El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Dos Clases de Oidores

NO. 1467B

 

UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era. Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace”. Santiago 1: 22-25.

 

Santiago no es dado a especulaciones. Esta máxima, “Por sus frutos los conoceréis”, parece haberse posesionado de su mente y siempre está exigiendo una santidad práctica. No está satisfecho con los capullos del escuchar sino que requiere los frutos de la obediencia. Necesitamos más de su espíritu práctico en esta época pues hay ciertos ministros que no se contentan con sembrar la vieja semilla -la mismísima semilla que de la mano de los apóstoles, confesores, padres, reformadores y mártires produjo una cosecha para Dios- sino que gastan su tiempo especulando acerca de si la semilla de la cizaña cultivada bajo ciertas circunstancias no pudiera producir trigo; o si, por lo menos, el buen trigo no se mejoraría gracias a la mezcla que se obtendría si tan sólo se agregara una aspersión de semillas de cizaña. Necesitamos que alguien tome estas diversas predicaciones, las ponga en un caldero, las hierva y vea cuál es el producto esencial y práctico de ellas. Tal vez algunos de ustedes hayan visto en los periódicos, hace poco tiempo, un artículo que se grabó en mi mente, un artículo que tenía que ver con el estado moral de Alemania. El escritor, un alemán, dice que el escepticismo de los que profesan ser predicadores de la palabra y las dudas continuas  en cuanto a la revelación que han sido sugeridas por los científicos y más especialmente por quienes profesan ser hombres religiosos, han producido ahora en la nación alemana las más terribles consecuencias. El cuadro que él presenta nos hace temer que nuestros amigos germanos están pisando un volcán que puede explotar bajo sus pies. La autoridad del gobierno ha sido ejercida tan severamente que los hombres comienzan a cansarse de ella, y, mientras tanto, la autoridad de Dios ha sido considerada tan inaceptable que la base de la sociedad se está debilitando. Sin embargo, yo no necesito basar mis comentarios en ese artículo, pues la revolución francesa a fines del siglo pasado permanece en la historia como una advertencia perdurable con respecto a los terribles efectos de la filosofía una vez que ha sembrado la sospecha en cuanto a toda religión y creado una nación de infieles. Yo le pido a Dios que aquí no suceda nada semejante; pero el partido que está a favor del “pensamiento moderno” parece resuelto a repetir el experimento. La justa severidad de Dios es tan grandemente ignorada y el pecado es reducido a un mal tan trivial, que si los hombres fueran hacedores de lo que oyen y aplicaran la enseñanza recibida desde ciertos púlpitos supuestamente cristianos, el resultado sería la anarquía. El libre pensamiento siempre lleva por ese camino. Que Dios nos guarde de él.

 

Si bien los predicadores juegan con demasiada frecuencia con la predicación, cuánto se les parece la conducta de sus oyentes. Oír es con frecuencia meramente un ejercicio crítico, y la pregunta después de un sermón no es “¿Cómo se adapta esa verdad a tu caso?”, sino “¿Qué te pareció él?”, como si eso tuviese algo que ver con la verdad. Cuando escuchas música, ¿acaso preguntas: “qué te pareció la trompeta?” No, tu mente piensa en la música, no en el instrumento; no obstante ello, las personas consideran siempre al ministro antes que a su mensaje. Muchos contrastan a un predicador con otro, cuando harían mejor en contrastarse ellos mismos con la ley divina. De esta manera, oír el Evangelio se degrada a un simple pasatiempo juzgado apenas superior a un entretenimiento teatral. Tales cosas no deben ser. Los predicadores deben predicar como para la eternidad y buscar fruto, y los oyentes deben poner en práctica lo que oyen, pues de otra manera la sagrada ordenanza de la predicación dejará de ser un canal de bendición, y será más bien un insulto a Dios y una burla a las almas de los hombres. No voy a hablar de manera muy extensa, aunque sí espero hablar con mucho denuedo, de dos clases de oidores: la primera, la clase que no es bienaventurada, y la segunda, la clase que, conforme al texto, es bienaventurada en lo que hace.

