El Púlpito del Tabernáculo
Metropolitano
El Texto de Robinson Crusoe
NO. 1876
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 30 DE AGOSTO DE 1885
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y LEÍDO EL DOMINGO 27 DE DICIEMBRE DE 1885.
“E invócame en el día de la
angustia; te libraré, y tú me honrarás”. Salmos 50: 15.
Hay un libro que nos fascinó a todos en
los días de nuestra juventud. ¿Hay acaso algún muchacho que no lo haya leído?
“Robinson Crusoe” fue un caudal de maravillas para mí: pude haberlo leído una
veintena de veces y nunca me habría cansado. No me da vergüenza confesar que
podría leerlo incluso ahora con un deleite renovado. Robinson y su compañero Viernes, aunque son meras invenciones de la ficción, son
sorprendentemente reales para la mayoría de nosotros. Pero, ¿por qué hago estos
comentarios un domingo por la noche? ¿No está esta plática completamente fuera
de lugar? Espero que no. Al leer mi texto esta noche, ha venido vívidamente a
mi memoria un pasaje de ese libro, y descubro en ello algo más que una excusa.
Robinson Crusoe naufraga. Queda
completamente solo en una isla desierta. Su caso es verdaderamente digno de
lástima. Se retira a su lecho y cae enfermo de fiebre. Esta fiebre le consume
por largo tiempo, y no tiene a nadie que le cuide, a nadie que le traiga un
poco de agua fresca. Está a punto de perecer. Había estado acostumbrado a
pecar, y tenía todos los vicios de un marinero; pero su difícil condición lo
llevó a reflexionar. Abre una Biblia que encontró en su baúl, y se tropieza con
este pasaje: “E invócame en el día de la
angustia; te libraré y tú me honrarás.” Aquella noche oró por primera vez
en su vida, y de allí en adelante hubo en él una esperanza en Dios que marcó el
nacimiento de la vida celestial.
Como ustedes saben, Defoe, el escritor de
la historia, era un ministro presbiteriano; y aunque no desbordaba
espiritualidad, sabía lo suficiente de religión como para describir muy
vívidamente la experiencia de un hombre sumido en la desesperación, y que
encuentra la paz confiando en su Dios. Como novelista, tenía un ojo perspicaz
para lo probable, y no pudo concebir un pasaje más apropiado para impresionar a
un pobre espíritu quebrantado que éste. Instintivamente percibía la mina de
consuelo contenida en estas palabras.
Ahora cuento ya con toda su atención, y
esa es una razón por la que he comenzado de esta manera mi sermón. Pero tengo
un propósito ulterior; pues aunque Robinson Crusoe no está aquí, ni tampoco su
compañero Viernes, sin embargo, podría haber aquí
alguien muy semejante a él, alguien que ha sufrido un naufragio en la vida, y
que ahora se ha vuelto una criatura solitaria y anda a la deriva. Recuerda
mejores días pero, por sus pecados, se ha convertido en un náufrago que ya
nadie busca. Está aquí esta noche, arrojado a la costa por las olas, sin un
amigo, sufriendo en el cuerpo, arruinado en su patrimonio y abrumado en su
espíritu. En medio de una ciudad llena de gente, no cuenta con ningún amigo, ni
con nadie que quiera reconocer que alguna vez le conoció. Ha llegado ahora a lo
más descarnado de la existencia. No hay nada delante de él sino pobreza,
miseria y muerte.
Así te dice el Señor, amigo mío, esta
noche: “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me
honrarás”. Has venido aquí esperando a medias que pudiera haber una palabra
de Dios para tu alma; “esperando a medias”, dije, pues tú estás por igual bajo
la influencia del terror y de la esperanza. Estás lleno de desesperación. A ti
te parece que Dios ha olvidado ser clemente y que, en Su ira, ha cerrado contra
ti Su corazón. El demonio mentiroso te ha persuadido de que no hay esperanza,
con el propósito de encadenarte con los grilletes de bronce de la
desesperación, y de retenerte como cautivo para que trabajes mientras vivas en
el molino de la impiedad. Tú escribes cosas amargas contra ti mismo, pero son cosas
tan falsas como amargas. Las misericordias del Señor no decaen. Su misericordia
es eterna; y así, te habla en misericordia, pobre espíritu turbado, incluso a
ti: “Invócame en el día de la angustia;
te libraré, y tú me honrarás”.
Presiento que en este momento, con la
ayuda de Dios, hablaré al corazón de algún pobre espíritu turbado. En una
congregación como esta, no todo el mundo recibe una bendición por la palabra
que se predica, pero algunas mentes son preparadas por el Señor para esta
palabra. Él prepara la semilla que se siembra y la tierra que la recibe. Él da
un sentido de necesidad que es la mejor preparación para la promesa. ¿De qué
sirve el consuelo a quienes no tienen angustias? La palabra de esta noche no
será de ningún provecho ni contendrá cosas de interés para quienes no tienen
zozobra alguna en el corazón. Pero, por mal que yo hable, aquellos corazones
que necesitan una certidumbre alentadora de un Dios clemente, danzarán de gozo,
y serán preparados para recibirla cuando resplandezca en este texto de oro: “Invócame en el día de la angustia; te
libraré, y tú me honrarás”. Es un texto que quisiera ver escrito en las
estrellas a lo largo del cielo, o proclamado con trompeta desde todas las
torres al mediodía, o impreso en cada hoja de papel que pasa a través del
correo. Debería ser conocido y leído por toda la humanidad.
