El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Mi Consuelo en la Aflicción

NO. 1872

 

UN SERMÓN PREDICADO EL DÍA 7 DE JULIO DE 1881

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES

 

“Ella es mi consuelo en mi aflicción, porque tu dicho me ha vivificado”. Salmo 119: 50.

 

“Este es mi consuelo en la aflicción: que tu palabra me ha vivificado”.  Salmo 119: 50, La Biblia de las Américas.

 

Es casi innecesario que diga que, en algunos aspectos, los mismos acontecimientos suceden a todos los hombres por igual, y en materia de aflicciones, sin duda es así. Ninguno de nosotros puede esperar escapar de la tribulación. Si eres un impío, “Muchos dolores habrá para el impío”. Si eres un hombre piadoso, “muchas son las aflicciones del justo”. Si andas en los caminos de la santidad, descubrirás que hay obstáculos que el enemigo ha arrojado en la vía. Si andas en los caminos de la maldad, caerás en trampas y serás retenido en ellas hasta la muerte. No hay forma de escapar de la tribulación; nacimos para experimentarla de la misma manera que las chispas saltan ineludiblemente hacia arriba. Cuando nacemos por segunda vez, aunque heredamos innumerables misericordias, nacemos ciertamente para experimentar otro conjunto de problemas, pues entramos en pruebas espirituales, en conflictos espirituales, en aflicciones espirituales, y cosas semejantes, de tal manera que experimentamos un doble conjunto de angustias al tiempo que recibimos dobles misericordias. El autor de este Salmo ciento diecinueve era un buen hombre, pero era ciertamente un hombre afligido. David experimentó la aflicción muchas veces, y se trataba de graves aflicciones. El varón conforme al corazón de Dios fue alguien que sintió la propia mano de Dios en la disciplina. David fue un rey y, por tanto, sería locura de nuestra parte suponer que los hombres que son más ricos y más grandes que nosotros están más protegidos de la aflicción, pues sucede todo lo contrario. Los vientos son más tempestuosos en las partes más altas de la montaña. Pueden tener la seguridad de que ese estado intermedio por el que oraba Agur, “No me des pobreza ni riquezas”, es, en general, el mejor. La grandeza, la prominencia, la popularidad, la nobleza y la realeza no proporcionan ningún alivio en la tribulación, antes bien, la exacerban. Nadie que considere su propia comodidad asumiría dignidades acompañadas de tantos afanes y enormes congojas. Hijo de Dios, recuerda que ni la bondad ni la grandeza pueden librarte de la aflicción. Tendrás que hacerle frente sin importar cuál sea tu posición en la vida; por tanto, enfréntala con intrépido valor y arráncale una victoria.

 

Sin embargo, aun si le haces frente, no escaparás. Si clamas a Dios pidiéndole ayuda, Él te ayudará a lo largo de la tribulación, pero no es probable que la aparte de ti. Él te librará del mal, pero aun así puede conducirte a la tribulación. Él ha prometido que en seis tribulaciones te librará, y en la séptima no te tocará el mal; pero Él no promete que serás preservado de seis o siete tribulaciones. Uno semejante al Hijo de Dios estaba con los tres santos jóvenes en el fuego, pero Él no estuvo con ellos antes de que fueran echados dentro del fuego, al menos no estuvo visiblemente; y Él no estuvo con los jóvenes ya fuera para apagar el fuego, o para impedir que fueran echados dentro del fuego. “Yo estoy contigo, Israel, al pasar a través del fuego”, podría describir muy bien la garantía del pacto. ¡Que podamos experimentar el fuego si con eso podemos experimentar la presencia divina! Que aceptemos con alegría el horno, si podemos encontrar allí la compañía del Hijo de Dios con nosotros. Cada hijo de Dios entre ustedes puede, con el Salmista, hablar de mi aflicción. Tal vez no sean capaces de hablar de mi propiedad, de mi herencia, de mi riqueza o de mi salud, pero todos ustedes pueden hablar de mi aflicción. Nadie monopoliza la desgracia. Una porción de la negra dosis de aflicción les corresponde a todas las demás personas. De ese vaso todos nosotros hemos de beber, poco o mucho; y hemos de beber de él según lo ordene Dios. Hasta aquí, entonces, hemos considerado un evento que les sucede a todos por igual.

