El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Silbo Apacible y Delicado

NO. 1668

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 9 DE JULIO DE 1882

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y tras el terremoto un fuego; pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible y delicado. Y cuando lo oyó Elías, cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a la puerta de la cueva. Y he aquí vino a él una voz, diciendo: ¿Qué haces aquí, Elías?”  1 Reyes 19: 12, 13.

 

Elías esperaba, sin duda, que después de la prodigiosa demostración del poder de Dios en el Carmelo, la nación renunciaría a sus ídolos y retornaría al único y verdadero Dios. ¿Acaso no habían confesado como con voz de trueno que “¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!”? El profeta confiaba que tal vez el corazón de Acab pudiera ser tocado, y posiblemente, por medio suyo, que el corazón de Jezabel lo fuera también. Si ella no se convertía, al menos la manifiesta intervención de Jehová pudiera impedir que su mano desencadenara una futura persecución. El profeta esperaba que por la influencia así ejercida sobre el rey y la reina, la tierra entera proclamaría con prontitud su lealtad a Jehová. Entonces su adusto corazón se alegraría delante del Señor. Cuando descubrió que no era así, su ánimo decayó. Probablemente el mensaje enviado por Jezabel de que Elías moriría a la mañana siguiente no fue tan terrible para él como el descubrimiento que le acompañó: que su gran demostración contra Baal estaba condenada al fracaso. La altiva reina sidiona seguiría gobernando sobre el vacilante Acab, y por intermediación de Acab, ella retendría el poder sobre el pueblo, y los ídolos permanecerían confiadamente en sus tronos. Ese pensamiento era como hiel y ajenjo para el profeta aborrecedor de los ídolos. Llegó a estar tan abatido que estaba a punto de renunciar al conflicto y de abandonar el campo de batalla. No puede soportar vivir en la tierra donde la gente está tan ciegamente obsesionada en honrar a Baal y en deshonrar a Jehová. Resuelve irse de inmediato. ¿Pero adónde ha de ir? Recorre la tierra a toda prisa, vuela al desierto, y no descansa hasta llegar a un paraje solitario donde el pie del hombre no ha machucado el pasto. ¿Pero adónde se ha de encaminar presuroso? Él, el gran vindicador de la ley, piensa en el lugar donde una vez estuvo el gran legislador, y se apresura a ir a Horeb, el monte de Dios. Se aloja en una cueva, tal vez en la propia hendidura de la peña donde antaño Dios había ocultado a Su siervo Moisés mientras hacía pasar toda Su gloria delante de él. ¡Pero qué repliegue delante de un enemigo derrotado! ¿Dónde está ahora el intrépido ánimo que enfrentó a todo Israel, uno contra miles? ¡Cómo han caído los valientes! ¿Es éste mi señor Elías, agazapado en una caverna? ¿Es acaso éste el varón que parecía entrar de un salto en la historia de Israel cual león rugiendo sobre su presa? ¿Es éste Elías tisbita que hizo bajar de los cielos fuego y agua? Sí, lo es. Se ha vuelto pusilánime y está hastiado y por eso ha abandonado el servicio de su Señor. Es bueno que los que siempre somos débiles veamos muy claramente que los fuertes sólo son fuertes porque Dios los hace así. Su ocasional debilidad demuestra que por naturaleza son tan débiles como nosotros; es sólo por la fuerza divina que se vuelven valientes, y esa fuerza está lista a ceñirnos a nosotros también para el conflicto. Eso nos consuela, aunque no por ello excusamos nuestra propia debilidad. El Señor Dios de Elías es nuestro Dios, y así como Él sustentó a un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, Él puede sustentarnos, y lo hará, si clamamos a Él.

 

Observen con mucho cuidado y con mucho placer cómo trató Dios con Su siervo alicaído. Sabía que su corazón era fiel, entendía que Elías era un hombre veraz que amaba a su Dios y le temía, y que tenía mucho celo por Su honra; por tanto, no desechó airado a Su siervo, sino que resolvió reanimarlo, restaurarlo y llevarlo de regreso a la guerra santa. Elías debía aprender ahora el significado del cántico de David: “Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre”. El Señor comenzó con él con mucha ternura, renovando su organismo. Le permitió que cayera en un sueño, y cuando el ángel le tocó para despertarlo, había una torta cocida para él y una vasija de agua. Entonces el Señor le permitió dormir de nuevo, ya que lo necesitaba grandemente. Cuando estamos agotados por la fatiga, no perdemos el tiempo que invertimos en el sueño. La mejor economía de vida es dejar que el cuerpo tenga una dosis suficiente del dulce restaurador de la benévola naturaleza, es decir, del sueño balsámico. Después de un segundo sueño Dios le dio a Su siervo una segunda comida, y habiendo sido restaurado de esa manera, Elías fue capaz de mirar las cosas bajo una luz más alentadora. Hubo un tiempo cuando el pueblo cristiano tenía en poca estima al cuerpo; decían de su organismo que era un cuerpo vil, y ciertamente lo es en cierto sentido, pero no en todos los sentidos. Si tenían algunas dudas, temores o temblores nuestros buenos padres los ponían todos en la espalda del diablo, o de otra manera los atribuían a su propia incredulidad, cuando más bien sus depresiones surgían con frecuencia por falta de alimentos, o de aire fresco, o por culpa de un hígado tórpido o de un estómago débil. Miles de cosas pueden abatirnos y no debemos despreciar el cuerpo por medio del cual actúan en nosotros. Más bien deberíamos poner atención a las leyes naturales, y así mirar al Dios de esas leyes para que nos ayude. Dios, que creó el cuerpo y que le dio una estrecha afinidad con la mente, observa cuánto depende el alma del cuerpo y con frecuencia comienza su obra restauradora sanando nuestras enfermedades. Los que moramos en casas de arcilla nos quedamos con frecuencia encerrados, recluidos y confinados allí y nos vemos privados de cosas más elevadas en razón del polvo que se adhiere a nuestra alma. El Señor que sana a Su pueblo, en el caso de Elías comenzó reconfortando su lánguido cuerpo. Lo restauró por medio del sueño y de los alimentos. Si alguno de los presentes está deprimido y en un estado de zozobra mental, yo lo invitaría a que mire a su salud, y que no se culpe hasta no ver primero si su tristeza proviene de la enfermedad o del pecado, de un cuerpo débil o de una mente rebelde. No piensen que no es espiritual recordar que tienen un cuerpo, pues ciertamente tienen uno y no deberían ignorar su existencia. Si su Padre celestial piensa en el cuerpo físico de ustedes, en ello les da una sugerencia de que hagan lo mismo. Si el Señor, en Su sabiduría, comenzó con el fogoso Elías alimentándolo y reconfortando su cuerpo mortal, debemos considerar que es sabio que miremos a nuestras partes exteriores; es de los herejes que leemos que inculcan el descuido del cuerpo; los sabios lo valoran como el templo del Espíritu Santo. Con nosotros es frecuente el caso de que “el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil”; no es poca cosa que pongamos en orden a la carne; el médico es con frecuencia tan necesario como el ministro.

