El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Oración Pastoral de Cristo por Su Pueblo

NO. 2331

 

SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 1 DE SETIEMBRE, 1889

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 22 DE OCTUBRE, 1893.

 

“Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos”. Juan 17: 9, 10.

 

Doy comienzo observando que nuestro Señor Jesús intercede por Su propio pueblo. Él se pone Su pectoral sacerdotal por las tribus cuyos nombres están allí y presenta el sacrificio expiatorio por el Israel elegido de Dios. También nos revela esta gran verdad que algunos consideran restrictiva, pero que nosotros adoramos: “Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo”. Quiero que presten atención a este punto: el motivo por el que Cristo no ruega por el mundo, sino por Su pueblo. Dice: “Porque son tuyos”, como si fueran aun más dignos de estima para Él por pertenecer al Padre: “Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son”. Se hubiera podido pensar que Jesús diría: “Míos son, y por tanto, ruego por ellos”. Eso habría sido cierto, pero no hubiera contenido la belleza de la verdad que es revelada aquí. Él nos ama mucho más y ruega más fervientemente por nosotros porque pertenecemos al Padre. Que pertenezcamos al Padre nos cubre con el halo de una belleza suplementaria ante Él, debido al amor que le tiene al Padre. Porque pertenecemos al Padre, el Salvador ruega por nosotros ante el trono de la gracia celestial con una mayor intensidad.

 

Pero esto nos lleva a recordar que nuestro Señor había asumido unos compromisos de afianzamiento a cuenta de Su pueblo; se había obligado a preservar el don del Padre: “A los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió”. Consideraba a las ovejas de Su prado como pertenecientes a Su Padre, y el Padre las había puesto a Su cargo, diciéndole: “A ti te pediré cuenta por ellas”. Cuando Jacob cuidaba los rebaños de su tío, de día lo consumía el calor, y de noche la helada, pero era muy cuidadoso con esos rebaños porque eran de Labán. Los cuidaba más que si hubieran sido propios. Jacob tenía que rendirle cuentas de todas las ovejas que estaban a su cuidado, y así lo hacía, y no perdió ni una sola de las ovejas de Labán; pero el cuidado que les prodigaba se debía en parte al hecho de que no eran suyas, sino que pertenecían a su tío Labán.

 

Comprendan, entonces, este doble motivo para la oración pastoral de Cristo por los miembros de Su pueblo. Primero, ora por ellos porque pertenecen al Padre, y, debido a eso tienen un valor especial a Sus ojos; y luego, debido a que pertenecen al Padre, está obligado mediante una fianza a entregárselos al Padre en aquel último gran día cuando las ovejas pasen bajo la vara de quien las cuenta. Ahora ya pueden ver adónde quiero conducirlos esta noche. Así como en aquella ocasión Cristo no oró por el mundo, yo tampoco voy a predicarle al mundo en este momento; voy a predicarle a Su propio pueblo así como Él rogó por ese pueblo en esa oración intercesora. Confío que todos me sigan, paso a paso, a través de este grandioso tema; y oro pidiendo al Señor que esta noche encontremos un refrigerio real para nuestras almas en estas profundas verdades centrales del Evangelio.

 

I.   Rogándoles que presten atención a mi texto, quiero que noten, primero, LA INTENSIDAD DEL SENTIDO DE PROPIEDAD QUE CRISTO TIENE CON RESPECTO A SU PUEBLO.

 

Hay aquí seis palabras que declaran que quienes son salvados son propiedad de Cristo: “Los que me diste” (esa es una); “porque tuyos son. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos”. Hay ciertas personas que son tan preciosas para Cristo que están marcadas por todas partes con unas señales especiales que indican que le pertenecen. Yo he conocido a ciertos individuos que escriben su nombre en algún libro que valoran grandemente, y luego pasan unas cuantas páginas y vuelven a escribirlo; y hemos conocido a ciertas personas que valoran algo tan altamente, que ponen su marca, su sello, su firma, por un lado y por otro y finalmente en casi todo ese objeto. Entonces, en mi texto, noten cómo el Señor pareciera tener un sello en Su mano con el cual sella por todas partes Su posesión especial: “Tuyos son. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”. Todos esos son pronombres posesivos que muestran que Dios considera que Su pueblo es Su porción, Su posesión y Su propiedad. “Serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe”. Todo hombre tiene algo que valora más que todos los demás bienes de su propiedad; y aquí el Señor, al reiterar tanto las palabras que denotan posesión, demuestra que valora a Su pueblo más que todo. Demostremos que apreciamos el privilegio de ser apartados para Dios; cada uno de nosotros debe decirle al Señor:

 

¡Toma mi pobre corazón, y que esté

Cerrado para todo, excepto para Ti, para siempre!

