El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Discípulo a
Quien Amaba Jesús
NO.
1539
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“El discípulo
a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él”.
Juan 21: 20.
Nuestro Señor amaba a
todos Sus discípulos, según este texto: “Como había amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Dijo a todos los apóstoles: “Ya no
os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he
llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a
conocer”. Y, no obstante, en el interior de ese círculo de amor había un
recóndito lugar donde el amado Juan había recibido el permiso de morar. Sobre
la montaña del amor del Salvador había una cima un poco más elevada que el resto
del monte y allí a Juan se le permitía estar muy cerca de su Señor. No porque
Juan hubiese sido especialmente amado hemos de tener en un menor concepto, ni
siquiera en el más mínimo grado, al amor que Jesucristo prodigaba al resto de
Sus escogidos. Yo entiendo, hermanos, que quienes manifiestan un amor
extraordinario por alguien son tanto más capaces de sentir un gran afecto por
muchos, y por eso mismo, debido a que Jesús amaba más a Juan, opino que Su amor
por los otros discípulos era también muy grande. No ha de suponerse ni por un
instante que alguno sufriera por causa de Su amistad suprema con Juan. Juan fue
engrandecido pero ellos no se vieron empequeñecidos, sino engrandecidos con él.
Todos los creyentes son los objetos amados de la elección del Salvador; son la compra
hecha con Su sangre, Su porción y Su herencia, son las joyas de Su corona. Si
bien en el caso de Juan él es más grande en amor que otros, todos son
eminentemente grandes, y por tanto si llegara a suceder que no te atrevieras a
esperar poder alcanzar la altura de Juan, y no pudieras esperar ser distinguido
por encima de otros como “el discípulo a quien amaba Jesús”, no obstante has de
estar muy agradecido por pertenecer a la hermandad en la que cada quien puede
decir: “Él me amó y se dio a sí mismo por mí”. Si no igualas a los tres
primeros, debes sentirte feliz de pertenecer al ejército de los que siguen al
Hijo de David (2 Samuel 23: 19). Es un privilegio incomparable y es un honor
indecible gozar del amor de Jesús aunque sólo marches en medio de los soldados
rasos de los ejércitos del amor. El amor de nuestro Señor por cada uno de
nosotros contiene alturas inmensurables y honduras insondables. Excede a todo
conocimiento.
No obstante yo no diría
estas palabras de aliento sólo para hacer que se queden tranquilos en un bajo
nivel de gracia; más bien yo quisiera motivarlos a que asciendan al punto más
elevado del amor pues ya que el Señor los ha amado con un amor eterno, y los ha
elegido, y los ha llamado, y los ha guardado, y los ha instruido, y los ha
perdonado y se ha manifestado a ustedes, ¿por qué no habrían de esperar que se
pudiera dar un paso más o dos, y que así pudieran subir hasta la más excelsa
eminencia? ¿Por qué no podrían ser descritos muy pronto como Daniel, es decir,
como un varón “muy amado”, o como Juan, “el discípulo a quien amaba Jesús”?
Ser amado como Juan lo
fue, con un amor especial, es la forma más recóndita de esa misma gracia con la
cual han sido favorecidos todos los creyentes. No han de imaginar que cuando
trato de exhibir algunos de los rasgos que inspiraban amor en el carácter de
Juan, quisiera que concluyeran que el amor que Cristo sentía por Juan fluía de
cualquier otra manera que de acuerdo a la ley de la gracia, pues sin importar
qué hubiera de amable en Juan, todo era obrado en él por la gracia de Dios.
Bajo la ley de obras Juan habría sido condenado tan seguramente como cualquiera
de nosotros, pues no había en él ningún merecimiento legal. Así como la gracia
escoge al más vil pecador de entre los impíos así también esa gracia distinguió
a Juan. Aunque pudiera admitirse que había ciertas características naturales
que lo hacían afable, con todo Dios es el creador de todo lo que es estimable
en el hombre y no fue sino hasta que lo natural hubo sido transformado y
transfigurado por la gracia en lo espiritual que esas cosas se volvieron el
objeto de la complacencia de Cristo Jesús. Hermanos, nosotros no decimos hoy
que Juan fuera amado por sus obras, ni que tuviera un lugar prominente en el
corazón de Cristo sobre la base del mérito personal, algo de lo que pudiera
gloriarse. Juan, como todo el resto de sus hermanos, era amado por Jesús porque
Jesús es todo amor y decidió poner Su corazón en Juan. Nuestro Señor ejerció
una soberanía de amor y escogió a Juan por causa de Su propio nombre; y sin
embargo, al mismo tiempo mucho fue creado en Juan que lo convertía en un objeto
idóneo para el amor de Cristo. El amor de Jesús fue derramado en abundancia en
el corazón de Juan, y así el propio Juan se volvió fragante con aromas
deleitosos. Todo fue por gracia; la suposición de cualquier otra cosa está
fuera de lugar. Yo considero esta especial forma del amor de nuestro Señor como
uno de esos “dones mejores” que se nos indica que hemos de procurar con avidez.
