El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
2107
SERMÓN PREDICADO
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Y
dejándolos, salió fuera de la ciudad, a Betania, y posó allí. Por la mañana,
volviendo a la ciudad, tuvo hambre. Y viendo una higuera cerca del camino, vino
a ella, y no halló nada en ella, sino hojas solamente; y le dijo: Nunca jamás
nazca de ti fruto. Y luego se secó la higuera. Viendo esto los discípulos,
decían maravillados: ¿Cómo es que se secó en seguida la higuera?” Mateo 21:
17-20.
Esto es tanto un milagro
como una parábola. Contamos con libros sobre los milagros, y tenemos un igual
número de volúmenes sobre las parábolas; ¿en cuál de esos volúmenes habríamos
de colocar esta historia? Yo respondería: pónganla en ambos. Es un milagro
singular, y es una parábola impresionante. Es una parábola actuada, en la que nuestro
Señor nos da algo que sirve como un ejemplo práctico de una idea: una lección
objetiva. Expone la verdad ante los ojos de los hombres -en este caso- para que
la lección cause una impresión más profunda en la mente y en el corazón.
Quisiera dar mucho énfasis al comentario de que ésta es una parábola, pues, si
no la consideraran bajo esa luz, podrían malentenderla. No somos de aquellos
que se acercan a
Algunas personas pedantes
han hablado de esta historia que estamos considerando de una manera muy
insensata. La han interpretado en el sentido de que nuestro Señor, teniendo
hambre, pensó únicamente en Su necesidad, y, esperando ser reanimado con unos
cuantos higos verdes, se acercó al árbol por equivocación. Al no encontrar
ningún fruto en el árbol, ya que era una estación del año cuando no tenía
ningún derecho a esperar que hubiese alguno, se sintió vejado y maldijo al
árbol, como si hubiese sido un agente responsable. Esta visión del caso es el
producto de la insensatez del observador. Esa no es la verdad. Nuestro Señor
deseaba enseñar algo a Sus discípulos relativo a la ruina de Jerusalén. La
recepción que le fue brindada en Jerusalén era muy prometedora pero no
resultaría en nada. Sus sonoros hosannas se convertirían en: “¡Crucifícale!”
Cuando Jerusalén iba a
ser destruida por Nabucodonosor, en una época anterior, los profetas no sólo
habían hablado, sino que habían usado señales instructivas. Si buscan en el
Libro de Ezequiel, verán allí el registro de muchas señales y símbolos que
revelaban la tribulación venidera. Esas señales provocaban curiosidad y una atención
garantizada, y hacían entender las advertencias proféticas a los hogares y a
los corazones de la gente común. Además, los juicios de Dios estaban a las
puertas de la ciudad culpable. Las palabras –las palabras de Jesús- habían
caído en el vacío, e incluso las lágrimas –las lágrimas del Salvador- habían
sido derramadas en vano; era tiempo de que se diera una señal, la señal de la
condenación. Ezequiel había dicho: “Y sabrán todos los árboles del campo que yo
Jehová abatí el árbol sublime, levanté el árbol bajo, hice secar el árbol
verde”, y en este pasaje se sugería la imagen precisa que fue utilizada por nuestro
Señor. Él vio una higuera que, por un capricho de la naturaleza, estaba cubierta
de hojas en una época en la que, en el curso ordinario de las cosas, no debería
haber estado así. Esas cosas singulares suceden, por aquí y por allá, en el
mundo vegetal. Nuestro Señor vio que ésta era una excelente lección objetiva
para Él, y, por tanto, llevó a Sus discípulos para ver si había higos entre las
hojas. Al no encontrar higos, le ordenó a la higuera que permaneciera estéril perdurablemente,
la cual de inmediato comenzó a secarse. Nuestro Señor habría podido usar a la
higuera con un propósito excelente si hubiera ordenado que se utilizara como combustible
para calentar a las manos frías, pero hizo algo mejor que eso al utilizarla
para calentar a los corazones fríos. Nada indebido se le hizo a nadie; el árbol
era un desperdicio y no tenía ningún valor. No se provocó ningún dolor y no
hubo ningún disgusto. En la lección objetiva, el Señor simplemente le dijo a la
higuera: “Nunca jamás nazca de ti fruto”. Y luego se secó la higuera. Con ésto
nuestro Señor enseñó una gran lección, a un costo mínimo, a todas las edades.
El marchitamiento de un árbol ha sido la vivificación de muchas almas; y si no
hubiera sido así, de todos modos no fue ninguna pérdida para nadie que un árbol
se marchitara después de haberse comprobado que era estéril. Un gran maestro
puede hacer mucho más que destruir un árbol, si mediante eso puede aportar
demostraciones de la verdad, y esparcir semillas de la virtud. Es la mismísima
ociosidad de la crítica encontrar fallas en nuestro Señor por un trozo de fina
instrucción poética, a la cual, si hubiera sido declarada por cualquier otro
maestro, esos mismos críticos le habrían prodigado la más espléndida alabanza.