Sella mi pecho, y haz que lleve

Esa prenda de amor por siempre allí”.

 

En seguida les pido su atención al hecho de que si bien encontramos estas seis expresiones aquí, todas ellas son aplicadas al propio pueblo del Señor. “Lo mío” (es decir, los santos) “es tuyo” (es decir, los santos); “y lo tuyo” (es decir, los santos) “mío” (es decir, los santos). Todas estas profusas flechas del Rey de reyes están estampadas en Su pueblo. Si bien las marcas de posesión son numerosas, todas están enfocadas a un objetivo. ¡Cómo! ¿Acaso a Dios no le importa nada más? Yo respondo: No; en comparación con Su propio pueblo, a Él no le interesa nada más. “La porción de Jehová es su pueblo; Jacob la heredad que le tocó”. ¿Acaso no tiene Dios otras cosas? Ah, ¿qué hay que no sea Suyo? El oro y la plata son Suyos, y los millares de animales en los collados. Todas las cosas son de Dios; de Él, y por Él, y por medio de Él y para Él son todas las cosas; sin embargo, no las estima en comparación con Su pueblo.

 

Amados hermanos, ustedes saben cuánto valoran a sus hijos en comparación con todo lo demás. Madre, si hubiera un incendio en tu hogar esta noche y sólo pudieras sacar una cosa de allí, ¿dudarías un instante respecto a cuál debería ser esa cosa? Sacarías a tu bebé, y dejarías que todo lo demás fuera consumido por el fuego. Lo mismo sucede con Dios. Él cuida de Su pueblo por sobre todo lo demás. Él es el Señor Dios de Israel, y en Israel ha puesto Su nombre, y en Israel se deleita. ‘Callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos’.

 

Quiero que noten estos diferentes puntos, no porque tenga la capacidad de explicárselos individualmente; pero si pudiera darles algunas de estas grandes verdades para que las meditaran, y para que les ayudaran a tener comunión con Cristo esta noche, habría hecho algo bueno. Con respecto a estas notas de posesión, quiero que observen adicionalmente que ocurren en una comunicación privada entre el Padre y el Hijo. Es en la oración de nuestro Señor, cuando Él está hablando con el Padre en el santuario, en el atrio interior, que oímos estas palabras: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”. No es ni a ustedes ni a mí a quienes se dirige en aquel momento; el Hijo de Dios está hablando con el Padre en un momento de íntima comunión del uno con el otro. Ahora bien, esto me indica que el Padre y el Hijo valoran grandemente a los creyentes. Lo que la gente dice cuando está en el seno de la confianza, (no lo que dice en el mercado ni los temas que comenta cuando está en medio del confuso gentío), lo que dice cuando está en la intimidad, es lo que pone al descubierto su corazón. Aquí el Hijo está hablando con el Padre, no sobre el trono o sobre las cosas de la realeza, no sobre querubines ni serafines, sino sobre unos pobres hombres y mujeres que en aquellos días eran en su mayoría pescadores y campesinos que creían en Él. Hablan acerca de esas personas, y el Hijo disfruta de Su propio solaz con el Padre en Su secreta privacidad, hablando acerca de estas preciosas joyas, acerca de esos seres queridos que son el especial tesoro de ambos.

 

Ustedes no tienen ni la menor idea de cuánto los ama Dios. Amado hermano, amada hermana, ustedes no se han formado nunca una idea plena y ni siquiera la fracción de una idea respecto a cuán preciosos son para Cristo. Tú piensas que Él no te ama mucho porque eres muy imperfecto y porque te quedas muy lejos de tu propio ideal. Piensas que no puede hacerlo. ¿Has medido alguna vez la profundidad de la agonía de Cristo en Getsemaní y la de Su muerte en el Calvario? Si has intentado hacerlo, tendrías la seguridad de que, prescindiendo de cualquier cosa en ti o relativa a ti, Él te ama con un amor que excede a todo conocimiento. Créelo. Me parece que te oigo decir: “Pero yo no lo amo como debería”. No, y nunca lo harás a menos que conozcas primero Su amor por ti. Créelo. Cree con la máxima intensidad posible que te ama de tal manera que, cuando no hay nadie que pueda tener comunión con Él, excepto el Padre, aun entonces Su conversación es sobre Su mutua estimación por ti y cuánto te aman: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”.

