El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Siervos Inútiles
NO. 1541
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 6 DE JUNIO DE 1880
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Y al siervo inútil echadle en las
tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes”. Mateo 25: 30.
“Así también vosotros, cuando hayáis
hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo
que debíamos hacer, hicimos”. Lucas 17: 10.
“Y su señor le dijo: Bien, buen
siervo y fiel”. Mateo 25: 21.
Hay un estrecho margen entre la indiferencia y
la mórbida sensibilidad. Algunas personas no parecen sentir ninguna santa
ansiedad: esconden el talento de su Señor en la tierra, lo dejan allí, y se
quedan complacidas y sintiéndose a sus anchas sin experimentar la más mínima
compunción. Otros profesan estar tan ansiosos de actuar correctamente que
llegan a la conclusión de que nunca podrán lograrlo, y experimentan un horror
de Dios y ven Su servicio como un trabajo fatigoso, y a Él mismo lo consideran
un patrono duro, aunque tal vez nunca lo digan.
Entre estas dos líneas hay un sendero, estrecho
como el filo de una navaja, que sólo podemos recorrer con la ayuda de la gracia;
está libre de negligencia y de esclavitud a la vez, y consiste en un sentido de
responsabilidad asumido valientemente con la ayuda del Espíritu Santo. El
camino correcto transita usualmente entre dos extremos: es el angosto canal que
corre entre la roca y el remolino. Hay una vía sagrada que circula entre la
autoestima y el desánimo, una pista muy difícil de encontrar y muy difícil de
seguir. Cuando estás consciente de que has hecho las cosas bien y de que estás
sirviendo a Dios con todas tus fuerzas, estás expuesto a grandes peligros, pues
podrías llegar a pensar que eres una persona merecedora, digna de contarse
entre los príncipes de Israel. Difícilmente podría exagerarse el peligro de
caer en el engreimiento: una cabeza mareada provoca pronto una caída.
Pero, por otro lado, igualmente ha de ser temido
ese sentido de indignidad que paraliza todo esfuerzo y que te hace sentir que
eres incapaz de hacer algo grande o bueno. Bajo este impulso, los hombres han
evadido el servicio de Dios y se han refugiado en una vida de soledad;
sintieron que no podían combatir valientemente en la batalla de la vida, y
entonces huyeron del campo antes de que la batalla comenzara, y se convirtieron
en monjes o eremitas, como si fuese posible cumplir con la perfecta voluntad de
Dios sin hacer nada en absoluto, y desempeñar los deberes que les corresponden
en la vida, llevando un modo de existencia antinatural.
Bienaventurado es el hombre que encuentra el estrecho
y angosto sendero que corre entre los elevados pensamientos acerca de ‘yo’ y
los duros pensamientos acerca de Dios, entre el pundonor y la tímida huída de
todo esfuerzo.
Es mi deseo que el Espíritu de Dios guíe
nuestras mentes hacia el dorado punto medio donde nuestras gracias se mezclan,
y los vicios que contienden, igualmente naturales para nuestros malvados
corazones, son todos excluidos. Que el Espíritu de Dios bendiga nuestros tres
textos y los tres temas sugeridos por ellos, para que seamos enderezados, y
luego, por la misericordia infinita, seamos guardados rectos hasta el gran día
de la rendición de cuentas.
Leamos Mateo 25: 30.
“Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de
afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes”.
En este primer texto, tenemos EL VEREDICTO DE LA
JUSTICIA contra el hombre que no usó su talento. Ese hombre es descrito aquí
como un “siervo inútil” porque era holgazán, inepto y despreciable. No le
generó a su señor ningún interés por su dinero ni le prestó ningún servicio
sincero. No respondió fielmente a la confianza depositada en él como lo
hicieron sus consiervos.
Noten, primero, que esta persona inútil era un siervo. Nunca negó que fuera un siervo;
de hecho, debido a su condición de siervo entró en posesión de su único
talento, y nunca puso reparos a esa posesión. Si hubiese sido capaz de recibir
más, no hay ninguna razón por la que no debería haber recibido dos talentos, o
hasta cinco, pues la Escritura nos dice que el señor le dio a cada uno conforme
a su capacidad. Reconoció la autoridad de su señor incluso en el acto de
enterrar el talento y al comparecer ante él para rendirle cuentas. Esto hace
que el tema nos lleve a ustedes y a mí a escudriñar más nuestros corazones pues
nosotros también profesamos ser siervos, siervos del Señor nuestro Dios.
El juicio ha de comenzar por la casa de Dios,
esto es, por quienes están en la casa del Señor como hijos y siervos. Por lo
tanto, miremos bien nuestras salidas. Si el juicio comienza primero por
nosotros, “¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?”
“Y: si el justo con dificultad se salva, ¿en dónde aparecerá el impío y el
pecador?” Si nuestro texto trata del juicio de los siervos, ¿cuál será el
juicio de los enemigos? Este hombre reconoció, incluso hasta el final, que era
un siervo, y aunque fue lo bastante impudente e impertinente para expresar la
más perversa y calumniosa opinión acerca de su señor, no negó su propia
posición como siervo, ni el hecho de que el talento era de su señor, pues dijo:
“Aquí tienes lo que es tuyo”. Al hablar así fue más allá de lo que hacen
algunos cristianos profesantes, pues viven como si el cristianismo consistiera en
comer grosuras y en beber vino dulce nada más y no en servir en absolutamente nada;
como si la religión constara de muchos privilegios mas no de preceptos, y como
si, cuando los hombres son salvados, se convirtieran en holgazanes para quienes
es un asunto de honor magnificar la gracia inmerecida y hacerlo quedándose todo
el día en la plaza desocupados.