 

Mi objetivo en este momento es mostrar la diferencia entre el cristiano y el mundano en su aflicción. Primero, los creyentes tienen un peculiar consuelo en su aflicción, “Este es mi consuelo en la aflicción”. En segundo lugar, ese consuelo proviene de una fuente peculiar: “Porque tu dicho me ha vivificado”. Y, en tercer lugar, ese peculiar consuelo es valioso bajo muy especiales tribulaciones, tales como las que son mencionadas en el contexto.

 

I.   Primero, entonces, los creyentes tienen su PECULIAR CONSUELO en la aflicción. “Este” –dice David- “es mi consuelo en la aflicción”. “Este”; reflexionen en la palabra “este”, como indicando algo diferente de las consolaciones de otros hombres. El borracho toma su copa y cita a Salomón: “Dad la sidra al desfallecido, y el vino a los de amargado ánimo”; y al momento de vaciar su copa, dice: “Ella es mi consuelo en mi aflicción”. El avaro esconde su oro, sujeta su bolsa y la hace tintinear. ¡Oh, la música de esas notas de oro! Y exclama: “Ella es mi consuelo en mi aflicción”. Los hombres tienen en su mayoría un consuelo u otro. Algunos tienen consuelos permisibles, aun cuando sólo sean de menor calidad; encuentran consuelo en la simpatía de los hombres, en la amabilidad doméstica, en la reflexión filosófica, en el contentamiento hogareño; pero tales consuelos generalmente fallan, siempre fallan, cuando la tribulación se torna sumamente severa. Ahora bien, de igual manera que el hombre perverso y el hombre mundano pueden decir de una cosa o de otra: “Esto es mi consuelo”, el cristiano se hace presente y llevando consigo la Palabra de Dios rebosante de ricas promesas, dice: “Ella es mi consuelo en mi aflicción”. Ustedes declaran cuál es su consuelo y yo declaro el mío. “Ella es mi consuelo”; evidentemente no se avergüenza de su consuelo; evidentemente está dispuesto a presentar el solaz que prefiere a todos los demás; y mientras otros dicen: yo derivo consolación de esto, y yo de aquello, David abre la Santa Escritura y exclama alegremente: “Ella es mi consuelo”. ¿Puedes decir tú lo mismo? “Este” en oposición a cualquier otra cosa: esta promesa de Dios, este pacto de Su gracia, “Este es mi consuelo”.

 

Ahora lean “este” en otro sentido, el de indicar que sabía en qué consistía. “Este es mi consuelo”. Él puede explicar cuál es su consuelo. Muchos cristianos obtienen consuelo de la Palabra de Dios, de la fe en Cristo y de los ejercicios religiosos, pero difícilmente pueden decir cuál es el consuelo. Una rosa huele fragantemente para un hombre que no sabe cuál es el nombre de la rosa. Un cultivador de rosas me dice: “Esta es la Marshal Niel”. Muchas gracias, querido señor; pero yo no sé quién es Marshal Niel, o quién fue, o por qué la flor ostenta ese nombre militar, pero yo puedo oler la rosa de todas maneras. Así, muchas personas no pueden explicar las doctrinas, pero las disfrutan. Después de todo, la experiencia es mejor que la exposición. Con todo, es algo espléndido cuando ambas cosas van juntas, de tal manera que el creyente puede decirle a su amigo: “Escucha, yo te lo diré: ‘Este es mi consuelo’”.