 

Sólo agregaré un pensamiento más bajo este encabezado, y lo único que haré es ponerlo ante ustedes, y dejarlo con ustedes, pues no puedo exponerlo esta noche. Todo lo que Jesús dice está relacionado con todo Su pueblo, pues afirma: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”. Estas pláticas secretas y sublimes no versan sobre unos cuantos santos que han alcanzado una “vida superior”, sino sobre todos aquellos que le pertenecemos. Jesús nos lleva a todos nosotros en Su corazón y habla de todos nosotros con el Padre diciendo: “Todo lo mío es tuyo”. “Esa pobre mujer que nunca pudo servir al Señor excepto ofreciendo una paciente resistencia, ella es Mía”, dice Jesús. “Ella es Tuya, grandioso Padre”. “Esa pobre muchacha recién convertida, cuya única vida espiritual transcurrió sobre el lecho de su enfermedad, y que luego se evaporó al cielo cual gota del rocío matinal, ella es Mía, y ella es Tuya. Ese pobre hijo Mío que tropieza a menudo y que nunca aportó mucho crédito al nombre sagrado, él es Mío, y él es Tuyo. Todo lo Mío es Tuyo”. Me parece oír el tañido de una campana de plata y los propios tonos de las palabras son como la música de las arpas de los ángeles: “Mío, Tuyo; Mío, Tuyo”. ¡Que los ascensos y los descensos de las melodías celestiales cautiven los oídos de todos nosotros!

 

Pienso que he dicho lo suficiente para mostrarles la intensidad del sentido de propiedad que tiene Cristo con respecto a Su pueblo: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”.

 

II.   El siguiente encabezado de mi discurso es, LA INTENSIDAD DEL INTERÉS CONJUNTO DEL PADRE Y DEL HIJO RESPECTO A LOS CREYENTES.

 

Primero, permítanme decirles que Jesús nos ama porque pertenecemos al Padre. Veamos esta verdad desde otra perspectiva. “Mi Padre los ha elegido. Mi Padre los ama. Por tanto” –dice Jesús- “Yo los amo y pongo Mi vida por ellos y voy a tomar Mi vida de nuevo por ellos y voy a vivir a lo largo de la eternidad para ellos. Son muy queridos por Mí porque son muy queridos por Mi Padre”. ¿No han amado con frecuencia a otra persona por causa de una tercera persona a quien amaban de todo corazón? Hay un antiguo refrán que no puedo evitar citar en este preciso momento; así reza: “Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can”. Es como si el Señor Jesús amara de tal manera al Padre que ama incluso a unos pobres perros como nosotros por causa de Su Padre. Para los ojos de Jesús nosotros somos seres de una belleza radiante debido a que Dios nos ama.

 

Analicen ahora ese pensamiento desde el ángulo opuesto: el Padre nos ama porque pertenecemos a Cristo. Al principio, el amor del Padre en la elección era soberano y estaba contenido en sí mismo; pero ahora, hoy, puesto que nos entregó a Cristo, se deleita aún más en nosotros. “Son las ovejas de Mi Hijo”, dice. “Él las compró con Su sangre”. Mejor aún, “Esa es la esposa de Mi Hijo”, dice; “esa es la novia de Mi Hijo. Yo la amo por Él”. Hubo ese primer amor que brotó fresco en el corazón del Padre, pero ahora, a través de este único canal de amor por Jesús, el Padre vierte una doble correntada de amor sobre nosotros por causa de Su amado Hijo. Él ve la sangre de Jesús rociada sobre nosotros; recuerda la señal, y por causa del amado Hijo nos valora más allá de todo precio. Jesús nos ama porque pertenecemos al Padre, y el Padre nos ama porque pertenecemos a Jesús.

