El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Jesús y los
Niños
NO.
1925
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Y le
presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reprendían a los que
los presentaban. Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños
venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. De
cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará
en él. Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los
bendecía”. Marcos 10: 13-16.
Debe de ser un pecado
muy grande, en verdad, impedir que alguien venga a Cristo. Él es el único
camino de salvación de la ira de Dios, de salvación del terrible juicio que
está reservado para el pecado. ¿Quién se atrevería a impedir que los que están
pereciendo tomen ese camino? Alterar los postes de señales que están en el
camino que conduce a la ciudad de refugio, o cavar una trinchera a lo ancho de
la carretera sería un acto inhumano, merecedor de la más severa condenación. El
que retiene a un alma y le impide venir a Jesús es un siervo de Satanás y está
realizando la más diabólica de todas las obras del demonio. Todos estamos de
acuerdo en esto.
Me pregunto, queridos
amigos, si alguno de nosotros es enteramente inocente en este respecto. ¿No
hemos estorbado a otros en su arrepentimiento y su fe? Es una triste sospecha,
pero me temo que muchos de nosotros hemos hecho eso.
Ciertamente ustedes, que
no han creído nunca en Jesús, tristemente han hecho mucho para impedir que
otros crean. La fuerza del ejemplo, ya
sea para bien o para mal, es muy potente, y lo es especialmente el ejemplo de
los padres en sus hijos, de los superiores en sus subordinados y de los
maestros en sus alumnos. Tal vez, padre, si hubieses sido un devoto cristiano,
tu hijo no habría sido impío; posiblemente, querida madre, si te hubieras
entregado al Salvador, las hijas también habrían sido cristianas. Tenemos que
hablar y juzgar a la manera de los hombres pero, seguramente, el ejemplo es un
gran formador del carácter. Ninguno de nosotros podría saber, si descendiéramos
al infierno, a cuántos arrastraríamos con nosotros, pues estamos ligados a
miles con lazos invisibles. He aquí el aspecto que convierte en una gran
calamidad la ruina de una sola alma. Sobre la tumba de cada pecador se puede
leer este epitafio: “Este hombre no pereció solo en su iniquidad”. “Ninguno de
nosotros vive para sí mismo, y nadie muere para sí mismo”. Si pudiéramos
desechar a nuestras almas como se arrojan las piedras solitarias con una honda,
esto ya sería una grande calamidad; pero como todos nosotros somos cuentas
ensartadas en el cordón de la vida común, donde va uno, muchos van con él. La
plaga del pecado no se limita a la casa de un solo hombre, sino que sale con
ímpetu desde cada puerta y ventana y mata a sus víctimas en derredor, de manera
que “un pecador destruye mucho bien”. ¿Puedo hacerles esta pregunta a aquellos
entre ustedes que no se han arrepentido nunca de sus pecados, ni han buscado el
rostro del Salvador? ¿Han calculado qué perniciosas influencias están fluyendo
de sus vidas sobre las almas de sus hijos, de sus esposas, de sus hermanos y de
sus amigos? Jesús dice: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo
no recoge, desparrama”. ¿A cuántos han dispersado como ovejas descarriadas? ¿A
cuántos han inducido a permanecer indiferentes e impíos ya que los ven a
ustedes haciendo lo mismo? Estas son reflexiones solemnes para aquellos que no
tienen la intención de hacer ningún daño, y sin embargo, lo están haciendo.
¿Acaso algunas personas
no van más allá de su ejemplo e impiden que otros vengan a Cristo por medio de discursos desalentadores? Ellos
desaniman a quienes están esperando mejores cosas. Es posible encontrar obreros
que tan pronto ven en un compañero de trabajo alguna sensibilidad por las cosas
santas, se apresuran de inmediato a herir su corazón. Si sospechan que un
camarada se está esforzando por escapar de la borrachera, le ridiculizan; y si
sigue adelante y muestra fe en Dios, lo convierten en el balón de futbol de su
desprecio. Debe implicar una horrenda responsabilidad que un hombre se
convierta en un antagonista en contra de todo bien de sus compañeros. ¿Por qué
hay tantos seres ávidos de asumir esta responsabilidad? Es algo muy triste que
ciertas personas dejen a otras completamente solas y que hasta sean amigables
con ellas si beben, y maldicen y se entregan a la lujuria; y sin embargo, tan
pronto tienen pensamientos serios acerca de la religión, los atacan
amargamente. Media falta en un cristiano es convertida en el tema del
comentario más implacable, pero unos crímenes reales son excusados en una
persona irreligiosa. ¿Por qué los hombres desearían evitar que sus semejantes
sean salvados? Amigo, si tú eliges la ruina de tu propia alma, ¿por qué habrías
de intentar llevar a otros a la ruina? ¿Por qué hacer el papel del perro en el
pesebre? Si no quieres una religión para ti, ¿por qué no dejar que otros la
tengan? No puede representar ninguna ganancia para ti, ya sea en este mundo o
en el mundo venidero, pararte como con un garrote a las puertas de la vida para
ahuyentar a todos lo que quisieran entrar por ellas.