 

“Yo vi cuán feliz eras, querido amigo, cuando estabas en la tribulación. Vi que estabas enfermo el otro día, y noté tu paciencia. Sabía que habías sido calumniado y vi cuán tranquilo estabas. ¿Podrías decirme por qué estabas tan calmado y obrabas con tanta serenidad?” Es algo muy feliz cuando el cristiano está preparado para responder exhaustivamente a la pregunta. Me agrada verlo dispuesto a proporcionar con mansedumbre y reverencia una razón de la esperanza que hay en él, diciendo: “Este es mi consuelo en mi aflicción”. Si has gozado del consuelo de Dios, yo quiero que lo encapsules de tal manera que puedas transmitirlo a un amigo. Haz que tu propio entendimiento capte la explicación de tal manera que puedas decirles a los demás de qué se trata, para que puedan gustar de la consolación con la que Dios te ha consolado. Debes estar preparado para explicarles a los jóvenes principiantes: “Este es mi consuelo en la aflicción”.

 

Además, “este” es usado en otro sentido, es decir, el de tener el consuelo cerca, a la mano. A mí no me gusta hablar de mi consuelo proveniente de Dios diciendo: aquel es mi consuelo, aquel es mi solaz que disfruté hace algún tiempo. ¡Oh, no, no, no! Necesitas un consuelo que puedas estrechar contra tu pecho, y decir: ¡“Esto es mi consuelo”, esto que tengo aquí en este momento! “Esto” es una palabra que indica una cercanía. “Esto es mi consuelo”. ¿Estás disfrutándolo ahora? Fuiste muy feliz una vez. ¿Eres muy feliz ahora?

 

“¡Cuán apacibles horas disfruté una vez!

¡Cuán dulce es todavía su recuerdo!”

 

Sí, eso está muy bien, Cowper, pero sería mejor que cantaras:

 

“¡Cuán apacibles horas disfruto ahora!

¡Cuán dulce es la hora presente!”

 

“Este es mi consuelo”; todavía lo tengo conmigo; así como mi aflicción está presente en mí, así mi consolación está presente en mí. Ustedes han oído la clásica historia del hombre de Rodas que dijo que en tal y tal lugar había dado un salto de muchas yardas. Alardeaba al respecto hasta que un griego que se encontraba cerca, marcó la distancia y le dijo: “¿Te importaría saltar siquiera la mitad de esa distancia ahora?” Así he oído hablar a la gente de los goces que una vez disfrutaron y de los deleites que una vez gozaron. Me he enterado de un hombre al que le fueron arrancadas las raíces de la depravación, y, en cuanto al pecado, casi ha olvidado lo que es eso. Me gustaría ver a ese hermano cuando está bajo los efectos del reumatismo. No quisiera que lo padeciera por mucho tiempo, pero me gustaría que sintiera una o dos punzadas para que pudiera ver si no permanecen algunas raíces de corrupción. Pienso que si fuera probado de esa manera, o aunque no lo fuera de esa precisa manera, si fuera probado de alguna otra manera, descubriría que había una o dos raicillas todavía en el suelo. Si se aproximara una tormenta, tal vez nuestro valiente marinero de tierra firme descubriría que no es tan fácil arrojar el ancla sobre la borda como ahora piensa que lo es. Tú te ríes de la plática sobre la perfección moderna, y yo también, pero me enferma. Yo no creo en ella; es tan completamente contraria a lo que tengo que aprender cada día sobre mi propia indignidad, que siento un desprecio por ella. Ten tus consuelos siempre a la mano y pídele a Dios que lo que fue una consolación hace años sea todavía una consolación, de tal manera que puedas decir: “Este es mi consuelo en la aflicción”.

