El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Dos Clases de
Oidores
NO.
1467B
UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Pero sed
hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros
mismos. Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste
es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él
se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era. Mas el que mira
atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no
siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en
lo que hace”. Santiago 1: 22-25.
Santiago no es dado a
especulaciones. Esta máxima, “Por sus frutos los conoceréis”, parece haberse
posesionado de su mente y siempre está exigiendo una santidad práctica. No está
satisfecho con los capullos del escuchar sino que requiere los frutos de la
obediencia. Necesitamos más de su espíritu práctico en esta época pues hay
ciertos ministros que no se contentan con sembrar la vieja semilla -la
mismísima semilla que de la mano de los apóstoles, confesores, padres,
reformadores y mártires produjo una cosecha para Dios- sino que gastan su
tiempo especulando acerca de si la semilla de la cizaña cultivada bajo ciertas
circunstancias no pudiera producir trigo; o si, por lo menos, el buen trigo no
se mejoraría gracias a la mezcla que se obtendría si tan sólo se agregara una
aspersión de semillas de cizaña. Necesitamos que alguien tome estas diversas
predicaciones, las ponga en un caldero, las hierva y vea cuál es el producto
esencial y práctico de ellas. Tal vez algunos de ustedes hayan visto en los
periódicos, hace poco tiempo, un artículo que se grabó en mi mente, un artículo
que tenía que ver con el estado moral de Alemania. El escritor, un alemán, dice
que el escepticismo de los que profesan ser predicadores de la palabra y las
dudas continuas en cuanto a la
revelación que han sido sugeridas por los científicos y más especialmente por
quienes profesan ser hombres religiosos, han producido ahora en la nación
alemana las más terribles consecuencias. El cuadro que él presenta nos hace
temer que nuestros amigos germanos están pisando un volcán que puede explotar
bajo sus pies. La autoridad del gobierno ha sido ejercida tan severamente que
los hombres comienzan a cansarse de ella, y, mientras tanto, la autoridad de
Dios ha sido considerada tan inaceptable que la base de la sociedad se está
debilitando. Sin embargo, yo no necesito basar mis comentarios en ese artículo,
pues la revolución francesa a fines del siglo pasado permanece en la historia
como una advertencia perdurable con respecto a los terribles efectos de la
filosofía una vez que ha sembrado la sospecha en cuanto a toda religión y creado
una nación de infieles. Yo le pido a Dios que aquí no suceda nada semejante;
pero el partido que está a favor del “pensamiento moderno” parece resuelto a
repetir el experimento. La justa severidad de Dios es tan grandemente ignorada
y el pecado es reducido a un mal tan trivial, que si los hombres fueran
hacedores de lo que oyen y aplicaran la enseñanza recibida desde ciertos
púlpitos supuestamente cristianos, el resultado sería la anarquía. El libre
pensamiento siempre lleva por ese camino. Que Dios nos guarde de él.
Si bien los predicadores
juegan con demasiada frecuencia con la predicación, cuánto se les parece la
conducta de sus oyentes. Oír es con frecuencia meramente un ejercicio crítico,
y la pregunta después de un sermón no es “¿Cómo se adapta esa verdad a tu
caso?”, sino “¿Qué te pareció él?”, como
si eso tuviese algo que ver con la verdad. Cuando escuchas música, ¿acaso
preguntas: “qué te pareció la trompeta?” No, tu mente piensa en la música, no
en el instrumento; no obstante ello, las personas consideran siempre al
ministro antes que a su mensaje. Muchos contrastan a un predicador con otro,
cuando harían mejor en contrastarse ellos mismos con la ley divina. De esta
manera, oír el Evangelio se degrada a un simple pasatiempo juzgado apenas
superior a un entretenimiento teatral. Tales cosas no deben ser. Los
predicadores deben predicar como para la eternidad y buscar fruto, y los
oyentes deben poner en práctica lo que oyen, pues de otra manera la sagrada
ordenanza de la predicación dejará de ser un canal de bendición, y será más
bien un insulto a Dios y una burla a las almas de los hombres. No voy a hablar
de manera muy extensa, aunque sí espero hablar con mucho denuedo, de dos clases
de oidores: la primera, la clase que no
es bienaventurada, y la segunda, la
clase que, conforme al texto, es
bienaventurada en lo que hace.
