El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Gran Cumpleaños

Y

Nuestra Mayoría de Edad

NO. 1815

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 21 DE DICIEMBRE, 1884

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo. Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” Gálatas 4: 3-6.

 

El nacimiento de nuestro Señor Jesucristo en este mundo es un manantial de una dicha pura y sin mezcla. Asociamos con Su crucifixión una buena dosis de dolorosa lamentación, pero Su nacimiento en Belén nos provoca únicamente deleite. El cántico angélico era un apropiado acompañamiento para ese dichoso acontecimiento, y la llenura de la tierra de paz y de buena voluntad es una consecuencia apropiada de ese condescendiente hecho. Las estrellas de Belén no proyectan una aciaga luz. Podemos cantar con un gozo indiviso: “Un niño nos es nacido, hijo nos es dado”. Cuando el eterno Dios se inclinó desde el cielo y asumió la naturaleza de Su propia criatura que se había rebelado en contra Suya, ese hecho no podía significar ningún daño para el hombre. Que Dios asuma nuestra naturaleza no significa que Dios esté contra nosotros, sino que Dios está con nosotros. Podemos tomar al niño en nuestros brazos y sentir que hemos visto la salvación del Señor. No puede significar destrucción para los hombres. No me sorprende que los hombres del mundo celebren el supuesto aniversario del gran cumpleaños como una gran fiesta con villancicos y banquetes. Desconociendo por completo el significado espiritual del misterio, perciben, con todo, que significa el bien del hombre, y así responden al hecho a su tosca manera. Quienes no observamos ningún día que no hubiere sido establecido por el Señor, nos regocijamos continuamente en nuestro Príncipe de Paz y encontramos en la humanidad de nuestro Señor una fuente de consolación.

 

Para quienes constituyen verdaderamente el pueblo de Dios, la encarnación es el motivo de una alegría reflexiva que siempre crece conforme aumenta nuestro conocimiento de su significado, así como los ríos se vuelven más caudalosos gracias a muchos débiles afluentes. El Nacimiento de Jesús no sólo nos trae esperanza, sino la certeza de buenas cosas. No sólo consideramos que Cristo entra en una relación con nuestra naturaleza, sino que establece una unión con nosotros, pues Él se ha convertido en una sola carne con nosotros por propósitos tan grandes como Su amor. Él es uno con todos los que hemos creído en Su nombre.

 

Consideremos a la luz de nuestro texto el efecto especial producido en la iglesia de Dios por la venida del Señor Jesucristo encarnado. Ustedes saben, amados, que Su segunda venida producirá un cambio maravilloso en la iglesia. “Entonces los justos resplandecerán como el sol”. Anhelamos Su segundo advenimiento para que la iglesia sea izada a una plataforma más alta que la que ocupa ahora. Entonces los militantes se volverán triunfantes, y los que laboran arduamente se volverán exultantes. Ahora es el tiempo de la batalla, pero el segundo advenimiento es la victoria y el reposo. Hoy nuestro Rey nos envía al conflicto, pero pronto Él reinará gloriosamente en el monte Sion con Sus ancianos. Cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es. Entonces la esposa se adornará con sus joyas y estará preparada para su Esposo. Toda la creación que espera gime a una, y a una está en armonía con los dolores de parto de la iglesia, pero entonces llegará a su tiempo de alumbramiento y entrará en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Esta es la promesa del segundo advenimiento.

 

Pero, ¿cuál fue el resultado del primer advenimiento? ¿Tuvo algún impacto en la dispensación de la iglesia de Dios? Lo tuvo, más allá de toda duda. Pablo nos dice aquí que éramos niños, en esclavitud bajo los rudimentos del mundo, hasta que vino el cumplimiento del tiempo cuando “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley”. Algunos dirán: “está hablando aquí de los judíos”; pero él nos previene expresamente en el capítulo anterior que no hemos de dividir a la iglesia entre judíos y gentiles. Para él la iglesia es una, y cuando dice que estábamos en esclavitud, se está dirigiendo a los gálatas cristianos, muchos de los cuales eran gentiles, pero no los considera ni como judíos ni como gentiles, sino como parte de una iglesia de Dios única e indivisible. En aquellas edades en las que la elección abrazaba principalmente a las tribus de Israel, había siempre algunos elegidos ubicados más allá de esa línea visible, y en la mente de Dios el pueblo elegido no fue considerado nunca como judío o gentil, sino como uno en Cristo Jesús. Entonces Pablo nos hace saber que la iglesia hasta el momento de la venida de Cristo era como un niño de escuela bajo tutores y ayos, o como un joven que no había alcanzado la edad de la discreción y, por tanto, que era mantenido muy apropiadamente bajo ciertas restricciones. Cuando Jesús vino, el gran día de Su nacimiento fue el día del cumplimiento de la mayoría de edad para la iglesia: entonces los creyentes ya no fueron niños, sino que se convirtieron en hombres en Cristo Jesús. Por medio de Su primer advenimiento, nuestro Señor hizo pasar a la iglesia de su minoría de edad y de estar bajo tutela, a una condición de madurez en la que fue capaz de tomar posesión de la herencia y de reclamar sus derechos y libertades, y gozarlos. Fue maravilloso pasar de estar bajo la ley como su ayo, a salir de su vara y su gobierno y llegar a la libertad y al poder de un heredero adulto; pero así fue el cambio para los creyentes de tiempos antiguos y, en consecuencia, hubo una maravillosa diferencia entre los mayores del Antiguo Testamento y los más pequeños del Nuevo. Entre los que nacen de mujer no se levantó otro mayor que Juan el Bautista, y sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos mayor es que él. Juan el Bautista puede ser comparado con un joven de diecinueve años, todavía un infante en la ley, todavía bajo su ayo, todavía incapaz de tocar su herencia; pero el más pequeño creyente en Jesús ha superado su minoría de edad, y “ya no es esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo”.