Me vienen a la mente cuatro cosas. ¡Que
el Espíritu Santo bendiga lo que pueda yo decir al respecto!
I. La primera observación no está en mi
texto únicamente, sino en el texto y en el contexto. EL REALISMO ES PREFERIDO
AL RITUALISMO. Si leen cuidadosamente el resto del Salmo, verán que el Señor
está hablando de los ritos y ceremonias de Israel, y está mostrando que poco le
importan las formalidades de la adoración cuando el corazón no está presente en
ellas. Creo que debemos leer el pasaje completo: “No te reprenderé por tus
sacrificios, ni por tus holocaustos, que están continuamente delante de mí. No
tomaré de tu casa becerros, ni machos cabríos de tus apriscos. Porque mía es
toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados. Conozco a
todas las aves de los montes, y todo lo que se mueve en los campos me
pertenece. Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti; porque mío es el mundo y
su plenitud. ¿He de comer yo carne de toros, o de beber sangre de machos
cabríos? Sacrifica a Dios alabanza, y paga tus votos al Altísimo; e invócame en
el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás.” Así, la alabanza y la
oración son aceptadas de preferencia a cualquier otra forma de ofrenda que los
judíos podían presentar delante del Señor. ¿Cuál es la razón de esto?
Ante todo, yo respondería que la oración
real es mucho mejor que el mero ritual, porque hay un significado en ella, y en el ritual no hay ningún
significado si la gracia está ausente; es tan absurdo como el juego de un
idiota.
¿Han estado alguna vez en alguna catedral
católica y vieron el servicio de ese día, especialmente si celebraban una
fiesta? Vamos, con los muchachos vestidos de blanco, y con los hombres con
casullas de color violeta, o rosa, o rojo, o negro, había suficientes actores
como para llenar una aldea de buen tamaño. Vamos, con los que sostenían palmatorias,
y los que cargaban cruces, y los que llevaban recipientes y cuencos, y cojines
y libros, y los que tocaban las campanas, y los que echaban incienso, y los que
rociaban agua, y los que inclinaban sus cabezas, y los que doblaban sus
rodillas, todo el espectáculo era maravilloso para ser contemplado, muy asombroso,
muy divertido, muy pueril. Al verlo uno se pregunta: ¿de qué se trata todo
esto, y qué tipo de personas resultan realmente cambiadas para bien por todo
esto? Uno se pregunta también qué idea de Dios han de tener los católicos
piadosos, si se imaginan que Él se agrada con tales funciones. ¿Acaso no se
preguntan ustedes cómo soporta esto el buen Señor? ¿Qué pensará de todo esto Su
mente gloriosa?
Aunque el incienso es dulce, y las flores
son bellas, y los ornamentos son finos, y todo va de acuerdo con la rúbrica
antigua, ¿qué relevancia hay en todo eso? ¿Cuál es el propósito de la
procesión? ¿Qué fin tiene ese sacerdote revestido y ese suntuoso altar? ¿Significan
algo estas cosas? ¿No son acaso un espectáculo absurdo?
Al Dios glorioso no le interesan para
nada la pompa y el espectáculo; pero cuando le invocas en el día de la
angustia, y le pides que te libere, entonces hay un significado en tu gemido
angustioso. No se trata de una forma vacía; el corazón está involucrado en
ello, ¿no es cierto? Hay un significado en la súplica de la aflicción, y por
eso, Dios prefiere la oración de un corazón quebrantado al servicio de los
sacerdotes y de los coros, por espectacular que sea. Hay un significado en el
grito amargo del alma pero, en cambio, no hay un sentido en la ceremonia
pomposa. En la oración del hombre pobre hay mente, corazón y alma y, por esto,
la oración es real para el Señor. He allí un alma viviente buscando contacto
con el Dios viviente, en realidad y verdad. He allí un corazón quebrantado
clamando al Espíritu compasivo. ¡Ah!, podrían ordenar al órgano que lance sus
notas más dulces y más sonoras, pero, ¿cuál es el significado del simple viento
que pasa a través de los tubos? Un niño llora, y hay un significado en eso. Un hombre que está parado en
aquella esquina gime: “¡Oh Dios, mi corazón está destrozado!” Hay más fuerza en
su gemido que en mil de las más grandes trompetas, címbalos, panderos, y
cualesquiera otros instrumentos de música con los que los hombres buscan
agradar a Dios hoy en día. ¡Qué locura pensar que a Dios le interesan los
sonidos musicales, o las marchas ordenadas, o las coloridas casullas! En una
lágrima, o en un sollozo, o en un grito, hay un significado, pero en el mero
sonido no hay un sentido, y a Dios no le importan las cosas que no tienen un
sentido. A Él le importa lo que contenga pensamiento y sentimiento.
¿Por qué prefiere Dios el realismo al
‘ritualismo’? Es también por la razón de que hay algo espiritual en el clamor de un corazón turbado; y “Dios es
Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que
adoren”. Supongan que yo repitiera con toda precisión esta noche el mejor credo
que haya sido elaborado jamás por hombres instruidos y
ortodoxos; sin embargo, si no tuviera fe en él, y ustedes tampoco, ¿de qué
serviría la repetición de las palabras? No hay nada espiritual en una mera
declaración ortodoxa si no tenemos una fe real en lo que decimos: sería lo
mismo que si repitiéramos el alfabeto y llamáramos a eso: devoción. Y si
prorrumpiéramos esta noche en el más grandioso aleluya que haya sido
pronunciado jamás por labios mortales, y no pusiéramos el corazón en lo que
decimos, no habría nada espiritual en ello, y no significaría nada para Dios.