La higuera seca era un
símil singularmente apropiado del estado judío. La nación había prometido
grandes cosas para Dios. Cuando todas las otras naciones eran como árboles
desprovistos de hojas que no hacían ninguna profesión de lealtad al verdadero
Dios, la nación judía estaba cubierta con el follaje de una abundante profesión
religiosa. Escribas, fariseos, sacerdotes y ancianos del pueblo eran, todos
ellos, rigoristas en cuanto a la letra de la ley, y se jactaban de ser
adoradores del único Dios y eran estrictos observantes de todas Sus leyes. Su
constante clamor era: “Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es
este”. “A Abraham tenemos por padre” estaba frecuentemente en sus labios. Eran
una higuera cubierta de hojas, pero no había ningún fruto en ellos, pues el
pueblo no era ni santo, ni justo, ni veraz, ni fiel para con Dios, ni amoroso
para con sus vecinos. La iglesia judía era un cúmulo de profesiones deslumbrantes
sin el soporte de una vida espiritual. Nuestro Señor había mirado en el
interior del templo y había encontrado que la casa de oración era una cueva de
ladrones. Él condenó a la iglesia judía a que permaneciera siendo inerte y
estéril, y así fue. La sinagoga permaneció abierta, pero su enseñanza se volvió
una forma muerta. Israel no tenía ninguna influencia en la época. Durante
siglos la raza judía se convirtió en un árbol marchito; no tenía nada sino una
profesión cuando Cristo vino, y esa profesión demostró carecer de poder para
salvar incluso a la ciudad santa. Cristo no destruyó la organización religiosa
de los judíos; los dejó como estaban, pero se secaron desde la raíz, hasta que
llegaron los romanos y con las hachas de sus legiones, quitaron el tronco infructuoso.
¡Qué gran lección es
ésta para las naciones! Las naciones podrían hacer una profesión, una sonora
profesión de religión y, sin embargo, pudieran fallar en mostrar esa justicia
que exalta a una nación. Las naciones podrían estar adornadas con el follaje de
la civilización, del arte, del progreso y de la religión, pero si no hay
ninguna vida interna de piedad, y ningún fruto de justicia, se sostendrán por
un tiempo y luego se secarán.
¡Qué lección es ésta
para las iglesias! Ha habido iglesias que han sido prominentes en números y en
influencia, pero no han mantenido la fe, el amor y la santidad, y el Espíritu
Santo las ha dejado para que sean el vano espectáculo de una profesión estéril,
y allí están esas iglesias, con el tronco de la organización y con ramas
ampliamente extendidas, pero están muertas, y cada año se descomponen más y
más. Hermanos, vemos en esta hora la existencia de tales iglesias incluso entre
los disconformes. ¡Que nunca ocurra eso con esta iglesia! Podemos tener
cantidades de personas que asisten para oír
Esta es la lección del
texto, pero no quiero que lo consideren sólo en términos generales, en su
relación con naciones e iglesias; antes bien, el deseo de mi corazón es que
podamos aprender la lección en el detalle, y que la alberguemos en nuestro
corazón. ¡Que el Señor mismo le hable a cada uno de nosotros personalmente esta
mañana! Al preparar el sermón, he escrutado grandemente mi corazón, y elevo mi
plegaria para que su predicación produzca los mismos resultados. Hemos de
temblar para no caer en que, teniendo una profesión de piedad y mostrándola
conspicuamente, con todo, carezcamos de la capacidad de dar frutos, que es lo
único que garantiza tal profesión. El nombre de ‘santo’, si no está justificado
por la santidad, es una ofensa para los hombres honestos, y mucho más para un
Dios santo. Una sonora y atrevida confesión de cristianismo sin una vida
cristiana que la respalde, es una mentira aborrecible a Dios y al hombre, una
ofensa contra la verdad, una deshonra para la religión, y es precursora de una
maldición marchitante.
¡Que el Santo Espíritu
me ayude a predicar muy solemne y poderosamente en este momento!
Nuestra primera
observación es que: Hay en el mundo casos
de una profesión atrevida pero infructífera; nuestra segunda observación
será esta: esos casos serán
inspeccionados por el Rey Jesús; y nuestro tercer comentario será: El resultado de esa inspección será muy
terrible. ¡Ayúdanos, oh Santo Espíritu!
I. Primero,
entonces, HAY CASOS EN EL MUNDO DE PROFESIONES ATREVIDAS PERO INFRUCTÍFERAS.
Los casos a los que me
refiero no son muy raros. Sobrepasan
grandemente a las verdaderas profesiones. Su promesa es muy sonora, y su
exterior muy impresionante. Se ven como árboles fructíferos y esperarías de
ellos muchas canastas de los mejores higos. Nos impresionan con su conversación
y nos subyugan con sus modales. Los envidiamos,
y nos flagelamos. Esto último podría no dañarnos; pero envidiar a los
hipócritas resulta ser dañino a largo plazo, pues, cuando es descubierta su
hipocresía, somos propensos a despreciar a la religión así como a los que
pretenden practicarla. ¿No conocen a algunas personas que aparentan ser todo
pero que en realidad no son nada? ¡Qué pensamiento tan sombrío! ¿No podríamos
ser nosotros de esas personas?