 

I.   Primero, LA CLASE QUE NO ES BIENAVENTURADA. Son oidores, pero son descritos como oidores que no son bienaventurados. Ellos oyen: algunos de ellos lo hacen con bastante regularidad y otros muy de vez en cuando, sólo para pasar el rato; y oyen con considerable atención, porque aprecian una buena charla. Tal vez estén interesados en doctrina ya que cuentan con algún pequeño conocimiento del sistema cristiano, y a ellos les gusta discutir algunos puntos de ese sistema. Además, ansían poder decir que oyeron predicar a alguien que se ha vuelto famoso. Pero no se les ha ocurrido poner en práctica lo que oyen. Han oído un sermón sobre el arrepentimiento, pero no se han arrepentido. Han oído el clamor del Evangelio diciendo: “¡Cree!”, pero no han creído. Ellos saben que aquel que cree es purificado de sus antiguos pecados pero no han experimentado ninguna purificación, sino que siguen siendo como eran. Ahora, si me estoy dirigiendo a algunos de ellos, permítanme que les diga: es claro que ustedes no son bienaventurados y no podrán serlo. Oír hablar de un banquete no los saciará; oír hablar de un arroyo no calmará su sed. La información de que hay oro en el Banco de Inglaterra no los enriquecerá; para eso necesitan dinero en efectivo en su propio bolsillo. El conocimiento de que hay un refugio para la tormenta no salvará al barco de la tempestad. La información de que hay una cura para una enfermedad no sanará al enfermo. No, tenemos que asir las mercedes, debemos apropiarnos de las bendiciones y hacer uso de ellas, si es que han de tener algún valor para nosotros. ¡Oh señores, ustedes saben lo que tienen que hacer pero no lo han hecho! Han estado inclinados a medias a prestar atención a las cosas eternas, pero las han dejado ir, y ustedes se cuentan todavía entre aquellos oidores que no son bienaventurados y que oyen en vano.

 

A continuación estos oidores son descritos como engañándose a sí mismos. “Engañándoos a vosotros mismos”, dice Santiago. ¿En qué se engañaban a sí mismos? Pues bien, ellos pensaban que por ser oidores eran considerablemente mejores; que eso es algo que ha de ser encomiado mucho y que seguramente recibirá una bendición. No habrían sido felices si no hubiesen oído la palabra el domingo, y miran con disgusto a sus vecinos que no respetan el día de guardar. Ellos mismos son gente muy superior porque asisten regularmente a la iglesia o a la capilla. Tienen un asiento reservado, y un himnario y una Biblia: ¿acaso eso no es mucho? Si permanecieran alejados de un lugar de adoración durante un mes se sentirían muy intranquilos; si bien no creen que ir a un lugar de adoración los salvará, eso tranquiliza su conciencia y se sienten más a gusto. Me gustaría alimentarlos durante un mes con su teoría. Yo haría resonar los platos a sus oídos para ver si eso los alimentaría. No les proporcionaría ninguna cama en la noche. ¿Por qué habría de hacerlo? Les predicaría un discurso sobre el beneficio del sueño. Tampoco necesitaría darles un aposento para que se alojasen en él; les leería una elocuente disertación acerca de la arquitectura doméstica y les mostraría lo que debe ser una casa. Si les diera música en vez de alimento, ustedes se alejarían pronto de mi puerta y me llamarían inhospitalario; y, sin embargo, ustedes se engañan a ustedes mismos con la idea de que simplemente oír acerca de Jesús y de Su grandiosa salvación los ha hecho mejores hombres. O, tal vez, el engaño va en otro sentido: fomentan la idea de que las severas verdades que oyen no se aplican a ustedes. ¿Pecadores? Sí, ciertamente, el predicador se dirige a los pecadores, y qué bueno que obtengan un bien de ello; pero no eres un pecador, al menos no lo eres en ningún sentido especial como para que tengas que ocuparte de ello. ¿Arrepentimiento? La mayoría de la gente debe arrepentirse, pero tú no ves ninguna razón por la que debas arrepentirte. ¿Mirar a Cristo para obtener la salvación? “Excelente doctrina” –dices- “¡Excelente doctrina!” Pero, por alguna razón, no lo miras a Él para que te salve. He aquí el veredicto de la Escritura acerca de tu opinión: “Engañándoos a vosotros mismos”. El Evangelio no te engaña; te dice: “Te es necesario nacer de nuevo, tienes que creer en Jesucristo o estás perdido”. El predicador no los engaña; nunca dijo ni media palabra para apoyar la idea de que venir a este lugar será de alguna utilidad para ustedes, a menos que entreguen sus corazones a Cristo. No, él ha aprendido a expresarse en un claro inglés sobre tales asuntos. Ustedes se engañan a ustedes mismos si, siendo oidores y no hacedores, obtienen consuelo de lo que oyen.

