete a casa y pídele
al Señor que te restaure. ¡Oh, que te limpiara, que te purificara y que te hiciera
fuerte y vigoroso y, entonces, esta sería una de sus primeras señales: que
Cristo sería una vez más inexpresablemente dulce para ti!
Tengo que pedirles que
se hagan también esta pregunta: ¿he
saboreado al mundo o al pecado? La gente pierde algunas veces su apetito
por las cosas dulces cuando come algo amargo. Pudieras haber tenido algún sabor
en tu boca, pero si comes algo con un sabor diferente, pierdes el sabor de lo
primero. Si un hombre se aficiona a los puerros, y a los ajos y a las cebollas
de Egipto –cosas fuertes esas- una vez que tiene el sabor de esas cosas en su
boca, no es probable que tenga una disposición para las cosas preciosas de
Dios. Los sabores espirituales exigen una gran espiritualidad para poder
disfrutarse; no sé qué otra palabra usar. Necesitan que el paladar se mantenga
limpio, pues, de otra manera, si el mundo fuera dulce para nosotros, si el
pecado nos tuviera asidos, en esa medida y en ese grado seríamos incapaces de
apreciar las dulces cosas de Dios.
Esta es mi última
pregunta: ¿me he habituado a este
alimento? Todo dulzor terrenal empalaga; el que come miel por largo tiempo
pierde el interés por la miel. Pero es algo muy diferente con el Cristo de
Dios. La dulzura de Cristo no es conocida plenamente excepto por quienes lo han
conocido prolongadamente, por quienes por razón del constante uso han
ejercitado plenamente sus sentidos. No hay nadie tan ávido de Cristo como el
hombre que lo ha saboreado más. Pablo había sido un creyente al menos durante
quince años, y, sin embargo, decía que su ambición era: “conocerle”. ¿Acaso no
había conocido a Cristo antes? Sí; pero entre más lo conocía, más anhelaba
conocerle.
Vamos, hermano, si no
saboreas la dulzura de Cristo esta noche en la predicación de la palabra,
seguramente ha de ser porque no te has estado alimentando últimamente de Él.
Apresúrate y ven, y deja que tu alma sea llenada con Él en esta alegre hora.
Habré concluido cuando
les haya recordado a quienes están presentes que no sienten ninguna dulzura en
la palabras de Dios, que viene un tiempo cuando se verán forzados a oír la
palabra de Dios de una manera muy diferente de la que la oyen esta noche. Una
de las primeras obras de la resurrección será la formación del oído. Yo no sé cuál
es el proceso por el que seremos resucitados de los muertos, excepto que el
Señor Jesús dijo esto: “Vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros
oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas
los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación”. ¡Cuando la voz del
Hijo de Dios resuene en sus oídos, qué sensación habrá de causar! ¡Dios les ha
hablado ahora a ustedes por la voz de uno como ustedes y él ha hablado de acuerdo
a la página impresa y ustedes han elegido no escucharla; pero en aquel último
día, cuando Él hable por la trompeta del ángel y por la voz de Su Hijo, ustedes
estarán obligados a oír, y levantándose de sus tumbas, rompiendo sus mortajas,
tendrán que obedecer y tendrán que presentarse, quiéranlo o no, delante del
último y terrible tribunal para responder por cada acto hecho en el cuerpo, y
por cada palabra ociosa que han hablado, sí, y por cada pensamiento que han
imaginado contra el Altísimo! Podrían pasar mil años antes de que eso pase, o podrían
ser diez mil años, yo no sabría decirlo; pero sucederá en el tiempo de Dios, y
ese espacio intermedio será como el guiño de un ojo y allí estarás delante de
la faz del grandioso Juez, y no serás capaz de decir con David: “¡Cuán dulces
son a mi paladar tus palabras!”, antes bien, gritarás, en la agonía de tu
espíritu: “¡Oh, la hiel y el ajenjo!” Oh, el fuego que quemará en tu propia
alma, cuando Dios diga: “Por cuanto llamé, y no quisisteis oír, extendí mi mano,
y no hubo quien atendiese, sino que desechasteis todo consejo mío y mi
reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad, y me
burlaré cuando os viniere lo que teméis”. “Apartaos de mí, malditos, al fuego
eterno preparado para el diablo y sus ángeles”.
Que Dios les conceda que
no se les ordene que se aparten, y para que no se les ordene eso, ¡yo les ruego
que oigan ahora la voz de Dios que les pide que confíen en Jesús y vivan! Yo
sólo puedo hablar a través de estos pobres labios débiles, y no hay ningún poder
en nada de lo que yo pudiera decirles; pero Dios el Espíritu Santo les habla
con irresistible poder a sus corazones, y los constriñe a que prueben a Cristo
esta noche oyendo la palabra de Dios en su propia alma. ¡Yo oro pidiendo que Él
lo haga por causa de Su amado nombre! Amén y Amén.
Traductor: Allan Román
3/Noviembre/2011
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