¡Vean a ese hombre: es
fuerte en la fe, incluso hasta la presunción; es dichoso en la esperanza,
incluso hasta la ligereza; es amoroso en espíritu, incluso hasta la total
indiferencia respecto a la verdad! ¡Cuán grandemente locuaz es en la
conversación! ¡Cuán profundo es en la especulación teológica! ¡Cuán ferviente
es en impulsar movimientos de avanzada! Sin embargo nunca ha sido enseñado por
Dios. El Evangelio le ha llegado únicamente en palabra. Desconoce por completo
la obra del Espíritu Santo. ¿Acaso no existen tales personas? ¿Acaso no hay
personas que son defensoras de la ortodoxia y que, sin embargo, son heterodoxas
en su propia conducta? ¿No conocemos hombres y mujeres cuyas vidas niegan lo
que sus labios profesan? Estamos seguros de que así es. En todos los viñedos
han crecido algunas higueras cubiertas de hojas que han sido conspicuas por el
follaje de su profesión, pero que, sin embargo, no han producido ningún fruto
para el Señor.
Tales personas parecieran desafiar las estaciones. No
era el tiempo de higos, y, sin embargo, esa higuera estaba cubierta con esas
hojas que usualmente hacían suponer la existencia de higos maduros. Yo supongo
que todos ustedes saben lo que muchas veces he visto yo mismo: que la higuera
produce su fruto antes de echar hojas. A principios del año se pueden ver
verdes botones que brotan en la punta y en otros puntos de las ramas, y cuando
crecen, se convierten en higos verdes. Las hojas salen posteriormente, y para
cuando el árbol está plenamente cubierto de hojas, los higos ya son comestibles.
Cuando una higuera está totalmente cubierta de hojas esperarías encontrar higos
en ella, y si no los encuentras es que no producirá higos en esa temporada.
Aquel árbol se había
cubierto abundantemente de hojas antes de que le correspondiera hacerlo, y en
eso sobrepasaba a todas las otras higueras. Sí, pero era un capricho de la
naturaleza y no el saludable resultado de un verdadero crecimiento. Tales
caprichos de la naturaleza ocurren en forestas y en viñedos, y en el mundo
espiritual y moral pueden encontrarse sus equivalentes.
Ciertos hombres y mujeres
parecen mucho más avanzados que quienes les rodean, y nos asombran por sus
virtudes especiales. Son mejores que los mejores; son más excelentes que los
más excelentes, al menos en apariencia. Son tan entusiastas que el mundo
circundante no puede enfriarlos; sus grandiosas almas crean un verano exclusivo
para ellas. El retraso de los santos y la maldad de los pecadores no les
estorban; son demasiado vigorosos para ser afectados por su entorno. Son
personas muy superiores y cubiertas de virtudes, como aquella higuera cubierta
de hojas.
Observen que pasan por alto la regla ordinaria de
crecimiento. Como les he dicho, la regla es: primero el higo y después las
hojas de la higuera; pero hemos visto personas que hacen una profesión antes de
haber producido el menor fruto que la justifique. Me gusta ver a nuestros
jóvenes amigos, cuando creen en Cristo, que demuestran su fe por la santidad en
el hogar, por la piedad fuera del mismo, y que luego pasan al frente y
confiesan su fe en el Señor Jesucristo. Esa parece ser la manera prudente y
normal de proceder, es decir, que un hombre sea primero y que luego profese
ser; que sea iluminado primero y que luego brille; que se arrepienta y crea
primero, y que luego confiese su arrepentimiento y su fe en el camino
escritural por el bautismo en Cristo. Pero esa gente considera innecesario
prestar atención a la nimiedad de la obra del corazón, atreviéndose a omitir la
parte más vital del asunto. Asisten a una reunión de avivamiento, y se
autoetiquetan como: ‘salvos’, aunque no hayan sido renovados en el corazón ni
posean arrepentimiento ni fe. Dan un paso al frente para declarar una mera
emoción. No tienen nada mejor que un propósito, pero lo ostentan como si fuera
el hecho mismo. Raudo como el pensamiento, el convertido se erige en maestro.
Sin ninguna prueba o ensayo de sus novísimas virtudes, se ostenta como un
ejemplo para otros.
Ahora, yo no objeto la
rapidez de la conversión; por el contrario, la admiro cuando es cierta; pero no
puedo juzgar hasta no ver el fruto y la evidencia en la vida. Si el cambio de
conducta es claro y verdadero, no me importa cuán rápido sea realizada la obra,
pero tenemos que ver el cambio. Hay un calor que conduce a la fermentación, y
una fermentación que engendra amargura y corrupción.
Oh queridos amigos,
nunca piensen que pueden omitir el fruto y llegar de inmediato a las hojas. No
sean como el constructor que se atreve a decir: “Es una tontería gastar en mano
de obra y materiales para los trabajos de cimentación. Los cimientos no son
visibles nunca. Puedo edificar una casa muy pronto. La construcción de cuatro
paredes y un techo no tomará mucho tiempo”. Sí, pero ¿cuánto tiempo durará una
casa construida de esa manera? ¿Vale la pena construir una casa sin cimientos?