Además, algunas personas
que pretenden ser sabias impiden que las almas vengan a Cristo insinuando astutamente dudas sobre la
revelación de la palabra divina. Escuchan un peligroso error de algún
conferencista infiel o de algún predicador que es seguidor del “pensamiento moderno”,
y tan pronto como encuentran una mente joven inclinada a las cosas serias, de
inmediato le repiten esa terrible mentira. Con sus preguntas capciosas hacen
titubear a las mentes jóvenes. Con su maligna enseñanza secan los manantiales
del arrepentimiento y paralizan la fuerza de la fe. Fieros como Faraón,
quisieran arrojar a toda fe recién nacida en el río de la duda. Crueles como el
Príncipe de las Tinieblas, quisieran apagar toda vela de esperanza recién
encendida. Son más diligentes para destruir la fe que otros lo son para propagarla.
¡Qué acumulación de culpa debe de estar asentada en la mente del hombre que
exhala la duda así como otros hombres exhalan el aire! Ni Dios, ni Cristo, ni
el cielo, ni el infierno pueden escapar del inmundo vaho de su infidelidad.
¡Vean cómo marchita las almas sobre las que exhala! Calculen sus crímenes.
Calculen los asesinatos de almas de los que es culpable. Inciso uno: un joven
alejado con señuelo de la clase de Biblia, familiarizado con conceptos blasfemos,
y conducido al pecado visible y a una rápida muerte. Escribe eso con sangre.
Noten el siguiente inciso: una jovencita, antes esperanzada y prudente, queda impresionada
por el supuesto conocimiento científico de un incrédulo, es alejada de la fe su
madre y muy pronto queda atrapada por el mundo de manera que vive y muere
impenitente. ¡Escribe eso también con sangre para que sea demandado a la puerta
del que duda en el último gran día! ¡Ay de aquellos que desempeñan el papel de chacales
para el león del infierno! ¡Que Dios les dé arrepentimiento a quienes han sido
guardaespaldas del Príncipe de las Tinieblas, realizando de buena gana su obra
asesina, negando la verdad y sembrando las semillas de la incredulidad! Si me
estoy dirigiendo a alguien que es así, lo hago con una triste indignación y le
ruego que se convierta de su mal camino.
Las personas de mente
perversa pueden conducir de muchas maneras a otros a esa maligna decisión que
en los impíos ocupa casi el mismo lugar que la conversión en el caso de los
regenerados. Las mentes infantiles son plásticas. Los primeros siete años de
nuestra existencia le dan forma a menudo a todos los demás; de todos modos, den
a cualquier niño una instrucción piadosa durante los primeros doce años de su
vida, y será difícil borrar la escritura. Algunos parecieran experimentar un
miserable deleite al estampar en la blanda arcilla su propia impronta vil, y al
confirmar en el joven las peligrosas tendencias que ya están presentes. Estas
personas realizan conversiones para el mal gracias a las cuales las mentes
jóvenes se afirman en el vicio y se cimientan en la maldad.
Dios nos libre de
impedirle a una sola alma venir a Cristo y al cielo. No puedo evitar temblar
algunas veces no sea que un frío y gélido sermón mío marchite los jóvenes
capullos de la promesa; no sea que en la reunión de oración, una distraída
oración enmarañada de algún profesante insensible desaliente el creciente denuedo
de un lloroso buscador. Tiemblo por ustedes, mis queridos hermanos y hermanas
en Cristo, no sea que la superficialidad de la conversación, la mundanalidad de
la conducta, la inconsistencia del comportamiento o la insensibilidad del
proceder en cualquiera de ustedes, en cualquier momento, saque al cojo del
camino o sea causa de tropiezo para alguno de los pequeñitos del Señor. ¡Señor,
sálvame de ser un participante en los pecados de otros hombres, y especialmente
de ser en alguna medida la causa de la destrucción de otro hombre! ¡Oh estar
limpio de la sangre de todos los hombres! Dios no quiera que seamos cómplices
en el asesinato de las almas, ya sea antes del hecho, en el hecho, o después del
hecho, pues en cada una de esas maneras pudiéramos ser culpables. Que Dios nos
ayude, hermanos, a evitar este gran pecado de impedir que otros vengan a
Cristo.
Sin embargo, este no es
el tema de mi discurso esta mañana: voy a tratar con una sola de sus formas.
Voy a hablar sobre el grave pecado de impedir que los jóvenes vengan a Cristo.
Primero, describámoslo; en segundo
lugar, observemos sus resultados; en
tercer lugar, veamos cómo Jesucristo lo
condena; y luego, por último, tomemos
una sugerencia de la doctrina que nuestro Señor expone incidentalmente. Pudiera
ser que el Señor bendiga esto para nuestras almas.
I. DESCRIBAMOS ESTE PECADO de impedir que los niños
vengan a Cristo.
Primero, puedo decir al
respecto que es muy común; tiene que
ser común pues de lo contrario no se habría encontrado entre los doce
apóstoles. Los discípulos inmediatos de nuestro Señor constituían un grupo de
varones muy honorables; a pesar de sus errores e imperfecciones, deben de haber
sido grandemente dulcificados al vivir cerca de Uno tan perfecto y lleno de
amor.
