El Púlpito de la Capilla New Park Street
Confesión y Absolución
NO. 216
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 3 DE OCTUBRE DE 1858
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL SALÓN MUSIC HALL, ROYAL SURREY GARDENS, LONDRES.
“Mas el publicano, estando lejos, no
quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
Dios, sé propicio a mí, pecador.” Lucas 18: 13.
La mayoría de los héroes de las historias de
nuestro Salvador han sido elegidos para ilustrar rasgos de carácter enteramente
diferentes de su reputación general. ¿Qué pensarían de un escritor de moral de
nuestra época, si en una obra de ficción, se empeñase en exponer ante nosotros
la compasiva virtud de la benevolencia mediante el ejemplo de un cipayo? Y, sin
embargo, Jesucristo nos ha dado uno de los mejores ejemplos sobre la caridad,
en el caso de un samaritano. Para los judíos, un
samaritano era proverbial por su amarga animosidad en contra de su nación, como
lo es para nosotros el cipayo por su crueldad traicionera, y es igualmente
objeto de menosprecio y de odio; pero Jesucristo, sin embargo, eligió a Su
héroe de entre los samaritanos, para que no hubiera nada adventicio que le adornara,
y más bien todo el engalanamiento le fuera atribuido a la gracia de la caridad.
Así, también, en la presente instancia, nuestro
Salvador, estando deseoso de explicarnos la necesidad de la humildad en la
oración, no seleccionó a algún santo distinguido que fuera famoso por su
humildad, sino que eligió a un publicano, que probablemente era uno de los más
extorsionadores de su clase, pues da la impresión que el fariseo sugiere eso; y
no dudo de que hubiera lanzado una mirada de soslayo a este publicano, cuando
comentó, con autocomplacencia: “Dios, te doy gracias porque no soy como los
otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano.”
Pero, con el objeto de que pudiéramos ver que no
había nada en la persona que le predispusiera, y para que pudiera sobresalir la
aceptación de la oración, al ser colocada incluso bajo una luz más
resplandeciente contra el negro fondo del carácter del publicano, nuestro Señor
seleccionó a este hombre para que fuera la norma y el modelo de alguien que
ofrece una oración aceptable a Dios. Noten eso, y no se sorprenderán al
encontrar esa misma característica exhibida, muy frecuentemente, en las
parábolas de nuestro Señor Jesucristo.
En lo tocante a este publicano, sabemos muy poco
sobre su previa carrera, pero podríamos hacer algunas conjeturas cercanas a la
verdad, sin incurrir en un serio error. Sin duda era un judío, que pudo haber
sido educado piadosamente y entrenado religiosamente, pero, tal vez, como Leví,
huyó de sus padres y, no encontrando otro oficio que fuera exactamente el
apropiado para su gusto depravado, se convirtió en un miembro de esa clase
corrompida que cobraba los impuestos romanos, y, avergonzado de ser conocido
como Leví por más tiempo, cambió su nombre al de Mateo, para que nadie
reconociera, en la casta degradada de publicano, al hombre cuyos padres temían
a Dios, y se arrodillaban delante de Jehová.
Pudiera ser que este publicano hubiera
abandonado los caminos de sus padres entregándose a la lascivia, y luego
hubiera descubierto que la indigna ocupación de publicano era sumamente afín a
su espíritu depravado. No podríamos decir cuántas veces trituró el rostro de
los pobres, o cuántas maldiciones fueron derramadas sobre su cabeza cuando
arrebató la herencia de la viuda, y robó al huérfano desamparado y desvalido.
El gobierno romano le daba al publicano un poder mucho mayor del que debía
poseer, y nunca era tardo en usar esa ventaja para su propio enriquecimiento.
Posiblemente la mitad de todo lo que poseía era un robo, si no es que más, pues
Zaqueo pareciera sugerir algo así en su propio caso, cuando dice: “He aquí,
Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a
alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.”
No era algo común que este publicano turbara el
templo; los sacerdotes raramente le veían venir con algún sacrificio; habría
sido una abominación, y por eso no lo traía. Pero sucedió que el Espíritu del
Señor se encontró con el publicano, y lo llevó a considerar sus caminos, y su
peculiar negrura: estaba lleno de turbación, pero la guardaba para sí, dejándola
encerrada en su pecho; a duras penas podía descansar por la noche, y le era
difícil dedicarse a sus negocios durante el día, pues día y noche la mano de
Dios se había agravado sobre él. Por fin, incapaz de soportar más su
abatimiento, pensó en aquella casa de Dios en Sion, y en el sacrificio que se
ofrecía diariamente allí. “¿A quién acudiré, o adónde iré”, -se preguntaba-
“sino a Dios? ¿Y dónde puedo esperar encontrar misericordia, sino allí donde es
ofrecido el sacrificio?” Dicho y hecho. Fue; sus pies desacostumbrados se
orientaron al santuario, pero al llegar tiene vergüenza de entrar. Aquel
fariseo, santo como parecía ser, sube desvergonzadamente al atrio de los
judíos; se acerca lo más que puede a los propios recintos en los que sólo el
sacerdocio podía estar; y ora con un lenguaje jactancioso. Pero en cuanto al
publicano, elige para sí algún rincón apartado donde no sea visto ni oído, y
ahora se dispone a orar, no con sus manos alzadas como aquel fariseo que está
allá, no con los ojos vueltos al cielo con una mirada santurrona de hipocresía,
sino fijando sus ojos en el suelo; lágrimas cálidas se escurren de ellos, y no
se atreve a levantarlos al cielo. Por fin, sus ahogados sentimientos encuentran
una expresión; aunque esa expresión era un gemido, era una breve oración que
toda ella debía caber en el ámbito de un suspiro: “Dios, sé propicio a mí,
pecador.” Está hecho; él es oído; el ángel de la misericordia registra su
perdón; su conciencia queda en paz; desciende a su casa, a diferencia del
fariseo, como un hombre dichoso y justificado que se goza por la justificación
que el Señor le había otorgado.