 

Una vez que el hombre de Dios hubo sido reconfortado por el grandioso Médico, fue guiado por el Señor a Horeb, donde estaría completamente solo. El Señor sabía que él necesitaba sosiego así como sueño y alimentos, y allí en medio de los solitarios peñascos, donde la completa desolación reina sin ser turbada, Elías se encontró más o menos como en casa. Cuando el sosiego hubo calmado en alguna medida su mente, el Señor comenzó a hablar con él. Le indicó que saliera y que estuviera en el monte delante del Señor. Tan pronto como el profeta llegó a la boca de la cueva, un tremendo huracán barrió las hendeduras de los valles con tal fuerza que partió los montes y derribó grandes masas de granito de sus elevadas cumbres. El grande y fuerte viento parecía sacudir las montañas hasta sus cimientos, y las gigantescas columnas que durante mucho tiempo habían resistido tormentas ordinarias, comenzaron a mecerse y a tambalearse y a caer en torno al solitario observador con un desplome atronador. El profeta no estaba para nada alarmado. Él era el hijo de la tormenta, un reprensor nacido para gobernar en medio de escenas tempestuosas. Es muy posible que su espíritu se sintiera estimulado por los terrores que le rodeaban. El tumulto en el que había vivido entre la gente había sido representado ahora delante de él en la furia de los elementos; no me sorprendería que incluso llegara a sentirse como en casa, gozosamente excitado cuando la terrible explosión barría las crestas de los montes. Mientras estaba en la boca de la caverna, la tierra cedió bajo sus pies: se apoyó contra la pared del monte, y he aquí, éste se sacudió y tembló, pues ahora estaba pasando el terremoto y parecía como si nada fuera estable en torno suyo. Apenas hubo cesado esta convulsión cuando el fuego exhibió su fulgor. El rayo lanzó llamas sobre todo el cielo e iba acompañado de unos truenos como nunca se habían oído. De risco en risco saltaban los rayos fulgurantes al punto que el firmamento entero ardió con el fuego de Dios. Sin embargo, no vemos que el profeta se hubiera acobardado o que hubiera desfallecido en lo más mínimo. El suyo era un espíritu valeroso; estaba tranquilo en medio de la tormenta. Así como el águila se remonta en el centro del rayo, y se eleva en las alas de la tormenta, así parecía el espíritu de Elías: la furia de los elementos lo despertó, pero no tuvo miedo. Y ahora el trueno cesó, y el rayo se alejó, y la tierra se quedó quieta, y el viento fue acallado, y hubo una quietud absoluta, y del aire apacible provino lo que el hebreo designa: “una voz de un suave silencio”, como si el silencio se hubiese vuelto audible. No hay nada más terrible que una pasmosa quietud después de un estruendo pavoroso. Ni siquiera el ruido del viento y de la tormenta que no pudo acobardar a Elías había sido tan terrible como el silbo apacible y delicado con el que Jehová le pidió a Su siervo que se acercara. Entonces el profeta se cubrió el rostro, y fue a la entrada de la cueva y se detuvo para escuchar, pues el silbo apacible y delicado había ganado la solemne atención de su alma. Le provocó lo que todo el resto de cosas no había logrado; y fue por esta razón: que el Señor no estaba en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, pero sí estaba en el silbo apacible y delicado, y Elías lo sabía, y estaba pasmado, y se preparó para oír lo que Dios el Señor le diría.

 

¿Cuál es la lección de esto? Que Dios el Espíritu Santo nos ayude esta mañana a aprenderla y a enseñarla.