I. Primero,
A continuación estos
oidores son descritos como engañándose a
sí mismos. “Engañándoos a vosotros mismos”, dice Santiago. ¿En qué se
engañaban a sí mismos? Pues bien, ellos pensaban que por ser oidores eran considerablemente
mejores; que eso es algo que ha de ser encomiado mucho y que seguramente
recibirá una bendición. No habrían sido felices si no hubiesen oído la palabra
el domingo, y miran con disgusto a sus vecinos que no respetan el día de
guardar. Ellos mismos son gente muy superior porque asisten regularmente a la
iglesia o a la capilla. Tienen un asiento reservado, y un himnario y una
Biblia: ¿acaso eso no es mucho? Si permanecieran alejados de un lugar de
adoración durante un mes se sentirían muy intranquilos; si bien no creen que ir
a un lugar de adoración los salvará, eso tranquiliza su conciencia y se sienten
más a gusto. Me gustaría alimentarlos durante un mes con su teoría. Yo haría
resonar los platos a sus oídos para ver si eso los alimentaría. No les
proporcionaría ninguna cama en la noche. ¿Por qué habría de hacerlo? Les predicaría
un discurso sobre el beneficio del sueño. Tampoco necesitaría darles un
aposento para que se alojasen en él; les leería una elocuente disertación acerca
de la arquitectura doméstica y les mostraría lo que debe ser una casa. Si les
diera música en vez de alimento, ustedes se alejarían pronto de mi puerta y me
llamarían inhospitalario; y, sin embargo, ustedes se engañan a ustedes mismos
con la idea de que simplemente oír acerca de Jesús y de Su grandiosa salvación
los ha hecho mejores hombres. O, tal vez, el engaño va en otro sentido: fomentan
la idea de que las severas verdades que oyen no se aplican a ustedes.
¿Pecadores? Sí, ciertamente, el predicador se dirige a los pecadores, y qué
bueno que obtengan un bien de ello; pero tú
no eres un pecador, al menos no lo eres en ningún sentido especial como para
que tengas que ocuparte de ello. ¿Arrepentimiento? La mayoría de la gente debe
arrepentirse, pero tú no ves ninguna razón por la que tú debas arrepentirte. ¿Mirar a Cristo para obtener la salvación? “Excelente
doctrina” –dices- “¡Excelente doctrina!” Pero, por alguna razón, tú no lo miras a Él para que te salve. He
aquí el veredicto de
Y luego, además, de
acuerdo a nuestro texto, estas personas
son oidores superficiales. Se dice que son semejantes a un hombre que
considera su rostro natural en un espejo. Ahora bien, incluso un oidor casual
encontrará a menudo que la predicación del Evangelio es como verse en un espejo
y verse a sí mismo. Cuando se le muestra por primera vez un espejo a una tribu
de negros recientemente descubierta, el cacique, al verse a sí mismo, se queda
perfectamente estupefacto. Mira una y otra vez, y no puede explicárselo. Sucede
lo mismo con la predicación de la palabra: el hombre dice: “Vamos, esas son mis
palabras: esa es mi forma de sentir”. A menudo me he encontrado con oyentes que
exclaman: “Qué casualidad, esa la precisa expresión que usé cuando venía hacia
acá”. Sienten como aquella mujer en la antigüedad que dijo: “Venid, ved a un
hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho”. Esa persona lee su Biblia, y
dice: “Venid, ved un libro que me dice todo cuanto he hecho. ¿No es éste el
libro de Dios?” El hecho es que la palabra de Dios discierne los pensamientos y
las intenciones del corazón. Así como han visto colgar en la carnicería los
cuerpos muertos de animales partidos por la mitad, así la palabra de Dios es
“viva y eficaz… y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y
los tuétanos”. Abre al hombre y le conduce a verse a sí mismo. Se queda muy
sorprendido y no puede entenderlo. No tengo ninguna duda de que muchos de
ustedes aquí presentes, que son inconversos, han sentido esto bajo la influencia
de un sermón escrutador. Cuando han estado leyendo las Escrituras se han
quedado perfectamente anonadados por la manera en que se han visto revelados a
ustedes mismos; pero ha sido una obra superficial. Si un hombre se mira en un espejo,
y luego guarda el espejo y sigue su camino, lo ha utilizado pobremente, pues le
hubiera podido servir para que se quitara las manchas, y para que, lavándose,
mejorara su apariencia personal. Mirarte en el espejo y notar una marca negra