Pero cuando una pobre alma se aleja a su
aposento, y dobla su rodilla y clama: “¡Dios, sé propicio a mí! ¡Dios, sálvame!
¡Dios, ayúdame en este día de angustia!”, hay vida espiritual en ese clamor y, por
tanto, Dios lo aprueba y responde. Él quiere adoración espiritual, y es la
adoración que acepta, y no aceptará otra cosa. “Los que le adoran, en espíritu
y en verdad es necesario que adoren.” Él ha abolido la ley ceremonial, destruyó
el altar que estaba en Jerusalén, quemó el Templo, abolió el sacerdocio de Aarón,
y puso para siempre un fin a toda función ritualística, pues Él busca únicamente
verdaderos adoradores , que le adoren en espíritu y en verdad.
Además, el Señor ama el clamor del
corazón quebrantado porque claramente le
reconoce como el Dios vivo, y le busca en verdad en oración. Dios
está ausente de gran parte de la devoción externa. Pero ¡cómo nos mofamos de
Dios cuando no discernimos Su presencia, y no nos acercamos a Su ser! Cuando el
corazón, la mente y el alma, atraviesan su propia barrera para llegar a su
Dios, entonces es que Dios es glorificado, pero no es glorificado por algún
ejercicio corporal en el que es olvidado.
¡Oh, cuán real es Dios para un hombre que
está pereciendo, y siente que sólo Dios puede salvarle! Ese hombre cree que
Dios existe, pues, de lo contrario, no elevaría una oración tan lastimera hacia
a Él. Antes, decía sus oraciones y poco le importaba si Dios le escuchaba o no;
pero ahora ora, y su principal ansiedad es que Dios le oiga.
Además, queridos amigos, Dios se deleita
en gran manera cuando clamamos a Él en el día de la angustia porque entonces hay sinceridad en ello. Me temo que en
la hora de nuestro regocijo y en el día de nuestra prosperidad, muchas de
nuestras oraciones y nuestras acciones de gracias son pura hipocresía. Una gran
mayoría de nosotros es como los trompos de los niños, que cesan de girar si no
se les impulsa. Ciertamente nosotros oramos con una mayor intensidad cuando
estamos sumidos en gran turbación. Un hombre es muy pobre: está sin trabajo; ha
gastado las suelas de sus zapatos buscando un empleo; no sabe de dónde
provendrá la siguiente comida para sus hijos; y si ora ahora es muy probable
que se trate de una oración sincera, pues está realmente empeñado debido a un problema
real.
A veces he deseado que algunos cristianos
muy caballerosos –que parecieran tratar a la religión como si siempre se
requirieran guantes de cabritilla– experimentaran un breve tiempo de
“asperezas” y se vieran realmente en dificultades. Una vida de tranquilidad
engendra enjambres de falsedades y pretensiones que pronto se desvanecen ante
la presencia de tribulaciones reales.
Muchos individuos se han convertido a
Dios en las espesuras de Australia por causa del hambre, y del cansancio y de
la soledad, quienes, cuando eran hombres acaudalados y estaban rodeados de
alegres aduladores, nunca pensaron en Dios en absoluto. Ha sucedido que muchos
hombres a bordo de algún barco, allá, en el Atlántico, han aprendido a orar en
el frío glacial de un témpano de hielo, o en los horrores del seno de una ola
que el barco no podía evadir. Cuando el mástil era arrojado por la borda y cada
madero se iba desprendiendo por la presión, y el barco parecía condenado al
naufragio, entonces los corazones comenzaron a orar con sinceridad; y Dios ama
la sinceridad. Cuando hablamos con el corazón; cuando el alma se derrite en
oración; cuando decimos: “he de recibirlo o estaré perdido”; cuando no es una
impostura, ni una vana ceremonia, sino un agonizante clamor de un corazón
quebrantado, entonces Dios lo acepta. De aquí que diga: “Invócame en el día de
la angustia.” Un clamor así es el tipo de adoración que a Él le importa, porque
allí hay sinceridad, y esto es aceptable para el Dios de la verdad.
Además, en el clamor del hombre
atribulado hay humildad. Podríamos
asistir a una ceremonia religiosa notoriamente brillante, según el ritual de
alguna iglesia estrafalaria; o podríamos participar en nuestros propios ritos,
que son sumamente sencillos; y podríamos estar diciéndonos todo el tiempo: “la
ceremonia ha sido primorosa”. El predicador podría preguntarse: “¿acaso no
estoy predicando bien?” El hermano que participa en la reunión de oración
podría decirse: “¡Con qué deleitable soltura oro!” Siempre que haya ese espíritu
en nosotros, Dios no aceptará nuestra adoración. La adoración no es aceptable
si está desprovista de humildad. Ahora, cuando en el día de la angustia un
hombre acude a Dios, y le pide: “¡Señor, ayúdame! Yo no puedo ayudarme a mí
mismo, y necesito que Tú intervengas en mi ayuda”, hay humildad en esa confesión y en ese clamor
y por esto el Señor se complace en ellos.
Tú, pobre mujer que estás por allá, que
fuiste abandonada por tu marido y que casi estás deseando la muerte, yo te
exhorto a que invoques a Dios en el día de tu angustia, pues sé que elevarás
una humilde oración. Tú, pobre sujeto trémulo que estás por allí; tú has
actuado muy mal, y es probable que te descubran y seas deshonrado por ello,
pero yo te exhorto a que clames a Dios en oración, pues estoy seguro de que no
habrá soberbia en tu petición. Estarás quebrantado en espíritu, y humillado
delante de Dios, y “al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh
Dios.”