Si omitieran la fundación, ¿por qué no omitir de una vez toda la casa? Especialmente
en estos días, cuando los hombres son ya sea escépticos o
fanáticos, ¿no existe una tendencia a cultivar una piedad fugaz que
brota en una noche y desaparece en una noche? ¿No sería ruinoso si la
convicción de pecado es menospreciada, el arrepentimiento es desdeñado, la fe
es imitada, el nuevo nacimiento es falsificado y la piedad es fingida? Amados,
esto no sirve de nada. Debemos tener higos antes de las hojas, actos antes de
las declaraciones, fe antes del bautismo, unión con Cristo antes de la unión
con la iglesia. No se puede pasar por encima de los procesos de la naturaleza,
ni tampoco se pueden omitir los procesos de la gracia, no vaya a ser que posiblemente
su follaje desprovisto de fruto se convierta en una maldición sin cura.
Esas personas usualmente atraen la atención de otros.
Según Marcos, nuestro Señor vio aquel árbol “de lejos”. Los otros árboles no
tenían hojas, y, consecuentemente, cuando comenzó a subir la colina rumbo a
Jerusalén, vio a este árbol especial desde mucho antes de acercarse a él. Una
higuera cubierta con su vestidura de hermoso verdor sería un objeto
impresionante, y sería observable desde la distancia. Estaba, también, cerca de
la senda que conducía de Betania a la puerta de la ciudad. Estaba donde todo
caminante podía observarla, y probablemente podía hablar de su follaje singular
para la estación.
Ciertas personas cuya
religión es falsa son frecuentemente prominentes porque no tienen la gracia
suficiente para ser modestos y retraídos. Buscan el espacio más elevado, aspiran
a ocupar una posición y se abren paso hacia el liderazgo. No caminan en secreto
con Dios. Tienen poco interés en la piedad privada, y entonces están mucho más
ávidos de ser vistos por los hombres. Esto es a la vez su debilidad y su
peligro. Aunque son especialmente incapaces de soportar el desgaste de la publicidad,
la codician, y por eso son tanto más vistos. Ese es el mal de todo este asunto,
pues hace que su fracaso espiritual sea conocido por tantos, y su pecado acarrea
una mayor deshonra para el nombre del Señor a quien profesan servir. Es mucho
mejor ser estéril en un rincón del bosque que en la vía pública que conduce al
templo.
Tales personas no sólo
atraen la mirada, sino que a menudo
atraen la compañía de hombres buenos. ¿Quién nos culparía por acercarnos a
un árbol que tiene follaje mucho antes que sus compañeros? ¿No es correcto
cultivar la relación de personas eminentemente buenas? Nuestro Salvador y Sus
discípulos se acercaron a la frondosa higuera. No simplemente había atraído sus
miradas, sino también hizo que se acercaran. ¿No hemos sido fascinados por la
conducta encantadora de alguien que parecía ser un hermano en el Señor, más
devoto que lo usual y que temía a Dios más que muchos? Como Jehú, esa persona ha
dicho: “Ven conmigo, y verás mi celo por Jehová”; y nos ha alegrado bastante
subir con él en el carro; parecía tan piadoso, tan generoso, tan humilde y tan
útil, que lo respetábamos y deseábamos ser más dignos para poder asociarnos con
él. Los jóvenes convertidos y los buscadores son naturalmente propensos a hacer
eso, y de aquí que sea una triste calamidad cuando su confianza resulta haber
sido colocada en el lugar indebido.
Siempre que vemos a
alguien que sobresale prominentemente, y que hace una profesión audaz, ¿cuáles
deberían ser nuestros pensamientos en cuanto a él? Yo respondo: no lo juzguen;
no caigan en la desconfianza habitual. El Señor de ustedes no se quedó a la
distancia, y dijo: “Ese árbol no vale nada”. No, Él se acercó al árbol con Sus
discípulos y lo inspeccionó cuidadosamente. Esas prominentes personas podrían
ser prodigios de la gracia divina; tenemos que esperar y orar pidiendo que lo
sean. ¡Que el Señor y Su amor sean engrandecidos en ellos! Dios tiene Sus
higueras que dan higos en invierno; Dios tiene Sus santos que están llenos de
buenas obras cuando el amor de muchos se ha enfriado. El Señor levanta a
algunos para que sean como estandartes para la verdad y puntos de reunión en la
batalla. El Señor puede hacer madurar a los jóvenes, y hacer útiles a los
recién convertidos. Se ha dicho, a la manera de una expresión proverbial, que
“algunos nacen con barba”. El Señor puede otorgar grande gracia como para hacer
que el crecimiento espiritual sea rápido y a la vez sólido. Él hace eso tan a
menudo que no tenemos ningún derecho a dudar de que el prominente hermano que
está ante nosotros sea uno de esos crecimientos de la gracia. A menos que nos
veamos forzados a comprobar con amarga lamentación que no hay señales de
gracia, ni evidencias de fe, hemos de esperar lo mejor y alegrarnos a la vista
de la gracia de Dios. Si somos propensos a sospechar, dirijamos la punta de esa
espada hacia nuestros propios pechos. La sospecha de uno mismo será saludable;
la sospecha de otros puede ser cruel. Nosotros no somos jueces e incluso si lo
fuésemos, sería mejor que nos limitáramos a nuestra propia corte y que nos
sentáramos en nuestro propio tribunal, administrando la ley dentro del pequeño
reino de nosotros mismos.