Entonces, mi oficio esta mañana será invitarlos,
exhortarlos e implorarles que hagan lo que hizo el publicano, para que reciban
lo que él obtuvo. Hay dos cosas en particular sobre las que procuraré hablar
solemnemente y con denuedo: la primera es la
confesión; la segunda es la
absolución.
I. Hermanos, hemos de imitar al publicano, ante
todo, en su CONFESIÓN. Ha habido mucha agitación pública durante las últimas
semanas y meses en torno al confesionario. En cuanto a ese tema, es tal vez una
misericordia que el signo exterior y visible del Papado en la Iglesia de
Inglaterra haya revelado a sus amigos sinceros el mal interno y espiritual que
había estado asechando durante tanto tiempo allí. No necesitamos imaginarnos
que el confesionario, o el clericalismo, del cual es simplemente un vástago,
sean una novedad en la Iglesia de Inglaterra: han estado ya por mucho tiempo
allí; pero ahora nos congratulamos ante la perspectiva de que la propia Iglesia
de Inglaterra se verá forzada a descubrir sus propios males; y nosotros
esperamos que Dios le dé gracia y vigor para cortar el cáncer de su pecho antes
de que cese de ser una iglesia protestante, y Dios la deseche como algo
aborrecible.
Esta mañana, sin embargo, no tengo nada que ver
con el confesionario. Las mujeres necias pueden seguir confesándose tanto como
quieran, y los necios esposos pueden confiar sus mujeres, si les place, a
confesores como esos. Que quienes sean necios lo manifiesten; que quienes no
tengan ningún entendimiento hagan al respecto lo que les parezca; pero en
cuanto a mí, tendré el máximo cuidado para que ni yo ni los míos tengamos algo
que ver con tales cosas. Dejando eso, sin embargo, llegamos a asuntos
personales, procurando aprender a actuar rectamente, incluso de los errores de
otros.
Noten la confesión del publicano; ¿ante quién fue presentada? “Dios, sé
propicio a mí, pecador.” ¿Pensó alguna vez el publicano en acudir a un sacerdote
para pedirle misericordia y confesar sus pecados? Tal vez el pensamiento
atravesara su mente, pero su pecado constituía un peso demasiado grande sobre
su conciencia para que fuera aliviado de una manera como esa, así que pronto
desechó esa idea. “No”, -dijo- “siento que mi pecado es de tal carácter que
nadie, sino Dios, puede quitarlo; y aunque fuera correcto que fuera e hiciera
una confesión ante mi semejante, pienso que sería totalmente inútil en mi caso,
pues mi enfermedad es de tal naturaleza que nadie, sino un Médico Todopoderoso,
podría suprimirla.”
Así que dirige su confesión y su oración a un
lugar, y sólo a un lugar: “Dios, sé propicio a mí, pecador.” Y ustedes notarán
que esta confesión a Dios fue secreta: todo
lo que pueden oír de su confesión es una única palabra: “pecador”. ¿Ustedes
suponen que eso fue todo lo que confesó? No, amados, yo creo que mucho antes de
esto, el publicano había hecho una confesión de todos sus pecados,
privadamente, de rodillas en su propio hogar delante de Dios. Pero ahora, en la
casa de Dios, todo lo que tiene que decir para que lo oiga el hombre es: “soy
un pecador”.
Y yo te aconsejo que si alguna vez hicieras una
confesión ante un hombre, que sea una confesión general, pero nunca debe ser
una confesión específica. Tú debes confesar ante tus semejantes que has sido un
pecador, pero decirle a cualquier hombre en qué sentido has sido un pecador, no
sería sino pecar otra vez y ayudar a que tus semejantes transgredan. Cuán
inmunda ha de ser el alma de ese sacerdote que presta su oído para que se
convierta en una alcantarilla que ha de albergar la inmundicia de los corazones
de otras personas. No puedo imaginar ni siquiera que el diablo sea más
depravado que el hombre que gasta su tiempo, sentado en un confesionario, con
su oído contra los labios de hombres y mujeres que, si confesaran verazmente,
le harían un adepto de todos los vicios, y le instruirían en iniquidades que,
de otra manera, no habría conocido jamás. Oh, yo te exhorto que nunca
contamines a tu prójimo; guarda tu pecado para ti mismo, y para tu Dios; Él no
puede ser contaminado por tu iniquidad; haz una clara y plena confesión de tu
pecado delante de Él; pero, ante tu prójimo, no le agregues nada a la confesión
general: “¡soy un pecador!”