 

Además, yo pienso que la palabra “este” se entiende como un argumento utilizado en la oración. Permítanme leer el versículo previo: “Acuérdate de la palabra dada a tu siervo, en la cual me has hecho esperar”. ‘Esta es Tu promesa en la que me has hecho esperar. Señor, cúmplela en mí pues Tu promesa es mi consuelo en mi aflicción y yo la argumento en mi oración’. Supongan, hermanos, que ustedes y yo fuéramos habilitados para recibir consuelo de una promesa; entonces tendríamos en ese hecho una buena razón utilizable para con Dios. Podríamos decir: “Señor, he creído de tal manera en esta promesa Tuya que me he persuadido de que ya tenía en mi posesión la bendición que allí se me prometía. ¿Y ahora seré avergonzado por esta esperanza mía? ¿No honrarás Tu palabra, en vista de que Tú me has inducido a que descanse en ella?” ¿No es esta una buena argumentación? “Recuerda la palabra para Tu siervo, en la cual me has inducido a esperar, pues ese es ya mi consuelo; y si Tu palabra fallara, me habrías dado un falso consuelo y me habrías conducido al error. ¡Oh, Señor mío, puesto que he libado mi consuelo en la expectativa de lo que Tú estás a punto de hacer, estás ciertamente comprometido y obligado para con Tu siervo a que Tú guardarás Tu palabra!” Por esto la palabra “este” es vista como una palabra muy incluyente. Que el Espíritu de Dios nos enseñe a decir de nuestra inapreciable Biblia: “Ella es mi consuelo en mi aflicción”.

 

II.   En segundo lugar, procederemos a notar que este consuelo proviene de UNA FUENTE PECULIAR: “Este es mi consuelo, que tu palabra me ha vivificado”. El consuelo, entonces, es parcialmente externo, proveniente de la Palabra de Dios; pero es interno, de manera primordial y preeminente, pues es la Palabra de Dios experimentada en cuanto a su poder vivificador en el interior del alma.

 

Primero, es la Palabra de Dios que consuela. ¿Por qué buscamos la consolación en cualquier otra parte excepto en la palabra de Dios? Oh, hermanos y hermanas, me avergüenza tener que decirlo, pero acudimos a nuestros vecinos, o a nuestros parientes, y clamamos: “¡Tengan piedad de mí, tengan piedad de mí, oh amigos míos!” y terminamos con el lamento: “Consoladores molestos sois todos vosotros”. Tornamos a las páginas de nuestra vida pasada y allí buscamos el consuelo, pero esto también podría fallarnos. Aunque la experiencia es una legítima fuente de consuelo, con todo, cuando el cielo está oscuro y encapotado, la experiencia es propensa a administrar una renovada turbación. Si acudiéramos de inmediato a la Palabra de Dios, y la escudriñáramos hasta encontrar una promesa adecuada para nuestro caso, encontraríamos alivio mucho antes. Todas las cisternas se secan; sólo la fuente permanece. La próxima vez que estén turbados, tomen su Biblia y díganle a su alma: “Alma, espérate y escucha lo que hablará Jehová Dios; porque hablará paz a su pueblo”. Lees una promesa y sientes: “No, esa promesa difícilmente responde a mi caso. Aquí hay otra, pero está dirigida a una personalidad especial, y me temo que yo no tengo esa personalidad. Aquí, gracias a Dios, hay una que se ajusta perfectamente a mí, así como una llave se ajusta a las guardas de una cerradura”. Cuando encuentres una promesa así, úsala de inmediato. John Bunyan retrata bellamente a un peregrino (Cristiano), que fue recluido en el castillo del Gigante Desesperación, al cual golpeaban con un garrote de manzano silvestre hasta que una mañana Cristiano puso su mano contra su pecho y prorrumpió, como por sorpresa, en estas apasionadas palabras dirigidas a su compañero Esperanzado: “¡Qué necio he sido al estar en esta pestilente mazmorra, cuando podía pasear en libertad! ¡En mi seno guardo una llave que abrirá cualquier cerrojo  del Castillo de la Duda!” “Son buenas noticias, querido hermano”, le dijo Esperanzado, “sácala y usémosla de inmediato”. Esa llave, llamada Promesa, fue insertada en la primera cerradura, y la puerta se abrió con facilidad; y luego fue insertada en la siguiente puerta y en la siguiente, con inmediatos resultados. Aunque la gran puerta de hierro tenía una cerradura oxidada en la que la llave chirrió y crujió, con todo, finalmente se abrió, y los prisioneros quedaron libres de la vil cautividad de su desconfianza. La Promesa ha abierto siempre la puerta, cada una de las puertas, sí, y todas las puertas de la desesperación se abrirán con esa llave llamada Promesa, con sólo que un hombre sepa cómo sostenerla firmemente, y girarla sabiamente, hasta que el pasador se desplace. “Ella es mi consuelo en mi aflicción”, dice el Salmista, es decir, la propia Palabra de Dios. Queridos amigos, acudan presurosos a este consuelo en todo tiempo de aflicción; lleguen a familiarizarse con la Palabra de Dios, para que puedan hacerlo. A mí me ha resultado muy útil llevar en mi bolsillo “Las Preciosas Promesas” de Clarke y recurro a ese librito en la hora de la tribulación. Si vas al mercado y hay la probabilidad de que hagas una transacción que requiera un pago de inmediato, siempre llevas contigo un talonario de cheques; de igual manera lleva contigo las preciosas promesas para que puedas recurrir a la palabra que se adapte a tu caso. Yo he buscado las promesas para los enfermos cuando me he encontrado en esa condición, o he recurrido a las promesas para los pobres, para los abatidos, para los cansados, y casos similares, de acuerdo a mi propia condición, y siempre he encontrado una Escritura apropiada para mi caso. Yo no necesito una promesa para el enfermo cuando me encuentro perfectamente bien; no necesito un bálsamo para un corazón quebrantado cuando mi alma se regocija en el Señor; pero es muy útil saber dónde has de poner tu mano sobre las apropiadas palabras de aliento cuando surja la necesidad. Así, el consuelo externo del cristiano es la Palabra de Dios.