Si quienes son
prominentes resultan ser todo lo que profesan ser, son una gran bendición.
Habría sido bueno que esa mañana hubiera habido higos en aquella higuera. Habría
sido un gran refrigerio para el Salvador si hubiera sido alimentado con el
verde fruto. Cuando el Señor hace que el primero en la posición sea el primero
en la santidad, es una bendición para la iglesia, para la familia y para el
vecindario; en verdad, puede resultar ser una bendición para el mundo entero. Por
tanto, deberíamos orar pidiéndole al Señor que riegue con Su propia mano esos
árboles que ha plantado, o, en otras palabras, que sostenga por Su gracia a esos
hombres de Su diestra a quienes ha hecho fuertes para Él.
Pero cuando tomamos el
texto y lo aplicamos a nuestros propios corazones, no necesitamos ser tan
gentiles con él, como en los casos de otros. Muchos de nosotros hemos sido
durante largos años como esta higuera, en lo tocante a prominencia y profesión.
Y en este asunto, hasta ahora, no hay nada de lo cual haya que avergonzarse.
Sin embargo, la parábola nos habla evidentemente a nosotros mismos, pues hemos
estado junto al camino en abierta profesión y en un claro servicio, y hemos
sido vistos “de lejos”. Algunos de nosotros hemos hecho una profesión muy
audaz, y no estamos avergonzados de repetir esa profesión delante de los
hombres y de los ángeles. De aquí la pregunta: ¿somos veraces en ella? ¿Qué tal
si resultara que estamos contendiendo por una fe en la que no tenemos ninguna
participación? ¿Qué tal si en nosotros no hubiera nada de la vida de amor, y,
consecuentemente, nuestra profesión viniera a ser “como metal que resuena, o
címbalo que retiñe”? ¿Qué tal si sólo hubiera palabras y ninguna obra; sólo doctrina,
y nada de práctica? ¿Qué tal si no tuviéramos ninguna santidad? Entonces nunca
veríamos al Señor. Sin importar los terribles aspectos que esta parábola pudiera
contener, nos atañe a muchos de nosotros. Yo, el predicador, siento cuánto me
atañe. En ese espíritu he meditado en ella, confiando ansiosamente que cada
diácono y cada anciano de esta iglesia, y cada miembro y cada obrero entre
ustedes, escudriñen grandemente su corazón. Que cada ministro de Cristo que
pudiera haber asistido esta mañana, se diga a sí mismo: “¡Sí, he sido como esa
higuera en prominencia y en profesión; que Dios me conceda que no quede
marchito como ella por estar desprovisto de fruto!”
II. Es
tiempo de que recordemos la solemne verdad de nuestro segundo encabezado: SERÁN
INSPECCIONADOS POR EL REY JESÚS.
Se acercará a ellos, y
cuando esté cerca buscará fruto. El
primer Adán fue a la higuera en busca de hojas, pero el segundo Adán busca
higos. Escudriña nuestro carácter exhaustivamente para ver si hay una fe real,
un amor verdadero, alguna esperanza viva, y gozo, que es el fruto del Espíritu,
alguna paciencia, alguna abnegación, algún fervor en la oración, algún caminar
con Dios, alguna morada del Espíritu Santo; y si no ve estas cosas, no está
satisfecho con la asistencia a la capilla o a la iglesia, con la oración, con reuniones,
comuniones, sermones y lecturas de
Nuestro Señor tiene el derecho de esperar fruto cuando lo busca. Cuando
se acercó a esa higuera tenía el derecho de esperar fruto, ya que el fruto
según la naturaleza viene antes que las hojas. Entonces, si la hoja ya ha
brotado, debería haber fruto. Es cierto que no era la temporada de higos, pero,
entonces, si no era la temporada de higos, ciertamente no era el tiempo para
hojas, pues los higos salen primero. Ese árbol, al hacer crecer sus hojas, que
son los signos y señales de higos maduros, virtualmente se hacía la publicidad
de dar fruto. Entonces, por malos que sean los tiempos, algunos de nosotros
profesamos que no seguiremos los tiempos, sino que seguiremos a la única verdad
inmutable. Como cristianos, nosotros confesamos que somos redimidos de entre
los hombres, y que hemos sido liberados de esta perversa generación. Cristo no
puede esperar fruto de hombres que reconocen el mundo y sus edades cambiantes como
su guía suprema, pero muy bien puede buscarlo del que cree en Su propia
Palabra. Busca fruto del predicador, del maestro de la escuela dominical, del
líder de la iglesia, de la hermana que dirige una clase de Biblia, de aquel
hermano que tiene un grupo de jóvenes en torno suyo y para quienes es un guía
en el Evangelio. Él lo espera, en verdad, de todos los que se someten al
gobierno del Evangelio. Así como Cristo tenía el derecho de esperar fruto de un
árbol cubierto de hojas, así tiene el derecho de esperar grandes cosas de
aquellos que se declaran Sus fieles seguidores. ¡Ah, cómo debería provocar a
temblar al predicador este hecho! ¿No debería afectar de igual manera a
muchísimos de ustedes?