 

Ahora acerquémonos más todavía al pensamiento capital del texto: “Todo lo mío es tuyo”. Todos los que son del Hijo son del Padre. ¿Le pertenecemos a Jesús? Entonces le pertenecemos al Padre. ¿He sido lavado en la preciosa sangre? ¿Puedo cantar esta noche?:

 

“El ladrón moribundo se regocijó al ver

Esa fuente en su día;

Y, aunque soy tan vil como él, me ha limpiado

De todos mis pecados”.

 

Entonces, yo pertenezco a Cristo por la redención, pero al mismo tiempo puedo estar seguro de que pertenezco al Padre: “Todo lo mío es tuyo”. ¿Confías en Cristo? Entonces tú eres uno de los elegidos de Dios. Ese sublime y profundo misterio de la predestinación no tiene que turbar el corazón de nadie que sea creyente en Cristo. Si crees en Cristo, entonces Cristo te redimió, y el Padre te eligió desde antes de la fundación del mundo. Descansa dichoso en esta firme creencia: “Todo lo mío es tuyo”.

 

¡Con cuánta frecuencia me he encontrado con personas que se turban por la elección! Quieren saber si son elegidas. Nadie puede venir al Padre, sino por Cristo; nadie puede llegar a la elección, sino por la redención. Si tú viniste a Cristo, y eres Su redimido, queda fuera de toda duda que fuiste escogido por Dios y que eres un elegido del Padre. “Todo lo mío es tuyo”.

 

Entonces, si he sido comprado con la sangre preciosa de Cristo, no he de sentarme y decir cuán agradecido estoy con Cristo como si Él se encontrara separado del Padre, y fuera más amoroso y más tierno que el Padre. No, no; si pertenezco a Cristo yo pertenezco al Padre, y siento la misma gratitud y el mismo amor para con el Padre, y quiero rendirle el mismo servicio que a Jesús, pues Jesús lo expresa así: “Todo lo mío es tuyo”.

 

Si esta noche soy un siervo de Cristo, si yo procuro servirle debido a que Él me compró, entonces, si soy un siervo del Hijo, soy un siervo del Padre. “Todos los que son míos, sin importar cuál posición ocupan, te pertenecen a Ti, grandioso Padre”, y gozan de todos los privilegios que son concedidos a los que pertenecen al Padre. Espero no estarlos cansando; no puedo hacer que estas cosas sean entretenidas para los negligentes, ni pretendo lograr eso; pero los que aman a mi Señor y a Su verdad, deberían de regocijarse esta noche pensando que, debido a que pertenecen Cristo, se les garantiza que pertenecen al Padre. “Todo lo mío es tuyo”.

 

“Con Cristo nuestro Señor compartimos nuestra parte

En los afectos de Su corazón;

Y nuestras almas no serán retiradas de allí

Mientras Él no olvide al amor de Sus amores”.

 

Pero ahora tienen que considerar la otra parte de eso: “Y lo tuyo mío”. Todos los que son del Padre son del Hijo. Si pertenecen al Padre, pertenecen al Hijo. Si son elegidos, es decir, si son del Padre, entonces son redimidos, es decir, son del Hijo. Si son adoptados, es decir, si son del Padre, entonces son justificados en Cristo, es decir, son del Hijo. Si son regenerados, es decir, si son engendrados por el Padre, con todo, su vida depende del Hijo. Recuerden que si bien una figura bíblica nos describe como hijos que tienen, cada uno, una vida en su interior, otra figura igualmente válida nos representa como pámpanos de la Vid, que morirían a menos que permanecieren unidos al tronco. “Y lo tuyo mío”. Si pertenecen al Padre, tienen que ser de Cristo. Si el Padre les dio la vida, esa vida todavía depende por completo del Hijo. ¡Qué maravillosa combinación es ésta! El Padre y el Hijo son uno, y nosotros somos uno con el Padre y con el Hijo. Una unión mística es establecida entre el Padre y nosotros, en razón de nuestra unión con el Hijo y de la unión del Hijo con el Padre. Vean a qué gloriosa excelsitud ha ascendido nuestra humanidad a través de Cristo. Por la gracia de Dios, ustedes, que eran como guijarros en el arroyo, han sido hechos hijos de Dios. Izados desde su exánime materialidad, son elevados a una vida espiritual y son unidos a Dios. Esta noche no tienen ni la menor idea de lo que Dios ha hecho por ustedes, y ciertamente aun no se ha manifestado lo que han de ser. Un cristiano es la obra más noble de Dios. Dios alcanzó la plenitud de Su poder y de Su gracia haciendo que seamos uno con Su propio Hijo amado y llevándonos así a una unión y a una comunión con Él mismo. ¡Oh, si las palabras que digo pudieran transmitirles la plenitud de su propio significado, podrían ponerse de pie de un salto, electrizados por el santo goce de pensar en esto: que somos de Cristo y del Padre, y que somos considerados dignos de ser el objeto de intrincadas transacciones e interrelaciones del tipo más amoroso entre el Padre y el Hijo! Nosotros, nosotros mismos que somos a lo sumo polvo y cenizas, somos favorecidos como nunca lo fueron los ángeles; por tanto, ¡que toda alabanza  sea atribuida a la gracia soberana!