Ay, conozco a algunos que nunca mueven una mano
por Cristo y, sin embargo, lo llaman Maestro y Señor. Les irá muy mal en Su
venida. Muchos de nosotros reconocemos que somos siervos, que todo lo que
tenemos le pertenece a nuestro Señor, y que estamos obligados a vivir para Él.
Hasta aquí todo está bien; pero pudiéramos llegar tan lejos como eso, y, sin
embargo, ser considerados siervos inútiles y ser echados en las tinieblas de
afuera, donde será el lloro y el crujir de dientes. Pongamos mucho cuidado a
ésto.
Aunque este hombre era un siervo, pensaba mal de su señor y le desagradaba
estar a su servicio, pues le dijo: “Señor, te conocía que eres hombre duro, que
siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste”. Ciertos profesantes
que han entrado a hurtadillas en la iglesia piensan lo mismo: no se atreven a
decir que lamentan haberse unido a la iglesia, y, sin embargo, actúan de tal
manera que todos pueden concluir que si éso pudiera revertirse, no harían lo
mismo otra vez. No encuentran placer en el servicio de Dios, pero continúan
cumpliendo con su rutina como un asunto de hábito o de una severa obligación.
Adoptan el espíritu del hermano mayor, y dicen: “He aquí, tantos años te sirvo,
no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para
gozarme con mis amigos”. Se sientan en el lado sombreado de la piedad, y nunca
toman el sol que resplandece a plenitud en la piedad. Olvidan que el padre le
dijo al hijo mayor: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son
tuyas”. Podía haber tenido tantos festejos, tantos corderos y cabritos como lo
hubiera deseado, y no se le habría negado nada bueno. La presencia de su padre
debió haber sido su gozo y su deleite, y ser algo muy superior a todas las
juergas con sus amigos; y habría sido así si hubiera tenido el apropiado estado
de corazón.
El hombre que escondió su talento había llevado
el espíritu malo y petulante mucho más lejos que el hermano mayor, pero los
gérmenes eran los mismos, y debemos asegurarnos de aplastarlos al comienzo.
Este siervo inútil miraba a su señor como
alguien que segaba donde nunca había sembrado, y que solía recoger donde nunca
había esparcido; quería decir que era una persona dura, exigente e injusta, a
quien era difícil agradar. Juzgaba que su señor era alguien que esperaba más de
sus siervos de lo que tenía el derecho de esperar, y tenía tal odio contra su
injusta conducta que resolvió decirle en su cara lo que pensaba de él.
Este espíritu puede introducirse fácilmente en
las mentes de las personas que profesan; me temo que es el espíritu que cobija
a muchas personas incluso ahora, pues no están contentas con Cristo. Si
necesitan experimentar placer van fuera de la iglesia para obtenerlo. Sus gozos
no están dentro del círculo del cual Cristo es el centro. Su religión
constituye su labor, mas no su deleite; su Dios es su
terror, mas no su gozo. No se deleitan en el Señor, y por tanto, Él no les
concede el deseo de su corazón y por consiguiente su descontento crece más y
más. No podrían llamarlo: “Dios de mi alegría y de mi gozo”, y entonces resulta
que Él es un terror para esas personas. La devoción es un monótono compromiso
para ellas; desearían poder escapar de ese compromiso con una conciencia
tranquila. No llegan al punto de decirle eso a su ‘yo’ secreto, pero puedes
leer entre líneas estas palabras: “¡Oh, qué fastidio es esto!” No ha de
sorprender que las cosas lleguen al punto de que una persona que profesa se
convierta en un siervo inútil, pues, ¿quién puede hacer bien un trabajo que
detesta? El servicio forzado no es deseable. Dios no necesita que unos esclavos
honren Su trono. Un siervo que no esté contento con su situación sería mejor
que se fuera; si no está contento con su Señor sería bueno que encontrara otro,
pues su relación mutua será desagradable e inútil. Cuando se llega al punto de
que ustedes y yo estemos descontentos con nuestro Dios, e insatisfechos con Su
trabajo, sería mejor que buscáramos a otro señor, si nos fuera posible, pues
ciertamente seremos inútiles para el Señor Jesús debido a nuestra falta de amor
por Él.
A continuación, noten que aunque este hombre no
estaba haciendo nada por su señor, no se
consideraba un siervo inútil. No mostraba ningún sentimiento de indignidad,
ninguna humillación, ninguna contrición. Estaba tan endurecido como un metal y
le dijo descaradamente: “Aquí tienes lo que es tuyo”. Se presentó ante su señor
sin presentar disculpas ni excusas. No se identificó con aquellos que, después
de haber hecho todo lo que se les había ordenado, dijeron luego: “Siervos
inútiles somos”, pues sentía que había tratado con su Señor como lo merecía la
justicia del caso; ciertamente, en lugar de reconocer cualquier falta recurrió
a acusar a su señor.