 

I.   Primero, les pido que pongan atención a LA AGENCIA ELEGIDA. Noten, de entrada, lo que no fue. No fue lo terrible, no fue lo tremendo, no fue lo sobrecogedor, sino más bien lo contrario de todo eso. No fue una grandiosa demostración de poder, pues Dios no estuvo en ninguno de esos grandes fenómenos que Elías vio y oyó. Lo que ganó el valeroso corazón de Elías no fue el torbellino, no fue el terremoto, no fue el fuego, sino que fue el silbo apacible y delicado. Lo que gana eficazmente los corazones de los hombres para Dios y para Su Cristo no es un extraordinario despliegue de poder. Los hombres pueden ser orillados a temblar cuando Dios envía pestilencia y hambruna y fuego y otros terribles juicios Suyos; pero estas cosas terminan endureciendo usualmente los corazones de los hombres, y no los ganan. Vean lo que Dios le hizo a Faraón y a su tierra. Ciertamente esas plagas fueron tupidas y pesadas. No se había visto nada semejante antes, y, sin embargo, ¿cuál fue el resultado? “Pero Jehová endureció el corazón de Faraón”. Así sucede usualmente. Estas cosas son lo suficientemente buenas como introducciones al Evangelio divino que conquista apaciblemente el corazón, pero por sí solas no afectan al alma.

 

“La ley y los terrores no hacen sino endurecer

Todo el tiempo que trabajan solos;

Es un sentido del perdón comprado con sangre

El que disuelve un corazón de piedra”.

 

El silbo apacible y delicado tiene éxito allí donde “tremendas cosas… en justicia” no sirven de nada. No me sorprende que Elías esperara que los terribles juicios prevalecerían con sus paisanos; estas cosas terribles parecieran ser una forma rudimentaria pero efectiva de vencer el mal, y ciertamente prevalecerían si el corazón de los hombres no fuera tan “engañoso más que todas las cosas, y perverso”. ¿No has juzgado que si Dios enviara una pestilencia a nuestra indiferente ciudad, tal vez podría impresionar a la indiferente multitud, y conduciría a nuestras casas de oración a aquellos que habitualmente desperdician ahora el día de guardar? ¿No podrían el cólera, o la guerra, o el hambre alarmar las conciencias de los descuidados y conducir a los impíos a ponerse de rodillas? ¿No has pensado que tal vez la protección que Dios nos ha dado al salvarnos de las plagas de la guerra y de innumerables males, pudiera haber tendido a engendrar en los corazones de los hombres la presunción, el descuido y la indiferencia? Cuando pensamos en el pecado de nuestros semejantes casi podríamos decirle a Cristo: “¿Quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías?” Imaginamos con frecuencia que los terrores del Señor persuadirán a los hombres y los forzarán a buscar el reposo en el pecho de su Dios. Gracias sean dadas a la misericordia infinita porque el Señor, en el presente, no elige esa forma terrible de acción. Él deja al viento, deja al terremoto y al fuego, y les habla a los hombres en el silencio de sus almas mediante una voz que, aunque sea como “silencio audible”, es el poder de Dios para salvación. Pero es difícil que nos convenzamos de que así es. Aún nos aferramos a la idea de que la pompa externa de un poder tremendo haría avanzar el reino de Dios. No estamos tan dispuestos a prescindir de las doce legiones de ángeles, como lo estuvo nuestro Señor. En lo que se refiere a nuestra propia acción, somos pobres discípulos de Aquel de quien leemos, “No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz”. En nuestras prácticas religiosas somos demasiado propensos a confiar en la fuerza y energía carnales. Si podemos hacer ruido y crear excitación, conmoción y agitación, entonces tenemos esperanzas. Somos demasiado propensos a identificar con el poder de Dios la agitación de las masas motivada por excitaciones recientemente inventadas. Esta época de novedades parecería haber descubierto el poder espiritual en las bandas de metales y tambores, y se espera que las almas que no pudieran ser salvadas por una iglesia sean alcanzadas por un ejército, y se supone que las mentes que son insensibles a los argumentos evangélicos pueden ser embelesadas por unos pendones. La sencilla enseñanza apostólica está en rebaja, y se nos invita a experimentar métodos más sensacionales. La tendencia de este tiempo es hacia lo grande, hacia lo espectacular, y hacia el ‘show’ de poder, como si esas cosas pudieran lograr lo que agencias más regulares no han podido alcanzar. Pero no es así, o de lo contrario, tanto los hombres como Dios habrían cambiado grandemente.

 

La misma tendencia aparece en este comentario demasiado común, “Al menos hemos de contar con un predicador elocuente; tengamos uno que pueda argumentar con palabras exquisitas y selectas, un maestro del arte de la oratoria; ciertamente en esto podemos confiar, y apoyarnos en una argumentación animosa y en un intenso y elocuente discurso”. Sin embargo, quizá Dios no elija esta forma de poder, pues no aceptará que nuestra fe se base en sabiduría de palabras, sino que quiere que aprendamos esta lección, “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos”. Las frases del orador se suceden retumbando uno tras otro. ¡Cuán tremendo pasaje! Los oyentes seguramente han de estar impresionados. ¡Viento! Y el Señor no está en él. ¡Y ahora todo parece temblar, mientras, como un segundo Juan el Bautista, el ministro proclama infortunio y terror, y pronuncia la maldición de Dios sobre una generación de víboras! ¿No quebrantará esto los duros corazones? No. No se logra nada. Es un terremoto, pero el Señor no está en el terremoto. Hay todavía otra forma de fuerza. Aquí viene uno que argumenta con vehemencia. ¡Lleno de ardor, lanza destellos y despide llamas! Miren el brillo de sus sensacionales metáforas y anécdotas. Sí, hay fuego; ¿no podríamos decir que son fuegos artificiales? Y, con todo, el Señor no obra por medio de ese fuego. El Señor no está en el fuego. El Señor no usa la furiosa energía de un fanatismo desbocado. Él puede emplear grandes y terribles cosas como introducción a su obra de salvar almas, pero sólo son actividades preliminares; la obra misma se lleva a cabo en el secreto silencio del corazón. Como fueron en el caso de Elías, así son estas cosas en los casos de otros: sobresaltan y despiertan, pero no pueden convencer y convertir. Lo que ha de vivificar, iluminar, santificar y bendecir es realmente el silbo apacible y delicado del quieto silencio; las palabras suenan como una paradoja, pero el sentido es claro para quien conoce la verdad por experiencia. La voz que no se oye en el exterior es omnipotente en el interior.