en tu frente es un simple juego de niños si no te lavas esa mancha. Verte como
Dios quiere que te veas a ti mismo en el espejo de
El texto acusa a estos
individuos de ser oidores irreflexivos: “Él
se considera a sí mismo y se va”. Oyen un sermón, y salen. Nunca le dan tiempo
a la palabra para que opere; tan pronto concluye el servicio regresan a su vida
normal, regresan a la charla insustancial y a la plática ociosa. Las reuniones
para resolver las inquietudes de los buscadores son con frecuencia eminentemente útiles porque
les dan a las personas una pequeña oportunidad para pensar en lo que han oído;
pero mucho de lo que se oye no va acompañado de la reflexión de manera que
resulta ineficaz. Obtenemos más de la meditación que de la audición. Debemos
rumiar, igual que el ganado, si queremos obtener nutrimento del alimento
espiritual; pero pocos hacen esto. Es una gran misericordia para nosotros,
considerando la cantidad de sinsentido que hay en el mundo, que tengamos dos
oídos de manera que dejemos entrar a las palabras ociosas por un oído y las
dejemos salir por el otro; pero es una gran lástima que usemos esos dos oídos
de esa misma manera con respecto a la palabra de Dios. Dale alojamiento,
querido amigo. No permitas que el Evangelio entre por un oído y salga por el
otro. ¿Que cómo has de evitarlo? Pues bien, déjalo que entre por los dos oídos.
Que tenga dos caminos de entrada directamente hacia el alma, y cierra tus oídos
una vez que la verdad haya entrado completamente, y fuérzala a permanecer en la
cámara de tu alma. Cuánta bendición recibirían los hombres si se llevaran la
palabra a casa con ellos, si desarmaran el texto, lo sopesaran, lo consideraran
y oraran pidiendo una aplicación personal de esa palabra. Entonces se volverían
espiritualmente sabios por la enseñanza del Espíritu Santo. Pero, ay, son
oidores irreflexivos. Se ven en el espejo y se van.
Algo más se dice acerca
de ellos, es decir, que son oyentes muy
olvidadizos: olvidan qué tipo de hombres eran. Han oído el discurso, y allí
termina todo. Ustedes conocen la historia del regreso a casa de Donald cuando
salió un poco antes de lo usual de la iglesia; su esposa le preguntó: “¡Cómo!
¡Donald! ¿Ya terminó el sermón?” Él respondió: “No, no: ya fue pronunciado en su totalidad pero no ha
comenzado a ser puesto en práctica todavía”. Pero mientras no ha comenzado a
ser puesto en práctica, sucede con frecuencia que el sermón ha concluido para muchos
oyentes. Lo escucharon, pero pasó a través de ellos como el agua por un tamiz,
y ya no recordarán nada más de él hasta el día del juicio. No hay pecado en
tener una mala memoria, pero hay un gran pecado cuando se rehusa obedecer de
inmediato el Evangelio. Si mañana por la mañana no pueden recordar el texto, o
ni siquiera pueden recordar el tema, no voy a culparlos; pero el recuerdo del espíritu
de todo el asunto, embeberse de la verdad y absorberla en su interior, eso es
lo principal, y poner en práctica la verdad es la esencia misma del asunto. Hizo
bien aquel agente viajero, que, cuando escuchaba al señor William Dawson
mientras estaba hablando acerca de la deshonestidad, se puso de pie en medio de
la congregación y quebró un cierto medidor de yardas con el que solía engañar a
sus clientes. Hizo bien aquella mujer que dijo que olvidó lo que había dicho el
predicador, pero recordó quemar su almud al regresar a casa, pues ese medidor había
tenido también una medida menor. No te preocupes por tratar de recordar el
sermón si recuerdas ponerlo en práctica de inmediato. Puedes olvidar las
palabras en las que fue cobijada la verdad, si quieres, pero deja que purifique
tu vida. Eso me recuerda a la piadosa mujer que solía ganar su sustento lavando
lana. Cuando su ministro la visitó y le preguntó acerca del sermón que había
predicado, ella le confesó que había olvidado el texto; él le dijo: “¿Qué bien
pudiste haber obtenido de él?” Entonces ella lo condujo a la parte trasera de
su casa, donde practicaba su oficio. Puso la lana en un tamiz, y luego bombeó
en él. “He allí, señor” –le dijo- “su sermón es como esa agua. Fluye a través
de mi mente, señor, tal como el agua corre a través del tamiz; pero, por otra
parte, el agua lava la lana, señor, y así la buena palabra lava mi alma”.