 

III.   Y ahora sólo voy a detenerlos durante unos cuantos minutos más mientras hablo sobre la tercera parte de nuestro tema, esto es, de LA GLORIA DE CRISTO: “Y he sido glorificado en ellos”. He de confesar que, si bien la primera parte de mi tema fue muy profunda, esta tercera parte me parece todavía más profunda: “He sido glorificado en ellos”.

 

Si Cristo hubiera dicho: “Yo los glorificaré”, yo habría podido entenderlo. Si hubiera dicho: “Estoy complacido con ellos”, podría haberlo atribuido a Su gran amabilidad para con ellos; pero si dice: “He sido glorificado en ellos”, eso es algo muy prodigioso. El sol puede ser reflejado, pero se necesitan objetos apropiados que hagan las veces de reflectores; y entre más brillantes sean, mejor lo reflejarán. Ni ustedes ni yo pareciéramos tener el poder de reflejar la gloria de Cristo; nosotros desintegramos los gloriosos rayos que brillan sobre nosotros; estropeamos y arruinamos gran parte del bien que cae que sobre nosotros. Con todo, Cristo dice que Él es glorificado en nosotros. Grábense estas palabras, queridos amigos, y piensen que el Señor Jesús se reunió con ustedes esta noche, y al salir del Tabernáculo, les decía: “Tú eres mío, tú eres de mi Padre; y Yo soy glorificado en ti”. No me atrevo a decir que sería un momento de orgullo para ti; pero me atrevo a decir que habría más motivo para que te sintieras exaltado si te dijera: “soy glorificado en ti”, que si recibieras todos los honores que todos los reyes pudieran acumular sobre todos los seres en el mundo. Pienso que con sólo que me dijera: “Yo soy glorificado en tu ministerio”, yo podría declarar: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra”. Espero que lo sea; creo que lo es; pero, ¡oh, anhelo una palabra alentadora, aunque no fuera dirigida a nosotros personalmente, pero que fuera dirigida a Su Padre con respecto a nosotros, como en nuestro texto, “he sido glorificado en ellos”!

 

¿Cómo puede pasar eso? Bien, es un tema muy amplio. Cristo es glorificado en Su pueblo de muchas maneras. Él es glorificado salvando a tales pecadores, tomando a estas personas, tan pecadoras, tan perdidas y tan indignas. Cuando el Señor se apodera de un borracho, o de un ladrón o de un adúltero; cuando cautiva a uno que ha sido culpable de blasfemia y cuyo corazón mismo apesta por tantos malos pensamientos; cuando recoge al que está lejano, al abandonado, al disoluto y al caído, como a menudo lo hace, y cuando dice: “Estos han de ser míos; voy a lavar a éstos en mi sangre; voy a utilizarlos para que divulguen Mi palabra”, ¡oh, entonces, Él es glorificado en ellos!