Yo deduzco, por tanto, que
si estos varones que eran la crema de la crema reprendían a las madres que
llevaban a sus niños a Cristo, tiene que ser una ofensa muy común en la iglesia
de Dios. Me temo que la frigidez glacial de este error se siente casi en todas
partes. Yo no voy a hacer ninguna declaración que sea poco generosa, pero yo
creo que si se realizara una pequeña investigación personal, muchos de nosotros
podríamos encontrarnos culpables en este punto, y podríamos ser conducidos a
dar voces con el jefe de los coperos de Faraón: “Me acuerdo hoy de mis faltas”.
¿Nos hemos gastado por la conversión de los niños tanto como lo hemos hecho por
la conversión de los adultos? ¡Qué! ¿Me consideran sarcástico? ¿No se gastan
ustedes por la conversión de nadie? ¿Qué debo decirles? Es terrible que el
espíritu cainita entre en el corazón de un creyente y le haga decir: “¿Soy yo
acaso guarda de mi hermano?” Es algo chocante que nosotros mismos comamos de la
grosura y bebamos el vino dulce y dejemos que las famélicas multitudes
perezcan. Pero díganme ahora, si es que se han preocupado por la salvación de
las almas, ¿no pensarían que es algo demasiado trivial comenzar con niños y
niñas? Sí; y su sentimiento es compartido por muchos. Esa falla es común.
Sin embargo, yo creo que
este sentimiento, en el caso de los apóstoles, fue causado por el celo por Jesús. Esos buenos hombres pensaban que
si llevaban niños al Salvador, eso provocaría una interrupción. Él estaba
involucrado en una obra muy superior: había estado confundiendo a los fariseos,
instruyendo a las masas y sanando a los enfermos. ¿Podría estar bien que le
importunaran con unos niños? Los pequeñitos no entenderían Su enseñanza y no
necesitaban de Sus milagros; ¿por qué debían ser traídos para que alteraran Sus
grandes obras? Por tanto, es como si los discípulos hubiesen dicho: “Llévense a
sus niños, buenas mujeres. Enséñenles ustedes mismas la ley, e instrúyanlos en
los Salmos y en los Profetas, y oren con ellos. No es posible que Cristo
imponga Sus manos sobre cada niño. Si permitimos que venga un conjunto de
niños, pronto tendremos a todo el vecindario pululando en torno nuestro, y la
obra del Salvador se verá gravemente interrumpida. ¿No ven esto? ¿Por qué
actúan tan irreflexivamente?” Los discípulos sentían tal reverencia por su
Maestro que estaban dispuestos a enviar lejos a los parlanchines, no fuera que
el grandioso Rabí se convirtiera en un simple maestro de párvulos. Esto pudiera
haber sido celo por Dios, pero no conforme a ciencia. Así también, en estos
días, a ciertos hermanos no les gustaría recibir a muchos niños en la iglesia,
pues podría suceder que se convirtiera en una sociedad de niños y niñas. ¡Seguramente
si esos niños entraran en la iglesia en grandes números, se podría hablar de la
iglesia en términos de reproche! El mundo de afuera la llamará una simple
escuela dominical. Yo recuerdo que cuando una mujer caída fue convertida en uno
de los pueblos de nuestro condado, ciertos profesantes objetaron que fuera
recibida en la iglesia, y ciertos sujetos lascivos de la más vil calaña
publicaron en las paredes el hecho de que el ministro bautista había bautizado
a una ramera. Yo le dije a mi amigo que lo considerara como un honor. Aun así,
si alguien nos reprocha por recibir a unos niños en la iglesia, llevaremos el
oprobio como una insignia de honor. No es posible que unos niños santos nos
hagan algún daño. Dios nos enviará a suficientes personas de edad y experiencia
para conducir a la iglesia prudentemente. No recibiremos a nadie que no pueda
aportar evidencia del nuevo nacimiento, por viejo que sea, pero no dejaremos
fuera a ningún creyente, por joven que pudiera ser. Nunca tal acontezca que
condenemos a nuestros hermanos cautelosos, pero a la vez deseamos que su
cautela se muestre allí donde más se requiere. Jesús no será deshonrado por los
niños; tenemos más motivos para temer a los adultos.
El reproche de los
apóstoles a los niños surgió en alguna medida de la ignorancia de la necesidad de los niños. Si alguna madre en
aquel gentío hubiese dicho: “Tengo que llevar a mi hijo al Maestro pues es
penosamente afligido por un demonio”, ni Pedro, ni Jacobo, ni Juan habrían
puesto reparos ni por un instante, sino que habrían ayudado a llevar al niño
poseído al Salvador. O supongan que otra madre hubiese dicho: “Mi hija sufre de
una enfermedad que la consume; ya sólo le quedan la piel y los huesos; permitan
que traiga a mi amada niña para que Jesús le imponga Sus manos”, todos los
discípulos habrían dicho: “Abran paso a esta mujer y a su dolorosa carga”. Pero
estos pequeñitos de ojos brillantes, lenguas parlanchinas y miembros
saltarines, ¿por qué habrían de venir a Jesús? ¡Ah, amigos! Ellos olvidaban que
en esos niños, con todo su gozo, su salud, y su aparente inocencia, había una
grande y perentoria necesidad de la bendición de la gracia de un Salvador. Si
aceptas la novedosa idea de que tus hijos
no necesitan la conversión, que los hijos nacidos de padres cristianos son algo
superiores a los otros, y que tienen algo bueno en su interior que sólo
necesita desarrollo, un gran motivo para tu devoto celo habría desaparecido.