 

Y luego, además, de acuerdo a nuestro texto, estas personas son oidores superficiales. Se dice que son semejantes a un hombre que considera su rostro natural en un espejo. Ahora bien, incluso un oidor casual encontrará a menudo que la predicación del Evangelio es como verse en un espejo y verse a sí mismo. Cuando se le muestra por primera vez un espejo a una tribu de negros recientemente descubierta, el cacique, al verse a sí mismo, se queda perfectamente estupefacto. Mira una y otra vez, y no puede explicárselo. Sucede lo mismo con la predicación de la palabra: el hombre dice: “Vamos, esas son mis palabras: esa es mi forma de sentir”. A menudo me he encontrado con oyentes que exclaman: “Qué casualidad, esa la precisa expresión que usé cuando venía hacia acá”. Sienten como aquella mujer en la antigüedad que dijo: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho”. Esa persona lee su Biblia, y dice: “Venid, ved un libro que me dice todo cuanto he hecho. ¿No es éste el libro de Dios?” El hecho es que la palabra de Dios discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Así como han visto colgar en la carnicería los cuerpos muertos de animales partidos por la mitad, así la palabra de Dios es “viva y eficaz… y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos”. Abre al hombre y le conduce a verse a sí mismo. Se queda muy sorprendido y no puede entenderlo. No tengo ninguna duda de que muchos de ustedes aquí presentes, que son inconversos, han sentido esto bajo la influencia de un sermón escrutador. Cuando han estado leyendo las Escrituras se han quedado perfectamente anonadados por la manera en que se han visto revelados a ustedes mismos; pero ha sido una obra superficial. Si un hombre se mira en un espejo, y luego guarda el espejo y sigue su camino, lo ha utilizado pobremente, pues le hubiera podido servir para que se quitara las manchas, y para que, lavándose, mejorara su apariencia personal. Mirarte en el espejo y notar una marca negra en tu frente es un simple juego de niños si no te lavas esa mancha. Verte como Dios quiere que te veas a ti mismo en el espejo de la Escritura es una cosa, pero debes ir luego a Cristo para ser lavado o la acción de mirarte en el espejo sería una obra muy superficial. Que Dios les conceda que si son llevados a sentir el poder revelador de la palabra de Dios, puedan ir de inmediato al punto práctico y quedar “lavados y serán limpios”.

 