Lo mismo sucede con los falsos profesantes. No
tienen la menor idea de que son hipócritas, y ese pensamiento no se cruza por
sus mentes. No tienen ninguna noción de que son infieles. Si llegaras a sugerírselo,
verías cómo se defienden. Si no viven como deberían hacerlo, exigen que se
apiaden de ellos antes de que se les culpe; la culpa la tiene la Providencia;
la culpa la tienen las circunstancias; la culpa es de alguien más y no de
ellos. No han hecho nada, y sin embargo se sienten más tranquilos que quienes han
hecho todo lo que debían hacer. Se han tomado la molestia de cavar en la tierra
y enterrar su talento y, prácticamente, preguntan: ¿qué más quieres? ¿Es tan
exigente Dios como para esperar que yo le traiga más de lo que Él me dio? Soy
tan agradecido y devoto como Dios me hace; ¿qué más habría de requerir? No
vemos que se incline en el polvo con un sentido de imperfección, sino que le
echa arrogantemente toda la culpa a Dios; y ¡hace eso, también, bajo la
pretensión de honrar Su gracia soberana! ¡Caramba! Que los hombres sean capaces
de torturar la verdad para convertirla en una falsedad tan presuntuosa.
Fíjense bien que el veredicto final de la
justicia podría resultar muy opuesto al veredicto que pronunciamos sobre nosotros
mismos. Quien orgullosamente se considera útil será encontrado inútil, y quien modestamente
se juzga inútil podría llegar a oír al final que su Señor le dice: “Bien, buen
siervo y fiel”. Debido a los defectos de nuestra conciencia somos tan poco
capaces de formarnos un recto juicio sobre nosotros, que frecuentemente nos
consideramos ricos y nos hemos enriquecido y que no tenemos necesidad de nada,
cuando, en verdad, estamos desnudos, y somos pobres y miserables. Tal era el
caso de este siervo infiel: se había envuelto en la noción altiva de que él era
más justo que su señor, y esgrimía un argumento que él pensaba que le
exoneraría de toda culpa.
Deberíamos escudriñar mucho nuestro corazón
cuando notamos lo que hizo este siervo
inútil, o, más bien, lo que no hizo. Depositó cuidadosamente su capital
donde nadie fuera capaz de encontrarlo y robarlo; y allí terminó su servicio.
Debemos observar que no gastó el talento en algo para él mismo, ni lo usó en
negocios para su propio beneficio. No era un ladrón, ni se había apropiado
indebidamente de dineros puestos bajo su cargo. En ésto sobrepasa a muchos que
profesan ser siervos de Dios y, sin embargo, viven únicamente para ellos
mismos. El escaso talento que tienen lo usan en sus propios negocios y nunca en
los asuntos del Señor. Tienen el poder de obtener dinero, pero su dinero no es
ganado para Cristo; nunca se les ocurre una idea de tal naturaleza. Todos sus
esfuerzos están encaminados a fines egoístas, o –usando otras palabras que
expresan lo mismo- para sus familias.
Por allá tenemos a un hombre que tiene el don de
un discurso elocuente, y lo usa, no para Cristo, sino para sí mismo, para ganar
popularidad y poder alcanzar una respetable posición; el único propósito y el
objetivo de su más denodada perorata es llevar más grano a su propio molino, y
mayores ganancias para su propio peculio. Puede verse por doquier entre los
profesantes de la religión, que viven para ellos mismos: no son adúlteros ni
borrachos; están muy lejos de serlo; tampoco son ladrones ni derrochadores; son
personas decentes, ordenadas y apacibles; pero aún así, comienzan y terminan
con su ‘ego’. ¿Qué es esto sino ser un siervo inútil? ¿De qué me serviría un
siervo que trabajara duro para sí mismo y no hiciera nada para mí? Un cristiano
profesante podría trabajar duramente hasta volverse un hombre rico, un regidor
en la ciudad de Londres, un alcalde, un miembro del Parlamento, un millonario;
pero, ¿qué probaría eso? Pues bien, probaría que podía trabajar y que en efecto
trabajó bien para su propio provecho; y si hizo todo eso mientras hacía poco o
nada por Cristo, su propio éxito lo condena todavía más; si hubiera trabajado
para su Señor como trabajó para su propio interés, ¿qué no habría podido
lograr? El siervo inútil de la parábola no era tan malo como eso; y sin
embargo, fue echado en las tinieblas de afuera. Entonces, ¿qué sucederá con
algunos de ustedes?
Además, el siervo malvado no fue y malgastó su
talento: no lo gastó en complacencias egoístas ni en perversidades, como lo
hizo el hijo pródigo, que gastó sus posesiones en una vida desenfrenada. Oh,
no; era un hombre mucho mejor que eso. No desperdiciaría ni medio centavo;
estaba completamente a favor del ahorro y de evitar riesgos. El talento estaba tal
como lo había recibido; sólo lo había envuelto en un pañuelo y lo había
escondido en la tierra; de hecho lo había depositado en un banco, pero era un
banco que no pagaba intereses. Nunca tocó un centavo de eso para gastarlo en
juergas o en parrandas, y por eso no podía ser acusado de ser un derrochador
del dinero de su señor; y en todo eso fue superior a aquellos que rinden su
fortaleza al pecado, y que usan sus habilidades para gratificar las culpables
pasiones suyas y de otros.
Me aflige agregar que algunos individuos que se
llaman a sí mismos: siervos de Cristo, disponen su fuerza para socavar el
evangelio que profesan enseñar; hablan contra el santo nombre por el cual son
llamados, y usan así su talento en contra de su Señor.
Este hombre no hizo eso; tenía un corazón lo
suficientemente malo para cualquier cosa, pero nunca se había convertido
abiertamente en un traidor tan vil. Nunca empleó el conocimiento para presentar
dudas innecesarias, o para resistir a las claras doctrinas de la palabra de Dios;
ésto ha sido reservado para los teólogos de estos últimos días, días que
producen monstruos desconocidos para épocas de menor educación.
