El Púlpito de la Capilla New Park Street
Escudriñad las
Escrituras
NO.
172
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 17 DE ENERO
DE 1858
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL MUSIC HALL, ROYAL SURREY GARDENS,
LONDRES.
“¡A la ley y
al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido”.
Isaías 8: 20.
¡Cuando los hombres no quieren
aprender de Dios, cuán colosal se vuelve su locura! ¡Si desprecian la sabiduría
que es de lo alto, Dios permite que comprueben su propia ignorancia muy
dolorosamente! Cuando el hombre no quiere postrarse delante del Dios Altísimo
inmediatamente se construye un ídolo; hace una imagen de madera o de piedra y
se degrada postrándose delante de la obra de sus propias manos. Cuando los
hombres no quieren recibir el testimonio de la Escritura con respecto a
la creación de Dios, en seguida comienzan a desarrollar teorías que son mil
veces más ridículas que lo ridículo que pretenden encontrar en el texto bíblico,
pues, si no quieren aceptar la solución de Dios al problema, Él los deja que
busquen otra a tientas, y su propia solución es tan absurda, que con la sola
excepción de ellos, todo el mundo tiene el suficiente sentido para reírse de lo
que dicen. Y cuando los hombres abandonan el Libro Sagrado de la Revelación,
¡ah!, amigos míos, ¿adónde van? Nos enteramos que en la época de Isaías acudían
a lugares extraños pues en el versículo 19 se afirma que preguntaban a los
encantadores, a los adivinos que bisbiseaban y murmujeaban (1); sí, consultaban
por los vivos a los muertos y se convertían en crédulos seguidores de
nigromantes. Es asombroso que los hombres que más ferozmente llenan de
vituperios a la fe sean notables por su credulidad. Uno de los mayores
incrédulos del mundo, quien se ha autodenominado un libre pensador desde su
nacimiento, camina ahora tambaleante hacia su tumba creyendo en un extremado
dislate que hasta un niño podría refutar. Sin preocuparse por tener a Dios en
sus corazones, renunciando a la fuente viva, se han cavado cisternas rotas que
no retienen el agua. ¡Oh, que cada uno de nosotros fuera más sabio, que no
abandonáramos la buena senda antigua ni dejáramos el camino que Dios ha
preparado para nosotros! Si despreciamos la guía de un Padre infalible no es de
extrañar que viajemos entre espinos y abrojos y que desgarremos nuestra propia
carne, y peor aun, que tropecemos en montes de oscuridad y nos perdamos en el
fondo de sus precipicios. Inquieran y lean en la palabra de Dios. ‘Escudriñad
las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna;
y ellas son las que dan testimonio de Jesucristo’.
Yo pienso que en esta
crisis particular que sufren los asuntos religiosos, es imperativo que el
ministro cristiano exhorte a su pueblo a que sostenga firmemente las doctrinas
de la verdad: las palabras de Dios. Parece probable que la nuestra será una
época de predicación más bien que una época de oración. Vemos ahora por todas
partes grandes asambleas que se congregan en salones y abadías para escuchar la
predicación de la Palabra,
y es un signo ominoso de los tiempos que estas predicaciones no sólo sean patrocinadas
ahora por los ortodoxos, sino aun por aquellos a quienes hemos considerado que
son al menos de alguna manera herejes respecto a la antigua fe de la Iglesia Protestante.
Por tanto se vuelve algo muy serio pues es muy probable -¿y acaso no lo puede
ver todo sabio?- que cualquiera que se levante ahora que tenga algunos poderes
de oratoria y algunas dotes de elocuencia, será proclive a atraer a la multitud
sin importar lo que predique, aunque la palabra que declare sea tan falsa como
es verdadera la Palabra
de Dios, y sea tan contraria al Evangelio como es opuesto al cielo el infierno.
¿No parece probable que en esta época atraiga a una multitud de seguidores? ¿Y
no es también muy probable que a través de esa caridad espuria que está proliferando
ahora entre nosotros que quisiera amordazar las bocas de honestos recriminadores,
nos resulte difícil reprender al impostor cuando surge y nos sea difícil exponer
la falsedad aun cuando sea evidente para nosotros? Estamos ahora tan bien y
felizmente compenetrados entre nosotros, y el disconforme y el miembro de la
iglesia establecida se han vuelto ahora tan amigables entre ellos, que tenemos
que temer menos los efectos de la intolerancia extrema que los efectos del
latitudinarianismo. Tenemos razones ahora para subirnos a la atalaya, no sea
que se levanten algunos en medio de nosotros -la espuria progenie de estos
felices tiempos de alianza evangélica- que reclamen nuestra caridad mientras
predican lo que condenamos de lleno en nuestros corazones. ¿Y qué mejor consejo
puede dar el ministro en tiempos como éstos? ¿Qué libro podría recomendarles a
sus oyentes? ¿Cómo los mantendrá firmes? ¿Dónde está el ancla que les dará para
que la arrojen a las rocas? ¿O dónde están las rocas a las cuales tienen que
arrojar el ancla? Nuestro texto es una solución a esa pregunta. Se nos
proporciona aquí una grandiosa respuesta a la exhortación: “¡A la ley y al
testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido”.