 

Ahora vamos a considerar la parte interna de su consolación. “Ella es mi consuelo en mi aflicción, porque tu dicho me ha vivificado”. Oh, no es la letra, sino el espíritu, lo que es nuestro consuelo real. No miramos a ese Libro que tiene tal encuadernación y tal cantidad de papel y tal cantidad de tinta, sino al Testigo viviente dentro del Libro. El Espíritu Santo se encarna en estas benditas palabras y obra en nuestros corazones, de tal manera que somos vivificados por la Palabra. Es eso lo que constituye el verdadero consuelo del alma.

 

Cuando leen la promesa y es aplicada con poder a ustedes; cuando leen el precepto y obra con fuerza en su conciencia; cuando leen cualquier parte de la Palabra de Dios y le da vida a su espíritu, es entonces que reciben un consuelo de ella. Me he enterado de algunas personas que leen un cierto número de capítulos por día, y que completan la lectura de la Biblia en un año, lo cual es un hábito admirable, sin duda; pero esa lectura puede ser realizada tan mecánicamente que no se deriva ningún bien de ella. Cuando leas la Palabra necesitas orar fervientemente para que te vivifique, pues de otra manera no te consolará. Pensemos en cuál sea nuestro consuelo en el tiempo de aflicción debido al hecho de que el alma es vivificada por la Palabra. El consuelo viene así: la Palabra de Dios nos ha vivificado en días pasados. Ha sido una palabra de vida de entre los muertos. En nuestra aflicción, por tanto, nosotros recordamos cómo Dios nos sacó de la muerte espiritual y nos dio vida, y eso nos anima. Si puedes decir: “Por grande que sea el dolor que padezca, por grande que sea la aflicción que experimente, yo soy un hijo viviente de Dios”, entonces tienes un manantial de consuelo. Es mejor ser el más afligido hijo de Dios que ser el mundano más alegre. Es mejor ser el perrillo de Dios que ser el mimado del diablo. Hijo de Dios, consuélate con esto: ‘si Dios no me ha dado un blando lecho, ni me ha dejado ileso, con todo, Él me ha vivificado por Su Palabra y este es un favor especial’. Así nuestra primera vivificación de la muerte espiritual es un soleado recuerdo.