 

Que el Espíritu Santo bendiga el texto para nosotros mientras lo usamos de esta manera. Primero, hemos de considerar la gozosa misión del Hijo de Dios en sí misma, y luego hemos de considerar el feliz resultado que ha provenido de esa misión, según está expresado en nuestro texto.

 

I.   Los invito a CONSIDERAR LA GOZOSA MISIÓN DEL HIJO DIOS. El Señor del cielo ha venido a la tierra; Dios ha asumido la naturaleza humana. ¡Aleluya!

 

Esta grandiosa transacción fue cumplida a su debido tiempo: “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer”. El tanque del tiempo tenía que ser llenado por la sucesión de una edad tras otra, y cuando estuvo lleno hasta el borde, apareció el Hijo de Dios. Por qué el mundo debió permanecer en tinieblas durante cuatro mil años, por qué debió transcurrir ese lapso para que la iglesia alcanzara su edad plena, no podríamos saberlo; lo que sí se nos dice es que Jesús fue enviado cuando vino el cumplimiento del tiempo. Nuestro Señor no vino antes de Su tiempo ni después de Su tiempo: Él fue puntual a Su hora, y clamó al momento: “He aquí que vengo”. Nosotros no podemos hurgar curiosamente en las razones por las que Cristo vino cuando lo hizo, pero podemos meditar con reverencia en ellas. El nacimiento de Cristo es la más grande luz de la historia, el sol en los cielos de todos los tiempos. Es la estrella polar del destino humano, el punto esencial de la cronología, el lugar de reunión de las aguas del pasado y del futuro. ¿Por qué tuvo lugar justo en aquel momento? Ciertamente así fue anunciado con antelación. Había muchas profecías que apuntaban exactamente a esa hora. No los detendré con ellas precisamente ahora; pero quienes estén familiarizados con las Escrituras del Antiguo Testamento sabrán bien que, como con igual número de dedos, apuntaban al tiempo cuando Siloh vendría y sería ofrecido el grandioso sacrificio. Vino en la hora señalada por Dios. El infinito Señor establece la fecha de cada evento. Todos los tiempos están en Su mano. No hay hilos sueltos en la providencia de Dios, no hay puntos de sutura que se suelten, no hay eventos que sean dejados al azar. El gran reloj del universo marca un tiempo preciso y toda la maquinaria de la providencia se mueve con una puntualidad certera. Era de esperarse que el más grande de todos los eventos fuera cronometrado muy precisa y sabiamente, y así fue. Dios quiso que fuera donde fue y cuando fue, y esa voluntad es para nosotros la razón última.

 

Si pudiéramos sugerir algunas razones que fueran apreciadas por nosotros mismos, deberíamos ver la fecha en referencia a la iglesia misma en cuanto al tiempo del cumplimiento de su mayoría de edad. Hay una medida de razón en establecer la edad de veintiún años como el período de la mayoría de edad de un hombre, pues entonces está maduro y plenamente desarrollado. No sería sabio establecer que una persona fuera mayor de edad a la edad de diez, u once o doce años; cualquiera vería que esos años pueriles serían inapropiados. Por otro lado, si no alcanzáramos la mayoría de edad hasta no cumplir los treinta años, cualquiera vería que sería una posposición innecesaria y arbitraria. Ahora, si fuésemos lo bastante sabios, veríamos que la iglesia de Dios no habría podido tolerar la luz del Evangelio antes del día de la venida de Cristo. Tampoco habría sido bueno mantenerla en las sombras más allá de ese tiempo. Había una adecuación en cuanto a la fecha que no podemos entender plenamente porque no tenemos los medios de formarnos un cálculo tan definitivo de la vida de una iglesia como de la vida de un hombre. Sólo Dios conoce los tiempos y las sazones para una iglesia y, sin duda, para Él, los cuatro mil años de la antigua dispensación constituyeron un período apropiado para que la iglesia permaneciera en la escuela y llevara el yugo en su juventud.

 

El tiempo del cumplimiento de la mayoría de edad de un hombre ha sido establecido por la ley con referencia a quienes lo rodean. Para los sirvientes, no sería conveniente que el niño de cinco o seis años fuera su patrón; en el mundo del comercio no sería conveniente que un muchacho ordinario de diez o doce años fuera un comerciante por cuenta propia. Hay una adecuación con referencia a parientes, vecinos y dependientes. Así había una adecuación en el tiempo en que la iglesia cumpliera su mayoría de edad con relación al resto de la humanidad. El mundo tiene que conocer su oscuridad para poder valorar la luz cuando brilla. El mundo tiene que cansarse de su esclavitud para que pueda darle la bienvenida al grandioso Emancipador. El plan de Dios era que la sabiduría del mundo demostrara ser necedad. Él tenía la intención de permitir que el intelecto y la habilidad se agotaran y entonces enviaría a Su Hijo. Él permitiría que el hombre comprobara que su fuerza era una debilidad perfecta, y entonces Él se convertiría en su justicia y su fuerza. Entonces, cuando un monarca gobernaba todas las tierras y cuando el templo de la guerra fue cerrado después de años de derramamiento de sangre, el Señor a quien buscaban los fieles apareció de pronto. Nuestro Señor y Salvador vino cuando el tiempo era cumplido y era como una cosecha lista para ser segada, y así vendrá de nuevo cuando una vez más la edad esté madura y lista para Su presencia.