El texto acusa a estos individuos de ser oidores irreflexivos: “Él se considera a sí mismo y se va”. Oyen un sermón, y salen. Nunca le dan tiempo a la palabra para que opere; tan pronto concluye el servicio regresan a su vida normal, regresan a la charla insustancial y a la plática ociosa. Las reuniones para resolver las inquietudes de los buscadores  son con frecuencia eminentemente útiles porque les dan a las personas una pequeña oportunidad para pensar en lo que han oído; pero mucho de lo que se oye no va acompañado de la reflexión de manera que resulta ineficaz. Obtenemos más de la meditación que de la audición. Debemos rumiar, igual que el ganado, si queremos obtener nutrimento del alimento espiritual; pero pocos hacen esto. Es una gran misericordia para nosotros, considerando la cantidad de sinsentido que hay en el mundo, que tengamos dos oídos de manera que dejemos entrar a las palabras ociosas por un oído y las dejemos salir por el otro; pero es una gran lástima que usemos esos dos oídos de esa misma manera con respecto a la palabra de Dios. Dale alojamiento, querido amigo. No permitas que el Evangelio entre por un oído y salga por el otro. ¿Que cómo has de evitarlo? Pues bien, déjalo que entre por los dos oídos. Que tenga dos caminos de entrada directamente hacia el alma, y cierra tus oídos una vez que la verdad haya entrado completamente, y fuérzala a permanecer en la cámara de tu alma. Cuánta bendición recibirían los hombres si se llevaran la palabra a casa con ellos, si desarmaran el texto, lo sopesaran, lo consideraran y oraran pidiendo una aplicación personal de esa palabra. Entonces se volverían espiritualmente sabios por la enseñanza del Espíritu Santo. Pero, ay, son oidores irreflexivos. Se ven en el espejo y se van.

 

Algo más se dice acerca de ellos, es decir, que son oyentes muy olvidadizos: olvidan qué tipo de hombres eran. Han oído el discurso, y allí termina todo. Ustedes conocen la historia del regreso a casa de Donald cuando salió un poco antes de lo usual de la iglesia; su esposa le preguntó: “¡Cómo! ¡Donald! ¿Ya terminó el sermón?” Él respondió: “No, no: ya fue pronunciado en su totalidad pero no ha comenzado a ser puesto en práctica todavía”. Pero mientras no ha comenzado a ser puesto en práctica, sucede con frecuencia que el sermón ha concluido para muchos oyentes. Lo escucharon, pero pasó a través de ellos como el agua por un tamiz, y ya no recordarán nada más de él hasta el día del juicio. No hay pecado en tener una mala memoria, pero hay un gran pecado cuando se rehusa obedecer de inmediato el Evangelio. Si mañana por la mañana no pueden recordar el texto, o ni siquiera pueden recordar el tema, no voy a culparlos; pero el recuerdo del espíritu de todo el asunto, embeberse de la verdad y absorberla en su interior, eso es lo principal, y poner en práctica la verdad es la esencia misma del asunto. Hizo bien aquel agente viajero, que, cuando escuchaba al señor William Dawson mientras estaba hablando acerca de la deshonestidad, se puso de pie en medio de la congregación y quebró un cierto medidor de yardas con el que solía engañar a sus clientes. Hizo bien aquella mujer que dijo que olvidó lo que había dicho el predicador, pero recordó quemar su almud al regresar a casa, pues ese medidor había tenido también una medida menor. No te preocupes por tratar de recordar el sermón si recuerdas ponerlo en práctica de inmediato. Puedes olvidar las palabras en las que fue cobijada la verdad, si quieres, pero deja que purifique tu vida. Eso me recuerda a la piadosa mujer que solía ganar su sustento lavando lana. Cuando su ministro la visitó y le preguntó acerca del sermón que había predicado, ella le confesó que había olvidado el texto; él le dijo: “¿Qué bien pudiste haber obtenido de él?” Entonces ella lo condujo a la parte trasera de su casa, donde practicaba su oficio. Puso la lana en un tamiz, y luego bombeó en él. “He allí, señor” –le dijo- “su sermón es como esa agua. Fluye a través de mi mente, señor, tal como el agua corre a través del tamiz; pero, por otra parte, el agua lava la lana, señor, y así la buena palabra lava mi alma”. David, en el Salmo ciento tres habla de aquellos que se acuerdan de los mandamientos del Señor para ponerlos por obra, y esa es la mejor memoria. Procuren tenerla.

