El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Jesús y los Niños

NO. 1925

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 17 DE OCTUBRE DE 1886

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y le presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reprendían a los que los presentaban. Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía”.  Marcos 10: 13-16.

 

Debe de ser un pecado muy grande, en verdad, impedir que alguien venga a Cristo. Él es el único camino de salvación de la ira de Dios, de salvación del terrible juicio que está reservado para el pecado. ¿Quién se atrevería a impedir que los que están pereciendo tomen ese camino? Alterar los postes de señales que están en el camino que conduce a la ciudad de refugio, o cavar una trinchera a lo ancho de la carretera sería un acto inhumano, merecedor de la más severa condenación. El que retiene a un alma y le impide venir a Jesús es un siervo de Satanás y está realizando la más diabólica de todas las obras del demonio. Todos estamos de acuerdo en esto.

 

Me pregunto, queridos amigos, si alguno de nosotros es enteramente inocente en este respecto. ¿No hemos estorbado a otros en su arrepentimiento y su fe? Es una triste sospecha, pero me temo que muchos de nosotros hemos hecho eso.

 

Ciertamente ustedes, que no han creído nunca en Jesús, tristemente han hecho mucho para impedir que otros crean. La fuerza del ejemplo, ya sea para bien o para mal, es muy potente, y lo es especialmente el ejemplo de los padres en sus hijos, de los superiores en sus subordinados y de los maestros en sus alumnos. Tal vez, padre, si hubieses sido un devoto cristiano, tu hijo no habría sido impío; posiblemente, querida madre, si te hubieras entregado al Salvador, las hijas también habrían sido cristianas. Tenemos que hablar y juzgar a la manera de los hombres pero, seguramente, el ejemplo es un gran formador del carácter. Ninguno de nosotros podría saber, si descendiéramos al infierno, a cuántos arrastraríamos con nosotros, pues estamos ligados a miles con lazos invisibles. He aquí el aspecto que convierte en una gran calamidad la ruina de una sola alma. Sobre la tumba de cada pecador se puede leer este epitafio: “Este hombre no pereció solo en su iniquidad”. “Ninguno de nosotros vive para sí mismo, y nadie muere para sí mismo”. Si pudiéramos desechar a nuestras almas como se arrojan las piedras solitarias con una honda, esto ya sería una grande calamidad; pero como todos nosotros somos cuentas ensartadas en el cordón de la vida común, donde va uno, muchos van con él. La plaga del pecado no se limita a la casa de un solo hombre, sino que sale con ímpetu desde cada puerta y ventana y mata a sus víctimas en derredor, de manera que “un pecador destruye mucho bien”. ¿Puedo hacerles esta pregunta a aquellos entre ustedes que no se han arrepentido nunca de sus pecados, ni han buscado el rostro del Salvador? ¿Han calculado qué perniciosas influencias están fluyendo de sus vidas sobre las almas de sus hijos, de sus esposas, de sus hermanos y de sus amigos? Jesús dice: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama”. ¿A cuántos han dispersado como ovejas descarriadas? ¿A cuántos han inducido a permanecer indiferentes e impíos ya que los ven a ustedes haciendo lo mismo? Estas son reflexiones solemnes para aquellos que no tienen la intención de hacer ningún daño, y sin embargo, lo están haciendo.

 

¿Acaso algunas personas no van más allá de su ejemplo e impiden que otros vengan a Cristo por medio de discursos desalentadores? Ellos desaniman a quienes están esperando mejores cosas. Es posible encontrar obreros que tan pronto ven en un compañero de trabajo alguna sensibilidad por las cosas santas, se apresuran de inmediato a herir su corazón. Si sospechan que un camarada se está esforzando por escapar de la borrachera, le ridiculizan; y si sigue adelante y muestra fe en Dios, lo convierten en el balón de futbol de su desprecio. Debe implicar una horrenda responsabilidad que un hombre se convierta en un antagonista en contra de todo bien de sus compañeros. ¿Por qué hay tantos seres ávidos de asumir esta responsabilidad? Es algo muy triste que ciertas personas dejen a otras completamente solas y que hasta sean amigables con ellas si beben, y maldicen y se entregan a la lujuria; y sin embargo, tan pronto tienen pensamientos serios acerca de la religión, los atacan amargamente. Media falta en un cristiano es convertida en el tema del comentario más implacable, pero unos crímenes reales son excusados en una persona irreligiosa. ¿Por qué los hombres desearían evitar que sus semejantes sean salvados? Amigo, si tú eliges la ruina de tu propia alma, ¿por qué habrías de intentar llevar a otros a la ruina? ¿Por qué hacer el papel del perro en el pesebre? Si no quieres una religión para ti, ¿por qué no dejar que otros la tengan? No puede representar ninguna ganancia para ti, ya sea en este mundo o en el mundo venidero, pararte como con un garrote a las puertas de la vida para ahuyentar a todos lo que quisieran entrar por ellas.