 

Observen, en cuanto al primer advenimiento, que el Señor se movía en él hacia el hombre. “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo”. Nosotros no nos movimos hacia el Señor, sino que el Señor se movió hacia nosotros. Yo no encuentro que el mundo, en arrepentimiento, buscara a su Hacedor. No, antes bien, el propio Dios ofendido, en infinita compasión, rompió el silencio y vino para bendecir a Sus enemigos. Vean cuán espontánea es la gracia de Dios. Todas las cosas buenas comienzan con Él.

 

Es muy deleitable que Dios demuestre un interés en cada etapa del crecimiento de Su pueblo, desde su infancia espiritual hasta la edad adulta espiritual. Así como Abraham hizo un gran banquete cuando fue destetado Isaac, así el Señor hace un banquete cuando Su pueblo cumple la mayoría de edad. Mientras eran como menores de edad bajo la ley de las observancias ceremoniales, Él los condujo y los instruyó. Él sabía que el yugo de la ley era para su bien, y los consolaba mientras lo soportaban; pero se alegró cuando llegó la hora para su gozo más pleno. Oh, cuán verazmente dijo el salmista: “¡Cuán preciosos me son, oh Dios, tus pensamientos! ¡Cuán grande es la suma de ellos!” Declaren con gozo y alegría que las bendiciones de la nueva dispensación bajo la cual estamos son los dones espontáneos de Dios, cuidadosamente otorgados con gran amor que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia. Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios mismo intervino para conceder a Su pueblo sus privilegios, pues no es voluntad Suya que nadie de Su pueblo se pierda de un solo punto de las bendiciones. No es Su deseo que seamos bebés; Él quiere que seamos hombres. Si padecemos hambre no es por Su deseo, pues Él quiere llenarnos con el pan del cielo.

 

Observen la intervención divina: “Dios envió a su Hijo”. Espero que no les parezca aburrido que me detenga para considerar la palabra: “envió”, “Dios envió a su Hijo”. Esa expresión me produce un gran placer, pues sella toda la obra de Jesús. Todo lo que Cristo hizo, lo hizo por comisión y autoridad de Su Padre. El grandioso Señor, cuando nació en Belén y asumió nuestra naturaleza, lo hizo bajo la autorización divina; y cuando llegó y distribuyó dones a manos llenas entre los hijos de los hombres, era mensajero y embajador de Dios. Era el Plenipotenciario de la Corte del Cielo. Detrás de cada palabra de Cristo está la garantía del Eterno. Detrás de cada promesa de Cristo hay un juramento de Dios. El Hijo no hace nada por Sí mismo, sino que el Padre obra con Él y en Él.

 

Oh alma, cuando tú te apoyas en Cristo no estás confiando en un Salvador amateur ni en un Redentor que no ha sido comisionado, sino en Uno que es enviado por el Altísimo y que, por tanto, está autorizado en cada cosa que realiza. El Padre dice: “Este es mi Hijo amado; a él oíd”, pues al oírlo a Él están oyendo al Altísimo. Hemos de encontrar dicha, entonces, en la venida de nuestro Señor a Belén, porque Él fue enviado.

 

Ahora dirijan su mirada a la siguiente palabra: “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo”. Observen a la Divina persona que fue enviada. Dios no envió a un ángel, ni a una criatura exaltada, sino a “su Hijo”. Cómo puede haber un Hijo de Dios, no lo sabemos. La eterna filiación del Hijo ha de permanecer siendo por siempre uno de esos misterios en los cuales no podemos fisgar. Sería algo parecido al pecado de los hombres de Bet-semes si fuéramos a abrir el arca de Dios para contemplar las cosas profundas de Dios. Es sumamente cierto que Cristo es Dios, pues aquí Él es llamado “su Hijo”. Él existía antes de haber nacido en este mundo, pues Dios “envió” a Su Hijo. Él ya existía pues de otra manera no podía haber sido “enviado”. Y a la vez que Él es uno con el Padre, con todo, tiene que ser distinto del Padre y tiene que tener una personalidad separada de la del Padre, pues de otra manera no podría decirse que Dios envió a Su Hijo. Dios el Padre no nació de una mujer ni fue engendrado bajo la ley, sino únicamente Dios el Hijo; por tanto, aunque sabemos y se nos asegura que Cristo es uno con el Padre, con todo, ha de observarse de manera muy clara Su personalidad distinta.

 

Es de admirar que Dios haya engendrado un solo Hijo y que lo haya enviado para levantarnos. El mensajero para los hombres no puede ser otro que el propio Hijo de Dios. ¡Qué dignidad hay aquí! Es el Señor de los ángeles quien es nacido de María; es Él, sin quien nada de lo que ha sido hecho fue hecho, quien se digna ser mecido en el pecho de una mujer y ser envuelto en pañales. ¡Oh, la dignidad de esto y, consecuentemente, oh, su eficiencia! Quien ha venido a salvarnos no es ninguna débil criatura como nosotros; quien ha asumido nuestra naturaleza no es un ser de limitada fuerza, tal como podrían haberlo sido un ángel o un serafín; pero Él es el Hijo del Altísimo. ¡Gloria sea dada a Su bendito nombre! Reflexionemos con deleite sobre esto.