Pero es enfáticamente un don y no un salario o un artículo comprable. El amor
no se compra. No habla nunca de precio o derecho. Su atmósfera es de un favor
gratuito. “Si diese el hombre todos los bienes de su casa por este amor, de
cierto lo menospreciarían”. El más supremo amor ha de buscarse, entonces, -siguiendo
la analogía de la gracia-, como los hombres que tienen gracia buscan mayor
gracia y no como los legalistas que intercambian y regatean conforme a
recompensa y merecimiento. Si alguna vez llegamos a los aposentos superiores
del palacio del amor, el amor mismo tiene que ayudarnos a subir las escaleras,
sí, y tiene que convertirse en la escalera misma para nuestros pies dispuestos.
Oh, que contemos con la ayuda del Espíritu Santo mientras hablamos sobre este
tema.
I. Y
ahora, queridos amigos, para acercarnos más al texto, primero CONSIDEREMOS EL
NOMBRE MISMO, “El discípulo a quien amaba Jesús”.
Nuestra primera
observación al respecto es que es un
nombre que Juan se da a sí mismo. Creo que lo repite cinco veces. Ningún
otro escritor llama a Juan “el discípulo a quien amaba Jesús”: Juan es, entonces,
quien se ha puesto ese sobrenombre, y todos los escritores de la antigüedad lo
reconocen bajo ese título. Sin embargo, no sospechen que sufriera de egoísmo.
Es uno de esos casos en los que el egoísmo está completamente fuera de duda. Ustedes
y yo estaríamos renuentes naturalmente a aceptar tal título aun si sintiéramos
que nos pertenecía, porque estaríamos celosos de nuestra reputación y temerosos
de ser considerados presuntuosos; pero con una dulce naiveté (ingenuidad) que lo lleva a olvidarse por completo de sí
mismo, Juan tomó el nombre que él sabía que lo describía de manera muy precisa,
sin importar que otros lo objetaran o no. Lejos de haber algún orgullo
involucrado en ello, muestra simplemente la sencillez de su espíritu, la
apertura, la transparencia de su carácter y su completo olvido de sí mismo.
Sabiendo que se trataba de la verdad, no duda en decirla: estaba seguro de que
lo amaba más que a otros, y, aunque se sorprendía por ello más de lo que se
hubiera sorprendido cualquier otro, con todo, se regocijaba tanto en ese hecho que
no podía evitar publicarlo sin importar cuáles pudieran ser las consecuencias
que para él mismo pudieran darse. A menudo hay bastante más orgullo en dejar de
dar testimonio de lo que Dios ha hecho por nosotros que en darlo. Todo depende
del espíritu que nos mueva. He oído a un hermano hablar con la más profunda
humildad pero con plena seguridad del amor divino, y mientras algunos pensaban
que era presuntuoso, yo he sentido en mi interior que su categórico testimonio era
perfectamente consistente con la más profunda humildad, y que era su sencilla
modestia la que lo hacía olvidarse por completo de sí mismo como para correr el
riesgo de ser considerado exagerado y egoísta. Estaba pensando en cómo
glorificaría a Dios, y la apariencia de glorificarse a sí mismo no lo alarmaba,
pues se había olvidado de sí mismo en su Señor. Yo desearía que pudiéramos
soportar que se rían de nosotros como si fuéramos orgullosos por causa de
nuestro Señor. No tendremos nunca el nombre de Juan hasta que, como Juan, nos
atrevamos a llevarlo sin ningún rubor.
Es un nombre tras el cual se oculta Juan. Es
muy cauteloso de no mencionar a Juan. Habla de “otro discípulo”, y de “el otro
discípulo”, y luego de “el discípulo a quien amaba Jesús”. Estos son los
nombres con los cuales quería viajar “de incógnito” a través de su propio
evangelio. Sin embargo, nosotros lo descubrimos pues el disfraz es demasiado
tenue, pero aun así Juan tiene la intención de ocultarse detrás de su Salvador;
lleva el amor de su Maestro como un velo, aunque resulta ser un velo de luz.
Pudo haberse llamado, si así lo hubiera decidido: “el discípulo que contempló
visiones de Dios”, pero prefiere hablar de amor antes que de profecía. En la
iglesia primitiva encontramos escritos concernientes a él en los que es
nombrado, “el discípulo que se recostaba en el pecho de Jesús”, y eso lo
menciona él mismo en nuestro texto. Pudo llamarse “el discípulo que escribió
uno de los evangelios”, o “el discípulo que más conocía del propio corazón de
Cristo que cualquier otro”; pero Juan le da la preferencia al amor. No es el
discípulo que hiciera cualquier cosa, sino el que recibía amor de Jesús; y él
no es ese discípulo que amaba a Jesús, sino “a quien amaba Jesús”. Juan es el
varón con la máscara de plata; pero nosotros conocemos al hombre y sus
comunicados y le oímos decir: “Nosotros hemos conocido y creído el amor que
Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor,
permanece en Dios, y Dios en él”.
El nombre que estamos
considerando es un nombre con el que Juan
se sentía muy a gusto. Ningún otro título le describiría tan bien. Su
propio nombre: “Juan”, significa el “don de Dios”, y él era un don precioso de
Dios el Padre para Su Hijo sufriente, y un gran consuelo para el Salvador durante
los años de Su residencia entre los hombres. Jesús sin duda lo consideraba Su
Jonatán, Su Juan, Su don de Dios, y lo atesoraba como tal; pero Juan no piensa
tanto en ser de algún servicio para su Señor, como en lo que su Señor había
sido para él. Él se llama a sí mismo: “el discípulo a quien amaba Jesús” porque
reconocía la deleitable obligación que brota del gran amor, y deseaba estar
siempre bajo su regia influencia. Él miraba al amor de Jesús como la fuente y
la raíz de todo lo que había en él que era agraciado y encomiable. Si tenía alguna
valentía, si tenía alguna fidelidad, si tenía alguna profundidad de
conocimiento era porque Jesús había generado en él el amor por todas esas cosas.