 

Después de que somos vivificados, necesitamos ser revividos en el deber, ser revividos en el gozo, ser revividos en todo ejercicio santo, y somos felices cuando la Palabra nos da esta repetida vivificación. Querido amigo, si al mirar al pasado tú puedes decir: “Tu dicho me ha vivificado; he experimentado mucho gozo al oír Tu Palabra; he sido llenado de energía por medio de Tu Palabra; por Tu Palabra he sido conducido a correr por el camino de Tus mandamientos”, todo esto será un gran consuelo para ti. Entonces puedes suplicar: “Oh, Señor, aunque pudieras haberme negado mucho del gozo que otras personas tienen, con todo, Tú me has vivificado a menudo. ¡Oh, que así sea de nuevo, pues ese es mi consuelo!” Espero estar dirigiéndome a muchos cristianos experimentados que pueden decir que la Palabra de Dios los ha refrescado frecuentemente cuando se han encontrado en las profundidades de la turbación, y que los ha arrebatado de las puertas de la tumba; y si pueden dar este testimonio, saben cuánto consuelo hay en la vivificación por la Palabra de Dios, y pedirán sentir de nuevo esa influencia vivificadora, para poder tener así buen ánimo.

 

Hermanos y hermanas, es algo muy extraño que cuando Dios quiere hacer algo, hace a menudo otra cosa. Cuando quiere consolarnos, ¿qué hace? ¿Nos consuela? Sí, y no; nos vivifica y así nos consuela. Algunas veces el camino recto es una ruta tortuosa. Dios no nos da el consuelo que pedimos mediante un acto contundente, sino que nos vivifica y de esa manera obtenemos el consuelo. Ahí está una persona muy abatida y deprimida. ¿Qué hace con ella un doctor sabio? No le da una bebida fuerte para que actúe como un estímulo temporal para su ánimo, pues eso desembocaría en una reacción en la que la persona se hundiría más todavía; más bien le da un tónico, y la fortalece, y cuando la persona está más fuerte, se pone más feliz y se quita de encima su nerviosismo. El Señor consuela a Sus siervos vivificándolos: “Este es mi consuelo en la aflicción: que tu palabra me ha vivificado”.

 

Me estoy dirigiendo ahora a algunos de los presentes que han experimentado una larga enfermedad, y es un gozo ver que han podido salir a la calle otra vez esta noche. ¿Acaso la Palabra de Dios no los ha vivificado con frecuencia en la enfermedad? Tal vez hayan sido indolentes mientras gozaban de salud, pero la enfermedad les ha hecho sentir el valor de la promesa, el valor de la bendición del pacto, y entonces han clamado pidiéndole esas cosas a Dios. Pudieran haber estado preocupados antes por los afanes mundanos, pero se vieron obligados a desprenderse de ellos en el tiempo de la enfermedad, y su única preocupación ha sido estar más cerca de Cristo y recostarse apaciblemente en el pecho de su Señor.

 