 

“Si se hubiere enviado a algún profeta

Con las alegres nuevas de la salvación,

Quien oyera ese bendito evento

¿Podría rehusar su amor más tierno?

 

Pero fue Aquel para quien en el cielo

No cesan nunca los aleluyas;

Él, el poderoso Dios, nos fue dado,

Nos fue dado un Príncipe de Paz.

 

Nadie sino Aquel que nos creó

Podía redimir del pecado y del infierno;

Nadie sino Él podía reinstalarnos

En el rango del cual caímos”.

 

Prosigamos, adhiriéndonos todavía a las propias palabras del texto, pues son muy dulces. Dios envió a Su Hijo en una humanidad real, “hecho de mujer” (“made of a woman”). La Versión Revisada lo expresa apropiadamente así: “nacido de mujer”. Tal vez se pudieran aproximar más a la esencia del original si dijeran: “hecho para ser nacido de mujer”, pues ambas ideas están presentes, el factum (hecho) y el natum (nacido), el ‘siendo hecho’ y el ‘siendo nacido’. Cristo era real y verdaderamente de la sustancia de Su madre, tan ciertamente como lo es cualquier otro infante que nace en el mundo. Dios no creó la naturaleza humana de Cristo aparte para luego transmitirla a la existencia mortal por algunos medios especiales; antes bien, Su Hijo fue hecho y fue nacido de mujer. Él es, por tanto, de nuestra raza, un hombre como nosotros y no un hombre de otra especie. No deben cometer ningún error al respecto. Él no sólo tiene una humanidad, mas tiene la humanidad nuestra, pues quien es nacido de mujer es un hermano para nosotros, independientemente de cuándo naciera. Sin embargo, hay una omisión que sin duda no fue intencional, al no mostrar cuán santa era esa naturaleza humana, pues Él es nacido de una mujer, no de un hombre. El Espíritu Santo cubrió con Su sombra a la Virgen, y “el Santo Ser” nació de ella sin el pecado original que pertenece a nuestra raza por descendencia natural. Aquí hay una humanidad pura aunque es una verdadera humanidad; una verdadera humanidad aunque es libre de pecado. Nacido de mujer, Él era corto de días, y hastiado de sinsabores; nacido de mujer, estaba rodeado de nuestras debilidades físicas; pero como no era nacido de hombre, Él estaba por completo desprovisto de toda tendencia al mal o al deleite en el mal. Yo les ruego que se regocijen en este íntimo acercamiento de Cristo con nosotros. Hagan sonar las campanas, si no en los campanarios y en las torres, sí dentro de sus corazones, pues nunca saludaron a sus oídos noticias más alegres que éstas: que quien es el Hijo de Dios fue también “nacido de mujer”.

 

Se agrega adicionalmente que Dios envió a Su Hijo “hecho bajo la ley”, o nacido bajo la ley, pues la palabra es la misma en ambos casos; y por los mismos medios por los que llegó a nacer de una mujer, Él vino bajo la ley. ¡Y ahora admiren y maravíllense! El Hijo de Dios vino bajo la ley. Él era el Legislador y el Promulgador, y era a la vez el Juez y el Ejecutor de la ley, y, con todo, Él mismo vino bajo la ley. Él estuvo bajo la ley desde que nació de una mujer; eso lo hizo voluntariamente y, sin embargo, necesariamente. Él quiso ser hombre, y siendo un hombre aceptó la posición y estuvo en el lugar del hombre como sujeto a la ley de la raza. Cuando lo tomaron y lo circuncidaron de acuerdo a la ley, se declaró públicamente que Él estaba bajo la ley. Ustedes pueden comprobar cuán reverentemente observó los mandamientos de Dios durante el resto de Su vida. Él tenía incluso una consideración escrupulosa hacia la ley ceremonial según fue dada por Moisés. Despreciaba las tradiciones y las supersticiones de los hombres, pero tenía un elevado respeto por la ley de la dispensación.

 

Él vino bajo la ley moral para rendirle un servicio a Dios a nombre nuestro. Guardó los mandamientos de Su Padre. Obedeció plenamente la primera y la segunda tablas de la ley, pues amaba a Dios con todo Su corazón y a Su prójimo como a Sí mismo. “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” –dice Él- “y tu ley está en medio de mi corazón”. Podía decir verdaderamente del Padre “yo hago siempre lo que le agrada”. Con todo, fue algo maravilloso que el Rey de reyes estuviera bajo la ley y, especialmente, que viniera bajo el castigo de la ley así como a su servicio. “Estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Como era nuestra Fianza y Sustituto, estuvo bajo la maldición de la ley. Fue hecho por nosotros maldición. Habiendo tomado nuestro lugar y habiendo asumido nuestra naturaleza -aunque Él mismo era sin pecado- se sometió a las rigurosas demandas de la justicia, y a su tiempo inclinó Su cabeza a la sentencia de muerte. “Él puso su vida por nosotros”. Murió, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. En este misterio de Su encarnación, en esta maravillosa sustitución de Sí mismo por los pecadores radica la base de ese portentoso progreso que hicieron los creyentes cuando Jesús vino en la carne. Su advenimiento en forma humana comenzó la era de la madurez espiritual y de la libertad.