David, en el Salmo ciento tres habla de aquellos que se acuerdan de los
mandamientos del Señor para ponerlos por
obra, y esa es la mejor memoria. Procuren tenerla.
He descrito así a
ciertos oidores, y me temo que tenemos a muchos de esos en todas las congregaciones;
oidores que admiran, oidores que son afectuosos, oidores apegados, pero que
todo el tiempo son oidores carentes de bienaventuranza porque no son hacedores
de la obra. Nos hemos preguntado cómo es posible que no confesaran nunca ser
seguidores de Cristo, pero sospechamos que no han hecho nunca esa confesión porque
no sería verdadera; y sin embargo, son muy buenos, muy benevolentes, son útiles
para la buena causa y sus vidas son muy rectas y encomiables, pero nos aflige
que no sean cristianos resueltos. Una cosa les falta: no tienen fe en Cristo. Me
sorprende verdaderamente ver cómo algunos de ustedes pueden favorecer tanto
todo lo que tenga que ver con las cosas divinas, y no obstante, no tienen
ninguna participación en el buen tesoro. ¿Qué dirían de un cocinero que preparara
comidas para otras personas pero que muriera de inanición? Un cocinero
insensato, dirían ustedes. Un oyente insensato, digo yo. ¿Van a ser como los
amigos tirios de Salomón, que ayudaron a edificar el templo y, sin embargo,
continuaron adorando a sus ídolos? Señores, ¿van a contemplar la mesa de la
misericordia y van a admirarla, y con todo, rehusarán sus provisiones? ¿Te da
un estremecimiento de placer ver a tantas personas recogidas de los caminos y
de los vallados y que son forzadas a entrar y te quedarás tú afuera y no
participarás nunca? Siempre me compadezco de los pobres muchachitos que en una fría
noche de invierno se paran frente a la humeante vitrina de un restaurante y
miran al interior y ven que otros se están dando un banquete mientras ellos no
tienen absolutamente nada. No puedo entenderlos a ustedes; todo está listo, y han
sido invitados y persuadidos a venir, y sin embargo, se contentan con perecer
de hambre. Yo les ruego que reflexionen y le pido al Espíritu de Dios que los
haga hacedores de la palabra, y no únicamente oidores, pues se engañan a
ustedes mismos.
II. Pero
ahora vamos a dedicar unos cuantos minutos a los que son OIDORES
BIENAVENTURADOS, aquellos que obtienen la bendición. ¿Quiénes son? Están
descritos en el versículo veinticinco, “Mas el que mira atentamente en la
perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor
olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace”.
Noten que este oidor que
es bienaventurado es, antes que nada, un
oyente atento, ávido y humilde. Noten la expresión. Él no mira sobre la superficie de la ley de la
libertad y sigue adelante, sino que mira en
ella. Se trata de la misma palabra que es utilizada en el pasaje, “cosas en
las cuales anhelan mirar los ángeles”, y la palabra griega pareciera implicar
algo así como encorvarse para mirar muy atentamente en el interior de algo. Así
sucede con el oidor que obtiene la bendición. Oye el Evangelio y dice: “Voy a
mirar en esto. Hay algo aquí que merece la atención”. Se encorva y se convierte
en un niñito para poder aprender. Explora como lo hacen los hombres que están
buscando diamantes u oro. “Voy a ver en el interior de esto”, dice. “Mi madre
solía decirme que había algo encantador en eso, y mi padre murió triunfalmente,
gracias a su influencia; voy a investigarlo. No será por falta de examen que lo
deje escapar”. Tal individuo oye con mucha atención y aplicación, abriendo su
alma a las influencias de la verdad y deseando sentir su santo poder para poner
en práctica sus divinos mandamientos. Así debe ser un oyente: un oidor atento cuyos
sentidos están despiertos para recibir y retener todo lo que pueda aprenderse.