 

He descrito así a ciertos oidores, y me temo que tenemos a muchos de esos en todas las congregaciones; oidores que admiran, oidores que son afectuosos, oidores apegados, pero que todo el tiempo son oidores carentes de bienaventuranza porque no son hacedores de la obra. Nos hemos preguntado cómo es posible que no confesaran nunca ser seguidores de Cristo, pero sospechamos que no han hecho nunca esa confesión porque no sería verdadera; y sin embargo, son muy buenos, muy benevolentes, son útiles para la buena causa y sus vidas son muy rectas y encomiables, pero nos aflige que no sean cristianos resueltos. Una cosa les falta: no tienen fe en Cristo. Me sorprende verdaderamente ver cómo algunos de ustedes pueden favorecer tanto todo lo que tenga que ver con las cosas divinas, y no obstante, no tienen ninguna participación en el buen tesoro. ¿Qué dirían de un cocinero que preparara comidas para otras personas pero que muriera de inanición? Un cocinero insensato, dirían ustedes. Un oyente insensato, digo yo. ¿Van a ser como los amigos tirios de Salomón, que ayudaron a edificar el templo y, sin embargo, continuaron adorando a sus ídolos? Señores, ¿van a contemplar la mesa de la misericordia y van a admirarla, y con todo, rehusarán sus provisiones? ¿Te da un estremecimiento de placer ver a tantas personas recogidas de los caminos y de los vallados y que son forzadas a entrar y te quedarás tú afuera y no participarás nunca? Siempre me compadezco de los pobres muchachitos que en una fría noche de invierno se paran frente a la humeante vitrina de un restaurante y miran al interior y ven que otros se están dando un banquete mientras ellos no tienen absolutamente nada. No puedo entenderlos a ustedes; todo está listo, y han sido invitados y persuadidos a venir, y sin embargo, se contentan con perecer de hambre. Yo les ruego que reflexionen y le pido al Espíritu de Dios que los haga hacedores de la palabra, y no únicamente oidores, pues se engañan a ustedes mismos.

 

II.   Pero ahora vamos a dedicar unos cuantos minutos a los que son OIDORES BIENAVENTURADOS, aquellos que obtienen la bendición. ¿Quiénes son? Están descritos en el versículo veinticinco, “Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace”.

 

Noten que este oidor que es bienaventurado es, antes que nada, un oyente atento, ávido y humilde. Noten la expresión. Él no mira sobre la superficie de la ley de la libertad y sigue adelante, sino que mira en ella. Se trata de la misma palabra que es utilizada en el pasaje, “cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles”, y la palabra griega pareciera implicar algo así como encorvarse para mirar muy atentamente en el interior de algo. Así sucede con el oidor que obtiene la bendición. Oye el Evangelio y dice: “Voy a mirar en esto. Hay algo aquí que merece la atención”. Se encorva y se convierte en un niñito para poder aprender. Explora como lo hacen los hombres que están buscando diamantes u oro. “Voy a ver en el interior de esto”, dice. “Mi madre solía decirme que había algo encantador en eso, y mi padre murió triunfalmente, gracias a su influencia; voy a investigarlo. No será por falta de examen que lo deje escapar”. Tal individuo oye con mucha atención y aplicación, abriendo su alma a las influencias de la verdad y deseando sentir su santo poder para poner en práctica sus divinos mandamientos. Así debe ser un oyente: un oidor atento cuyos sentidos están despiertos para recibir y retener todo lo que pueda aprenderse.

 

Está implícito, también, que es un oidor reflexivo, estudioso y escrutador: mira en la perfecta ley. Voy a utilizar nuevamente una figura. Así como un hombre pone un insecto bajo un cristal y lo inspecciona repetidamente a través del microscopio –mira sus alas, estudia cada una de las articulaciones de la espalda y cada una de las partes de la criatura bajo su escrutinio- así también un oyente que desea una bendición, mira de cerca en el interior de la palabra. Es sagradamente curioso. Hace preguntas, escarba. Pregunta a todos aquellos que se supone que saben. Le gusta juntarse con cristianos experimentados para oír acerca de sus experiencias. A él le encanta acomodar lo espiritual a lo espiritual, analizar minuciosamente un texto y ver qué relación guarda con otro texto y con sus propios componentes, pues pone mucho empeño cuando oye la palabra. Ay, queridos amigos, tal como lo he dicho antes, muchos oyentes son demasiado superficiales; escuchan lo que se dice, y allí termina todo, pues nunca buscan la médula de los huesos. El oyente que obtiene una bendición primero pone toda la atención de su corazón, y posteriormente mantiene su corazón saturado con la verdad gracias a un denodado y diligente estudio escrutador de ella, y así, mediante la enseñanza del Espíritu, descubre cuál es la mente de Dios para su alma.