Además, el Señor se complace con tales
súplicas porque hay una medida de fe en
ellas. Cuando el hombre angustiado clama: “¡Señor, líbrame!”, está mirando
fuera de sí mismo. Vean, él es echado fuera de sí por causa de la hambruna que
hay en la tierra. No puede encontrar esperanza o ayuda en la tierra, y por eso
mira hacia el cielo. Tal vez ha acudido a algunos amigos, y le han fallado y,
entonces, en clara desesperación, busca a su Amigo verdadero. Al fin acude a
Dios; y aunque no puede decir que cree en la bondad de Dios como debería creer,
tiene alguna fe débil y vaga, pues de lo contrario no estaría acudiendo a Dios
en este tiempo de extrema necesidad. A Dios le agrada descubrir incluso una
sombra de fe en Su criatura incrédula. Cuando la fe atraviesa, por decirlo así,
el campo de la cámara, de tal forma que a través de la fotografía hay una traza
opaca de que la fe estuvo allí, Dios puede detectarla, y puede aceptar y
aceptará la oración por causa de esa poca fe.
Oh, querido corazón, ¿dónde está tú?
¿Estás destrozado por la angustia? ¿Estás muy penosamente turbado? ¿Estás solo?
¿Has sido desechado? Entonces clama a Dios. Nadie más podría ayudarte; ahora no
tienes otra salida más que Él. ¡Bendita condición! Clama a Él, pues Él puede
ayudarte; y yo te digo que en tu clamor habrá una adoración pura y verdadera,
del tipo que Dios desea, mucho más que el sacrificio de diez mil novillos, o
que el derramamiento de ríos de aceite. Con toda certeza es cierto, por las
Escrituras, que el gemido de un espíritu abrumado está entre los más dulces
sonidos que son oídos jamás por el oído del Altísimo. Los clamores quejumbrosos
son antífonas para Él, para quien todos los simples arreglos de sonidos han de
ser simples juegos de niños.
Entonces, pobres seres sollozantes y
aturdidos, ustedes deben ver que lo que constituye el sacrificio más aceptable que
su espíritu puede presentar delante del trono de Dios, no es el ‘ritualismo’, no es la realización de
pomposas ceremonias, no es inclinarse en una reverencia ni decir letanías, no
es el uso de palabras sagradas, sino consiste en clamar a Dios en la hora de su
angustia.
II. Llegamos ahora a la segunda observación. ¡Que
Dios la grabe en todos nosotros! En nuestro texto vemos a la ADVERSIDAD
CONVERTIDA EN VENTAJA. “Invócame en el día de la angustia; te libraré.”
Decimos esto con toda reverencia, pero
Dios mismo no puede librar a un hombre que no esté sumido en la angustia, y,
por ello, tiene alguna ventaja estar en angustia, porque entonces Dios puede
librarte. Incluso Jesucristo, el Sanador de los hombres, no puede sanar a un
hombre que no esté enfermo; así que, estar enfermos se convierte en algo
ventajoso para nosotros, para que Cristo nos sane.
Así, querido oyente, tu adversidad puede
resultar en una ventaja al ofrecer una ocasión y una oportunidad para el
despliegue de la gracia divina. Es una gran sabiduría aprender el arte de
fabricar miel a partir de la hiel, y el texto nos enseña cómo hacer eso;
muestra cómo la angustia se puede convertir en ganancia. Entonces, cuando estés
sumido en la adversidad, clama a Dios, y experimentarás una liberación que será
una experiencia más rica y más dulce para tu alma que si nunca hubieses
conocido la angustia. He aquí el arte y la ciencia de obtener ganancias de las
pérdidas y ventajas de las adversidades.
Ahora, permítanme suponer que hay aquí alguna
persona en angustia. Tal vez otro Robinson Crusoe perdido se encuentre entre
nosotros. No estoy suponiendo ociosamente que algún individuo atribulado esté
aquí. Sabemos que está atribulado. Ahora bien, cuando ores –y ¡oh!, deseo que
ores ahora– ¿no ves qué argumentos tienes ahora? Primero tienes el argumento del tiempo: “Invócame en el día de la
angustia.” Puedes argumentar: “¡Señor, este es un día de angustia! Me encuentro
en medio de una gran aflicción, y mi caso es urgente en esta hora.” Luego declara
cuál es tu angustia: esa esposa enferma, ese niño moribundo, ese negocio que se
hunde, la salud que falla, ese trabajo que has perdido, esa pobreza que te mira
a la cara. Dile al Señor de misericordia: “Señor mío, si alguna vez algún
hombre estuvo en un día de angustia, yo soy ese hombre; y, por eso, me tomo el
atrevimiento y la licencia de pedirte ahora, porque Tú has dicho: ‘Invócame en
el día de la angustia.’ Esta es la hora que Tú has establecido para que apele a
Ti: este día tenebroso y tormentoso. Si existió alguna vez un hombre que tenía
un derecho para orar que le fue otorgado por Tu propia palabra, yo soy ese
hombre, pues estoy en angustia y, por tanto, haré uso del tiempo oportuno como
un argumento contigo. Escucha el clamor de Tu siervo, te lo suplico, en esta
hora de medianoche”.