 

Hemos mostrado suficientemente el lado negativo del asunto: la obra de Dios no se apoya en el poder de la criatura. Entonces, ¿qué usa Dios para tocar el corazón? Nuestro Padre celestial generalmente usa lo que es suave, tierno, apacible, tranquilo, calmado y pacífico: un silbo apacible y delicado. En la obra de una conversión real, de inducir al alma a la decisión y a una completa obediencia a Dios, la voz que llama es a menudo tan apacible que resulta casi imperceptible para otros, excepto en sus resultados; sí, es con frecuencia tan apacible que es casi imperceptible para el hombre que es el objeto de ella. Pudiera no ser capaz ni siquiera de decir exactamente cuándo vino la voz y cuándo se fue. El apacible céfiro refresca el enfebrecida frente, pero el paciente a duras penas se entera de que ha atravesado el aposento de enfermo y se ha marchado, tan suave es su aliento que recibe del cielo. En la reconciliación no hay golpes, ni redobles de tambor, ni rayos de tempestad; el amor es el capitán de esta guerra incruenta. Hay poca manifestación de fuerza física o mental, y, sin embargo, hay un mayor poder real que si se hubiera usado la fuerza física. Observamos que donde hubo una demostración de poder, como en el viento, en el terremoto, y en el fuego, leemos posteriormente que, “Jehová no estaba en ellos”, pero aquí, en este silbo apacible y delicado en el que no hubo ningún despliegue de poder, Dios estaba obrando. Aquí, entonces, vemos la debilidad del poder, pero aprendemos también el poder de la debilidad, y cómo Dios hace a menudo que aquello que pareciera más resistible sea irresistible, y lo que supondríamos que fácilmente pudiera ser descartado, teje en torno a un hombre grilletes de los cuales no puede escapar nunca. El Espíritu Santo obra suave y apaciblemente, tal como lo hace el aliento de la primavera que disuelve el témpano de hielo y derrite el glaciar. Cuando la helada sujeta a cada riachuelo por su garganta y lo aprieta firmemente, la primavera los pone en libertad. No se oye ningún ruido de martillo o de lima cuando se están soltando los grilletes, pero sopla el cálido viento del sur, y todo es vida y libertad. Así sucede con la obra del Espíritu de Dios en el alma cuando viene a dejar en libertad al pecador; obra eficazmente, pero no se escucha ninguna voz.

 

Ahora, prescindiendo de cuán suave y apacible pudiera ser la instrumentalidad, si salva al alma, en cada caso se realiza por la presencia del Espíritu Santo; y el Espíritu Santo, si bien cuando quiere puede ser “un viento recio que sopla”, -pues Él viene según Su propia voluntad soberana- con todo, cuando viene para traer al hombre la paz de Dios, desciende usualmente como paloma o como el rocío del cielo: todo es paz, y tranquilidad y quietud. Satanás puede incendiar el alma con agonía; dudas, temores y terrores la desgarran como un terrible terremoto; el hombre entero está sumido en angustia y confusión cuando el torbellino de la ley barre a través de su alma; pero el Espíritu viene con el más tierno amor, revelando a Cristo, el Ser amable, exponiendo la cruz del Salvador delante del ojo lloroso del pecador, y hablando paz, perdón, y salvación. Hermanos, esto es lo que necesitamos: la obra del Espíritu de Dios según Su manera de amor vivo.

 

He dicho que Él obra usualmente para la salvación del alma a través de la revelación del amor de Cristo, y así es, no sólo cuando somos convertidos, sino posteriormente. Sus operaciones son del mismo tipo en todo momento: apacibles y eficaces. Conforme vamos creciendo en santificación, lo hace mediante tiernas revelaciones del amor del Padre. ¿Qué cosa tiene igual influencia sobre cualquiera de nosotros como la que tiene la infinita y desbordante gracia de Dios en nuestro Señor Jesucristo? Ustedes saben cómo expone M. Monod, en su dulce himno, no sólo nuestro crecimiento en santificación, sino su gentil instrumento.

 

“Sin embargo Él me encontró:

Yo le contemplé, sangrando en el maldito madero,

Le escuché orar: ‘Perdónalos, Padre’;

Y mi anhelante corazón dijo ingenuamente:

‘Algo del yo y algo de Ti’.

 

Día a día Su tierna misericordia,

Sanando, ayudando, plena y libre,

Dulce y fuerte, y oh, tan paciente,

Me abatía, mientras yo susurraba:

‘Menos del yo y más de Ti’.