 

Luego este oyente sigue adelante. Mirando tan fijamente descubre que el Evangelio es una ley de libertad: y ciertamente lo es. Bienaventurada es la condición de quienes están libres de la ley de Moisés y están bajo la ley de Cristo, quien emancipa al alma de toda forma de esclavitud. No hay ningún gozo como el gozo del perdón, no hay liberación como la liberación de la esclavitud del pecado, no hay libertad como la libertad de la santidad, la libertad de acercarse a Dios. Quien escucha el Evangelio rectamente pronto descubre que hay algo en él que  quitará cada grillete de su alma. Mira, y mira, y al fin ama esa perfecta ley de libertad que libera a su alma para correr en el camino de los mandamientos de Dios. Ojalá que todos ustedes lo entendieran, y tuvieran una participación en sus beneficios. Este es el hombre que es bendecido mientras oye.

 

Pero se agrega que persevera en ella. Si tú oyes el Evangelio y no te bendice, óyelo de nuevo. Si has leído la palabra de Dios y no te ha salvado, léela de nuevo. Ella es capaz de salvar tu alma. ¿Has estado escudriñando a lo largo de un libro agraciado y sincero, y no pareció adecuarse a tu caso? Prueba otro. Oh, si los hombres buscaran la salvación como buscan un tesoro oculto no les tomaría mucho tiempo antes de que la encontraran. Yo recuerdo, cuando estaba buscando a Cristo, cómo leí el libro de Doddridge “El Surgimiento y el Progreso de la Religión” con una avidez tal como la que mostraba cuando siendo un muchacho yo leía algún cuento divertido pues devoraba cada página ávidamente. Cuando hube concluido con Doddridge leí de Baxter “Un llamado a los Inconversos”, que me hizo bien, pero no me produjo ningún consuelo. Leí cada página, y absorbí cada palabra, aunque el libro fue sumamente amargo para mí. Yo necesitaba a Cristo, y si podía encontrarlo, y encontrar la vida eterna por medio de Él, no me importaba con cuánta frecuencia mis ojos se cansaran por falta de sueño por la lectura. Oh, si llegan a esto: que tienen que tener a Jesús, lo tendrán. Si su alma es conducida a sentir que van a buscar en todo el cielo y en toda la tierra, si fuera necesario, pero que van a encontrar al Salvador, ese Salvador pronto se aparecerá ante ustedes. El oyente que gana la salvación “mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad”, y persevera en ella.

 

Por último, se agrega que este hombre no es un oyente olvidadizo, sino un hacedor de la palabra, y que será bienaventurado en lo que hace.

 

¿Se le indica que ore? Él ora de la mejore manera que puede. ¿Se le ordena que se arrepienta? Entonces le pide a Dios que lo capacite para arrepentirse. ¿Se le ordena que crea? Él dice: “Señor, creo; ayuda mi incredulidad”. Pone en práctica todo lo que oye. Yo desearía que tuviéramos miles de oyentes de esa clase. Me acuerdo haber leído acerca de cierto individuo que oyó que hay que dar a Dios el diezmo de nuestros ingresos. “Bien” –dijo él- “eso está bien, y yo lo haré”; y guardó su promesa. Oyó que Daniel se acercaba a Dios en oración tres veces al día. Ese hombre dijo: “eso está bien; yo lo haré”; y practicó un triple acercamiento al trono de la gracia cada día. Cada vez que oía algo que era excelente lo convertía en una regla y lo ponía en práctica de inmediato. Formó así hábitos santos y un noble carácter, y se convirtió en un bienaventurado oidor de la palabra.