Créanme, hermanos, sus hijos necesitan que el Espíritu de Dios les dé nuevos
corazones y espíritus rectos o de lo contrario se descarriarán como lo hacen
otros niños. Recuerden que sin importar cuán jóvenes sean, hay una piedra en el
interior del pecho más joven y esa piedra tiene que ser retirada o será la
ruina del niño. Hay una tendencia al mal aunque todavía no se haya convertido
en acto, y esa tendencia necesita ser vencida por el poder divino del Espíritu
Santo, haciendo que el niño nazca de nuevo. ¡Oh, que la iglesia de Dios se
deshiciera de la antigua idea judía que todavía tiene tanta fuerza a nuestro
alrededor, es decir, que el nacimiento natural trae consigo privilegios del
pacto! Ahora bien, aun bajo la antigua dispensación, había indicios de que la
verdadera simiente no nacía según la carne, sino según el espíritu, como en el
caso de Ismael e Isaac, y Esaú y Jacob. ¿Ni siquiera la iglesia de Dios sabe
que “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu,
espíritu es”? “¿Quién hará limpio lo inmundo?” El nacimiento natural comunica
la inmundicia de la naturaleza, pero no puede transmitir la gracia. Bajo el
nuevo pacto se nos dice expresamente que los hijos de Dios no son “engendrados
de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. Bajo
el antiguo pacto, que era típico, el nacimiento según la carne concedía privilegios;
pero para entrar en el pacto de la gracia tienes que nacer de nuevo. El primer
nacimiento no te trae nada sino una herencia del primer Adán; tienes que nacer
de nuevo para que el segundo Adán sea tu cabeza.
Dice alguien: pero está
escrito: “para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos”. Queridos amigos,
nunca existió una más vil bribonería bajo el cielo que la cita de ese texto tal
como es citado usualmente. Yo he oído que lo citan muchas veces para demostrar
una doctrina que está muy alejada de aquello que claramente enseña. Si tomas la
mitad de cualquier frase que un hombre exprese y dejas fuera el resto, puedes
hacerle decir lo opuesto de lo que quiere decir. ¿Qué piensas que dice ese
texto realmente? Vean Hechos 2: 39: “Para vosotros es la promesa, y para
vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro
Dios llamare”. Esta grandiosamente amplia declaración es el argumento sobre el
cual está basada la exhortación: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de
vosotros”. No es una declaración de un privilegio especial para alguien, sino
una presentación de gracia para todos los que están lejos, tanto para ellos
como para sus hijos. No hay ni una sola palabra en el Nuevo Testamento para
mostrar que los beneficios de la gracia divina son transmitidos en alguna
medida por genealogía; vienen “cuantos el Señor nuestro Dios llamare”, ya sea
que sus padres sean santos o pecadores. ¿Cómo puede la gente tener el descaro
de suprimir medio texto para hacer que enseñe lo que no es cierto? No,
hermanos; ustedes tienen que mirar tristemente a sus hijos como concebidos en
pecado, formados en maldad, “hijos de ira, lo mismo que los demás”; y aunque tú
mismo pudieras pertenecer a una línea de santos, y rastrear tu linaje de ministro
en ministro incluyendo a todos los eminentes en la iglesia de Dios, con todo,
tus hijos ocupan por su nacimiento precisamente la misma posición que los hijos
de otras personas; así que tienen que ser redimidos de la maldición de la ley
por la sangre preciosa de Jesús, y tienen que recibir una nueva naturaleza por
la obra del Espíritu Santo. Son favorecidos al ser colocados bajo una educación
piadosa, y bajo la escucha del Evangelio; pero su necesidad y su pecaminosidad
son las mismas que en el resto de la raza. Si piensan en esto, verán la razón
por la que tienen que ser llevados a Jesucristo, una razón por la que deben ser
llevados tan rápidamente como sea posible en los brazos de la oración y de la
fe de ustedes, a Aquel que es capaz de renovarlos.