Todas las fragantes flores que florecían en el huerto de su corazón fueron
plantadas allí por la mano del amor de Cristo, así que cuando se llamó a sí
mismo “el discípulo a quien amaba Jesús”, sentía que había ido a la raíz y al
fondo del asunto, y que había explicado la principal razón de ser lo que era.
Ese nombre de cariño era
muy precioso para él porque evocaba los recuerdos más luminosos de toda su
vida. Esos cortos años en los que había estado con Jesús debieron de ser
considerados por él en su vejez con gran embelesamiento como la corona y gloria
de su existencia terrenal. No me sorprende que viera a Cristo de nuevo en
Patmos, después de haberle visto en Palestina como le vio, pues tales visiones
son muy propensas a repetirse. Tales visiones, digo; pues la visión de Juan de
su Señor no era una visión ordinaria. Hay a veces un eco de las visiones así como
lo hay de los sonidos; y aquel que vio al Señor con el ojo de águila de Juan,
con su ojo interior asentado en lo profundo, era el varón que tenía mayor
probabilidad en todo el mundo de verle repetidamente en visión tal como le vio
en medio de las rocas del Mar Egeo. Todos los recuerdos de la mejor parte de su
vida fueron despertados por el nombre que ostentaba, y mediante ese poder
renovaba a menudo la íntima comunión con el Cristo viviente que había tenido
lugar durante los horrores de la crucifixión y que había durado hasta el fin de
Sus días. Ese nombre encantador puso a repicar todas las campanas de su alma;
¿acaso no suena muy musical? “El discípulo a quien amaba Jesús”.
Ese nombre era un potente
resorte que le impulsaba a la acción mientras viviera. ¿Cómo podría traicionar
a Aquel que le había amado tanto? ¿Cómo podría rehusar dar testimonio del
Evangelio del Salvador que le había amado tanto? ¿Cuántas leguas de viaje podrían
ser demasiado largas para los pies de ese discípulo a quien Jesús amaba? ¿Qué
turbas de hombres crueles podrían intimidar el corazón del discípulo a quien
Jesús amaba? ¿Qué forma de destierro o de muerte podrían desalentar a aquel a
quien Jesús amaba? No, a partir de entonces, en el poder de ese nombre, Juan se
vuelve osado y fiel, y sirve a su amoroso Amigo con todo su corazón. Digo,
entonces, que este título debe de haber sido muy valioso para Juan porque se
sentía sumamente a gusto con él; los secretos resortes de su naturaleza eran
tocados por él y sentía que su ser entero, su corazón, su mente, su memoria, que
todo ello estaba incluido en el alcance de las palabras “el discípulo a quien
amaba Jesús”.
Era un nombre que nunca fue disputado. No
se encuentra que nadie se quejara de Juan por describirse de esa manera. El consenso
general le concedía ese título. Sus hermanos altercaron un poco con él cuando
su cariñosa madre, Salomé, quería sendos tronos para sus dos hijos a la derecha
y a la izquierda del Mesías, pero el amor de Jesús por Juan no causó nunca
ninguna mala voluntad entre los hermanos, ni tampoco Juan se aprovechó
indebidamente de eso. Yo creo que los apóstoles reconocieron tácitamente que su
Señor tenía la razón en Su selección. Había algo en Juan que hacía que sus
hermanos lo amaran, y por eso no se sorprendieron de que su Señor lo convirtiera
en Su amigo más íntimo. Quien es amado verdaderamente por Dios generalmente
recibe el amor de sus hermanos, sí, y aun el amor de los impíos en cierto modo,
pues ‘cuando los caminos del hombre son agradables a Jehová, aun a sus enemigos
hace estar en paz con él’. Cuando David caminaba con Dios, todo Israel lo
amaba, y aun Saúl se veía forzado a exclamar: “Más justo eres tú que yo”. Juan
era tan amoroso que se conquistaba el amor por doquier. Haríamos bien en
ambicionar esta bendición especial puesto que sólo ella, de todos los tesoros
conocidos, no provoca ninguna envidia entre los hermanos sino que más bien hace
que todas las personas piadosas se regocijen. Puesto que los santos desean ser
amados grandemente, se alegran cuando se encuentran con aquellos que han
obtenido esa bendición. Si nosotros queremos oler a mirra y áloes y casia, nos
alegra conocer a aquellos cuyas ropas ya son fragantes. Nunca se ve a Juan
dictando cátedra a sus hermanos o enseñoreándose de la herencia de Dios, sino
que con toda gentileza y humildad justificaba el afecto que nuestro Señor le
manifestaba.
II. Suficiente,
entonces, en cuanto al nombre. En segundo lugar, CONSIDEREMOS EL CARÁCTER QUE
RESPALDABA AL NOMBRE. Yo sólo puedo dar un retrato en miniatura de Juan. Es
absolutamente imposible pintar un cuadro completo en el poco tiempo de un sermón;
y, ciertamente, yo no soy tan buen artista como para lograrlo aun si intentara
realizar la tarea. En el carácter de Juan vemos mucho que es admirable.