El talento de este hombre no había sido
desperdiciado en su mano: estaba tal como lo había recibido, y por tanto,
consideraba que había sido fiel. ¡Ah!, pero quedarnos exactamente donde estamos
no es lo que Cristo llama fidelidad. Si piensas que tienes gracia y sólo
guardas la que tienes, sin obtener más, equivaldría a esconder tu talento en la
tierra y convertirlo en algo estéril. No basta con retener; es preciso avanzar.
El capital podría estar allí, pero ¿dónde está el interés? Estar viviendo sin
objetivo ni propósito más allá del objetivo de mantener tu posición equivale a
ser un siervo malo y negligente, ya condenado. Mientras meditamos sobre este
tema, que cada uno se diga a sí mismo: “¿Soy yo, Señor?”
Su señor llamó a este siervo: “malo”. ¿Es
entonces algo malo ser inútil? Seguramente ‘maldad’ querrá decir alguna acción
positiva. No. No hacer lo recto es ser malo; no vivir para Cristo es ser malo;
no ser útil en el mundo es ser malo; no dar gloria al nombre del Señor es ser
malo; ser negligente es ser malo. Es claro que hay muchas personas malas en el
mundo a quienes no les gustaría ser llamadas así. “Malo y negligente” son las
dos palabras que fueron juntadas por el Señor Jesús, cuyo discurso es siempre
sabio.
Un maestro le preguntó a uno de sus estudiantes:
“¿Qué estás haciendo, Juan?” Fue llamado y creyó salir bien librado al
responder: “No estaba haciendo nada, señor”; pero su maestro le dijo: “Ésa es
precisamente la razón por la que te llamé, pues debías haber estado estudiando
la lección que te asigné”.
Al final, no será ninguna excusa que clames:
“¡No estaba haciendo nada, señor!” ¿No se les ordenó, a los que habían sido
puestos a la izquierda, que se apartaran con una maldición contra ellos porque
no habían hecho nada? ¿Acaso no está escrito: “Maldecid a Meroz, dijo el ángel
de Jehová; maldecid severamente a sus moradores, porque no vinieron al socorro de
Jehová, al socorro de Jehová contra los fuertes”? El que no hace nada es un
“Siervo malo y negligente”.
Este
hombre fue condenado a ser echado en las tinieblas de afuera. Noten ésto: fue
condenado a ser como era, pues el
infierno, bajo cierta luz, puede ser descrito según el dicho del grandioso
Capitán: “como eras”. “El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es
inmundo, sea inmundo todavía”. En el otro mundo hay una permanencia del
carácter: la permanente santidad es el cielo; el mal continuo es el infierno.
Este hombre estaba fuera de la familia de su señor. Consideraba a su patrón
como un señor severo, y así demostraba que no sentía ningún amor por él, y que
realmente no era un miembro de la casa. Estaba afuera en el corazón, y entonces
su señor le dijo: “Permanece afuera”.
Además de eso, él estaba en las tinieblas. Tenía
conceptos equivocados sobre su patrón, pues su señor no era un hombre austero
ni severo, no recogía donde no había esparcido ni segaba donde no había
sembrado. Por tanto, su señor le dijo: “Tú estás deliberadamente en las
tinieblas; permanece allí en las tinieblas de afuera”.
Este hombre era envidioso: no podía tolerar la
prosperidad de su señor; crujía sus dientes al pensar en eso. Fue sentenciado a
que continuara en ese estado mental, y así a crujir sus dientes por siempre.
Esta es una terrible idea del castigo eterno, esta permanencia de carácter en
un espíritu inmortal: “El que es injusto, sea injusto todavía”. Al mismo tiempo
que el carácter del impío será permanente, también será desarrollado más y más siguiendo
el sentido de su naturaleza: los puntos malos se tornarán peores, y, sin nada
que lo restrinja, lo malo será todavía más vil. En el mundo venidero, donde no
hay obstáculos provenientes de la existencia de una iglesia y un Evangelio, el
hombre progresará hacia una más espantosa madurez de enemistad contra Dios y a
un grado más horrible de una consiguiente miseria. La aflicción está vinculada
con la condición pecaminosa; al permanecer en su pecaminosidad, un hombre necesariamente
ha de permanecer en la desgracia, pues el malvado es semejante al mar
encrespado que no puede descansar, cuyas aguas arrojan lodo y suciedad. ¡Qué
será estar para siempre fuera de la familia de Dios! ¡No ser nunca hijo de
Dios! ¡Estar por siempre en medio de tinieblas! ¡No ver nunca la luz del santo
conocimiento, y la pureza y la esperanza! ¡Crujir para siempre los dientes con
un doloroso desprecio y aborrecimiento hacia Dios, y que odiarlo sea el
infierno! Que nos conceda la gracia de ser conducidos a amarlo, pues amarlo es
el cielo. El siervo inútil tenía que recibir una terrible paga cuando su señor
hizo cuentas con él, pero ¿quién podría decir que no la tenía bien ganada?
Tenía la debida recompensa por sus actos. ¡Oh Dios nuestro, concédenos que ésa
no sea la suerte de ninguno de nosotros!
Debo solicitar ahora su atención al segundo
texto:
“Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo
lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos
hacer, hicimos”.
Este es EL VEREDICTO DEL RECONOCIMIENTO DE LA
PROPIA BAJEZA, salido del corazón de los siervos que han cumplido
laboriosamente el trabajo completo del día. Esta es una parte de una parábola
que se propone censurar todas las ideas de la importancia de la persona y del
mérito humano.