 

Además, algunas personas que pretenden ser sabias impiden que las almas vengan a Cristo insinuando astutamente dudas sobre la revelación de la palabra divina. Escuchan un peligroso error de algún conferencista infiel o de algún predicador que es seguidor del “pensamiento moderno”, y tan pronto como encuentran una mente joven inclinada a las cosas serias, de inmediato le repiten esa terrible mentira. Con sus preguntas capciosas hacen titubear a las mentes jóvenes. Con su maligna enseñanza secan los manantiales del arrepentimiento y paralizan la fuerza de la fe. Fieros como Faraón, quisieran arrojar a toda fe recién nacida en el río de la duda. Crueles como el Príncipe de las Tinieblas, quisieran apagar toda vela de esperanza recién encendida. Son más diligentes para destruir la fe que otros lo son para propagarla. ¡Qué acumulación de culpa debe de estar asentada en la mente del hombre que exhala la duda así como otros hombres exhalan el aire! Ni Dios, ni Cristo, ni el cielo, ni el infierno pueden escapar del inmundo vaho de su infidelidad. ¡Vean cómo marchita las almas sobre las que exhala! Calculen sus crímenes. Calculen los asesinatos de almas de los que es culpable. Inciso uno: un joven alejado con señuelo de la clase de Biblia, familiarizado con conceptos blasfemos, y conducido al pecado visible y a una rápida muerte. Escribe eso con sangre. Noten el siguiente inciso: una jovencita, antes esperanzada y prudente, queda impresionada por el supuesto conocimiento científico de un incrédulo, es alejada de la fe su madre y muy pronto queda atrapada por el mundo de manera que vive y muere impenitente. ¡Escribe eso también con sangre para que sea demandado a la puerta del que duda en el último gran día! ¡Ay de aquellos que desempeñan el papel de chacales para el león del infierno! ¡Que Dios les dé arrepentimiento a quienes han sido guardaespaldas del Príncipe de las Tinieblas, realizando de buena gana su obra asesina, negando la verdad y sembrando las semillas de la incredulidad! Si me estoy dirigiendo a alguien que es así, lo hago con una triste indignación y le ruego que se convierta de su mal camino.

 

Las personas de mente perversa pueden conducir de muchas maneras a otros a esa maligna decisión que en los impíos ocupa casi el mismo lugar que la conversión en el caso de los regenerados. Las mentes infantiles son plásticas. Los primeros siete años de nuestra existencia le dan forma a menudo a todos los demás; de todos modos, den a cualquier niño una instrucción piadosa durante los primeros doce años de su vida, y será difícil borrar la escritura. Algunos parecieran experimentar un miserable deleite al estampar en la blanda arcilla su propia impronta vil, y al confirmar en el joven las peligrosas tendencias que ya están presentes. Estas personas realizan conversiones para el mal gracias a las cuales las mentes jóvenes se afirman en el vicio y se cimientan en la maldad.

 

Dios nos libre de impedirle a una sola alma venir a Cristo y al cielo. No puedo evitar temblar algunas veces no sea que un frío y gélido sermón mío marchite los jóvenes capullos de la promesa; no sea que en la reunión de oración, una distraída oración enmarañada de algún profesante insensible desaliente el creciente denuedo de un lloroso buscador. Tiemblo por ustedes, mis queridos hermanos y hermanas en Cristo, no sea que la superficialidad de la conversación, la mundanalidad de la conducta, la inconsistencia del comportamiento o la insensibilidad del proceder en cualquiera de ustedes, en cualquier momento, saque al cojo del camino o sea causa de tropiezo para alguno de los pequeñitos del Señor. ¡Señor, sálvame de ser un participante en los pecados de otros hombres, y especialmente de ser en alguna medida la causa de la destrucción de otro hombre! ¡Oh estar limpio de la sangre de todos los hombres! Dios no quiera que seamos cómplices en el asesinato de las almas, ya sea antes del hecho, en el hecho, o después del hecho, pues en cada una de esas maneras pudiéramos ser culpables. Que Dios nos ayude, hermanos, a evitar este gran pecado de impedir que otros vengan a Cristo.

 

Sin embargo, este no es el tema de mi discurso esta mañana: voy a tratar con una sola de sus formas. Voy a hablar sobre el grave pecado de impedir que los jóvenes vengan a Cristo. Primero, describámoslo; en segundo lugar, observemos sus resultados; en tercer lugar, veamos cómo Jesucristo lo condena; y luego, por último, tomemos una sugerencia de la doctrina que nuestro Señor expone incidentalmente. Pudiera ser que el Señor bendiga esto para nuestras almas.

 

I. DESCRIBAMOS ESTE PECADO de impedir que los niños vengan a Cristo.

 

Primero, puedo decir al respecto que es muy común; tiene que ser común pues de lo contrario no se habría encontrado entre los doce apóstoles. Los discípulos inmediatos de nuestro Señor constituían un grupo de varones muy honorables; a pesar de sus errores e imperfecciones, deben de haber sido grandemente dulcificados al vivir cerca de Uno tan perfecto y lleno de amor.