Primero, consideremos su personalidad como un individuo. El
suyo era un corazón grande y cálido. Tal vez su fuerza principal radica en la
intensidad de su naturaleza. Juan no es vehemente, pero es profundo y fuerte.
Todo lo que hacía lo hacía de todo corazón. Juan era confiado; era un hombre en
quien no había engaño; no había ninguna división en su naturaleza, era uno e
indivisible en todo lo que sentía o hacía. No albergaba preguntas, no era
criticón ni era propenso a espiar las fallas de los demás, y con respecto a las
dificultades, ya fueran mentales o de otro tipo, parece haber estado felizmente
libre de ellas. Habiendo ponderado y llegado a una conclusión, toda su
naturaleza se movía en una sólida falange con una marcha enérgica; doquiera que
iba, iba integralmente y muy resueltamente. Algunos hombres van en dos
sentidos, o cambian de línea de conducta, o se dirigen a su objetivo de una
manera indirecta, pero Juan orienta su locomotora directamente hacia adelante,
con los fuegos llameantes y con la máquina trabajando a toda velocidad. Su alma
entera estaba involucrada en la causa de su Señor pues era un pensador
profundo, un estudiante silencioso y luego un actor enérgico. No era impetuoso
con la premura de Pedro, pero no obstante era cabal y resuelto y ardía en celo.
Juan vivía sus creencias
y creía al máximo lo que había aprendido de su Señor. Lean su Epístola completa
y vean cuántas veces dice: “sabemos”, “sabemos”, “sabemos”. En él no hay
algunos de los condicionales tales como “si”; es un creyente sólido y profundo.
Su corazón da un asentimiento y un consentimiento genuinos.
Además había una intensa
calidez en Juan. Amaba a su Señor y amaba a sus hermanos; amaba con un gran
corazón pues tenía una noble naturaleza. Amaba constantemente y amaba de tal
manera como para ser valiente por su Maestro en la práctica, pues era un hombre
osado, un verdadero hijo del trueno. Estaba dispuesto a ir al frente si tenía
que hacerlo, pero de una manera muy tranquila y no con prisa ni ruido; el suyo
no es el desplome de una catarata sino el discurrir tranquilo de un río profundo.
Juntando todo lo que
sabemos acerca de su personalidad, lo vemos como un hombre que era lo opuesto
del típico hijo de la desconfianza, frío, calculador y precavido. Ustedes saben
a qué tipo de personas me refiero, a personas muy buenas a su manera pero de
ninguna manera fascinantes o que hayan de ser muy imitadas. Juan era
completamente lo contrario de esos hermanos secos, sin jugo, que no poseen una
naturaleza humana, seres que son en algún punto casi perfectos porque no tienen
suficiente vida para pecar. No hacen ningún mal porque no hacen nada en
absoluto. Yo conozco a unos cuantos de esos deleitables individuos, críticos
agudos de otros y ellos mismos sin tacha, con esta única excepción: que no
tienen corazón. Juan era un hombre cordial; era un hombre de cerebro pero de
alma también, un hombre de un alma caritativa, un hombre en el que prevalecía una
vida intensa pero tranquila. Un hombre a ser amado. La suya no era la vida de
un arbusto congelado sino de una rosa roja. Él llevaba el verano en su
semblante, la energía en sus modales, una fuerza firme en todos sus movimientos.
Era semejante a aquel otro Juan de quien una vez fuera el discípulo, “Él era
antorcha que ardía y alumbraba”. Había en Juan calidez y luz a la vez. Era
intenso, sincero y abnegado por naturaleza, y una plenitud de gracia que
santificaba esas virtudes se derramaba sobre él.
Veámoslo ahora en su relación con su Señor. El nombre
que adopta para sí mismo es “el discípulo
a quien amaba Jesús”. Jesús lo amaba como a un discípulo. ¿Qué tipo de
discípulos aman los maestros? Los que han sido alguna vez maestros de jóvenes
saben que si los maestros pudieran elegir, ciertos alumnos serían elegidos de
preferencia a otros. Cuando enseñamos, amamos a la gente enseñable, tal como
Juan. Era un hombre que aprendía rápido. No era como Tomás, lento,
argumentador, cauteloso, sino que habiéndose asegurado una vez que tenía a un
verdadero maestro, se le entregaba por completo y estaba dispuesto a recibir lo
que tuviera que revelarle.
Juan era un discípulo de
mirada muy perspicaz que penetraba en el alma de la enseñanza de su instructor.
Su emblema en la iglesia primitiva era un águila, el águila que se remonta,
pero también el águila que ve a la distancia. Juan veía el significado
espiritual de los tipos y los emblemas; no se detenía en los símbolos externos,
como lo hacían algunos discípulos, sino que su alma penetrante leía en las profundidades
de la verdad. Se puede ver esto tanto en sus evangelios como en sus epístolas.