Cuando un siervo ha estado arando o alimentando
al ganado, su señor no le dice: “Siéntate, y yo te serviré, pues estoy
profundamente endeudado contigo”. No, su señor le ordena que prepare la cena y
que le sirva. Sus servicios son obligatorios y, por tanto, su señor no le alaba
como si fuera un portento y un héroe. Si persevera desde el amanecer hasta el
ocaso, no hace sino cumplir con su deber, y no espera de ninguna manera que su
trabajo sea altamente admirado o recompensado con una paga extra y con humildes
gracias. Nosotros tampoco hemos de jactarnos por nuestros servicios, sino que
hemos de tener una baja opinión de ellos, confesando que somos siervos
inútiles.
Cualquier dolor que pudiera haber sido causado
por la primera parte del discurso, yo confío que únicamente nos preparará para
adentrarnos más profundamente en el espíritu de nuestro segundo texto. Estos
dos textos están grabados en mi corazón como con una pluma de hierro, por una
herida inmisericorde infligida cuando yo estaba muy débil para soportarla.
Cuando estaba sumamente enfermo en el sur de Francia, y profundamente deprimido
en espíritu –tan profundamente deprimido y tan enfermo e indispuesto que
escasamente sabía cómo vivir- una de esas personas maliciosas que comúnmente
cazan a los hombres públicos, y especialmente a los ministros, me envió
anónimamente una carta, dirigida abiertamente a “Ese siervo inútil llamado C. H. Spurgeon”. Esta carta contenía
trozos dirigidos a los enemigos del Señor Jesús, con pasajes marcados y
subrayados y con notas con las que los aplicaba a mi persona. ¡Cuántos
‘Rabsaces’ me han escrito en su día! Ordinariamente leo las cartas con la
paciencia que llega con el uso, y pasan a avivar el fuego. No busco ninguna
exención para esta molestia, ni la siento usualmente
difícil de sobrellevar, pero en la hora en que mi ánimo estaba deprimido, y yo
sentía un gran dolor, esta carta injuriosa me hería en lo más vivo. Me daba
vueltas en la cama y me preguntaba: ¿soy, entonces, un siervo inútil? Me afligía
grandemente, y no podía levantar mi cabeza, o encontrar descanso. Revisaba mi
vida, y veía sus debilidades e imperfecciones, pero no sabía cómo expresar mi
caso hasta que este segundo texto vino en mi ayuda, y respondió como el
veredicto de mi corazón herido. Me dije: “Espero no ser un siervo inútil en el
sentido en que esta persona pretende llamarme así; pero seguramente lo soy en
otro sentido”. Me confié a mi Señor y Maestro una vez más, con un sentido más
profundo del significado del texto de lo que había sentido antes: Su sacrificio
expiatorio me revivió, y en humilde fe encontré el descanso.
A propósito, me asombra que algún ser humano
encuentre placer en tratar de infligir dolor sobre quienes están enfermos y
deprimidos; sin embargo, hay personas que se deleitan en hacerlo. En verdad,
aunque no hubiera espíritus malignos allá abajo, hay algunos aquí arriba, y los
siervos del Señor Jesús reciben dolorosas pruebas de su actividad.
Entonces, si han sentido algún dolor por causa
del primer texto, permítanme conducirlos al punto que llegué personalmente
cuando pude dar gracias a Dios por fin por esa carta, y sentir que era una
saludable medicina para mi espíritu.
Ésto que es puesto en nuestras bocas como una
confesión de que somos siervos inútiles, tiene el propósito de reprendernos cuando
pensamos que somos alguien y que hemos hecho algo digno de alabanza. Nuestro
texto tiene el propósito de censurarnos si pensamos que hemos hecho lo
suficiente, que hemos soportado la carga y el calor del día por largo tiempo, y
que nos han conservado en nuestro puesto más allá de nuestro propio turno. Si
concluimos que hemos logrado una excelente jornada de siega, y que deberían
invitarnos a ir a casa para descansar, el texto nos censura. Si sintiéramos una
ambición desordenada de confort, y deseáramos que el Señor nos diera alguna
recompensa inmediata e impactante por lo que hemos hecho, el texto nos hace
avergonzarnos. Es un espíritu altivo que no tiene nada de infantil ni de
servicial y ha de ser reprimido con una mano firme.
En primer lugar, ¿de qué manera habríamos podido traer provecho a Dios? Elifaz lo ha
dicho muy bien: “¿Traerá el hombre provecho a Dios? Al contrario, para sí mismo
es provechoso el hombre sabio. ¿Tiene contentamiento el Omnipotente en que tú
seas justificado, o provecho de que tú hagas perfectos tus caminos?” Si le
hemos dado a Dios de nuestras riquezas, ¿es acaso nuestro deudor? ¿De qué
manera lo hemos enriquecido a Él, a quien le pertenecen toda la plata y el oro?
Si hemos entregado nuestras vidas a Su causa con la devoción de los mártires y
de los misioneros, ¿qué es eso para Él, cuya gloria llena los cielos y la
tierra? ¿Cómo podemos imaginar que lleguemos a hacer que el Eterno esté en
deuda con nosotros? El espíritu recto dice con David: “Oh alma mía, dijiste a
Jehová: Tú eres mi Señor; no hay para mí bien fuera de ti. Para los santos que
están en la tierra, y para los íntegros, es toda mi complacencia”. ¿Cómo podría
un hombre poner a su Hacedor bajo obligación para con él? No hemos de desvariar
tan blasfemamente.