También, sin duda, este
sentimiento de que los niños no pueden venir a Cristo podría derivarse de una duda acerca de su capacidad de recibir
la bendición que Jesús puede dar. Con respecto a este tema, si fuera a
tratar en este momento únicamente con hechos y no con una simple opinión, podría
pasar la mañana entera dándoles detalles de niños con quienes he conversado
personalmente, algunos de ellos niños muy pequeños en verdad. Voy a decir, en
general, que tengo más confianza en la vida espiritual de los niños que he
recibido en esta iglesia que la confianza que tengo en la condición espiritual
de los adultos recibidos. Iré todavía más lejos, y diré que he encontrado
usualmente un conocimiento más claro del Evangelio y un amor más ardiente por
Cristo en los niños convertidos que en los adultos convertidos. Voy a
sorprenderlos aún más diciendo que me encontrado algunas veces con una
experiencia espiritual más profunda en niños de diez y doce años de la que me
he encontrado en ciertas personas de cincuenta o sesenta años. Reza un viejo
proverbio que algunos niños nacen con barbas. Algunos muchachos son
hombrecitos, y algunas muchachas son viejas mujercitas. No pueden medir la vida
de ninguno de nosotros por nuestras edades. Conocí a un muchacho que cuando
tenía quince años, a menudo oía decir a viejos cristianos: “El muchacho tiene
sesenta años de edad: habla con mucho discernimiento de la verdad divina”. Yo
creo que este jovencito a los quince años de edad sabía mucho más de las cosas
de Dios y de la aflicción del alma que cualquier otra persona a su alrededor,
sin importar cuál pudiera ser su edad. Yo no podría decirles por qué es así,
pero yo sé que así es, que algunos son viejos cuando son jóvenes, y algunos
están muy verdes cuando son viejos; algunos son sabios cuando tú esperarías que
fueran de otra manera, y otros son muy insensatos cuando habrías podido esperar
que hubieran abandonado ya su locura. ¡Oh, queridos amigos, no hablen de la
incapacidad de un niño para arrepentirse! Conocí a una niña que se dormía
llorando durante meses seguidos bajo un aplastante sentido de pecado. Si
quisieran conocer un temor profundo y amargo y terrible de la ira de Dios,
permítanme decirles lo que yo sentía cuando era un muchacho. Si quisieran
conocer el gozo en el Señor, muchos niños han estado tan llenos de él hasta
donde su corazoncito podía contenerlo. Si quieres saber qué es la fe en Jesús no
tienes que mirar a quienes han sido confundidos por la jerga herética de los
tiempos, sino a los queridos niños que le han tomado la palabra a Jesús, y han
creído en Él y le han amado, y por tanto, saben que son salvos y están seguros
de ello. Hay más capacidad para creer en el niño que en el hombre. Nos volvemos
menos capaces de fe en vez de más capaces; cada año lleva a la mente no
regenerada más lejos de Dios y la hace menos capaz de recibir las cosas de
Dios. Ningún terreno está más preparado para la buena semilla que el que
todavía no ha sido hollado como vía de paso ni ha quedado cubierto aún de
espinos. El niño no ha aprendido todavía los engaños del orgullo, las falsedades
de la ambición, las imposturas de la mundanalidad, los trucos del comercio, los
sofismas de la filosofía, y hasta ahora tiene una ventaja sobre el adulto. En
todo caso el nuevo nacimiento es una obra del Espíritu Santo y Él puede obrar
tan fácilmente en la juventud como en la madurez.
También algunos han
obstaculizado a los niños porque se han
olvidado del valor del niño. El precio del alma no depende de sus años.
“¡Oh, es solamente un niño!” “Los niños son un fastidio”. “Los niños siempre
están estorbando”. Este tipo de plática es común. Que Dios perdone a quienes
desprecian a los pequeñitos. ¿Se enojarían mucho si yo les dijera que un
muchacho es más digno de ser salvado que un hombre? Es una infinita
misericordia de parte de Dios que salve a quienes tienen setenta años de edad;
¿pues qué bien pueden hacer ahora con el residuo de sus vidas? Cuando
alcanzamos la edad de cincuenta o sesenta años estamos casi agotados, y si
hemos gastado todos nuestros primeros días con el diablo, ¿qué queda para Dios?
Pero hay algo que se puede hacer con estos amados niños y niñas. Si se entregan
ahora a Cristo pueden tener un largo, santo y feliz día delante de ellos en el
que pueden servir a Dios con todo su corazón. ¡Quién sabe qué gloria puede Dios
recibir de ellos! Tierras paganas podrían llamarlos bienaventurados. Naciones
enteras pueden ser iluminadas por ellos. Si un famoso maestro solía quitarse el
sombrero ante sus alumnos porque no sabía si alguno de ellos llegaría a ser
Primer Ministro, nosotros podemos considerar justamente con admiración a los
niños, pues no sabemos cuán pronto pudieran estar entre los ángeles o cuán
grandemente podría brillar su luz entre los hombres. Oh, hermanos y hermanas,
estimemos a los niños en lo que verdaderamente valen, y entonces no los
reprimiremos sino que estaremos ávidos de conducirlos de inmediato a Jesús.
En proporción a nuestra
propia espiritualidad mental, y en proporción a nuestra propia condición
infantil del corazón nos sentiremos cómodos con los niños y nos adentraremos en
sus tempranos miedos y esperanzas, en su fe que brota y en la apertura de su
amor. Morando entre jóvenes convertidos nos parecerá estar en un jardín florido,
en una viña donde las tiernas uvas producen un grato olor.
II. En
segundo lugar, respecto a este hecho de impedir que los niños vengan, OBSERVEMOS
SUS RESULTADOS. Yo creo que los resultados de este triste sentimiento respecto
a que los niños vengan al Salvador han de ser vistos, primero, en el hecho de
que a menudo no hay nada para los niños
en el servicio. El sermón no está al alcance de ellos y el predicador no
cree que eso sea ninguna falla; de hecho, más bien se alegra de que así sea.