Además, no sólo puedes hacer uso del
tiempo como un argumento; puedes argumentar también la angustia misma. Puedes argumentar de esta manera: “Tú has dicho:
‘Invócame en el día de la angustia’. Oh Señor, Tú ves cuán grande es mi
angustia. Es sumamente pesada. No puedo soportarla ni deshacerme de ella. Me persigue
a mi lecho; no me deja dormir. Cuando me levanto está todavía conmigo, no puedo
sacudirla de mí. Señor, mi angustia es inusual: pocos son angustiados como yo
lo estoy; por tanto, ¡concédeme un socorro extraordinario! Señor, mi angustia
es sobrecogedora; si Tú no me ayudas, ¡pronto seré quebrantado por ella! Ese es
un buen razonamiento y una argumentación prevaleciente.
Además, tu adversidad se convierte en una
ventaja si argumentas el mandamiento. Tú
puedes acudir al Señor ahora, en este preciso instante, y decirle: “¡Señor, te
ruego que me oigas, pues Tú me has ordenado orar! Aunque soy malvado, yo no le
diría a un hombre que me pidiera algo si tuviera la intención de negárselo; yo
no lo exhortaría a que pidiera ayuda, si tuviera la intención de rechazarlo.”
¿Acaso no saben, hermanos, que con
frecuencia imputamos al buen Señor una conducta de la cual nos sentiríamos
avergonzados nosotros mismos? Esto no puede ser. Si le dijeras a un pobre: “tú
estás atravesando circunstancias muy tristes; escríbeme mañana, y yo me haré
cargo de tus asuntos”, y te escribiera, no tratarías su carta con desprecio. Estarías
obligado a considerar su caso. Cuando le dijiste que te escribiera, querías
decirle que le ayudarías si pudieras hacerlo.
Y cuando Dios te dice que le invoques, no
se burla de ti: tiene la intención de tratar amablemente contigo. No eres
exhortado a orar en la hora de angustia, para que experimentes más bien una
desilusión más profunda. Dios sabe que tienes la suficiente angustia para que
agregues la nueva angustia que representa una oración sin respuesta. El Señor
no agregará innecesariamente ni siquiera la cuarta parte de una onza a tu
carga; y si te pide que le invoques, puedes invocarle sin temer un fracaso.
No sé quién seas tú. Nada me extrañaría
que fueras Robinson Crusoe, pero puedes invocar al Señor, ya que te ordena que
lo hagas; y si, en efecto, le invocas, incluye este argumento en tu oración:
“Señor, Tú me
has mandado que busque Tu rostro,
Y ¿acaso he
de buscar en vano?
Y el oído de
la gracia soberana
¿Ha de ser
sordo a mis gemidos?”
Entonces, argumenten el tiempo, y
argumenten la angustia, y argumenten el mandamiento; y luego, argumenten con
Dios Su propio carácter. Hablen con Él
reverentemente, pero con fe, de esta manera: “Señor, es a Ti mismo a quien
apelo. Tú has dicho: ‘Invócame’. Si mi vecino me hubiera indicado que lo
hiciera, podría haber temido que tal vez no me oyera, y que cambiara de
opinión; pero Tú eres sumamente grandioso y sumamente bueno para cambiar.
Señor, por Tu verdad y por Tu fidelidad, por Tu inmutabilidad y por Tu amor,
yo, pobre pecador, con mi corazón quebrantado y estrujado, ¡te invoco en el día
de la angustia! ¡Oh, ayúdame y ayúdame pronto o moriré!”
Con toda seguridad tú que estás sumido en
la angustia tienes muchos y poderosos argumentos. Tú estás en un terreno firme
con el ángel del pacto, y puedes apoderarte valerosamente de la bendición. Yo
no siento esta noche como si el texto me alentara
a mí ni la mitad de lo que debía alentar a otras personas, pues yo no estoy en
angustia justo ahora y ustedes sí lo están. Yo doy gracias a Dios porque estoy
lleno de gozo y de tranquilidad; pero estoy medio inclinado a ver si no pudiera
tener un poco de angustia para mí; seguramente si estuviera en angustia y
estuviera sentado en esas bancas, abriría mi boca y abrevaría en el texto, y
oraría como David, o Elías, o Daniel, apoyado en el poder de esta promesa,
“Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás.”
¡Oh, atribulados, salten al sonido de
esta palabra! Créanla. Dejen que penetre en sus almas. “Jehová liberta a los
cautivos.” Él ha venido a librarte. Puedo ver a mi Señor vestido con Sus ropas
de seda; Su semblante es jubiloso como el cielo, Su faz es resplandeciente como
una mañana sin nubes, y en Su mano sostiene una llave de plata. “¿Dónde vas, Señor
mío, con esa llave de plata?” “Voy” –responde– “a abrirle la puerta a los
cautivos, y a libertar a todos los que están presos.” Bendito Señor, cumple Tu misión;
¡pero no pases por alto a estos prisioneros de la esperanza! No te
obstaculizaremos ni por un instante; ¡pero no te olvides de estos seres
dolientes! Camina por estas galerías, y a lo largo de aquellos pasillos, y libra
a los prisioneros del Gigante Desesperación, y haz que sus corazones canten de
regocijo porque te han invocado en el día de la angustia, y ¡Tú los has
librado, y ellos te honrarán!
III. Mi tercer encabezado está claramente
indicado en el texto. Aquí tenemos a la GRACIA INMERECIDA ENCADENADA.