Amados hermanos, debemos recordar que cualquiera que hubiere sido el servicio que
fuimos capaces de prestar, ha sido un asunto de deuda. Espero que nuestra
moralidad no haya caído tan bajo que recibamos crédito para nosotros mismos por
pagar nuestras deudas. No encuentro que los hombres de negocios se
enorgullezcan y digan: “Esta mañana le pagué mil libras a Fulano de Tal”.
“Bien, ¿se las diste?” “Oh, no; todo se lo debía”. ¿Es eso algo grande? ¿Hemos
caído a un nivel tan bajo de moral espiritual que pensamos que hemos hecho un
gran trato cuando le damos a Dios lo que le es debido? “Él nos hizo, y no
nosotros a nosotros mismos”. Jesucristo nos ha comprado: “No somos nuestros”,
pues “hemos sido comprados por precio”. Hemos entrado también en un pacto con
Él, y nos hemos entregado a Él voluntariamente. ¿No fuimos bautizados en Su
nombre y en Su muerte? Cualquier cosa que hagamos es sólo aquello que Él tiene
el derecho de reclamar de nuestras manos por nuestra creación, redención y nuestra
profesada entrega a Él. Cuando hayamos perseverado en la dura tarea de arar
hasta que no quede ningún campo sin arar, cuando hayamos cumplido la tarea más
placentera de alimentar a las ovejas y cuando hayamos terminado de poner la
mesa de la comunión para nuestro Señor: cuando hayamos hecho todo eso no habríamos
hecho más de lo que era nuestro deber haber hecho. ¿Por qué nos jactamos,
entonces, o por qué clamamos pidiendo que seamos dados de baja, o esperamos que
se nos dé las gracias?
Además de esto, está esta triste reflexión, ay, que en todo lo que hemos hecho, hemos sido
inútiles, debido a que hemos sido imperfectos. Al arar ha habido obstáculos,
al alimentar el ganado ha habido rudezas y olvidos, en la preparación de la
mesa las viandas han sido indignas de un Señor como el que servimos. Cómo le
debe parecer nuestro trabajo a Él, de quien leemos: “He aquí, en sus siervos no
confía, y notó necedad en sus ángeles”. ¿Puede alguno de ustedes mirar en
retrospectiva el servicio prestado a su Señor con satisfacción? Si puedes, no
podría decir que te envidio, pues no me identifico contigo en el más mínimo
grado, antes bien, tiemblo por tu seguridad.
En cuanto a mí, me veo forzado a decir con
solemne veracidad que no estoy contento con nada de lo que he hecho jamás. He
deseado a medias vivir mi vida de nuevo, pero ahora lamento que mi altivo
corazón me permitiera desear eso, ya que las probabilidades son de que lo haría peor la segunda vez. Yo reconozco con profunda
gratitud todo lo que la gracia ha hecho por mí, pero pido perdón por todo
aquello que he hecho por mí mismo. Le pido a Dios que perdone mis oraciones,
pues han estado llenas de faltas; le suplico incluso que perdone esta
confesión, pues no es tan humilde como debería serlo; le imploro que lave mis
lágrimas y que purgue mis devociones, y que me bautice en un verdadero entierro
con mi Salvador, para que sea completamente olvidado en mí, y sólo sea
recordado en Él. Ah, Señor, Tú sabes cuánto nos quedamos cortos de la humildad
que deberíamos sentir. Perdónanos por ésto. Todos nosotros somos siervos
inútiles, y si nos juzgaras por la ley, deberíamos ser echados fuera.
Además, nosotros no podemos congratularnos en
absoluto, incluso si hemos gozado de éxito en la obra de nuestro Señor, ya que estamos endeudados con la abundante gracia
de nuestro Señor por todo lo que hemos hecho. Si hubiéramos cumplido con
todo nuestro deber, no habríamos hecho nada si Su gracia no nos hubiera
capacitado para hacerlo. Si nuestro celo no conoce respiro, es Él quien mantiene
ardiendo la llama. Si fluyen nuestras lágrimas de arrepentimiento, es Él quien
golpea la roca y saca agua de ella. Si hay alguna virtud, si hay alguna
alabanza, si hay alguna fe, si hay algún ardor, si hay alguna semejanza a
Cristo, nosotros somos el producto de Su trabajo, creados por Él, y por tanto,
no nos atrevemos a recibir ni una sola partícula de alabanza para nosotros
mismos. ¡De lo recibido de Tus manos te damos, grandioso Dios! Todo lo que
hasta este momento ha sido digno de Tu aceptación, era Tuyo de antemano. De
aquí que los mejores sean todavía siervos inútiles.
Si tenemos una causa especial por la que
lamentarnos debido a algún error evidente, seríamos sabios si vamos con un
espíritu humillado y confesamos la falta, y luego proseguimos haciendo la obra
con un espíritu esperanzado y perseverante cada día. Siempre que estés
angustiado porque no puedes hacer lo que quisieras, siempre que veas las
deficiencias de tu propio servicio, y te condenes por ello, lo mejor es ir y
hacer algo más en la fortaleza del Señor. Si no has servido bien a Jesús hasta
este momento, anda y hazlo mejor. Si cometes un error garrafal no se lo digas a
todo el mundo, agregando que nunca lo intentarás de nuevo, antes bien haz dos
cosas buenas para compensar la falla. Di: “Mi bendito Señor y Maestro no será
más un perdedor por mi culpa en la medida que pueda evitarlo. No me angustiaré
tanto por el pasado como por enmendar el presente y despertar al futuro”.