Esta confesión que hizo delante de Dios, fue espontánea. No se le hizo ninguna
pregunta a este hombre en lo tocante a si era un pecador o no; o en cuanto a si
había quebrantado el séptimo mandamiento, o el octavo, o el noveno, o el
décimo; no, su corazón estaba lleno de penitencia, y se derramaba en este susurro:
“Dios, sé propicio a mí, pecador.”
Nos dicen que algunas personas no pueden nunca
hacer una plena confesión, a menos que un sacerdote les ayude, haciéndoles
preguntas. Mis queridos amigos, la propia excelencia de la penitencia se
pierde, y su encanto desaparece, si se hiciera alguna pregunta: la confesión no
es verdadera ni real a menos que sea espontánea. El hombre que necesita que
alguien le diga cuáles son sus pecados, no podría haber sentido el peso del
pecado. ¿Pueden imaginarse a algún hombre cargado con un peso a su espalda,
quien, antes de que gimiera bajo ese peso, necesitara que se le dijera que
llevaba un peso allí? Ciertamente no. El hombre gime bajo el peso, y no necesita
que se le diga: “allí está sobre tu espalda”; él sabe que allí está. Y si,
mediante las preguntas de un sacerdote, pudiera obtenerse una plena y
exhaustiva confesión de algún hombre o de alguna mujer, sería totalmente
inútil, totalmente vana delante de Dios, porque no sería espontánea.
Debemos confesar nuestros pecados porque no podemos
evitar confesarlos; tienen que salir porque no podemos guardarlos adentro; es como
un fuego en los huesos, que pareciera como si fuera a derretir nuestro propio
ánimo, a menos que diéramos salida al gemido de nuestra confesión delante del
trono de Dios. Miren al publicano; no pueden oír la plena confesión humilde que
hace; todo lo que pueden oír es su simple reconocimiento de que es un pecador; pero
eso brota espontáneamente de sus labios; Dios mismo no tiene que hacerle la
pregunta, sino que el publicano viene delante del trono, y libremente se
entrega en manos de la Justicia Todopoderosa, confesando ser un rebelde y un
pecador. Esto es lo primero que debemos notar de su confesión: que hizo la
confesión a Dios, secreta y espontáneamente; y todo lo que dijo abiertamente
fue que era “un pecador”.
Además: ¿qué
confesó? Confesó, según nos informa nuestro texto, que era un pecador.
Ahora, ¡cuán apropiada es esta oración para nosotros! Pues, ¿hay acaso algún
labio aquí presente para el que esta confesión no sea adecuada: “Dios, sé
propicio a mí, pecador?” ¿Acaso dices: “esa oración le vendría bien a la
ramera, cuando, después de una vida de pecado, la corrupción está en sus
huesos, y está muriendo en la desesperación: esa oración se adecua a sus
labios?” Ay, pero, amigo mío, le vendría bien a tus labios y a los míos
también. Si conocieras tu corazón, -y yo conozco el mío- la oración que sería
apropiada para ella sería apropiada para nosotros también. Tú nunca has
cometido los pecados que el fariseo repudió; tampoco has sido extorsionador, ni
has sido injusto, ni has sido un adúltero; tampoco has sido ni siquiera como el
publicano; pero, sin embargo, la palabra “pecador” todavía se aplica a ti; y
sentirías que así es, si estuvieras en la condición apropiada. Recuerda cuánto
has pecado tú en contra de la luz. Es
verdad que la ramera ha pecado más abiertamente que tú, pero ¿tenía ella la luz
que tú has recibido? ¿Crees que recibió una educación y un entrenamiento tan
tempranos como los que tú has recibido? ¿Experimentó ella alguna vez los
remordimientos de conciencia y las guardas de la providencia como los que han
vigilado tu carrera? Esto he de confesar en cuanto a mí: siento, y debería
sentir una peculiar atrocidad en mi propio pecado, pues peco contra la luz, contra
la conciencia, y peor todavía, contra el amor recibido de Dios, y contra la
misericordia prometida por Dios.
Pasa al frente, tú, que eres el mayor de los
santos, y responde a esta pregunta: ¿no es apropiada esta oración para ti? Oigo
que respondes, sin un momento de vacilación: “Sí, ahora se adecua a mí; y hasta
que muera, mis trémulos labios han de repetir la petición con frecuencia:
‘Dios, sé propicio a mí, pecador’.”
Varones y hermanos, les imploro que usen esta
oración hoy, pues es apropiada para todos ustedes. Comerciante, ¿no tienes
ningún pecado en tus negocios que debas confesar? Mujer, ¿no tienes pecados
hogareños que debas reconocer? Hijo de muchas oraciones, ¿no tienes ninguna
ofensa contra el padre o la madre que debas confesar? ¿Hemos amado al Señor
nuestro Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra
fuerza; y ha amado cada uno de nosotros a nuestro prójimo como a sí mismo? Oh,
cerremos nuestros labios en lo tocante a cualquier jactancia, y cuando los
abramos, estas son las primeras palabras que han de brotar de ellos: “He
pecado, oh Señor; he quebrantado tus mandamientos; Señor, sé propicio a mí,
pecador.”