Nada en el cielo o en la tierra puede ser
más libre que la gracia, pero aquí vemos a la gracia sujetándose a las cadenas
de la promesa y del pacto. Escuchen. “Invócame en el día de la angustia; te libraré”. Si una persona te dijera
una vez: “yo lo haré”, tú lo considerarías válido; él mismo se ha puesto a la
orden de su propia declaración. Si es un hombre veraz, y ha dicho claramente:
“yo lo haré”, lo tienes en tu mano. Después de hacer una promesa ya no es libre
como lo era antes; se ha establecido un cierto camino y debe mantenerse en él.
¿No es así? Yo digo con la más profunda reverencia para con mi Dios y Señor,
que Él mismo se ha atado en el texto con cuerdas que no puede romper. Ahora
debe oír y ayudar a quienes le invocan en el día de la angustia. Ha prometido
solemnemente, y cumplirá plenamente.
Noten que este texto es incondicional en cuanto a las personas. Contiene
lo esencial de aquella otra promesa: “Todo aquel que invocare el nombre del
Señor, será salvo.” Las personas a las que se hace especial referencia en el
texto se habían burlado de Dios; habían presentado sus sacrificios sin un
corazón verdadero; sin embargo, el Señor les dijo a cada uno de ellos:
“Invócame en el día de la angustia; te libraré”. De esto deduzco que Él no excluye
a nadie de la promesa. ¡Tú, ateo; tú, blasfemo; tú, que eres lascivo e impuro,
si tú invocaras al Señor ahora, en este día de tu angustia, Él te librará! Ven
y pruébalo. “Si hubiera un Dios” –dices tú–. Pero yo respondo: ‘hay un Dios’;
ven, ponlo a prueba, y ve. Él dice: “Invócame en el día de la angustia; te
libraré.” ¿No le probarás ahora? ¡Vengan aquí, ustedes que están encadenados, y
vean si Él no los libera! ¡Vengan a Cristo, todos ustedes que están trabajados
y cargados, y Él los hará descansar! En las cosas temporales y en las espirituales,
pero especialmente en las cosas espirituales, invóquenle en el día de la
angustia, y Él los librará. Él está obligado por esta grandiosa palabra
irrestricta Suya, alrededor de la cual no ha puesto ni zanja ni vallado;
quienquiera que le invoque en el día de la angustia, será librado.
Además, noten que este “Yo lo haré” incluye todo el poder necesario que pudiera
requerirse para la liberación. “Invócame en el día de la angustia; te
libraré.” “Pero, ¿cómo puede ser esto?”, clama alguien. ¡Ah!, eso no puedo
decírtelo, y no me siento obligado a hacerlo: corresponde al Señor encontrar
las formas y las maneras adecuadas de hacerlo. Dios dice: “Yo lo haré”, y puedes
estar seguro de que cumplirá Su palabra. Si fuera necesario sacudir el cielo y
la tierra, Él lo hará, pues no le falta poder, y ciertamente no le falta
honestidad; y un hombre honesto mantiene su palabra a costa de lo que sea, y
eso hará un Dios fiel. Óyelo decir: “Te libraré”, y no hagas más preguntas.
Yo supongo que Daniel no sabía cómo le
libraría Dios del foso de los leones. Yo supongo que José no sabía cómo sería
librado de la prisión cuando la señora de la casa calumnió su carácter tan
vergonzosamente. Yo supongo que esos antiguos creyentes no tenían una idea de
la forma de la liberación del Señor; pero se abandonaron en las manos de Dios. Confiaron
en Dios, y Él los libró de la mejor manera posible. Él hará algo semejante por
ti; sólo invócale, y quédate quieto, y ve la salvación de Dios.
Noten que el texto no dice exactamente cuándo. “Te libraré” es lo
suficientemente claro; pero no queda claro si ha de ser mañana, o la próxima
semana, o el próximo año. Tú tienes mucha prisa, pero el Señor no. Pudiera ser
que tu aflicción no hubiere obrado todavía en ti todo el bien por el que fue
enviada y, por tanto, ha de durar más tiempo. Cuando el oro es introducido en
el crisol, podría clamar al orfebre: “Déjame salir”. “No” –le responde– “no te
has desprendido todavía de tu escoria. Debes permanecer en el fuego hasta que
yo te purifique.” Dios, por tanto, puede sujetarnos a muchas pruebas; y, sin
embargo, si Él dice: “Te libraré”, puedes estar seguro de que cumplirá Su
palabra. La promesa del Señor es como un válido compromiso de pago de una firma
solvente. Ese compromiso podría estar fechado para dentro de tres meses; pero
cualquier persona lo descontaría si muestra un nombre confiable. Cuando recibes
el “Yo haré” de Dios, siempre puedes hacerlo efectivo por la fe; y no se
necesita obtener ningún descuento, pues es dinero en efectivo del comerciante,
aun cuando solamente consiste en “Yo haré”. La promesa de Dios para el futuro
es buen material bona fide (buena fe) para
el presente, si sólo tienes la fe de usarla; “Invócame en el día de la
angustia; te libraré”, es equivalente a una liberación ya recibida. Significa:
“Si no te libro ahora, te libraré en un momento que es mejor que ahora, cuando,
si fueras tan sabio como Yo, tú mismo preferirías a ser librado y no ahora.”
Pero
la prontitud está implícita, pues de lo contrario la liberación no sería
llevada a cabo. “¡Ah!”, –dirá alguien– “estoy sumido en tal angustia que si no
obtengo una pronta liberación, voy a morirme.” Ten la seguridad de que no
morirás. Serás librado y, por tanto, serás librado antes de que llegues a morir
de desesperación. Él te librará en el mejor tiempo posible. El Señor es siempre
puntual. Nunca te ha hecho esperar. Tú sí le has hecho esperar demasiado
tiempo; pero Él tiene una puntualidad precisa. Él nunca hace esperar a Sus
siervos ni un segundo más del tiempo señalado, sabio y apropiado. “Te libraré”,
implica que Sus demoras no serán demasiado prolongadas, para que el espíritu
del hombre no desfallezca por causa de la esperanza diferida. El Señor cabalga
sobre las alas del viento cuando viene al rescate de quienes le buscan. Por
tanto, ten mucho ánimo.