Algunas veces, estando en la prosperidad, raramente oraban; pero les garantizo que sí oraron cuando estaban a punto de morir y languidecían a las puertas de la muerte. Su aflicción vivificó sus oraciones. Hay un hombre que trata de escribir con una pluma de ave, pero su pluma sólo producirá un grueso trazo; entonces toma un cuchillo y corta firmemente el extremo del cálamo de la pluma hasta que consigue escribir de manera admirable. De igual manera nosotros tenemos que ser cortados con el filoso cuchillo de la aflicción, pues sólo entonces  puede usarnos el Señor. Vean cuán pronunciadamente cortan los viñadores sus vides; eliminan todo retoño a tal punto que la vid se mira tan seca como una vara. No habrá uvas en la primavera si no se realiza esta poda en el otoño y en el invierno. Dios nos vivifica en nuestras aflicciones a través de Su Palabra. Nuestras aflicciones tienen el propósito de ejercer una acción saludable en nuestras almas; por ellas recibimos avivamiento espiritual y salud, y el consuelo fluye así en nuestro interior. No sería sabio orar pidiendo ser librados por completo de la tribulación, aunque queramos serlo. Sería algo placentero contar siempre con un mullido sendero en nuestra ruta al cielo, y no encontrar nunca ni una roca en el camino; pero aunque fuera placentero, podría no ser seguro. Si la ruta fuera una superficie de fino césped que es recortado cada mañana con una cortadora de pasto y mantenido tan fino como si fuera terciopelo, me temo que no llegaríamos nunca al cielo, pues nos dilataríamos demasiado en el camino. Las patas de algunos animales no están adaptadas para lugares lisos; y, hermanos, ustedes y yo pertenecemos a una raza que tiene pies muy resbaladizos. Resbalamos aun cuando los caminos sean planos; es fácil ir cuesta abajo, pero no es fácil hacerlo sin ningún tropiezo. John Bunyan nos dice que cuando Cristiano atravesó el Valle de la Humillación, la lucha que sostuvo allí con Apolión se debió en gran manera a los resbalones que sufrió al bajar por la colina que descendía al valle. Dichoso aquel que está en el Valle de la Humillación, pues “el que está en el suelo no teme caer”; pero su felicidad dependerá en gran manera de cómo se vino abajo. Anda con cuidado, tú que estás en la cima de los montes del deleite y de la prosperidad. ¡Despacio, no sea que por ventura tus pies se deslicen y sufras algún daño!

 

Vivificación es lo que necesitamos, y si la obtenemos, incluso aunque nos llegue a través de la tribulación más aguda, podemos aceptarla alegremente. “Este es mi consuelo en la aflicción, porque tu palabra me ha vivificado”.

 

III.   Por último, y muy brevemente, mencionaré que hay ciertas TRIBULACIONES PECULIARES de los cristianos en las que este peculiar consuelo es especialmente excelente.

 

Les pido amablemente que vean el salmo y noten, en el versículo cuarenta y nueve, que el salmista sufría por una esperanza diferida. “Acuérdate de la esperanza dada a tu siervo, en la cual me has hecho esperar”. Esperar el cumplimiento de una promesa durante largo tiempo puede provocar que el alma desfallezca. La esperanza diferida enferma el corazón. En tales momentos nuestro consuelo ha de ser este: “Tu palabra me ha vivificado”. No he obtenido todavía lo que he pedido en mi oración, pero he sido vivificado mientras he estado orando. No he encontrado la bendición que he estado buscando, pero estoy seguro de que la recibiré, pues la práctica de la oración ya ha sido útil para mí; este es mi consuelo ante la dilación de mi esperanza: que tu Palabra ya me ha vivificado.

 

Noten el siguiente versículo, donde el Salmista se encontraba sufriendo la gran tribulación del escarnio. “Los soberbios se burlaron mucho de mí”. El ridículo es una prueba muy dolorosa. Cuando los altivos son capaces de decir algo en contra nuestra que duele; cuando se ríen, sí, y se ríen grandemente, y nos tratan como al lodo de las calles, eso es causa de una severa aflicción, y frente a ella, necesitamos de un sólido consuelo. Si en ese momento sentimos que aunque la palabra de un hombre duela, la Palabra de Dios vivifica, entonces somos consolados. Si somos conducidos con mayor ahínco a Dios al ser escarnecidos por los hombres, podemos aceptar muy alegremente su desprecio y decir: “Señor, yo te bendigo por esta persecución que me hace partícipe de los sufrimientos de Cristo”. Yo digo que ser vivificados por la Palabra cuando los impíos nos desprecian se convierte en un consuelo para nosotros.