Primero, esta mañana voy
a empeñarme en exhortarlos a llevar ciertas
cosas a las que tememos que se les añada una importancia supersticiosa, “a
la ley y al testimonio”. En segundo lugar, voy a intentar mostrarles los buenos efectos que se presentarán si
cada uno de ustedes lleva rígidamente todo lo que oye y cree “a la ley y al
testimonio”. Y, en tercer lugar, voy a darles algunas razones poderosas por las que deben someterlo todo a esta sagrada
piedra de toque; y voy a concluir ofreciéndoles algún pequeño consejo acerca de cómo pueden hacer esto verdadera y
útilmente.
I. Permítanme
que los exhorte a llevar CIERTAS COSAS “a la ley y al testimonio”.
1. Primero,
yo quisiera que confrontaran con el Libro de Dios las ideas que fueron engendradas
en ustedes por su temprano adiestramiento. La gente tiene muy enraizada la
costumbre de decir: “¿No nací en la
Iglesia de Inglaterra? ¿No debería entonces continuar en
ella?” O, por otro lado, “¿No practicó mi abuela el bautismo por inmersión? Entonces,
¿no debería continuar yo en la denominación bautista?” ¡Ni Dios quiera que yo
dijera algo en contra de sus venerables y piadosos parientes, o que ustedes
fueran irrespetuosos con la enseñanza de ellos! Aun cuando no podamos
aceptarlo, nosotros siempre respetamos el consejo de ellos en consideración a
las personas que nos lo ofrecen, sabiendo que la instrucción que nos dieron,
aunque fuera errada, fue, con todo, bien intencionada. Pero como adultos
reivindicamos el derecho de no ser alimentados como fuimos alimentados en
nuestra supeditada infancia, con un alimento que escogieron por nosotros;
reclamamos que debemos tener el derecho de juzgar si las cosas que hemos
recibido y que hemos oído son acordes con este Libro Sagrado; y si descubrimos
que nuestra instrucción fue desacertada en algo, no consideramos que estemos
violando ningún principio de afecto si nos atrevemos a salirnos de nuestras
familias y a unirnos a una denominación que sostiene creencias muy distintas de
aquellas que nuestros padres abrazaron. Cada uno de nosotros debe recordar que
así como Dios ha dado a cada ser humano una cabeza sobre sus hombros, cada
individuo está obligado a usar su propia cabeza y no la de su progenitor. Dios
le dio un criterio a tu padre. Tanto mejor, el juzgó por sí mismo. Él te ha dado
un criterio a ti también; entonces juzga también por ti mismo. Con respecto a
todo lo que recibiste en tu primera niñez di: “Bien, no voy a descartar todo eso
con ligereza pues pudiera ser oro puro; pero al mismo tiempo, no lo voy a
conservar a ciegas, pues pudiera tratarse de dinero falsificado. Voy a estudiar
con detenimiento el Libro Sagrado y, en la medida de lo posible, voy a empeñarme
en librarme de todo prejuicio. Voy a leer la Biblia como si nunca hubiese oído a ningún predicador
o nunca hubiese sido instruido por mis progenitores, y voy a esforzarme por
descubrir qué dijo Dios y voy a creer y abrazar lo que Dios dice, sea lo que sea,
esperando que por Su gracia haya de sentir también su poder en mi propia alma.
2. Asimismo
recuerden evaluar a los predicadores del Evangelio según esta norma. Muchos de
ustedes saben muy poco acerca de lo que es el Evangelio. La idea general de la
mayoría es que cada uno de nosotros tiene razón; que aunque yo pueda
contradecir hoy a otra persona, y alguien más pueda contradecirme a mí, todos
tenemos razón; y aunque sea una traición en contra del sentido común creer tal
cosa, esa es una idea generalizada. Algunas personas siempre creen lo que dice
el predicador más reciente. Si oyeran al hipercalvinista más extremo, al igual
que él, aceptarían la plenitud de la doctrina de la reprobación; en caso de que
escucharan a la mañana siguiente al más acérrimo arminiano, creerían con él en
la más universal de las redenciones y en el más poderoso de los albedríos
humanos. Si oyeran después al calvinista genuino, que predica que el hombre se
ha destruido a sí mismo pero que en Dios se encuentra su ayuda, tal vez piensen
entonces que el hombre se contradice a sí mismo, y por una vez se rebelan
contra sus maestros. Pero es probable que si oyeran a esa persona otra vez, se
reconciliarían fácilmente con las aparentes contradicciones pues lo que les
gusta a ellos es simplemente la presencia del hombre, es simplemente la manera
que tiene el hombre de decir las cosas, y no lo que dice. Acabo de oír algo
semejante con respecto al santo señor Durham, el escritor de ese libro
encantador sobre el Cantar de Salomón. Si yo hubiera vivido en su tiempo, pienso
que no hubiera querido oír jamás a ningún otro predicador. De día y de noche me
habría sentado esperando recibir los dulces goteos de sus labios de miel. Pero
en su tiempo había un joven predicador -su nombre ha caído en el completo
olvido- cuya iglesia se llenaba de gente hasta la puerta, y en cambio, la iglesia
del señor Durham, que quedaba muy cerca, estaba vacía. La explicación de eso es
que a la mayoría de la gente no le interesa lo que se predica, sino la forma de
decirlo; y si lo predicado es expresado elegantemente, si es expresado
bellamente y es expresado enérgicamente, eso le basta a la gente, aunque sea
una mentira; pero si se dice la verdad, no la reciben a menos que vaya
acompañada de algunas dotes de oratoria y de elegancia. Ahora bien, al
cristiano que ha superado su infancia no le importa cómo se expresa el
predicador; para él lo importante es lo que dice. Lo único que se pregunta es:
“¿Dijo la verdad?” Se queda únicamente con el grano. Para él la paja no
significa nada, y el tamo menos. A él no le importan los arreglos de la fiesta
ni la elaboración de los platillos; a él sólo le importa lo que constituye
alimento sólido para él mismo.