 

Lean las vidas de muchos grandes pecadores que se han convertido posteriormente en grandes santos, y verán cómo han procurado glorificar a Dios; no sólo aquella mujer que lavó Sus pies con sus lágrimas, sino muchos otros como ella. ¡Oh, cómo les ha encantado alabarle! Los ojos han derramado lágrimas, los labios han musitado palabras, pero los corazones han sentido una gratitud adoradora para con Él que ni los ojos ni los labios podrían expresar. “He sido glorificado en ellos”. ¡Grandes pecadores, Cristo es glorificado en ustedes! Algunos de ustedes, fariseos, si fueran a ser convertidos, no le darían a Cristo tal gloria como la que Él recibe por salvar a los publicanos y a las rameras. Aun si lucharan para entrar en el cielo, sería con muy escasa música para Él en el camino, y ciertamente sería sin lágrimas ni ungüento para Sus pies que tampoco serían enjugados con los cabellos de su cabeza. Ustedes son demasiado respetables para hacer eso jamás; pero cuando salva a grandes pecadores, puede en verdad decir: “He sido glorificado en ellos”, y cada uno de ellos puede cantar:

 

“Tu amor especial Sobrepasa las alabanzas,

Mi Jesús, mi Salvador: con todo, este corazón mío

Quisiera cantarle a ese amor, tan pleno, tan rico, tan libre,

Que lleva a un pecador rebelde, como soy yo,

Cerca de Dios”.

 

Y Cristo es glorificado por la perseverancia que muestra en el asunto de su salvación. Vean cómo empieza a salvar, pero el hombre se resiste. Él continúa con Su amable empeño, pero el hombre se rebela. Él lo acosa, lo persigue y sigue la pista de sus pasos. Él quiere tener al hombre pero el hombre no quiere tenerlo a Él. Pero el Señor, sin violar el libre albedrío del hombre, -cosa que nunca hace- al final lleva al ser más renuente a postrarse a Sus pies, y aquel que más odiaba comienza a amar, y aquel con el corazón más empedernido dobla su rodilla sumido en la mayor humildad. Es maravilloso comprobar cuán perseverante es el Señor en la salvación de un pecador; sí, y en la salvación de los que ya son Suyos, pues tú ya te habrías escapado hace mucho tiempo si tu grandioso Pastor no te hubiera encerrado en el redil. Muchos de ustedes se habrían apartado y se habrían perdido, si no hubiese sido por los constreñimientos de la gracia soberana que los han guardado hasta este día y que no los dejarán ir. Cristo es glorificado en ti. Oh, una vez que llegues al cielo, cuando los ángeles sepan todo lo que eras y todo lo que procuraste ser, cuando sea contada la historia completa de la gracia todopoderosa e infinita, como en efecto será contada, ¡entonces Cristo será glorificado en ti!

 

Amados, nosotros glorificamos activamente a Cristo cuando exhibimos las gracias cristianas. Ustedes que son amorosos, perdonadores, de tierno corazón, gentiles, mansos y abnegados, ustedes le glorifican; Él es glorificado en ustedes. Ustedes que son rectos, que no abandonarían su integridad, ustedes que pueden despreciar el oro del pecador, y que no venderían su conciencia por oro, ustedes que son valientes y valerosos por Cristo, ustedes que pueden soportar y sufrir por causa de Su nombre, han de saber que todas esas gracias provienen de Él. Así como todas las flores son engendradas y crecen por el sol, así todo lo que hay en ti que es bueno, viene de Cristo, el Sol de justicia; y, por tanto, Él es glorificado en ti.

 

Pero, amados, el pueblo de Dios ha glorificado a Cristo de muchas otras maneras. Cuando lo convierten en el objeto de toda su confianza, le glorifican, cuando dicen: “Aunque yo sea el primero de los pecadores, yo confío en Él; aunque mi mente sea oscura, y aunque mis tentaciones abunden, yo creo que Él puede salvar perpetuamente. Yo en verdad confío en Él”. Cristo es más glorificado por la humilde fe de un pecador que por el cántico más sonoro de un serafín. Si tú crees, tú le glorificas. Hijo de Dios, ¿te encuentras sombrío, embotado y poco animado? ¿Te sientes medio muerto espiritualmente? Acércate a los pies de tu Señor, y bésalos, y cree que Él te puede salvar, es más, que te ha salvado, incluso a ti; y así glorificarás Su santo nombre.