Era un hombre orientado a lo espiritual; no se detiene en la letra, sino que se
sumerge debajo de la superficie. Perfora la concha y llega hasta la enseñanza
interior. Su primer maestro fue Juan el Bautista, y fue tan buen discípulo que
fue el primero en dejar a su maestro. Tú sugieres que eso no demuestra que fuera
un buen discípulo. Ciertamente sí lo demostraba, pues el propósito del Bautista
era enviar a sus seguidores a Jesús. El Bautista dijo: “He aquí el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo”, y Juan era un seguidor tan aventajado del
precursor que inmediatamente siguió al propio Señor, a quien el precursor le
había presentado. Esto lo hizo sin ninguna sacudida violenta; su progreso fue
natural y consistente. Pablo vino a Jesús con un gran sobresalto y un
inesperado giro cuando se vio en peligro en el camino a Damasco; pero Juan se
deslizó suavemente hasta el Bautista y luego desde el Bautista hasta Jesús. No
era obstinado ni tampoco débil sino que era dócil y por eso progresaba
constantemente en su aprendizaje; ese es el tipo de discípulos que un maestro
invariablemente ama, y por tanto, Juan era “el discípulo a quien amaba Jesús”.
Juan estaba lleno de fe
para aceptar la enseñanza que recibía. La creía, y la creía real e
íntegramente. No creía como lo hacen algunas personas, con la punta de los
dedos del entendimiento, sino que sujetaba la verdad con ambas manos, la
albergaba en su corazón, y permitía que fluyera desde ese centro y que saturara
su ser entero. Era un creyente en lo más íntimo de su alma; cuando vio la
sangre y el agua que brotaban desde la cruz y los lienzos enrollados en el
sepulcro, vio y creyó.
Su fe generó en él un
amor sólido y duradero pues la fe obra por amor. Él creía en su Maestro de una manera
dulcemente familiar, “en el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa
fuera el temor”. Un discípulo confiado y entregado de esa manera con seguridad será
amado por su maestro.
Juan tenía una gran
receptividad. Absorbía todo lo que se le enseñaba. Era como el vellón de
Gedeón, listo para ser remojado con el rocío del cielo. Su naturaleza entera
absorbía la verdad que es en Jesús. No hablaba mucho; yo pensaría que más bien
era un discípulo callado. Hablaba tan poco que sólo tenemos una expresión suya
registrada en los evangelios. “Vamos” –dirá alguien- “yo recuerdo dos o tres
participaciones”. ¿Me estás recordando que él preguntó si podía sentarse a la
diestra de Cristo? No he olvidado esa petición, pero yo te respondo que fue su
madre, Salomé, quien habló en aquella ocasión. Tú me dices también que en la
cena Juan preguntó: “Señor, ¿quién es?” Sí, pero fue Pedro quien puso esa
pregunta en su boca. La única declaración que yo recuerde en el Evangelio que era
genuinamente de Juan fue junto al mar de Tiberias, cuando le dijo a Pedro: “¡Es
el Señor!” Ese fue un pequeño discurso muy significativo, un reconocimiento de
su Señor que el vivaz ojo del amor hace con seguridad. Aquel que vivía más
cerca de Jesús podía discernirlo mejor cuando estaba en la costa. “¡Es el
Señor!”, es la alegre exclamación del amor que se llena de júbilo al ver a su
Amado. Habría podido servirle a Juan como su lema: “¡Es el Señor!” Oh que
fuéramos capaces, en medio de la oscuridad y de la agitación, de discernir al
Salvador y de regocijarnos en Su presencia. “Bienaventurados los de limpio corazón,
porque ellos verán a Dios”, y el discípulo amado era uno de esos.
Un rasgo grandioso del
carácter de Juan, como discípulo, era su intenso amor por su maestro; no sólo
recibía la verdad, sino que recibía al Maestro mismo. Yo entiendo que la
proclividad a las fallas en un hombre a menudo revela más su corazón que sus
virtudes. La observación que hago pudiera parecer extraña, pero es válida. Un
corazón verdadero puede ser visto tanto en su debilidad como en su excelencia.
¿Cuáles eran los puntos débiles de Juan, según dirían algunos? En una ocasión
fue intolerante. Ciertas personas estaban echando fuera demonios y él se los
impidió porque no seguían a los discípulos. Ahora bien, esa intolerancia,
indebida como era, brotaba del amor por su Señor pues temía que esos intrusos
se constituyeran en rivales de su Señor y quería que se sometieran al gobierno
de su amado Jesús. En otra ocasión los samaritanos no querían recibirlos, y él
le pidió a su Maestro que hiciera descender fuego del cielo sobre ellos. Uno no
lo encomia, pero aun así fue el amor a Jesús lo que le hizo indignarse ante su
conducta poco generosa para con su mejor amigo. Se sentía tan indignado de que
los hombres no atendieran al Salvador que había venido al mundo para
bendecirlos, que quería hacer descender fuego del cielo. Eso demostraba su amor
ardiente por Jesús. Incluso cuando su madre pidió que él y su hermano se
sentaran sobre sendos tronos a la derecha y a la izquierda de Cristo, era una
profunda y razonada fe en Jesús la que había sugerido eso. Su idea de honor y
gloria estaba ligada a Jesús. Si cede a la ambición, es por una ambición de
reinar con el despreciado Galileo. No quiere un trono a menos que sea al lado
de su Líder. Además, ¡cuánta fe había en esa petición! Yo no voy a
justificarla, pero voy a decir algo para moderar su condenación. Nuestro Señor
subía a Jerusalén para ser escupido allí y para ser llevado a la muerte y, con
todo, Juan se involucró tan integralmente en la carrera de su Señor que
gustosamente correría la suerte de su grandioso César con la seguridad de que
debía concluir en Su entronización. Está dispuesto, dice, a ser bautizado con
Su bautismo y a beber de la copa; él sólo pide ser partícipe con Jesús en todas
las cosas. Tal como dice un buen escritor, a uno le recuerda la valentía del
ciudadano romano el cual, cuando Roma había caído en manos del enemigo, compró
una casa dentro de los muros. Juan solicita heroicamente un trono al lado de
Uno que estaba a punto de morir en la cruz, pues estaba convencido de que Él
triunfaría. Cuando la causa y el reino de Cristo parecían a punto de
extinguirse, con todo, tan entregado estaba Juan a su fe en Dios y a su amor
por su amado Señor que su más excelsa ambición era estar aun con Jesús y
participar con Él en todo lo que haría y sería. Entonces, ustedes ven que en
todo momento amó a su Señor con todo su corazón, y por consiguiente Jesucristo
lo amó; o déjenme decirlo a la inversa: el Señor amó a Juan, y por tanto, Juan
amó al Señor Jesús. Es su propia explicación del hecho: “Nosotros le amamos a
él, porque él nos amó primero”.