 

II.   Por tanto, yo les pido ahora, en segundo lugar, QUE CONTEMPLEN EL GOZOSO RESULTADO PRODUCIDO POR LA ENCARNACIÓN DE NUESTRO SEÑOR.

 

Debo regresar a lo que dije antes: la venida de Cristo ha puesto un fin a la minoría de edad de los creyentes. Los miembros del pueblo de Dios, entre los judíos, eran hijos de Dios antes que Cristo viniera, pero eran meros bebés o hijitos. Eran instruidos en los rudimentos del conocimiento divino por medio de tipos, emblemas, sombras y símbolos; pero cuando Jesús vino, esa enseñanza infantil llegó a su término. Las sombras desaparecen una vez que la sustancia es revelada; los símbolos no son necesarios cuando la persona simbolizada está ella misma presente. ¡Qué gran diferencia entre la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo cuando nos muestra claramente las cosas del Padre, y la enseñanza de los sacerdotes cuando enseñaban por medio de la lana escarlata y el hisopo y la sangre! ¡Cuán diferente es la enseñanza del Espíritu Santo impartida por los apóstoles de nuestro Señor, y la instrucción mediante la utilización de comidas y bebidas y festivales! La antigua economía está oscurecida por el humo, ocultada tras unas cortinas, protegida de un acercamiento demasiado familiar; pero ahora llegamos valerosamente al trono y con el rostro descubierto contemplamos como en un espejo la gloria de Dios. El Cristo ha venido, y ahora se abandona la escuela del kindergarten y se cambia por la universidad del Espíritu, por quien somos enseñados por el Señor para conocer como somos conocidos. El severo gobierno de la ley ha concluido. Entre los griegos se pensaba que los muchachos y los jóvenes necesitaban una cruel disciplina. Mientras asistían a la escuela eran tratados muy ásperamente por sus pedagogos y tutores. Se suponía que un muchacho sólo podía absorber la instrucción a través de su piel, y que el árbol del conocimiento era originalmente un abedul y, por tanto, no se escatimaba la vara y no había ninguna mitigación de abnegaciones y penalidades. Esto representa adecuadamente la obra de la ley en aquellos creyentes primitivos. Pedro habla de ella como de un yugo que ni ellos ni sus padres eran capaces de llevar (Hechos 15: 10). La ley fue promulgada en medio de truenos y flamas de fuego, y era más apropiada para inspirar un sano temor que una confianza amorosa. Esas verdades más dulces que son nuestra diaria consolación eran casi desconocidas o poco se hablaba de ellas. Los profetas ciertamente hablaron de Cristo pero se dedicaban más frecuentemente a proferir lamentaciones y denuncias contra hijos corruptores. Me parece que un día con Cristo equivaldría a medio siglo con Moisés. Cuando Jesús vino, los creyentes comenzaron a enterarse acerca del Padre y de Su amor, de Su gracia abundante y del reino que había preparado para ellos. Entonces fueron reveladas las doctrinas del amor eterno y de la gracia redentora y de la fidelidad del pacto, y oyeron acerca de la ternura del Hermano Mayor, de la gracia del grandioso Padre y de la habitación del siempre bendito Espíritu en las personas. Era como si hubieran pasado de la servidumbre a la libertad, de la infancia a la edad adulta. Bienaventurados aquellos que en su día compartieron el privilegio de la antigua economía, pues era una luz maravillosa comparada con las tinieblas paganas; sin embargo, a pesar de todo ello, comparada con la luz del mediodía que Cristo trajo, era la simple luz de una vela. La ley ceremonial sujetaba al hombre a una severa servidumbre: no debes comer esto, y no debes ir allá, y no debes vestir esto y no debes recoger aquello. Estabas bajo restricción por doquier y caminabas entre setos de espinas. Al israelita se le recordaba el pecado a cada instante y se le advertía de su perpetua tendencia a caer en una transgresión u otra. Era muy bueno que así fuera, pues es bueno que un hombre, mientras sea joven todavía, tome el yugo y aprenda la obediencia; sin embargo, debe de haber sido fastidioso. Cuando Jesús vino, cuán feliz diferencia estableció. Parecía como un sueño de goce, demasiado lindo para ser verdad. Pedro no podía creerlo al principio y requirió de una visión que le asegurara que era así. Cuando vio ese gran lienzo que descendía, lleno de todo tipo de criaturas vivientes y de cuadrúpedos terrestres, y cuando se le ordenó que matara y comiera, dijo: “Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido jamás”. Estaba en verdad sorprendido cuando el Señor le dijo: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común”. Ese primer orden de cosas “consiste sólo de comidas y bebidas, de diversas abluciones, y ordenanzas acerca de la carne, impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas”; pero Pablo dice: “Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo”. La prohibición respecto a meros puntos ceremoniales y mandamientos sobre asuntos carnales está abolida ahora y grande es nuestra libertad; seríamos necios en verdad si permitiéramos quedarnos enredados de nuevo con el yugo de la servidumbre. Nuestra minoría de edad terminó cuando el Señor, que habló por los profetas, en los postreros días envió a Su Hijo para guiarnos a la forma más sublime de adultez espiritual.