¡Oh, este es un texto bendito!, y sin
embargo, ¿qué puedo hacer con él? No puedo introducirlo en el alma de aquellos que
más lo necesitan. ¡Espíritu del Dios viviente, ven Tú, y aplica estas ricas
consolaciones a aquellos corazones que están sangrando y a punto de morir!
Noten, por favor, este texto, una vez
más. Permítanme repetirlo, poniendo el énfasis de una manera diferente:
“Invócame a mí en el día de la
angustia, y Yo te libraré; los
hombres no querrían hacerlo; los ángeles no podrían hacerlo; pero Yo lo haré.”
Dios mismo se dará a la tarea de rescatar al hombre que le invoca. A ustedes
les corresponde invocar, y a Dios le corresponde responder. ¡Pobre hombre
trémulo, tú comienzas a intentar responder a tus propias oraciones! Entonces,
¿por qué elevas tu oración a Dios? Una vez que has orado, deja que Dios cumpla
Su propia promesa. Él dice: “Invócame, y Yo
te libraré”.
Ahora toma esa otra palabra: “Te libraré a ti.” Sé lo que estás pensando, amigo
Juan. Tú estás murmurando: “Dios librará a todo el mundo, menos a mí”. Pero el texto dice: “Te libraré a ti”. El hombre que invoca es el que
recibirá la respuesta. María, ¿dónde estás? Si tú invocas a Dios, Él te
responderá a ti. Te dará a ti la bendición, la dará a tu propio
corazón y espíritu y en tu propia experiencia personal. “Invócame” –dice Él–
“en el día de la angustia; te libraré a
ti.”
¡Oh, que recibieran gracia para que ese
pronombre personal se grabara en el alma de ustedes, y tuvieran la certeza de
él como si pudieran verlo con sus propios ojos! El apóstol nos dice: “Por la fe
entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios”. Yo sé
con toda seguridad que los mundos fueron hechos por Dios. Estoy seguro de ello;
y, sin embargo, yo no le vi haciéndolos. Yo no le vi cuando la luz existió
porque Él dijo: “Sea la luz”. Yo no le vi separar la luz de las tinieblas, ni
las aguas que estaban debajo de la expansión, de las aguas que estaban sobre la
expansión, pero estoy muy seguro de que Él hizo todo esto. Todos los caballeros
del mundo que creen en la evolución no pueden eliminar mi convicción de que la
creación fue obrada por Dios, aunque yo no estaba allí para verle crear aunque
sólo fuera un pájaro o una flor. ¿Por
qué no habría de tener yo el mismo tipo de fe esta noche acerca de la respuesta
de Dios a mi oración si me encuentro sumido en la angustia? Si no puedo ver
cómo me librará, ¿por qué desearía verlo? Él creó el mundo lo suficientemente
bien sin que yo supiera cómo iba a hacerlo, y Él me librará sin que intervenga
mi dedo. No es asunto mío ver cómo obra Él. Lo que me toca a mí es confiar en mi
Dios, y glorificarle creyendo que es capaz de cumplir lo que ha prometido.
IV. De esta manera hemos tenido tres cosas
dulces para recordar; y concluimos con una cuarta, que es: aquí COMPARTEN DIOS
Y EL HOMBRE QUE ORA.
Esa es una extraña expresión para
concluir, pero quiero que la noten. Estas son las partes. Primero, esta es tu
parte: “Invócame en el día de la angustia.” En segundo lugar, esta es la parte
de Dios: “Te libraré”. De nuevo, tú tienes una parte, pues serás librado. Y
luego, es el turno del Señor: “Tú me honrarás.” Este es un convenio, un pacto
que Dios establece contigo, que elevas tus oraciones a Él, y a quien Él ayuda.
Él dice: “tú tendrás la liberación, pero Yo he de tener la honra. Tú orarás. Yo
bendeciré, y luego tú honrarás Mi santo nombre.” Aquí hay una deleitable
sociedad: nosotros obtenemos lo que nos es altamente necesario, y todo lo que
Dios recibe es la gloria que es debida a Su nombre.
¡Pobre corazón angustiado! Estoy seguro
de que tú no objetas estos términos. “Pecadores” –dice el Señor– “Yo les
otorgaré el perdón, pero ustedes han de darme la gloria por ello”. Nuestra
única respuesta es: “Ay, Señor, eso haremos, por los siglos de los siglos.”
“¿Quién
es un Dios perdonador como Tú?
¿Quién tiene gracia tan
rica y gratuita?
“Vengan, almas” –dice Él– “Yo las
justificaré, pero he de recibir la gloria por ello”. Y nuestra respuesta es: “¿Dónde,
pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras?
No, sino por la ley de la fe.” Dios ha de tener la gloria si somos justificados
por Cristo.
“Vengan” –dice Él– “voy a ponerlos en mi
familia, pero mi gracia ha de tener la gloria por ello”; y nosotros decimos:
“¡Ay, así será, buen Señor! Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que
seamos llamados hijos de Dios.”