Pero, observen esto: ¿no es algo extraño que el
Espíritu Santo enseñe a un hombre a argumentar su condición de pecador delante
del trono de Dios? Uno pensaría que cuando nos presentamos delante de Dios,
deberíamos hablar un poco de nuestras virtudes. ¿Quién supondría que cuando un
hombre está pidiendo misericordia, deba decir de sí mismo: “soy un pecador”? Vamos,
seguramente la razón le impulsaría a decir: “Dios, sé propicio a mí, puesto que
hay algo bueno en mí: Señor, yo no soy peor que mis vecinos: Señor, sé propicio
a mí; intentaré ser mejor.” ¿No es contra la razón, y no está maravillosamente
por encima de la razón que el Espíritu Santo le enseñe a un hombre a argumentar
ante el trono de la gracia, aquello que pareciera ir en contra de su súplica:
el hecho de que él es un pecador? Y, sin embargo, amados hermanos, si ustedes y
yo queremos ser oídos, hemos de venir a Cristo como pecadores. No intentemos
hacernos mejores de lo que somos. Cuando llegamos ante el trono de Dios, no
pretendamos, ni por un momento, recoger alguna de las falsas joyas de nuestras
pretendidas virtudes; los harapos son los vestidos de los pecadores. La
confesión es la única música que debe brotar de nuestros labios: “Dios, sé
propicio a MÍ, pecador”, es el único carácter en el que puedo orar a Dios.
Ahora, ¿acaso no hay muchos aquí presentes que
sienten que son pecadores, y están gimiendo, suspirando y lamentando porque el
peso del pecado está en su conciencia? Hermano, me alegra que te sientas pecador,
pues tú tienes la llave del reino en tus manos. Tu sentido de tu condición
pecadora es tu único título para la misericordia. Ven, te lo suplico, tal como
estás: tu desnudez es tu único reclamo al derecho de tener acceso al
guardarropa del cielo; tu hambre es tu único reclamo al derecho de entrar en
los graneros del cielo; tu pobreza es tu único reclamo al derecho para las
eternas riquezas del cielo. Ven tal como estás, sin nada propio, excepto tu
pecaminosidad, y argumenta esto delante del trono: “Dios, sé propicio a mí,
pecador.” Esto es lo que aquel hombre confesó, que era un pecador, y lo
argumentó, haciendo que el peso de su confesión fuera el contenido de su
súplica delante de Dios.
Además, ¿cómo
se presenta? ¿Cuál es la postura que asume? Lo primero que quisiera que
notaran es su ubicación: “estando lejos”. ¿Para qué hizo eso? ¿Acaso no fue
porque se sentía como un hombre separado? Hemos hecho con frecuencia
confesiones generales en el templo, pero nunca una confesión fue aceptada a
menos que fuera particular, personal y de corazón. Allí estaba la gente
congregada para el acostumbrado servicio de adoración; se unen en un salmo de
alabanza, pero el pobre publicano se quedó lejos de ellos. En seguida, se unen
en el orden de la oración, pero él no podía acercarse a ellos. No, él había
llegado allí solo, y debía permanecer solo. A semejanza del ciervo herido que
busca las más profundas cañadas del bosque para desangrarse y morir solo, en
profunda soledad, así parecía que este pobre publicano sentía que necesitaba
estar solo. Ustedes observan que no dice nada acerca de otras personas en su
oración. “Dios, sé propicio a mí”, como
si no hubiese otro pecador en todo el mundo. Fíjate en esto, persona que me
escuchas: debes
sentirte solitario y aislado, para que puedas elevar aceptablemente esta
oración. ¿Te ha seleccionado alguna vez el Señor en una congregación? ¿Te ha
parecido, en esta vasta sala, como si una gran pared negra te circundara, y tú
estuvieras encerrado allí con el predicador y con tu Dios; como si cada saeta
salida del arco del predicador estuviera apuntada hacia ti, y cada amenaza fuera para ti,
y cada solemne reproche fuera una censura para ti? Si has sentido eso, voy a felicitarte. Nadie elevó jamás esta
oración rectamente a menos que la orara solo; a menos que dijera: “Dios, sé
propicio a mí”, como un pecador
solitario y aislado. “El publicano, estando lejos.”
Noten lo que sigue. “No quería ni aun alzar los
ojos al cielo”. Eso era porque no se atrevía, no porque no quisiera; lo habría
hecho si se hubiera atrevido. Cuán notable es que ese arrepentimiento quite
todo el atrevimiento de los hombres. Hemos visto algunos individuos que eran muy
atrevidos antes de ser tocados por la gracia soberana, y que posteriormente se
volvieron los hombres más trémulos y escrupulosos, poseedores de la más tierna
conciencia que se pudiera imaginar. Hombres que eran descuidados, que
alardeaban y desafiaban a Dios, se volvieron tan humildes como unos niñitos,
temerosos incluso de alzar sus ojos al cielo, aunque una vez lanzaron sus
blasfemias y sus maldiciones en esa dirección.