El fruto es lo que el Señor desea ansiosamente. El
Salvador no deseaba hojas cuando llegó bajo la higuera, pues leemos que tenía
hambre, y el hambre del ser humano no puede calmarse con las hojas de una higuera.
Deseaba comer uno o dos higos. También anhela recibir fruto de nosotros. Tiene
hambre de nuestra santidad. Anhela que Su gozo esté en nosotros, para que
nuestro gozo sea cumplido. Él se acerca a cada uno de ustedes que son miembros
de Su iglesia, y especialmente a cada uno de ustedes que son líderes de Su
pueblo, y mira para ver en ustedes las cosas en las que se complace Su alma. Quisiera
ver en nosotros amor a Él, amor a nuestros semejantes, quisiera ver una sólida
fe en la revelación, una sincera contención por la fe que ha sido una vez dada,
quisiera ver impertinentes súplicas en la oración y una vida cuidadosa en cada
tramo de nuestro curso. Él espera de nosotros acciones que sean acordes con la
ley de Dios y con la mente del Espíritu de Dios, y si no ve esas cosas, no recibe
lo que le es debido. ¿Para qué murió si no es para santificar a Su pueblo?
¿Para qué se entregó sino es para santificar para Sí un pueblo celoso de buenas
obras? ¿Cuál es la recompensa del sudor sangriento y de las cinco heridas y de
la agonía mortal, sino que por todas esas cosas debíamos ser comprados por precio?
Nosotros le robamos Su recompensa si no lo glorificamos a Él, y, por tanto, el
Espíritu de Dios se contrista por nuestra conducta si no mostramos Sus
alabanzas a través de nuestras vidas piadosas y celosas.
Y observen aquí que
cuando Cristo viene a un alma, la
inspecciona con agudo discernimiento. Él no es burlado. No es posible engañarlo.
A veces yo he creído que algo era un higo pero resultó ser sólo una hoja, pero
nuestro Señor no comete tales errores. Ni tampoco dejará de percibir a los
higuitos cuando apenas están brotando. Él conoce el fruto del Espíritu en
cualquier etapa de su desarrollo. Nunca confunde la expresión fluida con la
posesión genuina, ni la gracia real con la mera emoción.
Amados, ustedes están en
buenas manos en cuanto a la prueba de su condición cuando el Señor Jesús viene
para tratar con ustedes. Sus prójimos no se demoran en sus juicios, y pueden
ser ya sea severos o parciales, pero el Rey pronuncia
una sentencia justa. Él sabe exactamente dónde estamos y lo que somos, y no
juzga según la apariencia sino según la verdad. Oh, que nuestra plegaria se
eleve al cielo esta mañana: “¡Jesús, Maestro, ven y vuelve Tu mirada
escrutadora sobre mí, y juzga si estoy viviendo para ti o no! Concédeme que me
vea como Tú me ves, para que mis errores sean corregidos y mis gracias sean
nutridas. Señor, haz que yo sea de verdad lo que profeso ser, y si no lo soy
todavía, convénceme de mi falso estado, y comienza una verdadera obra en mi
alma. Si soy tuyo y soy recto ante Tus ojos, concédeme una palabra amable y reconfortante
para aplacar mis temores de nuevo, y entonces voy a regocijarme alegremente en
Ti como el Dios de mi salvación”.
III. En
tercer lugar, con la ayuda del Espíritu de Dios, voy a considerar la verdad de
que EL RESULTADO DE
El inspector no encuentra nada sino hojas
donde se podría haber esperado algún fruto. Nada sino hojas, quiere decir nada
sino mentiras. ¿Es esa una dura expresión? Si yo profesara la fe, y no tuviera
nada de fe, ¿acaso no sería eso una mentira? Si yo profesara el arrepentimiento
y no me hubiese arrepentido, ¿no sería eso una mentira? Si me uniera al pueblo
del Dios viviente, y, no obstante, no tuviera ningún temor de Dios en mi
corazón, ¿no sería eso una mentira? Si viniera a la mesa de la comunión y
participara del pan y del vino, y, no obstante, nunca discerniera el cuerpo del
Señor, ¿no sería eso una mentira? Si profesara defender las doctrinas de la
gracia, y, con todo, no tuviera la seguridad de su verdad, ¿no sería eso una
mentira? Si nunca hubiese sentido mi depravación, si nunca hubiese sido llamado
eficazmente, si nunca hubiese conocido mi elección de Dios, si nunca hubiese descansado
en la sangre redentora y no hubiese sido renovado nunca por el Espíritu, ¿acaso
mi defensa de las doctrinas de la gracia no sería una mentira? Si no hay nada
sino hojas, entonces no hay nada sino mentiras, y el Salvador ve que eso es
así. Todo el verdor de una hoja verde, sin ningún fruto, es para Él sólo un
perfecto engaño. La profesión sin la gracia es la ostentación fúnebre de un
alma muerta. La religión sin la santidad es la luz que proviene de la madera
podrida, es la fosforescencia de la descomposición. Estoy diciendo palabras
terribles, pero, ¿cómo podría hablar menos terriblemente de lo que lo hago? ¡Si
ustedes y yo tenemos sólo un nombre para vivir, y estamos muertos, en qué
estado estamos! Lo nuestro es algo peor que la corrupción: es la corrupción de
la corrupción. Profesar la religión y vivir en pecado es rociar agua de rosas
sobre un muladar y dejar que siga siendo un muladar. Darle a un espíritu el
nombre de un ángel cuando muestra el carácter del demonio, es casi pecar contra
el Espíritu Santo. Si permaneciéramos siendo inconversos, ¿de qué serviría
tener nuestro nombre escrito entre los piadosos?