Ahora, mis queridos
amigos, cuando subo a este púlpito yo reclamo el derecho de ser oído pero no
reclamo el derecho de que se me crea, a menos que las palabras que digo sean
acordes con el Libro Sagrado. Yo deseo que me traten como quisiera que trataran
a cualquier otra persona: que nos lleven a cada uno “¡a la ley y al
testimonio!” Le doy gracias a Dios porque no tengo necesidad de avergonzarme de
mi Biblia. Algunas veces me avergüenzo de esta traducción que hicieron de ella,
viendo cómo, en algunos puntos importantes, no es fiel a la Palabra de Dios; pero de
la propia Palabra de Dios puedo decir que es el varón de mi diestra, mi
meditación tanto de día como de noche; y si hubiese algo que predico que sea
contrario a esta Palabra, hóllenlo en el cieno, escupan sobre ello y
desprécienlo. La verdad está aquí. Lo que se les pide que reciban no es lo que
yo digo, sino lo que dice mi Dios. Pónganme a mí y pongan a todos mis hermanos
en la criba; échennos a cada uno de nosotros en el fuego; póngannos en el
crisol de la verdad; y lo que no sea acorde con la Palabra de Dios debe
consumirse como escoria.
3. Hay
otra clase de individuos que es muy contraria a esos seres a los que me he
referido. Estos varones son sus propios predicadores: no le creen a nadie sino
a ellos mismos y sin que lo sepan, tienen múltiples razones para odiar al Papa,
porque “entre colegas siempre hay disensión”, ya que ellos mismos son Papas. Estas
personas, cuando oyen que se predica una verdad, no la juzgan por la Biblia sino por lo que creen
que debería ser la verdad. Por ejemplo, he oído decir a alguien después de haber
oído la doctrina de la elección, o la doctrina de la Redención
particular: “Bien, esa doctrina no me agrada, no me gusta”. Y luego comienza a
blandir una objeción que ha fraguado en su propio yunque, pero sin intentar
jamás citar algún texto de la
Escritura para refutar a la doctrina; sin referirse nunca a
algún antiguo dicho de los Profetas se empeña en demostrar que la doctrina es
un error, pero sólo juzgándola según su propia opinión, según sus deseos de lo
que debería ser la verdad. ¿Qué pensarías de un hombre que le dijera a un
astrónomo: “Vamos, de nada sirve que me digas que la constelación de Escorpión
tiene tal y tal forma, pues yo te digo que no me gusta su aspecto? Mi querido
amigo astrónomo, no pienso que la constelación de Escorpión debiera haber sido
hecha de esa forma; y pienso que esta estrella debería haber sido puesta justo
aquí, en vez de allí, y entonces todo estaría bien”. El astrónomo simplemente
le sonreiría, y diría: “tu opinión no tiene ninguna importancia pues no altera
los hechos. Si piensas que estoy equivocado, la forma correcta de contradecirme
no es diciéndome dónde piensas que deberían estar las estrellas. Simplemente
ven y mira a través de mi telescopio y ve dónde están las estrellas”. Ahora bien, lo mismo sucede con la verdad. La
gente dice: “A mí no me gusta una verdad de ese tipo”. Esa no es una refutación
de esa verdad. La pregunta es: ¿Está en la Biblia? Porque si está allí, nos guste o no nos
guste, es un hecho, y todo lo que el ministro tiene que hacer es reportar los
hechos que encuentra allí. Vamos, el astrónomo no puede disponer a las
estrellas en una fila como si se tratara de una hilera de lámparas de gas, para
agradarte; y el ministro no puede poner las doctrinas en la forma en la que tú
deseas que sean puestas. Todo lo que el astrónomo hace es ubicarlas, y entonces
dice: “así es como están en el cielo”; entonces tú tienes que mirar al cielo
para ver si es así. Todo lo que yo tengo que hacer es decirles lo que encuentro
en la Biblia;
si no les gusta, recuerden que esa no es una refutación, y no me importa que
les guste o no les guste. Lo único que cuenta es: ¿está en la Biblia? Si está ahí no voy
a detenerme para probarlo. Yo no vengo aquí para demostrar una doctrina en
absoluto. Si está en la Biblia,
es verdad; ahí está; yo la divulgo; si la rechazas, lo haces para tu propia
condenación pues tú mismo crees que la Biblia es veraz, y yo te demuestro que está allí,
y por tanto, tiene que ser verdad.