Pero, ¿por qué no se atrevía a alzar sus ojos al
cielo? Era porque estaba abatido en su “espíritu”, tan oprimido y cargado, que
no podía mirar a lo alto. ¿Es ese tu caso, amigo mío, esta mañana? ¿Tienes
miedo de orar? ¿Sientes como si no pudieras esperar que Dios tenga misericordia
de ti; como si el menor destello de esperanza fuera la mayor luz que podrías
soportar; como si tus ojos estuvieran tan acostumbrados a las tinieblas de la
duda y de la desesperación, que incluso un rayo robado pareciera ser demasiado
para tu débil y pobre visión? ¡Ah!, bien, no temas, pues será una
bienaventuranza para ti; tú estás solamente siguiendo al publicano en su triste
experiencia ahora, y el Señor, que te ayuda a seguirle en la confesión, te
ayudará a regocijarte con él en la absolución.
Noten qué otra cosa hizo. Se golpeaba el pecho.
Era un buen teólogo; era un real doctor en teología. ¿Por qué se golpeaba el
pecho? Porque sabía dónde se albergaba la maldad: en su pecho. No se golpeaba
la frente, como lo hacen algunos hombres cuando están perplejos, como si el
error estuviera en su entendimiento. Muchas personas culpan a su entendimiento
y, en cambio, no culpan a su corazón, y dicen: “Bien, he cometido un error;
ciertamente he estado actuando mal, pero, en el fondo, soy un hombre de buen
corazón.” Este hombre sabía dónde se albergaba la maldad, y golpeó el lugar
debido.
“Aquí, en mi corazón, se alberga la maldad.”
Se golpeaba el pecho como si estuviera enojado
consigo mismo. Pareciera decir: “¡Oh!, que pudiera golpearte más duro a ti, mi
ingrato corazón, porque has amado más al pecado que a Dios.” No hizo
penitencia, y, sin embargo, era un tipo de penitencia ejercida sobre sí mismo
cuando se golpeaba el pecho una y otra vez, y clamaba: “¡Ay! ¡Ay! Ay de mí, que
haya pecado jamás contra mi Dios: ‘Dios, sé propicio a un pecador’.”
Ahora, ¿puedes venir a Dios de esta manera, querido
amigo mío? Oh, acerquémonos todos a Dios de esta manera. Tú tienes suficiente,
hermano mío, para hacer que te quedes solo, pues ha habido pecados en los que
tú y yo, cada uno de nosotros, hemos incurrido en una culpa solitaria. Hay
iniquidades conocidas solamente por nosotros, que nunca le dijimos a la pareja
de nuestro propio pecho, ni a nuestros propios padres o hermanos, ni siquiera
al amigo a quien le pedíamos el dulce consejo. Si hemos pecado solos, de esta
manera, retirémonos a nuestros aposentos, y confesémonos solitariamente, el
esposo aparte, y la esposa aparte, el padre aparte, y el hijo aparte. Cada uno
de nosotros ha de lamentarse individualmente.
Varones y hermanos, dejen de acusarse unos a
otros. Desistan de las riñas provocadas por su inclinación a censurar, y por
las calumnias provocadas por su envidia. Censúrense a ustedes mismos y no a su
prójimo. Rasguen sus propios corazones y no la reputación de sus vecinos.
Vamos, que cada individuo considere ahora su propio caso y no el caso de otro;
que cada uno clame: “Dios, sé propicio a
mí, estando solo aquí, pecador.”
¿Y no tienes una buena razón para bajar tu
mirada? ¿No pareciera, a veces, que es demasiado para nosotros mirar jamás al
cielo otra vez? Hemos blasfemado contra Dios, algunos de nosotros, e incluso
hemos imprecado maldiciones sobre nuestros miembros y sobre nuestros ojos; y
cuando esas cosas regresan a nuestra memoria, muy bien podemos estar
avergonzados de mirar a lo alto. O si hemos sido preservados del crimen de una
blasfemia abierta, ¡con cuánta frecuencia hemos olvidado a Dios, ustedes y yo!
¡Cuán a menudo hemos descuidado la oración! ¡Cómo hemos quebrantado Sus días
domingo y hemos dejado de leer la Biblia! Ciertamente estas cosas, cuando atraviesan
nuestra memoria, podrían constreñirnos a sentir que no podemos ni siquiera
levantar nuestra vista al cielo.
Y en cuanto a golpear nuestro pecho, ¿quién hay
entre nosotros que no deba hacerlo? Debemos enojarnos contra nosotros mismos ya
que hemos provocado a Dios a enojarse con nosotros. Tenemos que tener ira contra
los pecados que han acarreado la ruina sobre nuestras almas; debemos sacar a
rastras a esos traidores, y ejecutarlos de inmediato en una muerte sumaria;
bien que lo merecen; han sido nuestra ruina; seamos nosotros su destrucción. Se
golpeaba el pecho y decía: “Dios, sé propicio a mí, pecador”.
Hay otro distintivo más en la oración de este
hombre, que no deben pasar por alto. ¿Qué
razón tenía para esperar que Dios tuviera alguna misericordia para con él? El
idioma griego nos explica más de lo que lo hace el inglés; y la palabra
original aquí podría ser traducida: “Dios sé propiciado en cuanto a mí, pecador.” En la palabra griega hay una
clara referencia a la doctrina de la expiación. No es la oración de un
‘unitariano’: “Dios, sé misericordioso para mí”, es más que eso: es la oración
del cristiano: “Dios, sé propiciado en cuanto a mí, pecador.” Hay, repito, una
clara apelación a la expiación y al propiciatorio en esta breve oración.