Hermanos, procuren ser más útiles, y pidan más
gracia. El oficio del siervo no es esconderse en un rincón del campo y llorar,
sino seguir arando; no es balar con las ovejas, sino alimentarlas, y así
demostrar su amor a Jesús. No has de ponerte de pie en la cabecera de la mesa
para decir: “No he preparado la mesa para mi Señor tan bien como podría haberlo
deseado”. No, anda y prepárala mejor. Ten valor; no estás sirviendo a un severo
Señor después de todo; y, aunque tú, muy apropiadamente, te llamas un siervo
inútil, ten buen ánimo, pues, en breve, un veredicto más moderado será
pronunciado en cuanto a ti. Tú no eres tu propio juez ni para bien ni para mal;
otro juez está a la puerta, y cuando venga tendrá una mejor opinión de ti de la
que tú mismo tienes gracias a la conciencia de tu humillación; te juzgará por
la regla de la gracia y no por la de la ley, y acabará con todo ese terror que
viene de un espíritu legal y que revolotea sobre ti con alas de vampiro.
Así los he conducido al tercer texto:
“Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel”.
Mateo 25: 21.
No voy a tratar de predicar acerca de esa
palabra alentadora, mas sólo diré una palabra o dos al respecto. Es un texto
demasiado grande para ser tratado al final de un sermón. Encontramos al Señor
diciéndoles a quienes habían usado sus talentos diligentemente: “Bien, buen
siervo y fiel”. Este es EL VEREDICTO DE LA GRACIA. Bienaventurado es el hombre
que se reconozca ser un siervo infiel; y bienaventurado es el hombre a quien su
Señor le diga: “Buen siervo y fiel”.
Observen aquí que la expresión: “Bien” del Señor
es dada a la fidelidad. No es: “Bien,
buen siervo y brillante”; pues, tal vez, el hombre nunca brilló del todo ante
los ojos de quienes aprecian el resplandor y el brillo. No es: “Bien, gran
siervo y distinguido”, pues es posible que nunca fuera conocido más allá de su
aldea nativa. Él concienzudamente hizo lo mejor que pudo “sobre poco”, y nunca
desperdició ninguna oportunidad de hacer el bien, y así demostró que era fiel.
La misma alabanza le fue dada al hombre con dos
talentos que la que recibió su consiervo que tenía cinco talentos. Sus esferas
de acción eran muy diferentes; pero su recompensa fue la misma. “Bien, buen
siervo y fiel”, es lo que fue ganado y disfrutado por cada uno de ellos. ¿No es
muy dulce pensar que aunque yo pueda tener sólo un talento, no por eso seré
privado de la alabanza de mi Señor? Él fijará Sus ojos sobre mi fidelidad, y no
sobre el número de mis talentos. Podría haber cometido muchos errores, y haber
confesado mis faltas con gran dolor; pero Él me encomiará como encomió a la
mujer de quien dijo: “Esta ha hecho lo que podía”. Es mejor ser fiel en la
escuela de párvulos que ser infiel en una clase noble de jóvenes. Es mejor ser
fiel en un caserío sobre cuarenta o sesenta personas, que ser infiel en una
parroquia de una gran ciudad, con miles de personas pereciendo en consecuencia.
Es mejor ser fiel en una reunión de una pequeña casa, y hablar de Cristo
crucificado a cincuenta aldeanos, que ser infiel en un gran edificio donde se
congregan miles de personas. Yo ruego que ustedes sean fieles en entregar todo
lo que son y todo lo que tienen para Dios. En tanto que vivan, por muchas
faltas que tengan, no sean tibios ni indecisos, sino sean fieles en intención y
en deseo. Este es el punto de la alabanza del Juez: la fidelidad del siervo.
Este veredicto fue dado por la gracia soberana. La recompensa no fue de acuerdo al
trabajo, pues el siervo había sido “fiel sobre poco”, pero “fue puesto sobre
mucho”. El veredicto mismo no es conforme a la regla de las obras, sino
conforme a la ley de la gracia. Nuestras buenas obras son evidencias de gracia
en nosotros; nuestra fidelidad como siervos, por tanto, será la evidencia de
que tenemos un espíritu amoroso hacia nuestro Señor, evidencia, por tanto, de
que nuestro corazón ha sido cambiado, y que hemos sido conducidos a amar a
Aquel por quien antes no sentíamos ningún afecto. Nuestras obras son la prueba
de nuestro amor, y por eso quedan como evidencia de la gracia de Dios. Dios nos
da gracia primero, y luego nos recompensa por ello. Él obra en nosotros, y
luego considera el fruto como obra nuestra. Nosotros nos ocupamos en nuestra
salvación, porque “Dios es el que en nosotros produce así el querer como el
hacer, por su buena voluntad”. Si Él dice alguna vez: “Bien”, tanto a ustedes
como a mí, será por causa de Su propia gracia abundante, y no por causa de
nuestros méritos. Y, en verdad, allí es donde todos tenemos que ir y donde nos
debemos quedar; pues la idea de que tenemos algún mérito personal pronto nos
llevará a encontrar fallas en nuestro Señor, y en Su servicio, como alguien
duro y severo.