¿Debería ser acorde con
tu mente? ¿Quisieras que la
Biblia se adaptara a los designios de tu propio corazón? Si
lo hiciera, sería algo sin valor. ¿Desearías tener un Evangelio acorde con tus
deseos? Entonces, para algunos de ustedes sería un Evangelio que permitiría la
lascivia. ¿Desearías tener una revelación diseñada para complacerte en tus
lascivias y para que te entregues a tu orgullo? Si es así, has de saber que
Dios no condescenderá jamás a alimentar tu altivez o tu desenfreno. La Biblia es un libro
semejante a Dios. Él exige tu fe en ese libro, y aunque dieras coces contra él,
es una piedra no puede ser quebrada jamás; pero advierte que tú puedes ser
despedazado sobre ella, sí, y puede caerte encima y aplastarte hasta
convertirte en polvo. Entonces te suplico que cotejes tus propios pensamientos
y tus propios sentimientos con la piedra de toque de la verdad, pues “Si no
dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido”.
4. Y
hagan exactamente lo mismo con todos los libros que lean. Esta es una época de
escribir libros y de imprimirlos. En estos tiempos, debido a la literatura
periódica y a los libros que descansan en nuestros anaqueles, nuestras Biblias
no son muy leídas. Voy a relatarles una historia veraz tal como me fue contada
ayer. Érase una vez un joven que ahora estudia para el ministerio, que era tan
extraordinariamente ignorante de su propia Biblia que cuando oyó a un joven
ministro mencionar la historia de cuando Nabucodonosor fue echado de entre los
hombres hasta que su pelo creció como plumas de águila, y sus uñas como las de
las aves, al concluir el sermón le dijo al ministro: “Bien, lo que le dijo a la
gente fue una historia muy rara, ciertamente; ¿dónde pescó esa historia?”
“Vamos” –le respondió el ministro- “¿no has leído nunca tu Biblia? La puedes encontrar
en el Libro de Daniel”. El joven había leído muchísimas otras cosas, pero nunca
había leído toda la Biblia,
y, sin embargo, ¡iba a ser un maestro de ella! Ahora bien, me temo que esa
misma ignorancia es muy prevaleciente en muchas personas. No saben lo que
contiene la Biblia;
podrían decirte lo que está en el Semanario
del Feligrés, o en el Semanario del Cristiano,
o en la Revista del Congregante, o en la Revista Wesleyana, o en la Revista Bautista, o en la Revista Evangélica, y en todas esas publicaciones; pero
hay una antigua revista, una revista de armas, una revista de riquezas que
olvidan leer: es ese libro anticuado llamado la Biblia. “¡Ah!”, -dijo
alguien que estaba a punto de morir, que había sido un gran experto en los
clásicos- “¡qué bueno hubiera sido que hubiera pasado tanto tiempo leyendo mi
Biblia como el que invertí leyendo a Livio! ¡Qué bueno hubiera sido ser tan
riguroso en mis reseñas sobre la Santa
Escritura como lo fui en las reseñas sobre Horacio! ¡Oh, que
fuéramos sabios para asignarle a la
Biblia la mayor parte de nuestro tiempo, y para continuar
leyéndola siempre, tanto de día como de noche, para que fuéramos como árboles
plantados junto a corrientes de agua, que dan su fruto en su tiempo! Como
ministros del Evangelio debemos recordar lo que bellamente dijo M’Cheyne:
“Pueden estar seguros” –dijo- “de que es la Palabra de Dios y no el comentario del hombre sobre
la Palabra de
Dios, lo que salva a las almas”; y yo he observado que si alguna vez llegamos a
presenciar una conversión, en el noventa y nueve por ciento de los casos la
conversión es más bien atribuible al texto del sermón, o a alguna Escritura
citada en el sermón, que a cualquier comentario del predicador, ya fuera trillado
u original. La Palabra
del Señor es la que rompe los grilletes y libera a los prisioneros; es la Palabra de Dios la que
salva instrumentalmente a las almas y, por tanto, tenemos que cotejarlo todo
con la piedra de toque. “¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a
esto, es porque no les ha amanecido”.
II. Paso
ahora a mi segundo punto. Hermanos, permítanme mostrarles algunos de los BUENOS
EFECTOS que habrán de obtenerse de un
estudio detallado y cuidadoso de la ley y del testimonio de Dios.
1. Primero,
recuerden que a menos que estudien la Palabra de Dios, no serán competentes para
detectar el error. Si un hombre predicara a sus oídos alguna descarada
falsedad, no estarían calificados como jueces para identificar esa falsedad a
menos que hayan estudiado la
Palabra de Dios. Ni ustedes ni yo estaríamos capacitados para
sentarnos como jueces en un tribunal de las cortes superiores de nuestra tierra
porque no estamos familiarizados con las complejidades de la ley. No podríamos
citar precedentes, pues no hemos sido instruidos en eso. Y así nadie es capaz
de juzgar respecto a lo que oye, a menos que sea capaz de citar la Escritura, a menos que
entienda la Palabra
de Dios y sea capaz de percibir y saber lo que significa.