 

“¡Oh!”, -dijo un creyente el otro día- “yo sé a quién he creído; Cristo es mío”. “¡Ah!”, -dijo alguien más- “eso es una presunción”. Amados, no es nada parecido a eso; no es una presunción que un hijo reconozca a su propio padre; sería orgullo si se avergonzara de su padre; sería ciertamente un gran enajenamiento de su padre si le avergonzara reconocerlo. “Yo sé a quién he creído”. Es una dichosa condición del corazón que estés absolutamente seguro de que descansas sobre Cristo, de que Él es tu Salvador y que tú crees en Él, pues Jesús dijo: “El que cree en mí, tiene vida eterna”. Yo creo en Él, y tengo vida eterna. “El que en él cree, no es condenado”. Yo creo en Él, y no soy condenado. Confirmen esto, no únicamente por medio de señales y de evidencias, sino hagan todavía algo mejor; hagan que la señal y la evidencia sean estas: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores; yo, pecador, acepto Su grandioso sacrificio, y soy salvo”.

 

Pienso especialmente que el pueblo de Dios glorifica a Cristo mediante una alegre conversación. Si tú anduvieras por allí gimiendo y lamentándote, suspirando y quejándote, no le rendirías ningún honor a Su nombre; pero si, cuando ayunas, no das a conocer a los hombres que ayunas, si puedes mostrar un rostro alegre aun cuando tu corazón esté decaído, y, sobre todo, si puedes recuperar tu espíritu sacándolo de sus profundidades y comienzas a bendecir a Dios cuando la alacena está vacía y los amigos son pocos, entonces tú glorificas ciertamente a Cristo.

 

Muchas son las maneras en que puede realizarse esta buena obra; tratemos de hacerla. “He sido glorificado en ellos; esto es, por su valiente confesión de Cristo. ¿Acaso me dirijo a alguien aquí que ame a Cristo, pero que nunca le ha reconocido? Hazlo, y hazlo pronto. Él merece recibir toda la gloria que puedas rendirle. Si Él te ha sanado, no seas como los nueve leprosos que olvidaron que Cristo les había sanado de su lepra. Ven y alaba el nombre del grandioso Sanador, y haz saber a otros lo que Cristo puede hacer. Me temo que hay una gran cantidad de seres aquí esta noche que creen ser cristianos pero que nunca lo han declarado. ¿De qué se avergüenzan? ¿Se avergüenzan de su Señor? Me temo que, después de todo, no lo aman. Ahora, en este momento, en esta crisis particular de la historia de la Iglesia y del mundo, si no tomamos partido por Cristo públicamente, estaríamos realmente en contra Suya. El tiempo ha llegado ahora en que no podemos permitirnos tener correveidiles. Tienen que estar por Él o por Sus enemigos, y esta noche Él les pide que si realmente son Suyos, que lo digan. Pasen al frente, únanse con Su pueblo y que se vea, tanto por su vida como por su conversación, que efectivamente pertenecen a Cristo. Si no, ¿cómo podría ser verdad que “He sido glorificado en ellos”? ¿Es glorificado Cristo en un pueblo que no le confiesa, en un pueblo que espera escabullirse al cielo por caminos aledaños o a través de los campos, pero que no se atreve a llegar a la autopista del Rey y a viajar con los súbditos del Rey y a reconocer que le pertenecen?

 