Amigo, si queremos venir ante Dios con nuestras
confesiones, hemos de tener cuidado de argumentar la sangre de Cristo. No hay
esperanza para un pobre pecador aparte de la cruz de Jesús. Podríamos clamar:
“Dios, sé propicio a mí”, pero la oración no puede ser respondida nunca, aparte
de la víctima ofrecida, el Cordero inmolado desde antes de la fundación del
mundo. Cuando tú tienes el ojo puesto en el propiciatorio, asegúrate de poner
también tu ojo en la cruz. Recuerda que la cruz es, después de todo, el
propiciatorio; que la misericordia no fue nunca entronizada hasta que colgó de
la cruz, coronada de espinas. Si tú quieres encontrar perdón, has de ir al
tenebroso Getsemaní, y has de mirar a tu Redentor sudando, en profunda
angustia, gotas de sangre. Si tú quieres tener paz de conciencia, acude a
Gabata, el Enlosado, y has de ver la espalda del Salvador inundada por una
corriente de sangre. Si tú quieres tener el último y el mejor descanso para tu
conciencia, vé al Gólgota; mira a la víctima inmolada colgando de la cruz, con
manos y pies y costado todos traspasados, con cada herida abierta y en extremo
dolor. No puede haber ninguna esperanza de misericordia aparte de la víctima
ofrecida: el propio Jesucristo, el Hijo de Dios.
Oh, vengan; todos y cada uno de nosotros hemos
de acercarnos al propiciatorio, y argumentar la sangre. Cada uno de nosotros
debe ir y decir: “Padre, he pecado; sé propicio a mí, por medio de Tu Hijo.”
Vamos, borracho, dame tu mano; iremos juntos. Ramera, tú también dame tu mano;
y acerquémonos de igual manera al trono. Y ustedes, cristianos profesantes,
vengan ustedes también, no se avergüencen de quienes les acompañan. Vayamos
ante Su presencia con muchas lágrimas, sin que ninguno de nosotros acuse a su
prójimo, sino cada uno acusándose a sí mismo, y argumentemos la sangre de
Jesucristo que habla paz y perdón para cada conciencia turbada.
Hombre despreocupado, te diré unas palabras
antes de concluir este punto. Tú dices: “Bien, esa es una buena oración, en
verdad, para un hombre que está al borde de la muerte. Cuando un pobre individuo
sufre del cólera, y ve a la negra muerte mirándole en el rostro, o cuando está
aterrorizado y estupefacto en el tiempo de la tormenta, o cuando se descubre en
medio de una terrible confusión y alarma debido a una peligrosa catástrofe o un
inesperado accidente, mientras está acercándose a las puertas de la muerte, lo
correcto es que diga: “Dios, sé propicio a mí.”
Ah, amigo, entonces la oración ha de ser
apropiada para ti, si eres un moribundo; ha de ser apropiada para ti, pues tú
desconoces cuán cerca estás del borde de la tumba. Oh, si sólo entendieras la
fragilidad de la vida y lo resbaladizo de ese pobre sostén en el que estás
descansando, dirías: “¡Ay de mi alma!”
Si la oración es apropiada para mí al morir, ha de ser apropiada para mí ahora,
pues me estoy muriendo, incluso en este día, y no sé cuando he de exhalar mi
último suspiro.”
“Oh”, -dice alguien- “yo pienso que es apropiada
para un hombre que ha sido un pecador muy grande.” Correcto, amigo mío, y por
tanto, si te conocieras a ti mismo, sería apropiada para ti. Estás en lo
correcto al decir que no se adecua a nadie excepto a los grandes pecadores; y
si tú no sientes ser un gran pecador, yo sé que nunca musitarás esa oración.
Pero hay algunas personas aquí hoy que sienten que son lo que tú deberías
sentir y saber que eres. Esas personas, constreñidas por la gracia, usarán la
oración esta mañana con un énfasis, derramando una lágrima sobre cada letra, y
exhalando un suspiro sobre cada sílaba, conforme claman: “Dios, sé propicio a
mí, pecador.” Pero observa, amigo mío; tú podrías sonreír despreciativamente
ante el hombre que hace esta confesión, pero él saldrá justificado de esta casa,
mientras que tú te alejarás estando todavía en tus pecados, sin ninguna esperanza,
sin un rayo de dicha que alegre tu espíritu contumaz.
II. Habiendo descrito brevemente esta confesión, voy
a notar, con mayor brevedad todavía, la ABSOLUCIÓN que Dios dio. Yo creo, en
verdad, que la absolución proveniente de los labios de un hombre es poco menos
que una blasfemia. Hay, en el Libro de Oración de la Iglesia de Inglaterra, una
absolución que es esencialmente una copia de la absolución de la iglesia de
Roma, que yo pensaría que es casi un extracto literal del misal romano. No dudo
cuando digo que nunca se imprimió nada más blasfemo en la calle Holywell, que
la absolución que debe pronunciar un clérigo junto al lecho de un moribundo; es
positivamente espantoso pensar que alguien que se llame a sí mismo cristiano,
descanse tranquilamente en una iglesia hasta que hubieren hecho lo más que
pudieran para revisar y reformar completamente ese libro -sumamente excelente-,
y despojarlo de todo vestigio de catolicismo romano.