 

Yo deduzco, por tanto, que si estos varones que eran la crema de la crema reprendían a las madres que llevaban a sus niños a Cristo, tiene que ser una ofensa muy común en la iglesia de Dios. Me temo que la frigidez glacial de este error se siente casi en todas partes. Yo no voy a hacer ninguna declaración que sea poco generosa, pero yo creo que si se realizara una pequeña investigación personal, muchos de nosotros podríamos encontrarnos culpables en este punto, y podríamos ser conducidos a dar voces con el jefe de los coperos de Faraón: “Me acuerdo hoy de mis faltas”. ¿Nos hemos gastado por la conversión de los niños tanto como lo hemos hecho por la conversión de los adultos? ¡Qué! ¿Me consideran sarcástico? ¿No se gastan ustedes por la conversión de nadie? ¿Qué debo decirles? Es terrible que el espíritu cainita entre en el corazón de un creyente y le haga decir: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Es algo chocante que nosotros mismos comamos de la grosura y bebamos el vino dulce y dejemos que las famélicas multitudes perezcan. Pero díganme ahora, si es que se han preocupado por la salvación de las almas, ¿no pensarían que es algo demasiado trivial comenzar con niños y niñas? Sí; y su sentimiento es compartido por muchos. Esa falla es común.

 

Sin embargo, yo creo que este sentimiento, en el caso de los apóstoles, fue causado por el celo por Jesús. Esos buenos hombres pensaban que si llevaban niños al Salvador, eso provocaría una interrupción. Él estaba involucrado en una obra muy superior: había estado confundiendo a los fariseos, instruyendo a las masas y sanando a los enfermos. ¿Podría estar bien que le importunaran con unos niños? Los pequeñitos no entenderían Su enseñanza y no necesitaban de Sus milagros; ¿por qué debían ser traídos para que alteraran Sus grandes obras? Por tanto, es como si los discípulos hubiesen dicho: “Llévense a sus niños, buenas mujeres. Enséñenles ustedes mismas la ley, e instrúyanlos en los Salmos y en los Profetas, y oren con ellos. No es posible que Cristo imponga Sus manos sobre cada niño. Si permitimos que venga un conjunto de niños, pronto tendremos a todo el vecindario pululando en torno nuestro, y la obra del Salvador se verá gravemente interrumpida. ¿No ven esto? ¿Por qué actúan tan irreflexivamente?” Los discípulos sentían tal reverencia por su Maestro que estaban dispuestos a enviar lejos a los parlanchines, no fuera que el grandioso Rabí se convirtiera en un simple maestro de párvulos. Esto pudiera haber sido celo por Dios, pero no conforme a ciencia. Así también, en estos días, a ciertos hermanos no les gustaría recibir a muchos niños en la iglesia, pues podría suceder que se convirtiera en una sociedad de niños y niñas. ¡Seguramente si esos niños entraran en la iglesia en grandes números, se podría hablar de la iglesia en términos de reproche! El mundo de afuera la llamará una simple escuela dominical. Yo recuerdo que cuando una mujer caída fue convertida en uno de los pueblos de nuestro condado, ciertos profesantes objetaron que fuera recibida en la iglesia, y ciertos sujetos lascivos de la más vil calaña publicaron en las paredes el hecho de que el ministro bautista había bautizado a una ramera. Yo le dije a mi amigo que lo considerara como un honor. Aun así, si alguien nos reprocha por recibir a unos niños en la iglesia, llevaremos el oprobio como una insignia de honor. No es posible que unos niños santos nos hagan algún daño. Dios nos enviará a suficientes personas de edad y experiencia para conducir a la iglesia prudentemente. No recibiremos a nadie que no pueda aportar evidencia del nuevo nacimiento, por viejo que sea, pero no dejaremos fuera a ningún creyente, por joven que pudiera ser. Nunca tal acontezca que condenemos a nuestros hermanos cautelosos, pero a la vez deseamos que su cautela se muestre allí donde más se requiere. Jesús no será deshonrado por los niños; tenemos más motivos para temer a los adultos.

 