Debo pedirles que miren una
vez más a Juan como una persona
instruida. Fue un discípulo amado, y permaneció siendo un discípulo, pero
su conocimiento creció más y más, y en esa condición yo diría de Juan que sin
duda nuestro Señor Jesús le amó debido a la ternura que fue propiciada por la
gracia en su natural calidez. Cuán tierno fue con Pedro después de la grave
caída del apóstol, pues muy de mañana Juan fue con él al sepulcro. Fue el
hombre que restauró al que había caído. Era tan tierno que nuestro Señor no le
dijo a Juan: “Apacienta a mis corderos”, pues sabía que lo haría con toda seguridad;
y ni siquiera le dijo: “Pastorea mis ovejas”, como le dijo a Pedro, pues sabía
que lo haría partiendo de los instintos de su amorosa naturaleza. Juan era un
hombre que bajo la tutoría de Cristo creció, además, hasta llegar a ser muy
espiritual y muy profundo. Los vocablos que utiliza en sus epístolas son
mayormente monosílabos, pero cuán extraordinarios significados contienen. Si pudiéramos
comparar a un escritor inspirado con otro, yo diría que ningún otro evangelista
es comparable a Juan en profundidad. Los otros evangelistas nos dan los milagros
de Cristo, y algunos de Sus sermones, pero Sus discursos profundos y Su oración
sin par están reservados para ese discípulo a quien amaba Jesús. Donde están
involucradas las cosas profundas de Dios allí está Juan, con sublime sencillez
de expresión declarándonos las cosas que él ha gustado y palpado.
De todos los discípulos,
Juan es el que más se asemeja a Cristo. Como reza el refrán popular: “Tal para
cual”. Jesús amaba al discípulo por lo que veía de Él mismo en Juan, creado por
Su gracia. Pienso que así verán que, sin suponer que Juan tuviera algún mérito,
había rasgos en su carácter, en su carácter como un discípulo y en su carácter
como un varón educado y espiritual, que justificaban que nuestro Salvador le
hiciera objeto de su más íntimo afecto.
III. En
tercer lugar, y muy brevemente, REPASEMOS
¿Cómo fue la vida de
Juan? Primero, fue una vida de íntima
comunión. Juan estaba dondequiera que
Cristo estaba. Él prescinde de otros discípulos, pero Pedro, Jacobo y Juan
están presentes. Cuando todos los discípulos están sentados a la mesa, ni aun
Pedro está más cerca del Señor Jesús, pero Juan está recostado cerca del pecho
de Jesús. Su trato era muy cercano y especial. Jesús y Juan eran una nueva
versión de David y Jonatán. Si tú eres un varón muy amado, vivirás en Jesús y
tu comunión será con Él día a día.
La de Juan era una vida
de una especial instrucción. Le
fueron enseñadas cosas que nadie más sabía, pues no se podrían soportar. En la
etapa final de su vida fue favorecido con visiones tales que ni siquiera Pablo,
que en nada había sido inferior a aquellos grandes apóstoles, había visto jamás.
Debido a la grandeza del amor de su Señor por Juan, Él le mostró cosas futuras
y alzó el velo para que pudiera ver el reino y la gloria. Quienes aman mucho,
verán mucho; los que más entregan sus corazones a la doctrina, aprenderán más.
A partir de entonces
Juan se convirtió en un hombre en cuya vida había una asombrosa profundidad. Si bien como regla no había dicho mucho mientras
su Señor estuvo con él, estaba absorbiéndolo todo para un uso futuro. Vivía una
vida interior. Era un hijo del trueno y podía tronar valientemente la verdad,
porque, así como una nube de tormenta está cargada de electricidad, así Juan
había acumulado la misteriosa fuerza de la vida, del amor y de la verdad de su
Señor. Cuando por fin se manifestó, había en él una voz como la voz de Dios;
había en él un arrollador poder de Dios, profundo y misterioso. ¡Qué relámpago
es el Apocalipsis! ¡Qué terribles truenos duermen dentro las copas y de las
trompetas! La suya era una vida de poder divino debido al gran fuego que ardía
en su interior; el suyo no era el resplandor que acompaña al estrépito de los
espinos debajo de la olla, sino el fulgor de carbones en un horno cuando se
funde toda la masa al rojo vivo. Juan es el rubí en medio de los doce. Brilla
con una cálida brillantez que refleja el amor que Jesús prodigaba en él.