Pero la absolución existe, amigos míos, y el
publicano la recibió. “Éste descendió a su casa justificado antes que el otro.”
El otro no tuvo ninguna paz revelada a su corazón; este pobre hombre la tuvo
toda, y descendió a su casa justificado. No dice que regresó a su casa habiendo
tranquilizado su mente; eso es verdad, pero es más: descendió a su casa
“justificado”. ¿Qué quiere decir eso? Resulta que la palabra griega usada aquí
es la misma palabra que el apóstol Pablo emplea siempre, para exponer la
grandiosa doctrina de la justicia de Jesucristo: la propia justicia que es de
Dios por la fe. El hecho es que, en el momento en que el hombre elevó esa
oración, todo pecado que cometió jamás fue borrado del libro de Dios, así que
no permaneció en el registro en contra suya; y es más, en el instante en que la
oración fue oída en el cielo, el hombre fue considerado como un hombre justo.
Todo lo que Cristo hizo por él, fue colocado sobre sus hombros para que fuera
el manto de su belleza, y en ese instante, toda la culpa que hubo cometido
jamás fue lavada enteramente y desapareció para siempre. Cuando un pecador cree
en Cristo, sus pecados, positivamente, dejan de existir, y lo que es más maravilloso todavía, todos ellos cesan de ser, como afirma
Kent en esas líneas muy conocidas:
“Aquí hay
perdón para transgresiones pasadas,
Sin importar
cuán negro sea su aspecto,
Y, oh alma
mía, mira esto con asombro:
Para pecados
venideros hay también perdón.”
Todos son arrastrados sin dejar rastro en un
solitario instante; los crímenes de muchos años; extorsiones, adulterios o
incluso asesinatos, todos son limpiados en un instante; pues ustedes observarán
que la absolución fue otorgada instantáneamente. Dios no le dijo al hombre:
“Ahora debes ir y realizar algunas buenas obras, y luego te daré la
absolución.” Él no dijo como dice el Papa: “ahora debes achicharrarte por un
tiempo en las llamas del Purgatorio, y luego te dejaré salir.” No, Él le
justificó allí mismo y en ese instante; el perdón le fue otorgado tan pronto
como el pecado fue confesado. “Anda, hijo mío, en paz; no tengo ningún cargo
contra ti; tú eres un pecador en tu propia estimación, pero no en la mía; he
borrado todos tus pecados, y los he arrojado en lo profundo del mar, y no serán
mencionados nunca jamás en tu contra.” ¿Pueden imaginar cuán feliz era el
publicano, cuando todo fue cambiado en un instante? Si pudieran revertir la
figura usada por Milton, le parecía a él mismo que era un sapo despreciable,
pero el toque de la misericordia del Padre le hizo trepar a una brillantez y a un deleite angélicos; y salió de aquella casa con su mirada
hacia lo alto, sin estar temeroso ya más. En vez del gemido que había en su
corazón, tenía un cántico en sus labios. Ya no caminó nunca más solo; buscó a
los piadosos y les dijo: “Vengan y oigan, ustedes, que temen a Dios, y les diré
lo que ha hecho por mi alma.” No se golpeaba el pecho, sino que regresó a casa
y tomó su arpa y rasgó las cuerdas, y alabó a su Dios. No habrías sabido que se
trataba del mismo hombre si le hubieras visto al salir; y todo eso fue realizado
en un minuto.
“Pero”, -dirá alguien- “¿crees que él sabía con
seguridad que todos sus pecados fueron perdonados? ¿Puede un hombre saber eso?”
Puede, ciertamente. Y hay algunos aquí presentes que podrían dar testimonio de
que esto es cierto. Ellos también lo han sabido. El perdón que es sellado en el
cielo es resellado en nuestra propia conciencia. La misericordia que es
registrada arriba, es llevada a derramar su luz en las tinieblas de nuestros
corazones. Sí, un hombre puede saber en la tierra que sus pecados son
perdonados, y puede estar seguro de que es un hombre perdonado así como está
seguro de su propia existencia.
Y, ahora, oigo una exclamación de alguien que
pregunta: “¿Y puedo ser perdonado yo esta mañana? ¿Y podría saber que he sido
perdonado? ¿Podría ser perdonado de tal manera que todo sea olvidado: yo, que
he sido un borracho, un blasfemo, y no sé cuántas cosas más? ¿Pueden ser
lavadas todas mis transgresiones? ¿Puedo estar seguro del cielo, y todo eso, en
un instante?” Sí, amigo mío, si tú crees en el Señor Jesucristo, si te quedas
donde estás ahora y musitas esta oración: “¡Señor, ten misericordia! Dios, sé
propicio a mí, pecador, por medio de la sangre de Cristo.”
Yo te digo, amigo, que Dios no ha rechazado
nunca esa oración; si brotó de unos labios honestos, Él nunca cerró las puertas
de la misericordia a esa oración. Es una letanía solemne que será usada en
tanto que el tiempo dure, y atravesará los oídos de Dios en tanto que exista un
pecador que la use. Vamos, no tengas miedo, te lo imploro, usa esa oración
antes de que abandones este Salón. Quédate donde estás; procura imaginarte que
estás completamente solo, y si sientes que eres culpable, haz que ascienda esa
oración.