El reproche de los apóstoles a los niños surgió en alguna medida de la ignorancia de la necesidad de los niños. Si alguna madre en aquel gentío hubiese dicho: “Tengo que llevar a mi hijo al Maestro pues es penosamente afligido por un demonio”, ni Pedro, ni Jacobo, ni Juan habrían puesto reparos ni por un instante, sino que habrían ayudado a llevar al niño poseído al Salvador. O supongan que otra madre hubiese dicho: “Mi hija sufre de una enfermedad que la consume; ya sólo le quedan la piel y los huesos; permitan que traiga a mi amada niña para que Jesús le imponga Sus manos”, todos los discípulos habrían dicho: “Abran paso a esta mujer y a su dolorosa carga”. Pero estos pequeñitos de ojos brillantes, lenguas parlanchinas y miembros saltarines, ¿por qué habrían de venir a Jesús? ¡Ah, amigos! Ellos olvidaban que en esos niños, con todo su gozo, su salud, y su aparente inocencia, había una grande y perentoria necesidad de la bendición de la gracia de un Salvador. Si aceptas la novedosa idea de que tus hijos no necesitan la conversión, que los hijos nacidos de padres cristianos son algo superiores a los otros, y que tienen algo bueno en su interior que sólo necesita desarrollo, un gran motivo para tu devoto celo habría desaparecido. Créanme, hermanos, sus hijos necesitan que el Espíritu de Dios les dé nuevos corazones y espíritus rectos o de lo contrario se descarriarán como lo hacen otros niños. Recuerden que sin importar cuán jóvenes sean, hay una piedra en el interior del pecho más joven y esa piedra tiene que ser retirada o será la ruina del niño. Hay una tendencia al mal aunque todavía no se haya convertido en acto, y esa tendencia necesita ser vencida por el poder divino del Espíritu Santo, haciendo que el niño nazca de nuevo. ¡Oh, que la iglesia de Dios se deshiciera de la antigua idea judía que todavía tiene tanta fuerza a nuestro alrededor, es decir, que el nacimiento natural trae consigo privilegios del pacto! Ahora bien, aun bajo la antigua dispensación, había indicios de que la verdadera simiente no nacía según la carne, sino según el espíritu, como en el caso de Ismael e Isaac, y Esaú y Jacob. ¿Ni siquiera la iglesia de Dios sabe que “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”? “¿Quién hará limpio lo inmundo?” El nacimiento natural comunica la inmundicia de la naturaleza, pero no puede transmitir la gracia. Bajo el nuevo pacto se nos dice expresamente que los hijos de Dios no son “engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. Bajo el antiguo pacto, que era típico, el nacimiento según la carne concedía privilegios; pero para entrar en el pacto de la gracia tienes que nacer de nuevo. El primer nacimiento no te trae nada sino una herencia del primer Adán; tienes que nacer de nuevo para que el segundo Adán sea tu cabeza.

 

Dice alguien: pero está escrito: “para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos”. Queridos amigos, nunca existió una más vil bribonería bajo el cielo que la cita de ese texto tal como es citado usualmente. Yo he oído que lo citan muchas veces para demostrar una doctrina que está muy alejada de aquello que claramente enseña. Si tomas la mitad de cualquier frase que un hombre exprese y dejas fuera el resto, puedes hacerle decir lo opuesto de lo que quiere decir. ¿Qué piensas que dice ese texto realmente? Vean Hechos 2: 39: “Para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare”. Esta grandiosamente amplia declaración es el argumento sobre el cual está basada la exhortación: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros”. No es una declaración de un privilegio especial para alguien, sino una presentación de gracia para todos los que están lejos, tanto para ellos como para sus hijos. No hay ni una sola palabra en el Nuevo Testamento para mostrar que los beneficios de la gracia divina son transmitidos en alguna medida por genealogía; vienen “cuantos el Señor nuestro Dios llamare”, ya sea que sus padres sean santos o pecadores. ¿Cómo puede la gente tener el descaro de suprimir medio texto para hacer que enseñe lo que no es cierto? No, hermanos; ustedes tienen que mirar tristemente a sus hijos como concebidos en pecado, formados en maldad, “hijos de ira, lo mismo que los demás”; y aunque tú mismo pudieras pertenecer a una línea de santos, y rastrear tu linaje de ministro en ministro incluyendo a todos los eminentes en la iglesia de Dios, con todo, tus hijos ocupan por su nacimiento precisamente la misma posición que los hijos de otras personas; así que tienen que ser redimidos de la maldición de la ley por la sangre preciosa de Jesús, y tienen que recibir una nueva naturaleza por la obra del Espíritu Santo. Son favorecidos al ser colocados bajo una educación piadosa, y bajo la escucha del Evangelio; pero su necesidad y su pecaminosidad son las mismas que en el resto de la raza. Si piensan en esto, verán la razón por la que tienen que ser llevados a Jesucristo, una razón por la que deben ser llevados tan rápidamente como sea posible en los brazos de la oración y de la fe de ustedes, a Aquel que es capaz de renovarlos.

 