Hace algún tiempo, yo supongo que una persona que quería hacerme sentir mi
propia insignificancia, escribió para decir que se había encontrado con un
grupo de personas de color (negroes) que habían leído mis sermones con evidente
placer; y escribió que creía que los sermones eran apropiados para aquellos a
los que a él le complacía llamar “negros despreciables” (niggers, muy
peyorativo). Sí, mi predicación era justamente el tipo de material apropiado
para los negros despreciables (niggers). El caballero no imaginaba cuán sincero
placer me causó, pues si la gente pobre me entiende, si las sirvientas y los
niños me entienden, entonces estoy seguro de que otros me pueden entender.
Tengo la ambición de predicarles a los negros despreciables (niggers), si por
negros despreciables te refieres a lo más bajo, a la chusma. No creo que haya
nada más grande que ganar los corazones de los humildes. Igual en relación a
los niños. La gente dice ocasionalmente de alguien: “Ese solamente es apto para
enseñar a niños; él no es ningún predicador”. Señores, yo les digo que a los
ojos de Dios aquel a quien no le importan los niños no es ningún predicador.
Debería haber al menos una parte de cada sermón y de cada servicio que fuera
apropiada para los pequeñitos. Es un error olvidar eso.
Los padres pecan de la
misma manera cuando omiten la religión en
la educación de sus hijos. Tal vez piensen que sus hijos no pueden ser
convertidos mientras son niños y consideran que es algo que no tiene mayor
importancia a cuál escuela asisten en sus tiernos años. Pero no es así. Muchos
padres incluso olvidan esto cuando sus hijas y sus hijos están concluyendo sus
días escolares. Los envían al Continente, a lugares viciados con todo peligro
moral y espiritual, con la idea de que allá ellos pueden completar una
educación elegante. En cuántos casos he visto que esa educación ha sido
completada y ha producido jóvenes varones que son consumados libertinos y
jóvenes mujeres que son simples coquetas. Lo que sembramos, eso segamos.
Esperemos que nuestros hijos conozcan al Señor. Desde el principio integremos
el nombre de Jesús a su abecedario. Sería bueno que lean sus primeras lecciones
en
Otro resultado es que en
muchas de nuestras iglesias y congregaciones no se espera la conversión de los niños. Quiero decir que no
esperan que los niños sean convertidos como niños. La teoría es que si podemos
inculcar en las mentes jóvenes principios que pudieran demostrar ser útiles
para ellos en años posteriores, habremos hecho mucho; pero convertir a los niños
en tanto que niños y considerarlos tan creyentes como sus mayores, es visto
como algo absurdo. A este supuesto absurdo me adhiero con todo mi corazón. Yo
creo que el reino de Dios es de los niños, tanto en la tierra como en el cielo.
Es un sagrado gozo para mí, el jueves por la noche, observar a ciertos niños y
niñas que han asistido con gran regularidad durante mucho tiempo a la reunión
de oración del pastor. Algunos de ustedes, personas de avanzada edad, no vienen
ni oran por su pastor; pero estos niños sí lo hacen, pues aman a su pastor, y
él, por su parte, valora grandemente sus oraciones. ¡Feliz es la iglesia que es
adornada y bendecida por las oraciones de los amados niños que aprenden pronto
a clamar al grandioso Padre pidiendo que Su nombre sea santificado y que venga
Su reino! Esperamos ver que los niños sean convertidos, y en efecto, lo vemos.
Otro resultado negativo
es que no se cree en la conversión de los
niños. Algunas personas suspicaces siempre afilan un poco sus dientes
cuando se enteran de un niño recién convertido; siempre querrán darle un
mordisco si pueden. Ellos con mucha razón insisten en que estos niños deberían
ser examinados cuidadosamente antes de ser bautizados y admitidos en la iglesia,
pero están equivocados cuando insisten en que únicamente en casos excepcionales
han de ser recibidos. Estamos completamente de acuerdo con ellos en cuanto al
cuidado que hay que ejercer; pero el cuidado debería ser el mismo en todos los
casos, y ni más ni menos en los casos de los niños. Yo le doy gracias a Dios
porque la mayoría de esos queridos niños que han sido añadidos a esta iglesia
podrían superar un rígido examen en materia doctrinal, y se compararían
favorablemente con la personas mayores; pero aun así me parece algo muy duro
que se espere de ellos un alto grado de conocimiento.
¡Cuán a menudo la gente
espera ver en los niños y en las niñas el mismo comportamiento solemne que se
aprecia en las personas mayores! Sería algo muy bueno para todos nosotros si
nunca hubiéramos dejado de ser niños y niñas, pero que hubiéramos agregado a
todas las excelencias de un niño las virtudes de un hombre. Ciertamente no es
necesario matar al niño para hacer al santo. Las personas más severas piensan
que un niño convertido debe volverse veinte años más viejo en un minuto. Una
persona muy solemne me llamó una vez desde el patio de recreo después de que yo
me había unido a la iglesia y me advirtió sobre la impropiedad de jugar con los
muchachos con un bate y una sólida pelota de caucho que se intentaba introducir
en un orificio. Me dijo: “¿cómo puedes jugar como los otros si tú eres un hijo
de Dios?” Yo le respondí que yo estaba empleado como un ayudante de maestro y
que era parte de mi deber unirme en las diversiones de
los muchachos. Mi venerable crítico pensó que eso alteraba el asunto de manera
sustancial, ¡pero su visión era claramente que un muchacho convertido, como
tal, no debería jugar nunca! ¡Qué tontería, hermanos! No diré nada más.