 

Ustedes pueden percibir que es la operación del amor en el alma la que obra todo.

 

“Más alto que los más altos cielos,

Más profundo que el mar más profundo;

Señor, Tu amor ha vencido al fin,

Concédeme ahora el anhelo de mi espíritu,

Nada del yo, pero todo de Ti”.

 

Tal como la silenciosa luz matutina, así obra la gracia en el ser humano. Sus procesos son realizados por el amor; no hay ni una sombra de terror o de servidumbre en el grandioso acto reconciliatorio en el interior. El Evangelio con sus buenas nuevas salta desde el corazón de Dios y entra en el corazón de los hombres, y se dan el descanso y la gratitud sagrada. Dios puede devorar a Sus enemigos con leones, pero a Sus amigos los gana con amor. A los que son obcecados quebranta con una vara de hierro y los hace pedazos como vasijas de alfarero; pero a los Suyos, cuando viene a salvarlos, los toca con el cetro de plata de la misericordia. La gracia obra con la mayor amabilidad. El amor es el carruaje de la omnipotencia cuando viene al mundo de la mente.

 

Mis queridos amigos (para cerrar este primer encabezado), cuando cada uno de nosotros comprende apaciblemente esto de manera individual, sin excitación animal, esto es lo que nos une a Jesús por fe. Elías estaba tranquilo y sereno cuando oyó el silbo apacible y delicado de Dios. No cayó al suelo horrorizado, ni danzó de gozo, pero su naturaleza entera fue tocada y lo más íntimo de su corazón se convulsionó. El silencio que Dios había causado que se oyera en su interior, derritió su alma. Así es como son realizadas las conversiones. Cuando el corazón entiende claramente la verdad, cuando el hombre percibe que el mensaje de gracia le pertenece, cuando sujeta esa verdad y lidia con ella y esa verdad con él, entonces, sin ayuda del exterior, busca y encuentra la vida eterna. El silbo apacible y delicado en el interior de su conciencia es la instrumentalidad escogida por Dios para convertir y consolar eficazmente a las almas de los hombres; el reino de Dios no viene por observación, sino que el hombre es llevado cerca de Dios en la cámara secreta.

 

II.   Noten LOS SELECTOS EFECTOS de este escogido modo de obrar. El primer efecto sobre Elías fue que el hombre fue sometido. Ya he tratado esto antes. Aquel que podía confrontar al viento rugiente, aquel que no estuvo aterrorizado por el rayo, ni fue llevado a temblar por el terremoto, en el instante en que estuvo en esa quietud y oyó la suave voz, cubrió su rostro con su manto de piel de oveja y salió de la cueva como un hijo obediente al llamado de su Padre celestial. Y cuando el Espíritu de Dios viene en Su benévolo poder sobre alguno de ustedes, entonces esa persona no se resistirá más; será sometida y conquistada por su suave y tierno contacto.

 

Lo primero que hizo Elías, dije, fue cubrir su rostro con su manto, imitando en eso a los ángeles que no pueden estar descubiertos en esa temible presencia. Hizo lo más que pudo para ocultar su rostro, como alguien que está avergonzado, avergonzado por haber dudado de su Dios, avergonzado de haber hecho el papel de cobarde, avergonzado por haber sido encontrado lejos del lugar de su servicio. Cuando el Espíritu Santo trata con hombres y mujeres, este es uno de los efectos iniciales en sus mentes: que la vergüenza y la humillación cubren sus rostros.

 

“Confundido, Señor, cubro mi rostro,

E inclino mi cabeza culpable;

Avergonzado de todos mis perversos caminos,

De la odiosa vida que he llevado”.

 

No pueden hablar en los mismos tonos osados que solían usar antes; la jactancia está excluida. De cualquier manera, por algún tiempo tienen que aprender a cómo comportarse en la presencia divina, pues caminar en la luz, como Dios está en la luz, no es fácil para pecadores recién convertidos; sus ojos son débiles y delicados, y por tanto, tienen que cubrirlos del destello de la luz eterna. El amor es el poder triunfante; donde el simple poder y el trueno fallan, el amor conduce al corazón a una alegre cautividad. Ahora, como ya he dicho, ni el viento ni la tempestad pudieron producir esto en Elías, pero el silbo apacible y delicado de Dios lo hizo de inmediato.

 

“Señor, Tu has ganado, por fin me rindo;

Mi corazón, forzado por la gracia poderosa,

Se rinde entero a Ti;

Contra Tus terrores me esforcé por largo tiempo,

Pero, ¿quién puede oponerse a Tu amor?

El amor sí puede conquistarme.

 

Cuando Tú has ordenado que rueden Tus truenos,

Y que brillen los relámpagos, para hacer volar mi alma,

Yo todavía he sido terco;

Pero la misericordia ha sometido a mi corazón,

He visto a un Salvador sangrante,

Y ahora odio mi pecado”.