Está implícito, también,
que es un oidor reflexivo, estudioso y
escrutador: mira en la perfecta ley. Voy a utilizar nuevamente una figura.
Así como un hombre pone un insecto bajo un cristal y lo inspecciona
repetidamente a través del microscopio –mira sus alas, estudia cada una de las
articulaciones de la espalda y cada una de las partes de la criatura bajo su
escrutinio- así también un oyente que desea una bendición, mira de cerca en el
interior de la palabra. Es sagradamente curioso. Hace preguntas, escarba.
Pregunta a todos aquellos que se supone que saben. Le gusta juntarse con
cristianos experimentados para oír acerca de sus experiencias. A él le encanta
acomodar lo espiritual a lo espiritual, analizar minuciosamente un texto y ver
qué relación guarda con otro texto y con sus propios componentes, pues pone
mucho empeño cuando oye la palabra. Ay, queridos amigos, tal como lo he dicho
antes, muchos oyentes son demasiado superficiales; escuchan lo que se dice, y
allí termina todo, pues nunca buscan la médula de los huesos. El oyente que
obtiene una bendición primero pone toda la atención de su corazón, y
posteriormente mantiene su corazón saturado con la verdad gracias a un denodado
y diligente estudio escrutador de ella, y así, mediante la enseñanza del
Espíritu, descubre cuál es la mente de Dios para su alma.
Luego este oyente sigue
adelante. Mirando tan fijamente descubre
que el Evangelio es una ley de libertad: y ciertamente lo es. Bienaventurada
es la condición de quienes están libres de la ley de Moisés y están bajo la ley
de Cristo, quien emancipa al alma de toda forma de esclavitud. No hay ningún
gozo como el gozo del perdón, no hay liberación como la liberación de la
esclavitud del pecado, no hay libertad como la libertad de la santidad, la
libertad de acercarse a Dios. Quien escucha el Evangelio rectamente pronto descubre
que hay algo en él que quitará cada
grillete de su alma. Mira, y mira, y al fin ama esa perfecta ley de libertad
que libera a su alma para correr en el camino de los mandamientos de Dios. Ojalá
que todos ustedes lo entendieran, y tuvieran una participación en sus
beneficios. Este es el hombre que es bendecido mientras oye.
Pero se agrega que persevera en ella. Si tú oyes el
Evangelio y no te bendice, óyelo de nuevo. Si has leído la palabra de Dios y no
te ha salvado, léela de nuevo. Ella es capaz
de salvar tu alma. ¿Has estado escudriñando a lo largo de un libro agraciado y
sincero, y no pareció adecuarse a tu caso? Prueba otro. Oh, si los hombres
buscaran la salvación como buscan un tesoro oculto no les tomaría mucho tiempo
antes de que la encontraran. Yo recuerdo, cuando estaba buscando a Cristo, cómo
leí el libro de Doddridge “El Surgimiento y el Progreso de
Por último, se agrega
que este hombre no es un oyente olvidadizo, sino un hacedor de la palabra, y que será bienaventurado en lo que hace.
¿Se le indica que ore? Él
ora de la mejore manera que puede. ¿Se le ordena que se arrepienta? Entonces le
pide a Dios que lo capacite para arrepentirse. ¿Se le ordena que crea? Él dice:
“Señor, creo; ayuda mi incredulidad”. Pone en práctica todo lo que oye. Yo
desearía que tuviéramos miles de oyentes de esa clase. Me acuerdo haber leído
acerca de cierto individuo que oyó que hay que dar a Dios el diezmo de nuestros
ingresos. “Bien” –dijo él- “eso está bien, y yo lo haré”; y guardó su promesa.
Oyó que Daniel se acercaba a Dios en oración tres veces al día. Ese hombre dijo:
“eso está bien; yo lo haré”; y practicó un triple acercamiento al trono de la
gracia cada día. Cada vez que oía algo que era excelente lo convertía en una
regla y lo ponía en práctica de inmediato. Formó así hábitos santos y un noble
carácter, y se convirtió en un bienaventurado oidor de la palabra.