 

Se nos dice a continuación que Cristo vino para redimir a los que estaban bajo la ley; es decir, el nacimiento de Jesús, Su venida bajo la ley y Su cumplimiento de la ley, han liberado de la ley, como yugo de esclavitud, a los creyentes. Ninguno de nosotros desea ser libre de la ley como una regla de vida; nos deleitamos en los mandamientos de Dios, que son santos, justos y buenos. Deseamos poder guardar cada precepto de la ley sin una sola omisión ni transgresión. Nuestro sincero deseo es el de alcanzar una perfecta santidad, pero no miramos en esa dirección para nuestra justificación ante Dios. Si se nos preguntara hoy: ¿esperan ser salvados por medio de ceremonias? Respondemos: “Dios no lo quiera”. Algunos parecieran fantasear que el bautismo y la Cena del Señor han reemplazado a la circuncisión y a la Pascua, y que si bien los judíos eran salvados por una forma de ceremonial, nosotros hemos de ser salvos por medio de otra. Nunca demos cabida a esa idea; no, ni siquiera por una hora. El pueblo de Dios es salvo, no por ritos externos, ni formas ni supercherías sacerdotales, sino debido a que “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley”, y Él guardó la ley de tal manera que, por fe, Su justicia cubre a todos los creyentes y no somos condenados por la ley. En cuanto a la ley moral, que es la norma de equidad para todo tiempo, no es un camino de salvación para nosotros. Una vez estuvimos bajo esa ley y nos esforzábamos por guardarla con el objeto de ganar el favor divino, pero ahora no tenemos un tal motivo. La palabra era: “Haz esto, y vivirás”, y por tanto, nosotros nos esforzábamos como esclavos para escapar del látigo y ganar nuestro salario; pero ya no es más así. Luego nos esforzamos por cumplir la voluntad del Señor para que Él nos amara y para que fuésemos recompensados por lo que hicimos; pero ahora no tenemos el designio de comprar ese favor, pues lo disfrutamos segura y libremente sobre una base muy diferente. Dios nos ama por pura gracia y nos ha perdonado nuestras iniquidades gratuitamente, y esto por una bondad gratuita. Ya somos salvos, y eso no por obras de justicia que hayamos hecho, o por actos santos que esperamos realizar, sino enteramente por la gracia inmerecida. Y si es por gracia, ya no es por obras, y es nuestro gozo y gloria que todo sea por gracia de principio a fin. La justicia que nos cubre fue obrada por Aquel que nació de mujer, y el mérito por el cual entramos en el cielo es el mérito, no de nuestras propias manos o de nuestros propios corazones, sino de Aquel que nos amó y se entregó por nosotros. Entonces somos redimidos de la ley porque nuestro Señor fue nacido bajo la ley; y nos volvemos hijos y ya no más siervos porque el grandioso Hijo de Dios se hizo siervo en lugar nuestro.

 

“¡Qué!”, –dirá alguien- “¿Entonces tú no buscas hacer buenas obras?” Ciertamente buscamos hacerlas. Antes hablábamos de ellas, pero ahora las realizamos realmente. El pecado no tendrá dominio sobre nosotros, pues no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia. Por la gracia de Dios deseamos abundar en obras de santidad, y entre más podamos servir a nuestro Dios, más felices somos. Pero esto no es para salvarnos, pues ya somos salvos. ¡Oh hijos de Agar, ustedes no pueden entender la libertad del verdadero heredero, es decir, del hijo nacido según la promesa! Ustedes que están bajo esclavitud y sienten la fuerza de los motivos legales no pueden entender cómo hemos de servir a nuestro Padre que está en el cielo con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma, no por lo que obtengamos a cambio, sino porque Él nos ha amado, y nos ha salvado prescindiendo de nuestras obras. Sin embargo, así es. Nos gustaría abundar en santidad para Su honra, alabanza y gloria, porque el amor de Cristo nos constriñe. ¡Qué privilegio es cesar del espíritu de esclavitud por haber sido redimidos de la ley! Alabemos a nuestro Redentor con todo nuestro corazón.

 

Somos redimidos de la ley en cuanto a su operación sobre nuestra mente. Ahora ya no engendra ningún miedo en nosotros. He oído que algunos hijos de Dios dicen a veces: “Bien, pero, ¿no piensas que si caemos en pecado dejaremos de ser objeto del amor de Dios, y entonces pereceremos?” Esto equivaldría a arrojar un estigma contra el inmutable amor de Dios. Veo que cometes un error si piensas que un hijo es un siervo. Ahora, si tuvieras un siervo y él se comportara mal, le dirías: “Te doy aviso de que estás despedido. Aquí tienes tu salario. Tienes que buscarte otro señor”. ¿Podrías hacerle eso a tu hijo? ¿Podrías hacerle eso a tu hija? “Nunca pensaría en algo así”, respondes. Tu hijo es tuyo de por vida. Tu muchacho se comportó muy mal contigo, entonces, ¿por qué no le diste su salario y lo despediste? Tú respondes que él no te sirve por salario, y que él es tu hijo y no puede ser otra cosa. Justamente así es. Entonces has de reconocer siempre la diferencia entre un siervo y un hijo, y la diferencia entre el pacto de obras y el pacto de gracia.