También, sin duda, este sentimiento de que los niños no pueden venir a Cristo podría derivarse de una duda acerca de su capacidad de recibir la bendición que Jesús puede dar. Con respecto a este tema, si fuera a tratar en este momento únicamente con hechos y no con una simple opinión, podría pasar la mañana entera dándoles detalles de niños con quienes he conversado personalmente, algunos de ellos niños muy pequeños en verdad. Voy a decir, en general, que tengo más confianza en la vida espiritual de los niños que he recibido en esta iglesia que la confianza que tengo en la condición espiritual de los adultos recibidos. Iré todavía más lejos, y diré que he encontrado usualmente un conocimiento más claro del Evangelio y un amor más ardiente por Cristo en los niños convertidos que en los adultos convertidos. Voy a sorprenderlos aún más diciendo que me encontrado algunas veces con una experiencia espiritual más profunda en niños de diez y doce años de la que me he encontrado en ciertas personas de cincuenta o sesenta años. Reza un viejo proverbio que algunos niños nacen con barbas. Algunos muchachos son hombrecitos, y algunas muchachas son viejas mujercitas. No pueden medir la vida de ninguno de nosotros por nuestras edades. Conocí a un muchacho que cuando tenía quince años, a menudo oía decir a viejos cristianos: “El muchacho tiene sesenta años de edad: habla con mucho discernimiento de la verdad divina”. Yo creo que este jovencito a los quince años de edad sabía mucho más de las cosas de Dios y de la aflicción del alma que cualquier otra persona a su alrededor, sin importar cuál pudiera ser su edad. Yo no podría decirles por qué es así, pero yo sé que así es, que algunos son viejos cuando son jóvenes, y algunos están muy verdes cuando son viejos; algunos son sabios cuando tú esperarías que fueran de otra manera, y otros son muy insensatos cuando habrías podido esperar que hubieran abandonado ya su locura. ¡Oh, queridos amigos, no hablen de la incapacidad de un niño para arrepentirse! Conocí a una niña que se dormía llorando durante meses seguidos bajo un aplastante sentido de pecado. Si quisieran conocer un temor profundo y amargo y terrible de la ira de Dios, permítanme decirles lo que yo sentía cuando era un muchacho. Si quisieran conocer el gozo en el Señor, muchos niños han estado tan llenos de él hasta donde su corazoncito podía contenerlo. Si quieres saber qué es la fe en Jesús no tienes que mirar a quienes han sido confundidos por la jerga herética de los tiempos, sino a los queridos niños que le han tomado la palabra a Jesús, y han creído en Él y le han amado, y por tanto, saben que son salvos y están seguros de ello. Hay más capacidad para creer en el niño que en el hombre. Nos volvemos menos capaces de fe en vez de más capaces; cada año lleva a la mente no regenerada más lejos de Dios y la hace menos capaz de recibir las cosas de Dios. Ningún terreno está más preparado para la buena semilla que el que todavía no ha sido hollado como vía de paso ni ha quedado cubierto aún de espinos. El niño no ha aprendido todavía los engaños del orgullo, las falsedades de la ambición, las imposturas de la mundanalidad, los trucos del comercio, los sofismas de la filosofía, y hasta ahora tiene una ventaja sobre el adulto. En todo caso el nuevo nacimiento es una obra del Espíritu Santo y Él puede obrar tan fácilmente en la juventud como en la madurez.

 

También algunos han obstaculizado a los niños porque se han olvidado del valor del niño. El precio del alma no depende de sus años. “¡Oh, es solamente un niño!” “Los niños son un fastidio”. “Los niños siempre están estorbando”. Este tipo de plática es común. Que Dios perdone a quienes desprecian a los pequeñitos. ¿Se enojarían mucho si yo les dijera que un muchacho es más digno de ser salvado que un hombre? Es una infinita misericordia de parte de Dios que salve a quienes tienen setenta años de edad; ¿pues qué bien pueden hacer ahora con el residuo de sus vidas? Cuando alcanzamos la edad de cincuenta o sesenta años estamos casi agotados, y si hemos gastado todos nuestros primeros días con el diablo, ¿qué queda para Dios? Pero hay algo que se puede hacer con estos amados niños y niñas. Si se entregan ahora a Cristo pueden tener un largo, santo y feliz día delante de ellos en el que pueden servir a Dios con todo su corazón. ¡Quién sabe qué gloria puede Dios recibir de ellos! Tierras paganas podrían llamarlos bienaventurados. Naciones enteras pueden ser iluminadas por ellos. Si un famoso maestro solía quitarse el sombrero ante sus alumnos porque no sabía si alguno de ellos llegaría a ser Primer Ministro, nosotros podemos considerar justamente con admiración a los niños, pues no sabemos cuán pronto pudieran estar entre los ángeles o cuán grandemente podría brillar su luz entre los hombres. Oh, hermanos y hermanas, estimemos a los niños en lo que verdaderamente valen, y entonces no los reprimiremos sino que estaremos ávidos de conducirlos de inmediato a Jesús.

 

En proporción a nuestra propia espiritualidad mental, y en proporción a nuestra propia condición infantil del corazón nos sentiremos cómodos con los niños y nos adentraremos en sus tempranos miedos y esperanzas, en su fe que brota y en la apertura de su amor. Morando entre jóvenes convertidos nos parecerá estar en un jardín florido, en una viña donde las tiernas uvas producen un grato olor.

 

II.   En segundo lugar, respecto a este hecho de impedir que los niños vengan, OBSERVEMOS SUS RESULTADOS. Yo creo que los resultados de este triste sentimiento respecto a que los niños vengan al Salvador han de ser vistos, primero, en el hecho de que a menudo no hay nada para los niños en el servicio. El sermón no está al alcance de ellos y el predicador no cree que eso sea ninguna falla; de hecho, más bien se alegra de que así sea. Hace algún tiempo, yo supongo que una persona que quería hacerme sentir mi propia insignificancia, escribió para decir que se había encontrado con un grupo de personas de color (negroes) que habían leído mis sermones con evidente placer; y escribió que creía que los sermones eran apropiados para aquellos a los que a él le complacía llamar “negros despreciables” (niggers, muy peyorativo). Sí, mi predicación era justamente el tipo de material apropiado para los negros despreciables (niggers). El caballero no imaginaba cuán sincero placer me causó, pues si la gente pobre me entiende, si las sirvientas y los niños me entienden, entonces estoy seguro de que otros me pueden entender. Tengo la ambición de predicarles a los negros despreciables (niggers), si por negros despreciables te refieres a lo más bajo, a la chusma. No creo que haya nada más grande que ganar los corazones de los humildes. Igual en relación a los niños. La gente dice ocasionalmente de alguien: “Ese solamente es apto para enseñar a niños; él no es ningún predicador”. Señores, yo les digo que a los ojos de Dios aquel a quien no le importan los niños no es ningún predicador. Debería haber al menos una parte de cada sermón y de cada servicio que fuera apropiada para los pequeñitos. Es un error olvidar eso.