¡Oh, cuán maravilloso sería si de los miles de
corazones que están aquí presentes, igual número de oraciones ascendieran hasta
Dios! Seguramente ni los propios ángeles tuvieron un día así en el Paraíso,
como el que tendrían hoy, si cada uno de nosotros pudiera hacer esa confesión
sinceramente. Algunas personas la están haciendo; sé que la están haciendo;
Dios les está ayudando. Y, tú, pecador, ¿acaso te quedas lejos? Tú, que tienes
suma necesidad de venir, ¿acaso rehúsas unirte a nosotros? Ven, hermano, ven. Dices
que tú eres demasiado vil. No, hermano, tú no puedes ser demasiado vil para
decir: “Dios sé propicio a mí.” Tal
vez no seas más vil de lo que somos nosotros; de cualquier manera, podemos
decirte esto: nosotros sentimos que somos más viles que tú, y queremos que
musites la misma oración que nosotros hemos musitado.
“Ah!, -dice alguien- “no puedo hacerlo; mi
corazón no se doblegaría a eso; no puedo.” Pero, amigo, si Dios está listo para
tener misericordia contigo, el tuyo debe ser entonces un corazón muy duro, si
no está listo a recibir Su misericordia. ¡Espíritu de Dios, sopla sobre el
corazón duro, y derrítelo ahora! Ayuda al hombre que siente que la indiferencia
se está apoderando de él; ayúdale a que se despoje de ella a partir de esta
hora.
Tú estás luchando contra ella; tú dices:
“Quisiera poder orar pidiendo regresar a ser un muchacho o un niño otra vez, y
entonces podría hacerlo; pero me he endurecido, y he envejecido en el pecado, y
la oración sería una hipocresía en mí. No, hermano, no lo sería. Si sólo
clamaras con tu corazón, te imploro que la digas. Muchos hombres piensan que
son hipócritas cuando no lo son, y tienen miedo de no ser sinceros, cuando su
propio miedo es una prueba de su sinceridad.
“Pero”, -dirá alguno- “yo no tengo en mi
carácter ningún rasgo que redima en absoluto.” Me alegra que pienses eso; aun
así puedes utilizar la oración: “Dios, sé propicio a mí.” “Pero será una
oración inútil”, dice alguien. Hermano mío, yo te aseguro, no en mi propio
nombre, sino en el nombre de Dios, mi Padre y tu Padre, que no será una oración
inútil. Tan cierto como Dios es, aquel que viene a Cristo no será echado fuera
de ninguna manera. Ven conmigo ahora, te lo imploro; no te demores más; las
entrañas de Dios están anhelándote. Tú eres Su hijo, y Él no renunciará a ti.
Tú has huido de Él todos estos años, pero Él no te ha olvidado nunca; tú has
resistido todas Sus advertencias hasta ahora, y Él ya casi está cansado, pero
aun así, Él ha dicho en lo tocante a ti: “¿Cómo podré yo hacerte como Adma, o
ponerte como Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi
compasión.”
“Ven pecador
humillado, en cuyo pecho
Giran mil
pensamientos;
Ven, oprimido
por tu culpa y tu miedo,
Y haz esta
última resolución:
Vendré a
Jesús; aunque mi pecado
Se ha elevado
como una montaña,
Conozco Sus
atrios; entraré allí
No importa
quién se oponga.
Postrado me
quedaré ante Su rostro,
Y allí mis
pecados confesaré;
Le diré que
soy un infeliz arruinado,
Sin Su gracia
soberana.”
Regresen a sus hogares: que cada uno de
nosotros, el predicador, los diáconos, la gente, ustedes que pertenecen a la
iglesia, y ustedes que son del mundo, cada uno de ustedes, regrese a casa, y
antes de que alimenten sus cuerpos, derramen sus corazones delante de Dios, y
que este clamor único ascienda de todos nuestros labios: “Dios, sé propicio a
mí, pecador”.
Tengo que hacer una pausa. Ténganme paciencia.
Tengo que retenerlos unos instantes. Usemos esta
oración como propia ahora. ¡Oh, que
pudiera subir delante del Señor en este momento como la súplica sincera de cada
corazón presente en esta asamblea! Voy a repetirla, no como un texto, sino como
una oración, como mi propia oración; como su propia oración. ¿Podría cada uno
de ustedes adoptarla personalmente para sí? Que cada uno, repito, que desee
ofrecer la oración y pueda integrarse a ella, exprese a su conclusión, un
audible “Amén”.
Oremos
“DIOS, SÉ PROPICIO A MÍ, PECADOR.”
(Y la
gente dijo, efectivamente, con profunda solemnidad: “AMÉN”.
P. S. El predicador espera que quien lea esto se
sienta constreñido muy solemnemente a hacer lo mismo.
Nota del
traductor:
Cipayo: soldado indio de los
siglos XVIII y XIX al servicio de Francia, Portugal y Gran Bretaña.
Adventicio:
extraño
o que sobreviene, a diferencia de lo natural y propio.
Traductor: Allan Román
25/Junio/2009
www.spurgeon.com.mx