Pero oigo que alguien
dice que la Biblia
es un libro tan difícil que está seguro de que no podría entenderlo nunca. Escúchame
bien, amigo: la Biblia
es un libro tan claro que quien está dispuesto a entenderlo puede hacerlo; es
tan claro que el que corre puede leerlo, y puede leerlo mientras corre; sí, es
tan claro, que entre más sencillo sea el hombre puede entenderlo mejor. Todo el
adiestramiento que un hombre reciba jamás es más bien un obstáculo que un beneficio
cuando se pone a leer la
Palabra por primera vez. El conocimiento puede soltar muchos
nudos posteriormente y puede quitar el velo de muchos misterios en tiempos
posteriores; pero hemos oído decir a críticos de mentes profundas que al
principio habrían dado todo el mundo si hubieran podido hacer a un lado todo su
conocimiento para leer la
Biblia sencillamente como el humilde aldeano la lee, y
creerla como la Palabra
de Dios, sin las objeciones de la crítica. Ustedes saben cómo la señora Beecher
Stowe describe al Tío Tom leyéndola. No podía leerla rápido, de tal forma que
la deletreaba letra por letra, y palabra por palabra; y la Biblia es uno de los libros
-dice ella- que siempre gana cuando se lee de esa manera. Ustedes recuerdan
cómo la leía él: “Que-vuestro-corazón-no-se-;” y luego se detuvo ante una
palabra compleja; y por fin la farfulló, y era: “turbe. Creéis en Dios, creed también en mí”. Pues bien, la Biblia se torna más dulce cuando
uno se detiene un largo tiempo al leerla; y lejos de que tu falta de
instrucción te descalifique para tu entendimiento de la Biblia, te ayuda, pues la
mayor parte de ella es más entendible desde la sencillez de tu corazón. Vengan
ustedes y escudriñen las Escrituras; no son las misteriosas fábulas o los
eruditos volúmenes de difíciles palabras que dicen algunas personas. Este no es
ningún libro críptico, como nos diría el sacerdote; es un volumen que el niño
que asiste a la escuela dominical puede entender, si el Espíritu de Dios
descansa en su corazón. Es un libro que un obrero de manos callosas puede
comprender tan bien como el teólogo ilustrado, y muchos de ellos se han vuelto
sumamente sabios en él. Repito: lean sus Biblias, para que sean capacitados
para detectar el error.
2. Pero,
además, a mí no me cae bien el hombre que siempre está buscando el error.
Pueden estar seguros de que ese tipo de hombres tienen algún error en su propio
corazón. Dicen: “ladrón encuentra a ladrón”; y es muy probable que haya algún
amor al error en su corazón pues de lo contrario no estarían tan dispuesto a
sospechar de él en otras personas. Pero permítanme darles otra razón.
Escudriñen sus Biblias, pues, entonces, cuando se vean involucrados en alguna
disputa, serán capaces de hablar muy confiadamente. No hay nada que dé al
hombre tanto poder entre sus semejantes como la confianza. Cuando me
contradicen en la conversación con respecto a cualquier convicción que yo
exponga, si tengo la
Escritura al alcance de mi mano, entonces me río de mi
oponente, y aunque él sea muy sabio y haya leído diez veces más libros de los
que yo haya simplemente visto, yo sencillamente le sonrío, si puedo citar la Escritura. Entonces
estoy confiado, estoy seguro y tengo certeza respecto al asunto, pues “Jehová
ha dicho así” es un argumento que nadie puede refutar. Cuando un hombre tiene
que hablar de una manera desconfiada, luce como un tonto. Siempre pienso que
ciertos ministros elegantes que tienen miedo de ser llamados dogmáticos, y que
por tanto, proponen el Evangelio como si a duras penas quisieran decir que estaban
seguros de que es verdadero, -como si lo pensaran, como si casi lo pensaran-
con todo no lo pensaron lo suficiente para decir lo que sabían y más bien dejan
que lo decidan sus oyentes. Siempre pienso que al hacerlo demuestran la pequeñez
de sus mentes. Dudar pudiera ser algo grande, pero es algo grande no hablar
mientras estás dudando, y no abrir tu boca hasta que creas, y entonces, cuando
abres tu boca para decir algo que sabes que es cierto te adhieres a ello, no
como una opinión, sino como un hecho incontrovertible. Nadie hará mucho en
medio de sus semejantes hasta que pueda decir confiadamente lo que sabe que ha
sido revelado.
Ahora, lectores de la Biblia, ustedes pueden
alcanzar esta confianza, pero no pueden encontrarla en ninguna otra parte sino
a los pies de la Escritura. Si
sólo oyen a los ministros, serán inducidos a la duda, pues uno de ellos confundirá
lo que su hermano buscaba demostrar; pero si leen sus Biblias, cuando tengan la Palabra legible bajo su
propia luz, impresa en sus corazones por el Espíritu Santo, entonces
“Si todas las formas que los hombres inventan
Asaltaran tu fe con arte traicionero,
Tú las llamarías vanidad y mentiras,
Y atarás a tu corazón el Evangelio”.