 

Los padres pecan de la misma manera cuando omiten la religión en la educación de sus hijos. Tal vez piensen que sus hijos no pueden ser convertidos mientras son niños y consideran que es algo que no tiene mayor importancia a cuál escuela asisten en sus tiernos años. Pero no es así. Muchos padres incluso olvidan esto cuando sus hijas y sus hijos están concluyendo sus días escolares. Los envían al Continente, a lugares viciados con todo peligro moral y espiritual, con la idea de que allá ellos pueden completar una educación elegante. En cuántos casos he visto que esa educación ha sido completada y ha producido jóvenes varones que son consumados libertinos y jóvenes mujeres que son simples coquetas. Lo que sembramos, eso segamos. Esperemos que nuestros hijos conozcan al Señor. Desde el principio integremos el nombre de Jesús a su abecedario. Sería bueno que lean sus primeras lecciones en la Biblia. Es algo notable que no haya ningún libro en el que los niños aprendan a leer tan rápido como en el Nuevo Testamento; hay un encanto en ese libro que atrae a la mente infantil. Pero, oh, queridos amigos, como padres no seamos culpables nunca de olvidar la educación religiosa de nuestros hijos, pues si lo hiciéramos, podríamos ser culpables de la sangre de sus almas.

 

Otro resultado es que en muchas de nuestras iglesias y congregaciones no se espera la conversión de los niños. Quiero decir que no esperan que los niños sean convertidos como niños. La teoría es que si podemos inculcar en las mentes jóvenes principios que pudieran demostrar ser útiles para ellos en años posteriores, habremos hecho mucho; pero convertir a los niños en tanto que niños y considerarlos tan creyentes como sus mayores, es visto como algo absurdo. A este supuesto absurdo me adhiero con todo mi corazón. Yo creo que el reino de Dios es de los niños, tanto en la tierra como en el cielo. Es un sagrado gozo para mí, el jueves por la noche, observar a ciertos niños y niñas que han asistido con gran regularidad durante mucho tiempo a la reunión de oración del pastor. Algunos de ustedes, personas de avanzada edad, no vienen ni oran por su pastor; pero estos niños sí lo hacen, pues aman a su pastor, y él, por su parte, valora grandemente sus oraciones. ¡Feliz es la iglesia que es adornada y bendecida por las oraciones de los amados niños que aprenden pronto a clamar al grandioso Padre pidiendo que Su nombre sea santificado y que venga Su reino! Esperamos ver que los niños sean convertidos, y en efecto, lo vemos.

 

Otro resultado negativo es que no se cree en la conversión de los niños. Algunas personas suspicaces siempre afilan un poco sus dientes cuando se enteran de un niño recién convertido; siempre querrán darle un mordisco si pueden. Ellos con mucha razón insisten en que estos niños deberían ser examinados cuidadosamente antes de ser bautizados y admitidos en la iglesia, pero están equivocados cuando insisten en que únicamente en casos excepcionales han de ser recibidos. Estamos completamente de acuerdo con ellos en cuanto al cuidado que hay que ejercer; pero el cuidado debería ser el mismo en todos los casos, y ni más ni menos en los casos de los niños. Yo le doy gracias a Dios porque la mayoría de esos queridos niños que han sido añadidos a esta iglesia podrían superar un rígido examen en materia doctrinal, y se compararían favorablemente con la personas mayores; pero aun así me parece algo muy duro que se espere de ellos un alto grado de conocimiento.

 

¡Cuán a menudo la gente espera ver en los niños y en las niñas el mismo comportamiento solemne que se aprecia en las personas mayores! Sería algo muy bueno para todos nosotros si nunca hubiéramos dejado de ser niños y niñas, pero que hubiéramos agregado a todas las excelencias de un niño las virtudes de un hombre. Ciertamente no es necesario matar al niño para hacer al santo. Las personas más severas piensan que un niño convertido debe volverse veinte años más viejo en un minuto. Una persona muy solemne me llamó una vez desde el patio de recreo después de que yo me había unido a la iglesia y me advirtió sobre la impropiedad de jugar con los muchachos con un bate y una sólida pelota de caucho que se intentaba introducir en un orificio. Me dijo: “¿cómo puedes jugar como los otros si tú eres un hijo de Dios?” Yo le respondí que yo estaba empleado como un ayudante de maestro y que era parte de mi deber unirme en las diversiones de los muchachos. Mi venerable crítico pensó que eso alteraba el asunto de manera sustancial, ¡pero su visión era claramente que un muchacho convertido, como tal, no debería jugar nunca! ¡Qué tontería, hermanos! No diré nada más.