Queridos amigos, nuestro
texto no dice que tal hombre es bienaventurado por el acto, sino dice que tal hombre es bienaventurado en el acto. Aquel que hace lo que Dios
le indica no es bienaventurado por ello,
sino que es bienaventurado en ello. El
feliz resultado nos llegará en el acto de obediencia. Que Dios les conceda la
gracia de que, a partir de ahora, siempre que el Evangelio sea predicado, con
la energía que el Espíritu de Dios infunde en ustedes sean movidos a decir: “yo
lo haré. No voy a soñar al respecto, o a hablar al respecto, o a preguntar al
respecto, o a decir: yo lo haré, sin hacerlo, sino que ahora, de inmediato,
realizaré el acto que ha sido ordenado”.
Concluyo con esta
sugerencia práctica. Para algunos de ustedes que me oyen en este día, la
porción restante de su vida es corta. Están cubiertos de cabellos grises y, de
acuerdo al curso de la naturaleza, pronto habrán de estar delante de su Juez.
¿No sería bueno que pensaran acerca del otro mundo y consideraran cómo van a
comparecer delante de su Señor en el último gran día? El Evangelio dice: “Cree
en el Señor Jesucristo”, lo que en otras palabras significa, “Confía en Él”.
Arrepiéntete; confiesa tu pecado, abandónalo y mira a Cristo para quedar limpio.
Ese es el camino de la salvación, “El que creyere y fuere bautizado, será
salvo”. Tú sabes todo acerca del camino de la vida. Te estoy contando una
historia que has oído miles de veces, pero la pregunta es, ¿cuándo vas a hacerlo? “Pronto, amigo”, dices tú. ¿Pero no estabas
aquí cuando este Tabernáculo fue inaugurado? “Sí”, respondes, “creo que sí”. En
aquel entonces dijiste: “pronto”, y ahora dices: “pronto”. Creo que dirás:
“pronto” hasta que esa palabra “pronto” se encuentre con esta pesada sentencia,
“Demasiado tarde, demasiado tarde; no puedes entrar ahora”. Pon cuidado para
que este no sea tu caso antes de que este día haya concluido. Algunos hombres
mueren de pronto. Una hermana vino a mí esta mañana y me dijo: “Mi padre ha
muerto: estaba bien en la mañana, regresó a casa del taller, parecía un poco
enfermo y murió de pronto”. Viendo que la vida es tan precaria, ¿no sería lo
mejor que buscaras inmediatamente al Señor mientras puede ser hallado, y que lo
invoques mientras está cerca? Yo sugeriría que no comenzaras a chismear y a
hablar en el camino de regreso a casa, sino que te quedaras a solas un poco de
tiempo tranquilamente. ¿Respondes que no tienes ningún lugar donde puedas estar
a solas? Eso no es cierto, pues puedes encontrar un lugar u otro. Recuerdo a un
marinero que solía encontrar su aposento de oración en el mástil: nadie subía
allí para molestarle. Conocí a un carpintero que solía descender a un pozo de
aserrín para orar. Hay muchos lugares como esos. Las calles de Londres, cuando
están abarrotadas, son casi tan solitarias como cualquier otra parte, y
Cheapside puede ser tan buen lugar como la falda de una montaña si tu corazón
desea una soledad real.
Me temo que algunos de
ustedes no piensan nunca. En cuanto a pensar, si sus cerebros fueran
suprimidos, muchos de ustedes vivirían sin ellos casi tan bien como lo hacen
ahora. Los cerebros de algunas personas son útiles únicamente como un tipo de
sal que las protege de que se echen a perder por la muerte. La gran mayoría de
la gente piensa poco, con la excepción de este pensamiento: “¿qué comeremos, y
qué beberemos?” Te ruego que pienses un poco. Haz una pausa y considera lo que
Dios el Señor pone ante ti. Sé un hacedor de
la obra. Haz lo que Dios te ordena. Si te pide que te arrepientas,
arrepiéntete; si te pide que creas, cree; si te pide que ores, ora; si te pide
que aceptes Su gracia, con la ayuda de Dios, hazlo. Oh, que lo hagas de
inmediato, y para el Señor será la alabanza por los siglos de los siglos. Amén.
Porción de
Traductor: Allan Román
7/NOviembre/2013
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