 

En el versículo cincuenta y tres verán que David experimentaba el problema de vivir en medio de grandes blasfemos y de hacedores de una maldad ostensible. David dice: “Horror se apoderó de mí a causa de los inicuos que dejan tu ley”. Los vicios de ellos lo horrorizaban; deseaba poder alejarse de su compañía, y no ver ni oír nunca las cosas que lo acongojaban tanto. Pero si la propia visión y el sonido del pecado nos conducen a orar y nos obligan a clamar a Dios, el resultado es bueno, sin importar cuán doloroso pudiera ser el proceso. Si los hombres no maldijeran nunca en las calles, no seríamos conducidos a clamar a Dios con tanta frecuencia para que perdone sus palabras obscenas. Si ustedes y yo pudiéramos estar siempre encerrados en una torre de cristal y no ver nunca el pecado ni oír nada con respecto a él, podría ser algo malo para nosotros; pero si, cuando nos vemos forzados a ver la perversidad de los hombres y a oír sus maldiciones y denuestos, podemos sentir también que la Palabra de Dios nos está vivificando aun por nuestro horror al pecado, eso es bueno para nosotros. Tenemos un gran consuelo en esta especie peculiar de aflicción, aunque es sumamente doloroso para las personas de tierno corazón y de puras y delicadas mentes que moran cerca de Dios.

 

Basta que lean el versículo cincuenta y cuatro y verán indicada allí otra de las tribulaciones de David. “Cánticos fueron para mí tus estatutos en la casa en donde fui extranjero”. David vivió muchos cambios; él experimentó todas las tribulaciones de la vida de un peregrino, las incomodidades de viajar por lugares donde no había una ciudad en la que pudiera quedarse. Pero “este” –afirma- “ha sido mi consuelo en la aflicción”. Tu Palabra me ha hablado de una ciudad que tiene fundamentos. Tu Palabra me ha asegurado que si bien soy un extranjero en la tierra, también soy un ciudadano del cielo. “Tu palabra me ha vivificado”; me he sentido tan fortalecido por Tu Palabra que me ha alegrado darme cuenta de que este no es mi reposo. Me alegra entender que debo partir a una tierra mejor, y entonces mi corazón se ha sentido feliz. “Cánticos fueron para mí tus estatutos en la casa en donde fui extranjero”.

 

Por último, en el versículo cincuenta y cinco, pueden ver que David estaba a oscuras. Dice: “Me acordé en la noche de tu nombre, oh Jehová, y guardé tu ley”. Aun en la noche podía extraer consuelo de la influencia vivificadora que llega a menudo al alma por las Escrituras incluso cuando estamos rodeados de oscuridad y de aflicción. No voy a regresar a ese terreno de nuevo, pero es cierto que cuando nuestra alma está envuelta en congoja a menudo se vuelve más activa y más agraciada que cuando está recibiendo el sol de la prosperidad. Entonces, en todo momento, queridos amigos, su consuelo y el mío es la Palabra de Dios que es depositada en nuestros corazones por Dios el Espíritu Santo y que nos vivifica para el crecimiento de nuestra vida espiritual. No traten de huir de sus tribulaciones; no se inquieten por sus afanes; no esperen que este mundo produzca rosas sin espinas; no esperen impedir que broten los cardos y las espinas; oren pidiendo la vivificación; pidan que les venga esa vivificación, no por medio de nuevas revelaciones ni por una fanática excitación, sino por la propia Palabra de Dios apaciblemente aplicada por Su propio Espíritu. Así vencerán todas sus pruebas, y triunfarán en sus dificultades, y entrarán en el cielo entonando aleluyas para la diestra y el santo brazo del Señor que dan la victoria.

 

Porción de la Escritura leída antes del Sermón: Salmo 119: 49-64.

 

 

 

Traductor: Allan Román

20/Septiembre/2012

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