Por último, pienso que Cristo es glorificado en Su pueblo por sus esfuerzos para extender Su reino. ¿Qué esfuerzos haces tú? Hay una gran cantidad de fuerza en una iglesia como esta; pero me temo que hay una gran cantidad de vapor residual, de poder residual aquí. La tendencia, con tanta frecuencia, es dejar que todo lo haga solo el ministro, o, de otra manera, contar con la participación de uno o dos líderes; pero yo les ruego, amados, que si pertenecen a Cristo y si pertenecen al Padre, si, indignos como son, son reclamados por una doble propiedad por el Padre y el Hijo, que verdaderamente intenten ser útiles para Ellos. Que se vea que Él es glorificado en ustedes en el hecho de que ganan a otros para Cristo. Yo creo que Cristo es glorificado en ustedes por una diligente asistencia incluso a la más pequeña clase de la escuela dominical. Cristo es glorificado en ustedes por esa conversación privada en su propio aposento, por esa carta que pusieron en el correo con muchas oraciones, por cualquier cosa que hagan con un motivo puro, confiando en Dios para glorificar a Cristo. No confundan lo que quiero decir con respecto a servir al Señor. Pienso que son sumamente erróneas algunas exhortaciones hechas a los jóvenes, como éstas: “abandonen el servicio doméstico, y adopten un trabajo espiritual. Comerciantes, abandonen sus tiendas. Obreros, renuncien a sus oficios. Ustedes no pueden servir a Cristo en ese llamamiento, dejen de hacer eso enteramente”. Permítaseme decir que nada puede ser más pestilente que un consejo como ese. Hay hombres que son llamados por la gracia de Dios para separarse de toda ocupación terrenal y que poseen dones especiales para la obra del ministerio; pero imaginar siempre que el grueso del pueblo cristiano no puede servir a Dios en su llamamiento cotidiano, es pensar por completo de manera contraria a la mente del Espíritu de Dios. Si eres un sirviente, sigue siendo un sirviente. Si eres un mesero, continúa con tu actividad. Si eres un comerciante, prosigue con tu comercio. Todos han de permanecer en el llamamiento en el que han sido llamados, a menos que haya un llamamiento especial de Dios para que la persona se entregue a Él en el ministerio. Sigan adelante con sus empleos, carísimos cristianos, y no se imaginen que se deban volver eremitas, o monjes o monjas. No glorificarían a Dios si actuaran así. Los soldados de Cristo deben pelear la batalla en el lugar donde se encuentran. Abandonar el campo y encerrarse en la soledad haría imposible que obtuvieran la victoria. La obra de Dios es tan santa y aceptable en el servicio doméstico, o en el comercio, como lo es en cualquier servicio que pudiera ser prestado en el púlpito, o como misionero en tierras extranjeras. Damos gracias a Dios por los hombres que son especialmente llamados y apartados para Su propia obra; pero sabemos que no harían nada a menos que la sal de nuestra santa fe permeara la vida cotidiana de otros cristianos.

 

Madres piadosas, ustedes son la gloria de la Iglesia de Cristo. Hombres y mujeres que trabajan duro, que resisten pacientemente, “como viendo al Invisible”, ustedes son la corona y la gloria de la Iglesia de Dios. Ustedes, que no eluden su labor diaria sino que la afrontan obedeciendo a Cristo en eso, están demostrando lo que la religión cristiana pretende hacer. Si somos verdaderamente sacerdotes para Dios, podemos convertir nuestros vestidos diarios en ornamentos, nuestras comidas en sacramentos, y nuestras casas en templos para la adoración de Dios. Nuestras propias camas estarán dentro del velo, y nuestros pensamientos más íntimos serán como un incienso aromático cuyo humo se eleva perpetuamente al Altísimo. No sueñen con que haya algo acerca de cualquier llamamiento honesto que degrade a un hombre, o que le impida glorificar a Dios; antes bien, santifíquenlo todo, hasta que las campanas sobre los caballos resuenen: “Santidad a Jehová”, y las ollas en sus hogares sean tan santas como los vasos del santuario.

 

Ahora, esta noche yo quiero que nos acerquemos de tal manera a la mesa de la comunión que Cristo sea glorificado en nosotros aquí. Ah, pueden sentarse a la mesa del Señor vestidos con ropas elegantes o llevando un anillo de diamantes, y pudieran pensar que son seres importantes, ¡pero no lo son! Ah, pueden venir a la mesa del Señor y decir: “he aquí un cristiano experimentado que sabe un par de cosas”. Tú no estás glorificando a Cristo de esa manera; sólo eres un ‘don nadie’. Pero si vienes diciendo esta noche: “Señor, estoy hambriento, Tú puedes alimentarme”; eso es glorificarle. Si vienes diciendo: “Señor, no tengo ningún mérito, ningún valor, vengo porque Tú moriste por mí, y confío en Ti”, le estás glorificando. Aquel que recibe más de Él y le regresa más a Él, glorifica más a Cristo. Ven, jarra vacía, ven para que seas llenada, y, cuando estés llena, derrama todo tu contenido a los pies amados de Aquel que te llenó. Ven, ser trémulo, ven y deja que Él te toque con Su mano tonificante, y entonces anda y trabaja y usa la fuerza que Él te haya dado. Me temo que no los he llevado a donde pretendía llevarlos, cerca de mi Señor y del Padre; sin embargo, hice todo lo que pude. ¡Que el Señor perdone mi debilidad y mi divagación, pero que los bendiga por causa de Su amado nombre! Amén.      

 

 

 

Traductor: Allan Román

7/Marzo/2012

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