 

¿Acaso otros no esperan de los niños una conducta más perfecta de la que ellos mismos exhiben? Si un piadoso niño pierde su compostura o actúa indebidamente en algo trivial por un olvido, de inmediato es condenado como un pequeño hipócrita por aquellos que distan mucho de ser perfectos. Jesús dice: “Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños”. Mirad que no digáis una palabra que no sea amable en contra de sus hermanos menores en Cristo, ni de sus hermanitas en el Señor. Jesús le da tal importancia a Sus amadas ovejas que las lleva en Su pecho; y yo exhorto a quienes siguen a su Señor en todas las cosas, que muestren una ternura semejante para con los pequeñitos de la familia divina. No voy a decir nada más sobre ese punto.

 

III.   Y ahora notemos, en tercer lugar, CÓMO CONDENÓ JESÚS ESTA FALTA.

 

Primero, Él la condenó como contraria a Su propio espíritu. “Y le presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reprendían a los que los presentaban. Viéndolo Jesús, se indignó”. Él no se indignaba con frecuencia; ciertamente no estaba “muy indignado” con frecuencia, y cuando estaba muy indignado podemos estar seguros de que el motivo era grave. Estaba indignado porque aquellos niños eran separados de Él, pues eso iba en contra de lo que pensaba de ellos. Los discípulos obraron mal con las madres; ellos reprendieron a los padres por realizar un acto maternal, por hacer, de hecho, lo que a Jesús le encantaba que hicieran. Llevaron sus niños a Jesús por respeto a Él; ellos valoraban una bendición de Sus manos más que el oro; esperaban que la bendición de Dios se recibiera cuando el grandioso Profeta los tocara. Tal vez esperaban que si la mano de Jesús los tocaba eso haría que las vidas de sus hijos fueran radiantes y felices. Aunque pudiera haber existido un grado de debilidad en el pensamiento de los padres, con todo el Salvador no podía juzgar duramente aquello que era el producto de la reverencia hacia Su persona. Por tanto le indignaba pensar que esas buenas mujeres que tenían la intención de honrarle, fueran rechazadas ásperamente.

 

También se obró mal con los niños. ¡Dulces pequeñitos! ¿Qué habían hecho para se les reprendiera por venir a Jesús? Ellos no habían tenido la intención de molestar. ¡Queridos niños! Habrían caído a Sus pies en reverente amor por el Maestro de la dulce voz, que con Sus tiernas palabras encantaba no únicamente a los hombres, sino también a los niños. Los pequeñitos no tenían la intención de hacer ningún daño, ¿y por qué habría de culpárseles?

 

Además, se obró mal con el propio Jesús. Eso habría podido inducir a los hombres a pensar que Jesús era estirado, reservado y que se autoexaltaba, como los rabinos. Si habían pensado que no podía condescender con los niños habrían calumniado tristemente el renombre de Su grandioso amor. Su corazón era un gran puerto en el que muchos barquitos podían echar el ancla. Jesús, el hombre-niño nunca se sentía más en casa que con los niños. El santo niño Jesús sentía una afinidad con los niños. ¿Había de ser representado por Sus propios discípulos como cerrándoles la puerta a los niños? Eso lesionaría tristemente Su carácter. Por tanto, afligido por el triple mal que hería a las madres, a los niños y a Él mismo, estaba dolorosamente indignado. Cualquier cosa que hagamos para impedir que un amado niño venga a Jesús indigna grandemente a nuestro amado Señor. Él nos dice a voces: “Apártense. Déjenlos tranquilos. Dejen que vengan a Mí, y no se lo impidan”. Querido amigo que peinas canas, que eres tan estricto y bueno, quiero pedirte que retrocedas un poco y que permitas que ese niño venga a Jesús, pues no deseo que el Señor se indigne contigo. Y tú, buena hermana cristiana, tu temperamento se ha agriado un poco; entonces quiero pedirte que guardes silencio, pues pudiera ser que el Señor se indigne contigo, como lo hará si les prohíbes a los niños que vengan a Él. Así, pueden ver que era contrario a Su espíritu.

 

A continuación, era contrario a Su enseñanza, pues prosiguió diciendo: “De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. La enseñanza de Cristo no era que hay algo en nosotros que nos haga aptos para el reino y que un cierto número de años pueden hacernos capaces de recibir la gracia. Toda Su enseñanza iba en el sentido opuesto, es decir, que hemos de ser nada, y que entre menos seamos y seamos más débiles, estaremos mejor, pues entre menos tengamos del yo, hay más espacio para la gracia divina. ¿Piensas venir a Jesús subiendo por la escalera del conocimiento? Bájate, amigo, te encontrarás con Él al pie de la escalera. ¿Piensas alcanzar a Jesús arriba de la empinada colina de la experiencia? Bájate, querido escalador. Él está en la llanura. “¡Oh!, pero cuando sea viejo entonces estaré preparado para Cristo”. Quédate donde estás, joven amigo; Jesús se encuentra contigo a la puerta de la vida; nunca fuiste más apto para encontrarte con Él que justo ahora. Él no te pide nada, excepto que seas nada y que Él sea todo en todo para ti. Esa es Su enseñanza; y enviar de regreso al niño porque no tiene esto o aquello va en contra de la bendita doctrina de la gracia de Dios.