3. Además,
escudriñen las Escrituras y sometan todo lo que oigan a esa gran prueba, porque
haciéndolo obtendrán una rica cosecha de bendiciones para su propia alma. No
creo que haya un solo texto en la Santa
Escritura que no haya sido un instrumento de la salvación de
un alma. Ahora bien, “quien camina entre hombres sabios será sabio, y quien
camina en medio de los hombres sabios que escribieron la Santa Escritura tiene al menos
la más alta probabilidad de ser hecho sabio para salvación. Si yo deseara
ponerme en el lugar ideal para que el Señor se reúna conmigo, yo preferiría la
casa de oración, pues es en la predicación que la Palabra es más bendecida;
con todo, desearía igualmente la lectura de las Escrituras, pues puedo hacer
una pausa en cada versículo, y decir: “este versículo fue bendecido para muchas
almas; entonces, ¿por qué no habría de ser bendecido para mí? Por lo menos
estoy junto al estanque de Betesda; voy caminando en medio de sus pórticos, ¿y
quién sabe si el ángel agitará el estanque de la Palabra mientras yazgo
impotente a uno de sus costados en espera de la bendición? Sí, es tan grande la
verdad de que Dios ha bendecido cada palabra de la Escritura, que yo
recuerdo una asombrosa anécdota sobre la conversión de un hombre gracias a un
pasaje de la Escritura
que no parecía apropiado para un propósito semejante. Ustedes conocen aquel
capítulo de Génesis, ese capítulo muy opaco en donde leemos: “Fueron, pues,
todos los días de Matusalén novecientos sesenta y nueve años; y murió”, y
fulano de tal vivió tantos años y murió. Nos hemos enterado de que una vez fue
leído en público y un hombre que escuchaba esa lectura, al oír la frecuente
repetición de: “y murió”, pensó: “¡Ah, y yo me voy a morir!” Y fue la primera
nota de advertencia que penetró en su conciencia cauterizada, y fue el
instrumento de Dios para llevarlo a Jesús. Ahora, lean las Escrituras por esta
razón. Si desean la salvación, y si están anhelando vivamente la misericordia,
si sienten su pecado y necesitan la salvación, vengan a este mar de amor, a
este tesoro de luz, a este guardarropa de suntuosos trajes, a esta fuente de
bienaventuranza; vengan ustedes, y vean cómo son suplidas sus necesidades por
medio de la plenitud de las riquezas de Jesús, quien es “presentado claramente”
–en esta Palabra- “entre vosotros como crucificado”.
III. Y
ahora, tan brevemente como me sea posible, permítanme exhortarlos nuevamente a
una constante y perpetua lectura de la Palabra de Dios, no sólo por las razones
expuestas hasta ahora, sino por otras más importantes. Han salido muchos falsos
profetas en el mundo; yo les suplico, entonces, si no quieren ser engañados, que
sean diligentes en el estudio de la
Palabra de Dios. Según nos informa el doctor Livingstone, en
ciertos tramos de sus viajes sus guías eran tan ignorantes o estaban tan
decididos a engañarlo que habría sido mucho mejor viajar sin ellos que con
ellos; él tenía que referirse constantemente a su brújula para no ser engañado.
Ahora, yo no diría alguna cosa dura si no creyera que es verdad; pero yo pienso
solemnemente que hay algunos supuestos maestros de la Palabra, que son ya sea
ignorantes de las cosas espirituales en sus propios corazones, o están tan
resueltos a predicar cualquier cosa menos a Cristo, que podrías estar mejor sin
ellos que con ellos; y por eso tienen una absoluta necesidad de referirse
perpetuamente a esta grandiosa brújula mediante la cual únicamente pueden
encauzar su camino. Yo desprecio una
caridad que después de todo no es caridad. Tengo que decirles lo que creo.
Algunos quisieran que yo dijera desde aquí: “Todos los que son eminentes
predicadores son ciertamente predicadores fidedignos”. Ahora bien, yo no puedo
afirmar eso. Cuando oigo que un hombre predica la doctrina de la Justificación
sólo por la Fe,
por medio de los méritos de Cristo, yo le extiendo mi mano y lo llamo ‘mi
hermano’, porque está en lo correcto en cuanto a lo esencial; pero al hacer
esto estoy muy lejos de aprobar muchas de sus otras convicciones. Pudiera ser
que él niegue el poder eficaz del Espíritu en la conversión; pudiera ser que no
sostenga la doctrina de la total depravación de la raza humana, que no insista
en la libre gracia soberana, que no predique ni enseñe la doctrina de la
sustitución y de la satisfacción por medio de Cristo. Ahora, yo no me voy a
engañar diciéndoles que en lo que ese hombre difiera de la Palabra de Dios tiene razón.