 

Yo sé cómo un corazón ruin puede hacer mucho daño con esto, pero no puedo evitarlo. La verdad es la verdad. ¿Acaso habría de rebelarse un hijo porque siempre será un hijo? Lejos de ello, es precisamente eso lo que lo induce a sentir amor a cambio. El verdadero hijo de Dios es guardado del pecado por otras fuerzas superiores al miedo servil de ser echado fuera de las puertas de su Padre. Si estás bajo el pacto de obras, pon mucho cuidado, pues si no cumples con toda la justicia, perecerás; si estás bajo ese pacto, a menos que sea perfecto, estarás perdido; un pecado te destruirá, un pensamiento pecaminoso te llevará a la ruina. Si no has sido perfecto en tu obediencia, tienes que tomar tu salario y largarte. Si Dios trata contigo según tus obras, no habrá nada para ti excepto “Echa a esta sierva y a su hijo”. Pero si eres un hijo de Dios, eso es un asunto diferente; todavía serás Su hijo aun cuando Él te corrija por tu desobediencia.

 

“Ah”, -dice alguien- “entonces puedo vivir como me plazca”. ¡Escucha! Si eres un hijo de Dios, te diré cómo te gustaría vivir. Desearías vivir en perfecta obediencia a tu Padre, y sería tu apasionado anhelo ser perfecto cada día, así como tu Padre que está en el cielo es perfecto. La naturaleza de hijos que la gracia implanta es una ley para sí misma: el Señor pone Su temor en los corazones de los regenerados de tal manera que no se apartan de Él. Habiendo nacido de nuevo y habiendo sido introducido en la familia de Dios, le rendirás al Señor una obediencia que no habrías pensado rendirle si sólo hubieras sido impelido por la idea de la ley y del castigo. El amor es una fuerza dominante, y quien siente su poder odiará todo mal. Entre más se vea que la salvación es toda por gracia, más profundo y más potente será nuestro amor, y más trabajará por lo que es puro y santo. No cites a Moisés por motivos de obediencia cristiana. No digas: “El Señor me echará fuera a menos que haga esto y aquello”. Tal plática es de la sierva y de su hijo; pero es muy inapropiada en la boca de un heredero del cielo verdaderamente nacido de nuevo. Sácala de tu boca. Si eres un hijo deshonras a tu Padre cuando piensas que Él repudiaría a los Suyos; te olvidas de tu condición de heredero espiritual y de tu libertad cuando temes un cambio en el amor de Jehová. Está muy bien que un mero bebé hable de esa ignorante manera, y no me sorprende que muchos profesantes no sepan nada mejor, pues muchos ministros sólo son evangélicos a medias; pero ustedes, que se han convertido en hombres en Cristo y saben que Él los ha redimido de la ley, no deberían regresar a tal esclavitud. “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley”.

 

¿Para qué otras cosas vino? Noten adicionalmente, “a fin de que recibiésemos la adopción de hijos”. El Señor Jesucristo se encarnó y vino para que Su pueblo pudiera realizar, disfrutar y apropiarse plenamente de “la adopción de hijos”. Quiero que esta mañana vean si pueden hacer eso. Que el Espíritu Santo los capacite. ¿Qué es recibir la adopción de hijos? Pues bien, es sentir: ahora estoy bajo el dominio del amor, como un amado hijo, que es a la vez amado y amoroso. Yo entro y salgo de la casa de mi Padre, no como un siervo temporal, llamado por el día o la semana, sino como un hijo en casa. No estoy buscando ser contratado como un siervo, pues estoy siempre con mi Padre, y todo lo que Él tiene es mío. Mi Dios es mi Padre y Su rostro me alegra. No le tengo miedo, antes bien, me deleito en Él pues nada me puede separar de Él. Siento un perfecto amor que echa fuera al miedo, y me deleito en Él. Intenta ahora, esta mañana, entrar en ese espíritu. Esa es la razón por la que Cristo vino en la carne: vino con el propósito de que ustedes, pueblo Suyo, sean adoptados plenamente como hijos del Señor, ejerciendo y disfrutando todos los privilegios que la condición de hijos les proporciona.

 

Y luego, a continuación, ejerzan su condición de herederos. Uno que es un hijo y que sabe que es un heredero de todas las propiedades de su padre, no padece en la pobreza ni actúa como un mendigo. Considera que todo es suyo. Considera que la riqueza de su padre lo hace rico. No piensa que esté robando si toma aquello que su padre le ha heredado, sino que lo usa libremente. Yo desearía que los creyentes se aprovecharan de las promesas y de las bendiciones de su Dios. Sírvanse con libertad, pues el Señor no dejará de darles ninguna cosa buena. Todas las cosas son suyas; sólo necesitan usar la mano de la fe. Pidan lo que quieran. Si se apropian de una promesa, eso no sería pillaje. Pueden tomarla sin temor y decir: “Esto es mío”. Su adopción conlleva grandes derechos; apresúrense a usarlos. “Si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo”. Entre los hombres, los hijos son sólo herederos -herederos en posesión- una vez que el padre muere; pero nuestro Padre que está en el cielo vive y, sin embargo, tenemos plena herencia en Él. El Señor Jesucristo fue nacido de mujer con el propósito de que Su amado pueblo pudiera tomar posesión de su herencia de inmediato.