¿Acaso otros no esperan
de los niños una conducta más perfecta de la que ellos mismos exhiben? Si un
piadoso niño pierde su compostura o actúa indebidamente en algo trivial por un
olvido, de inmediato es condenado como un pequeño hipócrita por aquellos que
distan mucho de ser perfectos. Jesús dice: “Mirad que no menospreciéis a uno de
estos pequeños”. Mirad que no digáis una palabra que no sea amable en contra de
sus hermanos menores en Cristo, ni de sus hermanitas en el Señor. Jesús le da
tal importancia a Sus amadas ovejas que las lleva en Su pecho; y yo exhorto a
quienes siguen a su Señor en todas las cosas, que muestren una ternura
semejante para con los pequeñitos de la familia divina. No voy a decir nada más
sobre ese punto.
III. Y
ahora notemos, en tercer lugar, CÓMO CONDENÓ JESÚS ESTA FALTA.
Primero, Él la condenó
como contraria a Su propio espíritu. “Y
le presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reprendían a los que
los presentaban. Viéndolo Jesús, se indignó”. Él no se indignaba con
frecuencia; ciertamente no estaba “muy indignado” con frecuencia, y cuando
estaba muy indignado podemos estar seguros de que el motivo era grave. Estaba
indignado porque aquellos niños eran separados de Él, pues eso iba en contra de
lo que pensaba de ellos. Los discípulos obraron
mal con las madres; ellos reprendieron a los padres por realizar un acto
maternal, por hacer, de hecho, lo que a Jesús le encantaba que hicieran. Llevaron
sus niños a Jesús por respeto a Él; ellos valoraban una bendición de Sus manos
más que el oro; esperaban que la bendición de Dios se recibiera cuando el
grandioso Profeta los tocara. Tal vez esperaban que si la mano de Jesús los
tocaba eso haría que las vidas de sus hijos fueran radiantes y felices. Aunque
pudiera haber existido un grado de debilidad en el pensamiento de los padres,
con todo el Salvador no podía juzgar duramente aquello que era el producto de
la reverencia hacia Su persona. Por tanto le indignaba pensar que esas buenas
mujeres que tenían la intención de honrarle, fueran rechazadas ásperamente.
También se obró mal con los niños. ¡Dulces
pequeñitos! ¿Qué habían hecho para se les reprendiera por venir a Jesús? Ellos
no habían tenido la intención de molestar. ¡Queridos niños! Habrían caído a Sus
pies en reverente amor por el Maestro de la dulce voz, que con Sus tiernas
palabras encantaba no únicamente a los hombres, sino también a los niños. Los
pequeñitos no tenían la intención de hacer ningún daño, ¿y por qué habría de
culpárseles?
Además, se obró mal con el propio Jesús. Eso habría
podido inducir a los hombres a pensar que Jesús era estirado, reservado y que
se autoexaltaba, como los rabinos. Si habían pensado que no podía condescender
con los niños habrían calumniado tristemente el renombre de Su grandioso amor.
Su corazón era un gran puerto en el que muchos barquitos podían echar el ancla.
Jesús, el hombre-niño nunca se sentía más en casa que con los niños. El santo
niño Jesús sentía una afinidad con los niños. ¿Había de ser representado por
Sus propios discípulos como cerrándoles la puerta a los niños? Eso lesionaría
tristemente Su carácter. Por tanto, afligido por el triple mal que hería a las
madres, a los niños y a Él mismo, estaba dolorosamente indignado. Cualquier
cosa que hagamos para impedir que un amado niño venga a Jesús indigna
grandemente a nuestro amado Señor. Él nos dice a voces: “Apártense. Déjenlos tranquilos.
Dejen que vengan a Mí, y no se lo impidan”. Querido amigo que peinas canas, que
eres tan estricto y bueno, quiero pedirte que retrocedas un poco y que permitas
que ese niño venga a Jesús, pues no deseo que el Señor se indigne contigo. Y
tú, buena hermana cristiana, tu temperamento se ha agriado un poco; entonces
quiero pedirte que guardes silencio, pues pudiera ser que el Señor se indigne
contigo, como lo hará si les prohíbes a los niños que vengan a Él. Así, pueden
ver que era contrario a Su espíritu.
A continuación, era contrario a Su enseñanza, pues
prosiguió diciendo: “De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios
como un niño, no entrará en él”. La enseñanza de Cristo no era que hay algo en
nosotros que nos haga aptos para el reino y que un cierto número de años pueden
hacernos capaces de recibir la gracia. Toda Su enseñanza iba en el sentido
opuesto, es decir, que hemos de ser nada, y que entre menos seamos y seamos más
débiles, estaremos mejor, pues entre menos tengamos del yo, hay más espacio
para la gracia divina. ¿Piensas venir a Jesús subiendo por la escalera del
conocimiento? Bájate, amigo, te encontrarás con Él al pie de la escalera. ¿Piensas
alcanzar a Jesús arriba de la empinada colina de la experiencia? Bájate,
querido escalador. Él está en la llanura. “¡Oh!, pero cuando sea viejo entonces
estaré preparado para Cristo”. Quédate donde estás, joven amigo; Jesús se encuentra
contigo a la puerta de la vida; nunca fuiste más apto para encontrarte con Él
que justo ahora. Él no te pide nada, excepto que seas nada y que Él sea todo en
todo para ti. Esa es Su enseñanza; y enviar de regreso al niño porque no tiene
esto o aquello va en contra de la bendita doctrina de la gracia de Dios.