 

Queridos amigos, nuestro texto no dice que tal hombre es bienaventurado por el acto, sino dice que tal hombre es bienaventurado en el acto. Aquel que hace lo que Dios le indica no es bienaventurado por ello, sino que es bienaventurado en ello. El feliz resultado nos llegará en el acto de obediencia. Que Dios les conceda la gracia de que, a partir de ahora, siempre que el Evangelio sea predicado, con la energía que el Espíritu de Dios infunde en ustedes sean movidos a decir: “yo lo haré. No voy a soñar al respecto, o a hablar al respecto, o a preguntar al respecto, o a decir: yo lo haré, sin hacerlo, sino que ahora, de inmediato, realizaré el acto que ha sido ordenado”.

 

Concluyo con esta sugerencia práctica. Para algunos de ustedes que me oyen en este día, la porción restante de su vida es corta. Están cubiertos de cabellos grises y, de acuerdo al curso de la naturaleza, pronto habrán de estar delante de su Juez. ¿No sería bueno que pensaran acerca del otro mundo y consideraran cómo van a comparecer delante de su Señor en el último gran día? El Evangelio dice: “Cree en el Señor Jesucristo”, lo que en otras palabras significa, “Confía en Él”. Arrepiéntete; confiesa tu pecado, abandónalo y mira a Cristo para quedar limpio. Ese es el camino de la salvación, “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. Tú sabes todo acerca del camino de la vida. Te estoy contando una historia que has oído miles de veces, pero la pregunta es, ¿cuándo vas a hacerlo? “Pronto, amigo”, dices tú. ¿Pero no estabas aquí cuando este Tabernáculo fue inaugurado? “Sí”, respondes, “creo que sí”. En aquel entonces dijiste: “pronto”, y ahora dices: “pronto”. Creo que dirás: “pronto” hasta que esa palabra “pronto” se encuentre con esta pesada sentencia, “Demasiado tarde, demasiado tarde; no puedes entrar ahora”. Pon cuidado para que este no sea tu caso antes de que este día haya concluido. Algunos hombres mueren de pronto. Una hermana vino a mí esta mañana y me dijo: “Mi padre ha muerto: estaba bien en la mañana, regresó a casa del taller, parecía un poco enfermo y murió de pronto”. Viendo que la vida es tan precaria, ¿no sería lo mejor que buscaras inmediatamente al Señor mientras puede ser hallado, y que lo invoques mientras está cerca? Yo sugeriría que no comenzaras a chismear y a hablar en el camino de regreso a casa, sino que te quedaras a solas un poco de tiempo tranquilamente. ¿Respondes que no tienes ningún lugar donde puedas estar a solas? Eso no es cierto, pues puedes encontrar un lugar u otro. Recuerdo a un marinero que solía encontrar su aposento de oración en el mástil: nadie subía allí para molestarle. Conocí a un carpintero que solía descender a un pozo de aserrín para orar. Hay muchos lugares como esos. Las calles de Londres, cuando están abarrotadas, son casi tan solitarias como cualquier otra parte, y Cheapside puede ser tan buen lugar como la falda de una montaña si tu corazón desea una soledad real.

 

Me temo que algunos de ustedes no piensan nunca. En cuanto a pensar, si sus cerebros fueran suprimidos, muchos de ustedes vivirían sin ellos casi tan bien como lo hacen ahora. Los cerebros de algunas personas son útiles únicamente como un tipo de sal que las protege de que se echen a perder por la muerte. La gran mayoría de la gente piensa poco, con la excepción de este pensamiento: “¿qué comeremos, y qué beberemos?” Te ruego que pienses un poco. Haz una pausa y considera lo que Dios el Señor pone ante ti. Sé un hacedor de  la obra. Haz lo que Dios te ordena. Si te pide que te arrepientas, arrepiéntete; si te pide que creas, cree; si te pide que ores, ora; si te pide que aceptes Su gracia, con la ayuda de Dios, hazlo. Oh, que lo hagas de inmediato, y para el Señor será la alabanza por los siglos de los siglos. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Santiago 1.  

 

   

 

Traductor: Allan Román

7/NOviembre/2013

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