 

Al leer el capítulo pareciera como si el profeta no salió de la cueva hasta que oyó esa voz. Él había sido llamado por Dios a salir fuera y a ponerse en el monte delante del Altísimo, pero al continuar leyendo se ve que no hizo eso hasta que le llamó el silbo apacible y delicado y lo atrajo en el camino del mandamiento: de manera que la obediencia es un segundo efecto bendito. Avergonzado por cuenta de sus errores, ahora está resuelto a seguir la palabra de su Señor de inmediato, y se pone a la entrada de la cueva para oír lo que Dios el Señor dirá. Si el Espíritu de Dios obra eficazmente en cualquiera de nosotros, una de las primeras señales de eso será que si bien seremos humillados por causa del pecado, vamos a volvernos denodados para obrar justicia. La gracia nos vuelve sensibles en materia de obediencia. Quienes oyen la voz del Señor, con toda seguridad clamarán: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” Cuando esa voz gana el oído dispuesto crea un pie listo para ir donde Dios nos pida. Nuestro deseo es conocer la voluntad del Señor y cumplirla prontamente, pues el susurro del cielo tiene como su carga: “Sígueme”.

 

Y ahora que Elías ha salido al aire libre, el siguiente efecto sobre él es que tiene tratos personales con Dios. La voz le dice: “¿Qué haces aquí, Elías?” Es una pregunta familiar, hecha sólo a él. Elías sabe que Dios está hablando con él, y por eso siente la fuerza de cada palabra que le escudriña. Entonces derrama la amargura de su dolor, y le dice al Señor lo que le aflige. El Espíritu está obrando seguramente en ti cuando tu conversación es únicamente con el Señor. Cuando no quieres que nadie oiga lo que tienes que decir, y te alegras de entrar en tu aposento, y cerrar la puerta, y orar a tu Padre que ve en lo secreto, esa es una obra real, la obra de Dios. Cuando al leer cada línea de la Palabra de Dios sientes como si fuera escrita para ti, y sólo para ti; cuando piensas que nadie más en el mundo puede entrar tan plenamente en ella, a tu juicio, como lo haces tú ahora, pues las frases parecen diseñadas para ti; y hay pequeñas palabras metidas en la amenaza y en la promesa exactamente adaptadas para ti; entonces es que el silbo apacible y delicado está ejecutando su sagrado oficio. Este es un punto importante, este contacto del alma con Dios, este derribamiento de las barreras de cosas visibles y este encierro con Dios, el invisible. Oh, es una visión que los ángeles se deleitan en contemplar cuando un hombre se postra delante del Altísimo y escucha la voz de su grandioso Padre, y luego le declara todo lo que hay en su corazón, sin intentar ocultarle nada. Esto nunca es producido por el torbellino, o por el fuego o por el terremoto; es el efecto de la voz del apacible silencio, pues Dios está en él. Vanas son la elocuencia, la argumentación, la música y el sensacionalismo; el Espíritu obra todas las cosas santas, y sólo Él, y las realiza en el solemne silencio de un alma sometida por el amor.

 

III.   En tercer lugar, vamos a decir algo respecto A LA LECCIÓN QUE EL PROPIO ELÍAS APRENDIÓ de esta parábola actuada. El propio Elías había enseñado a la gente mediante acciones más bien que mediante palabras, y ahora él mismo es instruido de manera similar. Le fueron enseñadas varias cosas que era esencial que supiera; y entre ellas, primero, que Dios no siempre usa los medios que nosotros suponemos que usará. Nos sentamos y reflexionamos cómo puede ser bendecida una nación, y nos formamos nuestra propia idea de cuál es la manera más excelente; pero nuestros pensamientos no son los pensamientos de Dios, pues como son más altos los cielos que la tierra, así son Sus pensamientos más altos que nuestros pensamientos, y Sus caminos más que nuestros caminos. Me atrevo a decirte, hermano mío optimista, que tengas un esquema bien ordenado en tu propia mente que quisieras ver implementado, por el cual el Evangelio sería dado a conocer en tierras paganas muy rápidamente. Tantos obreros de un tipo han de ayudar a un cierto número de un grado superior, y por una sabia división de labores y asignación de distritos, la obra ha de ser realizada sistemáticamente. Pero no te encariñes demasiado con métodos favoritos, pues podrías llevarte una gran desilusión ya que Dios, como regla, no usa nuestros esquemas. Los grandes pasos del Infinito no han de ser medidos por nuestro caminar infantil. No nos corresponde proponerle qué debe hacer, ni cómo ni cuándo debe hacerlo, sino que debemos dejar que Su voluntad soberana elija y ordene, y veremos cuán prodigioso es en Sus obras. La vida de Elías había sido una continua tormenta. Desde la primera vez que aparece como el profeta del fuego hasta que huyó de Jezabel, siempre había hablado desde el torbellino, y amenazaba o ejecutaba los juicios del Señor; y pudiera ser que confiara demasiado en esta forma de ministerio. Sin duda tenía razón en reprender de esa manera al pueblo pecador y obstinado, pero aún así Dios le haría saber que el Carmelo, con su victoria total sobre los sacerdotes de Baal -al punto que sus riachuelos corrían tintos en sangre- no era el camino por el cual Dios vencería a Sus enemigos. Los hombres no adorarían a Dios correctamente sólo porque en un momento de excitación hubieran dado muerte a una banda de impostores. No se gana al corazón a una reverencia amorosa por la matanza. No es por sangre que los hombres son bautizados a una adoración espiritual. Tenemos que aprender esta misma lección una y otra vez; repitámosla: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos”. Es de lamentar que la gran mayoría de la gente que profesa se aferre obstinadamente al fatal error de buscar demostraciones de poder de un tipo o de otro. Oigo que una cierta iglesia está buscando a un hombre muy listo; esa iglesia piensa que Dios está en el viento. Oigo que los diáconos dicen: “Tenemos que buscar al mejor varón. No importa lo que tengamos que dar, ni a qué iglesia tengamos que despojar de su ministro; tenemos que conseguir a un varón de primera clase, y entonces tendremos una casa llena y veremos muchas conversiones”. Nada de eso: Dios no obra por medio de varones listos y varones que tienen por objetivo la grandeza de la oratoria. Si así le agradase, Dios podría permitir que la casa se llenara con atentos oyentes, pero si la gente está confiando en la habilidad, habrá pocos convertidos. “Oh, pero debemos tener una organización de primera clase, tenemos que hacer crecer a la iglesia con servicios de avivamiento”. Sí, háganlo, y háganlo de nuevo, si quieren, y el resultado podría ser bueno si pudieran hacer la obra humildemente; pero si confían una pizca en los medios empleados, el Espíritu se irá, y ustedes no verán nada sino su propia locura. Ese silbo apacible y delicado será acallado y silenciado, mientras que las jactancias de su sabiduría resonarán como un viento aullador o como un trueno que no viene acompañado por la lluvia.