“Ahora” –dice Él– “Yo los santificaré, los
haré santos, pero he de tener la gloria de ello”; y nuestra respuesta es: “Sí,
por siempre cantaremos: ‘Hemos lavado nuestras ropas, y las hemos emblanquecido
en la sangre del Cordero. Por esto le servimos día y noche en su templo, y le
damos toda la alabanza.”
“Los llevaré a casa, al cielo” –dice
Dios–: “los libraré del pecado y de la muerte y del infierno; pero he de tener
la gloria por ello.” “Ciertamente” –decimos– “Tú serás engrandecido. Por los siglos
de los siglos cantaremos: ‘Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea
la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos’.”
¡Alto allí, ladrón! ¿Qué es lo que
pretendes? ¿Estás huyendo con una porción de la gloria de Dios? ¡Qué ladrón has
de ser! He aquí un hombre que últimamente fue un borracho, y Dios le amó y le
volvió sobrio, y él está portentosamente orgulloso de ser sobrio. ¡Qué
insensatez! ¡Acaba con eso, amigo! ¡Acaba con eso! Dale a Dios la gloria de tu
liberación del vicio degradante pues, de lo contrario, todavía estás degradado
por la ingratitud.
He aquí, otro hombre. Él solía jurar
antes; pero ha estado orando ahora; incluso predicó un sermón la otra noche, o
al menos se trató de un mensaje al aire libre. Ha estado tan orgulloso en
cuanto a esto como cualquier pavorreal. ¡Oh, pájaro altivo, cuando veas tus
soberbias plumas, recuerda tus negras patas, y tu horrible voz! ¡Oh, pecador
rescatado, recuerda tu antiguo carácter, y avergüénzate! Dale a Dios la gloria
si has dejado de ser profano. Dale a Dios la gloria por cada una de las partes
de tu salvación.
¡Ay!, incluso algunos teólogos quieren
darle al hombre un poco de gloria. El hombre tiene libre albedrío, ¿no es
cierto? ¡Oh, ese Dagón del libre albedrío! ¡Cómo lo quieren adorar los hombres!
¡El hombre hizo algo para su salvación, en virtud de lo cual ha de recibir
alguna medida de honra! ¿Realmente piensas eso? Entonces di lo que piensas. Pero
nosotros sostendremos desde este púlpito, y lo declararemos al mundo entero,
que cuando un hombre llegue al cielo ni una sola partícula de gloria le será
debida a él mismo; él no atribuirá de ninguna manera alguna honra a sus débiles
esfuerzos propios, sino que la gloria ha de ser únicamente para Dios. “Tributad
a Jehová, oh hijos de los poderosos, dad a Jehová la gloria y el poder. Dad a
Jehová la gloria debida a su nombre.”
“Invócame en el día de la angustia; te
libraré.” Esa es la parte que te corresponde. Pero “tú me honrarás”, es la
parte de Dios. Él ha de recibir toda la honra de principio a fin.
Vayan por todas partes, ustedes que han
sido salvados, y declaren lo que el Señor ha hecho por ustedes. Una anciana dijo
una vez que si el Señor Jesucristo en realidad la salvó, nunca dejaría de oírla
al respecto. Únanse a ella en esa resolución. En verdad mi alma hace votos de
que mi Señor liberador nunca dejará de oírme por mi salvación.
“Le alabaré
en la vida, y le alabaré en la muerte,
Y le alabaré
en tanto que me preste aliento;
Y diré cuando
el frío rocío de la muerte cubra mi frente,
Si alguna vez
te amé, Jesús mío, ‘es ahora’.”
¡Vamos, pobre alma, tú que viniste aquí
esta noche en la más profunda angustia, Dios quiere glorificarse en ti! Todavía
ha de venir el día cuando tú consueles a otros seres dolientes por la repetición
de tu feliz experiencia. Todavía podría venir el día en que tú, que eres un
perdido, prediques el Evangelio a los perdidos. ¡Todavía ha de venir el día,
pobre mujer caída, en el que tú conduzcas a otros pecadores a los pies del
Salvador, donde ahora te encuentras llorando! ¡Tú, abandonado del diablo, de
quien incluso Satanás se ha cansado, a quien el mundo rechaza porque estás acabado
y echado a perder, todavía ha de llegar el día en que, con un corazón renovado,
y lavado en la sangre del Cordero, resplandecerás como una estrella en el
firmamento, para la alabanza de la gloria de Su gracia que te ha hecho acepto
en el Amado! ¡Oh pecador desesperado, ven a Jesús! ¡Invócale, te lo suplico!
Debes persuadirte de invocar a tu Dios y Padre. Si no puedes hacer otra cosa
que gemir, gime ante Dios. Derrama una lágrima, exhala un suspiro, y que tu
corazón le diga al Señor: “¡Oh Dios, líbrame, por Tu Hijo Jesucristo! Sálvame
de mi pecado y de sus consecuencias.” Si oras así, Dios te oirá con toda
seguridad, y te dirá: “Tus pecados te son perdonados. Vé en paz. Que así sea.
Amén.
Porción de la Escritura leída antes del
sermón: Salmo 50.
Casulla: vestidura que se pone el
sacerdote sobre las demás para celebrar la misa.
Palmatoria: especie de candelero bajo,
con mango y pie, generalmente de forma de platillo.
Rúbrica: cada una de las reglas que
enseñan la ejecución y práctica de las ceremonias y ritos de la iglesia en los
oficios divinos y funciones sagradas.
Cabritilla: piel curtida de cualquier
animal pequeño, como cabrito, cordero, etc.
Traductor: Allan Román
9/Abril/2009
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