De aquí que su vida
fuera de especial utilidad. A él le
fueron confiadas comisiones selectas que involucraban un alto honor. El Señor
le encargó una obra del tipo más tierno y delicado que me temo que no podría
confiar a algunos de nosotros. Cuando el Redentor pendía moribundo del madero
vio que Su madre estaba entre la muchedumbre y no la encomendó a Pedro, sino a
Juan. Pedro se habría alegrado con el encargo, estoy seguro, y lo mismo habría hecho
Tomás, y también Jacobo, pero el Señor le dijo a Juan: “He ahí tu madre”, y a
su madre, “Mujer, he ahí tu hijo”. Y desde aquella hora el discípulo la recibió
en su casa. Juan era tan modesto, tan apartado, iba a decir tan caballeroso,
que era el varón que habría de responsabilizarse de una madre dolida. ¿Me
equivoqué al decir que era un verdadero caballero? Dividan la palabra y se verá
que ciertamente era el hombre más bondadoso (1). Juan tiene un
aire delicado y modales considerados, rasgos necesarios para cuidar de
una madre honrosa. Pedro es bueno, pero es áspero; Tomás es amable, pero frío;
Juan es tierno y afectuoso. Cuando amas mucho a Jesús, te confiará a Su madre;
me refiero a Su iglesia y a la gente más pobre en ella, tales como las viudas y
los huérfanos y los ministros pobres. Te los confiará a ti porque te ama mucho.
No pondría en ese oficio a cualquiera. Algunos de entre Su pueblo son muy duros
y tienen un corazón de piedra, siendo más aptos para ser recaudadores de
impuestos que repartidores de limosnas. Podrían ser oficiales distinguidos en
un ejército, pero no enfermeros en un hospital. Si amas mucho a Jesús tendrás
que realizar muchos oficios delicados que serán para ti pruebas de la confianza
en ti de tu Señor y renovadas señales de Su amor.
Además, la de Juan fue
una vida extraordinariamente beatífica. Se
le conoce como Juan el Divino (es decir, el Teólogo), y lo era. Sus alas de
águila lo hicieron remontarse a los lugares celestiales y allí contempló la
gloria del Señor. Ya fuera en Jerusalén o en Antioquía, en Éfeso o en Patmos,
su conversación era en el cielo. El Día del Señor lo encontró en el espíritu esperando
a Aquel que viene con las nubes y esperaba de tal manera que quien es el Alfa y
IV. Concluimos
diciendo, muy brevemente esto: APRENDAMOS NOSOTROS MISMOS LAS LECCIONES de ese
discípulo al que amaba Jesús. Que el Espíritu Santo las comunique a lo más
íntimo de nuestros corazones.
Primero, les hablo a
aquellos de ustedes que son todavía jóvenes. Si desean ser “el discípulo a
quien amaba Jesús” comiencen pronto. Yo
supongo que Juan tenía entre veinte y veinticinco años cuando fue convertido;
de cualquier manera, era un hombre bastante joven. Todas las representaciones
de él que han llegado hasta nosotros, si bien yo no les asigno ningún gran
valor, coinciden en el hecho de su juventud. La piedad juvenil tiene la mayor
oportunidad de convertirse en una piedad eminente. Si comienzas pronto a
caminar con Cristo mejorarás tu paso y el hábito crecerá en ti. El que es
convertido en cristiano en los últimos años de su vida difícilmente alcanzará
el primero y más excelso grado por falta de tiempo y por la influencia limitante
de los viejos hábitos; pero quienes comienzan pronto son plantados en buen
suelo, con una buena exposición al sol, y deben llegar a la madurez. Los
soldados que se alistan temprano bajo el estandarte de nuestro David tienen la
esperanza de convertirse en veteranos, y de alcanzar a los tres primeros (2
Samuel 23: 19).
A continuación, si
queremos ser como Juan en el hecho de ser amados por Cristo, hemos de entregar los mejores pensamientos de nuestro corazón
a las cosas espirituales. Hermanos y hermanas, no se detengan en la
ordenanza externa, antes bien, sumérjanse en su sentido interior. Nunca permitan
que su alma, en el Día del Señor, por ejemplo, esté feliz y agradecida
simplemente porque fueron al lugar de adoración. Háganse la pregunta: “¿En verdad
adoré? ¿Tuvo mi alma comunión con Dios?” En la práctica de las dos ordenanzas
del bautismo y de la cena, no se contenten con la concha sino busquen obtener
el núcleo de su significado interno. No descansen a menos que el propio
Espíritu de Dios more en su interior. Recuerden que la letra mata; el espíritu
es el que da vida. El Señor Jesucristo no se deleita en aquellos que gustan de
anchas filacterias, ni de sacramentos multiplicados, ni de representaciones
santas ni de observancias supersticiosas. El Padre busca a los que le adoren en
espíritu y en verdad. Si son espirituales, estarán entre aquellos que tienen la
probabilidad de ser hombres grandemente amados.