 

Hemos de saber esto: que Dios obrará por los medios que quiera, y en seguida que todos los medios son inútiles aparte de Él. Todo viento, todo fuego, todo terremoto, todo poder y grandeza fallan a menos que el silbo apacible y delicado esté presente y Dios esté en él. Esto ha sido repetido insistentemente a oídos de la iglesia, y lo cree doctrinalmente, pero, ay, ella sale en la práctica y se comporta como si la teoría opuesta fuera la válida. Busca resultados divinos en causas humanas, y es, por tanto, engañada con frecuencia. Su dependencia está demasiado fijada en un brazo de carne, y mientras esto sea así, no podemos esperar ver que el brazo desnudo del Eterno se extienda en medio de nuestros campamentos.

 

Dios quería que Elías supiera otra cosa, y quiere que nosotros la sepamos también, que nuestra debilidad puede ser nuestra fuerza. Elías no sabía nada respecto a esos siete mil convertidos que habían sido ganados por la voz silenciosa de su vida de entrega. Puesto que el éxito del Carmelo se derritió como la bruma de la mañana, él pensó que su carrera había sido un fracaso en todo momento, y que no había llevado a nadie a reverenciar a Jehová; pero Elías estaba leyendo con los ojos de la incredulidad, y era su imaginación la que lo estaba conduciendo en vez de los hechos del caso. He aquí siete mil personas esparcidas a lo largo y ancho del país para quienes Dios había bendecido el testimonio de Elías. Si no había bendecido sus grandes cosas como él había deseado, con todo, sus pequeñas cosas habían prosperado grandemente. Fue la conducta cotidiana de Elías, más bien que sus milagros, la que había impresionado a esos siete mil y los había conducido a sostener con firmeza su integridad. El Señor quiere que sepamos que obra más bien por medio de nuestra debilidad que por medio de nuestra fuerza, y con frecuencia hace un mayor uso de nosotros cuando a nuestro juicio no hemos exhibido nada salvo nuestra debilidad.

 

Además, el Señor quiere que notemos la fuerza que tienen otras personas en su debilidad. No captamos esa lección tan rápidamente como captamos la primera. Nos es grato aprender que cuando somos débiles somos fuertes, porque ya que somos generalmente débiles, nos alegra aprender que usualmente somos fuertes; pero no hablamos así de otros que pudieran ser en algunos sentidos nuestros inferiores. Si vemos a un varón un poquito más vigoroso de lo usual, preguntamos con petulancia: “Señor, ¿y qué de éste?” Si alguna santa mujer prorrumpe con un suplicante testimonio, decimos: “Sería mejor que se callara. Nada saldrá de su plática”. Alguien realiza una obra por allá, pero nosotros no aprobamos sus métodos, y por tanto clamamos: “¡Insensatez!” Ah, pero hermano, tienes que aprender de la fortaleza de otras personas débiles, así como de la tuya. Tú sabes que hay otros tan débiles como tú; te alegra mucho descubrirlo, y vas y lo cuentas; pero hay también otros tan fuertes como tú a quienes Dios hace fuertes porque son débiles y trata con ellos, en Su tierna misericordia, tal como lo hace contigo. Oh, que aprendieras esto, y entonces verías que no sólo hay uno o dos obreros fieles, sino miles que son en la tierra fieles a su Señor y valientes por la verdad. El Señor tiene todavía un remanente que le sirve tan fielmente como tú lo haces; no ha doblado su rodilla a Baal ni ha besado a los becerros, sino que está erguido en su testimonio para Dios. Cree esto y sé feliz, pues Dios quiere que lo creas. Él no siempre está con nuestros poderosos predicadores, con nuestros instruidos canónigos, con nuestros reverendos obispos, con nuestros grandes generales, y todo eso, pero pudiera estar con ese pobre hermano joven que se para en las esquinas de las calles y habla con frases entrecortadas, y con esa amada hermana que se encarga de una o dos docenas de niñas y les enseña el amor del Salvador. Ustedes se preguntan qué es lo que posiblemente pudieran enseñar esas personas, y sin embargo, el Señor está apacible y eficazmente hablando por sus suaves voces. Nosotros somos críticos maravillosos; estamos disponibles y con ganas de hacer pedazos a los siervos de Dios; pero la misericordia es que el Señor se venga dulcemente de nosotros por causa de ellos dándoles una mayor bendición para que hagamos a un lado nuestro juicio, y para que podamos entender que Él habla aún por medio de quien quiere y usa al que Él elige, y que esta verdad es segura por siempre: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos”. El silbo apacible y delicado del cristiano humilde y solitario pudiera contener mayor poder que todos los truenos y rayos del mayor orador que haya argumentado jamás por Cristo.