Sin duda ese hombre podría ser bendecido para la salvación de ustedes; pero
pudiera haber una maldición en su ministerio a pesar de todo, de manera que
aunque pudieran ser salvados por su ministerio, pudieran quedar sujetos a
servidumbre durante toda su vida por culpa de él, y pudieran andar gimiendo en
vez de estar cantando; pudieran andar sollozando en vez de experimentar una
sagrada explosión de alegría. Tú estudias con tal y tal individuo que fue el
instrumento de tu conversión pero él te dice que tu salvación depende de ti
mismo y no del poder de Cristo. Él insiste en que tú, después de todo, puedes perder
la gracia y ser echado fuera; él te dice que aunque seas salvo, Dios no te ama
más de lo que amó a Judas; que no hay tal cosa como un amor especial, que no
hay tal cosa, en efecto, como la ‘elección’. Él te dice que otros podrían haber
venido a Cristo, igual que tú, y que no hubo ningún poder especial aplicado a
tu caso, que fuera mayor que cualquier otro. Bien, si no te conduce a gloriarte
en el hombre, a engrandecer a la carne, y algunas veces a confiar en ti mismo,
o por el contrario, si te condujera a turbarte cuando no hay necesidad de
sentir turbación, yo me maravillaría, ciertamente, en la medida que su doctrina
sea falsa y tienda a extraviarte. Podría ser el instrumento de tu salvación, y
con todo, podría fallar en muchos puntos en ministrarte para tu edificación y
consuelo. Por tanto, si no quieres ser confundido de esa manera, escudriña las
Escrituras.
Pero, ¡ah!, hay un grave
peligro de ser conducido radicalmente al extravío. Pudieran oír todo lo que el
ministro diga, pero él podría olvidar decirles la parte vital de la verdad;
pudiera tratarse de alguien que se deleita en las ceremonias, pero que no
insiste en la gracia que contienen; él podría proponerles la rúbrica y el
sacramento, y decirles que hay eficacia en la obediencia al uno y en la
atención al otro, pero podría olvidar decirles que: “el que no naciere de agua
y del Espíritu, no puede ver el reino de Dios”. Ahora bien, bajo un ministerio
así no sólo podrían ser conducidos al extravío, sino que, ¡ay!, podrían ser
destruidos por completo. Pudiera ser alguien que insista mucho en la moralidad
de la vida; podría decirte que seas honesto, justo, y sobrio; pero tal vez
pudiera olvidar decirte que se requiere de una obra más profunda que la mera
moralidad; pudiera recorrer la superficie pero sin hundir nunca la lanceta en
la profunda úlcera de la corrupción de tu corazón. Él pudiera darte una dosis
paliativa, alguna medicina que pudiera aquietar tu conciencia, pero podría no
decirte nunca: “No hay paz para los malos, dijo Jehová”; pudiera ser uno de
esos que profetiza cosas pulidas, que no quiere turbarte. Y, ¡oh!, recuerda que
tu ministro pudiera ser un instrumento en las manos de Satanás para vendar tus
ojos y conducirte al infierno, mientras tú pensabas en todo momento que ibas en
camino al cielo. Ah, y óiganme todavía: yo no me excluyo de mi propia censura.
Pudiera ser posible –yo le pido a Dios que no sea así- que yo mismo pudiera
haber confundido la lectura de la Santa
Escritura, que pudiera haberles predicado “un evangelio
diferente; no que haya otro”; y por tanto, exijo de ustedes que mi propia
enseñanza, y la enseñanza de cualquier otro hombre, ya sea escrita o de
palabra, sea siempre llevada “¡a la ley y al testimonio!”, para que no los
engañemos y no los conduzcamos al extravío. ¡Ah!, queridos oyentes, sería algo
terrible que yo fuera el instrumento de conducir a cualquiera de ustedes al abismo.
Aunque en alguna medida su sangre ha de ser sobre mi cabeza si yo los engañara,
con todo, yo les suplico que recuerden que yo no soy responsable por sus almas
más allá del punto donde mi poder me lleve. Si son conducidos al error por mi
culpa, después de esta solemne declaración mía, serán ustedes tan ciertamente
culpables como si yo nos los hubiera guiado al error; pues yo les encargo que
así como aman a sus propias almas, así como quieren garantizar la eternidad, no
pongan más confianza en mí de la que pondrían en cualquier otro hombre, sólo en
la medida que pueda demostrar por el infalible testimonio de la Palabra de Dios, que lo
que he dicho es verdad. Apéguense siempre a esto: “¡A la ley y al testimonio! Si
no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido”.
Oí una vez una historia
que recuerdo haberles contado antes, de una joven que salió de este lugar
diciendo: “Bueno, a mí no gusta el señor Spurgeon del todo; su doctrina es
enrevesada; dijo tal y tal cosa”. Y luego la joven citó un texto de la Biblia como algo muy
perverso que yo había dicho, algo acerca de que el alfarero tiene poder sobre
la arcilla. Entonces la amiga que estaba con ella le dijo: “Fue Pablo quien
dijo eso, no el señor Spurgeon”. “¡Ah!”, –respondió ella- “yo pienso que el
apóstol Pablo también era enrevesado”. Pues bien, nos alegra mucho incurrir en
una censura de ese tipo, y no voy a objetar del todo si acompaño a Pablo
dondequiera que él vaya; pero les suplicamos que acudan a sus Biblias y vean si
es así. Algunos padres cristianos tienen una muy buena costumbre: cuando los
niños y las niñas regresan a casa, les preguntan: “Bien, ¿cuál fue el texto?” Y
entonces el padre quiere que repitan lo que el ministro les dijo; y aun el más
pequeñito sabe algo, y dice una cosa u otra que el ministro mencionó desde el
púlpito. Entonces el padre busca en su Biblia para ver si esas cosas son así.