 

Deberías sentir un dulce gozo por la relación perpetua que ahora ha sido establecida entre Dios y tú, pues Jesús es tu hermano. Tú has sido adoptado, y Dios no ha cancelado nunca ninguna adopción hasta este momento. Hay una regeneración, pero no hay tal cosa como que la vida recibida entonces se extinga. Si eres nacido para Dios, eres nacido para Dios. Las estrellas se podrían convertir en carbones, y el sol y la luna podrían convertirse en coágulos de sangre, pero el que es nacido de Dios tiene una vida interior que no puede terminar nunca; él es un hijo de Dios, y será un hijo de Dios. Por tanto, dejen que ande por todos lados como un hijo, como un heredero, como un príncipe de sangre real que tiene una relación con el Señor que ni el tiempo ni la eternidad podrían destruir jamás. Esta es la razón por la que Jesús fue nacido de una mujer y formado bajo la ley, para que pudiera darnos a disfrutar la plenitud del privilegio de hijos adoptados.

 

Síganme un poco más por un minuto. Lo siguiente que Cristo nos ha traído al ser nacido de mujer es: “Por cuanto sois hijos, Dios envío a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo”. Aquí hay dos envíos. Dios envió a Su Hijo, y ahora envía a Su Espíritu. Porque Cristo ha sido enviado, por eso el Espíritu es enviado; y ahora conocerán la morada del Espíritu Santo debido a la encarnación de Cristo. El Espíritu de luz, el Espíritu de vida, el Espíritu de amor, el Espíritu de libertad, el mismo Espíritu que había en Cristo está en ustedes. Ese mismo Espíritu que descendió sobre Jesús en las aguas del bautismo ha descendido también sobre ustedes.

 

Tú, oh hijo de Dios, tienes el Espíritu de Dios como tu presente Guía y Consolador, y Él estará contigo para siempre. La vida de Cristo es tu vida, y el Espíritu de Cristo es tu Espíritu; por lo cual este día ha de ser sumamente feliz, pues no has recibido de nuevo el espíritu de esclavitud para tener miedo, sino que has recibido el Espíritu de adopción.

 

Aquí terminamos, pues Jesús ha venido para darnos el clamor, así como el espíritu de adopción “por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” De acuerdo a tradiciones antiguas ningún esclavo podía decir: “¡Abba, Padre!”, y de acuerdo a la verdad según es en Jesús, nadie sino un hombre que es realmente un hijo de Dios y que ha recibido la adopción, puede decir verdaderamente: “¡Abba, Padre!” En este día mi corazón desea para cada uno de ustedes, hermanos míos, que debido a que Cristo ha nacido en el mundo, ustedes puedan de inmediato cumplir la mayoría de edad, y puedan decir en esta hora confiadamente: “¡Abba, Padre!” El grandioso Dios, el Hacedor del cielo y de la tierra es mi Padre, y yo me atrevo a declararlo sin miedo a que Él no reconozca el parentesco. El Tronador, el Gobernador del mar embravecido, es mi Padre, y a pesar del terror de Su poder, yo me acerco a Él en amor. Aquel que es el Destructor, que dice: “Convertíos, hijos de los hombres”, es mi Padre, y no me alarma el pensamiento de que me llamará para ir a Él a su tiempo. Dios mío, Tú que llamarás a las multitudes de los muertos de sus tumbas para que vivan, yo espero ansiosamente con gozo la hora cuando Tú me llamarás y yo te responderé. Haz lo que quieras conmigo, pues Tú eres mi Padre. Sonríeme; yo también te sonreiré y diré: “Padre mío”. Castígame y mientras lloro voy a clamar: “Padre mío”. Esto hará que todo sea para bien para mí, aunque sea muy difícil de sobrellevar. Si Tú eres mi Padre todo está bien para toda la eternidad. La amargura es dulce y la muerte misma es vida, puesto que Tú eres mi Padre”.

 

Oh, viajen alegremente a casa, ustedes, hijos del Dios viviente, diciendo cada uno para sí: “Lo tengo, lo tengo, tengo aquello que los querubines delante del trono nunca han ganado: tengo una relación con Dios del tipo más cercano y más amoroso, y mi espíritu tiene esta palabra como su melodía: “¡Abba, Padre; Abba, Padre!”

 

Ahora, queridos hijos de Dios, si alguno de ustedes está en esclavitud bajo la ley, ¿por qué seguir estándolo? Los redimidos han de salir libres. ¿Te encanta llevar cadenas? ¿Eres tú como las mujeres chinas que se deleitan en usar zapatitos que aprietan sus pies? ¿Te deleitas en la esclavitud? ¿Deseas ser cautivo? Tú no estás bajo la ley, sino bajo la gracia; ¿permitirás que tu incredulidad te ponga bajo la ley? Tú no eres un esclavo. ¿Por qué temblar como un esclavo? Tú eres un hijo. Tú eres un heredero. Tienes que vivir de acuerdo a tus privilegios. ¡Oh, tú, simiente desterrada, alégrate! Eres adoptado en la casa de Dios; entonces no seas como un extraño. Oigo que Ismael se ríe de ti; déjalo que ría. Cuéntale de él a tu Padre, que pronto dirá: “Echa a esta sierva y a su hijo”. El mérito humano no ha de burlarse de la gracia inmerecida; tampoco hemos de entristecernos por los presentimientos del espíritu legalista. Nuestra alma se regocija y, como Isaac, se llena de una santa risa, pues el Señor Jesús ha hecho grandes cosas por nosotros, por las que nos alegramos. A Él sea la gloria por siempre y para siempre. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón:

Gálatas 3: 24-29; 4; 5: 1-4.

              

 

Traductor: Allan Román

27/Octubre/2011

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