 

IV.   Por último, ESCUCHEMOS esta mañana; que el acto de escuchar sea puesto en práctica de inmediato, muy reverentemente. Si somos demasiados para hacerlo aquí, vayamos a casa, a nuestras propias habitaciones, y escuchemos allí. Me dirijo especialmente a los que no conocen al Señor; ustedes no pueden hacer que se oiga el silbo apacible y delicado; pero a menudo, haciendo silencio y quedándose quietos, ustedes pueden oír ese llamado de tierno amor. ¿Qué les dice a ustedes, personas inconversas? ¿No les habla a sus conciencias, diciéndoles: “Cómo es que han vivido tanto tiempo en la luz y sin embargo no la han visto nunca? ¿Cómo es que han morado tanto tiempo en la atmósfera del amor y, sin embargo, nunca lo han sentido? ¿Cómo es que Jesucristo les ha sido predicado, y ustedes saben que Él es el único Salvador, y sin embargo, lo han rechazado? Los años van pasando; sus cabellos se están tornando grises; han esperado siempre, y han resuelto a medias, que tiene que haber un momento de cambio para ustedes, y sin embargo, son simplemente los mismos. No voy a hablar por tu conciencia, pero sí le pido a tu conciencia que te pregunte, ¿por qué tratas tan mal a tu mejor Amigo? ¿Por qué menosprecias Su sangrante amor? ¿Por qué lo postergas por cualquier nimiedad, y siempre estás diciendo: “Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré”? Cuando la conciencia haya terminado de hablar, entonces deja que hable Jesús. ¿Y qué te dirá? “Yo te he amado, y me entregué por ti; ¿porqué me desprecias? Yo he venido a ti y te he hablado con acentos de amor, y te he pedido que confíes en mí, y he dicho que no te echaré fuera si vinieras a mí; ¿por qué no vienes y confías?” Deja que se escuche esa suave voz, la voz del Bebé de Belén, la voz del Cordero moribundo en el Calvario; deja que argumente contigo: “Ven a mi, y yo te daré descanso”. Escucha Su voz, por favor; deja que otros sonidos se apaguen para que puedas oírla. Quédate quieto en casa e inclina tu oído, escuchando diligentemente la voz de la misericordia del sangrante Hijo de Dios.

 

Luego deja que hable el grandioso Padre, y te diga: “Ven a mí, hijo mío; tú te has descarriado, pero yo sigo estando dispuesto a recibirte. Si vienes a mí, confesando tu transgresión, Yo soy fiel y justo para perdonarte tu pecado y para salvarte de toda tu injusticia. Ven a mí, y vivirás en mi casa, y gozarás de todos los privilegios de mis hijos”.

 

Igualmente escucha con diligencia las enseñanzas del Espíritu Santo. Siéntate y di: “Habla, bendito Espíritu, háblame”. No puedes hacer nada mejor esta tarde que apartar un tiempo de silencio para que puedas inclinar tu oído al Espíritu de gracia. Date una hora de completa soledad, y quédate quieto, y di: “Ahora, Señor, bendito Espíritu, habla y quebranta mi corazón con vergüenza por mis transgresiones; habla, entonces, para sanar mi corazón creyendo en Jesús; háblame mientras yo te espero”. ¡Oh, cuántos recibirían una bendición si hicieran eso!

 

Finalmente, permítanme que con los acentos más tiernos haga a cada inconverso la pregunta que Jehová hizo a Elías. “¿Qué haces aquí, Elías?” ¿Qué te trajo aquí esta mañana? ¿Viniste a adorar a Dios, o a gratificar la curiosidad, o viniste meramente porque es algo apropiado asistir a un lugar de adoración un día domingo? “¿Qué haces aquí, Elías?” ¿Qué has estado haciendo toda la mañana? Cuando fue cantado el himno, ¿alabaste o te burlaste? Y cuando fue ofrecida la oración, ¿te uniste a ella, o has estado sentado aquí insultando al Altísimo, ofreciéndole lo externo de la devoción mientras tu corazón ha estado lejos de Él? “¿Qué haces aquí, Elías?” Oh, que respondieras: “Yo efectivamente me arrepiento de lo que he hecho, y de lo que no he hecho, y me postro a los pies del Padre, y le suplico por intermediación de Jesús que tenga piedad de mí y perdone mis transgresiones”. Si crees en Cristo Jesús, quedas perdonado. Si confías tu alma a Jesús, prosigue tu camino; no hay pecado en el libro de Dios contra ti ahora. Él ha borrado tus transgresiones y no recordará más tus pecados. Será un día feliz, pues la voz te hablará esta mañana, y no dejará de hablarte nunca hasta que el Rey venga en Su gloria, y te ponga a Su diestra. Que el Señor los bendiga, queridos amigos, por Su propio Espíritu, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: 1 Reyes 19.

 

Nota del traductor:

Tórpido: Se dice del miembro u órgano que se mueve o funciona con dificultad.    

   

 

Traductor: Allan Román

27/Noviembre/2013

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