Luego procura explicarles las cosas difíciles, de manera que se vuelven como
esas nobles personas de Berea que eran más nobles que los que estaban en
Tesalónica, porque escudriñaban las Escrituras, para ver si estas cosas eran
así.
Y ahora voy a mencionar
simplemente una o dos peculiaridades en lo que siempre les he predicado a
ustedes, peculiaridades que yo quisiera que investigaran ansiosamente. Pues
bien, no acepten de mí nada de segunda mano, antes bien cotejen todo con la Palabra escrita. Yo creo y
enseño que todos los hombres por naturaleza están perdidos por la caída de
Adán. Vean si eso es cierto o no. Yo sostengo que los hombres se han
descarriado tanto que nadie quiere ni puede venir a Cristo a menos que el Padre
lo traiga. Si estoy mal, descúbranme. Yo creo que, antes de todos los mundos, Dios
escogió para Sí a los miembros de un pueblo que nadie puede contar, por quienes
el Salvador murió, a quienes les es dado el Espíritu Santo, y quienes serán
infaliblemente salvos. Pudiera ser que no les guste esa doctrina; no me
importa; vean si está en la
Biblia, vean si declara que somos “elegidos según la
presciencia de Dios Padre”, y así sucesivamente. Yo creo que cada hijo elegido
de Dios tiene que ser sacado muy ciertamente de las ruinas de la caída por la
gracia que convierte, y que muy seguramente será “guardado por el poder de Dios
mediante la fe, para alcanzar la salvación” más allá del peligro de perderse
para siempre. Si estoy mal en eso, saquen sus Biblias, y refútenme en sus
propias casas. Yo sostengo que es un hecho que todo hombre que es convertido
llevará una vida santa, y con todo, al mismo tiempo no pondrá ninguna
dependencia en su vida santa, sino que confiará únicamente en la sangre y en la
justicia de Jesucristo. Y yo sostengo que todo hombre que cree, tiene el deber
de ser sumergido en el bautismo. Yo sostengo que el bautismo infantil es una
mentira y una herejía; pero yo reclamo respecto a esa grandiosa ordenanza de
Dios, el Bautismo de los Creyentes, que pase por el examen de la Escritura. Yo sostengo que
nadie sino sólo los creyentes deben ser bautizados por inmersión, y que todos
los creyentes tienen el deber de ser sumergidos. Si estoy mal, no se hable más;
no me crean; pero si tengo razón, obedezcan a la Palabra con reverencia. Yo
no tolero el error incluso en puntos que algunos individuos consideran nimios;
pues un grano de verdad es un diamante, y un grano de error pudiera tener
serias consecuencias para nosotros, para nuestro perjuicio y aflicción. Yo
sostengo, entonces, que sólo los creyentes tienen derecho a participar en la Cena del Señor; que es
indebido dar la Cena
del Señor indiscriminadamente a todos, y que sólo los cristianos tienen un
derecho ya sea a las doctrinas, a los beneficios o a las ordenanzas de la casa
de Dios. Si estas cosas no son así, condénenme como quieran; pero si la Biblia está conmigo, su
condenación no sirve de nada.
Y ahora exhorto a los
presentes a que lean sus Biblias, por una cosa. Lean sus Biblias para saber lo
que dice la Biblia
respecto a ustedes; y cuando pasen
las páginas, algunos de ustedes encontrarán que la Biblia dice: “Porque en
hiel de amargura y en prisión de maldad veo que estás”. Si eso les asusta,
pasen a otra página, y lean este versículo: “Venid a mí todos los que estáis
trabajados y cargados, y yo os haré descansar”; y cuando hayan leído eso, vayan
a otra página y lean: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios
por medio de nuestro Señor Jesucristo”. Les ruego que no se aparten de sus
Biblias hasta que el polvo de ellas los condene; más bien, sáquenlas, pónganse
de rodillas, pidan el Espíritu de la divina enseñanza, y pasen estas páginas en
una búsqueda diligente, y vean si pueden encontrar allí la salvación de sus
almas a través de nuestro Señor Jesucristo. Que la bendición de Dios sea con
ustedes al hacerlo, por medio de Jesucristo. Amén.
Nota del traductor:
(1) La cita del
versículo 19 del capítulo 8 de Isaías está tomada de la Biblia de Jerusalén. Se
adapta al sentido que le quiere dar el señor Spurgeon.
Rúbrica: una regla de
conducta de un servicio litúrgico.
Traductor: Allan Román
17/Abril/2012
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