Algunas veces he admirado cómo algunos hombres
que han negado la doctrina de la salvación por gracia, como un asunto de teología,
la han admitido en sus devociones. Han entrado en controversias en su contra,
y, sin embargo, inconscientemente, han creído en ella. Un caso extremo es el
del Cardenal Belarmino, que era uno de los enemigos más inveterados de la
Reforma, y un renombrado antagonista de la enseñanza de Martín Lutero. Voy a
citar de una de sus obras (Inst. De
Justificatione, Lib. v., c. 1). Dice, en resumen: “Sobre la base de la
naturaleza incierta de nuestras propias obras y del peligro de la vanagloria,
el camino más seguro es poner nuestra confianza total en la misericordia y en
la gracia de Dios”. Has dicho lo correcto, oh Cardenal; y puesto que el curso
más seguro es ése, el mismo que nosotros elegiríamos, pondremos toda nuestra
confianza en la misericordia y la gracia de Dios. Se reporta, y yo creo que
sobre la base de una excelente autoridad, que este gran hombre, que toda su
vida había estado proclamando la salvación por obras, al morir, pronunció una
oración en latín, cuya traducción sería algo así como: “Yo imploro a Dios, que no
valora nuestros méritos, antes bien que gratuitamente perdona nuestras ofensas,
que se digne recibirme entre Sus santos y Sus elegidos”. ¿Saúl también entre
los profetas? ¿Acaso ora Belarmino al final como un calvinista? Un caso como
éste lo hace a uno esperar que muchos otros pudieran ser salvados en una iglesia
apóstata. Gracias a Dios, muchos de ellos son mucho mejores que su credo, y
creen en sus corazones aquello que niegan como teólogos polémicos. Sea como
sea, yo sé que si soy salvado o recompensado, ha de ser sólo por gracia, pues
no puedo tener ninguna otra esperanza. En cuanto a quienes han hecho mucho por
la iglesia, sabemos que renunciarán a toda alabanza diciendo: “Señor, ¿cuándo
te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber?” Todos
los fieles siervos del Señor cantarán: “Non
nobis domine”. No a nosotros. No a nosotros.
Por último, hermanos, con qué infinito deleite
Jesús llenará nuestros corazones si, por medio de la gracia divina, somos lo
suficientemente dichosos de oírle decir: “Bien, buen siervo y fiel”. Oh, si
perseveramos hasta el fin a pesar de las tentaciones de Satanás, y de la
debilidad de nuestra naturaleza, y de todos los enredos del mundo, y
conservamos nuestros vestidos sin ser manchados por el mundo, predicando a
Cristo según la medida de nuestra habilidad, y ganando almas para Él, ¡cuán
grande honor será! Qué bienaventuranza será para él que se diga: “Bien”. La
música de esta palabra contendrá el cielo para nosotros. Cuán diferente será
del veredicto de nuestros semejantes, que siempre están encontrando fallas en
ésto y en lo otro, aunque hagamos nuestro mejor esfuerzo. Nunca pudimos agradarles,
pero hemos agradado al Señor. Los hombres siempre estaban malinterpretando
nuestras palabras y juzgando mal nuestros motivos, pero Él lo endereza todo
diciendo: “¡Bien!” Poco importará entonces lo que todos los demás hayan dicho: ni
las palabras lisonjeras de amigos ni las severas condenaciones de los enemigos
tendrán peso alguno para nosotros cuando Él diga: “¡Bien!” No sin orgullo hemos
de recibir ese elogio, pues consideraremos incluso entonces que hemos sido
siervos inútiles; pero, oh, cómo le amaremos por establecer tal valoración
sobre los vasos de agua fría que les dimos a Sus discípulos, y el pobre
servicio imperfecto que procuramos rendirle. ¡Qué condescendencia designar como
‘bien hecho’ aquello que sentimos que fue muy mal hecho!
Yo les ruego a los siervos de Dios aquí
presentes que comenzaron esta mañana a escudriñarse, y que luego prosiguieron a
confesar sus imperfecciones, que ahora concluyan regocijándose en el hecho de
que, si somos creyentes en Cristo Jesús y estamos consagrados realmente a Él,
hemos de concluir esta vida y comenzar la vida venidera con ese bendito
veredicto de “¡Bien!” Asegúrense, empero, de ser de aquéllos que están haciendo
todo y que son fieles. Oigo a algunas personas hablar contra la justicia
propia, a quienes yo les diría: “No necesitas decir mucho acerca de ese asunto,
pues no te concierne, pues no tienes ninguna justicia de la que debas estar
orgulloso”. Oigo a ciertas personas hablar en contra de la salvación por buenas
obras que no corren ningún peligro de caer en ese error, ya que las buenas
obras y sus vidas han roto relaciones desde hace tiempo. Lo que realmente
admiro es ver a un hombre como Pablo, que vivió para Jesús, y que estaba
dispuesto a morir por Él, pero que no obstante al final de su vida dijo: “Pero
cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de
Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la
excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he
perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él,
no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de
Cristo, la justicia que es de Dios por la fe”.
Sigan adelante, hermanos, y no piensen en
descansar mientras no haya terminado su día laboral. Sirvan a Dios con todas
sus fuerzas. Hagan más que los fariseos que esperan ser salvados por su celo.
Hagan más de lo que sus hermanos esperan de ustedes, y luego, cuando hayan
hecho todo, pónganlo a los pies de su Redentor con esta confesión: “Siervo
inútil soy”. Es a quienes mezclan la fidelidad con la humildad y el ardor con
la conciencia de su propia indignidad que Jesús les dirá: “Bien, buen siervo y
fiel… entra en el gozo de tu señor”.
Porción de la Escritura leída antes del Sermón:
Mateo 25: 14-46.
Traductor: Allan Román
3/Junio/2010
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