A continuación de eso, alimenten una santa calidez. No repriman
sus emociones ni congelen sus almas. Ustedes conocen la clase de hermanos que son
dotados con un poder frigorífico. Cuando les das la mano, pensarías que habías
sujetado un pescado: te corre un frío hasta el alma. Óyelos cantar. ¡No, no
puedes oírlos! Siéntate en una banca junto a ellos, y nunca oirás el blando
siseo o murmullo que ellos llaman canto. Desde sus talleres se les puede oír a
un cuarto de milla de distancia, pero si oran en la reunión, tienes que aguzar
tus oídos. Ellos hacen cualquier servicio cristiano como si estuviesen
trabajando a jornal para un mal capataz y por un bajo salario; pero cuando
entran al mundo trabajan a destajo como si su amada vida estuviera en juego. Esos
hermanos no pueden ser afectuosos. Nunca animan a un joven pues tienen miedo de
que un ponderado encomio pudiera exaltarlo por encima de toda medida. Un poco
de ánimo ayudaría poderosamente a un joven que pugna, pero ellos no tienen
ningún ánimo que ofrecer. Calculan y evalúan y se mueven prudentemente pero
minimizan cualquier cosa que sea parecida a una valiente confianza en Dios,
tildándola de temeridad y locura. Que Dios nos conceda una abundante temeridad,
digo, pues lo que los hombres consideran como imprudencia es una de las cosas
más grandes bajo el cielo. El entusiasmo es un sentimiento que estos
frigoríficos no soportan. Su canto es “Como era en el principio, es ahora, y
será siempre, por los siglos de los siglos. Amén”. Pero cualquier cosa como
correr para alcanzar a Cristo y un apremio por las almas no la entienden.
Observen esto: si siguen a esos hermanos a su hogar, descubrirán que tienen
poco gozo en sí mismos y son causa de muy poca alegría para otros. Nunca están
muy seguros de ser salvos, y si no están seguros de eso, podemos adivinar con
facilidad que otras personas tampoco lo están. La fuerza que debería haberse invertido
en un amor ardiente la gastan en un pensamiento ansioso. Nacieron en el polo
norte y viven en medio de una helada perpetua; ni todas las pieles de
Querido hermano, si
quieres ser el hombre a quien Jesús ama, cultiva un fuerte afecto y deja que tu naturaleza sea tierna y amable. El
varón que habitualmente está enfadado y frecuentemente enojado, no puede
caminar con Dios. Un hombre de un temperamento irascible y enojón que nunca
trata de controlarlo, o un hombre en quien hay un nocivo recuerdo de las
injurias, como un fuego que arde en medio de las brasas, no puede ser el
compañero y amigo de Jesús, cuyo espíritu es de un carácter opuesto. Un corazón
compasivo, caritativo, abnegado y generoso es el que nuestro Señor aprueba.
Perdona a tu semejante como si nunca hubieras tenido algo que perdonar. Cuando
los hermanos te injurian, espera que hayan cometido un error, o de lo contrario,
si te hubieran conocido mejor, te habrían tratado peor. Ten tal mentalidad para
con ellos que ni ofendas ni te sientas ofendido. Has de estar dispuesto a
deponer no sólo tu comodidad, sino aun tu vida por los hermanos. Vive en el
gozo de otros, tal como los santos lo hacen en el cielo. Ama a otros como para
olvidar tus propias aflicciones. Así te volverás un varón muy amado.
Por último, que el
Espíritu de Dios les ayude a elevarse a
una condición beatífica. No sean miserables
avaros o sórdidas lombrices de tierra; no sean cazadores de placeres ni
buscadores de novedades; no pongan su afecto en esos juguetes infantiles que
pronto serán inservibles. No sean ya más niños, sino hombres de Dios. Oh, que
encuentren su gozo en Cristo, su riqueza en Cristo, su honor en Cristo, su todo
en Cristo pues eso es la paz. Estar en el mundo pero no ser del mundo;
permanecer aquí como si fueras un ángel enviado del cielo para morar por un
tiempo entre los hijos de los hombres, para hablarles del cielo y señalarles el
camino: eso es permanecer en el amor de Cristo, Estar siempre listos a volar,
estar esperando en puntas de pie la llamada para ir al cielo, esperar oír la
trompeta que suene su nota de clarín, la trompeta de la venida de su Señor: eso
es tener comunión con Cristo. Suelten, se los ruego, las ataduras de este
mundo; sujétense más firmemente al mundo venidero pues así será derramado abundantemente
el amor de Jesús en su interior. Arrojen su ancla hacia arriba, en el plácido
mar del amor divino, y no la echen hacia abajo, como los marineros, en un
océano turbulento. Ánclense en el trono eterno y no se separen nunca, ni
siquiera en el pensamiento, del amor de Dios, que es en Cristo Jesús nuestro
Señor. Que sea el privilegio de ustedes y el mío, hermanos y hermanas, recostar
nuestras cabezas en el pecho de Jesús, hasta que apunte el día, y huyan las
sombras. Amén y Amén.
Porción de
Notas
del traductor:
(1) El pastor Spurgeon dice: “Dividan la palabra”. Se
refiere a la palabra ‘gentleman’. Entonces tenemos que dividirla:
gentle-man. Luego
dice: “and surely he was the gentlest of man”: “y ciertamente era el hombre más
bondadoso”.
Falange: cuerpo de tropas numeroso.
Traductor: Allan Román
31/Julio/2013
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