Nuestro Señor descubrió
que no había fruto, y eso fue algo terrible; pero, a continuación, condenó al árbol. ¿No fue correcto que
lo condenara? ¿Lo maldijo? Ya era una maldición. Estaba calculado para seducir
a los hambrientos y sacarlos de su camino para engañarlos. Dios no aceptará que
los pobres y los necesitados sean hechos objeto de burla. Una profesión de fe vacía
es una maldición práctica, y, entonces, ¿no debería recibir la censura del
Señor de la verdad? El árbol no servía de nada allí donde estaba; no ministraba
para el refrigerio de nadie. Así, el profesante estéril ocupa una posición en
la que debería ser una bendición, pero, en verdad, brota de él una maligna
influencia. Si la gracia de Dios no está en él, es totalmente inútil y con toda
probabilidad es una maldición; es un Acán en el campamento que contrista al
Señor y provoca que rehúse el éxito para Su pueblo.
Sin embargo, nuestro
Señor usó a la higuera para un buen propósito haciendo que se secara, pues ella
se convirtió a partir de entonces en una señal y en una advertencia para todos
los demás que se valen de vanas pretensiones. Así, cuando al impío que ha
exhibido una profesión pomposa, se le permite apagarse en sus caminos, se
produce en los demás algún efecto moral: se ven forzados a ver el peligro de
una profesión defectuosa, y si fueran sabios, no serían más culpables de ella.
¡Quiera Dios que así sea en cada caso en que un notable fanático religioso se
marchite!
Después que el Salvador
la hubo condenado, pronunció sentencia
sobre ella; ¿y cuál fue esa sentencia? Fue simplemente: “como eras”. Fue sólo una confirmación
de su estado. Este árbol no ha producido ningún fruto, y nunca producirá fruto.
Si un hombre decide estar sin la gracia de Dios, y, no obstante, resuelve hacer
una profesión de poseerla, no es sino justo que el grandioso Juez le diga:
“Continúa sin la gracia”. Cuando el gran Juez hable al final con aquellos que
se apartaron de Dios, simplemente les dirá: “¡Apártense!” A lo largo de toda su
vida siempre estuvieron apartándose, y después de la muerte su carácter quedará
sellado a perpetuidad. Si eliges estar sin la gracia, tu condenación será estar
sin la gracia. “El que es inmundo, sea inmundo todavía”. ¡Que el Señor Jesús no
tenga nunca que sentenciar a ninguno de ustedes de esa manera, sino que nos
cambie, para que seamos cambiados, y obre en nosotros la vida eterna para Su
alabanza y gloria!
Entonces al árbol le sobrevino un cambio. Comenzó
a secarse de inmediato. Yo no sé si los discípulos vieron correr un
estremecimiento a lo largo de la higuera de inmediato, pero a la mañana
siguiente, cuando pasaron por allí, según Marcos, se había secado de raíz. No
sólo las hojas estaban marchitas, como gallardetes cuando no hay viento; no
sólo la corteza parecía haber perdido toda señal de vitalidad, sino que todo el
tejido estaba consumido fatalmente. ¿Han visto alguna vez una higuera con sus
ramas extrañas e insólitas? Es una visión muy extraordinaria cuando está
desnuda de hojas. ¡Atisbo en este caso sus brazos esqueléticos! Está dos veces
muerta, muerta desde sus propias raíces.
Así he visto al hermoso
profesante cuando experimenta una plaga. Ha parecido como algo que ha sentido el
aliento del horno que ha consumido su humedad. El hombre ya no es más él mismo;
su gloria y su belleza han desaparecido sin remedio. No se alzó ningún hacha;
no se encendió ningún fuego; una palabra lo hizo, y el árbol se secó de raíz.
Así, sin rayo y sin pestilencia, el profesante que una vez fue valeroso, es
golpeado como con el juicio de Caín. Es un destino terrible. Es mejor que el viñador
venga a ti con el hacha en su mano, y te golpee con su filo, y te diga: “Árbol,
tienes que dar fruto, o serás cortado de raíz”. Una tal advertencia sería
terrible, pero sería infinitamente mejor que si nos dejaran intactos en el
lugar que ocupamos y nos marchitáramos quietamente hasta la destrucción.