 

Además, era completamente contrario a la práctica de Jesucristo. Él les hizo ver esto, pues “tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía”. A lo largo de toda Su vida no hay nada en Él que revele rechazo o repulsa. Él dijo en verdad: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Si Él echara fuera a cualquiera por ser demasiado joven, el texto sería falso de inmediato, pero eso no puede suceder nunca. Él recibe a todos los que vienen a Él. Está escrito: “Este a los pecadores recibe, y con ellos come”. Toda Su vida Él puede ser representado como un pastor que lleva un cordero en Su pecho y nunca como un cruel pastor que azuza sus perros contra los corderos, ahuyentándolos al igual que a sus madres. No tengo ni tiempo ni fuerzas para decir más, y debo concluir con un simple vistazo a nuestro último punto.

 

IV.   TOMEMOS LA SUGERENCIA QUE JESÚS DA A QUIENES QUISIERAN VENIR A ÉL. “De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. ¡Cómo desearía que toda mi congregación viniese y recibiese a Cristo tal como un niñito lo recibe! El niñito no tiene ningún prejuicio, ninguna teoría preconcebida ni opiniones a los que no pueda renunciar; cree lo que Jesús dice. Tú tienes que venir de la misma manera para aprender de Cristo. Me temo que sabes muchísimo: arrójalo por la ventana. Tú has decidido acerca de muchísimas cosas: desprograma tu mente y sé delante de Él como cera para el sello.

 

El niñito cree con una fe incondicional que hace que todo sea vívido y real. ¡Cree simplemente así! El niño cree en toda humildad, poniendo la mira en su maestro y recibiendo la palabra de su maestro como decisiva. ¡Cree en Jesucristo simplemente así! Debes decir: “Señor, yo soy alguien que no sabe nada: acudo a Ti para que me enseñes. Yo no soy nada. Sé Tú mi todo en todo”.

 

Cuando un niño viene a Cristo viene muy sinceramente y de todo corazón. No sabe nada de motivos siniestros o de formalidad. Su arrepentimiento y su fe son genuinos. Yo desearía que vinieran a Cristo esta mañana, ustedes, pobres seres culpables, con una sinceridad real, tal como son. No jueguen más a la religión. No busquen exquisitas palabras con las cuales adornarse y hacer que sus oraciones luzcan elegantes y hermosas, sino vengan como lo hace el niño, con toda simplicidad, sin avergonzarse de hablar como lo sienta su corazón.

 

Cuando un niño cree en Jesús, no le importan nada los puntos críticos. Esa es la manera en que tienen que venir a Cristo. Ustedes, que siempre han estado inventando acertijos religiosos; ustedes, que durante muchos años han sido lectores de las más recientes y últimas novelas de la teología moderna, pues son simplemente novelas, y nada mejor que eso; ustedes, que han corrompido sus cerebros con los vanos pensamientos de vanos hombres, vengan a Jesús tal como están, y crean lo que dice Jesús, porque Jesús lo dice. Tomen la palabra de Cristo, y confíen en Él: esa es la manera de ser salvo.

 

“Pero yo no tengo ningún mérito” –dice uno- “no tengo ninguna preparación”. Tampoco los tiene un niño. Nunca veo que los niños se preocupen por estar preparados para Cristo, nunca me enterado de tal cosa como un niño preocupado acerca de los requisitos para la gracia. Un niño es un pecador y lo sabe. Esa es la manera de venir a Cristo. Ven como un pecador, sabiendo que lo eres. Di: “Jesús me llama y yo vengo; Jesús murió por mí, y yo confío en Él”. Esa es la verdadera manera de venir a Jesús. ¡Oh, amigos!, en vez de que piensen que creciendo más se están volviendo más aptos para Cristo, vuélvanse más pequeños. En vez de volverse más grandes, vuélvanse más pequeños. En vez de ser más sabios, estén más completamente desprovistos de toda sabiduría, y vengan a Jesús para buscar sabiduría, justicia y todas las cosas.

 

Algunas veces, cuando estamos muy débiles y nuestro lenguaje es muy simple, Dios puede bendecirlo aún más, y yo en verdad oro pidiendo que esta mañana Él ponga Su sello sobre esta pobre plática de Su siervo enfermo. Cada partícula de mi carne, y cada átomo de mis huesos están orando pidiéndole a Dios que bendiga este sermón. Un horrible dolor me ha estado atormentando mientras he estado hablando. ¡Que este discurso sea más ilustre que sus hermanos, por cuanto lo di a luz en dolor! Yo anhelo, yo deseo ardientemente, yo clamo delante de Dios que bendiga esta débil palabra mía para la conversión de ustedes y para la conversión de muchos queridos niños. Aquellos entre ustedes que no han mirado nunca a Cristo y vivido, hagan con Cristo justo lo que esos amados niños hicieron: Él los llamó, y ellos vinieron, y fueron acogidos en Sus brazos. ¡Vengan ustedes también! ¿Deseas a medias poder ser un niño otra vez? Puedes serlo. Él puede darte el corazón de un niño y tú puedes ser un recién nacido en Su reino. ¡Que así sea, por causa de Su nombre! Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Lucas 18.                       

 

 

Traductor: Allan Román

8/Mayo/2014

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