Además, era completamente contrario a la práctica de
Jesucristo. Él les hizo ver esto, pues “tomándolos en los brazos, poniendo
las manos sobre ellos, los bendecía”. A lo largo de toda Su vida no hay nada en
Él que revele rechazo o repulsa. Él dijo en verdad: “Al que a mí viene, no le
echo fuera”. Si Él echara fuera a cualquiera por ser demasiado joven, el texto
sería falso de inmediato, pero eso no puede suceder nunca. Él recibe a todos
los que vienen a Él. Está escrito: “Este a los pecadores recibe, y con ellos
come”. Toda Su vida Él puede ser representado como un pastor que lleva un
cordero en Su pecho y nunca como un cruel pastor que azuza sus perros contra
los corderos, ahuyentándolos al igual que a sus madres. No tengo ni tiempo ni
fuerzas para decir más, y debo concluir con un simple vistazo a nuestro último
punto.
IV. TOMEMOS
El niñito cree con una
fe incondicional que hace que todo sea vívido y real. ¡Cree simplemente así! El
niño cree en toda humildad, poniendo la mira en su maestro y recibiendo la
palabra de su maestro como decisiva. ¡Cree en Jesucristo simplemente así! Debes
decir: “Señor, yo soy alguien que no sabe nada: acudo a Ti para que me enseñes.
Yo no soy nada. Sé Tú mi todo en todo”.
Cuando un niño viene a
Cristo viene muy sinceramente y de todo corazón. No sabe nada de motivos
siniestros o de formalidad. Su arrepentimiento y su fe son genuinos. Yo
desearía que vinieran a Cristo esta mañana, ustedes, pobres seres culpables,
con una sinceridad real, tal como son. No jueguen más a la religión. No busquen
exquisitas palabras con las cuales adornarse y hacer que sus oraciones luzcan
elegantes y hermosas, sino vengan como lo hace el niño, con toda simplicidad,
sin avergonzarse de hablar como lo sienta su corazón.
Cuando un niño cree en
Jesús, no le importan nada los puntos críticos. Esa es la manera en que tienen
que venir a Cristo. Ustedes, que siempre han estado inventando acertijos
religiosos; ustedes, que durante muchos años han sido lectores de las más recientes
y últimas novelas de la teología moderna, pues son simplemente novelas, y nada
mejor que eso; ustedes, que han corrompido sus cerebros con los vanos
pensamientos de vanos hombres, vengan a Jesús tal como están, y crean lo que
dice Jesús, porque Jesús lo dice. Tomen la palabra de Cristo, y confíen en Él:
esa es la manera de ser salvo.
“Pero yo no tengo ningún
mérito” –dice uno- “no tengo ninguna preparación”. Tampoco los tiene un niño.
Nunca veo que los niños se preocupen por estar preparados para Cristo, nunca me
enterado de tal cosa como un niño preocupado acerca de los requisitos para la
gracia. Un niño es un pecador y lo sabe. Esa es la manera de venir a Cristo.
Ven como un pecador, sabiendo que lo eres. Di: “Jesús me llama y yo vengo;
Jesús murió por mí, y yo confío en Él”. Esa es la verdadera manera de venir a
Jesús. ¡Oh, amigos!, en vez de que piensen que creciendo más se están volviendo
más aptos para Cristo, vuélvanse más pequeños. En vez de volverse más grandes,
vuélvanse más pequeños. En vez de ser más sabios, estén más completamente
desprovistos de toda sabiduría, y vengan a Jesús para buscar sabiduría, justicia
y todas las cosas.
Algunas veces, cuando
estamos muy débiles y nuestro lenguaje es muy simple, Dios puede bendecirlo aún
más, y yo en verdad oro pidiendo que esta mañana Él ponga Su sello sobre esta
pobre plática de Su siervo enfermo. Cada partícula de mi carne, y cada átomo de
mis huesos están orando pidiéndole a Dios que bendiga este sermón. Un horrible
dolor me ha estado atormentando mientras he estado hablando. ¡Que este discurso
sea más ilustre que sus hermanos, por cuanto lo di a luz en dolor! Yo anhelo, yo
deseo ardientemente, yo clamo delante de Dios que bendiga esta débil palabra
mía para la conversión de ustedes y para la conversión de muchos queridos
niños. Aquellos entre ustedes que no han mirado nunca a Cristo y vivido, hagan
con Cristo justo lo que esos amados niños hicieron: Él los llamó, y ellos
vinieron, y fueron acogidos en Sus brazos. ¡Vengan ustedes también! ¿Deseas a
medias poder ser un niño otra vez? Puedes serlo. Él puede darte el corazón de
un niño y tú puedes ser un recién nacido en Su reino. ¡Que así sea, por causa
de Su nombre! Amén.
Porción de
Traductor: Allan Román
8/Mayo/2014
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