Ya he entregado mi carga
pesada, poniéndola mucho más sobre mí mismo que sobre cualquiera de ustedes,
pues tengo un lugar más prominente que ustedes; he hecho una profesión más sonora
que la mayoría de ustedes, y si no tengo Su gracia en mí, entonces me
presentaré delante de la multitud que me ha visto en mi verdor, y me secaré
hasta las propias raíces, siendo un terrible ejemplo de lo que Dios hace con
aquellos que no dan fruto para Su gloria.
Pero ahora deseo
concluir con algunas palabras más tiernas. Que nadie diga: “Esto es muy
difícil”. Hermano, no es difícil que si profesamos algo, se espere de nosotros que
seamos fieles a lo que profesamos. Además, les ruego que no piensen que
cualquier cosa que mi Señor haga es dura. Todo Él es gentileza y ternura. La
única cosa que Él en verdad destruyó jamás fue aquella higuera. Él no destruyó
a ningún hombre, como Elías, cuando hizo descender fuego del cielo sobre
algunos; ni como Eliseo, cuando los osos salieron del bosque. Él sólo hace que
se marchite un árbol estéril. Todo Él es amor y ternura. No quiere secarte, ni
lo hará, si eres veraz. Lo menos que puede esperar de ti es que seas fiel a lo
que profesas. ¿Te rebelas porque te pide que no hagas el papel de un hipócrita?
Si comienzas a dar coces contra Su admonición, parecería como si tú mismo
fueras infiel en tu corazón. En lugar de eso, ven e inclínate humildemente a
Sus pies, y di: “Señor, si hay algo en esta solemne verdad que tenga que ver
conmigo, te suplico que la apliques de tal manera a mi conciencia que pueda
sentir su poder, y huya a Ti en busca de la salvación”. Muchos hombres son
convertidos de esta manera: estas cosas duras, pero honestas, los sacan de los
falsos refugios y los llevan a ser fieles a Cristo y a sus propias almas.
“Pero”, -dirá alguien-
“yo sé lo que haré; no haré nunca ninguna profesión; no voy a producir hojas”.
Amigo mío, eso es tener también un espíritu rebelde y huraño. En vez de hablar
así, deberías decir: “Señor, yo no te pido que quites mis hojas, sino que hagas
que dé fruto”. No es probable que el fruto madure bien sin las hojas; las hojas
son esenciales para la salud del árbol, y la salud del árbol es esencial para
la maduración del fruto. La abierta confesión de fe es buena, y no debe ser
rechazada. Señor, no quisiera botar ni una sola hoja.
“No me avergüenza reconocer a mi Señor,
O defender Su causa;
Mantener el honor de Su palabra,
La gloria de Su cruz”.
Señor, yo no quisiera
quedar arrinconado; estoy satisfecho con permanecer donde los hombres puedan
ver mis buenas obras y glorificar a mi Padre que está en el cielo. No pido ser
observado, pero no me avergüenza ser observado; Señor, sólo hazme apto para ser
observado. Si un comandante le dijera a un soldado: “Permanece firme, pero ten
cuidado de tener tus cartuchos listos, para que no empuñes una arma vacía”,
supongan que el soldado le respondiera: “No puedo ser tan minucioso. Yo
preferiría correr hacia la retaguardia”. ¿Cuál sería una respuesta apropiada? ‘¡Cobarde!,
porque tu capitán te advierte que no seas un impostor, ¡tú prefieres huir por
completo! Ciertamente eres de mala calaña. Si no puedes tolerar Su censura, no
eres, en verdad, uno del Señor’. Que estas solemnes verdades no nos hagan huir,
sino que nos conduzcan a decir: “Señor, te lo suplico, ayúdame a hacer firme mi
vocación y elección. Te imploro que me ayudes a dar el fruto esperado. Tu
gracia puede hacerlo”.
Yo les sugeriría a todas
las personas presentes que clamen al Señor pidiéndole que nos haga conscientes
de nuestra esterilidad natural. Hermanos poseedores de la gracia, que el Señor
haga que lamentemos nuestra esterilidad comparativa, incluso si damos algún
fruto. Sentirse muy satisfecho consigo mismo es peligroso; sentir que eres
santo, y, ciertamente, que eres perfecto, es estar al borde del abismo del
orgullo. Si yergues la cabeza tan alto, me temo que la vas a golpear contra el
dintel de la puerta. Si caminas sobre zancos, me temo que caerás. Es algo más
seguro sentir: “Señor, yo en verdad te sirvo, y no soy ningún engañador. Yo en
verdad te amo; Tú has obrado las obras del Espíritu en mí. Pero, ¡ay!, no soy
lo que quisiera ser; no soy lo que debería ser. Yo aspiro a la santidad,
ayúdame a alcanzarla. Señor, quisiera yacer en el propio polvo delante de Ti al
pensar que después de haberse cavado a mi alrededor y de haber sido abonado,
como lo he sido, produzco un fruto tan pequeño. Mi clamor es: ‘Dios, sé
propicio a mí’. Aunque hubiera hecho todo, todavía sería un siervo inútil, pero
habiendo hecho tan poco, Señor, ¿dónde esconderé mi cabeza culpable?”
Por último, cuando hayas
hecho esta confesión, y el buen Señor te oiga, hay un emblema en
Porción de
Traductor: Allan Román
28/Julio/2011
www.spurgeon.com.mx